IV LAS EXPLICACIONES DE CALINTANE

Hissune está abatido durante varios días después. Él sabe, claro está, que el viaje fracasó: ningún barco ha cruzado el Gran Océano y ningún barco lo conseguirá jamás, porque la idea es absurda y su realización seguramente imposible. Pero fracasar de ese modo, ir tan lejos y luego regresar, no por cobardía, enfermedades o hambre sino por pura desesperación moral… A Hissune le cuesta comprenderlo. Él nunca habría retrocedido. En el transcurso de los quince años de su vida siempre había avanzado hacia lo que percibía como su meta, y las personas que dudaban mientras recorrían sus sendas le parecían perezosas y débiles. Pero, claro, él no es Sinnabor Lavon; y tampoco él ha matado a nadie. Una hazaña violenta como ésa puede hacer temblar el alma de cualquiera. Por Sinnabor Lavon siente cierto desprecio, y bastante pena, y luego cuando profundiza en la consideración del hombre, cuando lo juzga desde dentro, algo parecido a admiración reemplaza al desprecio, porque Hissune comprende que el capitán Lavon no fue un ser apocado sino, de hecho, una persona de enorme fuerza moral. Se trata de un hallazgo sorprendente, y la depresión de Hissune desaparece en el instante en que el muchacho se da cuenta. Mi educación, piensa, prosigue.

A pesar de todo, él ha recurrido a las memorias de Sinnabor Lavon en busca de aventura y diversión, no para filosofar con tanta seriedad. No ha encontrado lo que buscaba. Pero pocos años después de ese viaje, Hissune lo sabe, se produjo un hecho en el mismo Laberinto que divirtió enormemente a todo el mundo, y al cabo de más de seis mil años ese hecho todavía retumba en la historia como una de las mayores extrañezas que Majipur ha visto. Cuando sus obligaciones se lo permiten, Hissune aprovecha la oportunidad para hacer un poco de investigación histórica. Y regresa al Registro de Almas para entrar en la mente de cierto joven secretario de la corte de Arioc, Pontífice de extravagante reputación.


En la mañana posterior al momento en que la crisis alcanzó su clímax y ocurrieron los definitivos disparates, una extraña quietud se posesionó del Laberinto de Majipur, como si la sorpresa impidiera hablar a todo el mundo. El impacto de los extraordinarios incidentes del día anterior estaba empezando a hacerse notar, aunque las personas que los habían presenciado aún no acababan de creerlos. La totalidad de ministerios permaneció cerrada, por orden del nuevo Pontífice. Los burócratas, tanto los importantes como los secundarios, habían padecido extremas tensiones por causa del reciente cataclismo, y se les concedió libertad para vencerlas durmiendo, mientras el nuevo Pontífice y la Nueva Corona —ambos aturdidos por la imprevista obtención del cargo real que los había golpeado con la fuerza del trueno— se retiraban a cámaras privadas para contemplar sus asombrosas transformaciones. Y ello ofreció a Calintane la compensación de poder ver a su amada Silimoor. Con aprensión —porque el mes entero la había tratado mezquinamente, y ella no era la clase de persona que olvida con facilidad— Calintane le envió una nota que decía: Sé que soy culpable de vergonzosa negligencia, pero quizás ahora empieces a comprender. Ven a verme a la hora de comer en la cafetería que hay junto a la Mansión de los Globos y te lo explicaré todo.

Silimoor se enfadaba con rapidez incluso en el mejor de los casos. Prácticamente ése era su único defecto pero un defecto grave, y Calintane temía la ira de la mujer. Eran amigos desde hacía un año, y estaban casi prometidos en matrimonio. Los secretarios veteranos de la corte pontificia estaban de acuerdo en que Calintane había elegido un buen partido. Silimoor era encantadora e inteligente, bien informada en asuntos políticos, y de buena familia, con tres coronas entre sus antepasados, entre ellos nada menos que el mítico lord Stiamot. Era obvio que sería la pareja ideal para un joven destinado a ocupar altos cargos. Aunque todavía a cierta distancia de los treinta, Calintane ya había llegado al borde externo del círculo íntimo que rodeaba al Pontífice, y se le habían encomendado responsabilidades que excedían las propias de su edad. En realidad, esas mismas responsabilidades le habían impedido en los últimos tiempos ver, o incluso hablar largamente con Silimoor. Por eso esperaba que Silimoor le regañara, y por eso confiaba sin excesiva convicción en que ella acabara perdonándole.

