Desde hacía seis meses Thesme vivía sola en una choza construida por ella misma, en la densa jungla tropical aproximadamente a seis kilómetros al este de Narabal, en un lugar donde no llegaban las brisas marinas y donde la enorme humedad ambiental se aferraba a todo como una mortaja de piel. Era la primera vez que tenía que arreglárselas sin ayuda, y al principio se preguntó si lograría hacerlo. Pero también era la primera vez que debía construir una choza, y lo hizo muy bien. Taló sijaniles jóvenes, recortó la dorada corteza de los troncos, arrastró las resbaladizas y afiladas puntas por el húmedo terreno, las ató con enredaderas y finalmente dispuso de cinco enormes hojas azules de vramma a modo de techo. No era una obra maestra de la arquitectura, pero impedía el paso de la lluvia, y a Thesme no le hacía falta preocuparse del frío. Al cabo de un mes la madera de sijanil, podada como estaba, echó raíces, y de los extremos superiores brotaron correosas hojas, justo por debajo del techo. Y las enredaderas que unían los troncos también seguían vivas, despidiendo carnosos zarcillos rojos que buscaban y encontraban el rico y fértil suelo. De tal forma que la vivienda era una construcción viva que día a día iba haciéndose más cómoda y segura, puesto que las enredaderas se espesaban y los sijaniles cobraban mayor circunferencia. Y Thesme estaba encantada de su casa. En Narabal nada permanecía muerto durante mucho tiempo. El ambiente era caluroso, el sol brillaba con fuerza y las lluvias eran muy abundantes, por lo que todo se transformaba con gran rapidez, con la tumultuosa naturalidad de los trópicos.
Tampoco la soledad fue un problema. Thesme necesitaba apartarse de Ni-moya, donde su vida, por así decirlo, se había torcido: excesiva confusión, excesivo bullicio interno, amigos que se convertían en extraños, amantes que se convertían en enemigos. Ella tenía veinticinco años y necesitaba detenerse, hacer un prolongado examen de todo, cambiar el ritmo de su vida antes de que ese ritmo la despedazara. La jungla era el lugar ideal para ello. Se levantaba temprano, se bañaba en una laguna que compartía con un viejo y perezoso gromwark y un cardumen de minúsculos y cristalinos chichibores, arrancaba su desayuno de un zoko, paseaba, leía, cantaba, escribía poemas, examinaba las trampas en busca de animales capturados, trepaba a los árboles y tomaba el sol en una hamaca de enredaderas, dormitaba, nadaba, hablaba consigo misma y se acostaba cuando el sol se ponía. Al principio creyó que no tendría suficientes ocupaciones, que pronto se aburriría, pero la realidad fue distinta; las jornadas eran intensas y siempre quedaban varios proyectos para el día siguiente.
Al principio Thesme esperaba ir a Narabal una vez por semana, para comprar productos básicos, para buscar nuevos libros, para asistir a un concierto u obra teatral, incluso para visitar a su familia o a los amigos que aún seguía tratando. Durante un tiempo fue bastante a menudo a la ciudad. Pero ello representaba el sudor, el pegajoso sudor de casi medio día de caminata, y conforme fue acostumbrándose a la vida en retiro Narabal le pareció cada vez más estruendoso, cada vez más perturbador, con pocas ventajas que compensaran las desventajas. La gente la miraba. Ella sabía lo que opinaban: que era una joven excéntrica, incluso loca, siempre una rebelde y ahora una rebelde muy peculiar que vivía en la jungla, sola, y que se columpiaba en las ramas de los árboles. Así sus visitas fueron espaciándose cada vez más. Sólo iba a la ciudad cuando no tenía más remedio. El día que encontró al gayrog herido hacía más de cinco semanas que no iba a Narabal.
Esa mañana Thesme estaba vagando por una pantanosa zona pocos kilómetros al noroeste de la choza, recogiendo unos hongos dulces y amarillos que se llamaban calimbots. Tenía el morral casi lleno y ya pensaba en regresar cuando vislumbró algo extraño a pocos cientos de metros de distancia: una criatura desconocida con reluciente piel gris de aspecto metálico y gruesas extremidades tubulares, tendida de cualquier modo en el suelo bajo un gran sijanil. Thesme se acordó de un reptil predatorio que su padre y su hermano habían matado hacía tiempo en el canal de Narabal, un ser lustroso, alargado, lento de movimientos, con garras curvadas y una enorme boca dentuda. Pero al aproximarse vio que la criatura tenía forma vagamente humana, con una cabeza enorme y redondeada, largos brazos, fuertes piernas. Pensó que quizás estuviera muerta, pero la criatura se movió un poco cuando Thesme llegó al lugar.
—Estoy herido —dijo la criatura—. He cometido una estupidez y ahora lo estoy pagando.
—¿Puede mover los brazos y las piernas? —preguntó Thesme.
—Los brazos, sí. Me he roto una pierna, y quizá la espalda. ¿Puede ayudarme?
Thesme se agachó y estudió al desconocido. Parecía un reptil, cierto, con brillantes escamas y un cuerpo liso y duro. Los ojos eran verdes y fríos, y nunca parpadeaban. El cabello era una fantástica masa de gruesas espirales negras que se movían solas muy lentamente. La lengua era de serpiente, bífida, de un tono escarlata brillante, y no cesaba de moverse entre los estrechos y descarnados labios.
—¿Qué es usted? —preguntó Thesme.
—Un gayrog. ¿No conoce a mi raza?
—Claro —dijo ella, aunque en realidad sabía muy poco de los gayrogs.
Numerosas especies no humanas se habían establecido en Majipur en los últimos siglos, una auténtica colección de seres extraños invitados por la Corona lord Melikand porque no había bastantes hombres para llenar las inmensidades del planeta. Thesme había oído decir que existían seres de cuatro brazos, de dos cabezas, con tentáculos, y con escamas, lenguas bífidas y cabello serpentino, pero ninguno se había acercado a Narabal, una ciudad al borde de ninguna parte, tan distante de la civilización como pudiera imaginarse. De modo que estaba delante de un gayrog… Extraña criatura, pensó, casi humana por la forma del cuerpo, pero totalmente distinta en todos sus detalles. Una monstruosidad, sí, un ser de pesadilla, aunque no especialmente aterrador. Thesme se compadeció del pobre gayrog, en realidad… Era un vagabundo, doblemente perdido, lejos de su planeta natal y lejos de cualquier cosa importante de Majipur. Y gravemente herido, además. ¿Qué iba a hacer ella con el gayrog? ¿Desearle buena suerte y abandonarlo a su destino? Ni pensarlo. ¿Ir a Narabal y organizar una misión de rescate? Harían falta dos días como mínimo, suponiendo que alguien quisiera colaborar. ¿Volver con el herido a la choza y cuidarlo hasta que se repusiera? Era lo más apropiado, aunque… ¿qué iba a ser de su soledad, de su intimidad? Y en cualquier caso, ¿cómo había que cuidar a un gayrog? ¿Realmente deseaba ella asumir la responsabilidad? Y el riesgo, por otro lado. Se trataba de un ser extraño y ella desconocía por completo qué podía esperar de él.
—Soy Vismaan —dijo el gayrog.
¿Era su nombre, su título, o meramente la descripción de su estado? Thesme no hizo preguntas.
—Me llamo Thesme —dijo—. Vivo en la jungla, a una hora de camino de aquí. ¿Cómo puedo ayudarle?
—Deje que me apoye en usted mientras trato de incorporarme. ¿Cree que tendrá fuerza suficiente?
—Seguramente.
—Es una hembra, ¿verdad?
Thesme sólo vestía unas sandalias. Sonrió y se llevó la mano a los pechos.
—Hembra, sí —dijo.
—Eso pensaba. Yo soy varón y quizá demasiado pesado para usted.
¿Varón? En la entrepierna era tan liso y asexuado como una máquina. Thesme supuso que los gayrogs tenían el sexo en otra parte. Y si eran reptiles, los senos de Thesme no les significaban indicio alguno respecto a su sexo. Extraño, de todos modos, que el gayrog hubiera tenido que formular la pregunta.
Se arrodilló junto a él, mientras se preguntaba cómo el gayrog iba a levantarse y caminar con una pierna rota. Él pasó un brazo por los hombros de la mujer. El contacto de la piel sobresaltó a Thesme: era una piel fría, seca, rígida, lisa, igual que si él llevara una coraza. Sin embargo la textura no era desagradable, sólo extraña. Un fuerte olor brotaba de aquella piel, un hedor a pantano, acre, con un rastro de miel. Apenas era comprensible que ella no lo hubiera percibido antes, porque era un olor penetrante e insistente; Thesme pensó que la había distraído la sorpresa de toparse con aquel ser. Era imposible ignorar el hedor una vez percibido, y al principio Thesme juzgó que era intensamente desagradable, aunque poco a poco el detalle dejó de preocuparla.
—Procure mantenerse firme. Voy a levantarme.
Thesme se agachó, hundiendo rodillas y manos en la tierra, y para su sorpresa el gayrog logró levantarse con un peculiar movimiento serpentino, apoyándose en Thesme, cargando todo su peso por un instante entre los omoplatos de la mujer de tal modo que ésta jadeó. Luego estuvo erguido, tambaleante, agarrado a una liana que colgaba. Thesme se dispuso a sujetarlo si caía, pero él se mantuvo derecho.
—Esta pierna está rota —explicó a Thesme—. La espalda está herida, pero no rota, creo.
—¿Es fuerte el dolor?
—¿Dolor? No, nosotros sentimos poco dolor. El problema es funcional. La pierna no me sujetará. ¿Puede buscarme un palo fuerte?
Thesme exploró los alrededores en busca de algo que él pudiera usar como muleta, y al cabo de unos instantes vio la rígida raíz aérea de una liana que colgaba de la bóveda de focalle. La lustrosa raíz negra era gruesa pero frágil, y Thesme la torció hacia adelante y hacia atrás hasta que consiguió arrancar un trozo de dos metros. Vismaan la asió firmemente, pasó el otro brazo alrededor de Thesme y, con mucho cuidado, se apoyó en la pierna sana. Dio un paso sin dificultad, luego otro, otro más, arrastrando la pierna rota. Thesme pensó que el olor corporal del gayrog había cambiado: era más áspero, más avinagrado, menos dulce. La tensión de andar, sin duda. Probablemente el dolor era menos trivial que lo que Vismaan deseaba hacer creer a la mujer. Pero había conseguido moverse, en cualquier caso.
—¿Cómo se lastimó? —preguntó Thesme. desconocía por completo qué podía esperar de él.
—Trepé a este árbol para inspeccionar el territorio. No resistió mi peso.
Señaló el delgado y reluciente tronco del alto sijanil. La rama más baja, por lo menos a diez metros de altura, estaba quebrada y suspendida de simples fragmentos de corteza. Thesme se asombró al pensar que el gayrog había sobrevivido a una caída así. Al cabo de unos instantes se preguntó cómo él había podido trepar tan alto por el resbaladizo y liso tronco.
—Mi plan es establecerme en esta región y dedicarme al cultivo. ¿Tiene usted una granja? —dijo el gayrog.
—¿En la jungla? No, sólo vivo aquí.
—¿Con un compañero?
—Sola. Crecí en Narabal, pero me hacía falta estar sola durante una temporada. —Llegaron al morral de calimbotes que Thesme había dejado al ver al gayrog tumbado en el suelo, y la mujer se lo echó al hombro—. Puede quedarse conmigo hasta que sane su pierna. Pero nos costará toda la tarde volver a la choza de esta forma. ¿Está seguro de que puede caminar?
—Estoy caminando —observó Vismaan.
—Cuando quiera descansar, lo dice.
—En su momento. No ahora.
En realidad pasó casi media hora de lento y doloroso renquear antes de que él quisiera hacer un alto, e incluso entonces permaneció de pie, apoyado en un árbol, explicando que creía imprudente completar el difícil proceso de levantarse del suelo por segunda vez. El aspecto del gayrog era tranquilo, reflejaba relativamente escasas molestias, aunque era imposible leer la expresión de su inalterable rostro y aquellos ojos que nunca parpadeaban: el constante movimiento de la lengua bífida era la única indicación visible de aparente emoción, y Thesme no sabía cómo interpretar los incesantes, veloces movimientos. Al cabo de unos minutos continuaron la caminata. La lentitud de la marcha era una carga para Thesme, igual que el peso de Vismaan en su hombro, y notó que sus músculos se agarrotaban y protestaban mientras recorrían la jungla. Apenas hablaron. Él parecía estar preocupado por la necesidad de controlar su lesionado cuerpo, y Thesme se concentró en la ruta en busca de atajos, previendo la presencia de arroyos, maleza densa y otros obstáculos que el gayrog no podía salvar. A medio camino de la choza empezó a llover, y el resto de la caminata lo hicieron envueltos en una cálida y pegajosa niebla. Thesme ya estaba casi agotada cuando apareció la choza.
