13 Asedio

Empujadlos! —gritó Elayne. Fogoso intentó moverse, nervioso al estar rodeado por otros caballos y por mujeres a pie en una estrecha calle adoquinada, pero Elayne calmó al castrado negro con mano firme. Birgitte había insistido en que permaneciera en la retaguardia. ¡Había insistido! ¡Como si fuera una insensata sin dos dedos de frente!—. ¡Empujadlos, así os abraséis!

Ninguno de los cientos de hombres que estaban en el adarve de la muralla de la ciudad —de piedra gris con vetas blancas y cincuenta pies de altura— le hizo el más mínimo caso, claro. Probablemente ni la oían. Entre los gritos, insultos y chillidos sonaba el entrechocar de acero contra acero a lo largo de toda la ancha calle que discurría junto a la muralla y bajo el sol de mediodía suspendido en un extraño cielo sin nubes, mientras esos hombres sudaban y se mataban los unos a los otros ya fuera con espada, lanza o alabarda. La lucha cuerpo a cuerpo abarcaba un tramo de doscientos pasos de la muralla que comprendía tres de las altas torres redondas, donde el León Blanco de Andor ondeaba, y amenazaba con extenderse a otras dos; no obstante todas parecían resistir, gracias a la Luz. Los hombres arremetían, acuchillaban y golpeaban; nadie cedía terreno ni daba cuartel, por lo que Elayne podía ver. En lo alto de las torres, los ballesteros vestidos con chaquetas rojas contribuían a la matanza; pero, una vez disparada, se necesitaba tiempo para volver a cargar una ballesta, y de cualquier modo eran muy pocos para inclinar la balanza. Eran los únicos guardias allí arriba. Todos los demás eran mercenarios. Excepto Birgitte.

A tan corta distancia, el vínculo permitía que los ojos de Elayne encontraran fácilmente a su Guardián, cuya larga trenza dorada se balanceaba mientras alentaba a sus soldados y señalaba con el arco los lugares que necesitaban refuerzos. Con la corta chaqueta roja de cuello blanco y los amplios pantalones azul cielo metidos por dentro de las botas, era la única en lo alto de la muralla que no llevaba armadura de ninguna clase. Había insistido en que Elayne se pusiera ropas lisas de color gris con la esperanza de que nadie reparara en ella y evitar cualquier intento de capturarla o matarla —algunos de los hombres ahí arriba llevaban ballestas o arcos cortos colgados en la espalda y, para aquellos que no combatían en primera línea, cincuenta pasos no suponían un disparo difícil— pero los cuatro nudos dorados que llevaba Birgitte en el hombro indicaban su rango y la convertirían en el blanco de cualquier hombre de Arymilla que tuviera ojos en la cara. Al menos, Birgitte no intervenía en los combates. Al menos…

Elayne se quedó sin respiración cuando un hombre enjuto con coraza y yelmo cónico de acero se lanzó sobre Birgitte espada en mano, pero la rubia mujer esquivó la estocada con calma —a través del vínculo parecía que había salido a una larga cabalgada, poco más— y le propinó un golpe de revés con el arco en un lado de la cabeza que lo derribó de las almenas. El tipo tuvo tiempo de gritar antes de estrellarse contra el suelo empedrado con un ruido nauseabundo. No era el único cadáver tirado en la calle. Birgitte decía que los hombres no seguirían a nadie a menos que supieran que esa persona estaba dispuesta a arrostrar los mismos peligros y las mismas dificultades a los que ellos se enfrentaban, pero si por hacer caso a esas necedades masculinas conseguía que la mataran…

Elayne no se dio cuenta de que había taconeado a Fogoso hasta que Caseille asió las riendas del caballo.

—No soy idiota, teniente —dijo en un tono gélido—. No tengo intención de acercarme hasta que sea… seguro.

La arafelina retiró bruscamente la mano; detrás de las barras del bruñido casco cónico, el semblante de la mujer se tornó impasible. Inmediatamente, Elayne se sintió mal por ese exabrupto —Caseille sólo hacía su trabajo— pero aun así seguía enfadada y no iba a disculparse. Sintió vergüenza al darse cuenta de que esos pensamientos eran producto de una rabieta. Pero qué puñetas, había momentos en los que abofetearía a Rand por haberla dejado embarazada de esos bebés. Últimamente no sabía los cambios de humor que iba a tener de un instante para otro. Pero los tenía, vaya que sí.

—Si esto es lo que sucede cuando se va a tener un bebé creo que nunca tendré uno —dijo Aviendha mientras se ajustaba el chal oscuro echado sobre los hombros.