Durante la última noche en vela Calintane había ensayado en su fatigada mente un largo discurso justificativo que empezaba así. «Como ya sabes, estas últimas semanas he estado preocupado por urgentes asuntos de estado, muy delicados para discutirlos detalladamente contigo, y por eso…» Y mientras ascendía los niveles del Laberinto en dirección a la Mansión de los Globos para acudir a su cita con Silimoor, Calintane continuó dando vueltas a las frases. El espectral silencio del Laberinto esa mañana le hizo sentirse mucho más nervioso. Los niveles inferiores, donde se encontraban las oficinas gubernamentales, parecían estar totalmente desiertos, y más arriba vio escasas personas, reunidas en apretados grupos en los rincones más oscuros, que susurraban y murmuraban como si se hubiera producido un golpe de estado, cosa que en cierto sentido no estaba muy lejos de la realidad. Todo el mundo le miró. Algunos le señalaron con el dedo. Calintane se preguntó cómo era posible que supieran que él era secretario del Pontífice, hasta que recordó que aún llevaba puesta la máscara del cargo. De todas formas no se la quitó, conservándola a modo de protección contra la deslumbrante luz artificial, tan dolorosa para sus afligidos ojos. Hoy el Laberinto resultaba sofocante y opresivo. Calintane anheló la huida de las sombrías profundidades subterráneas, niveles y más niveles de grandes cámaras en espiral que se retorcían continuamente. En una sola noche el lugar se había vuelto detestable para él.

Salió del elevador en el nivel de la Mansión de los Globos y cruzó en diagonal la intrincada inmensidad, decorada con miles de esferas misteriosamente suspendidas, hasta llegar a la pequeña cafetería situada en la parte opuesta. Era mediodía en el momento en que entró. Silimoor ya estaba allí —Calintane ya lo esperaba; Ella usaba la puntualidad para expresar disgusto—, en una mesita junto a la pared trasera de pulido ónice. La mujer se levantó y no le ofreció los labios sino la mano derecha, otro detalle esperado por Calintane. La sonrisa de Silimoor era precisa y fría. Exhausto como estaba, la belleza de su amada le pareció excesiva: el corto pelo rubio peinado en forma de corona, los centelleantes ojos verde turquesa, los carnosos labios y los salientes pómulos, una elegancia penosamente soportable en esos momentos.

—Te he echado de menos —dijo él con voz ronca.

—Claro. Una separación tan larga… debe haber sido una carga terrible…

—Como ya sabes, estas últimas semanas he estado preocupado por urgentes asuntos de estado, muy delicados para discutirlos detalladamente contigo, y por eso…

Las palabras sonaban increíblemente estúpidas incluso en sus propios oídos. Fue un alivio que ella le interrumpiera con su suave voz.

—Hay tiempo para todo eso, cariño. ¿Pedimos vino?

—Por favor. Sí.

Silimoor hizo una señal. Un uniformado camarero, un yort de aspecto arrogante, se acercó para tomar nota y se fue a grandes zancadas.

—¿No piensas quitarte la máscara? —dijo Silimoor.

—Ah. Perdona. Han sido unos días tan revueltos…

Calintane se quitó la tira de color amarillo limón que cubría su nariz y sus ojos y le distinguía como secretario del Pontífice. La expresión de Silimoor varió al ver claramente a Calintane por primera vez; el aspecto de furia y serena presunción fue debilitándose, y en su rostro apareció algo similar a preocupación.

—Tienes los ojos inyectados de sangre… las mejillas pálidas y hundidas…

—No he dormido nada. Ha sido una noche de locura.

—Pobre Calintane.

—¿Crees que he estado alejado de ti porque deseaba hacerlo? Me han cogido en medio de este disparate, Silimoor.

—Lo sé. Veo que la tensión ha sido horrible.

Calintane comprendió de pronto que ella no estaba burlándose, que su pena era genuina, que en realidad las cosas iban a ser más fáciles de lo que él imaginaba.

—El problema de ser ambicioso —dijo Calintane— es que te ves envuelto en asuntos que escapan a tu dominio, y no tienes más alternativa que dejarte llevar. ¿Sabes qué hizo ayer el Pontífice Arioc?

Silimoor contuvo la risa.

—Sí, claro. Bueno, he oído los rumores. Como todo el mundo. ¿Es cierto? ¿Sucedió realmente?

—Por desgracia, sí.

—¡Maravilloso, perfectamente maravilloso! Pero una cosa así pone el mundo al revés, ¿verdad? ¿Te afecta eso de alguna forma desagradable?

