El último relato conduce a Hissune al principio de la exploración de estos archivos. Thesme y el gayrog otra vez, otro romance en el bosque, el amor de un humano y un no humano. Sin embargo las similitudes se hallan en la superficie, porque se trata de gente muy distinta en circunstancias muy distintas. Hissune acaba el relato con una comprensión razonablemente buena, opina él, del pintor espiritual Therion Nismile —parte de su obra, se entera Hissune, sigue expuesta en las galerías del Castillo de lord Valentine— pero el metamorfo continúa siendo un misterio para él, quizá un misterio tan enorme como lo fue para Nismile. Hissune examina el índice en busca de grabaciones de almas metamorfas, pero le sorprende descubrir que no hay ninguna. ¿Acaso los cambiaspectos se niegan a grabar? ¿O tal vez el aparato es incapaz de captar las emanaciones de sus mentes? ¿O simplemente están proscritos en los archivos? Hissune no lo sabe y le es imposible averiguarlo. A su debido tiempo, piensa, todo tendrá una respuesta. Mientras tanto, queda mucho por descubrir. Las funciones del Rey de los Sueños, por ejemplo… Hissune tiene mucho que aprender en este terreno. Durante mil años los descendientes de la familia Barjazid han tenido la tarea de fustigar las mentes dormidas de los criminales. Hissune no sabe cómo lo hacen. Busca en los archivos, y la fortuna no tarda en poner a su disposición el alma de un proscrito, monótonamente disfrazado de comerciante de la ciudad de Stee…
La ejecución del asesinato fue asombrosamente fácil. El endeble Gleim estaba de pie junto a la abierta ventana en la pequeña habitación del primer piso de una posada de Vugel donde él y Haligome habían acordado reunirse. Haligome se hallaba cerca de la cama. La discusión no iba bien. Haligome pidió una vez más a Gleim que reconsiderara.
—Está perdiendo su tiempo y el mío —dijo Gleim, en tono indiferente—. No veo dónde están sus argumentos.
En ese momento Haligome pensó que Gleim, y sólo Gleim, se interponía entre él y la vida tranquila que creía merecer, que Gleim era su enemigo, su némesis, su perseguidor. Haligome se acercó a él muy despacio, con tanta calma que el otro hombre no se alarmó lo más mínimo, y con un repentino y contundente movimiento tiró por la ventana a Gleim.
El semblante de Gleim reflejó sorpresa. Pareció quedar inmóvil, suspendido en el aire durante un instante sorprendentemente largo. Después cayó hacia el rápido curso del río próximo a la posada, chocó con el agua produciendo una infinita salpicadura y la corriente alejó el cuerpo con rapidez hacia las distantes estribaciones del Monte del Castillo. Se perdió de vista enseguida.
Haligome se miró las manos como si acabaran de brotar en sus muñecas. No podía creer que ellas hubieran cometido tal acción. Se vio de nuevo caminando hacia Gleim; vio otra vez la expresión de asombro de la víctima en el aire, antes de perderse en el oscuro río. Seguramente Gleim debía estar muerto. Si no era así, lo estaría antes de un pasar de minutos. Encontrarían el cadáver tarde o temprano, arrojado a alguna rocosa orilla a la altura de Canzilaine o Perimor, y se las arreglarían para identificarlo como un comerciante de Gimkandale, desaparecido en los últimos siete o diez días. Pero ¿habría razones para que sospecharan que había sido asesinado? El asesinato era un crimen infrecuente. Gleim podía haberse caído. Podía haberse tirado. Aunque lograran demostrar —sólo el Divino sabría cómo— que Gleim no había muerto por voluntad propia, ¿cómo demostrarían que alguien le había empujado desde la ventana de una posada de Vugel, y que ese alguien era Sigmar Haligome, ciudadano de Stee? Era imposible, meditó Haligome. Pero ello no alteraba la verdad esencial de la situación: Gleim había muerto asesinado y Haligome era el asesino.
¿El asesino? Ese nuevo apodo dejó perplejo a Haligome. No había venido a la posada para matar a Gleim, sólo a negociar con él. Pero las negociaciones fueron agrias desde el principio. Gleim, un hombrecillo fastidioso, se negó en redondo a admitir su responsabilidad en un problema de material defectuoso, y culpó a los inspectores de Haligome. Gleim se negó a pagar un solo peso, ni siquiera se compadeció del embarazoso apuro financiero de Haligome. Después de esta última, insensible negativa, Gleim se infló hasta ocupar el horizonte entero, y todo él era aborrecible, y el único deseo de Haligome fue librarse de él, a cualquier coste. Si se hubiera detenido a pensar en su reacción y en las consecuencias de ésta, naturalmente no habría tirado por la ventana a Gleim, porque Haligome no era un criminal, ni mucho menos. Pero no se había parado a considerar, y Gleim había muerto y la vida de Haligome había sufrido una nueva y grotesca definición; en un segundo había dejado de ser Haligome el distribuidor de instrumentos de precisión para convertirse en Haligome el asesino. ¡Qué repentino! ¡Qué extraño! ¡Qué terrible! ¿Y ahora?