La silla de montar de arzones altos de su rucio le levantaba la voluminosa falda Aiel lo suficiente para que enseñara las piernas hasta las rodillas; llevaba medias, sí, pero no parecía que esa exhibición la incomodara. Con la yegua parada, la Aiel parecía habituada a montar. Claro que Mageen —«margarita» en la Antigua Lengua— era un animal dócil y tranquilo que tendía a estar fondón. Por suerte, Aviendha sabía tan poco de caballos que no reparaba en esos detalles.

Unas risas apagadas hicieron que Elayne girara la cabeza. Las veintiuna mujeres que conformaban su guarda personal —todas ellas asignadas al servicio esa mañana, incluida Caseille—, vestidas con armadura y yelmo bruñidos, mostraban un gesto impasible. Demasiado impasible, de hecho. Sin duda alguna, se reían por dentro. Pero las cuatro Allegadas situadas detrás de ellas se tapaban la boca con la mano y tenían juntas las cabezas. Alise, normalmente una mujer de rostro afable que tenía pinceladas grises en el pelo, vio que las observaba —mejor dicho, les asestaba una mirada fulminante— y puso los ojos en blanco ostentosamente, lo que provocó que las otras volvieran a reírse. Caiden, una bonita domani metida en carnes, se rió con tanta fuerza que se tuvo que sujetar en Kumiko, a pesar de que la canosa y rolliza mujer parecía tener sus propias dificultades. La irritación aguijoneó a Elayne. No se debía a las risas —vale, un poco sí— y desde luego, tampoco a las Allegadas. Al menos, no mucho. Su ayuda era inestimable.

Esta lucha en las murallas no era, ni mucho menos, el primer asalto que Arymilla había lanzado en las últimas semanas. De hecho, su frecuencia iba en aumento, ahora hasta tres o cuatro ataques al día en ocasiones. Arymilla sabía perfectamente que Elayne no tenía suficientes hombres para defender las seis leguas de murallas, así la abrasara la Luz, y, del mismo modo, Elayne sabía que tampoco podía prescindir de hombres entrenados para cubrir todas las leguas de murallas y torres, y si ponía gente sin experiencia sería empeorar las cosas. Los hombres de Arymilla sólo tenían que hacerse con una de las puertas de la ciudad. Así podría llevar los combates al interior de la urbe, donde Elayne se encontraría muy superada en número. Tal vez la población se alzaría en su favor, cosa que no era segura; aun así, eso sólo serviría para aumentar la matanza al enfrentarse aprendices, mozos de cuadra y tenderos contra soldados entrenados y mercenarios. Quienquiera que acabara sentándose en el Trono del León —y muy probablemente no sería Elayne Trakand— estaría manchada con la sangre de Caemlyn. Así que, aparte de defender las puertas y apostar vigías en las torres, había hecho que todos los soldados se retiraran a la Ciudad Interior, cerca del Palacio Real, y había situado hombres con visores de lentes en las torres más altas de palacio. Cuando un centinela avistaba un nuevo ataque, algunas Allegadas se coligaban y abrían accesos para llevar a los soldados al lugar indicado. Ellas no participaban en la lucha, por supuesto. Elayne no les habría permitido utilizar el Poder Único como arma aunque hubieran estado dispuestas a hacerlo.

De momento había funcionado, aunque casi siempre por los pelos. La Baja Caemlyn —la zona de extramuros— era un laberinto de casas, tiendas, posadas y almacenes que permitía a los hombres retirarse antes de que se los viera. En tres ocasiones sus soldados habían tenido que luchar en las calles en el interior de la muralla y recobrar al menos una de las torres. Una tarea cruenta. Habría incendiado la Baja Caemlyn hasta los cimientos para dejar sin cobertura a la gente de Arymilla. Sin embargo, el fuego se podía extender fácilmente al interior de las murallas y originar un gran incendio, hubiera lluvias primaverales o no. Tal como estaba la situación, cada noche estallaban incendios provocados en el interior de la ciudad, y sofocar ésos ya conllevaba bastantes dificultades. Además, la gente vivía en esas casas a pesar del asedio y no quería que se la recordara como la que destruyó sus hogares y sus medios de subsistencia. No, lo que le molestaba era que no se le hubiera ocurrido antes utilizar a las Allegadas de ese modo. Si lo hubiera hecho, no tendría que estar aguantando aún a las mujeres de los Marinos, y no digamos ya el trato por el que les cedía una milla cuadrada de Andor. ¡Luz, una milla cuadrada! Su madre no había cedido ni un centímetro de Andor. La Luz la abrasara, este asedio no le dejaba tiempo para llorar a su madre. O a Lini, su vieja niñera. Rahvin había asesinado a su madre y, probablemente, Lini había muerto al intentar protegerla. Encanecida y consumida por los años, Lini no se habría echado atrás ni siquiera frente a un Renegado. Pero pensar en Lini hizo que oyera la atiplada voz de la mujer: «No puedes volver a meter la miel en el panal, pequeña». Lo hecho, hecho estaba, y tendría que vivir con ello.

