34 Una taza de Kaf

Furyk Karede se golpeó el pecho con el puño enfundado en el guantelete para devolver el saludo al centinela y pasó por alto el hecho de que el hombre escupiera mientras pasaba a caballo ante él. Confiaba que tanto los dieciocho hombres como los veintiún Ogier que lo seguían hicieran lo mismo. Más les valía si sabían lo que les convenía. Estaba allí para recabar información y una muerte sólo le dificultaría la tarea. Desde que su sirviente personal, Ajimbura, le había atravesado el corazón a un abanderado con un cuchillo tras incurrir éste en un supuesto insulto a su señor —a decir verdad no tenía nada de supuesto, pero Ajimbura tendría que haberse reprimido igual que había hecho él—, desde entonces había optado por dejar al enjuto hombrecillo de las colinas en el bosque junto a las sul’dam, las damane y algunos guardias para vigilar los animales de carga cuando entraban en algún campamento. Llevaban recorrido un buen trecho desde Ebou Dar con el único resultado de perseguir al viento y casi cuatro semanas yendo detrás de rumores, hasta que las informaciones lo habían conducido a ese campamento en el centro oriental de Altara.

Las ordenadas filas de tiendas de color pálido y las hileras de caballos estaban en un claro del bosque lo bastante grande para que los raken pudieran aterrizar en él, pero no había ni rastro de raken o de otras criaturas voladoras, ni soldados con carretas ni cuidadores de raken. Claro que hacía días que no había visto un raken volando. Teóricamente, se había mandado a todos al oeste. Desconocía el porqué y tampoco le importaba. La Augusta Señora era su misión y todo su mundo. Un alto y delgado poste de mensajeros proyectaba una larga sombra debido a la temprana luz matinal, de modo que sí tendría que haber algún raken cerca. Calculó que debía de haber unos mil hombres en el campamento, sin contar herradores, cocineros y otros trabajadores. Hasta el último soldado que podía ver llevaba armadura seanchan en lugar de esas corazas macizas y los yelmos con la visera de barras. Interesante. La costumbre era completar los ejércitos con gente de este lado del océano. Lo que también llamaba la atención era que todos llevaran puesta la armadura. A no ser que se esperaran problemas, ningún comandante tendría a sus tropas equipadas en el campamento. Pero, por los rumores que había oído, bien podría ser ése el caso allí.

Tres astas de banderas indicaban la tienda de mando, un armatoste alto de paredes de lona clara con respiraderos en el pico que a la vez servían de salidas de humo. No salía humo de ellos puesto que la mañana tan sólo era un poco fresca a pesar de que el sol acababa de salir. En una de las astas colgaba, fláccido, el Estandarte Imperial de ribetes azules, de manera que quedaba tapado el halcón dorado con las alas extendidas y relámpagos asidos entre las garras. Algunos comandantes lo colgaban de un asta horizontal para que siempre estuviera visible. Demasiado ostentoso para su gusto. Los otros dos estandartes, que lo flanqueaban en sendas astas más cortas, debían de ser los de los regimientos a los que estos hombres pertenecían.

Karede desmontó frente a la tienda y se quitó el yelmo. El capitán Musenge hizo otro tanto y dejó a la vista el rostro ajado en el que se plasmaba una expresión severa. Los otros hombres también desmontaron para que descansaran los caballos y se quedaron de pie junto a ellos. Por su parte, los Jardineros Ogier se apoyaron en las hachas de largo mango adornadas con borlones negros. Todo el mundo sabía que no se quedarían mucho tiempo.

—Evita que los hombres se metan en líos, Musenge —dijo Karede—. Si ello implica aguantar insultos, aguantadlos.

—No habría tantos insultos si matáramos a unos cuantos —refunfuñó Musenge, quien a pesar de tener el pelo completamente negro llevaba en la Guardia de la Muerte más tiempo incluso que Karede. El hombre se tomaría tan mal cualquier insulto a la emperatriz, así viviera siempre, como se tomaría cualquiera dirigido a la Guardia.

