Capítulo 1

La sala de prensa era el ejemplo perfecto de un caos controlado. Los fines de semana siempre eran una locura, con los empleados más jóvenes del canal trabajando mano con mano con los dinosaurios de la plantilla. Brian entró en su despacho. Se alisó la camisa; no solía llevar esmoquin y, cuando lo hacía, le resultaba muy incómodo.

Se miró al espejo. Lo cierto era que causaba sensación entre las mujeres. ¿Qué tenían los esmóquines y las pajaritas que hacían derretirse al género femenino? No tenían nada de especial. Eran como unos vaqueros gastados y una camiseta, ¿no?

Frunció el ceño. Lástima que no se tratara de un simple acto de sociedad. Aunque habría unas cuantas mujeres bellas en la fiesta de recaudación de fondos de esa noche, Brian asistía por asuntos de trabajo. Y él nunca mezclaba el placer con los negocios.

– Mírate.

Brian se giró hacia la izquierda y vio a Taneesha Gregory, apoyada contra una de las paredes del despacho, con una sonrisa ancha y los ojos chispeantes de buen humor. Taneesha era su cámara favorita, o la diosa de la cámara, como le gustaba llamarse. Descarada y valiente, a menudo se veía obligada a hacerse hueco a codazos entre una multitud de compañeros gráficos másculinos para conseguir la mejor foto, plantando la cámara frente a la cara del interrogado para cazar los matices expresivos de su reacción. En los casos de investigación difíciles, Taneesha era la colaboradora perfecta.

– No te rías -la advirtió Brian.

– Estás estupendo -dijo ella entre risas. Se acercó a ajustarle el nudo de la pajarita-. Pero me parece demasiado elegante para el noticiero de las once -añadió apuntando al esmoquin.

– No es para eso. El noticiero es mañana – contestó Brian-. Estoy trabajando en una historia.

– Espero que no me necesites para esa historia. Sabes que no me pongo…

– Vestidos -completó Brian-. Sí, lo sé. La última vez que te pusiste un vestido fue el día de tu boda.

– Exacto -Taneesha le sacudió una pequeña pelusa del hombro-. Y le he prometido a Ronald que me pondría un vestido en nuestras bodas de plata. Todavía faltan quince años.

– Tranquila -dijo él-. De momento sólo tengo una pista. Richard Patterson, el explotador inmobiliario de nuestro querido barrio, celebra una fiesta de recaudación de fondos. Pienso colarme y echar un vistazo a los invitados.

– ¿Todavía sigues con ese rollo? Como el jefe se entere de que estás detrás de Patterson, te cortará la cabeza. ¿O has olvidado el dinero que Patterson gasta en publicidad en nuestra cadena?

– Tiene seis restaurantes de comida rápida y una tienda de coches, que no representan más que una parte de su volumen comercial. Además, la política de la emisora establece que los departamentos de ventas y noticias son independientes.

– Eso dicen, pero WBTN no existiría sin el dinero de la publicidad. Y acabarías teniendo que retransmitir tu historia desde una azotea.

– Sé que tengo una historia -insistió Brian-. Lo presiento. Voy a acorralarlo y veré qué pasa. Total, ¿qué puede hacer? Estará rodeado de un montón de ricachones ansiosos por trepar un peldaño en la escala social. Tendrá que comportarse.

– ¿Estás loco? Te echarán en cuanto…

– ¿No crees que el público tiene derecho a saber qué pasa? Tres constructoras se pasan siete años de juicios para conseguir esos terrenos. Patterson llega y consigue el contrato en cuestión de semanas. Quiero saber cuánto ha pagado y quién se ha llevado el dinero.

– Esos tipos saben cubrirse las espaldas.

– Acuerdos inmobiliarios oscuros, negociaciones secretas y un montón de dinero pasando de unas manos a otras. Antes o después se relajarán y cometerán un fallo. Patterson consigue los contratos con demasiada facilidad. Mi cuñado Rafe Kendrick es contratista y hasta él está convencido de que Patterson no es trigo limpio,

– ¿Eres consciente de que el dueño de este canal es un viejo amigo de Richard Patterson? Desde luego, es una buena manera de acabar en el paro.