—Ya está. Se acabó —dijo Caseille—. Se dirigen a las escalas.

Y así era. A lo largo de toda la muralla los soldados de Elayne avanzaban, mientras que los de Arymilla retrocedían por las almenas donde habían apoyado las escaleras de mano. Los hombres aún morían en el parapeto, pero la lucha se acababa.

Elayne se sorprendió a sí misma al clavar los talones en los flancos de Fogoso. En esta ocasión ninguna de las mujeres fue lo bastante rápida para detenerla. Perseguida por los gritos, Elayne cruzó la calle al galope y desmontó de un salto al pie de la torre más cercana antes de que el castrado se hubiera detenido por completo. Abrió la pesada puerta de un empujón, se recogió la falda pantalón y subió a todo correr la escalera de caracol, contraria a las agujas del reloj, dejando atrás amplios nichos en el muro donde grupos de hombres armados la miraban asombrados al verla pasar corriendo. Esas torres estaban construidas así para poder defenderlas de atacantes que intentaran abrirse camino hacia la ciudad desde lo alto de la muralla. La escalera acababa en una gran sala donde otra escalera, en el lado opuesto, subía en espiral haciendo el giro en dirección contraria. Una veintena de hombres con corazas y cascos disparejos descansaban sentados contra la pared, jugaban a los dados mientras charlaban y reían como si nadie hubiera muerto detrás de las dos puertas reforzadas con hierro de la habitación.

Fuera lo que fuera lo que hacían, lo dejaron para mirarla boquiabiertos.

—Milady, yo no haría eso —dijo un hombre de voz áspera cuando Elayne puso las manos en la barra de hierro que cruzaba una de las puertas. Sin hacer caso al hombre, giró la barra sobre el eje y abrió la puerta. Una mano le cogió la falda pero se soltó de un tirón.

No quedaba ningún hombre de Arymilla en la muralla. Al menos, ninguno de pie. Docenas de hombres estaban tendidos sobre el adarve cubierto de sangre, algunos inmóviles, otros gimiendo. Algunos serían hombres de Arymilla, pero el entrechocar de acero contra acero había cesado. Muchos de los mercenarios atendían a los heridos o intentaban recuperar el aliento sentados en cuclillas.

—¡Hacedlos caer y recoged las puñeteras escaleras! —gritó Birgitte. Disparó una flecha sobre el grupo de hombres que intentaba huir por las calles de tierra de la Baja Caemlyn al pie de la muralla, encajó otra en la cuerda y volvió a disparar—. ¡Que construyan otras si quieren volver!

Algunos de los mercenarios se inclinaron entre las almenas para cumplir la orden, pero sólo unos pocos.

—Sabía que no debería haberte dejado venir hoy —continuó Birgitte mientras seguía disparando tan rápido como podía encajar una flecha y soltarla. Asimismo, las saetas de las ballestas caían sobre los hombres desde lo alto de las torres, pero los almacenes techados con tejas ofrecían protección a cualquiera que pudiera entrar en ellos.

Elayne no se dio cuenta de que ese último comentario iba dirigido a ella hasta unos momentos después y, al hacerlo, enrojeció.

—¿Y cómo me lo habrías impedido? —preguntó levantando la barbilla.

Con el carcaj vacío, Birgitte bajó el arco y se giró hacia ella con el entrecejo fruncido.

—Te habría atado y habría hecho que ella se sentara encima de ti —dijo al tiempo que señalaba con la cabeza a Aviendha, que en ese momento salía de la torre a zancadas. A pesar de que el brillo del saidar la envolvía, llevaba el cuchillo de empuñadura de cuerno en la mano. Caseille y el resto de las mujeres de la Guardia entraron detrás de ella, espada en mano y el semblante severo, gesto que no cambió ni un ápice tras comprobar que Elayne estaba sana y salva. Esas puñeteras mujeres eran insoportables cuando se empeñaban en tratarla como si fuera un jarrón de vidrio soplado que podía romperse al mínimo roce. Y, después de lo que acababa de hacer, lo serían más. Y tendría que sufrirlo.

—Yo te habría alcanzado si ese estúpido animal no me hubiera tirado —musitó Aviendha, frotándose la cadera.