Hartha se rascó el largo bigote gris con un dedo del tamaño de una gruesa salchicha. Era el Primer Jardinero, el comandante de todos los Ogier de la guardia personal de la Augusta Señora Tuon, tan alto como un hombre montado y con la anchura proporcionada a la talla. El acero de su coraza lacada, roja y verde, podría servir para las armaduras de tres o cuatro humanos. A pesar de que su gesto era tan severo como el de Musenge, la estruendosa voz sonó sosegada. Los Ogier siempre estaban tranquilos menos cuando combatían. Entonces se volvían tan fríos como los crudos inviernos de Jeranem.

—Una vez que hayamos rescatado a la Augusta Señora podremos matar a tantos como creamos necesarios, Musenge.

—Después de rescatarla —convino Musenge, que se sonrojó por haber tenido ese desliz y dar pie a que le recordaran cuál era su tarea.

Karede se había sometido a una dura disciplina a lo largo de los años —por cuenta propia y a manos de sus instructores— como para ceder a la debilidad de suspirar; pero, de no haber pertenecido a la Guardia de la Muerte, lo habría hecho entonces. Y no tanto porque Musenge y los otros quisieran matar a alguien, sino más bien porque los insultos que había dejado pasar en las últimas semanas le escocían tanto como a Musenge y a Hartha. Pero los Guardias hacían lo que tuvieran que hacer para llevar a cabo su misión, y si para ello tenían que alejarse de aquellos que escupían al suelo nada más ver sus armaduras de color rojo y verde oscuro, que la mayoría confundía con negro, o de los que se atrevían a murmurar cualquier cosa acerca de ojos bajos en su presencia, eso es lo que harían. Encontrar y rescatar a la Augusta Señora Tuon era lo único que importaba. Comparado con eso, todo lo demás era trivial.

Sosteniendo el yelmo debajo del brazo, se agachó y entró en la tienda, donde encontró a los que debían de ser casi todos los oficiales del campamento alrededor de un enorme mapa extendido sobre una mesa plegable de campaña. Se irguieron y lo miraron fijamente mientras entraba. Todos vestían los petos segmentados, la mitad lacados con rayas rojas y azules horizontales, y la otra mitad, rojas y amarillas. Había hombres de Khoweal o de Dalenshar con la piel más negra que el carbón, hombres con la piel broncínea de N’kon, hombres rubios de Mechoacan y otros con los ojos claros característicos de Alquam; todo el Imperio estaba representado. En sus miradas no había la cautela a la que estaba acostumbrado desde antaño, acompañada a menudo con un punto de admiración, sino que más bien rayaba en el desafío. Por lo visto todo el mundo creía el asqueroso rumor de que la Guardia había ayudado a una joven a hacerse pasar por la Augusta Señora Tuon para expoliar oro y joyas a los mercaderes. Posiblemente también creerían la otra historia contada en susurros sobre la chica, no sólo vil sino también horrenda. No. Que la vida de la Augusta Señora Tuon corriera peligro debido al propio Ejército Invencible era mucho más que horrendo. Era el mundo vuelto al revés.

—Furyk Karede —se presentó con frialdad. Tan sólo la disciplina evitó que se llevara la mano a la empuñadura de la espada. La disciplina y el deber. Si había recibido heridas de espada por cumplir su deber, bien podría aguantar los insultos—. Me gustaría hablar con el comandante de este campamento.

—Todos fuera —bramó finalmente un hombre alto y delgado, con el cerrado acento de Dalenshar.

Los demás saludaron, recogieron los yelmos de otra mesa y salieron de la tienda. Ninguno dirigió un saludo a Karede, que sintió cómo se le contraía la mano derecha sobre una imaginaria empuñadura y después colgaba inmóvil.