—No es un palacio —dijo—, pero no me hace falta más. La construí yo misma. Échese ahí. —Ayudó a Vismaan a tenderse en su lecho de plumas de zanja. El gayrog se sentó con un tenue sonido sibilante, tal vez indicativo de alivio—. ¿Le apetecería comer algo?
—Ahora no.
—¿Y beber algo? ¿No? Supongo que sólo querrá descansar. Saldré de la choza para que duerma tranquilo.
—No estoy en temporada de sueño —dijo Vismaan.
—No lo entiendo.
—Nosotros sólo dormimos parte del año. Normalmente en invierno.
—¿Y permanecen despiertos el resto del año?
—Sí —dijo él—. Yo he terminado el sueño de este año. Sé que entre los humanos es distinto.
—Extremadamente distinto —explicó Thesme—. De todas formas, le dejaré descansar tranquilamente. Debe estar cansadísimo.
—No quiero echarla de su casa.
—No se preocupe —contestó Thesme, y se fue.
Llovía otra vez, la lluvia familiar, casi agradable, que había caído todo el día cada pocas horas. Thesme se tendió en un negro banco de musgo de caucho para que las cálidas gotas de lluvia eliminaran la fatiga de sus doloridos hombros.
Un invitado, pensó Thesme. Y no humano, nada menos. Bueno, ¿por qué no? El gayrog no era exigente: frío, reservado, tranquilo incluso en una situación así. Era evidente que sus heridas eran más graves de lo que deseaba admitir, y hasta una caminata relativamente corta por la jungla había representado una batalla para él. Era imposible que caminara hasta Narabal en ese estado. Thesme supuso que ella podía ir a la ciudad y disponer que alguien viniera a recoger al gayrog con un flotador, pero la idea no le complació. Nadie sabía dónde vivía ella, y ella no quería traer a nadie, en primer lugar. Y se dio cuenta con cierta confusión de que no deseaba abandonar al gayrog, que quería retenerlo y cuidarlo hasta que hubiera recobrado las fuerzas. Dudaba que en Narabal hubiera una sola persona deseosa de ofrecer refugio a un no humano, y el detalle hizo que se sintiera placenteramente perversa, aislada aún de otro modo de los ciudadanos de su ciudad natal. En los últimos años había oído muchas murmuraciones sobre los nativos de otros planetas que llegaron para establecerse en Majipur. La gente sentía miedo y disgusto por esos reptiles, los gayrogs, por los gigantescos, corpulentos y velludos skandars, por aquellos seres diminutos y maliciosos que tenían tantos tentáculos —¿vroones, se llamaban vroones?— y por el resto de esa extravagante cuadrilla, y aunque los gayrogs seguían siendo desconocidos en la remota Narabal la hostilidad hacia ellos ya existía en la ciudad. La loca y excéntrica Thesme, pensó ella, pertenecía precisamente al tipo de personas que dejarían entrar a un gayrog en su hogar, que acariciarían la febril frente del extraño y le ofrecerían medicinas y comida, o cualquier cosa que necesitara un gayrog con la pierna rota. Thesme no sabía realmente cómo iba a cuidar a Vismaan, pero ello no sería un impedimento. Le vino a la mente que en toda su vida no había cuidado de nadie, porque nunca había tenido oportunidad u ocasión. Era la hija menor y nadie le había permitido aceptar ningún tipo de responsabilidad. No se había casado, no había tenido hijos, ni siquiera animales domésticos, y durante el tormentoso período de sus innumerables y turbulentos amoríos jamás había encontrado el momento para visitar a un amante enfermo. Seguramente, se dijo, por eso estaba tan repentinamente dispuesta a mantener en la choza a este gayrog. Una de las razones que la llevó a cambiar Narabal por la jungla fue vivir de otra forma, romper con los rasgos más desagradables de la antigua Thesme.
Decidió ir a la ciudad por la mañana, averiguar qué tipo de cuidados precisaba un gayrog, si era posible, y comprar las medicinas o provisiones apropiadas.
Al cabo de un largo rato volvió a la choza. Vismaan estaba igual que lo había dejado, tumbado con los brazos rígidos juntos a los costados, y no parecía moverse, aparte de la perpetua agitación serpentina de su cabello. ¿Dormido? ¿Pese a que había dicho que no necesitaba dormir? Thesme se acercó al gayrog y observó la extraña, enorme figura que ocupaba su cama. Los ojos estaban abiertos, y Thesme vio que esos ojos la seguían.
—¿Cómo se siente? —preguntó.
—No muy bien. Caminar por la selva fue más difícil de lo que yo pensaba.
Thesme puso la mano en la frente del gayrog. La dura y escamosa piel tenía un tacto frío. Pero lo absurdo del gesto hizo sonreír a Thesme. ¿Cuál era la temperatura normal de un gayrog? ¿Estaban expuestos a la fiebre? Y si era así, ¿cómo comprobarlo? Los gayrogs eran reptiles, ¿no? ¿Acaso un reptil sufría altas temperaturas corporales cuando estaba enfermo? De repente todo el problema, la idea de cuidar a una criatura de otro mundo, parecía ridícula.
—¿Por qué toca mi cabeza? —preguntó él.
—Es lo que se hace cuando un hombre está enfermo. Comprobar si hay fiebre. Aquí no tengo instrumentos médicos. ¿Sabe a qué me refiero cuando hablo de fiebre?
—Temperatura anormal en el cuerpo. Sí. Mi temperatura es alta en estos momentos.
—¿Tiene dolor?
—Muy poco. Pero mis sistemas vitales están trastornados. ¿Podría darme agua?
—Claro. ¿Tiene hambre? ¿Qué cosas come normalmente?
—Carne. Cocinada. Y frutas y vegetales. Y mucha agua.
Thesme fue a buscar agua. El gayrog se incorporó con dificultad. Estaba más débil que cuando iba renqueante por la jungla. Seguramente debía padecer una retrasada reacción a las heridas… y apuró el tazón en tres voraces tragos.
—Más —dijo, y Thesme sirvió un segundo tazón.
El cántaro de agua estaba casi vacío, y Thesme salió a llenarlo en la fuente. Arrancó varias zocas de la cepa, y las ofreció al gayrog. Vismaan sostuvo las blancoazuladas bayas a prudente distancia, como si ése fuera el único modo de concentrar la vista adecuadamente, y las hizo girar entre dos dedos. Sus manos eran casi humanas, observó Thesme, aunque tenían dos dedos más y no había uñas, sólo bordes laterales y escamosos a lo largo de las dos primeras articulaciones.
—¿Cómo se llama esta fruta? —inquirió Vismaan.
—Es el fruto de los zokos. Crecen por todo Narabal. Si le gustan, puedo traerle tantas como quiera.
Vismaan probó recelosamente una zoka. Entonces su lengua aleteó con más rapidez, y devoró el resto de bayas y extendió la mano para pedir más. Thesme recordó la fama de las zokas como afrodisíacos, pero apartó la mirada para ocultar su sonrisa, y decidió no comentar el detalle. Vismaan se había descrito como varón, de modo que los gayrogs eran de dos sexos, pero… ¿copulaban? Thesme tuvo una repentina, extravagante visión de gayrogs varones arrojando chorros de leche por orificios ocultos, y el líquido introduciéndose en tubos sobre los que se ponían los gayrogs hembras para fertilizarse. Eficaz aunque nada romántico, pensó Thesme, y se preguntó si ése sería realmente el método. Fertilización a distancia, igual que peces, como serpientes.
Preparó la cena del gayrog: zokas, calimbotes fritos y pequeños y deliciosos hiktiganes, animales de numerosas patas que atrapaba en el arroyo. No quedaba vino, pero recientemente Thesme había preparado un jugo fermentado aprovechando frutas gruesas y rojizas cuyo nombre desconocía, y ofreció un vaso a Vismaan. El apetito del gayrog era saludable. Después Thesme le preguntó si le permitía examinarle la pierna, y Vismaan contestó que sí.
La fractura se hallaba más arriba de la rodilla, en la parte más ancha del muslo. Pese al grosor de la escamosa piel, había muestras de hinchazón. Thesme apoyó suavemente los dedos en la herida y apretó. Vismaan emitió un tenue sonido sibilante, pero aparte de eso no dio señales de que la mujer estuviera aumentando sus molestias. Thesme pensó que algo se movía dentro del muslo. ¿Los extremos rotos del hueso, quizá? ¿Tenían huesos los gayrogs? Sé tan poco, pensó Thesme desconsolada, sobre los gayrogs, sobre artes curativas, sobre todo.
—Si fuera un hombre —dijo— usaríamos máquinas para examinar la fractura, uniríamos el lugar roto y lo ataríamos hasta que se soldara. ¿Se hace lo mismo entre su gente?
—El hueso se soldará solo —replicó él—. Uniré los fragmentos mediante contracciones musculares y los mantendré quietos hasta la curación. Pero tendré que estar echado varios días, de forma que el peso de la pierna no abra la fractura cuando me levante. ¿Le importa que me quede tanto tiempo?
—Quédese tanto tiempo como quiera. Tanto tiempo como haga falta.
—Es usted muy amable.
—Mañana iré a la ciudad para comprar suministros. ¿Desea algo en especial?
—¿Tiene cubos de diversión? ¿Música, libros?
—Tengo algunos. Puedo conseguir más mañana.
—Hágalo, por favor. Las noches serán muy largas para mí, echado aquí sin dormir. Mi pueblo es un gran consumidor de diversión, ¿sabe?
—Traeré todo lo que encuentre —prometió Thesme.
Le dio tres cubos —una comedia, una sinfonía y una composición de color— y emprendió la limpieza después de la cena. Había caído la noche, tan temprano como siempre, en una región tan próxima al ecuador. Thesme oyó el ruido de la lluvia que empezaba a caer una vez más. De ordinario habría leído un rato, hasta que fuera demasiado oscuro, y después se habría acostado. Pero esa noche todo era distinto. Una misteriosa criatura reptil ocupaba su cama; le disgustaba tener que preparar otra cama para ella en el suelo; y tanta conversación, la primera charla que sostenía desde hacía muchas semanas, había dejado su mente zumbando con desacostumbrada viveza. Vismaan parecía satisfecho con los cubos. Thesme salió afuera y recogió hojas de burbujabustos, dos brazadas y luego otras dos, y las extendió en el suelo cerca de la entrada de la choza. Después se acercó al gayrog y le preguntó si podía hacer algo por él. Vismaan respondió con un suave gesto negativo de la cabeza, sin apartar la atención del cubo. Thesme le deseó buenas noches y se acostó en la improvisada cama. Era bastante cómoda, más que lo que cabía esperar. Pero dormir fue imposible. Thesme se volvió de lado, luego del otro lado, y así sucesivamente, sintiéndose trabada y rígida, y la presencia de otra persona a pocos metros de distancia parecía anunciarse mediante un palpable latido en su corazón. Y el olor del gayrog, penetrante e ineludible… Thesme había logrado ignorarlo mientras cenaban, pero ahora, con los nervios de punta, ajustados en la máxima sensibilidad mientras permanecía tumbada en la oscuridad, Thesme percibía ese hedor casi como si fuera un trompetazo incesante repetido. De vez en cuando se incorporó y miró a Vismaan, que yacía inmóvil y silencioso. Luego, en algún momento, el sueño se apoderó de ella. Cuando le llegaron los sonidos de la nueva mañana, las numerosas y familiares melodías de silbidos y chillidos, y cuando la primera luz se abrió paso por la entrada de la choza, Thesme despertó sumida en la desorientación particular que suele acaecer cuando se ha dormido profundamente en un lugar que no es la cama habitual. Le costó unos instantes serenarse, recordar dónde estaba y por qué estaba ahí. Vismaan estaba mirándola.
—Ha tenido una noche agitada. Mi presencia le molesta.
—Me acostumbraré. ¿Cómo se siente?
—Entumecido. Dolorido. Pero ya empiezo a mejorar, creo. Noto que todo funciona en mi interior.
Thesme le dio agua y un cuenco de frutas. Luego salió al templado y húmedo amanecer y se zambulló rápidamente en la laguna para bañarse. Al volver a la choza el olor la afectó con renovada fuerza. El contraste entre el aire puro de la mañana y el ambiente interior acre, con olor a gayrog, era notable. Pero la pestilencia no tardó en apagarse en su conciencia una vez más.
—No volveré de Narabal hasta que se haga de noche —dijo mientras se vestía—. ¿Podrá arreglarse solo?