¿Tirarla? Era harto improbable con una yegua tan mansa. Seguramente, Aviendha se las había ingeniado para caerse de la montura. En vista de que la situación no entrañaba peligro, envainó rápidamente el cuchillo en la funda e intentó fingir que no lo había empuñado en ningún momento. El brillo del saidar también se desvaneció.

—No había peligro —dijo Elayne, que intentó eliminar el tono agrio de su voz sin mucho éxito—. Min dijo que daría a luz a mis hijos, hermana. Hasta que hayan nacido, no me puede ocurrir nada malo.

Aviendha asintió con la cabeza despacio, pensativamente, pero Birgitte soltó un gruñido.

—Preferiría que no pusieras a prueba sus visiones. Corres muchos riesgos y es posible que demuestres que se equivocaba.

Eso era una estupidez. Min nunca se equivocaba. Pues claro que no.

—Ésa era la compañía de Aldin Miheres —dijo un mercenario alto con un acento murandiano cadencioso aunque áspero, y se quitó el yelmo dejando a la vista un rostro delgado y sudoroso con bigote entrecano que llevaba engomado de punta. Rhys a’Balaman, como decía llamarse, tenía los ojos duros como piedras y una sonrisa en los finos labios que siempre parecía una mueca sarcástica. Había estado escuchando la conversación y no dejaba de echar ojeadas de soslayo a Elayne mientras hablaba con Birgitte—. Lo reconocí, sí. Buen hombre, Miheres. Luché a su lado más veces de las que puedo contar, sí. Casi había logrado llegar a ese almacén cuando vuestra flecha lo alcanzó en la garganta, capitana general. Una lástima.

—Hizo una elección, capitán, lo mismo que la hicisteis vos —dijo Elayne, ceñuda—. Podéis lamentar la muerte de un amigo, pero confío en que no estéis lamentando la decisión que tomasteis. —A la mayoría de los mercenarios que había fuera de la ciudad, tal vez a todos, los había contratado Arymilla. Ahora, el mayor temor de Elayne era que esa mujer consiguiera sobornar a las compañías que todavía quedaban dentro de las murallas. Ninguno de los capitanes mercenarios había informado de nada, pero la señora Harfor aseguraba que se habían hecho propuestas, entre ellas, una a a’Balaman.

El murandiano le dedicó una de sus muecas sarcásticas y una reverencia ceremoniosa, incluido un floreo con una capa que no llevaba puesta.

—Oh, combatí contra él tantas veces como a su lado, milady. Lo habría matado o él me habría matado a mí si nos hubiéramos encontrado cara a cara este bonito día. Era más un conocido que un amigo, ¿sabéis? Y prefiero cobrar oro por defender una muralla como ésta que por atacarla.

—He visto que algunos de vuestros hombres llevan la ballesta colgada a la espalda, capitán, pero no los he visto usarlas.

—No es el procedimiento de los mercenarios —dijo secamente Birgitte. El vínculo transmitía irritación, aunque si era por a’Balaman o por Elayne, ésta no habría sabido decirlo. La sensación desapareció enseguida. Birgitte había aprendido a disimular sus emociones una vez que descubrieron que las de una se reflejaban en la otra como un espejo a través del vínculo. Seguramente habría querido que Elayne hiciera lo mismo; claro que también Elayne habría querido ser capaz.

—Veréis, milady —empezó a’Balaman, que apoyó el yelmo en la cadera—, el asunto es que si se presiona demasiado a un hombre cuando trata de abandonar el campo de batalla y se intenta derribarlo o cosa parecida… Bien, la próxima vez puedes ser tú el que quiera abandonar el campo de batalla y podría devolverte el favor. Después de todo, si un hombre abandona el campo entonces es que ya no está luchando, ¿verdad?

—Hasta que vuelva al día siguiente —espetó Elayne—. ¡La próxima vez quiero ver que esas ballestas se utilizan!

—Como ordenéis, milady —respondió con aire estirado, e hizo una reverencia igual de forzada—. Si me disculpáis, he de ocuparme de mis hombres. —Se alejó sin esperar que le diera permiso para hacerlo mientras les gritaba a sus hombres que movieran sus perezosos traseros.

—¿Hasta dónde se puede confiar en él? —preguntó quedamente Elayne.

—Hasta donde uno puede fiarse de un mercenario —contestó Birgitte en un tono igualmente bajo—. Si alguien le ofrece oro suficiente, es como una tirada de dados, y ni siquiera Mat Cauthon sabría de qué lado caerían.

Aquél era un comentario muy raro. Ojalá supiera cómo estaba Mat. Y el querido Thom. Y el pobre Olver. Todas las noches rezaba para que pudieran escapar de los seanchan y se pusieran a salvo. Sin embargo, ella no podía hacer nada para ayudarlos. Ya tenía más que de sobra con intentar ayudarse a sí misma en ese momento.

