CAPITULO III

1. EL PADRE VILLAESCUSA entró en el despacho del Valido lo que se dice derrengado: por el trabajo mental de aquella tarde, por el calor, que no se iba con el sol, sino que persistía como un recuerdo de plomo: arrastraba los pies calle adelante, y cada tantos pasos se detenía para secarse el sudor con el gran pañuelo verde. Nada más atravesar la puerta por donde entraban los confidentes, se dejó caer en un sillón y pidió agua y algo para abanicarse: le dieron un expediente de nobleza de los que se amontonaban en la mesa del Valido, pero el agua hubo que traérsela; en el ínterin, el Valido suplió el retraso con una copa de aguardiente del que él bebía en los momentos de depresión, cuando desesperaba de tener un hijo, cuando las malas noticias de los reinos le embarullaban la cabeza y le aplastaban el corazón. La llegada del agua pareció despegar la lengua del padre Villaescusa del paladar al que se había adherido y que ni el aguardiente bastara para liberarla, quizá por razón de estricta moralidad. Emitió un suspiro prolongado.

– Esto va mal, Excelencia -dijo al Valido.

Y el Valido le respondió preguntándole:

– Y esto, ¿qué es? -porque en aquella cabeza en tal momento, muchas preocupaciones podían señalarse con el mismo pronombre demostrativo.

– Me refiero, Excelencia, a los pecados del Rey; pero, si lo pienso bien, hay algo mucho más grave: el Santo Tribunal de la Inquisición está en manos sin fuerza, no por debilidad, sino por poltronería. Todo el mundo sabe mucho, pero nadie cree en nada, ni siquiera en lo que sabe. ¿Imagina Vuestra Excelencia cuál fue el resultado de toda una tarde de disputas? El nombramiento de cuatro comisiones con el cargo de averiguar si, de acuerdo con la doctrina, los Reyes Nuestras Majestades están realmente casados; si hubo o no hubo adulterio en los devaneos del Rey, Nuestro Señor; si es o no pecado que el Rey vea a la Reina desnuda y, ¡asómbrese Vuesa Excelencia!, si los pecados del monarca influyen o no influyen en las dichas o desdichas de estos reinos. En los tiempos que corren ya no hay doctrinas estables. Para volverse loco.

El Valido, que se hallaba de pie junto a su mesa, dio unos pasos en silencio hasta la ventana abierta, respiró el aire que ascendía desde el Campo del Moro, y hasta se detuvo unos instantes en la contemplación del horizonte, donde un resplandor colorado señalaba el lugar por el que acababa de ponerse el sol; después volvió sobre sus pasos.

– ¿Y Vuesa Paternidad propone algún remedio?

– A la larga, Excelencia, sustituir al Gran Inquisidor en el caso de que aparezca alguien dispuesto a semejante sacrificio ¡con el desbarajuste que le espera!, pero el remedio a la corta tenemos que acordarlo ahora mismo Vuesa Excelencia y yo.

– ¿De qué remedio se trata?

– De impedir que el Rey vea a la Reina desnuda. Los pecados de la noche pasada son suficientes para poner en peligro la monarquía, y, con ella, la verdadera cristiandad; si a ello se añade esta monstruosa contemplación prohibida por las leyes humanas y divinas, no me atrevo a imaginar lo que va a ser de nosotros.

– ¿Se refiere Vuesa Paternidad a usted y a mí?

– Me refiero, como Vuesa Excelencia puede comprender, al porvenir del único país que en el mundo defiende la doctrina de Dios y de su santa Iglesia.

– Usa usted de palabras mayores.

– Las que vienen al caso.

El Valido volvió a recorrer la distancia entre la tremenda y sobrecargada mesa y la ventana, y pareció que su mirada resbalaba por los cielos desnudos hasta perderse en la línea rosada del poniente: la verdad fue que intentaba desalojar su mente del recuerdo de su esposa, desnuda en el lecho, pidiéndole que se desnudase también.

– ¿Y dice Vuesa Paternidad que el Gran Inquisidor flojea?

– ¡Es la Santa Inquisición entera, Excelencia, la que ha dejado de ser la mano dura del Señor para convertirse en un salón donde se charla en castellano sin que nadie se apasione por lo que se discute, y donde le dan a uno un refrigerio cuando lo creen cansado en vez de dar satisfacciones a la santa ira!

– Eso, ya ve usted, en tardes como la de hoy, no me parece mal. A mí mismo me apetecería ahora un poco de aguardiente con agua helada. La tarde ha sido de muchísimo trabajo, a pesar de ser domingo. ¿Sabe que las noticias de la flota se demoran? ¿Y que no sabemos nada de la guerra de Flandes? Pues los banqueros genoveses nos acucian, y si la flota se retrasa, o nos la roban, no tendremos dinero para dar de comer al Rey.

El capuchino se santiguó ostensiblemente, se santiguó con el grueso crucifijo que colgaba de su rosario.

– ¡Alabado sea Dios! Que Él me perdone si hay soberbia en mis palabras, pero no le vendría mal al Rey, y a la corte entera, una semana de ayuno, y aun de penitencia, con cilicios y disciplinas.

– Probablemente tiene usted razón, padre; pero, ¿qué pensarían de nosotros en las cortes extranjeras? Aunque no sea más que por el decoro de la monarquía…

Por la ventana abierta entró, volando, un pajarillo. Venía sin fuerzas, y fue a posarse en el regazo del padre Villaescusa: movía las alas cansadas y respiraba anhelante por el pico abierto.

– Viene muerto de sed -explicó el fraile, y el Valido le respondió:

– Habíamos olvidado el agua y el orujo. Procede de mis viñas de Loeches, y es bastante sabroso.

El fraile acariciaba el lomo del pajarillo, y le ayudaba a mover las alas. El Valido llamó, y un ujier trajo el agua helada: una jarra grande, de plata, y dos vasos de cristal. El pajarillo bebió ávidamente, ensayó unos vuelos por la habitación y salió por la ventana. El padre Villaescusa, con el vaso en la mano, y el agua turbia por el chorro del aguardiente, lo vio partir y se extendió en consideraciones sobre la libertad de las aves y su descuido, al que Cristo se había referido. El vaso del Valido reposaba en una esquina de la mesa, mediado ya, y algo más turbia el agua que la del fraile.

– Podíamos seguir hablando de nuestro caso, ahora que hemos refrescado los gaznates.

– ¿De cuál de ellos, Excelencia? No los gaznates, los casos.

– Yo no veo más que uno, o a uno solo se puede reducir la múltiple apariencia. ¿Me aconseja Vuesa Paternidad que mande venir al Nuncio y le pida la sustitución del Gran Inquisidor?

El fraile se llevó las manos a la cabeza, aunque sin soltar el vaso.

– ¡No haga Vuesa Excelencia semejante disparate! El Nuncio es italiano, y su palacio goza de mala reputación en la ciudad. Y el Gran Inquisidor pasó en Italia sus años mozos, y allí se contagió de la flojera romana. Yo despacharía un correo especial a nuestro embajador con el encargo de llevar personalmente, y en secreto, las gestiones. Habría que enviar un relato fidedigno de todos los sucesos, pero no encomendado a la pluma de ningún leguleyo, menos aún de un covachuelista, por buena letra que tenga, porque, señor, el resultado sería la interpretación de mis palabras recibidas por Vuecencia, transmitidas a un secretario, y éste al escribidor. ¿Qué quedaría de mi relato?

– ¿Me propone Vuesa Paternidad la redacción directa del documento?

– Al menos, señor, de su parte narrativa. Soy un testigo de buena memoria.

– Puedo añadirle, querido padre Villaescusa, que con esa narración de los hechos irá la propuesta de que sea usted nombrado para el cargo.

El padre Villaescusa cayó dé rodillas. Y no pudo reprimir un aspaviento entre estupefacto y alegre.

– ¡Excelencia! ¡No son tantos mis méritos! No sé si mi humildad me permitirá aceptarlo.

– Si viene de la Santa Sede, firmado y sellado por el Papa, no le quedará otro remedio. Pero eso se demorará unos meses… Dos viajes de correos, ¿cuánto tiempo de gestiones sigilosas? Comparto con Vuesa Paternidad la prisa por salir del embrollo. ¿Qué es lo que me propone?

El padre Villaescusa, que se había levantado ya, aunque con semblante menos humilde, con el semblante del preconizado Gran Inquisidor, respondió con voz bastante hueca.

– Excelencia, en sus manos están los recursos palaciegos. Yo, por mi parte, manejaré los espirituales si tengo autorización para ello.

– Dela por recibida, pues.

El padre Villaescusa, a partir de aquel momento, dio rienda suelta a las muchas imaginaciones que su mente había elaborado y que se precipitaban hacia la realización inmediata. Pero no puedo por menos que imaginarse como un gran pulpo cuyos tentáculos acogían al Valido y al Rey, a la monarquía y al mundo. Pensó que aquella imagen venía del Diablo, pero no la rechazó, y se sintió pulpo revestido de púrpura, y con poderes de Gran Inquisidor.


2. Mademoiselle Colette, con apariencia bastante menos que de cuarentona y reputación en ciertos medios palaciegos de muy alegre en la cama, de verdaderamente juguetona, se disponía a salir, cuando la Reina la vio por el espejo y le chistó. Se hallaba la Reina en su gabinete, lleno de cosas de Francia, frívolas y alegres, que ninguna de sus damas españolas podía ver, porque no las encontraban elegantes: el espejo con marco de plata, la cómoda pintada de amorcillos desnudos, y, sobre todo, aquel armario en cuyas puertas campeaban Adán y Eva sin hojas de parra…; con todo al aire. Ni el Rey se había atrevido nunca a mostrar aquella desvergüenza, porque el Rey, los más de los días, solía vestir de negro, ¡tan severo!

– Acércate -dijo la Reina a su doncella de confianza, la que le había acompañado desde París, la que en París de la Francia la había tenido a su cuidado durante algunos años-. Acércate más, Colette, y habla con cuidado.

– Nadie entiende el francés de los que pueden estar cerca…

– Aun así… En los palacios de los reyes siempre hay más soplones que ratas.

– Como mande Vuestra Majestad.

– También puedes sentarte, aquí a mi lado, en esta silla. Lo más cerca posible.

Colette se sentó muy satisfecha.

– Sí, Majestad. Gracias.

– Ahora, háblame de lo que habla todo el mundo.

– No puedo añadir nada que la Reina no sepa. Lo de que el Rey anda mustio ya se lo he comunicado.

La Reina suspiró, y dejó sobre el boudoir que había sido de su madre, el peine de plata con que se había peinado.

– ¡Pobre marido mío, las cosas que le ocurren! Tú, en mi caso, ¿qué harías?

– Desnudarme en la cama, sin pensarlo.

– ¿Lo has hecho alguna vez?

– Desde que tengo uso de razón, Majestad, no he dejado de desnudarme cuando hubo ocasión. Mi madre me enseñó que las cosas deben hacerse bien. Por eso sirvo a Vuestra Majestad con la perfección que lo hago.

– No tengo queja de ti, Colette, muchas veces te lo he dicho. Pero, eso de desnudarme en la cama, ¿sabes si lo hacía la Reina de Francia?

– El Rey difunto, su padre, que Dios tenga en su gloría, no lo hacía de otra manera.