—Déjeme agua y comida al alcance de la mano. Y algo para leer.
—No hay mucha cosa. Le traeré más. Va a ser un día muy silencioso para usted, me temo.
—A lo mejor llegan visitas.
—¿Visitas? —gritó Thesme, consternada—. ¿Quién? ¿Qué clase de visitas? ¡Nadie viene aquí! ¿O se refiere a otro gayrog que viajaba con usted y que debe estar buscándole?
—Oh, no, no. No me acompañaba nadie. Creí que algunos amigos suyos…
—No tengo amigos —dijo solemnemente Thesme.
La frase le pareció estúpida en el mismo instante de pronunciarla. Melodramática, reflejaba su compasión de sí misma. Pero el gayrog no hizo comentarios, dejó a la mujer sin posibilidad de retractarse, y para disimular su turbación Thesme se dedicó a la tarea de atar complicadamente su mochila.
Vismaan guardó silencio hasta que Thesme se dispuso a salir.
—¿Es muy hermosa Narabal? —dijo entonces.
—¿No la ha visto?
— Vine por ruta interior desde Til-omon. En Til-omon me dijeron que Narabal es muy hermosa.
—Narabal no es nada —dijo Thesme—. Cabañas. Calles llenas de barro. Enredaderas que crecen por todas partes, que agrietan los edificios antes de que tengan un año. ¿Le explicaron eso en Til-omon? Se burlaron de usted. La gente de Til-omon desprecia Narabal. Las dos ciudades son rivales, ¿sabe?… son los dos puertos tropicales más importantes. Si alguien de Til-omon le dijo que Narabal es muy hermosa, era un mentiroso, estaba bromeando con usted.
—Pero, ¿por qué hacer eso? Thesme se encogió de hombros.
—¿Cómo voy a saberlo? Quizá para que usted saliera más deprisa de Til-omon. En fin, no espere nada de Narabal. Dentro de mil años será algo, supongo, pero ahora mismo es una sucia ciudad fronteriza.
—Es igual, confío en poder visitarla. Cuando mi pierna esté más fuerte, ¿podrá enseñarme Narabal?
—Claro —dijo Thesme—. ¿Por qué no? Pero tendrá un desengaño, se lo prometo. Y ahora tengo que irme. Quiero acabar la caminata antes de las horas más calurosas del día.
Mientras caminaba animadamente hacia Narabal, Thesme se imaginó apareciendo uno de esos días en la ciudad con un gayrog al lado. ¡Cómo iba a gustarles eso a los de Narabal! ¿Los apedrearían con rocas y bolas de barro? ¿Los señalarían, se burlarían de los dos y la humillarían cuando intentara saludarlos? Seguramente. Ahí está la loca de Thesme, se dirían unos a otros; trae seres no humanos a la ciudad, va por ahí con reptiles gayrogs, probablemente hace toda clase de monstruosidades con ellos cuando está en la jungla. Sí. Sí. Thesme sonrió. Sería divertido pasear por Narabal en compañía de Vismaan. Lo haría en cuanto él fuera capaz de resistir la larga caminata por la jungla.
El camino no era más que un sendero toscamente abierto a machetazos; había rastros de fuego en los árboles y montones de piedras como señales, y la maleza había tapado la senda en numerosos puntos. Pero Thesme era experta en el viaje por la jungla y raramente se desorientaba por mucho tiempo. A últimas horas de la mañana llegó a las plantaciones de las afueras de la ciudad y no tardó en divisar Ni-moya, extendida sobre ambas laderas de una montaña de tal modo que formaba un fluctuante arco a lo largo de la costa.
Thesme desconocía por completo el motivo de que alguien hubiera deseado fundar una ciudad ahí, al otro lado del mundo, en la punta suroeste de Zimroel. Fue idea de lord Melikand, la misma Corona que invitó a todos los no humanos a establecerse en Majipur, para impulsar el desarrollo del continente occidental. En los tiempos de lord Melikand, Zimroel sólo tenía dos ciudades, ambas terriblemente aisladas, meros accidentes geográficos fundados en los primeros días de colonización humana de Majipur, antes de que fuera obvio que el otro continente iba a ser el centro de la vida de Majipur: Pidruid, en el centro de la costa oeste, con su prodigioso clima y su espectacular puerto natural, y Piliplok, en la costa este, donde se hallaba la base de los cazadores de dragones de mar. Pero en la actualidad existía también un pequeño puesto de avanzada llamado Ni-moya a orillas de uno de los grandes ríos de Zimroel, y Til-omon había crecido en la costa occidental al borde del cinturón tropical. Además, era evidente que se estaba fundando cierto poblado en las montañas centrales, y al parecer los gayrogs estaban construyendo una población a más de mil kilómetros al este de Pidruid. Y finalmente estaba Narabal, en el cálido y lluvioso sur, en la punta de un continente y rodeada de agua por todas partes. Si una persona se colocaba junto a la orilla del canal de Narabal y contemplaba el mar, experimentaba el peso de saber que a su espalda había miles de kilómetros de inhóspito territorio, y luego miles de kilómetros de océano, entre el observador y el continente de Alhanroel donde se hallaban las verdaderas ciudades. Cuando era más joven Thesme se había asustado al pensar que vivía en un lugar tan distante de los centros de vida civilizada, como si estuviera en otro planeta. Y en otras ocasiones Alhanroel y sus prósperas ciudades le parecían simplemente míticas, y Narabal el auténtico centro del universo. Nunca había estado en otro sitio, y no tenía esperanza de hacerlo. Las distancias eran enormes. La única población a razonable distancia era Til-omon, pero aun así estaba demasiado lejos, y los que habían estado allí decían que era muy parecida a Narabal, aunque con menos lluvia y con un sol que permanecía constantemente en el cielo igual que un penetrante, inquisitivo ojo verde.
En Narabal, Thesme encontró ojos inquisitivos que la miraban en cuanto volvía la cabeza: todo el mundo miraba, como si ella se hubiera presentado desnuda. Todos sabían quién era —la loca Thesme que había huido a la jungla—, y le dedicaron sonrisas y saludos y le preguntaron cómo le iban las cosas, y detrás de esas agradables trivialidades había unos ojos fijos, penetrantes y hostiles que la taladraban, que pretendían extraer las ocultas verdades de su vida. ¿Por qué nos desprecias? ¿Por qué te has apartado de nosotros? ¿Por qué compartes tu casa con un repelente reptil? Y Thesme devolvió sonrisas y saludos y dijo cosas como «Me alegra volver a verle» y «Todo va bien». Y replicó a los sondeadores ojos, Yo no odio a nadie, sólo me hacía falta huir de mí misma, estoy ayudando al gayrog porque ya es hora que ayudara a alguien y él se presentó por casualidad. Pero ellos no lo entenderían nunca.
No había nadie en casa de su madre. Entró en su antigua habitación y llenó la mochila de libros y cubos, y registró a fondo el botiquín para coger medicamentos que le parecieron útiles para Vismaan: uno para reducir la inflamación, uno para acelerar la curación, un específico para fiebre alta y otros que probablemente serían inútiles para un no humano… pero valía la pena probarlo, pensó Thesme. Erró por la casa, que ya le parecía extraña pese a que había pasado en ella casi toda su vida. Suelos de madera en vez de hojas esparcidas… ventanas realmente transparentes… puertas con bisagras… un limpiador, ¡un limpiador mecánico con botones y palancas! Todos los objetos civilizados, las mil y una modestas cosillas que la humanidad inventó hacía muchos miles de años en otro mundo, los inventos de que Thesme había huido despreocupadamente para vivir en su humilde choza con hojas vivas brotando de las paredes…
—¿Thesme?
Levantó la cabeza, sorprendida. Su hermana Mirifaine había entrado. Era su gemela, hasta cierto punto: la misma cara, los mismos brazos y piernas largos y delgados, el mismo cabello castaño, pero diez años mayor, diez años más adaptada a las normas de su vida, una mujer casada, madre, una persona que trabajaba duro. A Thesme siempre le había resultado angustioso mirar a Mirifaine. Era igual que mirarse en un espejo y verse vieja.
—Necesitaba algunas cosas —dijo Thesme.
—Confiaba en que decidieras regresar a casa.
—¿Para qué?
Mirifaine se dispuso a replicar —seguramente alguna homilía típica, acerca de reanudar la vida normal, adaptarse a la sociedad y ser útil, etcétera, etcétera— pero Thesme vio que su hermana cambiaba de rumbo sin decir nada de eso.
—Te echamos de menos, cariño —dijo por fin Mirifaine.
—Hago lo que debo hacer. Me alegro de verte, Mirifaine.
—¿Ni siquiera te quedarás esta noche? Mamá volverá pronto… le encantaría encontrarte aquí para cenar…
—Me espera un largo camino. No puedo perder más tiempo aquí.
—Tienes buen aspecto, ¿sabes? Bronceada, saludable… Supongo que ser una ermitaña te sienta bien, Thesme.
—Sí. Muy bien.
—¿No te importa vivir sola?
—Lo adoro —dijo Thesme. Empezó a preparar la mochila—. Bueno, ¿cómo estás tú?
Un encogimiento de hombros.
—Igual. A lo mejor me voy a Til-omon una temporada.
—Qué suerte.
—Creo que sí. No me importaría pasar unas vacaciones fuera de la zona de mildiú. Holthus ha estado todo el mes trabajando allí en un gran proyecto para construir nuevas poblaciones en las montañas… viviendas para los no humanos que llegan. Él quiere que yo vaya con los niños, y creo que lo haré.
—¿No humanos? —dijo Thesme.
—¿No has oído hablar de ellos?
—Cuéntame.
—Los seres de otros planetas que vivían más al norte han empezado a desplazarse hacia aquí. Hay unos que parecen lagartos con brazos y piernas humanos, y están interesados en levantar granjas en las junglas.
—Gayrogs.
—¿Así que has oído hablar de ellos? Y hay otra raza, gente muy peluda y llena de verrugas, con cara de rana y piel de color gris oscuro. Holthus dice que actualmente ocupan todos los puestos administrativos en Pidruid: inspectores de aduanas, escribientes en mercados y cosas parecidas. Bueno, también están contratándolos aquí, y Holthus y gente de cierto gremio de Til-omon planean alojarlos tierra adentro…
—¿Para que no puedan oler las ciudades de la costa?
—¿Qué? Oh, supongo que eso es parte del plan… nadie sabe cómo se adaptarían a Narabal, al fin y al cabo… Pero lo que yo creo es que en Narabal no tenemos acomodo para un montón de emigrantes, y supongo que pasará lo mismo en Til-omon. Por eso…
—Sí, entiendo —dijo Thesme—. Bueno, besos a todos. Tengo que volver. Espero que disfrutes tus vacaciones en Til-omon.
—Thesme, por favor…
—¿Por favor qué?
—¡Eres tan brusca, tan reservada, tan fría! —dijo tristemente Mirifaine—. Han pasado meses desde la última vez que te vi, y te cuesta soportar mis preguntas. Me tratas con tanto enfado… ¿Por qué ese enfado, Thesme? ¿Alguna vez te he hecho daño? ¿No he sido siempre cariñosa? ¿Igual que los demás? Eres un misterio enorme, Thesme.
Thesme sabía que era inútil intentar explicarse una vez más. Nadie la comprendía, nadie la comprendería, y menos que nadie los que decían que la querían.
—Digamos que es una rebelión de adolescente que llega con retraso, Miri —dijo, esforzándose en reflejar calma en su voz—. Todos fuisteis buenos conmigo. Pero nada iba bien y tuve que marcharme. —Apoyó suavemente los dedos en el brazo de su hermana—. Quizá regrese uno de estos días.
—Eso espero.
—No esperes que sea pronto. Saluda a todos de mi parte —dijo Thesme, y salió de la casa.