—¿Me obedecerá? Me refiero a lo de las ballestas.

Birgitte sacudió la cabeza y Elayne suspiró. Mal asunto dar órdenes que no se obedecerían. Eso llevaba a que la gente desobedeciera por costumbre. Se acercó a la otra mujer para hablar casi en un susurro.

—Pareces cansada, Birgitte. —No era algo para que lo oyera cualquiera. La arquera tenía tensos los músculos de la cara y se le marcaban ojeras. Cualquiera se daría cuenta de ello, pero el vínculo le transmitía que estaba agotada, como lo estaba ya hacía días. Claro que también ella sentía ese agotamiento y esa pesadez, como sí tuviera los miembros de plomo. El vínculo reflejaba algo más que emociones—. No tienes que dirigir todos los contraataques.

—¿Y quién más puede hacerlo? —Por un instante la extenuación se reflejó también en la voz de Birgitte; de hecho, se le hundieron los hombros, pero la mujer reaccionó enseguida, se irguió y habló con vigor. Sólo por pura fuerza de voluntad. Elayne la percibía en el vínculo, dura como una piedra, tan dura que le entraron ganas de llorar—. Mis oficiales son muchachos inexpertos —prosiguió Birgitte—, o si no, hombres que ya se habían jubilado y que deberían estar calentándose los huesos delante de la chimenea de sus nietos. A excepción de los capitanes mercenarios, claro, y no hay uno solo en el que confíe sin que haya alguien observando por encima de su hombro lo que hace. Lo que de nuevo nos lleva a la cuestión de que quién más puede hacerlo.

Elayne abrió la boca para discutir. De mercenarios no. Birgitte ya había hablado sobre ellos largo y tendido, con acritud. A veces los mercenarios combatían con tanto afán como cualquier guardia real, pero en otras ocasiones preferían dar marcha atrás antes de sufrir demasiadas bajas. Menos hombres significaba menos oro cuando tuvieran que contratarlos la próxima vez, a no ser que reemplazaran las bajas con hombres igualmente buenos. Batallas que se podrían haber ganado se habían perdido porque los mercenarios habían abandonado el combate para preservar sus efectivos. Sin embargo, no les gustaba hacerlo si había observando alguien que no era de la profesión. Eso echaba abajo su reputación y bajaba el precio de la contratación. Pero tenía que haber alguien más. Elayne no podía permitirse que Birgitte se desplomara por el agotamiento. Luz, ojalá estuviera allí Gareth Bryne. Egwene lo necesitaba, pero ella también. Abrió la boca y, de repente, unos estampidos estruendosos resonaron en la ciudad, a su espalda. Se volvió y se quedó boquiabierta por la sorpresa.

Donde momentos antes había un cielo azul sobre la Ciudad Interior se alzaba una masa de nubarrones negros que semejaban montañas con laderas cortadas a pico. Los relámpagos zigzagueantes saltaban a través de un manto gris de lluvia que parecía tan sólido como las murallas de la ciudad. Las cúpulas del Palacio Real, que deberían haber brillado con el sol, eran invisibles tras aquel muro. El torrente caía solamente sobre la Ciudad Interior. En cualquier otro sitio el cielo permanecía despejado y luminoso. No había nada de natural en aquello, pero la sorpresa sólo duró unos instantes. Aquellas descargas de rayos que se ramificaban en tres, en cinco chispas, caían sobre Caemlyn y causaban daños y tal vez muertes. ¿Cómo se habían formado esas nubes? Buscó el contacto con el saidar para dispersarlas. La Fuente Verdadera se le escabulló una vez, y otra. Era como querer atrapar una cuenta enterrada en un tarro de grasa. Justo cuando creía que lo había conseguido, se le escapaba. Ahora le ocurría muy a menudo.

—Aviendha, ¿puedes encargarte de eso, por favor?

—Claro —contestó la otra mujer, que abrazó fácilmente el saidar. Elayne ahogó un arrebato de envidia. Esas dificultades eran culpa del jodido Rand, no de su hermana—. Y gracias. Necesitaba practicar.