—Gamel Loune —se presentó el hombre. Le faltaba la parte superior de la oreja derecha, y en el negro y rizoso cabello había mechones canosos—. ¿Qué queréis? —No había asomo de cautela en su voz. Era un tipo duro, con gran dominio de sí mismo. Tenía que serlo para haber conseguido las tres plumas rojas que decoraban el yelmo que descansaba sobre la percha de la espada. Los hombres débiles que no sabían controlarse no llegaban a oficial general. Karede sospechó que la única razón por la que Loune había accedido a hablar con él era porque su yelmo también lucía tres plumas negras.

—No quiero entrometerme en vuestra autoridad —respondió Karede. Loune tenía razones para temerse eso. Los rangos de la Guardia de la Muerte se encontraban medio grado por encima de los demás. Podía relevarlo del mando si era necesario, aunque luego tendría que dar explicaciones del porqué. Y tendrían que ser buenas razones si quería mantener la cabeza pegada a los hombros—. Tengo entendido que últimamente ha habido ciertas… dificultades en esta parte de Altara. Me gustaría saber qué es lo que me espera.

—Dificultades —gruñó Loune—. Es un modo como otro cualquiera de llamarlo.

Un hombre de mediana edad, achaparrado, con perilla y enfundado en una chaqueta marrón, entró en la tienda con una bandeja de madera sobrecargada de tallas en la que había una jarra de plata y dos resistentes tazas blancas, de las que no se rompen fácilmente por ir de un lado a otro en los carros. El aroma del kaf recién hecho empezó a impregnar el aire.

—Su kaf oficial general —dijo el hombre. Dejó la bandeja en el borde de la mesa en la que estaba el mapa y, con cuidado, llenó una de las tazas con el líquido negro mientras miraba de reojo a Karede. Llevaba un par de largos cuchillos en el cinto y tenía en las manos las callosidades típicas de alguien acostumbrado a luchar con ellos. Karede le encontró un gran parecido con Ajimbura, no en el físico, pero sí en espíritu. Esos ojos de color marrón oscuro no eran de las colinas Kaensada—. Esperé hasta que se marcharon los otros porque casi no queda para vos. No sé cuándo conseguiré más, no lo sé.

—¿Tomaréis una taza de kaf, Karede? —preguntó Loune con renuencia.

Estaba claro que aquella oferta era de cortesía, pero no podía dejar de hacerla. En caso contrario y ante semejante ofensa, Karede no tendría más remedio que matarlo. O eso pensaría aquel hombre.

—Con mucho gusto —respondió. Acto seguido, colocó el yelmo junto a la bandeja, se quitó los guanteletes con el dorso de acero y los dejó al lado.

El sirviente llenó la segunda taza y se dirigió a un rincón de la tienda.

—Eso será todo por ahora, Mantual —le dijo Loune.

El hombre achaparrado dudó un instante, sin dejar de mirar a Karede, antes de hacer una reverencia a su señor, tocarse los ojos y los labios con las yemas de los dedos y salir de la tienda.

—Mantual se muestra en exceso protector conmigo —explicó Loune, aunque su intención era más bien evitar lo que se podría tomar por una provocación—. Un tipo raro. Se unió a mí hace años en Pujili y se las ingenió para ser mi sirviente personal. Creo que seguiría a mi lado aunque dejara de pagarle. —Sí, el hombre se parecía mucho a Ajimbura.

Sosteniendo la taza entre las puntas de los dedos, bebieron kaf en silencio durante un tiempo y disfrutaron del fuerte amargor de la bebida. Por el sabor parecía proceder de las montañas Ijaz y, en tal caso, era un producto muy caro. Hacía una semana que Karede se había quedado sin su provisión de granos negros —por desgracia, los suyos no provenían de las montañas Ijaz— y hasta ese momento no se dio cuenta de lo mucho que echaba de menos tomar una taza de kaf. Por lo general, nunca le había importado que le faltara algo. Una vez que apuraron las primeras tazas, Loune las volvió a llenar.

