Prólogo

El viento estrellaba la lluvia contra las ventanas de la casa de la calle Kilgore. La tormenta había empezado el día anterior con la fuerza de un huracán tropical y el frío de una ventisca de pleno invierno. Brian Quinn miraba la calle inundada desde la ventana de la habitación, en la segunda planta, con la frente pegada al cristal.

Sabía que el Increíble Quinn era un barco seguro y que había soportado tormentas mucho peores que aquella, pero no podía evitar estar preocupado. Seamus Quinn era un capitán estupendo, no necesitaba que el guardacostas le pronosticara el tiempo. Lo presentía, lo olía en el aire y lo adivinaba en las nubes. Pero el Increíble Quinn estaba tardando. Y Brian notaba la tensión de Conor, Dylan también estaba inquieto.

La pesca había sido mala durante el verano y el Increíble Quinn se había visto obligado a prolongar la temporada y adentrarse más y más en el mar en busca de peces espada. Pero el tiempo se estaba volviendo imprevisible. Antes de partir, Conor había tratado de convencer a su padre para que se dirigiera al sur, tal como hacían tantos pescadores en otoño e invierno.

Aunque suponía dejar solos a los seis hermanos Quinn durante cinco o seis meses, Conor le había asegurado a Seamus que podría hacerse cargo de la casa mientras siguiera llegando dinero. Desde que su madre se había marchado, hacía siete años, se encargaba de todo. Conor cocinaba y limpiaba, ayudaba con los deberes escolares e imponía disciplina. También hacía lo posible por ocultar tal circunstancia a profesores, vecinos y quienquiera que considerase a Seamus un padre negligente. Mucha carga para un chico de catorce años.

Brian giró el cuello. Sean, su hermano gemelo, ya estaba en la cama, con la colcha subida hasta la barbilla y la nariz pegada a un cómic. Liam, el más pequeño de los Quinn, se había acurrucado junto a su hermano. Tenía siete años, había dejado de pedirle a Sean que le leyera el cómic y vocalizaba las palabras mientras lo leía él mismo en silencio.

– ¡Brian! Echa un ojo a los cubos del pasillo -gritó Dylan desde la planta de abajo-. Vigila que no se llenen del todo.

Brian suspiró. Algún día tendrían dinero suficiente para arreglar las goteras del tejado, pintar el porche descascarillado y pagar la factura del teléfono antes de que lo desconectaran. Seamus siempre soñaba con regresar con el barco repleto de peces espada y pedir el precio más alto, pero Brian sabía que los sueños de su padre no solían hacerse realidad.

Aunque no hablaban sobre su afición a beber y hacer apuestas, Brian era consciente de que sus hermanos mayores hacían todo lo posible por evitar los despilfarros de su padre. Conor siempre iba a recibirlo al puerto para impedir que fuese al pub a emborracharse y pasarse la noche jugando al póquer. Y Dylan había aprendido a esconder el bote del dinero cuando Seamus estaba en casa, sabedor de que su padre se lo iría gastando.

– No va a venir esta noche -dijo Sean-. No atracará con este tiempo.

– ¿Papá está bien? -preguntó Liam.

– Sí -murmuró Brian. Se alejó de la ventana, salió al pasillo y comprobó la hilera de cubos que Conor había dispuesto para combatir las goteras. Luego regresó al dormitorio, se metió en la cama y se cubrió con la colcha hasta el pecho. Si se dormía, al despertar habría amanecido, la tormenta habría terminado, su padre volvería y todo estaría bien-. Tienes los pies helados, Liam. No me toques, enano.

– Calla -dijo Liam antes de dirigirse al otro gemelo-. Anda, Sean, léeme un poco -insistió.

– Conor está subiendo -dijo Sean al oír el crujido de las escaleras-, Pídeselo a él.

Pero fue Brendan quien asomó la cabeza por la puerta.

– Con dice que apaguéis las luces. Mañana tenéis que ir al colegio.