– ¿Lo sabes porque te lo han contado, o porque lo has visto? Eras muy joven, cuando murió mi padre, el Rey…

– No tan joven, señora, que el Rey su padre, a quien Dios haya recibido en su seno, lo mismo como hugonote que como católico, cada vez que me encontraba a solas, y fueron muchas, no me dejaba encima más que los zapatos, porque medias no las llevé jamás. Ni con el frío de esta corte.

– ¿No eres muy desvergonzada, Colette?

– ¿Cómo quiere Su Majestad que sea, viviendo siempre en palacio? Por estos corredores no prospera la decencia.

La Reina la miró un momento y después volvió la cara al espejo, alumbrado por dos candelabros recargados de velas.

– ¿Me encuentras bien, Colette?

– La encuentro como nunca.

– ¿Tú crees que gustaría al Rey, así como estoy, sin pintarme la cara?

– Vuestra Majestad debería abandonar el colorete para toda la vida. Se lo tengo dicho muchas veces.

La Reina se contempló los ojos, multiplicados en el espejo por las luces.

– ¿De manera que piensas que debo esperar al Rey desnuda en la cama?

Colette dio un ligero grito.

– ¡Eso, jamás, Majestad! Que se tome el trabajo de desnudarla.

– ¿Sin hacer muchos remilgos?

– Sólo los necesarios, y sin insistir demasiado.

La Reina meditó un momento, sin dejar de mirarse a los ojos.

– Colette, en cuanto me siente a cenar con esas arpías que me acompañan, vas en busca del Rey, y le dices que lo espero a las once. ¿Te parece buena hora, las once? Los corredores suelen estar vacíos, a esa altura de la noche.

Colette se levantó e hizo una reverencia.

– Majestad, para una cita de amor todas las horas son buenas.

Dio un paso atrás, repitió la reverencia, y salió del gabinete. Entre las muchas imágenes que le devolvía el espejo, la Reina eligió la más favorecida.


3. La duquesa viuda del Maestrazgo, dama mayor de la Reina, lo había sido también de la reina anterior, y si al llegar la nueva de Francia, había continuado en el cargo, a su gran conocimiento de las cosas de palacio se debía; si bien es cierto que no había estado en su mano ayudar a su primo a que ascendiese al cargo de Valido, no le estorbaba nada, porque se llevaban bien, habían jugado juntos de niños, y probablemente, los primeros muslos de mujer vistos por el que ya se encaminaba a todopoderoso cuando aún no sabía en qué se distinguían de los de los varones, habían sido los de ella. La duquesa viuda del Maestrazgo mandaba con modos absolutos en el mundo femenino de palacio, y entre ella y su primo había el convenio tácito de que lo hacía por delegación asimismo tácita, con intercambio de secretos y reparto de beneficios. La duquesa viuda del Maestrazgo era sólo un año mayor que el Valido, y, a no dudarlo, al quedarse viuda, se habría casado con él si él no hubiera sentido prisa por hacerlo con doña Bárbara, y no por razones honestas de conveniencias familiares o personales, sino sólo porque doña Bárbara le gustaba y quería acostarse con ella. No obstante lo cual, la duquesa viuda no guardaba rencor a la mujer de su primo, y lamentaba de corazón que el cielo no les diese descendencia. «En sólo dos años que estuve casada con mi marido traje al mundo dos pingajos de niñas que no hay quien las eduque; casada con mi primo, hubiera traído a lo mejor una docena, y aunque algunos se hubiesen muerto, siempre quedaría un remanente que satisficiera las ansias de paternidad de mi pobre primo. A cambio, yo mandaría en mi casa, y en el palacio de Loeches, y en dos o tres sitios más, pero no en el Alcázar.» Cuando recibió el ruego del Valido de que se acercase a su despacho en el momento en que sus trabajos se lo permitiesen, se apresuró a satisfacerlo: estaba bonita, aquella tarde calurosa de domingo, con ropas ligeras y un escote algo más generoso de lo que su confesor le permitía; pero su confesor ya ponía límites a su escote contando con que habían de ser rebasados.

El Valido estaba ensimismado, y tardó en darse cuenta de que su prima había entrado, y de que esperaba sonriendo y quizá riéndose de él, que tomaba tan a pecho las cosas del gobierno y de Sus Majestades los Reyes.

– ¿Sabes para qué te pedí que vinieras?

– Me lo supongo.

– Estarás enterada del capricho del Rey.

– Lo está todo el palacio, la ciudad toda, y pronto lo estarán los reinos de esta monarquía.

– ¿Y qué piensas?

– Que le estás dando demasiada importancia a eso que tú llamas un capricho. Son cosas, pienso yo, eso de que dos esposos duerman desnudos en la misma cama, que no deberían trascender de las paredes de su cuarto.

– Pero, ya ves, han trascendido. Y si por una parte el protocolo se opone, los curas quieren meter baza en el asunto.

– El protocolo está anticuado, y a los curas no hay que dejarles que se propasen.

– Pero lo han hecho.

La duquesa se había sentado en un sillón, más bien espatarrada, delante de la ventana, y, a espaldas del Valido, se había remangado las polleras y aireaba sus interioridades recalientes. Aun así, hablaba con fatiga y se abanicaba el rostro con la mano. El Valido le ofreció un refresco, y ella lo aceptó. El Valido le acercó la copa de agua fría, con un chorrito de aguardiente, y ella, al sentir que se acercaba, bajó rápidamente las faldas. Sólo después de haberse refrescado el gaznate un par de veces, preguntó:

– ¿Me has llamado sólo para estos comentarios o quieres algo de mí?

– Sí. Quiero que evites que el Rey duerma con la Reina, al menos mientras no lleguen noticias de la flota y de la guerra de Flandes.

La camarera mayor le devolvió el vaso vacío.

– Lléname otra vez esto y duplica la ración de aguardiente. ¿Qué tiene que ver el capricho del Rey con la flota y con la guerra de Flandes?

– Que llegue la flota a Cádiz, que se gane o se pierda en Holanda, depende de los pecados del Rey.

La camarera mayor se rió francamente.

– No me explico cómo el país está lleno de imbéciles que crean en esas cosas.

– Lo opinan los teólogos.

– Aunque lo opine el Moro Muza.

– Yo no puedo oponerme a los dictados de la Iglesia.

– Siempre es posible encontrar un grupo de frailes que opinen lo contrario que otro grupo.

El Valido arrastró un escabel y se sentó delante de su prima, de espaldas a la ventana.

– Lo malo es que eso ya ha sucedido, y que nos empantana.

– Pues yo, en tu caso, buscaría un tercer grupo de frailes y antes de consultarles les echaría bien de comer.

– Tú lo ves todo muy fácil, pero las cosas son más complejas de lo que crees.

– Y por eso, porque sean complicadas, ¿vas a privar a esos muchachos de retozar desnudos?

– ¿Lo has hecho tú con tu marido?

La camarera mayor, antes de responderle, echó al coleto un buen trago del agua con orujo: ya no estaba fría, pero el aguardiente reanimaba los miembros fatigados.

– En primer lugar, cuando se casó conmigo, el duque ya no era un muchacho, y el reuma adquirido en la vida de la mar no le permitía moverse a gusto. En segundo lugar, las galeras que mandaba, y el Gran Turco, y todas esas cosas, le importaban más que yo. Cuando nos casamos, nada más quedar solos, me apechugó contra un rincón y me dejó preñada. Con eso consideró que había cumplido con su deber, y volvió a las galeras. Y una vez que fui a encontrarme con él en Valencia, volvió a apechugarme, esta vez en un rincón de su cámara de capitán general, y a dejarme preñada. A la salida de Valencia le esperaban los turcos, y una pelota no sé de qué corsario le perforó la popa y le hundió la galera. Como no sabía nadar, murió ahogado. Debo añadirte que, si bien no podía vivir sin la mar, el agua dulce y el jabón nunca merecieron su simpatía. Olía a chusma, el condenado, y si olía vestido, ¿cómo sería en pelotas? Además, según lo que acabo de contarte, no me dio tiempo, ninguna de las veces, a insinuarle que se desnudase.

– Sin embargo, a él le debes lo que eres.

– Eso no lo he negado nunca. La verdad es que se lo debo al pobrecito, pero sólo porque se murió. Si llega a saber nadar…

El cielo se había oscurecido, y la camarera mayor sólo veía de su primo la oscura silueta. El Valido, de repente, se levantó: ella le oyó rascar el pedernal sobre la yesca, y apareció una vacilante claridad amarillenta.

– ¿No crees que entra demasiado fresco por la ventana?

– Cierra si quieres.

El valido cerró. La duquesa se había levantado, había arrastrado el sillón hasta la mesa, y volvió a sentarse.

– Bueno, vamos a lo nuestro.

– Y, lo nuestro, ¿qué es?

– Que impidas por todos tus medios que el Rey visite esta noche a la Reina. Yo lo haré también por los míos.

Ella se levantó.

– Me parece muy bien. Siempre conviene asegurarse.

– ¿Qué es lo que puedes hacer?

– Hay un corredor, con tres puertas, que va de una cámara a la otra. Tradicionalmente, el cierre de cada una de esas puertas tiene su significado. Será la primera vez que se cierren las tres, al menos que yo sepa.

El Valido se levantó.

– Bien. Yo me encargaré de las otras entradas. Y ya te tendré al corriente.

– ¿Y cuando mañana la Reina me pregunte?

– La respuesta es cosa tuya. Ya sabrás inventar alguna mentira.

– ¿Que si sabré? No hago otra cosa todos los días.

– ¿A mí también?

La duquesa se aproximó al Valido y le dio un beso en la mejilla.

– Nunca has sido una excepción en palacio.

El Valido quedó solo, sentado ante su mesa, con la sensación de que aquél era el primer beso casto que su prima había dado en su vida.


4. El padre Fernán de Valdivielso tenía su celda en un cuartucho alejado, hacia la torre del noroeste, lugar al que le habían destinado por el frío, a ver si moría de una vez: porque el padre Fernán de Valdivielso duraba demasiado, más de ochenta años sobre las costillas, y un remoto pasado militar distinguido en todas las guerras del imperio bajo el mando remoto de Su Majestad don Felipe II, el Grande. Por qué se había metido a fraile no lo sabía nadie, pero la verdad era que, al ser elegido como confesor real, la orden a que pertenecía se había desembarazado de él con la entera satisfacción de sus autoridades, porque un hombre, por muy fraile que fuese, que se había acostado con italianas, flamencas, francesas y turcas (que se supiese) no podía servir de ejemplo a quienes sólo tenían a mano españolas, y de lo más pacatas. El padre Fernán de Valdivielso llevaba varios años dirigiendo la conciencia del Rey, y lo hacía con la manga ancha del antiguo soldado, buen conocedor de conductas y conciencias, y que cada vez que se le presentaba un problema difícil, antes que consultarlo con los libros o con los maestros vivos, echaba mano de sus recuerdos. Al padre Fernán de Valdivielso, los que deseaban que el Rey continuase por el camino de perdición que llevaba, le deseaban larga vida, pero quienes aspiraban a apoderarse de la conciencia del Rey, y dirigirla, esperaban su muerte y ponían todos los medios legales para que acaeciera cuanto antes. Por eso, de una celda soleada que daba al patio de armas, lo habían relegado a aquel cuchitril helador al que el sol jamás llegaba. El padre Fernán de Valdivielso se defendía a su modo, con mantas y braseros. Como estaba muy viejo, pasaba de la cama al sillón y viceversa, sin otros itinerarios que los indispensables para mantenerse en orden con la naturaleza, pero sabiendo que en uno de esos paseos le llegaría la hora y quedaría en el camino. El Rey le tenía afecto al viejo capitán, y muchas mañanas, en vez de contarle sus pecados, lo que hacía era escuchar de sus labios el relato de antiguas batallas, cuando las tropas del Rey peleaban con la seguridad de la victoria. «¡Qué hermosos tiempos aquellos!» No obstante lo cual, el padre Fernán de Valdivielso había llegado a la conclusión de que las guerras eran unas barbaridades, y que despanzurrar hugonotes era una operación desagradable, por muy bendecida que fuera por la Iglesia. En realidad, el padre Fernán de Valdivielso, si no se hubiera refugiado en aquel chiscón de la torre noroeste, hubiera acabado en la hoguera.