Tembloroso, sudoroso, con la garganta reseca, Haligome cerró la ventana y se dejó caer en la cama. No tenía la menor idea sobre qué debía hacer a continuación. ¿Entregarse a los agentes imperiales? ¿Confesar, capitular, ingresar en prisión o en el lugar adonde enviaban a los criminales? No estaba preparado para ello. Había leído viejas narraciones de crímenes y castigos, antiguos mitos y fábulas, pero por lo que él sabía el asesinato era un crimen extinguido y los mecanismos para detectarlo y expiarlo habían enmohecido hacía mil años. Haligome se sintió prehistórico, primitivo. Conocía la famosa historia de un capitán de barco del remoto pasado que tiró por la borda a un tripulante loco durante una infortunada expedición para cruzar el Gran Océano, después de que ese tripulante hubiera asesinado a otra persona. Haligome siempre había creído que esas historias eran estrafalarias y poco plausibles. Pero él mismo, sin esfuerzo, sin pensarlo, acababa de convertirse en un personaje legendario, un monstruo, un hombre capaz de arrebatar la vida a otro. Sabía que nada volvería a ser igual para él. Una cosa que debía hacer era marcharse de la posada. Si alguien había visto la caída de Gleim —cosa poco probable, porque el edificio se hallaba junto a la orilla del río; Gleim había caído por una ventana de la parte trasera y la impetuosa corriente engulló el cuerpo al instante— era absurdo quedarse allí aguardando la llegada de posibles indagadores. Se apresuró a meter sus pertenencias en el único maletín que llevaba, comprobó que Gleim no había dejado nada en la habitación y fue a la planta baja. Había un yort en el mostrador. Haligome sacó varias coronas.
—Quiero pagar mi cuenta —dijo.
Reprimió el impulso de charlar. No era el momento de hacer ingeniosas observaciones que pudieran dejar huella en la memoria del yort. Paga la cuenta y lárgate enseguida, pensó Haligome. ¿Sabía el yort que el cliente de Stee había recibido una visita en su habitación? Bien, el yort no tardaría en olvidarse de ese detalle, igual que del cliente de Stee, si Haligome no le daba motivos para recordar. El empleado sumó las cifras y Haligome le entregó varias monedas. A la rutinaria frase «Esperamos volver a verle por aquí» Haligome contestó con otra igualmente manida, y salió a la calle, donde se apresuró a alejarse del río. Soplaba una fuerte brisa ladera abajo. La luz del sol era brillante y cálida. Haligome no había estado en Vugel desde hacía años, y en otras circunstancias habría dedicado algunas horas a visitar la famosa plaza engalanada con joyas, los famosos murales ejecutados por pintores espirituales y el resto de maravillas de la localidad, pero hacer un recorrido turístico estaba fuera de lugar. Llegó corriendo a la estación terminal y compró un billete de ida a Stee.
Miedo, incertidumbre, sentimiento de culpabilidad y vergüenza viajaron con él de ciudad en ciudad por la ladera del Monte del Castillo.
Las extensas y familiares cercanías de la gigantesca Stee le proporcionaron cierto reposo. Llegar al hogar significaba estar a salvo. Los sucesivos amaneceres de la entrada en Stee hicieron que Haligome se sintiera cada vez mejor. Allí estaba el caudaloso río que daba nombre a la ciudad, precipitándose con asombrosa velocidad Monte abajo. Allí estaban las lisas y relucientes fachadas de los Edificios Ribereños, con cuarenta pisos de altura y varios kilómetros de longitud. Allí estaba el puente de Kinniken, la torre de Thimin… ¡El hogar! La enorme vitalidad y poderío de Stee confortó a Haligome en gran medida.
Sintió que todo vibraba alrededor de él mientras iba de la estación central al barrio de las afueras donde vivía. Estando en una ciudad que había llegado a ser la mayor de Majipur (su inmensa expansión se debía al trato de favor recibido de un hijo de la ciudad, lord Kinniken, Corona del reino en ese tiempo) Haligome no podía temer las tenebrosas consecuencias, fueran las que fuesen, del alocado acto que acababa de cometer en Vugel.
Abrazó a su esposa, a sus dos jóvenes hijas, a su robusto hijo. Todos vieron sin dificultad la fatiga y la tensión del recién llegado, o así lo pareció, puesto que le trataron con exagerada delicadeza, como si el viaje le hubiera transformado en un hombre frágil. Le trajeron vino, la pipa, unas zapatillas; se mostraron enormemente solícitos, radiantes de amor y buenos deseos; no le hicieron preguntas sobre el desarrollo del viaje, y en lugar de eso le obsequiaron con los chismorreos locales. Pero Haligome no dio explicaciones hasta después de la cena.
—Creo que Gleim y yo hemos resuelto todos los problemas —dijo—. Hay motivos para estar esperanzados.
Incluso él estuvo a punto de creérselo. ¿Podrían culparle del asesinato si se limitaba a guardar silencio? Haligome no creía que hubiera testigos. Las autoridades no tendrían dificultad alguna para descubrir que él y Gleim habían acordado verse en Vugel —un terreno neutral— para discutir sus desavenencias comerciales, mas eso no probaba nada. «Sí, vi a Gleim en una posada cercana al río», diría Haligome. «Comimos, bebimos mucho vino y llegamos a un acuerdo, y después yo me fui. Debo decir que él se tambaleaba un poco cuando me marché.» Y el pobre Gleim, achispado y mareado después de haberse llenado la barriga con fuerte vino de Muldemar, debió asomarse demasiado a la ventana después de irse Haligome, quizá para ver a una pareja de nobles que navegaba por el río… No, no, no, que especulen ellos, pensó Haligome. «Nos vimos para comer y llegamos a un acuerdo, y luego me marché», y nada más. ¿Y quién podía demostrar que fue de otra forma?