Recorrió la ciudad apresuradamente, nerviosa y tensa, temerosa de toparse con su madre o con algún antiguo amigo, y en especial con sus ex amantes. Y mientras hacía las compras miró alrededor furtivamente, como una ladrona, y en más de una ocasión se metió en una callejuela para evitar encontrarse con alguien que no deseaba ver. El encuentro con Mirifaine había sido desagradable. No había comprendido, hasta que Mirifaine lo dijo, que reflejaba enojo. Pero Miri tenía razón, sí. Thesme aún sentía en su interior el apagado, palpitante residuo de furia. Esta gente, estos tipos insignificantes y aburridos con sus miserables ambiciones, temores y prejuicios, agotando las miserables rutinas de sus días sin sentido… esta gente la encolerizaba. Se propagaban por Majipur igual que una plaga, iban dando bocados a bosques no señalizados en los mapas, miraban asombrados el enorme e inatravesable océano, fundaban lodosas y horribles ciudades en medio de increíbles bellezas y ni una sola vez se preguntaban por qué hacían todo eso. Ése era el peor detalle: la naturaleza insulsa y despreocupada de aquella gente. ¿Alguna vez miraban las estrellas y se preguntaban el significado de lo que veían, de la oleada de humanidad surgida de la Vieja Tierra, de esta réplica del mundo materno en un millar de planetas conquistados? ¿Se preocupaban por eso? Majipur podía ser la Vieja Tierra, daba igual, excepto que ésta era una cáscara agotada, deslustrada, saqueada y olvidada, y aquél, incluso después de siglos y más siglos de ocupación humana, todavía era hermoso. Pero hacía mucho tiempo la Vieja Tierra había sido tan hermosa como Majipur, indudablemente; y dentro de otros cinco mil años Majipur acabaría igual, con horribles ciudades extendiéndose cientos de kilómetros por cualquier parte que observaras, tráfico por todos sitios, suciedad en los ríos, animales aniquilados y los pobres y embaucados cambiaspectos encerrados en aisladas reservas. Los viejos errores cometidos una vez más en un mundo virgen. Thesme bullía de indignación, una indignación tan violenta que se sorprendió. Hasta ese momento no había comprendido que su reyerta con el mundo era tan cósmica. Había achacado sus problemas a fallidas aventuras amorosas, simples nervios y confusas metas personales, pero no al airado descontento con todo el universo humano que de un modo tan repentino la había sobrecogido. Y sin embargo la rabia conservaba su fuerza dentro de Thesme. Sintió el deseo de coger Narabal y hundir la ciudad en el océano. Pero no podía hacerlo, no podía cambiar nada, no podía frenar un instante la extensión de lo que otros denominaban «civilización». Su única posibilidad era huir, volver a su jungla, a las enmarañadas lianas, al ambiente húmedo y neblinoso y las tímidas criaturas de los pantanos, volver a su choza, con el inválido gayrog que formaba parte de la marea que abrumaba al planeta pero al que estaba dispuesta a cuidar e incluso apreciar. Sus compañeros de raza sentían disgusto y hasta odio por los gayrogs, de manera que Thesme usaría a ese ser para diferenciarse de ellos. Y además, el gayrog tenía necesidad de ella en ese momento, y era la primera vez que alguien la necesitaba.
Le dolía la cabeza y tenía rígidos los músculos faciales, y se dio cuenta de que estaba andando con los hombros hundidos, como si llevarlos normalmente fuera rendirse a la forma de vida que ella había repudiado. Con la máxima rapidez posible, Thesme huyó una vez más de Narabal. Pero tuvo que caminar dos horas por el sendero de la jungla y dejar bien atrás las afueras de la población antes de notar que su tensión empezaba a menguar. Hizo un alto junto a una laguna que conocía, se desnudó y se dio un remojón en las frías profundidades para liberarse de las últimas manchas de la ciudad. Y después, con la ropa para ir a la ciudad colgada de cualquier modo en el hombro, marchó desnuda por la jungla a la choza.
Vismaan estaba en la cama y al parecer no se había movido mientras Thesme estuvo ausente.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó Thesme—. ¿Ha podido arreglárselas solo?
—Ha sido un día muy tranquilo. Hay algo más que una hinchazón en mi pierna.
—Veamos.
Thesme tocó cuidadosamente la herida. Parecía más abultada, y Vismaan apartó la pierna al sentir el contacto, detalle que seguramente significaba que la complicación era importante, suponiendo que la sensación de dolor del gayrog fuera tan débil como él afirmaba. Thesme consideró la utilidad de llevar a Vismaan a Narabal para que le atendieran allí. Pero el gayrog no mostraba preocupación, y de todos modos Thesme dudaba que los doctores de la ciudad supieran mucho sobre la fisiología de esa raza. Además, ella quería que Vismaan estuviera en la choza. Sacó las medicinas traídas de la ciudad y dio al gayrog las indicadas para fiebre e inflamación, y luego preparó fruta y vegetales para cenar. Antes de que se hiciera demasiado oscuro examinó las trampas del borde del claro y encontró algunos animales de pequeño tamaño, un joven sigimoin y un par de mintunos. Les torció el cuello con pericia —al principio había sido terriblemente duro, pero la carne era importante y era improbable que otra persona matara a las bestias en lugar de ella, estando tan aislada— y los preparó para asarlos. En cuanto tuvo dispuesta la hoguera, Thesme volvió a la choza. Vismaan estaba entretenido con uno de los nuevos cubos que la mujer le había llevado, pero lo dejó a un lado cuando entró Thesme.
—No ha dicho nada sobre su visita a Narabal —observó el gayrog.
—No he estado mucho tiempo. Conseguí lo que necesitaba, hablé un rato con una de mis hermanas, me fui muy nerviosa y deprimida y me sentí mejor en cuanto estuve en la jungla.
—Odia mucho ese lugar.
—Merece que lo odien. Esa gente es deprimente, te aburren. Y esas horribles casas rechonchas… —Thesme sacudió la cabeza—. Ah, mi hermana me ha dicho que van a levantar nuevos pueblos tierra adentro, para gente de otros planetas, porque hay un gran desplazamiento hacia el sur. Gayrogs, sobre todo, pero también hay otra raza con verrugas y piel gris…
—Yorts —dijo Vismaan.
—Lo que sea. Les gusta trabajar como inspectores de aduanas, me dijo mi hermana. Van a darles vivienda tierra adentro porque nadie quiere verlos en Til-omon o Narabal, eso creo yo.
—Nunca me he sentido indeseable entre humanos —dijo el gayrog.
—¿De verdad? Quizá no se ha dado cuenta. Creo que hay muchos prejuicios en Majipur.
—No es tan claro para mí. Naturalmente, nunca he estado en Narabal, y es posible que ahí haya más problemas que en otros lugares. En el norte no hay dificultades. ¿Ha estado alguna vez en el norte?
—No.
—Encontramos buena acogida por parte de los humanos en Pidruid.
—¿En serio? Oí decir que los gayrogs están construyéndose una ciudad al este de Pidruid, muy al este, en la Gran Fractura. Si todo es tan maravilloso en Pidruid ¿por qué establecerse en otra parte?
—Somos nosotros los que no se sienten nada cómodos viviendo con humanos —dijo tranquilamente Vismaan—. El ritmo de nuestra vida es muy diferente del suyo… nuestra costumbre en cuanto a dormir, por ejemplo. Nos resulta difícil vivir en una ciudad que permanece inactiva ocho horas todas las noches, mientras nosotros estamos despiertos. Y existen otras diferencias. Por eso estamos construyendo Dulorn. Espero que usted pueda verla algún día. Es una ciudad maravillosamente bella, construida con una piedra blanca que brilla con luz propia. Estamos muy orgullosos de Dulorn.
—¿Por qué usted no vive allí?
—¿No se está quemando la carne? —preguntó Vismaan.
Thesme se sonrojó y corrió afuera, con el tiempo justo para arrancar la carne de los espetones. La partió y la sirvió con cierto malhumor, acompañada de algunas zokas y una botella de vino que había comprado por la tarde en Narabal. Vismaan se incorporó para cenar, con gestos bastante torpes.
—He vivido varios años en Dulorn —dijo el gayrog al cabo de un rato—. Pero es un territorio muy seco, y nací en un lugar de mi planeta que es caluroso y húmedo, igual que Narabal. Por eso decidí ir hacia el sur en busca de tierras fértiles. Mis antepasados fueron campesinos, y pensé seguir sus costumbres. Cuando supe que en los trópicos de Majipur se podían recoger seis cosechas anuales, y que en todas partes había tierras libres, decidí explorar el territorio.
—¿Solo?
—Solo, sí. No tengo compañera, aunque pretendo tenerla en cuanto me establezca.
—¿Y cultivará frutos y los venderá en Narabal?
—Eso pretendo. En mi planeta natal apenas hay tierras en estado natural, y hay muy pocas dedicadas a la agricultura. Importamos casi todo lo que comemos, ¿lo sabía? Por eso Majipur nos atrae tanto. Es un planeta gigante, con la población muy dispersa y grandes extensiones de tierra virgen que aguardan su aprovechamiento. Estoy muy contento de haber venido. Y creo que usted se equivoca al pensar que no somos bienvenidos entre sus compañeros. Ustedes, la gente de Majipur, son amables y gentiles, civilizados, defensores de la ley y el orden.
—Aunque así sea: si alguien se enterara de que yo vivo con un gayrog, se espantaría.
—¿Se espantaría? ¿Por qué?
—Porque usted no es humano. Porque es un reptil.
Vismaan emitió un extraño bufido. ¿Risa?
—¡No somos reptiles! Somos seres de sangre caliente, amamantamos a nuestras crías…
—Semejantes a reptiles. Parecidos a reptiles.
—Externamente, es posible. Pero prácticamente somos tan mamíferos como ustedes, insisto.
—¿ Prácticamente ?
—Con la única excepción que somos ovíparos. Pero también existen mamíferos de esa clase. Nos confunde mucho si cree que…
—No tiene importancia. Los humanos perciben a los gayrogs como reptiles, y no nos gustan los reptiles, y a causa de eso siempre habrá un trato embarazoso entre humanos y gayrogs. Es una tradición que se remonta a —Thesme se contuvo cuando estaba a punto de referirse a los tiempos prehistóricos en Vieja Tierra. Además… al hedor de los gayrogs—. Además —dijo torpemente— su aspecto asusta.
—¿Más que el de un skandar, un ser enorme y velludo? ¿Más que el de un susúheri, que tiene dos cabezas? —Vismaan se volvió hacia Thesme y fijó en ella sus inquietantes ojos sin párpados—. Creo que está diciéndome que usted se siente incómoda con los gayrogs, Thesme.
—No.
—Nunca he visto los prejuicios a que usted se refiere. Es la primera vez que oigo hablar de eso. ¿Estoy causándole problemas, Thesme? ¿Debo irme?
—No. No. No me comprende. Quiero que se quede aquí. Quiero ayudarle. Usted no me inspira miedo alguno, ni disgusto, ni nada negativo. Sólo intentaba contarle… intentaba explicarle cómo es la gente de Narabal, cómo piensan, o cómo creo yo que piensan, y… —Tomó un largo trago de vino—. No sé cómo nos hemos metido en todo esto. Lo siento. Me gustaría hablar de otra cosa.
—Por supuesto.
Pero Thesme sospechaba que había herido al gayrog, o como mínimo que había despertado cierto malestar en él. Pese a sus frías maneras de no humano, Vismaan parecía poseer notable perspicacia, y quizá tenía razón, quizás estaban apareciendo los prejuicios, el desasosiego de ella misma. Thesme había malogrado todas sus relaciones con humanos; muy posiblemente era incapaz de llevarse bien con nadie, pensó, humano o no humano. Y había demostrado a Vismaan de mil modos inconscientes que su hospitalidad era simplemente un acto premeditado, artificial y hecho casi a disgusto, con la intención de ocultar su primordial descontento ante la presencia del gayrog en la choza. ¿Era eso cierto? Thesme cada vez comprendía menos sus motivaciones, tal parecía, conforme iba teniendo más años. Pero fuera cual fuera la verdad, no deseaba que él se sintiera como un intruso. En días venideros, decidió Thesme, buscaría formas de demostrarle que le había aceptado en la choza y le cuidaba sin ninguna reserva.
Esa noche durmió mejor que la anterior, aunque aún no se había acostumbrado a dormir en el suelo entre un montón de hojas de burbujabustos, con otra persona en la choza, y se despertó varias veces; siempre que abría los ojos miraba al gayrog, y siempre lo veía entretenido con los cubos. Vismaan no le prestó atención. Thesme intentó imaginar cómo sería saciar todo el sueño en una noche de tres meses, y permanecer el resto del año constantemente despierto. Era, pensó, el detalle más extraño de Vismaan. Y estar en la cama hora tras hora, sin poder levantarse, sin poder dormir, incapacitado para huir de la molestia de la herida, usando cualquier diversión disponible para consumir el tiempo… pocos tormentos podían ser peores. Y sin embargo el talante del gayrog no cambiaba nunca: sereno, inalterado, plácido, impasible. ¿Serían iguales todos los gayrogs? ¿Nunca se emborrachaban, nunca perdían la serenidad? ¿No armaban camorra en las calles, no se lamentaban de su destino, no peleaban con sus compañeras? Si Vismaan era un ejemplo puro, los gayrogs carecían de las fragilidades humanas. Pero, recordó Thesme, los gayrogs no eran humanos.