Cuando, aquella tarde calurosa de domingo, el Rey llamó a su puerta, el padre Fernán se hallaba traspuesto, y nada incómodo con el calor, que le calentaba los huesos. No oyó el suave golpe de los nudillos del Rey, de manera que éste abrió la puerta y asomó la cabeza desgalichada, de cuyo cuello colgaba un cordoncito con el Toisón de Oro. El fraile no se movió. El Rey se aproximó al sillón, y tocó una mano del fraile: éste entreabrió los ojos.

– Creí que habías muerto -le dijo el Rey, y el fraile le contestó:

– En cualquier momento puede pasar, eso de irme al otro mundo. Me bastará un ruido un poco fuerte o un estornudo.

El Rey aproximó un escabel y se sentó. Miraba con cariño al confesor.

– Hablaré bajo.

– ¿Qué sucede en palacio, para que venga Vuestra Majestad a estas horas?

– En palacio lo de siempre.

– ¿Entonces?

– Me quiero confesar.

El rostro del padre Fernán manifestó toda la sorpresa posible en una cara casi enteramente inmóvil.

– ¿A confesarse un domingo por la tarde? ¿No habrá hecho Su Majestad alguna de las suyas?

– En todo caso, padre, lo de siempre. Pasé la noche con una prostituta.

– ¡Teniendo una mujer tan guapa!

– Como si no la tuviera. Sólo me dejan verla de vez en cuando, y dormir con ella cuando hay que preñarla porque así conviene al Estado. Pero eso no lo decido yo, sino esos que mandan.

– La costumbre cristiana de dormir los esposos juntos evita muchos males. Los cuerpos se conocen y saben cuándo uno necesita del otro.

– Pero está mal visto entre ciertas gentes.

– ¿Y si a Vuestra Majestad se le ocurre…?

– Se me ocurre muchas veces, pero hay por el medio puertas y trámites.

El padre Fernán alzó los brazos en la medida en que podía.

– ¡Vaya por Dios!

– Es que, además…

– ¿Existe un además?

– Sí, padre. Yo quería ver a la Reina desnuda.

– ¿Y qué?

– Que lo prohíben todas las leyes divinas y humanas.

– De las humanas, no entiendo mucho, pero, de las divinas… ¿Te das cuenta de que la primera vez que un hombre y una mujer se unieron estaban desnudos?

– Pero, padre, ¿ése no fue el pecado original?

– Eso lo dicen los que no entienden ni de ese pecado ni de otros. Comer del árbol del bien y del mal nunca quiso decir fornicar. Eso, seguramente, lo venían haciendo Adán y Eva con toda regularidad desde que se encontraron juntos la primera vez. Estoy seguro de que fue lo primero que hicieron. Es lo lógico, ¿no? Para eso los había hecho Dios.

– Pues esta mañana, cuando intenté entrar en los aposentos de la Reina, se me interpuso una cruz. Y yo, claro…

– ¡Los hay exagerados!

– Pero yo me encuentro a su merced.

– A mí no me es dado abrir ni cerrar puertas, pero si le valen mis palabras, contemple a Su Majestad la Reina como le dé la gana, vestida o desnuda. Es la Reina, es cierto, pero también es la esposa de un muchacho joven…

– Me temo que la tranquilidad de mi conciencia no me sirve de nada. En primer lugar, porque ignoro lo que ella opina. ¿Qué cosas pueden haberle dicho? En segundo lugar, esas puertas…

El padre Fernán hizo un esfuerzo inútil por incorporarse un poco.

– Póngase de rodillas Vuesa Majestad, porque voy a absolverle. Sólo le recomiendo que si fracasa esta noche, espere a otra, y en ningún caso se le ocurra volver de putas.

El Rey bajó el semblante, una especie de mancha rubia y espiritada en medio de la penumbra. Después se arrodilló, y el fraile le echó la absolución.

– Cierre la puerta con cuidado, Majestad. Ya le dije que un ruido fuerte puede matarme. Aunque, para vivir así…

Cuando el Rey hubo bajado media docena de escalones, apareció por allá arriba, cerca de las vigas del techo, una cabeza rapada y astuta, la cabeza de un hombre que bajó rápidamente por otras escaleras nada seguras, por cierto; una escalera que crujía y se bamboleaba, aunque ambas cosas discretamente. El espía de la cabeza rala la bajó sin grandes precauciones, y cuando el Rey llegó al dédalo de los corredores y empezó a orientarse en ellos, un arcabucero cachazudo con su escopeta al hombro, ascendió por la misma escalerilla, se detuvo ante la puerta del padre Fernán de Valdivielso y disparó un tiro hacia el vigamen del chapitel, un disparo de pólvora sin plomo. Se echó al hombro la escopeta humeante y descendió. El estampido recorrió los ámbitos vacíos, atravesó las paredes más livianas y sorprendió al Rey ante un cruce de pasillos, dudoso del camino que debía tomar. «¡Ya está ahí la tormenta! ¿No cogerá desprevenido a mi confesor?» Y eligió el corredor de la izquierda, que le dejó justamente frente a la entrada de sus aposentos. Los soldados que la guardaban presentaron armas.


5.Entró el ujier en el despacho del Valido, por la puerta secreta, o quizá solamente trasera; tosió, y cuando el Valido volvió la cabeza, hizo la reverencia.

– El fraile ya está ahí -dijo.

– ¿Es que quiere verme?

– Eso manifestó, al menos.

– Pues que pase.

El padre Villaescusa tardó en entrar, hecho un lío de reverencias y rosarios.

– ¿Sucede algo, padre?

– Una desgracia inmensa, Excelencia. Cuando fueron a llevarle la cena al padre Valdivielso, que todo lo hace en su aposento, lo hallaron muerto.

– ¿De muerte natural?

– Eso parece, Excelencia. Estaba en su sillón, envuelto en una manta, como siempre. ¡En una manta, con la tarde que hace! Es muy posible que haya muerto de calor.

Si el Valido percibió la ironía de la respuesta del fraile, no se dio por enterado.

– Que le hagan los funerales, y lo entierren dignamente.

– En eso estamos, Excelencia.

– ¿Algo más se le ofrece, padre?

– Hay que sustituir al difunto…

– Es un trámite largo, usted lo sabe. Ante lodo, tiene que hablar el Rey.

– Es muy posible que el Rey lo ignore todavía. Cabalmente, hace poco que ha entrado en sus aposentos.

– En tanto permanezca en ellos, lo tenernos seguro.

– ¿Me da, pues, licencia para retirarme?

El Valido tardó unos instantes en responder, pareció abstraído, y el fraile respetó su silencio. Por fin dijo:

– Padre Villaescusa, ¿quiere usted sentarse?

– Mi humildad, Excelencia…

– Déjese de cortesías. Ahí tiene su sillón, póngalo frente al mío, y ocúpelo.

– ¡Si Vuestra Excelencia lo manda!…

El capuchino quedó sentado ante el Valido, la enorme mesa entre los dos. Quedó sentado, con la cabeza gacha, pero mirando al Valido de reojo. Éste parecía haber vuelto a su mutismo. Mientras duraba, el capuchino echó mano al rosario y comenzó a bisbisear avemarías.

– Déjese ahora de rezos, padre, que ya habrá tiempo para ellos. Tengo que hacerle una consulta. En realidad, usted conoce los antecedentes. Lo que quiero preguntarle es si ha pensado ya sobre mi caso.

– No rezo por otra cosa que por su solución.

– ¿Y qué se le ha ocurrido?

– Que en vista de que la Providencia no toma en cuenta nuestros ruegos, habrá que forzarla.

– ¿A la Providencia?

– Sí.

– Pero, ¿no es eso un sacrilegio?

– ¿Lo son acaso las penitencias, los sacrificios?

– No. Nunca lo he oído.

– El remedio que yo he encontrado, eso que acabo de llamar forzar a la Providencia, es un sacrificio.

– Tendría que ser más explícito, padre.

– Lo seré si Su Excelencia me autoriza a hacerle ciertas preguntas.

– Esa autorización está implícita en la naturaleza de esta entrevista. Le estoy consultando como teólogo y moralista.

El capuchino abandonó el rosario que todavía permanecía entre sus dedos, y cruzó las manos a la altura del pecho. Y, a su vez, se entregó a un mutismo profesional que hizo esperar al Valido, anhelante hasta que el padre Villaescusa dijo:

– Cuando Vuesa Excelencia llega al lecho de su esposa y cohabita con ella, ¿obtiene algún placer?

– Lo mismo que todo el mundo, ni más ni menos que todo el mundo.

– ¿Y ella?

– A juzgar por los síntomas, padre, creo que sí. Vamos, estoy seguro de que sí, y, las más de las veces, más aun que yo. Las mujeres en eso, como Vuesa Paternidad sabe o habrá oído, son un poco más exageradas que los hombres. Al menos gritan más.

El capuchino se llevó las manos a la cabeza.

– ¡Dios mío, Dios mío! Es tolerable que los hombres gocen del placer carnal, pero las mujeres deben ignorarlo, al menos las decentes, digan lo que digan los moralistas, que nunca son de fiar. Y también se habrá desnudado alguna vez, ¿verdad?

– Probablemente más de una, padre. Si ella lo pide, ¿cómo voy a negarme? Cuando me casé, me informaron de mi obligación de mantener la armonía conyugal, y también fui advertido de que las mujeres son más débiles, y de que hay que comprenderlas.

El capuchino le miró con dureza, como si todas las cóleras de Jehová se hubieran resumido en su mirada.

– ¿Y en esas condiciones espera alcanzar del Señor la merced de la descendencia? ¿Aspira a concebir esos hijos de pecado a que alude el salmista cuando dice: Et in peccato concepit me mater mea?

El Valido le devolvió la mirada, no iracunda, de incomprensión.

– También fui informado, padre, acerca de los lícitos placeres del matrimonio.

– Yo no culpo a Su Excelencia, sino a quienes tienen a su cargo la salvación de su alma. ¿Es jesuita su confesor?

– Me fue recomendado por el Señor Cardenal Primado.

– Gente dudosa, los jesuitas. Quieren hacerse con el poder del mundo tolerando las debilidades humanas. Para los jesuitas, todo es pecado venial, y eso en el peor de los casos. En el informe que estoy redactando para Vuesa Excelencia acerca de la sesión del Santo Tribunal de que hemos hablado, me extiendo largamente sobre la actuación de un padre jesuita, ese portugués llamado Almeida, que no sé de dónde viene ni adónde va. Fue el único de los presentes en justificar los devaneos del Rey. Que, por cierto, coinciden en cierto modo con lo que Vuesa Excelencia acaba de confesarme.

– Es que, padre, el protocolo de palacio no influye en mi vida privada, no me afecta, y no creo que mis pecados particulares alteren el destino de los súbditos de estos reinos. El Rey y sus pecados son otra cosa.