Haligome volvió a su despacho el día siguiente y continuó su trabajo como si nada anormal hubiera ocurrido en Vugel. No podía complacerse en meditaciones sobre el crimen. Su situación era precaria: estaba al borde de la bancarrota, no podía pedir más créditos y su capacidad de endeudamiento había sufrido considerable merma. Todo ello por culpa de Gleim. Pero cuando un comerciante distribuye productos de mala calidad, sufrirá durante largo tiempo aunque sea completamente inocente. No habiendo obtenido satisfacción alguna de Gleim —y ya era imposible obtenerla— el único recurso de Haligome era luchar con intensa dedicación para recuperar la confianza de quienes recibían instrumentos de precisión distribuidos por él, y al mismo tiempo para contener a los acreedores hasta que la situación recuperara el equilibrio.
Mantener a Gleim fuera de sus pensamientos fue difícil. Durante los días que siguieron el nombre del fallecido se mencionó con frecuencia, y Haligome tuvo que hacer grandes esfuerzos para ocultar sus reacciones. Todo el mundo parecía comprender que Gleim había tomado por tonto a Haligome, y todo el mundo trataba de mostrar sus simpatías. Ello era alentador por sí mismo. Pero que todas las conversaciones giraran en torno a Gleim —las iniquidades de Gleim, el carácter vengativo de Gleim, la tacañería de Gleim— era excesivo y desequilibraba constantemente a Haligome. Aquel apellido era como un detonante: ¡Gleim!, y Haligome se quedaba rígido. ¡Gleim!, y latían los músculos de sus mejillas. ¡Gleim!, y escondía las manos como si en ellas llevara las huellas del efluvio del muerto. Haligome imaginaba que, en un momento de franco cansancio, diría a un cliente: «Yo le maté, ¿sabe usted? Lo tiré por una ventana cuando nos vimos en Vugel.» ¡Con qué facilidad brotarían las palabras de sus labios si no lograba controlarse!
Haligome pensó en hacer una peregrinación a la Isla para purificar su alma. Más adelante, quizá: no ahora, porque debía dedicar todas las horas que estuviera despierto a sus negocios, o su empresa quebraría y su familia se vería sumida en la pobreza. Haligome pensó también llegar rápidamente a cierto acuerdo con las autoridades que le permitiera expiar el crimen sin interrumpir sus actividades comerciales. Una multa, tal vez, aunque… ¿cómo iba a pagarla en estos momentos? Además, ¿le perdonarían con tanta facilidad? Finalmente no hizo nada excepto esforzarse en apartar el crimen de su cabeza, y todo pareció ir bien durante la primera semana, los diez primeros días. Después empezaron los sueños.
El primero se produjo la noche del Día Estelar de la segunda semana de verano, y Haligome supo al instante que era un envío tenebroso y doloroso. Ocurrió durante el tercer período de sueño de esa noche, el período más profundo poco antes del ascenso de la mente hacia el alba, y Haligome se encontró atravesando un campo de fulgurantes y resbalosos dientes amarillos que se agitaban y revolvían bajo sus pies. El ambiente estaba viciado, era una atmósfera pantanosa con un depresivo tinte grisáceo. Viscosas tiras de una substancia áspera y carnosa pendían del cielo; estas tiras rozaban las mejillas y los brazos de Haligome y dejaban pegajosas señales que ardían y vibraban. Haligome notó un zumbido en sus oídos: el severo y tenso silencio de un maligno envío, con la sensación de que el mundo entero se asfixia dentro de una bolsa demasiado cerrada, y muy lejos una risa burlona. Una luz cuyo brillo era intolerable chamuscó el cielo. Haligome estaba atravesando una planta boca, un espantoso monstruo carnívoro abundante en el distante Zimroel, que él vio una vez en el Pabellón de Kinniken durante una exhibición de curiosidades. Pero aquella vez se trataba de ejemplares de tres o cuatro metros de diámetro, mientras que el de su sueño tenía las dimensiones de un gran barrio urbano, y Haligome se hallaba atrapado en el diabólico centro, corriendo con la máxima velocidad posible para evitar caer en los despiadados dientes.
Así que esto es lo que me espera, pensó Haligome, suspendido sobre su sueño y observándolo tristemente. Es el primer envío, y el Rey de los Sueños me atormentará a partir de ahora. Era imposible ocultarse. Los dientes tenían ojos, y los ojos pertenecían a Gleim. Haligome prosiguió su esfuerzo, resbaló, varias veces, notó que estaba envuelto en sudor. Dio un traspié y cayó sobre un grupo de crueles dientes que le mordisquearon la mano, y cuando logró levantarse comprobó que la ensangrentada mano no era la suya, sino la mano menuda y descolorida de Gleim mal encajada en su muñeca. Haligome cayó por segunda vez, los dientes volvieron a morderle, sufrió otra desagradable metamorfosis. La escena se repitió sin cesar, y Haligome siguió corriendo, gimiendo y sollozando, mitad Gleim, mitad Haligome, hasta que el sueño se interrumpió y vio que estaba incorporado, tembloroso, empapado en sudor, aferrado al muslo de su asombrada esposa como si fuera un salvavidas.
—Suéltame —murmuró ella—. Estás haciéndome daño. ¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre?
—Un sueño… muy malo…
—¿Un envío? —inquirió su esposa—. Sí, debe ser un envío. Noto el olor de un envío en tu sudor. Oh, Sigmar, ¿qué ocurre?