Por la mañana Thesme bañó al gayrog, lo lavó con una esponja hasta que las escamas relucieron, y cambió la ropa de la cama. Después de darle el desayuno salió de la choza para iniciar su jornada, del modo acostumbrado. Pero se sintió culpable por errar en la jungla sola mientras él permanecía desamparado en la choza, y se preguntó si no debía quedarse con él, contándole cosas o haciéndole conversar para mitigar el aburrimiento. Sin embargo Thesme sabía que si permanecía constantemente al lado del gayrog pronto se agotarían los temas de conversación, y seguramente ambos acabarían poniéndose nerviosos. Y Vismaan tenía muchos cubos de diversión para librarse del aburrimiento. Tal vez prefería estar solo. En cualquier caso, ella necesitaba soledad, más que nunca ahora que compartía la choza con el gayrog, y esa mañana hizo una larga exploración, recogiendo diversas variedades de bayas y raíces para comer. Al mediodía llovió, y Thesme se agazapó bajo un vramma cuyas amplias hojas le ofrecieron un cómodo refugio. Decidió no concentrar la mirada en nada, y vació su mente de todo: sentimientos de culpabilidad, dudas, temores, recuerdos, el gayrog, su familia, sus ex amantes, su infelicidad, su soledad… La paz que la dominó duró hasta bien entrada la tarde.
Thesme fue acostumbrándose a que Vismaan viviera con ella. El gayrog continuó mostrándose tranquilo y poco exigente, divirtiéndose con los cubos, demostrando gran paciencia con su estado de inmovilidad. Raramente hacía preguntas o iniciaba conversaciones, pero era bastante amigable cuando Thesme hablaba con él, y explicó cosas sobre su planeta natal —consumido y horriblemente superpoblado, por lo que se deducía— y sobre su vida en Majipur, su sueño de establecerse en ese planeta, su excitación la primera vez que vio la belleza de su planeta adoptivo. Thesme se esforzó en imaginar al gayrog excitado. Con el cabello serpentino muy agitado, quizá, en lugar de retorcerse lentamente. O tal vez Vismaan indicaba sus emociones mediante cambios del olor corporal.
El cuarto día Vismaan abandonó la cama por primera vez. Con ayuda de Thesme, el gayrog se levantó, apoyado en la muleta y la pierna buena, y tocó el suelo con la otra pierna, a modo de prueba. Thesme percibió la repentina intensificación del aroma —algo así como un respingo olfativo— y decidió que su teoría era correcta, que los gayrogs indicaban así sus emociones.
—¿Cómo nota la pierna? —preguntó—. ¿Blanda?
—No podrá resistir mi peso. Pero la curación se desarrolla bien. Unos días más, creo, y podré estar de pie. Vamos, ayúdeme a dar un pequeño paseo. Mi cuerpo está enmoheciéndose con tanta falta de actividad.
Vismaan se apoyó en Thesme y ambos salieron de la choza. Llegaron a la laguna y volvieron al ritmo de la precavida y lenta cojera del gayrog. El breve paseo reanimó a Vismaan. Para su sorpresa, Thesme se dio cuenta de que le entristecía la primera muestra de progreso del enfermo, porque significaba que pronto —¿una semana, dos semanas?— él tendría fuerzas suficientes para irse, y ella no quería que se fuera. Ella no quería que se fuera. Era una percepción tan rara que Thesme se sorprendió. Thesme añoraba su anterior vida solitaria, el privilegio de dormir en su cama y disfrutar de los placeres de la jungla sin tener que preocuparse de si su invitado estaba bastante entretenido y cosas similares. En cierto modo cada vez le irritaba más tener al gayrog en la choza. Y sin embargo… y sin embargo… y sin embargo la deprimía y la inquietaba pensar que él no tardaría en abandonarla. Qué extraño, pensó, qué raro, qué cosa tan peculiar.
Thesme acompañó a pasear al gayrog varias veces al día. Vismaan todavía no podía usar la pierna lesionada, pero ganó agilidad sin ella, y dijo que la hinchazón menguaba y que el hueso estaba soldándose correctamente. Empezó a referirse a la granja que pensaba construir, a las cosechas, a los métodos para despejar la jungla.
Una tarde, al final de la primera semana, Thesme regresó a la choza después de una expedición para recoger calimbotes en el prado donde había encontrado al gayrog, y se detuvo para examinar las trampas. Casi todas estaban vacías o contenían los acostumbrados animalillos. Pero había una extraña, violenta agitación en la maleza al otro lado de la laguna, y cuando se acercó a la trampa que había dispuesto allí vio que había capturado un bilantún. Era la bestia de mayor tamaño que había cazado. Los bilantunes se encontraban en todas las regiones de Zimroel occidental —animalillos de movimientos rápidos y elegantes con afiladas pezuñas, frágiles patas y minúscula cola adornada con un penacho y vuelta hacia arriba— pero la variedad de Narabal era gigante, dos veces mayor que la delicada especie del norte. Uno de estos animales llegaba a la cadera de un hombre, y eran muy apreciados por su carne tierna y fragante. El primer impulso de Thesme fue dejar libre al bonito animal: era demasiado hermoso para matarlo, y además excesivamente corpulento. Thesme se había acostumbrado a sacrificar animalillos que pudiera coger con su mano, pero este caso era totalmente distinto. Se trataba de un animal de gran tamaño, de aspecto inteligente y noble, con una vida que seguramente debía valorar, con esperanzas, necesidades y anhelos, tal vez con alguna compañera que le aguardaba en las cercanías. Thesme se dijo que era una estúpida. También droles, mintunos y sigimoines estaban ansiosos de seguir viviendo, tan ansiosos como ese bilantún, y ella los mataba sin vacilar. Era erróneo tener ideas románticas con los animales y ella lo sabía… en especial cuando en sus días más civilizados había mostrado tanta satisfacción en comer esa carne, si bien la matanza la hacían otras manos. Y entonces no le había importado la desolada pareja del bilantún.
Al acercarse vio que el bilantún, aterrorizado, se había roto una de sus delicadas patas, y durante un instante Thesme pensó en entablillarla y conservar al animal como mascota. Pero esta idea aún era más absurda. No podía adoptar cualquier lisiado que la jungla le ofreciera. El bilantún no estaría calmado el tiempo suficiente para que ella examinara la pata. Y si algún milagro le permitía curar el miembro herido, el animal seguramente huiría en cuanto tuviera oportunidad de hacerlo. Tras respirar profundamente, Thesme se aproximó a la forcejeante criatura, la cogió por el blando hocico y partió el largo y gracioso cuello.
La tarea del despedazamiento fue sangrienta y más difícil de lo que esperaba Thesme. Estuvo preparándolo durante un tiempo que creyó eran varias horas, hasta que Vismaan la llamó desde la choza para saber qué estaba haciendo.
—¡Preparando la cena! —respondió Thesme—. Una sorpresa. Un gran convite: ¡bilantún asado!
Thesme contuvo la risa. Me parezco tanto a una esposa, pensó mientras continuaba agachada, con sangre por todo su desnudo cuerpo, arrancando trozos de carne y costillas, mientras una criatura extraña que semejaba un reptil yacía en la cama a la espera de la cena.
Pero finalmente la desagradable tarea estuvo terminada y Thesme puso la carne sobre una humeante hoguera, tal como se suponía debía hacer, y se lavó en la laguna. Después recogió zokas, hirvió raíces de gumba y abrió las últimas botellas de vino de Narabal. La cena estuvo lista al llegar la noche, y Thesme sintió inmenso orgullo por lo que había hecho.
Esperaba que Vismaan engullera la cena sin comentarios, con su acostumbrada flema, pero no fue así: Thesme creyó detectar por primera vez un rasgo de animación en el semblante del gayrog, un nuevo brillo en los ojos, quizá, una forma distinta de mover la lengua. Decidió que podía mejorar en la interpretación de las expresiones de su huésped. Vismaan comió entusiasmado el bilantún asado, alabó el aroma y textura de la carne y pidió más veces. Y Thesme comió tanto como él: engulló la carne hasta hartarse y siguió comiendo mucho más allá de la saciedad, pensando que lo que no comiera ahora se estropearía antes de la mañana.
—La carne armoniza muy bien con las zokas —dijo mientras se metía en la boca otra baya blancoazulada.
—Sí. Más, por favor.
El gayrog devoró tranquilamente todo lo que ella le puso delante. Finalmente Thesme no pudo comer más, ni siquiera fue capaz de observar a su huésped. Puso el resto de la cena al alcance de Vismaan, bebió un último trago de vino, tembló ligeramente y se echó a reír mientras unas gotas resbalaban por su barbilla y por sus pechos. Se tendió en las hojas de burbujabustos. La cabeza le dio vueltas. Se puso boca abajo, agarrada al suelo, escuchando el sonido de los mordiscos y mascaduras que seguían y seguían y seguían a poca distancia. Después incluso el gayrog dio por terminado el festín, y todo quedó en silencio. Thesme aguardó el sueño, pero el sueño no llegó. Fue mareándose cada vez más, hasta que temió que estuvieran lanzándola en un terrible arco centrífugo a un lado de la choza. Le ardía la piel, notaba la cabeza y el cuello doloridos. He bebido demasiado, pensó, y he comido demasiadas zokas. Con semillas incluidas, lo peor, y al menos una docena de bayas. El ardiente jugo de la fruta recorría alocadamente su cerebro en esos momentos.
No quería dormir sola, acurrucada de ese modo en el suelo.
Thesme se puso de rodillas con exagerado cuidado, se estabilizó y se arrastró lentamente hacia la cama. Miró al gayrog, pero su visión era confusa y sólo distinguió un irregular perfil.
—¿Está dormido? —musitó.
—Ya sabe que no puedo estar dormido.
—Claro. Claro. Qué tonta soy.
—¿Algo va mal, Thesme?
—¿Mal? No, de verdad que no. Nada va mal. Pero… es sólo que… —Vaciló—. Estoy borracha, ¿sabe? ¿Entiende el significado de estar borracho?
—Sí.
—No me gusta estar en el suelo. ¿Puedo echarme al lado de usted?
—Si lo desea…
—Tendré mucho cuidado. No quiero darle un golpe en la pierna mala. Dígame cuál es.
—Casi está curada, Thesme. No se preocupe. Vamos, acuéstese.
Thesme notó que la mano de Vismaan asía su muñeca y tiraba de ella hacia arriba. Flotó, y cayó sin esfuerzo al lado del gayrog. Sintió la extraña piel, parecida a un caparazón, apretada a su cuerpo, desde el pecho hasta la cadera, muy fría, muy escamosa, muy lisa. Tímidamente, Thesme pasó la mano por el cuerpo de Vismaan. Igual que un elegante objeto para guardar el equipaje, pensó Thesme mientras hundía un poco las yemas de los dedos y tanteaba los potentes músculos ocultos bajo la rígida superficie. El olor de Vismaan cambió, se hizo más picante, más penetrante.
—Me gusta su olor —murmuró.
Enterró la frente en el pecho del gayrog y se abrazó con fuerza a él. No había estado acompañada en la cama desde hacía muchos meses, casi un año, y le agradó sentir tan cerca a Vismaan. Aunque sea un gayrog, pensó. Aunque sea un gayrog. Basta con este contacto, esta cercanía. Se está tan bien…
Vismaan la tocó.
Thesme no esperaba eso. La naturaleza de su relación mutua consistía simplemente en que ella le cuidaba y él aceptaba esta atención de un modo pasivo. Pero de pronto la mano de Vismaan —una mano fría, llena de rebordes, escamosa, lisa— estaba recorriendo su cuerpo. La mano rozó sus pechos, siguió deslizándose por su barriga, se detuvo en los muslos. ¿Qué ocurría? ¿Acaso Vismaan estaba haciendo el amor con ella? Thesme pensó en el cuerpo asexuado del gayrog, un cuerpo semejante a una máquina. Vismaan continuó acariciándola. Qué extraño, pensó ella. Extraño incluso para Thesme, se dijo. Una cosa extremadamente extraña. Él no es un hombre. Y yo…
Y yo estoy muy sola…
Y yo estoy muy borracha…
—Sí, por favor —dijo Thesme, en voz baja—. Por favor…
Sólo esperaba que Vismaan siguiera acariciándola. Pero en ese momento el gayrog deslizó un brazo alrededor de los hombros de Thesme y la levantó sin esfuerzo, con suavidad, poniéndola encima de él y soltándola. Y Thesme notó en un muslo la inconfundible, saliente rigidez masculina. ¿Qué? ¿Llevaba oculto un pene bajo las escamas, un pene que hacía surgir cuando precisaba usarlo? ¿E iba a…?
Sí.