El capuchino meditó, mientras su mano diestra buscaba el crucifijo de su rosario y se aferraba a él.

– Efectivamente, el Rey y sus pecados son otra cosa, y las liviandades de Su Excelencia no afectan al destino de la monarquía. Pero, ¿y su destino personal? ¿No han informado también a Vuecencia de que existe una moral para el pueblo y otra para quienes lo dirigen? El pueblo necesita un aliciente para procrear, porque sin eso no tendríamos soldados. Pero a los grandes se les exige otra conducta. A los grandes, el abuso, incluso el uso, de los placeres de la carne, los lleva a la decadencia. Podría poner a Su Excelencia muchos ejemplos, incluso dentro de su propia familia.

– Pero, padre, yo no he buscado el placer fuera del matrimonio. Al menos desde que estoy casado.

– No dudo de que las costumbres de Vuecencia sean ejemplares, pero advierta que lo ejemplar puede no ser lo moral, ni siquiera la conveniente. Lo ejemplar es lo que se ve desde fuera. ¿Y qué se ve desde fuera? Que Vuecencia no tiene queridas ni va de picos pardos. Eso está bien, pero no basta. Hay que ser ejemplar, además, delante de la cara del Señor, que es quien castiga o premia. El Señor no da hijos a Vuecencia. ¿Por qué?

– Eso digo yo: ¿por qué?

El capuchino alzó en el aire, cara a la luz de los velones, el Cristo de metal que su mano diestra agarraba.

– Ahí lo tienes, crucificado por nosotros. ¿Qué hace Vuecencia en pago de ese sacrificio?

El Valido miró al Cristo alzado; luego inclinó la cabeza y la movió: a izquierda y a derecha.

– Nada especial. Soy un hombre como todos.

– Los mortales nunca podremos saber cómo piensa el Señor, pero los entendidos algo podemos conjeturar de las circunstancias. Por eso, Excelencia, he dicho que hay que forzar al Señor.

– Y yo no lo entendí.

– Quizá yo mismo tampoco. Si lo pienso, no lo entiendo, pero por algo lo dije, y no lo dije en vano: vamos a forzar al Señor, pero a condición de que Vuecencia y, sobre todo, su esposa, renuncien al placer. Con esa condición, yo me atreveré a hacer algo de lo que espero el remedio.

– Algo, ¿qué?

– Si Vuecencia me lo permite, mañana se lo diré. Guarde castidad hasta entonces.


6. El convento de los franciscanos lo habían construido alrededor de una encina, que ofrecía desde entonces en torno a su tronco un banco de tablas para aliviar, aunque no demasiado, las posaderas de quienes buscasen cobijarse allí del sol. Eran, sobre todo, los jóvenes los que acudían a aquella sombra, pero, después del atardecer, nadie osaba sentarse, ni casi atravesar el claustro, porque corría la voz de que sólo tras la puesta del sol el padre Rivadesella mantenía sus entrevistas con el Maligno, en aquella penumbra: a quien, por cierto, quiere decirse al Maligno, jamás el padre Rivadesella llamaba así, sino mi Interlocutor Misterioso, aunque algunas veces se permitiese bromas denominativas, si bien mentales, que había aprendido, de niño, en su Asturias lejana, como llamarle el Trasgu. Aquella tarde de otoño, a causa de la sesión del Santo Tribunal, el padre se había demorado, y cuando atravesó las arenas del jardín, iba temiendo que el Trasgu se hubiera ido, impaciente de tanta espera. De todos modos, se sentó en la parte más tenebrosa, y tuvo tiempo de rezar y de pedir al Señor la protección que necesitaba su alma, y quizá también su cuerpo, para permanecer junto al diablo sin mayor daño. No era una oración larga, aunque sí intensa; pero aún le quedó tiempo para desesperar y tomar la decisión de esperar un espacio digamos de cortesía, y marcharse después. Su mirada recorría la oscuridad, la perforaba, en busca de algo en cuya forma o cuyo cuerpo el Trasgu se pudiera haber instalado, pues nunca se presentaba bajo el mismo aspecto, aunque jamás lo hubiera hecho valiéndose de objetos desagradables o viles: que si un gallo que se subía a la bancada y acurrucaba su cresta contra el hábito del fraile; que si un pajarillo que se acogía al cobijo de su regazo, que si un perro de buena talla que le lamía las sandalias. Una vez, había sido la rama más crecida de la encima; otra, un remolino de viento, casi corpóreo. Nunca una sabandija, ni un sapo, ni un ciempiés. Los tratos de aquellos dos, al menos de la parte del Trasgu, siempre habían sido delicados. El padre Rivadesella, en cambio, suponiendo que el diablo careciera de olfato, no se privaba de ventear, si le venía en gana.

Ya iba a marcharse el fraile, cuando le pareció que, a su izquierda, la oscuridad se hacía más compacta y que cobraba una forma aproximadamente humana, aunque de un varón muy alto y muy delgado que se hubiera sentado a su lado, y montado una pierna sobre otra. El padre Rivadesella se santiguó y dijo en voz alta: «Ave María Purísima», y el Trasgu le respondió:

– No seas imbécil. Si fuera fe, me echaría a temblar; como es superstición, no me incomoda.

– La costumbre es la costumbre.

– A veces la olvidas.

Era verdad, pero sólo en cierto modo: el hábito de aquellas entrevistas le había quitado al padre Rivadesella el miedo a los infiernos y, a la escena, todo dramatismo: hablaba con el diablo con la misma tranquilidad que si charlase con un viejo amigo, y las palabras que se cruzaban más bien pertenecían a las habituales del brazo secular; de manera que el fraile metió las manos en los bolsillos y se rascó los muslos, que le picaban de calor.

– Ya sabrás la que has armado en las últimas horas.

– Tengo una idea, pero no la he armado yo. Vengo de un viaje largo y aún estoy fatigado y convencido, por si no lo estaba ya, de que los hombres son estúpidos en todas las latitudes.

– Pues tu presencia en la corte se ha manifestado de diversas maneras, como si dijéramos, para que las entendieran todos los caletres. El párroco de- San Pedro te vio esta noche flotando en las alturas, y no puedes quejarte, pues le pareciste un hermoso mancebo que dejaba en el aire, al surcarlo, un rastro de plata.

– El párroco de San Pedro es un viejo chocho que ve visiones. Esta noche pasada, ni floté por los aires, ni hubo parejas de brujos fornicadores ni nada de lo que ese pobre viejo dijo haber visto. Lo que sucede es que, con ese catalejo del que disfruta, al verlas más cerca, las nubes se le antojan endriagos. Te puedo asegurar que, la noche pasada, el cielo de la corte estuvo libre de demonios.

– ¿Y esa hendidura de la calle del Pez, por la que salían los azufres mefíticos del infierno?

– El infierno no está en el centro de la tierra, como os dicen, como tú mismo dices cuando predicas, ni con ninguna clase de combustibles. El infierno es frío.

Al padre Rivadesella le entró un escalofrío que le dejó callado. Cuando pudo, preguntó:

– Entonces, ¿dónde está?

– El infierno no está, es. Igual que el cielo.

– Pues no lo entiendo.

Había salido la luna, que partía en dos el ambiente: la mitad del claustro en tinieblas, la otra mitad iluminada, y el resplandor permitía al padre Rivadesella percibir los contornos de la sombra que, a su izquierda, se mantenía con las piernas cruzadas, pero que movía las manos. Quizá llevase barba puntiaguda, quizá no; quizá llevase la melena caída sobre los hombros, como cualquier caballero.

– Si sostuviese esa tesis delante de un tribunal, me mandarían a la hoguera.

– Según. Si la disputa se desarrollaba en latín, quizá sí; pero, en lengua romance, las diferencias entre el ser y el estar son muy evidentes.

– Sí; pero las disputas teológicas se desarrollan en latín.

– En esa lengua también es posible distinguir entre el ser y el estar.

– Pero no tan claramente.

El fraile se remegió en su asiento, como inquieto.

– ¿Es éste el tema de nuestra reunión de hoy?

– El tema, eres tú el que lo propone.

– Pues lo que hoy nos preocupa a todos los teólogos es esa ocurrencia del Rey, de ver a la Reina desnuda.

– Desde mi punto de vista, la cosa carece de importancia. ¿Qué más da que la vea desnuda que en camisón?

– Pero, ¿de verdad que no es pecado?

– Sólo es pecado lo que se hace como pecado, y en la conciencia del Rey no hay semejante intención. Se trata de una simple curiosidad y de un deseo legítimo.

– ¿Legítimo?

– ¿Por qué no? A mí, por lo pronto, no me va ni me viene, y supongo que al Otro le sucederá lo mismo. En esas cuestiones, solemos estar de acuerdo.

– Entonces, que el Rey vea o no a la Reina desnuda, ¿no influye en la llegada de la armada a Cádiz, o en la derrota de nuestras tropas en Flandes?

– La arribada de los barcos a Cádiz depende sólo de que los ingleses lleguen a tiempo de impedirlo, y la derrota de las armas españolas en Flandes tiene bastante que ver con la calidad del armamento, con la disciplina de las tropas y con la posición de los contendientes. Dados esos factores, ganará el general que sepa usarlos mejor.

– Entonces, ¿no influye la oración? En todas las iglesias de estos reinos se ruega por la suerte de la monarquía.

– Sí. Sin pensar si lo que vosotros llamáis suerte de la monarquía es justo o injusto. El Señor sólo escucha las oraciones que imploran la piedad y la justicia, y vosotros no sois justos ni piadosos. No sois más que católicos.

– ¿Es que tú no lo eres?

– Sí, pero a mi modo. Quiero decir que lo soy desde la parte contraria.

El padre Rivadesella se rascó la cabeza, y lo hizo en silencio, pero en su mente se abría paso, con dificultades, una pregunta arriesgada. Más que una pregunta, una corroboración.

– Entonces, que el Rey vea o deje de ver el ombligo de la Reina, es un acto intrascendente.

– Ni para Dios ni para mí hay reyes ni vasallos, sino sólo hombres y mujeres. Tampoco hay Estados, ni monarquías. Todo eso lo habéis inventado vosotros, y pretendéis involucrarnos en vuestras peleas. Pero, para nosotros, no hay hugonotes ni católicos, ni hay cristianos ni turcos, sino hombres de buena o mala voluntad. Los de mala voluntad son los que a mí me tocan, y ya estoy harto.

El padre Rivadesella se había estado santiguando, una y otra vez, y cuando el Maligno terminó su perorata, llevaba una cruz a medias.

– ¿Leíste a san Agustín? -le preguntó al Diañu, y éste le respondió:

– Ése es uno que se me escapó de las manos por puro milagro. Sí, lo he leído, y aunque en parte tenga razón, en parte no la tiene.

– ¿Niegas la Providencia?

– La entiendo de otra manera, que es la correcta, según se me alcanza, y no olvides que habré perdido el favor del Otro, pero que mis buenas cualidades subsisten. Después de Él, soy el más inteligente de los seres.