Haligome se estremeció.
—Algo que comí. La carne de dragón marino… era muy seca, poco fresca…
Se levantó de la cama, muy nervioso, y se sirvió un vaso de vino. La bebida le calmó. Su esposa le acarició, le refrescó su calenturienta frente y le abrazó hasta que se tranquilizó un poco. Pero Haligome no se atrevió a seguir durmiendo, y permaneció en vela hasta el amanecer, contemplando la grisácea oscuridad. ¡El Rey de los Sueños! Así que éste iba a ser su castigo. Afligido, Haligome consideró su situación. Siempre había creído que el Rey de los Sueños era un cuento para que los niños se portaran bien. Sí, sí, decían que el Rey vivía en Suvrael, que ese título era hereditario y pertenecía a la familia Barjazid, que el Rey y sus esbirros registraban el aire nocturno en busca de sentimientos de culpabilidad de las personas que dormían, y que encontraban las almas de los indignos y las atormentaban… ¿Sería cierto? Haligome no conocía a una sola persona que hubiera recibido un envío del Rey de los Sueños. Creía haber recibido un envío de la Dama, pero no estaba seguro, y en cualquier caso eran sueños distintos. La Dama sólo ofrecía visiones muy generales. El Rey de los Sueños, según los rumores, causaba auténtico dolor. Pero ¿era posible que el Rey de los Sueños vigilara el planeta entero, un planeta tan poblado, con miles de millones de habitantes y no todos virtuosos?
Seguramente la única causa es una indigestión, pensó Haligome.
Al ver que las dos siguientes noches transcurrían en calma, Haligome se autorizó a creer que el sueño había sido una anomalía fortuita. Quizá el Rey era una fábula. Pero el Día Segundo recibió otro inconfundible envío.
El mismo silencioso zumbido. La misma luz, ardiente y deslumbrante, iluminaba el paisaje del sueño. Imágenes de Gleim. Risas. Ecos. Expansiones y contracciones del tejido del cosmos. Un desgarrador aturdimiento golpeó su espíritu de un modo vertiginoso. Haligome sollozó. Hundió la cabeza en la almohada y trató de recobrar el aliento. No se atrevía a despertarse, porque si lo hacía revelaría a su esposa la angustia que le dominaba; ella le sugeriría que fuera a visitar a una oráculo, y eso era imposible. Cualquier oráculo merecedora de los honorarios que cobraba comprendería al instante que había unido su alma con el alma de un criminal. ¿Y qué sería de él? Por este motivo Haligome decidió sufrir la pesadilla hasta que se consumiera la fuerza del envío. Después despertó, debilitado y tembloroso, y aguardó la llegada del día.
Ésa fue la pesadilla del Día Segundo. La del Día Cuarto fue peor. Haligome voló y cayó, y quedó empalado en el ápice más elevado del Monte del Castillo, una lanza tan fría como el hielo. Estuvo allí durante horas mientras unas aves, gihornas con la cabeza de Gleim, desgarraban su vientre y bombardeaban sus goteantes heridas con ardientes deyecciones. El Día Quinto Haligome durmió razonablemente bien, aunque tenso, alerta a los sueños. Tampoco hubo envíos el Día Estelar. El Día Solar Haligome se encontró nadando en océanos de sangre coagulada mientras perdía dientes y sus dedos se convertían en irregulares amasijos. El Día Lunar y el Día Segundo hubo horrores más moderados, aunque igualmente horrorosos. Y por la mañana del Día Marino su esposa habló con él.
—Estos sueños tuyos no acabarán. Sigmar, ¿qué has hecho?
—¿Hecho? ¡No he hecho nada!
—Creo que los sueños te agitan noche tras noche.
Haligome intentó restar importancia al asunto.
—Algún error de los Poderes que nos gobiernan. Debe ocurrir de vez en cuando: sueños que deberían llegar a cierto sinvergüenza de Pendiwane que comete abusos con niños llegan a un distribuidor de instrumentos de precisión de Stee. Tarde o temprano advertirán el error y me dejarán en paz.
—¿Y si no es así? —La mujer le miró de un modo muy penetrante—. ¿Y si los sueños van destinados a ti?
Haligome se preguntó si su esposa sabía la verdad. Ella sabía que su esposo había ido a Vugel para hablar con Gleim. Quizá se había enterado, aunque era difícil imaginar cómo, de que Gleim no había regresado a su hogar de Gimkandale. Puesto que su esposo recibía envíos del Rey de los Sueños, no era difícil extraer conclusiones. ¿Podía ser? Y si ella sabía la verdad, ¿cuál sería su reacción? ¿Denunciar a su esposo? A pesar de que amaba a Haligome, ella podía denunciarle, ya que si protegía a un asesino se exponía también a la venganza del Rey mientras dormía.
—Si los sueños continúan —dijo Haligome—, rogaré a los representantes del Pontífice que intercedan por mí.