—Nos afecta a ti, a mí, a todo el mundo —dijo Calintane, con un gesto que abarcaba más allá de la Mansión de los Globos, más allá del mismo Laberinto, que incluía todo el planeta alrededor de las claustrofóbicas profundidades de aquél, desde la impresionante cima del Monte del Castillo hasta las distantes ciudades del continente occidental—. Nos afecta a todos hasta un punto que todavía soy incapaz de comprender. Pero te explicaré la historia desde el principio…


Tal vez no sepas que el Pontífice Arioc estaba comportándose de un modo muy extraño desde hace varios meses. Supongo que en las tensiones que sufren los altos cargos hay algo que acaba por volver loca a la gente. O quizás hay que estar parcialmente loco, como mínimo, para aspirar a un alto cargo. Pero ya sabes que Arioc fue Corona durante trece años en el pontificado de Dizimaule, y que ha sido Pontífice otros doce años, y son muchos años detentando esa clase de poder. En especial cuando se vive en el Laberinto. De vez en cuando el Pontífice debe añorar el mundo externo, supongo… Notar las brisas del Monte del Castillo, cazar gihornas en Zimroel o nadar en algún río de verdad… Y en este dédalo se encuentra varios kilómetros bajo tierra, presidiendo rituales y dando órdenes a los burócratas hasta el final de sus días. Una vez, hace un año, Arioc se refirió de improviso a su deseo de hacer una gran procesión por Majipur. Yo estaba de servicio en la corte aquel día, junto con el duque Guadeloom. El Pontífice pidió mapas y planeó un viaje río abajo hasta Alaisor, una peregrinación a la Isla del Sueño para visitar a la Dama en el Templo Interior, luego un recorrido por Zimroel, con paradas en Piliplok, Ni-moya, Pidruid, Narabal… en fin, todo el mundo, un viaje que al menos duraría cinco años. Guadeloom me miró, divertido, y de un modo muy diplomático indicó a Arioc que la gran procesión la hace la Corona, no el Pontífice, y que lord Struin había terminado una hacía un par de años.

—¿Debo entender que se trata de algo prohibido para mí?—preguntó el Pontífice.

—No exactamente prohibido, vuestra majestad, pero la costumbre dicta…

—¿Que yo siga estando prisionero en el Laberinto?

—Prisionero no, ni mucho menos, vuestra majestad, pero…

—Pero será muy raro, si no imposible, que me aventure en el mundo exterior. ¿No es eso?

Y así sucesivamente. Debo decir que mis simpatías estaban del lado de Arioc. Pero recuerda que yo no soy, como eres tú, nativo del Laberinto. Sólo soy un hombre cuyas obligaciones lo han traído aquí, y a veces la vida subterránea me parece un poco anormal. De cualquier forma, Guadeloom convenció a su majestad de que una gran procesión no venía al caso. Pero vi inquietud en los ojos del Pontífice.

Lo siguiente que sucedió fue que su majestad se escabullía por las noches para vagar a solas por el Laberinto. Nadie sabe cuántas veces lo hizo antes de que lo averiguáramos, pero empezamos a oír extraños rumores sobre un personaje enmascarado muy parecido al Pontífice que había sido visto a primeras horas de la madrugada moviéndose furtivamente por la Mansión de las Pirámides o el Corredor de los Vientos. Consideramos absurdos los rumores, hasta que una noche un lacayo del dormitorio real creyó que el Pontífice tocaba el timbre para pedir algo. Entró y encontró vacío el dormitorio. Creo que te acordarás de esa noche, Silimoor, porque estábamos pasándola juntos y un servidor de Guadeloom me encontró y me obligó a salir, afirmando que se había convocado una reunión urgente de altos consejeros y que se requería mi presencia. Tú te enfadaste mucho… te pusiste furiosa, diría yo. Naturalmente el objeto de la reunión era la desaparición del Pontífice, aunque más tarde ocultamos la verdad argumentando que se trataba de una discusión sobre la gran marea que había devastado gran parte de Stoienzar.

Encontramos a Arioc dos horas después de medianoche. Se hallaba en la Arena… ya sabes, ese absurdo lugar vacío que el Pontífice Dizimaule construyó en uno de sus instantes más alocados. Arioc estaba sentado con las piernas cruzadas en la parte más alejada, tocando un zutibar y cantando ante un auditorio de cinco o seis chiquillos andrajosos. Le llevamos a la corte. Pocas semanas después logró salir otra vez y llegar nada menos que a la Mansión de las Columnas. Guadeloom discutió con él. Arioc insistió en que era importante que un monarca visitara a su pueblo y oyera las quejas de éste, y citó precedentes tan antiguos como los reyes de Vieja Tierra. Guadeloom puso guardias en los recintos reales, con el pretexto de evitar la presencia de posibles asesinos… pero ¿quién iba a asesinar a un Pontífice? Los guardias estaban allí para que Arioc no saliera. Mas el Pontífice, aunque excéntrico, dista mucho de ser estúpido, y a pesar de los guardias se escapó otras dos veces en los meses siguientes. El problema era crítico. ¿Y si desaparecía una semana entera? ¿Y si salía del Laberinto para dar un paseo por el desierto?

—Puesto que no podemos evitar que salga —dije a Guadeloom—, ¿por qué no le buscamos un compañero, alguien que le acompañe en sus aventuras y que al mismo tiempo se preocupe de que no sufra ningún daño?