—Ibais a hablarme sobre las dificultades —apuntó Karede en el momento en que consideró que preguntar ya no sería descortés. Siempre intentaba ser educado, incluso con aquellos hombres a los que iba a matar. En este caso, con ser descortés sólo conseguiría que el hombre no soltara una palabra.

Loune dejó la taza en la mesa y apoyó los puños sobre ella mientras miraba ceñudo el mapa, por el que había desperdigadas pequeñas cuñas rojas que sujetaban unas minúsculas banderas hechas de papel. Éstas representaban a las tropas seanchan que estaban en movimiento, y otras con una estrella roja indicaban las tropas que defendían una posición. Discos negros, de igual tamaño que las cuñas, señalaban los puntos en los que había habido enfrentamientos pero, por raro que pudiera parecer, no había discos blancos para representar a los enemigos. Ni uno solo.

—Durante la semana pasada —dijo Loune— ha habido cuatro enfrentamientos considerables y más de sesenta emboscadas, escaramuzas o incursiones, algunas bastante importantes, a lo largo de una franja de unas trescientas millas. —Eso abarcaba casi todo el mapa. Le costaba articular las palabras. Saltaba a la vista que, de estar en su mano, no le habría contado nada a Karede. Sin embargo, ese medio escalón de rango por encima de él no le dejaba otra opción—. Tiene que haber implicados entre seis y ocho ejércitos diferentes del bando contrario. La noche siguiente al primer enfrentamiento serio hubo nueve grandes incursiones, todas ellas a unas cuarenta o cincuenta millas del lugar de la batalla. Tampoco son unidades pequeñas, al menos si se consideran en conjunto, pero no conseguimos encontrarlos y nadie tiene ni la más puñetera idea de dónde han salido. Sean quienes sean, llevan consigo damane, esas que llaman Aes Sedai, y tal vez a esos malditos Asha’man. Varios hombres han sido destrozados por explosiones que según nuestras damane no tuvieron nada que ver con el Poder.

Karede dio un sorbo al kaf. El hombre no se había parado a reflexionar en absoluto. Si el enemigo contaba con Aes Sedai y Asha’man, podía utilizar eso que llamaban Viajar para desplazarse donde quisiera con un solo paso. Pero, si podían hacer eso, ¿por qué no lo habían utilizado para escapar a una zona segura con su botín? Quizá no todas las Aes Sedai ni Asha’man podían Viajar, pero eso planteaba otra pregunta. ¿Por qué no habían enviado a los que sí podían? Tal vez las únicas Aes Sedai que llevaban consigo eran las damane que habían robado del palacio de Tarasin y, según los informes, ninguna de ellas sabía cómo Viajar. Eso tenía sentido.

—¿Qué han dicho los prisioneros sobre quién los envía?

Loune soltó una risotada áspera.

—Antes de tener unos puñeteros prisioneros, se necesita una puñetera victoria. Lo único que hemos conseguido han sido unas puñeteras derrotas, una detrás de otra. —Cogió la taza y sorbió un poco de kaf—. Hace dos días, Gurat pensó que tenía a algunos. Perdió cuatro estandartes de caballería y cinco de infantería. Casi hasta el último hombre. —Su voz se había relajado como si hubiera olvidado el color de la armadura de Karede. Ahora era una conversación entre dos soldados que hablaban de sus asignaciones—. No todos murieron pero la mayoría de los heridos distan un paso de estar muertos. Estaban acribillados de virotes de ballestas. Casi todos son taraboneses o amadicienses, pero eso no tiene mucha importancia, ¿verdad? Tenía que haber unos veinte mil ballesteros para causar todo ese daño. Tal vez treinta mil. Y, aun así, lograron esconderse de los morat’raken. Sé positivamente que hemos matado a unos cuantos, o al menos eso dicen los informes, pero no dejan a sus muertos detrás. Algunos estúpidos incluso han llegado a decir que estamos luchando contra espíritus. —Los consideraría estúpidos, pero había cruzado los dedos de la mano izquierda en un signo para ahuyentar malos espíritus—. Os diré algo que sí sé, Karede. Sus comandantes son muy buenos. Pero que muy, muy buenos. A todos los que se han enfrentado a ellos los han rechazado, destrozado y derrotado.