Naturalmente, no podía hacer eso. Se esforzó en forcejear con los sueños y reprimirlos, de modo que no despertara sospechas en la mujer que dormía junto a él. En sus meditaciones antes de dormir Haligome se ordenó guardar la calma, aceptar las imágenes que aparecieran, considerarlas como simples fantasías de un alma trastornada y no como realidades que por fuerza debía arrastrar. Y a pesar de ello, cuando vio que flotaba sobre un rojizo mar de fuego y que de vez en cuando se hundía hasta el tobillo, no pudo contener los gritos. Y cuando crecieron agujas en su carne y atravesaron la piel dándole el aspecto de un manculain la intocable bestia espinosa de las tórridas tierras del sur, Haligome sollozó y suplicó misericordia mientras dormía. Y cuando paseó por los inmaculados jardines de lord Havilbove junto a la Barrera de Tolingar y las perfectas plantas se transformaron en burlones seres dentudos y velludos de siniestra fealdad, Haligome lloró y sudó tanto que el colchón quedó empapado. Su esposa no le hizo nuevas preguntas, pero le observaba a menudo, muy nerviosa, y siempre parecía estar a punto de exigirle que pusiera fin a las intrusiones en su espíritu.
Haligome apenas pudo atender su negocio. Los acreedores no le dejaban en paz, los fabricantes se negaban a darle más crédito y las quejas de los clientes remolineaban alrededor de Haligome igual que hojas de otoño muertas y marchitas. En secreto, Haligome investigó en las bibliotecas en busca de información sobre el Rey de los Sueños y los poderes de éste, como si hubiera contraído una enfermedad desconocida y tuviera que documentarse ampliamente. Pero la información era escasa y obvia; el Rey era una entidad del gobierno, un Poder de igual autoridad que el Pontífice, la Corona y la Dama de la Isla, y durante cientos de años su misión había consistido en imponer castigos a los culpables.
No se me ha juzgado, protestó en silencio Haligome…
Pero él sabía que no era preciso juicio alguno, y que el Rey también estaba en conocimiento de ese detalle. Los horrorosos sueños prosiguieron, machacaron el alma de Haligome, le exacerbaron los nervios, y el comerciante comprendió que no había esperanza de resistirse a estos envíos. Su vida en Stee estaba acabada. Un instante de irreflexión y se había convertido en un proscrito, condenado a errar por la vasta superficie del planeta en busca de un lugar donde ocultarse.
—Necesito descanso —explicó a su esposa—. Estaré fuera uno o dos meses, y recuperaré la paz interna.
Llamó a su hijo (ya era casi un hombre, podía enfrentarse a las responsabilidades) y le entregó las riendas del negocio; en sólo una hora enseñó al muchacho una lista de máximas que a él le había costado media vida aprender. Luego, con el escaso dinero que logró exprimir de su disminuidísimo activo, abandonó su espléndida ciudad natal en un flotador de tercera clase con destino a Normork, en el círculo de las Ciudades de la Falda y cerca del pie del Monte del Castillo. Cuando llevaba una hora de viaje decidió que nunca volvería a llamarse Sigmar Haligome y que su nuevo nombre sería Miklan Forb. ¿Bastaría eso para desviar la fuerza del Rey de los Sueños ?
Quizá sí. El vehículo flotante recorrió la faz del Monte del Castillo, descendió perezosamente de Stee a Normork pasando por Amanecer Bajo, el llano de Bibiroon y la Barrera de Tolingar. Todas las noches, en la hospedería correspondiente, Haligome se acostaba aferrado a la almohada, aterrorizado; pero sólo tuvo los ordinarios sueños de un hombre cansado e inquieto, sin la peculiar, desagradable intensidad que caracterizaba los envíos del Rey. Fue muy placentero observar que los jardines de la Barrera de Tolingar eran simétricos y perfectamente pulcros, no como los horribles desiertos de los sueños de Haligome. El comerciante empezó a sosegarse un poco. Comparó los jardines con las imágenes de sus sueños, y le sorprendió comprobar que el Rey le había ofrecido una vista soberbia, detallada y precisa de esos jardines antes de transformarlos en horror, en un horror superlativo. Pero él nunca los había visto, detalle indicativo de que el envío había transmitido a su cerebro toda una colección de nuevos datos, en tanto que los sueños ordinarios se limitaban a evocar cosas que ya estaban en la mente.
Con ello se aclaraba una duda que había preocupado a Haligome. Él no sabía si el Rey se limitaba a liberar los detritos de su subconsciente, a revolver las lóbregas entrañas desde lejos, o si introducía imágenes en su cerebro. No había duda de que el segundo supuesto era el verdadero. Pero de esa forma se planteaba otro problema respecto a las pesadillas; ¿estaban ideadas para Sigmar Haligome en especial, tramadas por especialistas para despertar los terrores de ese individuo concreto? Era imposible que en Suvrael hubiera personal suficiente para realizar esa tarea. Pero suponiendo que lo hubiera, ello significaba que Haligome estaba sometido a estrecha vigilancia, y era absurdo pensar que él disponía de medios para esconderse. Haligome prefirió creer que el Rey y sus esbirros poseían una lista de pesadillas típicas (enviadle los dientes, enviadle los enormes y grasientos grumos, enviadle el mar de fuego) que se usaban una detrás de otra con todos los malhechores, una operación impersonal y mecánica. En ese mismo instante tal vez estaban enviando espeluznantes fantasmas a la vacía almohada de su hogar en Stee.
Pasó por Dundilmir y Stipool antes de llegar a Normork, la tétrica y hermética ciudad amurallada que descansaba en los formidables colmillos de la cresta que llevaba su nombre. Hasta ese momento Haligome no había pensado de un modo consciente que Normork, con la enorme circunvalación de bloques de negra piedra, tenía las cualidades apropiadas de un escondite: protegida, segura, inexpugnable. Pero ni siquiera los muros de Normork podían contener los vengativos dardos del Rey de los Sueños, comprendió Haligome.