Eso no era cierto, sino un intento de no herir sus sentimientos. Aviendha empezó a tejer Aire, Fuego, Agua y Tierra en una compleja trama, pero lo hacía casi con tanta suavidad como si ella hubiera sido capaz de asir la Fuente, aunque con mucha más lentitud. Su hermana no poseía su destreza con el tiempo, aunque tampoco había contado con la ventaja de recibir las enseñanzas de las mujeres de los Marinos. Las nubes no desaparecieron así como así, naturalmente. En primer lugar los rayos se redujeron a una única línea zigzagueante, menguaron en número y después cesaron. Ésa era la peor parte. Comparado con detenerlos, provocar rayos era como hacer girar una pluma sobre los nudillos. Pararlos era más como asir el yunque de un herrero entre las manos. Entonces las nubes empezaron a dispersarse, a clarear y a tornarse más pálidas. Eso también sucedió despacio. Manejar el tiempo demasiado deprisa podía producir efectos que se propagarían leguas y leguas a través del campo y nunca se sabía de qué tipo iban a ser. Había tanta posibilidad de que surgieran tormentas feroces y aluviones repentinos como que diera lugar a días apacibles y suaves brisas. Para cuando las nubes se hubieron dispersado a suficiente distancia de la muralla exterior de Caemlyn, eran grises y soltaban un continuo y regular aguacero que, a no tardar, le había pegado el ondulado cabello al cráneo a Elayne.

—¿Así es suficiente? —Sonriente, Aviendha volvió la cara hacia lo alto para que la lluvia le corriera por las mejillas—. Me encanta ver caer agua del cielo.

Luz, cualquiera habría imaginado que estaría harta de ver llover. ¡Había llovido casi cada puñetero día desde que había empezado la primavera!

—Es hora de regresar a palacio, Elayne —dijo Birgitte, que guardó la cuerda del arco en el bolsillo de la chaqueta. Había empezado a quitarla tan pronto como las nubes comenzaron a desplazarse en esa dirección—. Algunos de estos hombres necesitan atención de una hermana. Y tengo la impresión de que se me ha pasado la hora del desayuno hace dos días.

Elayne frunció el entrecejo. El vínculo le transmitía una cautela que explicaba todo cuanto necesitaba saber. Tenían que volver al palacio para que Elayne, en su delicada condición, estuviera a resguardo de la lluvia. ¡Como si fuera a disolverse! De pronto fue consciente de los gemidos de los heridos y se puso colorada. Esos hombres necesitaban que una hermana los atendiera. Aun en el caso de que fuera capaz de mantener asido el saidar, hasta la cura de la más pequeña herida no estaba al alcance de su modesta habilidad. Y Aviendha no era mejor en la Curación.

—Sí, va siendo hora —dijo. ¡Ojalá pudiera mantener las emociones controladas! A Birgitte también le gustaría eso. Tenía rosetas en los pómulos que eran el reflejo de la vergüenza que había sentido ella. Resultaban chocantes con el gesto ceñudo que tenía, y casi la metió a empujones dentro de la torre.

Fogoso, Mageen y los otros caballos aguardaban pacientemente donde les habían soltado las riendas, tal como Elayne esperaba. Hasta Mageen estaba entrenada. Tuvieron para ellas solas la calle de la muralla hasta que Alise y las Allegadas salieron de un callejón estrecho. No había carro ni carreta a la vista. Todas las puertas que se veían estaban cerradas a cal y canto, y las ventanas, con las cortinas echadas, aunque seguramente no había nadie detrás de ellas. La mayoría de la gente tenía el sentido común de irse tan pronto como captaba un atisbo de que cientos de hombres estaban a punto de blandir espadas en las cercanías. Una ventana se movió; la cara de una mujer se asomó un instante y luego desapareció. Había otra gente que experimentaba un macabro deleite contemplando la lucha.

Charlando en voz baja entre ellas, las cuatro Allegadas ocuparon sus puestos donde habían abierto un acceso unas cuantas horas antes. Miraron los cadáveres tirados en la calle y sacudieron la cabeza, pero aquéllos no eran los primeros hombres muertos que habían visto. A ninguna la habrían dejado someterse a la prueba para ascender a Aceptada, pero se mostraban tranquilas, seguras de sí mismas, tan majestuosas como hermanas a despecho de la lluvia que les empapaba el cabello y el vestido. Enterarse de los planes de Egwene para las Allegadas —estar asociadas con la Torre y tener un lugar para el retiro de las Aes Sedai— había calmado sus temores respecto al futuro, sobre todo cuando supieron que su Regla seguiría vigente y que las que habían sido Aes Sedai también habrían de seguirla. No todas lo creyeron. En el último mes siete habían huido sin dejar siquiera una nota. No obstante, la mayoría lo creía, y sacaban fuerza de esa creencia. Tener una tarea que hacer les había devuelto el orgullo. Elayne no se había dado cuenta de que tenían minada la confianza en sí mismas hasta que dejaron de considerarse refugiadas que dependían totalmente de ella. Ahora caminaban más erguidas y la preocupación plasmada en las caras de esas mujeres se había borrado. Por desgracia, ya no doblaban la cerviz por una hermana con tanta rapidez. Aunque eso habían empezado a hacerlo incluso antes. Otrora habían considerado a las Aes Sedai superiores a cualquier mortal, pero, para su consternación, habían descubierto que el chal no hacía a una mujer más de lo que era sin él.