Vismaan parecía saber qué hacer. No era humano, había mostrado duda la primera vez que se vieron respecto a si ella era macho o hembra, y sin embargo entendía perfectamente la teoría del acto sexual humano. Durante un segundo, mientras notaba que él la penetraba, Thesme se vio sobrecogida por terror, espanto y repulsión mientras se preguntaba si él le haría daño, si sería doloroso admitirlo, y pensó también que era un acto grotesco y monstruoso… La unión de una mujer y un gayrog, algo que seguramente no había sucedido jamás en la historia del universo. Thesme sintió el deseo de liberarse y echar a correr en la noche. Pero estaba demasiado aturdida, demasiado bebida, demasiado confusa para moverse. Y después se dio cuenta de que Vismaan no le causaba daño, que se movía hacia dentro y hacia fuera igual que un sereno mecanismo de precisión, y que olas de placer se extendían desde sus caderas y la forzaban a temblar y a gemir y a jadear y a apretarse al liso, correoso caparazón del gayrog…
Thesme no opuso resistencia, y gritó agudamente cuando llegó el mejor instante, y después se quedó encogida sobre el pecho del gayrog, temblorosa, gimoteando un poco, calmándose poco a poco. Ya estaba sobria. Sabía qué había hecho, y eso le sorprendió, pero más que sorpresa fue diversión. ¡Ahí va eso, Narabal! ¡El gayrog es mi amante! Y el placer había sido tan intenso, tan extremado… ¿Habría sentido Vismaan algún placer? Thesme no se atrevió a preguntar. ¿Cómo podía saberse si un gayrog sentía placer? ¿Conocían lo que era? ¿Tendría algún significado para ellos ese concepto? Thesme se preguntó si Vismaan habría hecho el amor anteriormente a una mujer. Tampoco se atrevió a preguntarlo. Vismaan había demostrado capacidad… no era exactamente un experto, pero sin duda alguna sabía cómo hacerlo, y lo había hecho con más eficacia que muchos hombres que Thesme había conocido. Ella podía explicarse por su anterior experiencia con humanos o simplemente porque su mente, clara y fría, no tenía dificultades para calcular las necesidades anatómicas. Pero Thesme no lo sabía, y dudaba que alguna vez lo supiera.
Vismaan no hizo comentarios. Thesme se abrazó a él y cayó en el sueño más profundo que había disfrutado desde hacía semanas.
Por la mañana Thesme se sintió extraña aunque no arrepentida. Ninguno de los dos se refirió a lo que había pasado entre ambos aquella noche. Vismaan se entretuvo con los cubos. Thesme salió de la choza al amanecer para nadar un poco y aclarar su palpitante cabeza. Después limpió los restos del festín de bilantún, preparó el desayuno y dio un largo paseo hacia el norte, hasta una cueva llena de musgo donde estuvo sentada buena parte de la mañana. Allí recordó la textura de la piel del gayrog apretado a ella, el contacto de aquellas manos en sus muslos y el violento estremecimiento de éxtasis que había recorrido su cuerpo. No podía decir que Vismaan le parecía atractivo. Lengua bífida, un cabello que parecían serpientes vivas, escamas por todo el cuerpo… no, no, lo sucedido la última noche no tenía ninguna relación con atractivo físico, decidió Thesme. Entonces, ¿por qué había ocurrido? El vino y las zokas, pensó, y su soledad, y su disposición para rebelarse contra los valores convencionales de los ciudadanos de Narabal. Entregarse a un gayrog era el mejor modo que conocía para demostrar su desafío a todo lo que creía esa gente. Pero naturalmente ese acto de desafío carecía de sentido a menos que los narabalenses lo conocieran. Thesme decidió llevar a Vismaan a Narabal en cuanto el gayrog fuera capaz de hacer el viaje. Posteriormente compartieron la cama todas las noches. Era absurdo obrar de otra manera. Pero no hicieron el amor la segunda noche, ni la tercera, ni la cuarta; permanecieron acostados juntos sin tocarse, sin hablar. Thesme se habría rendido de buena gana si él la hubiera tocado, pero Vismaan no lo hizo. Y ella tampoco tomó la iniciativa. El silencio entre ambos se convirtió en un embarazo para ella, pero temía romperlo por miedo a oír cosas que no deseaba oír: que a él le había disgustado su relación sexual, que consideraba obscenos y anormales esos actos y que lo había hecho una vez únicamente por la insistencia de Thesme, o que sabía que ella no sentía auténtico deseo por él sino que estaba utilizándole para ganar una batalla en su guerra contra el convencionalismo. Al acabar la semana, inquieta por las tensiones acumuladas tras tantas dudas no discutidas, Thesme se arriesgó a apretarse contra el gayrog al meterse en la cama, cuidando de que el gesto pareciera accidental, y él la abrazó con naturalidad y de buena gana, la cogió en sus brazos sin vacilación. Después hicieron el amor algunas noches y hubo otras que no lo hicieron, y siempre fue un incidente impensado, casual, casi trivial, algo que hacían de vez en cuando antes de que ella se durmiera, sin más misterio, sin más magia que ésa. Thesme obtuvo siempre gran placer. La rareza del cuerpo de Vismaan pronto fue invisible para ella. Vismaan empezó a caminar sin ayuda y cada día dedicaba más tiempo a hacer ejercicio. Primero acompañado de Thesme, luego, solo, el gayrog exploró los senderos de la jungla, andando con grandes precauciones al principio pero avanzando a grandes zancadas enseguida con sólo una ligera cojera. La natación favoreció el proceso curativo y Vismaan chapoteó en la laguna de Thesme durante horas seguidas, molestando al gromwark que habitaba en una lodosa madriguera en la orilla; la vieja y lenta criatura salía de su escondite y se tendía al borde de la laguna igual que un sucio y cerdoso saco que alguien hubiera abandonado allí. El animal miraba tristemente al gayrog y no regresaba al agua hasta que Vismaan terminaba de nadar. Thesme lo consolaba con tiernas yemas verdes que arrancaba aguas arriba, fuera del alcance de las pequeñas patas succionadoras del gromwark.
—¿Cuándo me llevarás a Narabal? —preguntó Vismaan durante una tarde lluviosa.
—¿Por qué no mañana? —replicó ella. Esa noche Thesme experimentó desacostumbrada excitación, y se apretó con insistencia al gayrog.
Partieron al amanecer bajo suaves aguaceros que no tardaron en hacer lugar a un brillante sol. Thesme adoptó un paso precavido, pero pronto fue obvio que el gayrog estaba totalmente restablecido, y enseguida caminaron rápidamente. Vismaan no tuvo dificultad alguna en seguir ese ritmo. Thesme se puso a hablar por los codos: indicó los nombres de todos los animales o plantas con que se topaban, explicó fragmentos de la historia de Narabal, habló de sus hermanos y hermanas y de la gente que conocía en la ciudad. Estaba desesperadamente ansiosa de que ellos la vieran acompañada del gayrog —mirad, éste es mi amante no humano, el gayrog que se acuesta conmigo— y cuando llegaron a las afueras de la población empezó a pasear la mirada por todas partes, con la esperanza de encontrar algún conocido. Pero apenas había alguien visible en las granjas de las afueras, y Thesme no reconoció a las pocas personas que había allí.
—¿Has visto cómo nos miran? —musitó a Vismaan al entrar en un barrio más habitado—. Tienen miedo de ti. Creen que eres la vanguardia de una invasión de no humanos. Y se preguntan qué hago yo contigo, por qué soy tan cortés contigo.
—No veo nada de eso —dijo Vismaan—. Sienten curiosidad al verme, sí. Pero no detecto miedo, no detecto hostilidad. ¿Será porque no estoy familiarizado con las expresiones faciales humanas? Creía que había aprendido a interpretarlas bien.
—Espera y verás —le dijo Thesme.
Pero tuvo que admitir en su interior que tal vez estaba exagerando un poco. Ya estaban cerca del corazón de Narabal, y algunas personas miraban al gayrog reflejando sorpresa y curiosidad, sí, pero dulcificaron rápidamente sus miradas. Otras personas se limitaron a saludar con la cabeza y sonreír como si ver una criatura de otro mundo paseando por la calle fuera la cosa más vulgar del mundo. En cuanto a verdadera hostilidad, Thesme no captó nada. Ese detalle le produjo enojo. Aquella gente moderada y dulce, aquella gente apacible y amistosa, no estaba reaccionando tal como ella esperaba. Incluso cuando por fin encontraron conocidos —Khanidor, el mejor amigo de su hermano mayor, Hennimont Sibroy, dueño de la pequeña posada junto al puerto, y la mujer de la floristería— éstos fueron simplemente cordiales.
—Éste es Vismaan —dijo Thesme—. Vive conmigo desde hace algún tiempo.
Khanidor sonrió como si hubiera sabido siempre que Thesme era la clase de persona capaz de llevar la casa en compañía de un no humano, y habló de las nuevas ciudades para gayrogs y yorts que el marido de Mirifaine planeaba construir. El posadero extendió el brazo jovialmente para estrechar la mano de Vismaan y le invitó a un vaso de vino en su casa, y la florista no cesó de repetir:
—¡Qué interesante! ¡Qué interesante! Esperamos que le guste nuestra sencilla ciudad.
Thesme pensó que estaban comportándose maternalmente con tanta jovialidad. Parecía que sus conocidos estuvieran reaccionando de un modo anormal en ellos para impedir que ella los escandalizara, era como si ya estuvieran cansados de las locuras de Thesme y dispuestos a aceptar cualquier cosa que hiciera, fuera lo que fuera, sin darle más importancia, sin sorpresa, sin comentarios. Tal vez no entendían bien la naturaleza de su relación con el gayrog, quizá pensaban que Vismaan era un simple huésped en su choza. ¿Reaccionarían tal como ella quería si explicaba claramente que eran amantes, que el cuerpo de Vismaan había estado dentro del suyo, que habían hecho algo impensable entre una mujer y un no humano? Probablemente no. Incluso si ella y el gayrog copulaban en la Plaza del Pontífice, no habría el menor revuelo en la ciudad, pensó Thesme mientras arrugaba la frente.
¿Le gustaba la ciudad a Vismaan? Era, como siempre, difícil captar respuestas emotivas del gayrog. Recorrieron calle tras calle, pasaron por las plazas proyectadas sin orden ni concierto, vieron el aspecto insulso y zarrapastroso de las tiendas y observaron las irregulares casuchas con descuidados jardines. Y Vismaan hizo escasos comentarios. Thesme percibió desilusión y desaprobación en el silencio del gayrog, y pese a todo su descontento con Narabal empezó a sentirse defensora respecto al lugar. Era, al fin y al cabo, una población joven, un aislado puesto de avanzada en un oscuro rincón de un continente mediocre, una ciudad que sólo contaba con algunas generaciones de antigüedad.
—¿Qué opinas? —preguntó por fin Thesme—. No te impresiona demasiado Narabal, ¿verdad?
—Me parece un lugar pequeño y tosco —dijo él—. Después de haber visto Pidruid, incluso…
—Pidruid tiene mil años.
—…Dulorn… —prosiguió Vismaan—. Dulorn es extraordinariamente bella ahora mismo, cuando aún está construyéndose. Pero, claro, la piedra blanca que usan allí es…
—Sí —dijo Thesme—. También Narabal tendría que estar hecha de piedra, porque el clima es tan húmedo que los edificios de madera se deshacen, aunque todavía no les ha llegado su hora. Cuando la población sea lo bastante numerosa, podríamos extraer piedra de las montañas y levantar aquí algo maravilloso. Dentro de cincuenta años, de un siglo, cuando contemos con mano de obra adecuada. Quizá si consiguiéramos que esos gigantes de cuatro brazos trabajaran aquí…
—Los skandars —dijo Vismaan.
—Los skandars, sí. ¿Por qué la Corona no nos manda diez mil skandars?
—Los cuerpos de esa gente están cubiertos de grueso vello. Este clima es duro para ellos. Pero indudablemente habrá skandars que se establecerán aquí, y vroones, y susúheris, y muchos gayrogs que provienen de territorios húmedos como yo. Lo que hace vuestro gobierno, animar a colonizadores de otros planetas en tan gran cantidad, es un acto muy intrépido. Otros planetas no son tan generosos con sus tierras.