La Puerta de Dekkeret, un ojo en el muro de quince metros de altura, estaba abierta como siempre. Era la única brecha de la fortificación, hecha con pulida madera negra unida mediante tiras de hierro, y su valor era incalculable. Haligome hubiera preferido que estuviera cerrada y mejor aún con una cerradura triple. Pero la gran puerta se hallaba abierta, porque lord Dekkeret, que ordenó la construcción en el trigésimo año de su afortunado reinado, decretó que sólo se cerraría cuando el mundo estuviera en peligro, y en esos momentos, bajo la dichosa tutela de lord Kinniken y el Pontífice Thimin, todo florecía en Majipur… salvo la atormentada alma de Sigmar Haligome, que ahora se llamaba Miklan Forb. Con su nuevo nombre encontró alojamiento poco costoso en el barrio próximo a la ladera; desde ahí el Monte se erguía hacia arriba como un segundo muro de inmensurable altura. Con su nuevo nombre aceptó un empleo para formar parte de la cuadrilla de mantenimiento que día tras día patrullaba el muro de la ciudad para arrancar la tenaz cizaña de alambre que brotaba entre las piedras no argamasadas. Con su nuevo nombre la somnolencia le sorprendió todas las noches temeroso de lo que pudiera ocurrir, pero lo que ocurrió, semana tras semana, fue que tuvo las confusas y absurdas fantasías de los sueños ordinarios. Durante nueve meses vivió oculto en Normork, preguntándose si por fin habría escapado a la mano de Suvrael. Y una noche, después de una placentera cena y una botella de excelente vino escarlata de Bannikanniklole, se dejó caer en la cama sintiéndose contento por primera vez desde el funesto encuentro con Gleim. Se durmió sin recelo alguno, y llegó un envío del Rey que asió su alma por la garganta y la flageló con monstruosas imágenes de carne derretida y ríos de légamo. Cuando el sueño acabó de incordiarle, Haligome despertó anegado en lágrimas, porque sabía que no podía esconderse durante mucho tiempo del vengativo Poder que le perseguía.
Sin embargo, la vida como Miklan Forb le había proporcionado nueve meses de paz. Con sus escasos ahorros compró un billete para bajar a Amblemorn, donde se convirtió en Degrial Gilalin, y ganó diez coronas semanales cazando pájaros con liga en las posesiones de un príncipe local. Gozó de cinco meses de libertad del tormento, hasta la noche en que un sueño le trajo el crujido del silencio, la furia de una luz ilimitada y la visión de un arco formado por ojos separados del cuerpo que se extendía igual que un puente a través del universo, y todos los ojos le miraban a él. Viajó por el río Glayge hasta Makroprosopos, donde vivió sano y salvo durante un mes haciéndose pasar por Ogvorn Brill… antes de la llegada de un sueño de cristales de ardiente metal que se multiplicaban como cabellos en su garganta. Recorrió el árido interior formando parte de una caravana que iba a la ciudad comercial de Sisivondal, un trayecto que debía durar once semanas. El Rey de los Sueños le encontró en la séptima semana del viaje y le obligó a echar a correr dando gritos durante la noche, hasta que se enredó en unos matorrales de plantas puño de látigo, y no fue ningún sueño, porque Haligome se encontró lleno de sangre e hinchazones cuando por fin logró librarse de las plantas, y tuvieron que llevarle al pueblo más cercano para recibir medicación. Sus compañeros de viaje se enteraron así de que recibía envíos del Rey, y le abandonaron. Pero finalmente llegó a Sisivondal, un lugar insulso y monocromo, tan distinto a las espléndidas ciudades del Monte del Castillo que Haligome se echaba a llorar todas las mañanas en cuanto lo veía. Pero a pesar de todo permaneció allí seis meses sin que hubiera incidentes. Después volvieron los sueños y le empujaron hacia el oeste, un mes aquí y seis semanas allí. Nueve ciudades y otras tantas identidades. Acabó en Alaisor, un puerto de mar donde gozó de un año de tranquilidad con el nombre falso de Badril Maganorn mientras destripaba pescado en un mercado del puerto. Pese a sus presentimientos, Haligome empezó a creer que el Rey había terminado con él, y especuló con la posibilidad de volver a su vieja vida en Stee, ciudad de la que llevaba ausente casi cuatro años. ¿No bastaban cuatro años de castigo para un crimen no premeditado, casi accidental?
Era evidente que no. Cuando empezaba su segundo año en Alaisor, Haligome percibió el familiar zumbido ominoso de un envío que sonaba entre las paredes de su cráneo, y el sueño que llegó hizo que todos los anteriores parecieran obras escénicas para niños. El sueño comenzó en el monótono desierto de Suvrael, donde Haligome ocupaba un escabroso pico. Desde su posición veía un valle reseco y ajado y más allá un bosque de sigupos. El bosque despedía una emanación fatal para todo tipo de vida que se encontrara en un radio de quince kilómetros, incluyendo confiados pájaros e insectos que sobrevolaban las gruesas ramas. También vio a su esposa y a sus hijos, que caminaban por el valle hacia los mortíferos árboles. Corrió hacia ellos, sobre una arena que se pegaba como melaza. Los árboles se agitaron, atrajeron a los caminantes, y los seres queridos de Haligome fueron engullidos por la siniestra refulgencia, cayeron y se esfumaron por completo. Pero él siguió avanzando hasta que se encontró en el torvo perímetro. Suplicó la muerte, pero él era el único ser vivo inmune a los árboles. Se adentró en la arboleda y vio que todos los árboles estaban aislados y muy separados unos de otros sin que creciera nada entre ellos; ni un matorral, ni una enredadera, ni una brizna de hierba, sólo una larga y deforme sucesión de árboles sin hojas, estacas en medio de nada. A eso se reducía el sueño, pero su carga de pavor superaba con mucho las extravagantes imágenes que Haligome había soportado hasta entonces. El sueño se alargó interminablemente. Haligome, afligido y solitario, vagó entre los pelados árboles igual que en un sofocante vacío, y al despertar tenía el rostro arrugado y los ojos le temblaban como si hubiera envejecido diez años de la noche a la mañana.