—Excelente idea —replicó el duque—. Y le designo a usted para ese puesto. El Pontífice le tiene cariño, Calintane. Y usted es joven y ágil, podrá sacar al Pontífice de cualquier dificultad en que se meta.

Eso fue hace seis semanas, Silimoor. Seguramente recordarás que yo dejé de pasar las noches contigo en esa época, pretextando nuevas responsabilidades en la corte, y así empezó nuestra separación. No podía explicarte qué obligaciones ocupaban mis noches, y sólo podía confiar en que tú no sospecharas que yo entregaba mi afecto a otra mujer. Pero ahora puedo revelarte que me vi forzado a alojarme cerca del dormitorio del Pontífice para atenderle todas las noches. Empecé a dormir durante el día, cuando podía. Y mediante diversas estratagemas me convertí en compañero de Arioc durante sus paseos nocturnos.

Fue un trabajo agotador. En realidad yo era el custodio del Pontífice, y ambos lo sabíamos, pero tuve que preocuparme de no subrayar la verdad imponiéndole indebidamente mi voluntad. No obstante tuve que protegerle de malas compañías y excursiones arriesgadas. Existen bellacos, camorristas, exaltados; ninguno causaría daño deliberado al Pontífice, pero era muy fácil que su majestad se encontrara por accidente en medio de una pelea. En mis raros momentos de sueño busqué la orientación de la Dama de la Isla (que ojalá descanse en el regazo del Divino) y ella me respondió en un bendito envío, y me dijo que debía hacerme amigo del Pontífice si no pretendía ser su carcelero. ¡Qué afortunados somos teniendo el consejo de una madre tan dulce en nuestros sueños! Y de ese modo me atreví a ser yo el que iniciara no pocas aventuras de Arioc.

—Vamos, salgamos esta noche —le dije una vez, y Guadeloom se habría quedado sin sangre en las venas si se hubiera enterado.

Mi idea era llevar al Pontífice a los niveles públicos del Laberinto, pasar una noche en tabernas y mercados. Disfrazados, claro está, sin posibilidad de que nos reconocieran. Lo conduje por misteriosos callejones donde vivían jugadores, pero jugadores que yo conocía, gente que no representaba amenaza. Y yo, en la noche más temeraria, guié al Pontífice al otro lado de los muros del mismo Laberinto. Sabía que ése era el mayor deseo de Arioc, y que incluso él temía realizarlo, y por ello propuse la idea como secreto presente. Utilizamos el pasadizo real que asciende hasta salir a la Boca de las Aguas. Estuvimos tan cerca del Río Glayge que pudimos sentir el frío viento que sopla procedente del Monte del Castillo, y contemplamos las relucientes estrellas.

—No había salido de aquí desde hace seis años —dijo el Pontífice.

Él estaba temblando y creo que lloraba en su interior. Y yo, que tampoco había visto las estrellas desde hacía tiempo, estaba casi tan profundamente conmovido. Él señaló varias estrellas, y dijo que aquélla era la del mundo de donde procedían los gayrogs, y aquélla la de los yorts, y otra, un insignificante punto luminoso, nada menos que el sol de Vieja Tierra. Yo lo dudé, porque en la escuela me habían enseñado otra cosa, pero él estaba tan gozoso que no me atrevía a contradecirle. Y él me miró, me cogió del brazo y me dijo en voz baja:

—Calintane, soy el gobernante supremo de este mundo colosal, y no soy nada, sólo un esclavo, un prisionero. Daría cualquier cosa para huir de este Laberinto y pasar mis últimos días en libertad bajo las estrellas.

—Entonces, ¿por qué no abdica? —sugerí, asombrado por mi audacia. Arioc sonrió.

—Sería una cobardía. Soy el elegido del Divino, ¿cómo puedo rechazar esa carga? Estoy destinado a ser un Poder de Majipur hasta el final de mis días. Pero debe existir alguna forma honrosa de liberarme de esta miseria subterránea.

Y comprendí que el Pontífice no estaba loco, que no era un hombre travieso o caprichoso, que simplemente ansiaba ver la noche, las montañas, las lunas, los árboles y los ríos del mundo que se había visto forzado a abandonar al aceptar la responsabilidad del gobierno.