– Me he convertido en el corresponsal de investigación con más audiencia de Boston en menos de un año -Brian rió-. No me van a despedir.

– Pero quizá no te ofrezcan los telediarios del fin de semana. Y sabes que el encargado del fin de semana será el que sustituirá a Bill cuando se jubile dentro de dos años.

Los rumores se sucedían desde hacía semanas, pero Brian trataba de no hacerles caso.

– ¿Crees que quiero pasarme el resto de mi carrera sentado delante de una cámara leyendo noticias? -preguntó.

– Dar en cámara das de maravilla -respondió ella.

No debería haberle extrañado el comentario. Había subido rápidamente en el canal y, aunque quería creer que se debía a su calidad como periodista, sospechaba que tenía mucho que ver con su imagen. Las encuestas eran elocuentes: era el reportero con más tirón para las mujeres de entre veintiún y cuarenta y nueve años. Y tampoco eran malas sus cifras con el público masculino. A ellas les gustaba su físico y a ellos que fuese un hombre corriente de Southie. Los habitantes de Boston confiaban en que Brian Quinn les contaba la verdad.

– Puede que dé en cámara, pero me falta vocación para eso. Me pasa como a ti. Somos iguales. Nos gusta estar en la calle.

– Si no quieres el ascenso, ¿por qué trabajas tanto?

– Porque me gusta ser el primero en saber las cosas -Brian se encogió de hombros.

– ¡Taneesha! Tenemos una alarma de incendio en Dorchester. Ve a cubrirlo.

Taneesha se giró e hizo una señal a uno de los periodistas jóvenes, que ya corría hacia la salida.

– Nos vamos -dijo y sonrió a Brian-. Cuando tengas la historia, no te olvides de tu diosa de la cámara favorita. Pondré el objetivo tan pegado a la nariz de Patterson que podremos leer lo que está pensando.

– Cuento contigo -contestó él justo antes de que Taneesha se diera la vuelta y echara a correr hacia el camión de prensa. Luego, abrió el cajón del escritorio y sacó una grabadora de mano. Mientras introducía una cinta nueva, pensó en las palabras de su compañera.

Sabía que la directiva tenía planes para él, que se estaba convirtiendo en la nueva cara de WBTN. Aunque había disfrutado de su ascenso meteórico, Brian sabía lo que quería y no era un trabajo en los estudios de televisión, por muy bueno que fuese el sueldo. Lo único que de verdad le importaba era contar buenas historias.

Al terminar la universidad, se había propuesto trabajar para la prensa escrita. Así que había hecho prácticas con un par de periódicos pequeños en Connecticut y Vermont. Pero había querido volver a Boston y al ofrecerle un puesto como redactor en plantilla para el canal WBTN, había aceptado sin dudarlo. Nunca había imaginado que subiría tan deprisa.

Brian se guardó la grabadora en la chaqueta y sacó del bolsillo de los pantalones las llaves del coche. Mientras caminaba hacia la salida, siguió dándole vueltas a la advertencia de Taneesha. Llevaba más de un año trabajando con ella y siempre había acertado en sus consejos, profesionales o personales. Pero el instinto le decía que, en contra de la opinión popular, su carrera no iba dirigida en esa dirección. Y Brian confiaba en su instinto.

No le importaba tener que dimitir en ese momento y volver a empezar de cero, encontrar un trabajo en un periódico decente y volver a abrirse camino. Pero tenía treinta años. A esa edad, se suponía que debía ir teniendo la vida en orden, las prioridades definidas. Claro que no había crecido en una familia convencional, lo que quizá era una buena excusa.

Vivir bajo el techo de la familia Quinn había enseñado a los seis hermanos a vivir el momento. Su padre, Seamus, casi nunca estaba en casa, pues su trabajo como pescador lo obligaba a pasar semanas seguidas enteras en el mar. Y la madre de Brian los había abandonado cuando este sólo tenía tres años. Él y sus hermanos se habían criado por su cuenta, teniendo a Conor, el mayor de los hermanos, como auténtica figura paternal.