– ¿Papá vendrá mañana? -preguntó Liam.

– No lo sé, Li -Brendan se obligó a sonreír-. Pero seguro que vuelve pronto.

– ¿Está bien? -Liam se incorporó y se apartó el pelo de los ojos-. Mi profe ha dicho que es una mala tormenta.

Brendan se sentó al borde de la cama, agarró los pies de Liam bajo la colcha y le hizo cosquillas.

– Claro que está bien. Con papá no hay tormentas que valgan -contestó, advirtiendo a Brian y Sean con la mirada para que no lo contradijeran.

– Es verdad -dijo Brian-, cuando salí con papá el verano pasado, me dijo que había estado en una tormenta de olas de quince metros y un viento capaz de tirar a un hombre por la borda. La tormenta de ahora no es tan mala, Li.

– ¿De cuántos metros son las olas? -preguntó Liam, más preocupado todavía.

– Nada, son olas pequeñas. Anda, hazme hueco y os cuento una historia -Brendan se acomodó entre Liam y Brian, recostándose contra el cabecero-. ¿Cuál queréis que os cuente?

Aquellas historias eran tradición en la familia Quinn y, cuando Seamus estaba en casa, les contaba una distinta casi todas las noches. Eran historias maravillosas sobre sus legendarios antepasados, los increíbles Quinn, hombres valientes e inteligentes que siempre vencían al mal. Pero cuando las historias las contaba Seamus, nunca faltaban mujeres manipuladoras. Al principio, Brian no entendía por qué los Quinn desconfiaban tanto de las mujeres. Pero luego se dio cuenta de que las historias estaban pasadas por el filtro de Seamus, cuyas opiniones se basaban en el abandono de su esposa.

Aunque nunca pronunciaban su nombre en presencia del padre, Conor hablaba de ella de vez en cuando. Era guapa, de largo pelo negro y bonitos ojos verdes. A pesar de que se había marchado cuando Brian no tenía más de tres años, recordaba el mandil de flores rojas que se ponía por las mañanas.

– La de Odran y el gigante -dijo Sean.

– La de Murchadh Quinn, el marinero increíble -sugirió Liam.

– La de Eamon y la hechicera -pidió Brian. Aunque Brendan sólo tenía once años, era el que mejor las contaba. Sabía envolverlas con imágenes nítidas y mucha acción, mucho mejores que cualquier libro o película.

– Me acabo de acordar de una historia que nos contó papá a Con, Dylan y a mí cuando éramos pequeños -dijo Brendan-. No creo que la hayáis oído. Es sobre Riddoc Quinn, el más listo de todos nuestros antepasados. De hecho, Riddoc Quinn lo sabía todo.

– Nadie puede saberlo todo -contestó Brian.

– Riddock sí. Porque era muy observador. No hablaba mucho, pero se fijaba en todo – Brendan se tocó una sien-. Y era muy inteligente. Como yo. Y un poco como Liam.

– ¿Vas a contar la historia o no? -se impacientó Sean.

– Riddoc Quinn vivía en un pueblo pequeño de la costa irlandesa, en una casa de piedra sobre un acantilado -arrancó Brendan tras aclararse la voz-. Sus padres eran personas sencillas, que no sabían leer ni escribir, pero Riddock aprendió por su cuenta. Leyó todos los libros del pueblo y, cuando se los acabó, empezó a visitar los pueblos vecinos para tomar prestados más libros. Pero no le bastaba. Además, Riddock hablaba con todos los que pasaban por el pueblo, les preguntaba por sus viajes, ansioso por conocer el resto del mundo.

– ¿Va a ser una de esas historias de las que se supone que tenemos que aprender algo? -murmuró Sean-. ¿Como que hay que estudiar y no faltar al colegio?

– No interrumpas o te toca a ti contar la historia -respondió Brendan-. Y debes de ser el que peor las cuenta en todo Southie.