Después, hace dos semanas, llegó la noticia de que la Dama de la Isla, madre de lord Struin y de todos nosotros, estaba enferma y era improbable que se recuperara. Era una crisis anormal que creaba importantes problemas constitucionales, porque naturalmente la Dama es un Poder de igual rango que Pontífice y Corona, y es imposible reemplazarla de cualquier modo. Lord Struin, según se dijo, había salido del Monte del Castillo para conferenciar con el Pontífice, antes del viaje a la Isla del Sueño, ya que no podía llegar a tiempo de despedirse de su madre. Mientras tanto el duque Guadeloom, supremo portavoz del pontificado y presidente de la corte, compiló una lista de candidatas para el puesto, para compararla con la lista de lord Struin y comprobar si algún nombre aparecía en ambas. El consejo del Pontífice Arioc era preciso en el asunto, y pensamos que, dado su actual estado nervioso, le beneficiaría un mayor compromiso en problemas imperiales. Al menos en sentido técnico, la moribunda Dama era su esposa, porque de acuerdo con las formalidades de la ley de sucesión el Pontífice había adoptado a lord Struin como hijo al elegirle como Corona. Como es lógico la Dama tenía un esposo legal en algún lugar del Monte del Castillo, pero tú ya conoces las cuestiones legales de la práctica, ¿no es cierto? Guadeloom informó al Pontífice de la inminente muerte de la Dama y se inició una serie de conferencias gubernamentales. Yo no tomé parte en ellas, ya que no me corresponde ese nivel de autoridad y responsabilidad.

Me temo que supusimos que la gravedad de la situación llevaría a Arioc a mostrar una conducta menos errática, y al menos de un modo inconsciente redujimos la vigilancia. La misma noche que llegó al Laberinto la noticia del fallecimiento de la Dama, el Pontífice hizo una escapada él solo por primera vez desde que me nombraron su vigilante. Eludió a los guardias, a mí, a los criados… Salió a las interminables e intrincadas complejidades del Laberinto, y nadie sabía dónde estaba. Estuvimos buscándole esa noche y durante buena parte del día siguiente. Yo estaba dominado por el terror, por lo que pudiera ser del Pontífice y de mi carrera. En el colmo de la aprensión mandé gente a las siete entradas del Laberinto para que buscaran en el desolado y tórrido desierto. Visité los cubiles a donde había llevado a Arioc. Y personal de Guadeloom merodeó por lugares desconocidos para mí. Mientras tanto nos esforzamos en evitar que el populacho supiera que el Pontífice había desaparecido. Creo que lo logramos.

Encontramos a su majestad a las doce del día posterior a su desaparición. Se hallaba en una vivienda del distrito denominado Dientes de Stiamot en el primer anillo del Laberinto, e iba disfrazado con prendas de mujer. Tal vez no le habríamos encontrado nunca si no hubiera sido por una reyerta a causa de una cuenta no pagada, cosa que llevó al lugar a varios agentes. Puesto que el Pontífice no se identificó satisfactoriamente, y como oyeron una voz masculina en boca de una supuesta mujer, los agentes tuvieron la sensatez de llamarme, y yo me apresuré a ponerle bajo mi custodia. El Pontífice tenía un aspecto pasmosamente extraño con la ropa y los brazaletes que llevaba, pero me saludó llamándome por mi nombre, muy sereno. Actuó con total compostura y racionalidad, y me dijo que esperaba no haberme causado grandes inconvenientes.

Yo creía que Guadeloom iba a degradarme. Pero el duque se mostró indulgente, o quizá fue que estaba inmerso en el otro problema y no podía preocuparse de mi descuido, porque no se refirió al hecho de que yo había dejado salir al Pontífice de su dormitorio.

—Lord Struin ha llegado esta mañana —me explicó Guadeloom, que parecía estar atormentado y muy cansado—. Naturalmente quería reunirse enseguida con el Pontífice, pero le dijimos que Arioc dormía y que no era sensato molestarlo… todo esto mientras la mitad del personal intentaba encontrarlo. Me apena mentir a la Corona, Calintane.

—En estos momentos el Pontífice está ciertamente dormido en sus habitaciones —dije yo.

—Sí. Sí. Y ahí permanecerá, creo.

—Haré todos los esfuerzos precisos para que así sea.

—No me refiero a eso —dijo Guadeloom—. El Pontífice Arioc ha perdido la razón, de eso no hay duda. Arrastrarse por las canalejas, merodear de noche por la ciudad, ataviarse con galas femeninas… eso supera la mera excentricidad, Calintane. En cuanto nos saquemos de encima el asunto de la nueva Dama, propondré que su majestad permanezca confinado en sus habitaciones de modo permanente bajo vigilancia (para protegerlo, Calintane, para protegerlo) y que las tareas pontificias pasen a una regencia. Existen precedentes. Los he revisado. Cuando era Pontífice, Barhold enfermó de malaria y ello afectó su cordura, y…

—Señor —dije yo—. No creo que el Pontífice esté loco.

Guadeloom frunció el ceño.

—¿De qué otro modo caracterizaría a una persona que hace lo que el Pontífice ha hecho?

—Se trata de los actos de un hombre que ha sido rey durante largo tiempo, y cuya alma se rebela contra lo que tiene que seguir soportando. Pero he llegado a conocerlo muy bien, y me atrevo a decir que lo que expresa en estas escapadas es tormento del alma, y no algún tipo de locura.