Todos se habían metido en más de un lío, pero él y su hermano, Sean, habían sido los más rebeldes. Se las habían arreglado para conseguir un buen historial de delitos menores, aunque, por suerte, Conor había empezado a trabajar como policía antes de que se metieran en mayores problemas. Los había metido en la cárcel tres días tras robar el coche de un vecino y los había obligado a pasarse las vacaciones de verano pintando la casa del tipo. El castigo había servido para que Sean y él decidieran que no merecía la pena seguir por ese camino.

Así que él había centrado sus energías en los estudios y había aceptado un trabajo a media jornada, cargando periódicos en los camiones del Globe. Y al finalizar el instituto, se había convertido en el segundo Quinn en matricularse en la universidad, después de su hermano Brendan. Tenía que escoger una carrera y, al ir a inscribirse, le había preguntado a una chica guapa que hacía cola delante de él qué iba a estudiar. Periodismo no había estado entre sus primeras opciones, pero había resultado ser un buen sitio para conocer chicas apasionadas. Y las clases habían resultado sorprendentemente interesantes; sobre todo, después de descubrir que se le daba bien contar historias.

Brian echó una carrerita hasta el aparcamiento donde tenía el coche. Con un poco de suerte, conseguiría lo que quería pronto y podría pasar el resto de la noche del sábado en el pub de Quinn, relajándose con una pinta de Guinness y seduciendo a alguna mujer bonita. Brian sonrió. Quizá hasta se dejaba puesto el esmoquin. Seguro que conseguiría llamar la atención de un buen puñado de bellezas.

– Primero el deber, luego el placer -murmuró mientras arrancaba.


Cuando recogieron las mesas y la orquesta empezó a tocar, Lily Gallagher estaba lista para irse a casa… o volver al hotel, que era su casa en esos momentos. Se apoyó en la barra y pidió su primera copa de champán. Luego, hizo una mueca de dolor, martirizada por el calzado que había elegido. Aunque los zapatos hacían juego con el vestido, no eran para una larga velada de pie.

Había llegado al aeropuerto de Boston esa misma tarde, procedente de Chicago, intrigada por la razón por la que la habían llamado. Richard Patterson se había puesto en contacto personalmente con su jefe en la empresa de relaciones públicas DeLay Scoville para solicitar sus servicios. Según Don DeLay, Richard Patterson estaba dispuesto a pagar un adelanto jugoso sin dar explicaciones del motivo por el que la quería.

Y no iba a negarse. Ese trabajo podía ser su billete hacia la directiva, a un paso de la vicepresidencia. Aunque no le habían dado ninguna pista, Lily sospechaba la razón por la que la habían elegido. Patterson era un pez gordo del sector inmobiliario y el año pasado ella había llevado un gran escándalo sobre una constructora inmobiliaria de Chicago.

Estaba especializada en momentos críticos. La gente la llamaba cuando las cosas se ponían feas y ella se encargaba de arreglarlas. Durante el vuelo, Lily se había leído todo lo que había podido reunir sobre Inversiones Patterson, empresa en poder de centros comerciales, moteles y restaurantes de comida rápida. Richard Patterson tenía contactos políticos y, a pesar de sus orígenes humildes en un barrio de clase trabajadora en Boston, su negocio subía como la espuma.

Para Lily, había sido un alivio recibir una oferta para trabajar fuera de Chicago, aunque echaba de menos su casa nueva y a su mejor amiga, Emma Carsten. Trabajaban juntas en la agencia y solían hablar de montar su propia empresa. Pero tenía una hipoteca que pagar y, por el momento, trabajar para DeLay era un paso adelante que no podía dejar de dar.

Esperaba que Patterson estuviese hundido en una buena crisis a la que hincarle el colmillo o algún problema político espinoso que pudiese solucionar. Resolvería lo que tuviese que resolver y unos meses después volvería a Chicago con una experiencia sobresaliente para su currículo. Luego, exigiría el ascenso.

– ¿Lily?

Se giró y encontró a Richard Patterson frente a ella. Era un tipo atractivo, de cuarenta y pico, con el pelo gris por los lados y modales impecables. Llevaba un esmoquin a medida, probablemente de uno de los mejores diseñadores en moda masculina. Si no hubiese sido un cliente, y no hubiese estado casado, Lily podría haberlo considerado una opción. Pero ella nunca mezclaba el placer con los negocios.