Alise miró a Elayne y apretó los labios un momento mientras se arreglaba innecesariamente la falda marrón. Se había opuesto a que se permitiera a Elayne —¡se permitiera!— ir allí. ¡Y Birgitte casi había cedido! Alise era una mujer convincente.

—Cuando queráis, estamos listas, capitana general —dijo.

—Adelante —dijo Elayne, pero Alise esperó hasta que Birgitte asintió con la cabeza antes de coligarse con las otras tres Allegadas. Después de echarle esa ojeada, hizo caso omiso de Elayne. De verdad que Nynaeve no tendría que haber empezado a animarlas a «demostrar algo de carácter», como decía ella. Cuando volviera a encontrarse con Nynaeve iba a tener unas palabras con ella.

El familiar corte vertical apareció y pareció rotar abriéndose a un espacio del establo principal de palacio, un agujero en el aire de casi cuatro pasos por cuatro, aunque la vista a través de la abertura de las altas puertas en arco de una de las cuadras de mármol blanco estaba un poco más descentrada de lo que había esperado. Cuando salió a las baldosas mojadas del patio del establo vio por qué. Había otro acceso abierto, ligeramente más pequeño. Si se intentaba abrir un acceso donde ya existía otro, el segundo se desplazaba justo lo suficiente para que los dos no se tocaran, bien que el espacio entre ambos era más fino que el filo de una navaja. De aquel otro acceso parecía que una columna doble de hombres salía a caballo del muro exterior del patio del establo para trazar una curva y abandonar el patio por las puertas reforzadas con hierro. Algunos llevaban yelmos y petos bruñidos o armaduras con cota de malla, pero todos vestían la chaqueta roja de cuello blanco de la Guardia Real. Un hombre alto, ancho de hombros, con dos nudos dorados en el hombro izquierdo de la chaqueta roja, se hallaba bajo la lluvia observándolos con el yelmo apoyado en la cadera.

—Ése es un espectáculo que alivia los ojos doloridos —murmuró Birgitte. Grupos reducidos de Allegadas recorrían la campiña en busca de cualquiera que intentara acudir en apoyo de Elayne, pero era un asunto arriesgado. Hasta ese momento, a las Allegadas les habían hablado de docenas y docenas de grupos que trataban de hallar un camino hacia la ciudad, pero sólo habían conseguido localizar cinco que totalizaban menos de un millar de hombres. Se había propagado el rumor del gran número de hombres que Arymilla tenía alrededor de la ciudad, y los hombres que apoyaban a Trakand parecían temerosos de que los encontraran; de quién podía encontrarlos.

Tan pronto como Elayne y las demás aparecieron, unos mozos con uniforme rojo y el León Blanco en el hombro izquierdo se acercaron corriendo. Un tipo flaco y huesudo al que le faltaban algunos dientes y sólo con una orla de cabello blanco se ocupó de sujetar la brida de Fogoso mientras una mujer delgada y entrecana sostenía el estribo para que Elayne desmontara. Haciendo caso omiso del aguacero, Elayne se encaminó hacia el hombre alto, salpicando agua a cada paso. El cabello le caía empapado sobre la cara y se le pegaba a la piel, pero vio que era joven, cerca de la madurez.

—Que la Luz brille sobre vos, teniente —dijo—. ¿Vuestro nombre? ¿A cuántos habéis traído? ¿Y de dónde? —A través del reducido acceso alcanzaba a ver una fila de jinetes que se extendía hasta perderse de vista entre los altos árboles. Cuando un par pasaba por el acceso otro par aparecía al extremo de la columna. Nunca habría imaginado que hubiera tantos guardias en alguna parte.

—Charlz Guybon, mi reina —contestó mientras hincaba una rodilla en el suelo y apoyaba el puño enguantado en las baldosas—. El capitán Kindlin, en Aringill, me dio permiso para que intentáramos llegar a Caemlyn. Eso fue después de que nos enteramos de que lady Naean y las otras habían escapado.

—Levantaos, teniente —dijo Elayne riendo—. Levantaos. Todavía no soy reina. —¿Aringill? Nunca había habido tantos guardias allí.

—Como ordenéis, milady —dijo él al tiempo que se ponía de pie y hacía una reverencia más indicada para la heredera al trono.