Fue una respuesta convincente y, aunque está mal que yo lo diga, intrépida, porque soy un consejero joven y Guadeloom era en ese momento el tercer personaje más poderoso del reino, detrás de Arioc y lord Struin. Pero llega un momento en que hay que dejar de lado la diplomacia, la ambición y la astucia, y decir simplemente la pura verdad. Y la idea de confinar al desgraciado Pontífice como si fuera un lunático vulgar, cuando ya ha sufrido mucho con su confinamiento en el Laberinto, me horrorizaba. Guadeloom guardó silencio largo rato y supongo que yo debí tener miedo ante la posibilidad de que me expulsaran del servicio o simplemente me enviaran a los archivos para pasar el resto de mi vida removiendo documentos. Pero yo estaba tranquilo, totalmente tranquilo, mientras aguardaba la respuesta del duque.

Entonces llamaron a la puerta: era un mensajero que traía una nota sellada con el gran estallido estelar, el sello particular de la Corona. El duque Guadeloom rasgó el sobre y leyó el mensaje. Lo leyó por segunda vez, luego por tercera, y yo nunca había visto una expresión de incredulidad y horror como la que apareció entonces en el rostro del duque. Le temblaban las manos, sus mejillas no tenían color.

Me miró y, con voz apagada, me dijo:

—Esto lo manda la Corona de su puño y letra, me informa que el Pontífice ha salido de sus aposentos y ha ido al Paraje de las Máscaras, donde ha promulgado un decreto tan desconcertante que soy incapaz de pronunciar las palabras con mis propios labios. —Me entregó la nota—. Vamos, debemos ir enseguida al Paraje de las Máscaras.

Echó a correr, y yo detrás de él, mientras hacía desesperados esfuerzos por leer la nota. Pero la escritura de lord Struin es irregular y difícil de leer, Guadeloom corría a fenomenal velocidad, los pasillos tenían muchos recodos y el camino estaba muy poco iluminado. De modo que sólo conseguí leer diversos fragmentos del contenido, algo sobre una proclama, la designación de una nueva Dama, una abdicación. ¿Quién abdicaba si no era el Pontífice Arioc? Sin embargo, él me había dicho que sería una cobardía dar la espalda al destino que le había elegido como Poder del reino.

Llegué sin aliento al Paraje de las Máscaras, una zona del Laberinto que me resulta inquietante en el mejor de los casos, porque las grandes caras de ojos rasgados que se alzan sobre esas relucientes peanas de mármol me parecen personajes de pesadilla. Las pisadas de Guadeloom resonaban en el suelo de piedra, y las mías producían un doble ruido a bastante distancia detrás del duque, porque si bien éste doblaba mi edad, estaba corriendo como un demonio. Delante oí gritos, risas, aplausos. Y luego vi un grupo de ciento cincuenta ciudadanos, entre los que reconocí a varios importantes ministros del pontificado. Guadeloom y yo nos metimos en el grupo sin dejar de correr y sólo nos detuvimos al ver varias personas con el uniforme verde y dorado del servicio de la Corona, y luego a la misma Corona. Lord Struin estaba furioso y confuso al mismo tiempo, un hombre que ha sufrido una conmoción.

—Es imposible detenerlo —dijo roncamente la Corona—. Va de sitio en sitio, repitiendo su proclama. ¡Presten atención, va a empezar otra vez!

Vi al Pontífice Arioc delante del grupo, a hombros de un colosal criado skandar. Su majestad iba vestido con sueltas vestiduras blancas de estilo femenino, con espléndidos brocados en las orillas, y en su pecho había una joya color rojo brillante de maravillosa intensidad y refulgencia.

—¡Puesto que hay una vacante en los Poderes de Majipur!—gritó el Pontífice con una voz maravillosamente robusta—. ¡Y puesto que es necesario una nueva Dama de la Isla del Sueño! ¡Sea nombrada de inmediato! ¡Para que ella pueda dar auxilio a las almas del pueblo! ¡Apareciendo en los sueños de éste para ofrecer ayuda y solaz! ¡Y! ¡Puesto que es mi deseo más ansiado! ¡Renunciar a la carga del pontificado que he soportado estos doce años!

»¡Por todo ello!

»¡Yo! ¡Usando los supremos poderes que están a mi alcance! ¡Proclamo que a partir de ahora se me reconozca como miembro del sexo femenino! ¡Y en mi calidad de Pontífice nombro Dama de la Isla a la mujer Arioc, hasta ahora hombre!

—Locura —murmuró el duque Guadeloom.

—Es la tercera vez que lo oigo, y todavía no puedo creerlo —dijo la Corona, lord Struin.

—…¡Y por la presente proclama abdico al mismo tiempo de mi trono pontificio! ¡Y llamo a los moradores del Laberinto! ¡A preparar una carroza para la Dama Arioc! ¡Para transportarla al puerto de Stoien! ¡Y de ahí a la Isla del Sueño para que pueda enviar consuelos a todos vosotros!