– Una fiesta estupenda -dijo ella-. Ha hecho un trabajo excelente como anfitrión, señor Patterson.

– Yo no he hecho nada -Patterson esbozó una sonrisa forzada-. Contraté a una persona para que organizara la fiesta y mi mujer se ocupó del resto. Mire, tengo que irme. Tengo que tomar un avión. Una emergencia con un grupo de inversores de Japón. Sé que no hemos tenido oportunidad de hablar y voy a estar fuera los próximos días. Pero quiero que el lunes llame a mi secretaria. Le programará citas con los principales miembros de la directiva.

– Perfecto. Necesito saber todo lo que pueda. Si me dice en qué quiere que trabaje, quizá pueda preparar las entrevistas y la siguiente vez que nos veamos…

– Ya hablaremos de eso el martes -atajó él.

– De acuerdo.

– Si necesita algo, llame a la señora Wilburn.

Boston es una ciudad bonita en junio. Salga, haga turismo -dijo, se dio media vuelta y se marchó.

Lily se quedó extrañada. No entendía por qué la había hecho ir ese día para acudir a la fiesta. Miró a su alrededor y decidió que esperaría a que Richard se fuera. Luego daría la noche por terminada. Dio otro sorbo de champán mientras estudiaba las parejas que bailaban en la pista. La decoración de la sala de baile del hotel Copley Plaza se asemejaba a los jardines de Versalles. Había fuentes, cenadores con flores fragantes, pequeñas luces blancas que creaban el más romántico de los ambientes. Suspiró.

Tenía más razones para alegrarse de dejar Chicago. Acababa de romper oficialmente su compromiso con el fiscal Daniel Martín. Después de dos años de salir juntos y cuatro meses de compromiso, había creído que por fin había encontrado al hombre de sus sueños… hasta que lo encontró desnudo, acostado con una morena de aspecto exótico y grandes pechos de silicona. Jamás había imaginado que la engañaría de ese modo y su única excusa había sido que no estaba preparado para el compromiso.

Lily se había organizado la vida en torno a ese hombre, había planeado su futuro con él y, de pronto, todo había terminado. Dio otro sorbo de champán y miró a los invitados. Quizá fuera hora de tranquilizarse, dejar de perseguir el amor a la desesperada y disfrutar de un poco… de lujuria. Había dado un primer paso hacia su independencia comprándose una casa a su nombre nada más.

– Sé exactamente lo que necesito en estos momentos -murmuró Lily-. Una aventura de una noche, agradable y muy apasionada.

No se dedicaba a buscar tipos raros, pero los hombres que se habían cruzado en su vida siempre habían tenido algún extraño inconveniente: tenían miedo al compromiso o estaban casados con alguien a quien olvidaban mencionar, eran fríos o fetichistas con el calzado femenino, estaban planteándose un cambio de orientación sexual o eran casanovas como Daniel. Hasta había intentado mantener una relación a distancia con un escritor de Los Ángeles, pero él había terminado enamorándose de una actriz insulsa.

Había llegado el momento de poner ella las condiciones. Sería ella la que no estuviera disponible, y no tendría intención de compromiso alguno; sólo estaría en Boston unos meses trabajando y no buscaba una relación a largo plazo. Evitaría cualquier tipo de atadura y se limitaría a divertirse.

Volvió a suspirar. Aquella fiesta de recaudación de fondos sería el último lugar donde podría encontrar un hombre soltero. La única razón por la que un hombre asistía a un acto de beneficencia era que sus mujeres los habían presionado para que las acompañaran. De hecho, la mayoría de los hombres presentes preferirían estar en otra parte. Lily siempre había imaginado que ella planearía un acto benéfico alternativo, de modo que la gente pagara por no asistir y el dinero recaudado fuera íntegramente a la organización benéfica y no se destinara a pagar la decoración.

Aprovechó el paso de un camarero para agarrar de la bandeja otra copa de champán y miró hacia los balcones, resuelta a encontrar una mesa en la segunda planta, desde la que observar la fiesta en paz. Minutos después, se sentó en una esquina tranquila al otro lado de la orquesta. Se descalzó, se frotó los pies y empezó a sentir el cosquilleo del champán que ya había bebido. Cuando un camarero le ofreció otra copa, Lily aceptó y la puso al otro lado de la mesa, como si estuviese esperando a alguien.