Estaba totalmente derrotado. Huir era inútil, ocultarse era fútil. Estaba vinculado para siempre al Rey de los Sueños.
Había perdido la fuerza para continuar creándose vidas e identidades en refugios temporales. Cuando el alba se llevó de su espíritu el terror del bosque del sueño, Haligome marchó dando tumbos al templo de la Dama en las montañas de Alaisor, y solicitó autorización para efectuar la peregrinación a la Isla del Sueño. Se presentó como Sigmar Haligome. ¿Qué le quedaba por ocultar?
Le aceptaron, como a cualquier persona, y a su debido tiempo se embarcó con otros peregrinos con rumbo a Numinor, en el lado noreste de la Isla. Ocasionales envíos le acosaron durante la travesía, unos simplemente irritantes, otros de terrible impacto. Pero cuando despertaba tembloroso y sollozante siempre había otros peregrinos que le consolaban. Además, puesto que había entregado su vida a la Dama, los sueños, incluso los peores, tenían poca importancia. El principal dolor que causaban los envíos, y Haligome lo sabía perfectamente, consistía en el desorden de la vida cotidiana del individuo: la sensación de acoso, de extrañeza, pero careciendo de vida independiente no podía temer desorden alguno. ¿Qué podía importarle que al abrir los ojos le aguardara una mañana de temblores? Haligome ya no era un distribuidor de instrumentos de precisión, ni arrancaba brotes de cizaña de alambre, ni cazaba pájaros con liga. No era nada, no era nadie, carecía de personalidad que defender contra las incursiones de su enemigo. Sometido a una ráfaga de envíos, un extraño tipo de paz le dominaba.
En Numinor Haligome fue admitido en la Terraza de Evaluación, el borde externo de la Isla, donde él pensaba pasar el resto de su vida. La Dama iba atrayendo a los peregrinos paso a paso, de acuerdo con el ritmo de invisible progreso interno que demostraban, y una persona con el alma manchada por un asesinato podía permanecer siempre en los límites del sagrado dominio desempeñando un papel secundario. No había problema. Haligome sólo deseaba escapar de los envíos del Rey, y su esperanza era que tarde o temprano la Dama le protegería y Suvrael le olvidaría.
Ataviado con las blandas vestiduras de los peregrinos, Haligome trabajó como jardinero en la terraza más externa durante seis años. Su cabello se volvió blanco, su espalda se encorvó. Aprendió a diferenciar los brotes de mala hierba del resto de brotes. Al principio tuvo que sufrir envíos mensuales o bimensuales, y luego con menos frecuencia, y aunque no lograba librarse de ellos, los sueños fueron perdiendo importancia para él, como punzadas de una herida antigua. De vez en cuando pensaba en su familia, que sin lugar a dudas debía creerle muerto. También recordaba a Gleim, siempre paralizado de asombro, suspendido en el aire antes de caer hacia la muerte. ¿Había existido una persona llamada Gleim? ¿Era cierto que Haligome había asesinado a ese hombre? Todo parecía irreal, terriblemente alejado en el tiempo. Haligome no sentía culpabilidad por un crimen cuya existencia empezaba a dudar. Pero recordaba una discusión de negocios, la arrogante negativa del otro comerciante a considerar su alarmante dilema, y un instante de ciega cólera que le impulsó a dejar fuera de combate a su enemigo. Sí, sí, era cierto. Y tanto Gleim como yo, pensó Haligome, perdimos la vida en ese momento de furia.
Haligome cumplió sus tareas fielmente, meditó, visitó a las oráculos (la visita era obligada, aunque ellas jamás hacían comentarios o interpretaciones) y recibió instrucción sagrada. Durante la primavera del séptimo año le autorizaron a pasar a la siguiente etapa de la peregrinación, la Terraza de Iniciación, y allí permaneció mes tras mes mientras otros peregrinos pasaban a la Terraza de los Espejos. Apenas hablaba, no hacía amistades, y aceptaba resignado los envíos que continuaban llegándole a intervalos muy espaciados.
Durante su tercer año en la Terraza de Iniciación Haligome reparó en un hombre de edad madura que le observaba mientras comía, un hombre bajito y frágil de apariencia curiosamente familiar. El recién llegado sometió a estrecha vigilancia a Haligome durante dos semanas, y finalmente la curiosidad del vigilado fue tan enorme que le hizo reaccionar. Haligome hizo preguntas y averiguó que aquel hombre se llamaba Goviran Gleim.
Lógico. Haligome habló con él durante una hora de asueto.
—¿Haría el favor de contestar una pregunta?
—Si puedo hacerlo…
—¿Procede usted de la ciudad de Gimkandale, en el Monte del Castillo?
—Sí —dijo Goviran Gleim—. ¿Y usted es de Stee?
—Sí —dijo Haligome.