Y en ese instante la mirada de Arioc se topó con la mía, y sus ojos observaron los míos. El Pontífice tenía las mejillas rojas de excitación y en su frente brillaba el sudor. Me reconoció, yo sonreí, y él hizo un guiño, un inconfundible guiño de gozo, un guiño de triunfo. Luego se alejó de mi vista.

—Hay que poner fin a esto —dijo Guadeloom.

Lord Struin sacudió la cabeza.

—¡Escuche los vítores! La gente está encantada. El gentío aumenta mientras el Pontífice va de nivel en nivel. Lo llevarán arriba, saldrá por la Boca de las Hojas y partirá hacia Stoien antes de que el día termine.

—Usted es la Corona —dijo Guadeloom—. ¿No puede hacer nada?

—¿Decidir en contra del Pontífice, a cuyo mando he jurado servir? ¿Cometer traición ante cientos de testigos? No, no, no, Guadeloom, lo hecho hecho está, por más descabellado que parezca, y ahora debemos resignarnos.

—¡Aclamemos a la Dama Arioc! —gritó una voz retumbante.

—¡Viva! ¡Viva la Dama Arioc! ¡Viva! ¡Viva!

Observé la escena con extremada incredulidad. La procesión avanzó por el Paraje de las Máscaras en dirección al Corredor de los Vientos o a la Mansión de las Pirámides. Nosotros, Guadeloom, la Corona y yo, no fuimos detrás. Nos quedamos perplejos, silenciosos e inmóviles mientras se alejaba el gentío con sus vítores y gesticulaciones. Me avergoncé por estar con dos grandes personajes de nuestro reino en momentos tan humillantes. Esa abdicación y ese nombramiento de una Dama era absurdo y fantástico, y ambos estaban estremecidos por ello.

—Si acepta la validez de la abdicación —dijo por fin Guadeloom—, ha dejado de ser Corona. Debe prepararse para fijar su residencia en el Laberinto, porque ahora es usted nuestro Pontífice.

Estas palabras cayeron sobre lord Struin igual que gruesos pedrones. En la locura del momento la Corona no había deducido ni siquiera la primera consecuencia de la proeza de Arioc.

Abrió la boca pero no brotaron palabras. Extendió y cerró las manos como si hiciera el símbolo del estallido estelar en su propio honor, pero yo sabía que sólo se trataba de una expresión de asombro. Yo noté escalofríos de reverente temor, porque ahí es nada presenciar un traspaso de poderes, y Struin estaba totalmente desprevenido. Renunciar a los gozos del Monte del Castillo en plena juventud, cambiar brillantes ciudades y espléndidos bosques por la penumbra del Laberinto, dejar la corona del estallido estelar por la diadema de la más elevada autoridad… No, él no estaba preparado, y cuando la realidad se asentó en su cabeza, su rostro palideció y sus párpados se crisparon violentamente.

—Bien, que así sea —dijo al cabo de mucho rato—. Y yo soy el Pontífice. ¿Y quién, pregunto, será Corona en mi lugar?

Supuse que se trataba de una pregunta retórica. Yo no respondí, claro está, y tampoco lo hizo el duque Gaudeloom.

—¿Quién va a ser la Corona? —repitió Struin en tono brusco y enojado—. ¡Estoy preguntándoselo a usted!

Su mirada estaba fija en Guadeloom.

Te lo prometo, ser testigo de estos hechos estuvo a punto de destrozarme, pues se trata de algo que no se olvidará aunque nuestra civilización dure otros diez mil años. ¡Pero a ellos tuvo que producirles un impacto muchísimo mayor! Guadeloom dio un paso atrás, tartamudeó. Puesto que tanto Arioc como lord Struin eran hombres relativamente jóvenes, apenas se había especulado respecto a quién les sucedería en el trono. Y aunque Guadeloom era un personaje poderoso y majestuoso, dudo que alguna vez hubiera esperado llegar a la cima del Monte del Castillo, y mucho menos de esa forma. Se quedó boquiabierto como un gromwark arponeado y fue incapaz de hablar. Yo fui el primero en reaccionar; hinqué la rodilla, hice el gesto del estallido estelar y dije en voz sofocada:

—¡Guadeloom! ¡Lord Guadeloom! ¡Salve, lord Guadeloom! ¡Larga vida a lord Guadeloom!

Nunca volveré a ver dos hombres tan perplejos, tan confusos, tan repentinamente alterados como ex lord Struin, ahora Pontífice, y el ex duque Guadeloom, ahora Corona. Struin tenía el borrascoso semblante de alguien dominado por ira y dolor, lord Guadeloom estaba medio deshecho por el asombro.

Hubo otro largo silencio.

Después habló lord Guadeloom, con una voz extrañamente temblorosa.

—Puesto que soy la Corona, la costumbre exige que mi madre sea nombrada Dama de la Isla, ¿no es cierto?