—Otros planetas no son tan grandes —dijo Thesme—. Creo haber oído decir que el volumen continental de Majipur, pese a los enormes océanos que tenemos, es tres o cuatro veces mayor que el de cualquier otro planeta colonizado. O algo muy parecido. Somos muy afortunados teniendo un mundo tan grande y con una gravedad tan moderada. Por eso humanos y humanoides pueden vivir aquí cómodamente. Naturalmente, pagamos un alto precio por eso, puesto que carecemos de algo parecido a elementos pesados, pero de todas formas… oh. Hola. El tono de voz de Thesme cambió bruscamente, decayó hasta convertirse en un atolondrado tartamudeo. Un joven esbelto, muy alto, de pelo claro y rizado, había estado a punto de chocar con ella tras doblar una esquina, y ahora estaba mirándola con la boca abierta, y ella a él. Era Ruskelorn Yulvan, amante de Thesme durante los cuatro meses anteriores a su retirada a la jungla, y el narabalense que Thesme tenía menos ganas de ver. Pero puesto que tenía que enfrentarse a él, Thesme sacaría el máximo provecho de la situación. Y, tomando la iniciativa tras el primer instante de confusión, dijo:
—Tienes buen aspecto, Ruskelorn.
—Y tú también. La vida de la jungla debe irte bien.
—Muy bien. Han sido los siete meses más felices de mi vida. Ruskelorn, te presento a mi amigo Vismaan, que ha vivido conmigo en las últimas semanas. Tuvo un accidente mientras exploraba en busca de buenas tierras cerca de mi casa… se rompió una pierna al caer de un árbol, y yo he cuidado de él.
—Muy diestramente, supongo —dijo tranquilamente Ruskelorn Yulvan—. Tu amigo parece estar en excelente estado. —Y dirigiéndose al gayrog agregó—: Me alegra conocerle —en un tono indicativo de que lo decía seriamente.
—Procede de una región de este planeta donde el clima se parece mucho al de Narabal. Me ha dicho que muchos campesinos de su raza se establecerán aquí, en los trópicos, en los próximos años.
—Eso he oído decir. —Ruskelorn Yulvan sonrió y añadió—: Aquí encontrará un territorio sorprendentemente fértil. Coma una baya a la hora del desayuno y arroje al suelo la semilla. Al anochecer tendrá una planta tan alta como una casa. Eso dice todo el mundo, por lo que debe ser verdad.
La ligereza y naturalidad con que hablaba Ruskelorn enfurecieron a Thesme. ¿No se daba cuenta él de que esa criatura escamosa, ese ser de otro mundo, ese gayrog, era su sustituto en la cama de Thesme? ¿Acaso era inmune a los celos, o simplemente no entendía la situación real? Con violenta y silenciosa intensidad, Thesme intentó transmitir la verdad a Ruskelorn del modo más gráfico posible: imaginó crudas escenas de ella en brazos de Vismaan, las manos no humanas de Vismaan acariciando sus pechos y sus muslos, la menuda lengua bífida de color escarlata paseándose suavemente por sus cerrados párpados, por sus pezones, por sus ojos. Pero fue inútil. Ruskelorn leía los pensamientos tan bien o tan mal como ella. Él es mi amante, pensó Thesme,él entra en mi cuerpo, me provoca orgasmos constantes, no puedo esperar a volver a la jungla para acostarme con él, y mientras tanto Ruskelorn seguía sonriente, conversando cortésmente con el gayrog, discutiendo las posibilidades de cultivar nikos, gleinos y estachas en las zonas próximas, o quizá plantar semillas de lusavándula en la región más pantanosa. Pasó un buen rato antes de que Ruskelorn volviera los ojos hacia Thesme y preguntara, tan plácidamente como si preguntara qué día de la semana era, si ella tenía intención de vivir en la jungla por tiempo indefinido. Thesme le lanzó una mirada de cólera.
—Hasta el momento prefiero eso que vivir en la ciudad. ¿Por qué?
—Me preguntaba si echabas de menos las comodidades de nuestra espléndida metrópolis, eso es todo.
—Aún no, no de momento. Nunca había sido tan feliz.
—Estupendo. Me alegro por ti, Thesme. —Otra serena sonrisa—. Cuánto me alegra haberte encontrado. Me complace haberle conocido —dijo al gayrog, y se fue.
Thesme ardía de rabia. A Ruskelorn no le importaba, no le importaba nada que ella copulara con gayrogs, con skandars o incluso con el gromwark de la laguna. Ella deseaba que Ruskelorn se hubiera sentido herido, al menos turbado, y en lugar de eso él se había limitado a ser cortés. ¡Cortés! La explicación debía ser que él, como los demás, no comprendía la naturaleza real de las relaciones entre Thesme y Vismaan. Para los narabalenses era simplemente inconcebible que una hembra de raza humana ofreciera su cuerpo a un reptil de otro planeta, y por eso no consideraban, ni siquiera sospechaban que…
—¿Ya te has cansado de ver Narabal? —preguntó al gayrog.
—He visto lo bastante para comprender que hay poco que ver.
—¿Cómo está tu pierna? ¿Estás preparado para la caminata de vuelta?
—¿No tienes asuntos que resolver en la ciudad?
—Nada importante —dijo Thesme—. Me gustaría irme.
—En ese caso, vámonos —repuso él.
La pierna accidentada causó ciertos problemas al gayrog, seguramente a causa del endurecimiento de los músculos. Se trataba de una caminata fatigosa incluso para una persona en buena forma física, y Vismaan sólo había recorrido distancias cortas desde su recuperación. Pero el gayrog siguió a Thesme hacia la ruta de la jungla sin quejarse, tal como era su costumbre. Era la peor hora del día para viajar, el sol estaba prácticamente en el punto más alto y el ambiente era húmedo; en el cielo iban apareciendo las primeras nubes, que más tarde dejarían caer la lluvia de la tarde. Caminaron con lentitud, haciendo numerosos altos, pero Vismaan no dijo una sola vez que estuviera cansado. Fue la misma Thesme la que empezó a fatigarse, y fingió que deseaba enseñarle cierta formación geológica aquí, alguna planta anormal allí, con la idea de crear ocasiones para descansar. Ella no quiso admitir su fatiga. Ya había sufrido bastantes humillaciones a lo largo del día.
La aventura de Narabal había sido un desastre para ella. Orgullosa, desafiadora, rebelde, llena de desprecio por los hábitos convencionales de Narabal, Thesme había arrastrado hasta la ciudad a su amante gayrog para hacer alarde de él ante los insulsos ciudadanos, y éstos no habían mostrado interés. ¿Eran tan estúpidos como para ni siquiera sospechar la verdad? ¿O habrían comprendido inmediatamente las pretensiones de Thesme, y estaban resueltos a no darle satisfacción? Fuera como fuese, Thesme se sentía ultrajada, humillada, derrotada… y muy ridícula. ¿Y la intolerancia que había creído ver entre la gente de Narabal? ¿Acaso los narabalenses no estaban amenazados por el influjo de los humanoides? Qué encantadores, qué amistosos habían sido con Vismaan. Quizá, pensó tristemente Thesme, los prejuicios están sólo en mi cabeza y he interpretado mal las observaciones de otras personas. Y en ese caso entregarse al gayrog habría sido estúpido, no habría servido para nada, no habría sido ningún insulto al decoro de Narabal, habría sido una acción sin finalidad alguna en la guerra particular que ella libraba contra los narabalenses. Sólo habría sido un incidente extraño y grotesco, una testarudez.
Ni ella ni el gayrog hablaron durante el lento y desagradable regreso a la jungla. Cuando llegaron a la choza, Vismaan se acomodó en el interior y Thesme fue de un lado a otro del claro, perdió el tiempo examinando trampas, arrancando bayas, arreglando cosas y olvidando qué había hecho con esas cosas.
Al cabo de un rato entró en la choza y habló con Vismaan.
—Creo que deberías irte.
—Perfectamente. Es hora de que siga mi camino.
—Puedes quedarte esta noche, claro. Pero por la mañana…
—¿Por qué no me voy ahora mismo?
—Pronto se hará de noche. Hoy has andado muchos kilómetros…
—No tengo deseo alguno de causarte problemas. Creo que me iré ahora.
Incluso en ese instante, a Thesme le fue imposible interpretar los sentimientos del gayrog. ¿Estaría sorprendido? ¿Herido? ¿Enfadado? Vismaan no reflejó emoción alguna. Tampoco hizo gestos de despedida, se limitó a dar media vuelta y ponerse a caminar resueltamente hacia el interior de la jungla. Thesme le observó con la garganta seca y el corazón latiendo con fuerza, hasta que Vismaan desapareció más allá de las lianas que pendían casi al nivel del suelo. Fue lo único que pudo hacer para evitar salir corriendo detrás de él. Pero después dejó de ver al gayrog, y la noche tropical no tardó en caer.
Thesme se preparó algo parecido a una cena, aunque apenas comió, sumida en sus pensamientos. Él está por ahí, sentado en la oscuridad, aguardando que amanezca. Ni siquiera se habían despedido. Ella podía haber hecho alguna broma, advertirle que no se acercara a los sijaniles. O él podía haberle agradecido todo lo que ella había hecho en su favor. Pero en vez de eso se había producido un vacío, un simple despido por parte de Thesme y una partida tranquila, sin quejas, por parte de Vismaan. Un ser de otro mundo, pensó Thesme, y con hábitos de otro mundo. Y sin embargo, cuando estuvieron juntos en la cama, y cuando él la tocó y la abrazó y la puso encima de él…
La noche fue larga y triste para Thesme. Se acurrucó en la cama de plumas de zanja tan toscamente preparada que en los últimos días había compartido con el gayrog, escuchó la lluvia nocturna que repiqueteaba en las enormes hojas azules del techo de la choza, y por primera vez desde su llegada a la jungla sintió el dolor de la soledad. Hasta entonces no había comprendido hasta qué punto valoraba la extravagante parodia de vida familiar que ella y el gayrog habían puesto en escena en la choza. Pero eso había terminado, y ella volvía a estar sola, quizás más sola que nunca, y mucho más alejada que antes de su anterior vida en Narabal. Y Vismaan estaba por ahí, en vela en la oscuridad, sin resguardo bajo la lluvia. Me he enamorado de un ser no humano, pensó, asombrada. Estoy enamorada de un ser escamoso que no pronuncia palabras de cariño, que apenas formula preguntas y que se va sin decir gracias o adiós. Thesme permaneció despierta durante varias horas, llorando de vez en cuando. Su cuerpo estaba tenso y agarrotado después de la caminata y las frustraciones de la jornada. Dobló las rodillas sobre sus senos y se quedó así mucho rato. Después puso las manos entre las piernas y se acarició, y finalmente hubo un instante de liberación, un jadeo, un suave gemido, y sueño.
Por la mañana se bañó, comprobó las trampas, preparó el desayuno y erró por las zonas familiares cercanas a la choza. No había rastro del gayrog. A mediodía su ánimo pareció levantarse, y la tarde fue casi jovial para ella. Sólo al caer la noche, la hora de su solitaria cena, empezó a sentir la tristeza que de nuevo se apoderaba de ella. Pero lo resistió. Se entretuvo con los cubos que había traído para Vismaan, y por fin el sueño la dominó. Y el día siguiente fue mejor, igual que el segundo, igual que el tercero.
Poco a poco la vida de Thesme recobró la normalidad. No vio rastro alguno del gayrog y Vismaan empezó a desaparecer en su mente. Conforme transcurrían las semanas en soledad, Thesme volvió a descubrir el gozo del aislamiento, o así le pareció, aunque había momentos extraños en los que se lanceaba con algún recuerdo de él, con algún recuerdo cortante y penoso: la visión de un bilantún en la espesura, el simanil con la rama rota, el gromwark que se tumbaba malhumorado al borde de la laguna… Y Thesme se dio cuenta de que continuaba echando de menos a Vismaan. Erró por la jungla describiendo círculos cada vez más amplios, sin acabar de saber por qué lo hacía, hasta que finalmente admitió para sus adentros que estaba buscando al gayrog.
Le costó otros tres meses encontrarlo. Empezó a ver indicios de colonización muy al sureste: un claro bien visible a dos o tres colinas de distancia, con algo similar a señales de recientes senderos que surgían de él. Y a su debido tiempo avanzó en esa dirección, atravesó un gran río hasta entonces desconocido para ella y llegó a una región de árboles talados tras la que había una granja de aspecto muy nuevo. Thesme recorrió furtivamente los alrededores y distinguió a un gayrog… Era Vismaan, Thesme estaba segura, labrando un campo de rica tierra negra. El miedo arrasó y dejó débil y tembloroso el cuerpo de Thesme. ¿No podía ser otro gayrog? No, no, no, Thesme estaba convencida de que era él, incluso imaginó que veía una ligera cojera. Se agachó para ocultarse, temerosa de acercarse a Vismaan. ¿Qué iba a decirle? ¿Cómo iba a justificar que hubiera hecho una caminata tan larga para verle, después de haberse apartado de su vida con tanta frialdad? Retrocedió en la maleza y estuvo a punto de irse. Pero entonces se envalentonó y gritó el nombre del gayrog.