Ambos guardaron silencio unos instantes.
—¿Ha estado persiguiéndome todos estos años? —dijo por fin Haligome.
—Oh, no. En absoluto.
—¿Es simple coincidencia que ambos estemos aquí?
—Creo que no existe nada llamado coincidencia —dijo Goviran Gleim—. Si llegué al lugar donde estaba usted no fue porque yo lo pretendiera.
—¿Sabe quién soy, conoce mi culpa?
—Sí.
—¿Y qué desea de mí? —preguntó Haligome.
—¿Desear? ¿Desear? —Los ojos de Gleim, pequeños, oscuros y brillantes como los de su fallecido padre, miraron fijamente los de Haligome—. ¿Qué deseo yo? Explíqueme qué sucedió en la ciudad de Vugel.
—Venga. Daremos un paseo. —dijo Haligome.
Pasaron junto a un seto vivo, verdeazulado y podado con gran esmero, y entraron en el jardín de alabandinos donde Haligome recortaba brotes para que las plantas crecieran más. En ese aromático ambiente Haligome describió, clara y serenamente, los hechos que jamás había explicado y que con el tiempo habían llegado a parecerle irreales: la querella, la reunión, la ventana, el río. En el transcurso del relato ninguna emoción se reflejó en el semblante de Goviran Gleim, a pesar de que Haligome examinó atentamente las facciones del otro hombre para tratar de interpretar sus intenciones.
Al terminar de explicar el asesinato, Haligome aguardó una respuesta. No hubo ninguna.
—¿Y qué fue de usted después? —preguntó finalmente Gleim—. ¿Por qué desapareció?
—El Rey de los Sueños azotó mi alma con diabólicos envíos, y me atormentó tanto que decidí esconderme en Normork. Pero el Rey me localizó y seguí huyendo de ciudad en ciudad, hasta que no pude más y vine a la Isla como peregrino.
—¿Y el Rey continúa persiguiéndole?
—De vez en cuando recibo envíos —dijo Haligome. Sacudió la cabeza—. Pero son ineficaces. He sufrido, he hecho penitencia, y todo ha sido absurdo, porque no siento culpa por mi crimen. Fue un momento de locura, y mil veces he deseado que no hubiera ocurrido, pero en mi interior no hay responsabilidad por la muerte de su padre. Él me incitó a la locura, le di un empujón y cayó. Pero ese acto no tenía relación alguna con la forma en que yo llevaba los demás aspectos de mi vida, y por lo tanto no era un acto típico en mí.
—¿Realmente piensa así?
—Sí. Y estos años de atormentados sueños… ¿para qué han servido? Si yo me hubiera refrenado de matar por miedo al Rey, el sistema de castigo estaría totalmente justificado. Pero yo no presté atención a nada, y menos al Rey de los Sueños, y en consecuencia el código que dictó mi castigo me parece fútil. Y lo mismo opino de mi peregrinación: vine aquí no tanto para expiar el crimen como para ocultarme del Rey y los envíos de éste, y creo que, en esencia, lo he conseguido. Pero ni mi expiación ni mis sufrimientos devolverán la vida a su padre, de forma que esta charada carece de finalidad. Bien, máteme y que todo acabe aquí.
—¿Matarle? —dijo Gleim.
—¿No es ésa su intención?
—Yo era un niño cuando mi padre desapareció. He dejado de ser joven, usted sigue siendo más viejo, y todo esto es historia antigua. Sólo quería saber la verdad sobre la muerte de mi padre, y ahora la sé. ¿Por qué iba a matarle? Si con ello devolviera la vida a mi padre, tal vez lo hiciera. No siento cólera hacia usted y no tengo deseo alguno de experimentar tormentos a manos del Rey. Para mí, por lo menos, el sistema es un valioso freno.
—No tiene deseos de matarme —dijo Haligome, perplejo.
—Ninguno.
—No. No. Entiendo. ¿Por qué iba a matarme? Así me libraría de una vida que ha llegado a ser un largo castigo. Gleim reflejó asombro nuevamente.
—¿Lo considera usted así?
—Usted me condena a vivir, sí.
—¡Pero si su castigo terminó hace mucho tiempo! ¡La gracia de la Dama está en usted ahora! ¡La muerte de mi padre le abrió el camino hasta ella!
Haligome no sabía si el hijo de Gleim estaba burlándose o hablaba en serio.
—¿Ve gracia en mí? —preguntó.
—Sí.
Haligome sacudió la cabeza.
—La Isla y todo lo que representa no es nada para mí. Llegué aquí sólo para escapar de las acometidas del Rey. Finalmente he encontrado un lugar para ocultarme, y simplemente eso.
Gleim le miraba sin pestañear.
—Está engañándose —dijo, y se fue, dejando a Haligome atónito y aturdido.
¿Podía ser cierto? ¿Había purgado su crimen y no se había enterado de ello? Haligome tomó una decisión. Si esa noche llegaba un envío del Rey (cosa muy probable, porque casi había pasado un año desde el último) iría hasta el borde externo de la Terraza de Evaluación y se tiraría al mar. Pero lo que llegó esa noche fue un envío de la Dama, un sueño cálido y apacible que le citaba en la Terraza de los Espejos. Haligome seguía sin tener una comprensión total de las cosas, y dudaba que algún día la tuviera. Pero su oráculo le ordenó por la mañana que fuera inmediatamente a la fulgurante Terraza de los Espejos, puesto que había empezado la siguiente etapa de su peregrinación.