—¿Qué edad tiene su madre? —preguntó Struin.

—Bastantes años. Es vieja, diría yo.

—Sí. Y no está preparada para las tareas de ese cargo ni es lo bastante fuerte para cargar con ellas.

—Cierto —dijo lord Guadeloom.

—Además —dijo Struin—, desde hoy tenemos una nueva Dama, y no estaría bien elegir otra tan pronto. Veamos cómo se comporta Su Señoría, Arioc, en el Templo Interior antes de buscar a otra persona para ese cargo, ¿eh?

—Una locura —dijo lord Guadeloom.

—Una locura, cierto —dijo el Pontífice Struin—. Bien, vamos a ver a la Dama y asegurémonos de que parte hacia la Isla sin mayores problemas.

Los acompañé hasta las zonas superiores del Laberinto, donde encontramos diez mil personas que aclamaban a Arioc. El ex Pontífice iba descalzo y vestido espléndidamente, y estaba a punto de subir a la carroza que debía llevarle (o llevarla) al puerto de Stoien. Era imposible acercarse a Arioc, dado lo apretados que estaban los cuerpos…

—Una locura —repetía sin cesar lord Guadeloom—. ¡Una locura, una locura!

Pero yo no pensaba igual, porque había visto el guiño de Arioc y mi comprensión era total. No se trataba de una locura. El Pontífice Arioc había encontrado una forma de salir del Laberinto, cosa que era su deseo más anhelado. Las generaciones futuras, estoy convencido, considerarán a este hombre como sinónimo de locura y absurdo. Pero yo sé que estaba completamente cuerdo, que era un hombre al que la corona había llegado a parecerle una agonía y cuyo honor le impedía retirarse a una vida privada.

Y por eso, tras los extraños hechos de ayer, tenemos un Pontífice, una Corona y una Dama, y ninguno de ellos es el que teníamos el mes pasado. Y. ahora puedes comprender, querida Silimoor, todo lo que ha sucedido en nuestro mundo.


Calintane dejó de hablar y dio un largo trago de vino. Silimoor estaba mirándole con una expresión que a él le pareció una mezcla de piedad, desprecio y simpatía.

—Sois iguales que niños —dijo ella por fin—, con vuestros títulos, vuestras cortes reales y vuestros lazos de honor. Sin embargo, creo entender lo que has experimentado y cómo te ha trastornado.

—Hay una cosa más —dijo Calintane.

—¿Sí?

—La Corona, lord Guadeloom, me nombró canciller antes de retirarse a sus aposentos para iniciar la tarea de comprender estas transformaciones. La semana próxima partirá hacia el Monte del Castillo. Y yo debo estar al lado de él, como es lógico.

—Una magnífica novedad para ti —dijo fríamente Silimoor.

—Por lo tanto te ruego que me acompañes, que compartas mi vida en el Castillo —dijo Calintane, tan mesuradamente como fue capaz.

Los destellantes ojos color turquesa miraban a Calintane con idéntica frialdad.

—Soy nativa del Laberinto —respondió ella—. Adoro enormemente morar en sus recintos.

—Entonces, ¿ésa es la respuesta?

—No —dijo Silimoor—. Te daré la respuesta más tarde. Yo, como tu Pontífice y tu Corona, necesito tiempo para adaptarme a grandes cambios.

—¡Entonces has respondido!

—Más tarde —dijo ella.

Silimoor le dio las gracias por el vino y por el relato que había contado, y le dejó solo a la mesa. Calintane se levantó al cabo de unos minutos, y vagó como un espectro por las profundidades del Laberinto, con un agotamiento que superaba cualquier agotamiento imaginable. Oyó los murmullos de la gente conforme se extendían las noticias —Arioc es la Dama ahora, Struin el Pontífice y Guadeloom la Corona— y para sus oídos fue igual que el zumbido de los insectos. Se retiró a su habitación e intentó dormir. Pero no lo consiguió, y se sumió en las tinieblas de la situación de su vida, temiendo que el agrio período de separación de Silimoor hubiera causado daño fatal a su amor, y que ella, pese a su confusa alusión en sentido contrario, rechazara su petición.

Pero Calintane se equivocaba. Porque un día después Silimoor le mandó un mensaje diciéndole que estaba dispuesta a acompañarle, y cuando Calintane fijó su residencia en el Monte del Castillo ella estaba junto a él, y siguió estándolo cuando, muchos años más tarde, Calintane sucedió a Lord Guadeloom como Corona. Su reinado en ese puesto fue breve pero grato, y durante esa época completó la construcción de la gran carretera de la cima del Monte que lleva su nombre. Y cuando ya viejo volvió al Laberinto en calidad de Pontífice, lo hizo sin sentir la menor sorpresa, porque perdió la capacidad de sorprenderse el lejano día en que el Pontífice Arioc se nombró Dama de la Isla.

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