Vismaan se detuvo y miró alrededor.
—¿Vismaan? ¡Aquí! ¡Soy Thesme!
Thesme tenía las mejillas ardiendo, el corazón le temblaba de un modo terrible. Durante un horroroso instante no le quedó duda de que estaba ante un gayrog desconocido, y las excusas por haberse entrometido ya saltaban hacia sus labios. Pero cuando el gayrog se acercó a ella, Thesme supo que no se había confundido.
—He visto el claro y pensaba que a lo mejor era tu granja —dijo, saliendo de la enmarañada maleza—. ¿Cómo te ha ido, Vismaan?
—Bastante bien. ¿Y a ti? Thesme se encogió de hombros.
—Voy tirando. Has hecho milagros aquí, Vismaan. Sólo han pasado unos meses y… ¡mira todo esto!
—Sí —dijo él—. Hemos trabajado duro.
—¿Hemos?
—Ahora tengo compañera. Ven, te la presentaré y te enseñaré nuestros logros.
Las tranquilas palabras de Vismaan helaron a Thesme. Quizá pretendían lograr precisamente ese efecto. En lugar de mostrar resentimiento o inquina por la forma en que Thesme le había apartado de su vida, Vismaan se vengaba de un modo más diabólico, mediante un comedimiento extremo, sin pasión alguna. Pero era más probable, pensó Thesme, que él no sintiera resentimiento y no tuviera necesidad de vengarse. La opinión del gayrog sobre lo ocurrido entre ambos debía ser totalmente distinta a la suya. No olvides que él no es un hombre, pensó Thesme.
Siguió al gayrog. Subieron una suave pendiente, cruzaron una acequia y bordearon un campo de pequeña extensión que obviamente estaba recién sembrado. En la cumbre de la colina, medio oculta por una frondosa huerta, había una casita hecha con madera de sijanil, no muy distinta de la choza de Thesme aunque de mayor tamaño y quizá más angulosa. Desde esa altura podía verse toda la granja, que ocupaba tres laderas de la colina. Thesme se asombró al observar la tarea hecha por Vismaan. Era imposible haber desbrozado tanto terreno, haber empezado a sembrar en sólo unos meses. Ella recordaba que los gayrogs no dormían, pero… ¿no tenían necesidad de descansar?
—¡Turnóme! —gritó Vismaan—. ¡Tenemos visita, Turnóme!
Thesme se esforzó en guardar calma. Ahora comprendía que había ido en busca del gayrog porque ya no deseaba estar sola. Se daba cuenta de que casi inconscientemente había forjado la fantasía de ayudar a Vismaan a levantar su granja, compartir su vida tanto como su cama, edificar una auténtica relación con él. Incluso durante un fugaz instante se había visto pasando unas vacaciones con él en el norte, visitando la hermosa Dulorn, conociendo a los compatriotas de Vismaan. Todo eso era una locura, y ella lo sabía, pero había sido una posibilidad tan cierta como alocada hasta el momento en que el gayrog le dijo que tenía una compañera. Thesme se esforzó en sosegarse, en mostrarse cordial y afectuosa, en evitar que salieran a relucir absurdas indirectas de rivalidad…
De la casita salió un gayrog casi tan alto como Vismaan, con el mismo caparazón de escamas, relucientes y perlinas, con idéntico cabello serpentino que se agitaba lentamente. Sólo había una clara diferencia entre ambos, pero ciertamente una diferencia muy curiosa, porque el pecho de la hembra estaba adornado por colgantes mamas tubulares, diez o quizá más, todas rematadas por un pezón de color verde oscuro. Thesme se estremeció. Vismaan afirmaba que los gayrogs eran mamíferos, y era imposible refutar la evidencia, pero el aspecto de reptil de la hembra quedaba simplemente realzado por aquellos pavorosos senos que le daban un aspecto, no de mamífero, sino de una criatura extrañamente híbrida e incomprensible. Thesme miró alternativamente a las dos criaturas con profundo desagrado.
—Le doy la bienvenida a esta casa —dijo la mujer gayrog, con aire solemne.
Thesme tartamudeó nuevos reconocimientos del trabajo que habían hecho en la granja. Sólo deseaba huir, pero era imposible hacerlo; ella había ido a visitar a sus vecinos de la jungla, y éstos insistían en observar las reglas de urbanidad. Vismaan la invitó a entrar en la casa. ¿Qué vendría después? ¿Una taza de té, un vaso de vino, zokas y mintuno a la brasa? En el interior de la casita apenas había nada aparte de una mesa, algunos cojines y, en el rincón más alejado de la puerta, un curioso recipiente tejido, de altas paredes y gran tamaño, apoyado en un trípode. Thesme lanzó una mirada al extraño objeto y apartó los ojos rápidamente mientras pensaba, sin saber por qué, que era incorrecto mostrar curiosidad por el recipiente. Pero Vismaan la cogió por el codo y dijo:
—Te lo enseñaremos. Acércate y mira.
Thesme obedeció. Era una incubadora. En un nido de musgo había once o doce huevos redondos y correosos, de color verde brillante con grandes manchas rojas.
—Nuestro primogénito saldrá antes de un mes —dijo Vismaan.
Thesme se vio barrida por una ola de mareo. Esa revelación del verdadero carácter no humano de los gayrogs la asombró más que cualquier otro detalle, más que la helada mirada de los ojos que nunca parpadeaban de Vismaan, más que la agitación del cabello, más que el contacto de la piel del gayrog con su cuerpo desnudo o la repentina sensación de que él estaba moviéndose dentro de ella. ¡Huevos! ¡Una carnada! ¡Y Turnóme ya rebosaba de leche para alimentar a las crías! Thesme tuvo la visión de diez diminutos lagartos aferrados a los numerosos pechos de la hembra, y el horror la paralizó. Permaneció inmóvil, sin respirar, durante un interminable momento, y luego dio media vuelta y salió disparada. Bajó corriendo la ladera de la colina, cruzó la acequia, atravesó justo por el centro, cosa que comprendió demasiado tarde, el campo recién sembrado y se adentró en la húmeda y nebulosa jungla.
No sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando Vismaan apareció en la puerta de su choza. El tiempo había pasado en un confuso flujo de comida, cama, lloros y temblores, y quizás había sido un día, tal vez dos, quizás una semana… y allí estaba él, asomando cabeza y hombros en el interior de la choza y pronunciando el nombre de Thesme.
—¿Qué quieres? —preguntó Thesme, sin levantarse.
—Hablar. Hay cosas que deseaba explicarte. ¿Por qué te fuiste de repente?
—¿Tiene importancia?
Vismaan se agachó junto a ella. La mano del gayrog se apoyó suavemente en el hombro de la mujer.
—Thesme, debo excusarme contigo.
—¿Por qué?
—Cuando me fui de aquí, no te di las gracias por todo lo que hiciste por mí. Mi compañera y yo discutimos por qué te habías ido corriendo, y ella dijo que tú estabas enfadada conmigo, pero yo no comprendía por qué. Ella y yo examinamos las posibles razones, y cuando expliqué cómo nos separamos tú y yo, Turnóme me preguntó si te había dicho que estaba agradecido por tu ayuda. Y yo contesté que no, que no te había dado las gracias, que no sabía que se hacían esas cosas. Por eso he venido a verte. Perdóname por mi rudeza, Thesme. Por mi ignorancia.
—Te perdono —dijo ella con voz apagada—. ¿Querrás irte ahora mismo?
—Mírame, Thesme.
—Preferiría no hacerlo.
—Por favor. Mírame. —Vismaan le dio un golpecito en el hombro.
Thesme le miró, malhumorada.
—Tienes los ojos hinchados —dijo el gayrog.
—He debido comer algo que no me ha sentado bien.
—Sigues enfadada. ¿Por qué? Te he rogado que comprendas que no tuve intención de comportarme corno un grosero. Los gayrogs no expresan gratitud como los humanos. Pero quiero hacerlo ahora. Tú me salvaste la vida, así lo creo. Fuiste muy amable. Siempre recordaré lo que hiciste por mí cuando estaba herido. Fue un error no haberte dicho esto antes.
—Y fue un error que yo te echara de mi casa de aquella forma —dijo Thesme en voz baja—. Pero no me pidas que te explique por qué lo hice. Es muy complicado. Te perdonaré por no haberme dado las gracias si tú me perdonas por la forma en que te obligué a marchar.
—Ese perdón no era preciso. Mi pierna había curado. Era el momento de irme, tal como indiqué. Seguí mi camino y encontré las tierras que necesitaba para mi granja.
—Así de sencillo.
—Sí. Naturalmente.
Thesme se levantó y miró fijamente a Vismaan.
—Vismaan, ¿por qué tuviste relaciones sexuales conmigo?
—Porque creí que era tu deseo.
—¿Eso es todo?
—No eras feliz y parecía que no deseabas dormir sola. Confié en que eso sería un consuelo para ti. Intenté mostrarme amistoso, compasivo.
—Oh. Entiendo.
—Creo que esas relaciones fueron placenteras para ti —dijo Vismaan.
—Sí. Sí. Fueron placenteras para mí. Pero… ¿Debo entender que tú no me deseabas?
La lengua del gayrog se movió rápidamente, un gesto que Thesme interpretó como el equivalente de un fruncimiento de ceño tras recibir una sorpresa.
—Claro que no —dijo Vismaan—. Eres humana. ¿Cómo puedo sentir deseo por una humana? Eres tan distinta a mí, Thesme. En Majipur los de mi raza reciben el nombre de «seres de otro mundo», pero para mí sois vosotros los «seres de otro mundo». ¿Lo comprendes?
—Creo que sí. Sí.
—Pero me encariñé contigo. Deseaba tu felicidad. En ese sentido, te deseaba. ¿Comprendes? Y siempre seré tu amigo. Espero que vengas a visitarnos, y que compartas la generosidad de nuestra granja. ¿Lo harás, Thesme?
—Yo… sí, sí, lo haré.
—Magnífico. Voy a irme. Pero antes…
Con gravedad, con inmensa dignidad, Vismaan atrajo hacia sí a Thesme y la envolvió en sus fuertes brazos. La mujer sintió de nuevo la extraña tersura, la rigidez de aquella piel. Y una vez más, la menuda lengua escarlata se paseó por sus párpados en un bífido beso. El gayrog la abrazó durante largos instantes.
—Siento gran cariño por ti, Thesme —dijo Vismaan en cuanto la soltó—. Nunca te olvidaré.
—Ni yo a ti.
Thesme se quedó en la entrada de la choza, observando al gayrog hasta que se perdió más allá de la laguna. Una sensación de calma, de paz y calidez había inundado su espíritu. Dudaba que alguna vez visitara a Vismaan, Turnóme y la camada de lagartillos, pero no había problema. Vismaan lo comprendería. Todo iba bien. Thesme empezó a recoger sus pertenencias y a ponerlas en la mochila. Apenas era mediodía, había tiempo suficiente para ir a Narabal.
Llegó a la ciudad poco después de las lluvias de la tarde. Había transcurrido más de un año desde su partida, y muchos meses desde la última visita. Y Thesme se sorprendió al observar los cambios. El lugar tenía el bullicio típico de una población en rápido desarrollo, nuevos edificios se alzaban por todas partes, había barcos en el Canal y las calles estaban llenas de tráfico. Y la ciudad parecía invadida por seres de otros planetas: centenares de gayrogs y otras razas, las criaturas verrugosas que Thesme suponía eran yorts, enormes skandars con hombros dobles, todo un circo de extraños seres dedicados a sus tareas y considerados como algo normal por los ciudadanos humanos. Thesme se abrió paso hasta la casa de su madre no sin ciertas dificultades. Allí estaban dos de sus hermanas, y su hermano Dalkhan. Los tres la miraron fijamente, sorprendidos y con expresión de temor.
—He vuelto —dijo Thesme—. Sé que parezco un animal salvaje, pero con el pelo arreglado y una túnica nueva volveré a ser una mujer.
Pocas semanas más tarde se fue a vivir con Ruskelorn. Thesme pensó confesar a su esposo que ella y el gayrog habían sido amantes, pero tuvo miedo de hacerlo, y terminó creyendo que carecía de importancia mencionar esa historia. Finalmente lo hizo, diez o doce años más tarde, después de cenar bilantún asado en uno de los elegantes y flamantes restaurantes del barrio gayrog de la ciudad. Había bebido muchos vasos del fuerte vino dorado del norte y no pudo resistir la presión de los viejos recuerdos.
—¿Sospechabas algo así? —dijo en cuanto terminó de explicar los hechos.
|Y Ruskelorn contestó:
—Lo supe entonces, cuando te vi con él en la calle. Pero, ¿qué importancia podía tener?