– Una mujer tan bonita no debería estar sola. Lily levantó la mirada hacia el hombre que se había acercado. Aunque era atractiva, su sonrisa parecía demasiado… ensayada. Llevaba el pelo engominado hacia atrás y un esmoquin que le sentaba fatal. Aun así, decidió darle una oportunidad.

– Estoy a gusto -contestó. El hombre corrió la silla situada frente a Lily y se sentó, a pesar de la copa.

– Pues yo no -dijo él-. Estoy solo y todos los demás parecen acompañados. Soy Jim Franklin.

– Lily -se presentó ella.

– ¿Lily a secas?

– Lily Gallagher.

– Bueno, Lily Gallagher, ya que parece que los dos estamos solos, quizá podamos estar solos juntos. Háblame de ti -dijo. Lily abrió la boca para responder, pero Jim Franklin no esperó a que contestase-. Yo soy analista de inversiones en Bardweil Fleming. No sé si lo sabes, pero estas fiestas son un negocio estupendo. Siempre consigo captar algún cliente. No vendemos acciones ni letras, pero ofrecemos nuestros servicios de análisis para todo tipo de inversiones. Llevo cuatro años en Boston. Me trasladaron de la sede de Nueva York.

A pesar de sus intenciones, ligar no era tan simple. Primero tenía que encontrar un hombre que la atrajera. Y Lily ya sabía que ese tipo no le subía la temperatura.

– Bueno, ¿tú a qué te dedicas, Lily?

– Señor Franklin, me temo que no estoy interesada en…

– Jim -insistió él-. ¿Tienes un plan de jubilación?, ¿has invertido tu dinero inteligentemente? Lily agarró su copa, la vació y se puso de pie.

– Voy por más champán. Si me disculpas…

– Se está acercando un camarero -dijo Franklin con una sonrisa de oreja a oreja.

Lily reprimió una palabrota y volvió a sentarse. Si aquello no era una tortura, andaba muy cerca. No solía ser descortés, menos en el trabajo, pero no creía que Richard Patterson fuese amigo de Jim Franklin, analista de inversiones.

Mientras este peroraba sobre activos líquidos y bonos del Estado, Lily dejó vagar la mirada, intercalando algún monosílabo de tanto en tanto para contestar a alguna de las preguntas de Franklin. Dibujó una sonrisa forzada y se preguntó cuánto tiempo tendría que soportar el monólogo de Franklin. Buscó alguna excusa para acabar con aquel tormento sin parecer ruda. Entonces, se fijó en un hombre que estaba detrás de Franklin, de pie, apoyado contra una columna de mármol, con una sonrisa divertida en los labios.

Lily desvió la mirada de inmediato, pero cuando volvió a girarse, descubrió que el hombre seguía observándola. Luego, él miró el reloj, fingió bostezar y Lily no pudo evitar sonreír. Dio otro sorbo de champán, contemplando al desconocido sobre el borde de la copa.

A diferencia de Jim Franklin. el otro hombre sí que era despampanante. El pelo negro, bien cuidado, le caía hasta el cuello de la camisa. Sus cejas oscuras resaltaban el color indeterminado de los ojos, de un matiz tan poco corriente como atractivo. Era más alto que la media, de complexión elegante, y llevaba un esmoquin que acentuaba la envergadura de los hombros y su estrecha cintura.

Cuando subió a la cara, el hombre sonreía abiertamente. Asintió con la cabeza, como si supiera lo que estaba pensando Lily. Y luego echó a andar hacia ella. Lily contuvo la respiración, sin apartar la vista de los ojos del desconocido, con el corazón un poco acelerado.

– Cariño -dijo al llegar a la mesa-, te he estado buscando por todas partes.

Estiró un brazo y, vacilante, Lily le agarró la mano que le había ofrecido. Se sorprendió cuando se la llevó a los labios y le besó cerca de la muñeca. Tragó saliva.

– Te estaba esperando, corazón -dijo ella-. Has tardado.

– Espero que no mucho. ¿Me perdonas?