Sobrevino un gran silencio que oscureció más todavía el ámbito del jardín, acaso porque una nube furtiva había cubierto la luna. El padre Rivadesella se regocijaba en su intimidad de aquellas circunstancias que le permitían dialogar, de tú a tú, con el ser más inteligente de la Creación, después de Dios, sin necesidad de aquellas ataduras, ascesis y sacrificios a que se sometían los que con Dios hablaban: coloquios de los que no debían de sacar gran cosa, al menos en el orden conceptual, a juzgar por lo que escribían después, que todo se les iba en éxtasis y deliquios, como si Dios no fuera inteligente, sino sólo amoroso. El corazón del padre Rivadesella no era de los que se conmovían fácilmente, en tanto que su inteligencia, a partir de ahora, quedaría preocupada por aquel modo de entender la Historia que excluía de la Gran Batalla a Dios y al Diablo. De pronto, dijo el Trasgu:

– Todo lo que estás pensando puede llevarte a conclusiones erróneas. Déjalo donde está y otro día continuaremos. Ahora tengo que irme a Roma.

– ¿Qué se te pierde allí?

– Tengo mi oficina abandonada y las cosas del señorito no van bien. Quiero echarle una mano.

– Pero, ¿no te basta con quererlo para que todo se arregle?

El Trasgu se levantó; la oscuridad más compacta de su cuerpo revelaba una figura esbelta, y, a poco que se moviera, cimbreante. Al padre Rivadesella le recordó algo, pero, al igual que aquella tarde en la sala de los consejos del Santo Tribunal, lo único que se le representó en la mente fue la figura de un gallo.

– Los milagros menores me están vetados. Si quiero ayudar a alguien tengo que hacerlo por los medios corrientes, y no es nada fácil.


7. Todo quedaba ordenado, en el palacio y en la monarquía: hasta los cortesanos congregados en un salón donde un quinteto napolitano tocaba música. El Valido echó un vistazo a la posición de sus papeles encima de la mesa: lo hacía todas las noches, al marcharse, para saber al día siguiente si alguien había hurgado en ellos, y en cuáles. Los accesos al despacho quedaban cerrados por dentro, y él salió por una puertecilla cuya llave le cabía en la escarcela. En la antesala dormitaban dos ujieres; medio les despertó al decir: «¡Hasta mañana!» A su paso por los corredores, varios sombreros se rindieron, pero los guardias no golpearon el suelo con las alabardas, porque el que pasaba no era todavía Grande, y, ante el Rey, tenía que arrastrar las plumas del sombrero. Sin embargo, se le saludaba con respeto y se le miraba con miedo. En la escalera que bajaba hasta el zaguán, coincidió con su prima, la camarera mayor, que también se iba. Le preguntó si tenía carruaje; ella le respondió que sí; le preguntó que si tenía escolta; ella le respondió que no.

– Pues vente en mi carroza, y te llevar¿ a tu casa. A estas horas, las calles de la corte no son nada seguras.

Ella aceptó, el Valido le tuvo el estribo, y uno de los gulipas que ayudaban dio recado a la carroza de la duquesa de que les siguiera. Desde la suya, por la ventanilla abierta, el Valido dio las últimas órdenes.

– Si llegan correos de Andalucía o de Flandes, que vayan a mi casa, cualquiera que sea la hora.

Cerró la ventanilla y se volvió a su prima.

– Del mensaje que traigan esos dos, depende la suerte de la monarquía, y también la nuestra, porque si la armada no llega a Cádiz, ni tú ni yo cobraremos nuestros emolumentos. Las arcas del Rey están vacías.

– Pues me gustaría saber en qué se gasta el dinero, porque los sueldos son bajos, la comida mala, y los vestidos de la Reina, de lo más barato que se encuentra en el mercado.

– ¡No sabes lo que se pierde en pagos de intereses! Más de la mitad de lo que llega se lo llevan los acreedores.

– ¿Y las guerras?

– ¡Bah! Nuestros soldados viven de lo que pillan.

La carroza, escoltada de cuatro arcabuceros a caballo, había dado la vuelta a la plaza de armas del Alcázar y atravesaba la puerta. Gente en grupos no se dignaba mirarla: aquí, unos golfos jugaban a los dados; más allá, un ciego con su guitarra, cantaba sus sátiras en verso, y cuando no sátiras, milagros. Y en otros corrillos de hambrientos probablemente se murmuraba, y en la indiferencia al paso de las carrozas mostraban su desprecio. El Valido comentó:

– Nadie nos ama.

Y la duquesa le respondió:

– Motivos para amarnos, no les damos.

– Las cosas vienen así.

– Pues ellos, lo mismo que nosotros, procuran que no les cojan.

Quedaron en silencio. La carroza daba tumbos por las calles mal empedradas; de vez en cuando, la luz de una lamparilla dejaba caer un destello fugaz sobre los rezagados enfrentados. El Valido se santiguaba; la duquesa, no.

– ¿Y qué sucede por los aposentos de la Reina? -preguntó, por fin, el Valido.

– Allá ha quedado, en espera de un baño tibio.

– ¿Dices de un baño?

– Sí. La pobre cree que su marido la visitará esta noche.

– Habrás dejado todo bien dispuesto.

– Por lo que a mí respecta, sí, y con harto dolor de corazón. No es que ame a la Reina con amor sublime, pero me da pena de la pobre chica, compuesta y sin novio, como quien dice.

– Las cosas no pueden ser de otra manera.

– Lo que yo no me explico, es con qué derecho os metéis en esas intimidades. Si los Reyes quieren dormir juntos, allá ellos. Si se quieren desnudar será porque les gusta. Yo, si las cosas vienen bien, también pienso hacerlo esta noche.

– Eres una viuda decente. Si andas de trapicheo, y se sabe, puedes perder tu puesto.

– También soy una viuda joven, y estas noches calurosas no invitan a la soledad. Tampoco las frías del invierno, es lo cierto. En el invierno, el cuerpo pide el calor de un compañero.

– ¿Y también te bañas?

– Sí.

– ¿No tienes miedo a que te denuncien?

– La azafata que me ayuda se baña también, y tampoco duerme sola. En cuanto a mis criadas y criados, los que no son moriscos o judaizantes, son de la secta iluminada, de modo que callarán por la cuenta que les tiene.

– Eso se llama rodearse de precauciones.

– No hay más remedio que hacerlo. Tú dices que las calles de la corte no son seguras. Pero, ¿hay algo seguro en la corte? Tú, de quien se dice que serás el hombre más poderoso de la monarquía, ¿estás seguro? ¡Ni siquiera el Rey lo está!

Fuera sonó un ¡Sooo! autoritario y prolongado, y se detuvo la carroza. Los cuatro arcabuceros se situaron a los lados, junto a las ventanillas. El Valido sacó la cabeza.

– ¿Sucede algo?

– Una procesión, Excelencia.

Habían llegado a un cruce, y por la calle que cruzaba, pasaban dos filas de frailes con antorchas, y, en el medio, penitentes con maderos, con cadenas en los pies, con disciplinas que les marcaban de sangre las espaldas. Rezaban a media voz, y, cada cuantas avemarías, quejas, gritos de dolor, exclamaciones:

– ¡Ten piedad de nosotros, Señor! ¡Aparta de nosotros esa serpiente maligna! ¡No castigues a tu pueblo inocente!

Cerraba la doble fila el padre Villaescusa, de sobrepelliz y bonete, con una cruz negra alzada que apoyaba en su cintura. Tardaron en pasar un rato. Después la carroza del Valido siguió su camino, hacia el hogar de la duquesa.


8. El Rey pudo echar un vistazo al espejo, de refilón, y a pesar del miedo que le hacía temblar, miedo o quizá deseo, aprobó, al menos en primera instancia, la imagen que el espejo le devolvía. Entonces se miró de frente y con franqueza: se había puesto un traje blanco, sin más adornos que el realce de la tela, y había conseguido dominar, a fuerza de agua y peine, el cabello rebelde y pálido, que, así aplastado, remataba bien la figura. Llevaba al cuello colgada una miniatura del Toisón, y estuvo a punto de quitársela también, pero, como pensaba dar una vuelta por el salón donde a aquellas horas aún quedaban cortesanos, prefirió dejarla, aunque más tarde se la guardase en la escarcela. Se sonrió a sí mismo, y salió. Al llegar al corredor más ancho, escuchó músicas que venían de la parte del salón, y hacia allí se dirigió. No abrió la puerta de golpe, ni permitió que lo anunciasen, sino que primero la entreabrió, y pudo ver a la gente danzando y, allá al fondo, subidos a la tarima, una tropa de músicos y cantores. Le pareció un buen presagio, entró y se deslizó pegado a una de las paredes, sin que nadie le hubiera descubierto, o, al menos, sin que nadie diese muestras de que lo había visto entrar. Se acogió al hueco de una ventana, casi tapado por las cortinas, pero allí había alguien, o recatado, o escondido. El que allí estaba, se destocó y rindió el sombrero. El Rey lo reconoció en seguida.

– Esta mañana, conde, os he mandado cubriros.

– Pero Vos, Majestad, vais ahora destocado, y no encuentro cortés…

– Gracias, conde. ¿Qué sucede?

– Que la señorita de Távora danza ella sola en medio de ese corro, y lo hace tan bien, que la contemplan y le llevan el ritmo con las palmas.

– Es hermosa, además.

– Sí, Majestad, muy hermosa y ligera de cascos, según dicen.

– Hay tantas murmuraciones en la corte.

– Algunas con fundamento.

– ¿Y no os tienta danzar? ¿O es que la vida de la mar no os ha dado lugar a aprenderlo?

– Si Vuestra Majestad lo autoriza, me gustaría hacer frente a esa portuguesa.

– Sólo en el caso de que pudiera verlo desde aquí, sin ceremonias.

– Prometo a Vuestra Majestad la mayor discreción.

El conde de la Peña Andrada hizo una reverencia y salió del escondrijo. Nadie advirtió su llegada, hasta que traspasó el corro de cortesanos y se plantó delante de la de Távora. Le hizo una reverencia y lanzó el sombrero al aire; pero el sombrero, como un bumerang, voló por el salón y volvió a la cabeza de donde había salido. Los cortesanos, unánimes, dijeron «¡Oh!», y la dama portuguesa se detuvo en su danza.

– ¿Me permitís danzar con Vos?

– ¡Si sois capaz…!

Los músicos habían suspendido la tocata, pero la reanudaban a una señal del conde. Se ensanchó el corro. La señorita de Távora llevaba la iniciativa, pero el conde la seguía sin un error; hasta que fue él quien tomó la delantera y la señorita de Távora le seguía, ágil, esbelta, desvergonzada, por cuanto a veces alzaba las faldas y dejaba al descubierto la hermosura de sus piernas, envueltas en medias moradas. El Rey, desde su escondite, no perdía ripio, y gozaba de la agilidad y destreza de los danzantes, y con las figuras y puntos hasta entonces nunca vistos en la corte, a que se entregaban. Hasta que alguien le chistó: Colette, la azafata de la Reina, estaba junto a él. No le hizo reverencia ni clase alguna de ceremonia. Se limitó a aproximarse hasta poderle pegar la boca a la oreja (el Rey se había inclinado), y decirle:

– Esta noche, señor, a las once en punto. No se demore Su Majestad.

Y se escurrió la azafata, hasta perderse tras la oscuridad de un portón. Los bailarines continuaban su loco juego de ida y vuelta, de toma y daca, de oferta y de repulsa, de seducción y rendimiento; hasta que la mademoiselle no pudo más y se dejó caer, aunque cuidándose de guardar la compostura, pues nada se le vio que no pudiera vérsele. El corro de cortesanos aplaudió, el conde de la Peña Andrada la ayudó a levantarse, y en la operación de ayudarla, ella le deslizó al oído que le esperaba aquella noche para una danza más recoleta.