—¿Podemos seguir dentro con esto? —inquirió, irritada, Birgitte. Guybon se fijó en la chaqueta de la mujer con los galones dorados en los puños así como los nudos de rango y le hizo un saludo al que ella respondió con un rápido gesto de cruzar el brazo sobre el pecho. Si le sorprendió ver a una mujer en el cargo de capitán general fue lo bastante listo para no demostrarlo—. Estoy empapada, y tú también lo estás, Elayne.

Aviendha estaba justo detrás de ella con el chal echado sobre la cabeza y aparentemente no tan complacida con la lluvia ahora que la blusa blanca se le pegaba al cuerpo y la falda oscura chorreaba agua. Las mujeres de la guardia conducían los caballos hacia uno de los establos a excepción de las ocho que se quedarían con Elayne hasta que llegara el reemplazo. Guybon tampoco hizo ningún comentario sobre ellas. Un hombre muy juicioso.

Elayne consintió en que la condujeran con apremio hacia la sencilla columnata que daba acceso al palacio propiamente dicho. Incluso allí las mujeres de la escolta la rodeaban, cuatro delante y cuatro detrás, así que se sentía como una prisionera. Sin embargo, a cubierto ya de la lluvia, se paró en seco. Quería saber. De nuevo intentó abrazar el saidar —librarse de la humedad de la ropa sería tarea fácil con el Poder— pero la Fuente se le escabulló una vez más. Aviendha no conocía el tejido, así que se tuvieron que quedar allí chorreando agua. Las sencillas lámparas de hierro forjado que jalonaban la pared no se habían encendido todavía, de modo que con la lluvia el recinto estaba oscuro. Guybon se pasó los dedos por el pelo en un intento de peinarlos. ¡Luz, era guapísimo! Sus ojos, verdosos con mezcla de color avellana, estaban cansados, pero tenía un rostro que parecía hecho para la sonrisa; aunque daba la impresión de no haber sonreído hacía mucho tiempo.

—El capitán Kindlin dijo que podía intentar encontrar hombres a los que Gaebril había licenciado, milady, y empezaron a acudir en tropel tan pronto como transmití el llamamiento. Os sorprendería saber cuántos guardaron el uniforme en un arcón por si un día volvían a requerir su servicio. Bastantes se llevaron también la armadura, cosa que no deberían haber hecho, estrictamente hablando, pero me alegro de que lo hicieran. Temí haber esperado demasiado cuando supe lo del asedio. Me estaba planteando tratar de abrirnos paso a la fuerza hacia una de las puertas de la ciudad cuando la señora Zigane y las otras me encontraron. —Una expresión desconcertada asomó a su semblante—. Se enfadó mucho cuando la llamé Aes Sedai, pero eso que nos ha traído hasta aquí tiene que ser el Poder Único.

—Lo era, y ella no es eso —dijo Elayne con impaciencia—. ¿Cuántos habéis traído, teniente?

—Cuatro mil setecientos sesenta y dos guardias, milady. Y encontré a varios nobles que intentaban llegar a Caemlyn con sus mesnaderos. Podéis sentiros contenta. Me aseguré de que os fueran leales antes de permitirles unirse a mí. No pertenecen a las grandes casas, pero con ellos llegamos a un total de casi diez mil hombres, milady. —Lo dijo como si aquello no tuviera la menor importancia: «Hay cuarenta caballos aptos para cabalgar en el establo. Os he traído diez mil soldados».

Elayne se echó a reír y a dar palmas de contento.

—¡Es maravilloso, capitán Guybon! ¡Maravilloso! —Arymilla todavía contaba con más efectivos, pero ya no había tanta diferencia.

—Teniente de la guardia, milady. Soy teniente.

—A partir de este momento sois el capitán Guybon.

—Y mi segundo al mando —añadió Birgitte—, al menos de momento. Habéis demostrado ser un hombre con recursos, y por la edad debéis de tener experiencia, y necesito ambas cosas.

Guybon, que parecía apabullado, hizo una reverencia y farfulló unas palabras de agradecimiento. Por supuesto, un hombre de su edad normalmente tendría que servir como mínimo entre diez y quince años más antes de que se contemplara la posibilidad de ascenderle a capitán, cuanto menos que se lo nombrara segundo al mando del capitán general, por temporal que fuera el cargo.

—Y ya va siendo hora de que nos pongamos ropa seca —continuó Birgitte—. Sobre todo tú, Elayne. —El vínculo de Guardián transmitía una firmeza implacable que sugería la posibilidad de que si Elayne se entretenía era capaz de llevarla a la fuerza.

Se le encendieron los ánimos y faltó poco para que montara en cólera, pero se reprimió. Casi había duplicado el número de soldados a su servicio y no permitiría que nada le echara a perder el día. Además, también quería cambiarse de ropa.

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