– Por supuesto -Lily recogió los zapatos y se puso de pie-. Gracias por tus consejos, Jim. Diviértete en la fiesta.

El desconocido le colocó la mano en el codo y echó a andar hacia la salida más cercana. Cuando llegaron al vestíbulo, se paró.

– Ya estás a salvo.

– En realidad no estaba en peligro -dijo Lily-. A no ser que te puedas morir de aburrimiento.

– Con un tipo así, nunca se sabe. No me apetecía verte saltar por la barandilla para librarte de él.

– Gracias por salvarme.

– No hay de qué. Bueno, ¿has venido sola o te ha abandonado tu acompañante? -preguntó el hombre-. ¿O habías venido con ese hombre?

– Estoy sola -contestó Lily-. Por trabajo.

– ¿Y cuándo terminas ese trabajo?

– Tal que ya -Lily sonrió. De pronto, ya no tenía ganas de volver al hotel. Acababa de conocer a un hombre atractivo, guapo y simpático, cosa poco habitual para ella-. ¿Y tú qué? Supongo que también habrás venido aquí por algún motivo, aparte de para rescatarme del apasionante señor Franklin.

– Lo cierto es que me he colado. La orquesta sonaba bien y decidí entrar a ver el ambiente. Pero la gente me parecía demasiado estirada… hasta que te vi -el hombre la miró de arriba abajo-. ¿Te han dicho ya que estás increíble con ese vestido?

– Por supuesto -contestó ella, siguiéndole el coqueteo-. Todavía no sé tu nombre.

– No, nada de protocolos. Y nada de hablar de trabajo. Ni de dónde somos. La conversación sobre el tiempo también queda descartada.

– De acuerdo -respondió Lily, intrigada por el juego que le proponían-. Podemos hablar de arte, música, literatura. Pero tengo que llamarte de alguna forma.

– Corazón sonaba bien -dijo él con una sonrisa diabólica.

– Entonces llámame tú «cariño» -replicó Lily. Aunque la conversación tenía un tono provocador, no pudo evitar soltar una risilla. A juzgar por la expresión de su rostro, era evidente que el desconocido se estaba tomando la situación con la misma alegría que ella.

– Cari en diminutivo -precisó él-. Venga, cari. Están tocando nuestra canción. ¿Bailamos? -añadió justo antes de quitarle los zapatos de la mano, lanzarlos por detrás del hombro y encaminarse hacia las escaleras.

Lily se quedó mirándolo unos segundos, los ojos clavados en sus hombros anchos. ¿Por qué no disfrutar de aquel apuesto desconocido una noche y dejarlo estar? Había pensado en tener una aventura con un hombre y, desde luego, ese estaba a la altura de sus expectativas. Y si se hacía a la idea de que no cabía la posibilidad de mantener una relación duradera, no volverían a hacerle daño.

– ¿Vienes, corazón? -le preguntó él al ver que seguía parada.

Lily sonrió antes de ponerse en marcha y darle alcance.

– ¿Ya has olvidado mi nombre? Yo soy cariño. Tú corazón.

La orquesta acababa de empezar su interpretación de Isn't It Romantic cuando Brian introdujo a la bella desconocida del vestido dorado en la pista de baile. La rodeó con un brazo y luego la acercó contra su cuerpo, moviéndose al compás de la música. El vestido tenía un escote pronunciado por la espalda y le sorprendió la suavidad de su piel.

Los negocios habían cedido el paso rápidamente al placer. Al llegar, no le había costado convencer al portero para entrar; pero no había encontrado la oportunidad de dirigirse a Richard Patterson. Según uno de los invitados, Patterson se había marchado hacía unos minutos debido a una emergencia de trabajo. Brian había decidido subir al balcón para localizar a alguno de los colegas de Patterson. Pero nada más posar los ojos en la chica del vestido dorado, se había olvidado de cualquier otra cosa.

– Bailas muy bien -dijo ella.

– Tú también.

Le divertía el juego. Pero no estaba seguro de dónde terminaba este y dónde empezaba la realidad. La chica se comportaba como si no lo reconociese, cosa difícil de creer cuando su cara estaba en un montón de vallas publicitarias por toda la ciudad. Quizá no viera las noticias. O quizá no fuera de Boston.