– A eso de las once, más o menos.

Cuando estuvo de pie, la señorita de Távora hizo una reverencia al público, la volvieron a aplaudir. Pero en aquel momento el Rey había salido de su escondite, y se aproximaba al corro de los cortesanos. Se inclinaron todos, pero el Rey fue derecho a doña Francisca, y le dijo, mientras ella se inclinaba:

– Danzáis maravillosamente, señorita.

Y ella le respondió:

– Pues mi pareja tampoco lo hizo mal. -Y dirigiéndose al conde le preguntó-: ¿Dónde lo habéis aprendido?

– En todas las islas perdidas de esos mares donde los hombres y las mujeres danzan, pero muy especialmente en el norte de Portugal.

Una lágrima de saudade nubló los ojos de doña Francisca.

– Debí suponérmelo. Sólo allí se bailan esos puntos y esos trenzados.

– Un poco más arriba, señorita, también.

– ¿Es que sois de por allá?

– ¿No me lo notáis en el acento?

– Sólo había notado que cantáis al hablar.

El Rey preguntó: «¿Qué hora es?» Y le respondieron que poco más de las diez. «¡Que siga la danza!), ordenó, pero el conde de la Peña Andrada se apartó de los danzantes y quedó al lado del monarca.

– ¿Estás cansado?

Por respeto a la presencia del Rey, se inició una lenta, ceremoniosa y aburridísima pavana, en la que doña Francisca no tomó parte: se escabulló hacia los internales del palacio. El conde de la Peña Andrada fue empujando suavemente al Rey, hasta alejarlo. Mantenía el sombrero en la mano, y comenzó a describir las danzas de mujeres desnudas que había presenciado en las islas del mar del Sur, y lo que de ellas había aprendido.

– ¿Y esas mujeres andan desnudas todo el día?

– Sí, Majestad. La suavidad del clima se lo permite.

El conde pensó que, en aquel momento, el Rey lamentaba no serlo de una de aquellas islas. Por ahorrarle tristezas, cambió de conversación.


9. -Y el Rey, ¿qué te dijo?

– De palabra nada, pero se le iluminó el rostro como si le hubiera encendido dentro una luz. También enderezó el cuerpo, que parecía un poco decaído. Fue como si el recado le hiciera otro hombre.

– ¿No danzaba con los otros?

– Los contemplaba desde un rincón, y no parecía muy divertido.

– Entonces, ¿tú crees que vendrá?

– Estoy completamente segura.

Encima de la cama de la Reina, cabida para cuatro, donde la rubia, frágil inquilina tenía suficiente con un rincón, había extendido hasta media docena de camisones, distintos de corte, en la materia del tejido, en la intención moral. El más llamativo de ellos, pesado de textura y con mucho realce de bordados, rígido hasta tenerse de pie sin necesidad de soporte, mostraba, a cierta altura, un agujero ribeteado, y encima, una cruz encarnada, y esta leyenda en letras oscuras: «Vade retro, Satanás.» La Reina lo señaló.

– ¿Será éste el que me ponga? Todos los confesores lo aconsejan, y sé de alguna de mis damas que los usan parecidos.

– Con esas rigideces, señora, será un embarazo quitárselo. Además, esa leyenda echa atrás al más pintado.

– Tú, ¿cuál me aconsejarías?

La azafata señaló uno de seda suave y casi transparente, escaso de anchuras y corto, que le vendría a la Reina hacia la mitad del muslo.

– Ése, sin duda.

La Reina se cubrió los ojos con las manos.

– Pero, ¡si apenas cubre nada!

– Señora, si no he entendido mal, se trata de acabar enseñándolo todo.

– Sí, pero sólo al final. Primero tengo pensado organizar al Rey una o dos peleas. Una, al menos, desde luego: ayer se escapó de palacio y durmió con una furcia.

– Vuestra madre, mi señora la Reina de Francia, tenía pruebas fehacientes de que el Rey, vuestro padre y mi señor, la engañaba con todas las mujeres que encontraba a su paso, y, sin embargo, jamás se lo recriminó. Vuestra madre, la Reina mi señora, puede ser un buen ejemplo en este caso.

– Es que tampoco puedo quitarme el camisón así como así, sólo porque él me lo pida. Habrá que pelear un poco.

– En ese caso, mi señora, estoy de acuerdo, a condición de que todos los noes que pronuncie Vuestra Majestad valgan por otros tantos síes.

– ¿En español o en francés?

– Yo los alternaría.

La Reina cogió el camisón elegido por Colette: cabía en un puño de puro sutil; y cuando lo extendió en el aire, se veía a Colette a través de su tejido.

– Si llevo esto puesto -dijo la Reina-, me temo que no tendrá necesidad de desnudarme.

– Esa prenda, Majestad, es un símbolo, y a los símbolos también se los destruye.

La Reina empezó a recoger los otros camisones y se los entregó a Colette.

– Guarda eso. ¿Cómo estará el baño?

– No muy caliente, me temo.

– La noche pide algo de fresco para el cuerpo. ¿Están bien cerradas las puertas?

– No pase cuidado Su Majestad: sé de muchas grandes damas de palacio que también se bañan, y, además, se perfuman. Así gustan más a los hombres.

– También ellos podían lavarse un poco y oler mejor.

La azafata abrió una puertecilla, y precedió a la Reina con el candelabro en alto. Había, en medio de la habitación, una tinaja ligeramente antropomorfa, llena de agua. La azafata examinaba a la Reina con atención, sin dejar el candelabro.

– ¿No miras demasiado, Colette?

– Nadie diría que Vuestra Majestad ha tenido un hijo.

La Reina, sin responderle, se metió en el agua: cuidadosamente, primero esto, después aquello, luego hasta la cintura, finalmente hasta el cuello. Colette dejó la luz encima de un arcón.

– Voy a buscar la toalla.

Y salió sin ruido.


10. Con un catalejo como aquél, traído de regalo por algún almirante vencido, se veía claramente, desde la ventana del salón, la esfera del reloj de la torre de San Pedro, a aquella hora que le daba la luna. Esperó el Rey a que faltasen sólo cinco minutos, dejó el catalejo en cualquier parte, y salió a la antesala, donde los guardias se habían dormido; pasó en puntillas, cerró con cuidado, y ya en su cuarto empujó el picaporte que abría la puerta de aquel corredor que le unía con los aposentos de la Reina; y el picaporte obedeció, no la puerta, cerrada seguramente con llave. Hizo, sin embargo, un par de tentativas inútiles, y sólo a la tercera volvió sobre sus pasos, pero saliendo a un corredor lleno de sombras, que recorrió casi hasta el final. Allí la puerta cedió: era la misma que aquella mañana el padre Villaescusa había atravesado con la cruz. Entró en una antesala en penumbra, y, al cerrar tras de sí, oyó como un rumor de rezos. Abrió otra puerta, y se halló en una sala, alumbrada por los cuatro cirios que marcaban las esquinas de un ataúd puesto en el suelo, encima de una alfombra negra. Al fondo, un grupo de frailes con las capillas echadas, rezaba a media voz. Los cirios iluminaban lo bastante el ataúd, de modo que el Rey pudo ver el rostro de su confesor, vestido con sus hábitos, las manos cruzadas sobre el pecho, y, entre ellas, una crucecilla de palo liso. El Rey, después de un titubeo, se arrodilló, contempló al muerto, se cubrió los ojos con las manos, y rezó un padre nuestro turbado de imágenes lascivas, mitad recuerdos, mitad esperanzas. Pensó que estaba pecando, pero reflexionó que imaginar a su mujer desnuda no era pecado. Se levantó, se santiguó y se dirigió a la puerta del fondo; pero, los frailes se habían juntado frente a ella en un grupo compacto, y seguían rezando, inmóviles; dio varias vueltas en busca de un lugar penetrable, y acabó por decir: «Dejadme, soy el Rey.» Pero ellos no se movieron, ni le respondieron, ni dejaron de rezar. Intentó abrirse paso, pero parecían de piedra, no sólo inmóviles, pesados. Quedó, con su cara pasmada, en el lugar vacío entre el ataúd y los frailes rezadores, no sabiendo qué hacer. El poco latín que' sabía le permitía reconocer, en los rezos, los salmos penitenciales, aunque sin el gorigori, y ganas le vinieron de unirse a ellos y rezar también. Pero le pareció que la mirada del difunto traspasaba los párpados y le miraba como lo había hecho aquella tarde, al decirle que no era pecado ver a su mujer desnuda, y que en vez de tener los lechos y los aposentos separados, debían dormir en la misma cama, como la gente sencilla, para que los cuerpos se conociesen y se acostumbrasen el uno al otro: que así lo mandaba la ley de Dios. Hizo una genuflexión delante del ataúd, y salió de aquella sala por donde había entrado, atravesó la antesala en penumbra, y se halló por segunda vez en el inmenso pasillo. Había muchas puertas: las fue tentando una a una, pero todas estaban cerradas. Y tuvo la sensación de que el mundo estaba cerrado para él, de que lo habían rodeado de soledad y de silencio, y de que los aposentos y el cuerpo de la Reina eran inaccesibles. Se echó a llorar.

– Llorando no se va a ninguna parte, señor -dijo, al lado de su oído, una voz tenue: reconoció al conde de la Peña Andrada.

– ¿Qué hacéis aquí?

– Voy a una cita, como Vos.

– Todas las puertas están cerradas.

– La mía, no, Majestad.

– ¿Y por qué tú gozas de ese privilegio?

– No soy el único, señor. Detrás de cada puerta cerrada hay una cama y una pareja. Algunas son legales. Las más, no. La que me espera, por supuesto, no lo es.

– Ya será esa casquivana de doña Paca de Távora.

El conde le respondió con una ligera inclinación.

– Es muy hermosa dama, Majestad.

– A la Reina no le es simpática.

– Es natural, señor. Una refinada francesa y una exuberante portuguesa no están llamadas a entenderse. Es como si Vuestra Majestad comparara a Camoés con Ronsard.

– De Camoés he leído muchos versos, pero a ese otro no le oí nombrar nunca.

– Seguramente, señor, Su Majestad la Reina lo sabrá de memoria.

El Rey quedó pensativo.

– ¿Sabes que la Reina me estará esperando?

– Lo supongo.

– ¿Sabes que me han cerrado todas las puertas que conducen a su aposento?

– Si no fuera así, Majestad, no os hubiera encontrado llorando en estas soledades.

– ¿Y qué piensas?

Se hallaba al extremo del pasillo junto a una ventana cerrada. El conde abrió las maderas, y entró un difuso resplandor de luna.

– Si abrimos las vidrieras, oiremos latir el corazón de la ciudad dormida.

– Ábrelas.

Quedaron las vidrieras franqueadas, y, a la vista, una parte de la corte dormida y lunada. Todo estaba en silencio.

– No oigo ese latir que dices, conde.

– Hay que levantar el silencio como se levanta un cobertor. Entonces llegará hasta nosotros un bullicio lejano hecho de mil ruidos diferentes, desde el grito del que asesinan en la oscuridad unos rufianes pagados, hasta el gemido de placer de una muchacha que acaba de descubrir el amor, porque su marido se fue de viaje y ella ha decidido, por fin, recibir como amante al hombre que la cortejaba. ¿Sabe Vuestra Majestad que ese hombre le pedirá que se desnude? Pero también hay maridos que arrojan a sus mujeres del lecho porque ellas pretenden desnudarse. Los hombres y las mujeres de esta corte no piensan hoy en otra cosa, porque se dijo que el Rey, Nuestro Señor, quería ver a la Reina desnuda. Se dijo en todos los corrillos, en todas las esquinas, en todos los locutorios. No se dijo, pero se aludió, en los púlpitos, y andan por la ciudad procesiones de penitentes en rogativa de que no les alcance la venganza del Señor por los pecados del Rey.