– ¡Sigue! -le pidió Liam.

– Riddoc y su familia vivían cerca de un gran hechicero llamado Aodhfin y Aodhfin tenía dos hijas: Maighdlin y Macha. Aodhfin les regalaba todo tipo de caprichos, les daba cualquier cosa que deseasen, era capaz de sacar de la nada vestidos preciosos. La bella Maighdlin se volvió egoísta y codiciosa. Su hermana Macha, en cambio, era sencilla y cándida. Maighdlin le exigía más y más regalos a su padre, dándose aires de princesa, mientras que Macha se concentró en sus estudios, aprendió latín y griego, leyó numerosos libros -continuó Brendan-. Aodhfin sabía que algún día tendría que decidir a cuál de las dos legar sus poderes mágicos. Aunque Maighdlin era avara y poco afectuosa, Aodhfin sabía que podía convertirse en una gran hechicera, quizá la mejor de los alrededores. Pero Macha tenía buen corazón y era generosa, la clase de persona que utilizaría sus poderes para hacer el bien. Dividido entre las dos hijas, el viejo hechicero pasó muchas noches en vela, ponderando su decisión. Pidió consejo a sus amigos, pero estos no se pronunciaban, por miedo a equivocarse y a sufrir las consecuencias más adelante. Un día, mientras paseaba por el bosque, Aodhfin se encontró a un campesino y le pidió su opinión. El campesino sonrió y le recomendó que le preguntara a Riddoc Quinn, pues él lo sabía todo y podría darle una respuesta.

– Seguro -dijo Liam-. Riddoc Quinn era el chico más listo de Irlanda.

– Pero no sólo sabía lo que había aprendido en los libros. Comprendía a los demás, sus defectos y virtudes, pues había hablado con muchas personas en su búsqueda de conocimiento y había aprendido de todos ellos -prosiguió Brendan-. Así que Aodhfin hizo llamar a Riddoc Quinn para que fuese a su casa, un castillo oscuro en medio del bosque. El viejo hechicero no podía creerse que aquel chico harapiento fuese la persona que buscaba. «He oído que eres muy sabio», dijo el hechicero. Riddoc asintió con la cabeza. «Entonces dejaré la decisión en tus manos», dijo el hechicero. «Elige entre mis dos hijas cuál será una gran hechicera. Pero antes has de decirme cómo piensas decidirlo». Riddoc se quedó pensando un buen rato. «Les haré tres pruebas», contestó. «Y deberán responder con sinceridad».

– ¿Pruebas?, ¿como los dictados del colegio? Qué historia más tonta. Yo quiero la de Odran -protestó Sean.

– Es la forma más justa de decidir -contestó Brian.

– El día de las pruebas se acercaba y al hechicero le daba miedo que Riddoc no fuese la persona adecuada. Al fin y al cabo, no poseía poderes mágicos. Sólo era un chico normal y corriente. Quizá fuese mejor recurrir a la magia, a una poción o un conjuro que lo ayudara a tomar la decisión. Para la primera prueba, Riddoc colocó tres objetos en una mesa: un rubí, una perla y una simple piedra alisada por el mar. Cuando les pidió que eligiesen la piedra más bella, Maighdlin no dudó en escoger el rubí, pues era la de más valor. Pero cuando le preguntó a Macha, eligió la piedra del mar.

– Macha es tonta -dijo Sean-. No puede ser hechicera.