Estaba dispuesto a seguir el juego, al menos de momento. Aunque había seducido a bastantes mujeres, siempre había sido muy directo. Esa vez, en cambio, era distinto. Habían establecido unas reglas. ¿Servirían para protegerlos de sus deseos o para liberarlos de sus inhibiciones?

– Mi madre me apuntó a clases de baile de los siete a los doce años -comentó Lily-. Decía que algún día me haría falta. Yo no la creía, pero supongo que tenía razón. ¿Y tú? -preguntó tras pasar la mano por uno de sus hombros.

– En mi caso es un don natural. Además, es muy fácil bailar bien con una mujer que sabe.

Brian la miró y no pudo apartar los ojos de su cara. Era bonita, tenía ojos verdes, luminosos, una cascada de rizos castaños, algunos de los cuales le bailaban sobre la frente y las mejillas. Brian contuvo el impulso de retirárselos.

Pero luego pensó que no tenía por qué frenarse. La actitud de la desconocida no daba a entender que se molestaría si la tocaba. De modo que le acarició una mejilla y le puso los rizos detrás de la oreja. Por un instante, Lily se quedo sin respiración, sus miradas se enlazaron. Hasta que Brian la sujetó por el talle y la inclinó hacia atrás.

Siguieron bailando, dando vueltas por la pista como Ginger Rogers y Fred Astaire. De hecho, lo sorprendía la facilidad con la que se compenetraban. La mujer parecía anticipar todos sus movimientos. Con ella al lado, parecía el mejor bailarín de la pista. Y, a sus ojos, ella era la mujer más bella de la fiesta.

– Si no hablamos de trabajo, del tiempo ni de dónde somos, ¿de qué podemos hablar? – preguntó ella.

– De lo que quieras -repuso él-. Tú me haces cinco preguntas y yo te hago otras cinco. De lo que sea. Sin restricciones. Y tenemos que responder con sinceridad. Seguro que dará pie a una conversación interesante, ¿no te parece?

– Empiezo yo -dijo Lily-. ¿Estás casado?

– No, nunca lo he estado. ¿Y tú?

– Tampoco, nunca -contestó ella. La orquesta pasó a Embraceable You y siguieron bailando-. Estuve a punto una vez, pero no salió… ¿Estás saliendo con alguien? -añadió tras considerar la segunda pregunta.

– ¿Vas a gastar una pregunta en eso, cariño? -Brian sonrió, negó con la cabeza-. No, no estoy con nadie. Y no voy a devolverte esta pregunta, me da igual si tienes pareja. Ahora estás aquí, conmigo, y es lo único que importa.

– Otra pregunta -dijo ella-. ¿Cómo te llamas?

– Brian, Brian Quinn -contestó. Esperó a que la mujer le dijera el suyo, pero comprendió que tendría que gastar una pregunta para saberlo-. ¿Y tú?

– Lily Gallagher. Yo llevo tres, tú dos. ¿Quieres preguntarme algo?

– ¿Vives en Boston? -quiso saber Brian, incapaz de contener la curiosidad.

– Estaré una temporada aquí, pero vivo en Chicago.

De modo que, realmente, no sabía quién era. Eran dos auténticos desconocidos.

– Encantado de conocerte, Lily -murmuró-. Lily, me gusta el nombre. Te pega.

– ¿Por? -Lily corrió a precisar-. Y no es una de las preguntas. Sólo curiosidad.

– Vaya, me pones a prueba. Ahora tiene que ocurrírseme algo poético sobre tu nombre o te darás cuenta de que no soy tan galante como intento aparentar.

– Me encanta la poesía, Brian Quinn.

– Me temo que sólo sé hacer quintillas.

– Adelante -lo desafió ella.

– En fin, me he metido yo solito -Brian pensó unos segundos en busca de alguna rima-. Soy irlandés, se supone que tendría que salirme de forma natural… Una mujer de Chicago. La luna en el cielo, un faro. Hablaba con un chiflado. Sobre bonos del Estado… Me presenté con descaro -improvisó y Lily soltó una carcajada.

– No está mal. Pero no responde a mi pregunta.