Una mano delgada y blanca le interrumpió.

– Mi confesor me dijo que no era pecado. Por cierto que… mi confesor ha muerto esta misma tarde. ¿No lo encuentras sospechoso?

– La vida del padre Valdivielso pendía de un hilo, y un disparo de pólvora sin bala se lo rompió. Mucha gente creyó que se trataba de un trueno, yo entre ellas, pero se me ocurrió fisgar, y conozco muy bien el olor de la pólvora.

– ¿Qué piensas de todo esto?

– El Gran Inquisidor ha nombrado esta tarde nada menos que cuatro comisiones para que dictaminen el caso. Porque lo que para Vuestra Majestad es sencillo y legal, a ellos se les antoja, sobre todo, cuestión de Estado. Ellos ven al diablo por todas partes, salvo algunos que no creen en él, pero que se ven obligados a fingir que creen, porque, si no, los queman.

El Rey volvió a quedar silencioso. Se escuchaba a sí mismo, pero se conoce que aquella operación tenía algo que ver con el cobertor, porque dijo:

– Ahora, efectivamente, escucho un leve rumor…

– Dejémoslo ahora. Si Vuestra Majestad quiere saber lo que pasa de noche en la villa, pídale un informe al señor Valido, que está bien enterado. Él sabe que hay gente que mata por dinero, y sabe que, en figones profundos como mazmorras, hay putas viejas que bailan desnudas encima de las mesas. Sabe quién roba a mano armada, y quién estafa las arcas del Estado. Tampoco ignora en qué conventos de monjas se ama a Dios, y en cuáles se ama a los cortejadores de rejas. Se le escapan, naturalmente, las violaciones, los adulterios, las vírgenes vendidas a ricos viejos lúbricos, y todas las suciedades, y todas las venganzas, y todas las adulteraciones de la verdad. Pero nada de esto importa. Lo que le preocupa es que los pecados de Vuestra Majestad impiden la llegada de la armada a Cádiz y la victoria de nuestras armas en Flandes.

– Pero, ¿qué tendrán que ver con eso mis pecados?

– Eso es precisamente lo que han de dilucidar las cuatro comisiones de teólogos de que acabo de hablaros.

– Y tú, ¿estás de acuerdo?

– ¿Con el Valido? ¡Dios me libre! ¿Con la Inquisición? Vuestra Majestad lo sabe, chitón.

Pareció como si una rata grande se remegiera en las sombras de un rincón. El conde hizo ademán de sacar la espada, pero el Rey le detuvo.

– Hay muchas en palacio.

– De ésas, no tantas como Vuestra Majestad cree.

Se aproximó al rincón, dio una patada en la oscuridad, y la rata, grande como un osezno, salió corriendo.

– Ahora podemos hablar, señor. Yo quisiera ofrecer a Vuestra Majestad mis servicios.

– ¿Para qué? ¿No me sirves ya con una escuadra en no sé qué parte de la costa?

– Me refiero a un servicio más inmediato. Si Vuestra Majestad me da permiso, yo vería la manera de arreglar una entrevista de Vuestra Majestad con la Reina, mi señora, fuera del alcázar y de sus asechanzas. En un lugar donde las puertas cerradas protejan y no impidan.

El Rey quedó otra vez en silencio.

– Ya me va pareciendo imposible.

– Yo lo prometo por mi honor, a condición de que la Reina esté advertida y no se oponga. Seguramente, mañana, a primera hora, Colette, su azafata, vendrá a pedir a Vuestra Majestad que justifique su ausencia de esta noche.

– Ya habrán advertido que están encerradas.

– Aun así, Majestad… La Reina debe estar precavida desde temprano. ¿Qué sé yo a qué hora podré preparar la cita? Sólo tengo una idea…

– ¿La vas a madurar en brazos de doña Paca?

– ¿Quién lo sabe, Majestad? Las soluciones suelen venir por los caminos más inesperados.

– No me gustaría que la portuguesa sepa que me encontraste llorando.

– No lo sabrá, lo prometo. Pero, como todo el mundo en la corte, no ignora a estas horas que el Rey no pudo llegar a los aposentos de la Reina. Eso ya se sabía de antemano cuando danzábamos en el salón.

– ¿Todos cómplices, pues?

– En cierto modo, sí.

Se abrió una puerta del pasillo, y apareció la figura blanca de una mujer, con un candelabro en alto, que miraba a un lado y a otro.

– Doña Paca se inquieta, Majestad. Tengo que irme.

– Que tengas suerte.

El conde hizo una reverencia más.

– Mañana espéreme, Su Majestad. No salga del alcázar por ninguna razón.

Se hundió en las sombras, hacia la puerta donde la mujer de blanco empezaba a retirarse. El Rey oyó algo así como: «Espérame, estoy aquí.» La puerta se cerró. El Rey se asomó a la ventana, a escuchar la noche, y la sombra de la rata como un osezno se escurrió a lo largo del pasillo, pegada a la pared sin meter ruido.


11. La mesa en que cenaban el Valido y doña Bárbara era de maderas finas traídas de las Indias y trabajadas por buenos carpinteros. Se alargaba, en aquel comedor largo, y hacían falta cuatro candelabros para alumbrarla medianamente; los días de invitados se colocaban ocho. Y un inmenso mantel de hilo traído clandestinamente de Irlanda por católicos huidos la cubría y colgaba por los lados. De las veinte sillas, sólo dos, puestas en las cabeceras, se ocupaban: decorados sus respaldos respectivos con las armas de segundón del Valido, y con las armas de infanzona de su esposa. Otras señales de nobleza se desperdigaban por las paredes en reposteros y otras tapicerías. Los cuatro criados de servicio, dos detrás de ella, dos detrás de él, llevaban las libreas del dueño de la casa, bien conocidas en la corte, aunque desde hacía poco tiempo. La distancia, las luces interpuestas, les impedían dialogar, pero no cambiar miradas, de ardor las de ella, de forzada frialdad las de él. Cuando plegaron las servilletas, ella se levantó, recorrió el camino que la separaba de su marido, le dio un beso en la mejilla y susurró:

– No tardes.

Y él le respondió:

– No me esperes. Tengo mucho trabajo. Mejor será que reces.

Entristecida, ella se retiró, dispuesta a rezar hasta dormirse, dispuesta a rezar buena parte de la noche. El Valido se levantó cuando ella hubo desaparecido, y salió por la puerta opuesta, le precedían dos criados con luces. Abrió la entrada de su despacho y les ordenó pasar. Cuando hubieron iluminado la estancia, los despidió con esta advertencia:

– Espero noticias. Quienquiera que venga, que se me despierte si me he acostado.

Encima de una mesa enorme había desplegado dos mapas. El uno, de la costa de Cádiz: abarcaba más o menos desde el sur de Lisboa hasta el estrecho; el otro, de Flandes. En ambos había trazados círculos y señales rojos y negros, indicando donde estaban las escuadras, donde estaban los ejércitos. Ante el mapa marino, el Valido, con un compás, calculó las millas de océano que separaban de Cádiz la flota que había partido de Canarias y la inglesa avistada días antes a la altura de Cascaes. Eran distancias iguales. Razonablemente, se tenían que encontrar. Pero, ante el mapa de Flandes, el Valido se sentía más torpe, porque no entendía de tácticas y de estrategias terrestres, y el compás que tenía en las manos no le aclaraba nada. Puntos rojos, puntos negros, más puntos rojos que negros. Ya se había olvidado, o al menos lo dudaba ante su confusión, quiénes eran los unos y quiénes los otros. Tendría que haber traído a algunos de aquellos militares retirados, cojos o mancos, que hacían antesala desde meses atrás para que se les reconocieran los servicios, de mariscal algunos, de meros capitanes los más. Pero él no había pensado jamás que le sirvieran para nada.

Intentó recobrar las imágenes de la escuadra, desbaratada; del oro hundido en la mar, de las plazas tomadas al asalto, de los soldados famélicos y huidos; intentó retenerlas en la mente, con la ayuda de aquellos mapas extendidos en su mesa, pero rápidamente fueron eliminadas por las de su esposa esperándole en el lecho, quizá gimoteando, quizá desnuda para atraerle más, y aunque se santiguó para expulsarlas, las imágenes persistían, se movían, las oía. Buscó remedio en un libro piadoso, pero no veía las letras, sino las imágenes que se superponían, insistentes, seductoras. Le pasó por las mientes, como remedio, disciplinarse, y se levantó para buscar una cuerda con que poder azotar las espaldas, aunque fuese vestido, pero fue en este momento cuando llamaron a la puerta. Las imágenes desaparecieron de repente. Dijo «Adelante», y entró un criado.

– Hay un fraile, señor. Y como el señor dijo que se recibiera a cualquier visita…

– ¿Un fraile a estas horas?

– Sí, Excelencia. El padre Villaescusa, un capuchino.

– Tráelo aquí inmediatamente.

Se sintió, de repente, tranquilo, seguro de que, con el padre Villaescusa delante, su mente quedaría limpia de deseos impuros. Oyó las sandalias del fraile pisando suavemente las losas de la antesala, y su figura apareció en la puerta: humilde, las manos en la bocamanga, la cabeza desnuda.

– ¡Excelencia!

Le mandó sentar, y el fraile lo hizo con remilgos. Le preguntó si deseaba beber algo, y el fraile dijo que no.

– ¿A qué se debe, a estas horas, su visita?

El fraile había mantenido la cabeza inclinada, como hundida en el pecho. La levantó inmediatamente, como un gallo que se recresta.

– Todo nuestro plan, Excelencia, se viene abajo.

– ¿Es que acaso el Rey halló una puerta abierta?

– No, Excelencia. El Rey divaga por los pasillos de palacio, esperando un milagro del demonio. Pero el milagro le va a llegar por otro lado. Ese infernal conde de la Peña Andrada le ha prometido arreglarle una cita con la Reina fuera de palacio. Mañana, precisamente mañana.

– ¿Por qué le habéis llamado infernal?

– Porque es, sin duda, un instrumento del diablo.

– Del diablo se defiende el creyente con oraciones.

– Sí, Excelencia; pero el refrán lo dice claro: «A Dios rogando y con el mazo dando.»

– No dudo, padre, que el refrán tenga razón, sobre todo cuando vos lo invocáis. Pero, ¿cuál es el mazo y dónde hay que pegar?

– El conde de la Peña Andrada se huelga en estos momentos con una dama de palacio. Sería fácil cogerlo con una orden de prisión. Es lo que vengo a rogarle.

– ¿Sabéis que el Rey, no hace muchas horas, mandó cubrir al conde?

– Lo sabe todo el mundo, Excelencia. Es el pago de sus alcahueterías. Además, el Rey no tiene por qué enterarse. Yo sé los lugares del alcázar donde el conde puede quedar discretamente preso. Me encargaría yo mismo de llevarle.

– ¿Y después?

– Cuando la Santa Inquisición haya tomado sus determinaciones, se haría cargo de él. Discretamente también. Hay gente en las mazmorras de la plaza de Santo Domingo cuya familia la ha dado ya por muerta, y les dicen misas.