– Eso creía el hechicero también -continuó Brendan-. ¿Cómo iba Macha a ser hechicera si ni siquiera era capaz de reconocer el valor de una joya? Pero Riddoc advirtió que Macha reconocía la belleza de las cosas sencillas. La siguiente prueba fue más difícil. Riddoc presentó tres hombres ante las chicas: un caballero apuesto, un comerciante adinerado y un monje. Le dio una bolsa de monedas de oro a Maighdlin y le pidió que se las diera al hombre que más las necesitaba. Pero Maighdlin no estaba dispuesta a dejarse engañar. Le dio un tercio al caballero para que la protegiese, un tercio al comerciante a cambio de una aventura de seda y otro al monje para que velara por su espíritu. Cuando Macha entró en la sala y se enfrentó a la misma elección, se quedó con las monedas de oro. «No puedo dar el dinero a ninguno de estos hombres, pues ninguno de ellos lo necesita», explicó. «El caballero está protegido por su linaje. el comerciante se gana la vida con los productos que vende. Y el monje ha hecho voto de pobreza. ¿Dónde está el campesino pobre que se ha quedado sin cosecha o la madre sin medios para alimentar a sus hijos?»

Brian se acurrucó en la cama, se cubrió con la colcha hasta la barbilla. Las ventanas seguían retemblando por el viento, pero, mientras oía la historia de Brendan, era como si el mundo real desapareciese. Podía imaginarse el castillo del hechicero, el bosque arbolado. Veía la casita de campo de Roddic junto al acantilado. Aunque había nacido en Irlanda, no recordaba nada del país. Pero en esos momentos lo sentía en las venas.

– El viejo hechicero suspiró. Macha era demasiado compasiva para manejar los poderes de la magia. Pero Riddoc supo que Macha era amable, generosa y comprensiva con los menos afortunados. Sólo le quedaba por plantearles la última prueba. «Hacedme una pregunta», les dijo. «Sobre lo que deseéis saber más que ninguna otra cosa». Ambas permanecieron en silencio un buen rato. «¿Seré la hechicera más poderosa de Irlanda?», preguntó por fin Maighdlin. «¿Encontraré el amor verdadero?», quiso saber Macha. Lo cual demostró lo que Riddoc ya sabía: Macha tenía el corazón más puro. Entonces se giró hacia el hechicero y le dijo que debía concederle sus poderes a Macha.

– Qué empalagoso -murmuró Sean-. Supongo que ahora Riddoc la besará, se enamorarán y se casarán.

_Todavía no -dijo Brendan-. Porque antes de morir el hechicero. Maighdlin se llevó a Macha bosque adentro y la abandonó en medio de la espesura, convencida de que la devorarían los lobos o se moriría de hambre.

– ¿Se murió? -preguntó Sean.

– No. Porque Riddoc ya había imaginado que Maighdlin intentaría hacerle daño. Vigilaba a Macha y seguía a las hermanas allá donde fueran. Y la rescató del bosque. La devolvió al castillo y le contó al hechicero la maldad de Maighdlin. Sólo entonces supo el hechicero la respuesta a su pregunta. Ya podría morir tranquilo. Así que Macha se convirtió en hechicera. Y Riddoc en su consejero de más confianza.

– ¿Y Maighdlin? -preguntó Brian.

– Se convirtió en una rana. Una rana resbaladiza con nariz morada.

Brian rió, Liam también soltó una risilla. Sean parpadeó confundido:

– ¿No intentó convertir a Riddoc en sapo?

– No, era demasiado listo para permitírselo -contesto Brendan. Carraspeó y continuó con la historia-. Al cabo de un tiempo, Macha y Riddoc se casaron. Y tuvieron hijos, que tuvieron hijos, que tuvieron hijos. Pero ninguno de ellos necesitaron poderes mágicos, pues heredaron algo más valioso de su padre: una mente despierta y sed de conocimiento.

– ¿Estás seguro de que Riddoc no tiró a Macha por el acantilado? -pregunto Sean-. Quizá se la llevó al bosque y le cortó la cabeza. Papá cuenta las historias de otra forma.

– Esta historia es mía, no de papá.

Brendan siempre contaba las historias de los increíbles Quinn de otra forma, pensó Brian. En sus versiones, las mujeres no eran siempre las villanas.

– A mí me gusta como la has contado.