– Es que Lily no rima -Brian la miró hasta que ella se sintió obligada a retirar la vista-. Lily te pega porque me gusta cómo suena cuando lo pronuncio. Y creo que no he conocido a ninguna Lily, así que cuando oiga ese nombre, pensaré en ti la primera.

– Qué bonito -dijo ella tras dejar escapar un suspiro.

La miró, registrando las bellas facciones de su rostro. No tuvo que pensárselo para besarla. Bastó con inclinarse y ella estaba ahí, esperando, con los labios suaves, húmedos y dulces.

Era evidente que no podían aprovechar mejor ese momento de ninguna otra forma. Luego se retiró y siguieron bailando.

Estaba cómodo con ella entre los brazos, parecían encajar: la mano reposaba en el sitio adecuado de la espalda y sus dedos estaban hechos a la medida de su palma. La atrajo contra su pecho y notó el roce de sus caderas, sus senos contra el torso.

Brian no recordaba la primera vez que se había sentido atraído por una mujer. Había pasado mucho tiempo, había estado con un montón de mujeres desde entonces. Pero Lily tenía algo especial que no acertaba a precisar. Quizá fuese el juego que habían acordado, dos desconocidos intercambiando algo más que miradas por la noche.

Balada a balada, iba aprendiendo más de ella: su forma de moverse, el sonido de su voz, las formas de su cuerpo bajo el vestido y el olor del perfume en la curva del cuello. No charlaban de nada importante, pero cada palabra lo hacía desearla más. No sabía a qué se dedicaba, su comida favorita ni sus aficiones siquiera.

Pero sí dónde podía terminar la velada y, por primera vez desde que era un hombre adulto, Brian no sabía si quería que acabase ahí. Alejó esos pensamientos de su mente y se concentró en la música, la fragancia de su cabello, resuelto a disfrutar cada segundo, dondequiera que la noche los condujera.

Tomó aire. Era todo un descubrimiento: quizá el hecho de estar con una mujer no se reducía sólo al sexo. Quizá estaba bien que la seducción finalizara con un beso de buenas noches.

La música finalizó. Poco a poco, las luces de la pista se encendieron. Lily levantó la cabeza del hombro y miró alrededor.

– ¿Qué hora es? -preguntó con el ceño fruncido.

– Hora de irnos -dijo él-. Somos los últimos en la pista.

– No me había dado cuenta de que fuera tan tarde -comentó Lily, ruborizada.

Brian la rodeó por la cintura y la guió de vuelta a la mesa donde estaban los zapatos y el bolso.

– Vámonos -dijo al tiempo que se agachaba para ayudarla a calzarse.

Echaron a andar hacia la salida y, a medio camino, Brian vio una sala tenuemente iluminada e, incapaz de resistirse, la metió dentro y la besó. Le acarició las mejillas y se abrió paso con la lengua. Lily emitió un ligero suspiro y, cuando Brian se separó, permaneció un rato con los ojos cerrados.

– ¿Adonde vamos? -preguntó ella.

– No sé. Adonde sea. Con tal de ir juntos.

– Ten… tengo el coche afuera.

– Adelante.

Cuando llegaron a la calle, Lily le entregó al aparcacoches una tarjeta. Brian hizo una llamada fugaz por el móvil y, segundos después, se detuvo una limusina frente a ellos. No le prestó atención hasta que Lily se aproximó y el aparcacoches le abrió la puerta.

– Cuando dijiste coche, pensé que te referías a un Toyota o a un Ford -dijo él después de que Lily entrara.

– Es una limusina.

– Ya lo veo -Brian entró.

– ¿Prefieres que vayamos en tu coche? Brian pensó en su Talbot destartalado, estacionado al raso a un par de manzanas, y lo comparó con el lujoso interior de cuero de la limusina.

– No, este vale.

– ¿Adonde? -preguntó el chófer, mirándolos por el retrovisor.

Brian miró a Lily, dejándole la elección a ella.

– ¿Adonde quieres ir? -le preguntó con los ojos clavados en sus labios.

– Simplemente conduzca -murmuró mientras entrelazaba las manos tras la nuca de Brian-. Enséñenos la ciudad.

El cristal de separación hizo un ruidito mientras subía, pero Brian sólo pudo oír los latidos de su corazón mientras estrechaba a Lily entre los brazos.

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