– De eso no estoy enterado.

El Valido se aproximó a un bufete, escribió algo en un papel, esperó a que se secase y se lo entregó, sin doblar, al fraile.

– ¿Le parece bien así?

El fraile leyó en voz alta:

– «Por el mejor servicio de la monarquía, y de orden de Su Majestad, el Rey Nuestro Señor, dispongo que Su Excelencia el conde de la Peña Andrada sea detenido y encarcelado, en el mayor secreto, hasta nueva orden.» -El fraile alzó la mirada-. ¿De orden de Su Majestad el Rey…?

– Es la fórmula.

El fraile dobló el papel y lo guardó.

– Ahora, Excelencia, quedan un par de cosas… Cierto que una de ellas puede esperar hasta mañana; la otra, no. La otra me hubiera obligado a venir aquí a esta deshora, aun a riesgo de incomodar a Vuesa Excelencia.

– ¿Cuál es la que puede esperar?

– Este informe, señor. La relación puntual de lo que sucedió esta tarde en la Suprema de la Santa Inquisición.

Sacó un rollo de papeles y lo tendió al Valido.

Éste lo depositó encima de la mesa, sin mirarlo.

– Que espere, pues, hasta mañana. ¿Y la otra cuestión?

– Mañana a las diez de la mañana, debe estar Vuestra Excelencia, acompañado de su señora, en la iglesia del monasterio de San Plácido. Yo me hallaré allí para confesarles. Lo que suceda después, mejor dicho, lo que hay que hacer, ya se le irá indicando.

– ¿Por qué San Plácido?

– Porque Su Excelencia es patrón del monasterio y porque la madre abadesa, por algunas razones que me sé, se prestará a ayudarnos.

El Valido pensó en la vergüenza que pasaría su mujer teniendo que confesar sus debilidades conyugales con aquel fraile implacable.

– ¿Es indispensable todo eso, padre?

– Le dije esta mañana a Su Excelencia que había que forzar a Dios. Y estoy seguro de que el mismo Dios me inspiró el remedio.

– Si así lo aseguráis, padre…

El fraile se levantó.

– A las diez, en punto, en la iglesia de la calle de San Roque. Y no por pasadizos secretos, que sé que existen, sino a la luz del día, en vuestra carroza. Sin ocultarse, pero sin dar razones a nadie, ni siquiera a su esposa.

Hizo el fraile como si fuera a retirarse, pero el Valido lo detuvo.

– Esperad, padre. Las calles de la villa son peligrosas. Os llevará a palacio mi carroza, con una escolta.

El fraile se inclinó y dio las gracias.

La plaza del alcázar estaba oscura. La carroza y los cuatro arcabuceros entraron como sombras en aquel reino de sombras. Cuando llegaron ante la puerta principal, se abrió un postigo.

El capuchino sacó la cabeza por la ventanilla.

– Mensaje de Su Excelencia el Valido para el jefe de la guardia.

Alguien vino a tenerle el estribo, y descendió del coche, el cochero le preguntó si había que esperarlo.

– No. Pernoctaré en palacio.

El postigo se había iluminado, y apareció en él el oficial, atándose los pantalones. El padre Villaescusa, sin decirle buenas noches, le entregó el papel. El oficial pidió luz para leerlo, y le acercaron una antorcha. Mientras, la carroza y los arcabuceros se alejaban.

– ¿Dónde hay que buscar a este caballero?

– Está en el alcázar, y yo os guiaré hasta él. Acompañadme con media docena de soldados.

– ¿Tantos, reverendo padre?

– No sabéis la clase de demonio de que se trata. Si fueran ocho, iríamos más seguros. Ocho soldados con arcabuces.

– De eso no tengo, padre. Sólo con alabardas.

– Pues vengan las alabardas, pero que las lleven brazos fornidos.

– Todos los del zaguanete lo son.

Y dio una voz, el oficial, pidiendo un retén de ocho alabarderos. En dos filas de a cuatro, el oficial y el fraile en el medio, iniciaron el ascenso de las grandes escaleras.


12. Golpearon, desde fuera, la espesa puerta, con instrumentos contundentes, y una voz que fingía aspereza gritó:

– ¡Abran en nombre del Rey!

El conde de la Peña Andrada se incorporó rápidamente.

– Ésos vienen por mí.

– ¿Por qué lo sabes? -le preguntó, también incorporada, las tetas al descubierto, doña Paca. Y él respondió:

– Porque la justicia del Rey nada tiene contigo.

– Pero tú eres su amigo.

– Sí, pero, del Rey abajo, no tengo valedores. Aunque el Rey ostente la justicia, los que la ejercen hacen como si ignorasen sus deseos.

– ¿Te dejarás prender?

– Espero que haya una escapatoria. Por lo pronto, levántate, que yo haré lo mismo.

Saltaron de la cama, cada uno por su lado, y el conde empezó a vestirse rápidamente, mientras ella le preguntaba que qué hacía.

– Ponte ese ropón blanco y coge el candelabro más grande que haya en tus aposentos. Los recibirás con él en alto, cuando yo haya abierto la puerta.

Fuera se repetían los golpes y las conminaciones.

– Diles que esperen.

– Me estoy vistiendo, señores. Tengan paciencia.

El conde se hallaba ya enteramente vestido.

– Cuando yo haya corrido los cerrojos, mándalos entrar.

Así lo hizo. Los cerrojos, bien engrasados, no chirriaron.

– Adelante.

La puerta se abrió y tapó al conde. Aparecieron el fraile y el oficial en la penumbra del corredor; quedaban fuera los soldados con sus alabardas. El oficial dijo:

– Traigo una orden de detención contra el conde de la Peña Andrada.

– ¿Y por qué vienen a buscarlo aquí? No conozco a tal caballero, ni suelo recibir a nadie a estas horas.

Se adelantó, osado, el fraile.

– Tenemos la certeza de que se esconde aquí.

– Pues búsquenlo -y, como el fraile alargase la mano para apartarla, doña Paca añadió-: Pero sin tocarme un pelo de la ropa. Al que me toque le quemaré los ojos. -Su mirada detuvo al fraile.

– Permítame pasar.

– Tienen la puerta franca.

Entraron también los soldados, y doña Paca, hecha la estatua muda del enojo, volvió la espalda a la puerta, como alumbrándoles el camino. Dos soldados, sin embargo, habían quedado de guardia, mientras los otros, así como el oficial y el fraile, lo hurgaban todo en busca del conde o sus señales. No hallaron nada.

– Tendrá que acompañarnos la señora, para declarar -osó decir el fraile.

– ¿También tenéis una orden contra mí?

– No, pero una cosa se deduce de otra.

– Soy dama de honor de la Reina y miembro de la Casa de Távora. Nadie me puede detener, aunque sí expulsarme del país si así Su Majestad lo ordena. Pero los trámites para llegar a la expulsión son muy largos, de modo que váyase con Dios y déjenme dormir tranquila. Mañana protestaré como es debido, y ya veremos qué pasa.

Había hablado con tal energía y autoridad, que el oficial miró al fraile, y ambos recularon hasta la puerta, seguidos de los soldados, y cerraron. Doña Paca dejó la luz en la esquina de una mesa y comenzó a buscar al conde y a llamarlo en voz queda.

– ¿Dónde estás? Ya se han ido, puedes salir.

Así llegó frente a la puerta que acababan de cerrar y frente al lienzo de pared donde el conde quedara cuando el fraile y sus secuaces habían abierto. Le pareció ver en la pared la silueta de un hombre alto, con espada y sombrero de larga pluma, como el conde: la silueta que hubiera dejado alguien al filtrarse por la pared, no muy clara, por supuesto. Acercó la luz y se desvaneció, pero al apartarla, la vio de nuevo, la gallarda silueta, con los contornos más definidos, si la miraba de frente, que se desvanecía al mirar de costado; y cuando la veía, el conde parecía sonreírle desde el fondo de los tiempos. Pegó un grito: «¡Es el demonio!», un grito lleno de pavor. «¡Me acosté con el demonio!» Y corrió desmelenada por sus estancias, doña Paca de Távora, gritando: «¡Es el demonio, es el demonio!», hasta acabar tirada en la cama, rezando y gimiendo, sin darse cuenta de que, al arrojarse sobre la sábana revuelta, le habían quedado los muslos al recacho.


13. -Ya no es cortés tanta demora -dijo la Reina; y Colette lo repitió:

– No, no es cortés.

– ¿Quieres buscar al Rey, Colette? Dile que su esposa le espera ofendida, pero que todavía le espera.

– Me parecen demasiados miramientos, pero lo haré.

Colette salió del dormitorio y fue a la puerta por donde el Rey tenía que haber llegado, pero la halló cerrada. Repasó las demás por donde se podía salir de aquellos aposentos inviolables, pero todas estaban igualmente cerradas. Las sacudió con fuerza, una tras otra, pero se mostraban reacias y seguras: detrás de una de ellas le pareció percibir una salmodia rezada. «¡Dios mío!», dijo en su francés natal. Y corrió al dormitorio.

– ¡Estamos presas, señora! ¡Las puertas no se abren ni para dentro ni para fuera! ¡Ni yo puedo salir, ni el Rey entrar!

– Pero, ¿por qué, Señor, por qué?

– En esta corte, Majestad, manda el demonio, aunque ellos crean que manda Dios. Pero a alguien muy poderoso le interesa estorbar que el Rey venga esta noche a visitaros.

– Pero, ¿por qué, Señor, por qué?

La Reina estaba llorando, sentada en el amplio lecho, vestida del camisón sutil que había elegido para aquella entrevista.

– Lo malo, Majestad -dijo Colette- es que yo también tenía una cita a las once, y no puedo acudir.


14. El conde de la Peña Andrada saltó de la carroza y golpeó con los nudillos el postigo de su puerta. Le abrió inmediatamente un criado portador de una lámpara.

– ¿Ha preguntado alguien por mí? ¿Han venido soldados?

– No, Excelencia. Sólo una mujer que espera en el zaguán.

Lucrecia se había dormido en el sillón que le habían ofrecido para esperar. El conde la tocó y ella se despertó sobresaltada.

– ¿Qué haces aquí?

– Señor, los esbirros de la Inquisición cerraron y sellaron la casa de mi ama. Pasé la tarde buscando dónde dormir, y no encontré lugar seguro. Por eso me acogí a su hospitalidad.

El conde la cogió en brazos.

– Dormirás en buena cama, sola o acompañada, como quieras.

Y le dijo al criado:

– ¿Quieres alumbrarnos?

El criado echó escalera arriba, anchas escaleras de piedra clara y complicados ornamentos. Entró en los aposentos del conde, y dejó la luz en el lugar oportuno. El conde depositó a Lucrecia en el suelo y le señaló el lecho.

– Ahí tienes. Puedes esperar con los ojos abiertos o cerrados.

– Abiertos, señor, muy abiertos, si no le importa.

– Allá tú. Yo voy a buscar a un jesuita, con el que tengo que hablar. Volveré en cuanto pueda.

Lucrecia empezó a desnudarse: iba dejando las prendas encima de una silla, hasta que cayó la última. Entonces, se santiguó rápidamente y se acostó. Lejos, aunque dentro de la casa, se batió una ventana. Después empezó a silbar el viento: bajaba de la sierra como una manada de caballos que los hubieran soltado de repente: bajaban aullando por las esquinas y enfriando el aire caliente de la noche. Lucrecia, entredormida, se arrebujó como pudo.

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