– Me alegro. Así que ya sabéis que descendemos de reyes y princesas, caballeros y damas, campesinos sencillos y hechiceras poderosas – Brendan se levantó de la cama y tapó con la colcha a los tres hermanos-. Hora de dormir. Es tarde -añadió justo antes de salir de la habitación y apagarles la luz.

Se quedaron a oscuras. Sean se dio la vuelta, tirando de las sábanas. Liam se volteó también, acurrucándose contra Brian en busca de calor y seguridad. Brian le pasó un brazo sobre la cabeza y se quedo mirando al techo. Seguía pensando en la historia de Riddoc Quinn. Le gustaba: el chico listo y la hechicera viviendo en el castillo del bosque.

– ¿Crees que papá está bien? -preguntó Liam con timidez.

– Papá es un Quinn. Es como Riddoc. Es listo -murmuró Brian.

– Tengo miedo. ¿Qué pasa si no vuelve? Vendrán a casa y nos separarán. No volveremos a vernos -dijo con voz trémula, a punto de llorar.

– Conor no lo permitiría -dijo Brian al tiempo que acariciaba el pelo de su hermano pequeño-. Siempre estaremos juntos. No te preocupes, Li.

El chiquillo emitió un pequeño sollozo y se hizo un ovillo bajo la sábana. Brian cerró los ojos. Pero no consiguió conciliar el sueño. Cuando la casa se quedó en silencio, salió de la cama, agarró el abrigo de invierno y se lo puso para guarecerse del frío. Mientras pasaba por delante de la otra habitación, asomó la cabeza y vio a sus hermanos mayores tendidos en sus camas.

Las escaleras crujieron mientras bajaba. Cuando llegó al recibidor, se sentó frente al televisor portátil que Dylan había rescatado de un contenedor. Lo encendió, una figura con puntos de nieve iluminó la pieza. La antena apenas captaba la señal, Brian casi no veía al hombre del tiempo que estaba de pie frente al mapa.

– En directo Canal WBTN. La tormenta está empeorando. Las olas que golpean las costas de Nueva Inglaterra han obligado a desalojar sus casas a muchos habitantes. El barómetro sigue bajando, lo que significa que aún no hemos superado lo peor. Según informes, centenares de barcos se han soltado de sus amarras o han quedado destruidos. Muchos botes pesqueros también han sufrido accidentes, un golpe duro para un colectivo que ya ha pasado un verano desgraciado.

Brian se inclinó hacia adelante, tratando de estudiar el mapa, preguntándose en qué parte del Atlántico se encontraría su padre. Había trazado la ruta en el atlas del colegio, pero allí era muy fácil. Ya había montado en barco y sabía por experiencia que en el mar no era tan sencillo orientarse.

– Mientras tanto, los guardacostas no dejan de recibir llamadas de socorro de pescadores y marineros atrapados en el mar. El barco Selma B se hundió tras inundarse, pero un helicóptero logró rescatar a la tripulación. El Willow llegó a puerto hace unas horas, después de una intensa búsqueda de los guardacostas.

Brian sintió un nudo en el estómago. Todos sabían los peligros a los que se exponían los barcos pesqueros. Una vez el profesor de Brendan había dicho que la pesca comercial era la profesión más peligrosa de todas, mucho más peligrosa que conducir un coche de carreras o pilotar un avión. Nunca se había olvidado de esas palabras y, de pronto, le pesaban como si un bloque de cemento le oprimiese el pecho.

Miró al hombre de la pantalla. Si llegaba a ocurrirle algo al Increíble Quinn, él sería el primero en saberlo. Sabría si el barco se estaba hundiendo. Si Seamus estaba vivo o muerto. Como Riddoc Quinn, el hombre del tiempo lo sabía todo.

Brian apoyó la barbilla sobre las rodillas flexionadas, tembló, se negó a abandonarse al llanto.

– Algún día yo seré el primero en saberlo todo. Y entonces no tendré que volver a preocuparme.

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