Karede asintió, pensativo. Había supuesto que la Torre Blanca tenía que haber enviado a su mejor elemento para secuestrar a la Augusta Señora Tuon, pero no había pensado en aquellos a los que la gente de este lado del océano llamaba grandes capitanes. Tal vez el nombre real de Thom Merrilin era Agelmar Jagad o Gareth Bryne. Tenía ganas de encontrarse con ese hombre, aunque sólo fuera para preguntarle cómo sabía que la Augusta Señora iba a ir a Ebou Dar. Quizá podría ocultar la implicación de Suroth o tal vez no. En las altas esferas, los aliados de hoy podían ser los sacrificados de mañana. Excepto los Jardineros, todos los miembros de la Guardia de la Muerte eran da’covale de la propia emperatriz, así viviera para siempre, pero aun así vivían en las altas esferas.

—Tiene que haber algún plan para encontrarlos e inmovilizarlos. ¿Tenéis el mando de las tropas?

—¡No, gracias a la Luz! —dijo fervorosamente Loune. Bebió un buen trago de kaf que, tal vez, habría querido que fuera brandy—. El general Chisen se dirige hacia aquí con todas sus tropas a través de la Hoz de Malvide. Por lo que parece, el palacio de Tarasin ha decidido que esto era lo bastante importante para correr el riesgo de perder empuje en los frentes de Murandy o de Andor, aunque, por lo que he oído, las cosas están en tablas en esos frentes. Yo sólo tengo que esperar aquí a que Chisen llegue y entonces cambiarán las tornas, creo. Más de la mitad de los hombres de Chisen son veteranos de nuestro continente.

De pronto, Loune pareció recordar con quién estaba hablando. Su cara se tornó una dura máscara de oscura madera. No importaba. Karede estaba convencido de que aquello era obra de Merrilin o como se llamara. Y sabía por qué el hombre hacía lo que hacía. En otras circunstancias se lo habría explicado a Loune, pero la Augusta Señora no estaría a salvo hasta que se encontrara de vuelta en el palacio de Tarasin, entre aquellos que la conocían en persona. Si le decía a Loune que ella era realmente la Augusta Señora y el hombre no le creía, la habría puesto en mayor peligro en vano.

—Gracias por el kaf —dijo Karede. Dejó la copa y cogió el yelmo y los guanteletes—. La Luz os guarde, Loune. Nos veremos en Seandar algún día.

—La Luz os guarde, Karede —respondió el hombre tras unos instantes, claramente sorprendido por tan formal despedida—. Nos veremos en Seandar algún día. —Habían compartido kaf y Karede no tenía ninguna disputa con él. ¿De qué se sorprendía?

Karede no habló con Musenge hasta que se alejaron del campamento a caballo. Los Jardineros Ogier abrían la marcha por delante de los humanos. Hartha caminaba al otro lado de Karede, con la larga hacha apoyada en el hombro, y la cabeza casi a la par con la de los jinetes.

—Nos dirigimos al nordeste —dijo Karede al fin—, hacia la Hoz de Malvide. —Si se acordaba correctamente de los mapas, y rara vez olvidaba un mapa al que le hubiera echado tan sólo un vistazo, llegarían allí en cuatro jornadas—. Quiera la Luz que alcancemos esa posición antes que la Augusta Señora.

Si no lo conseguían, la persecución se iba a alargar; hasta Tar Valon si era necesario. En ningún momento se le había pasado por la cabeza la idea de regresar sin la Augusta Señora, y si tenía que sacarla por la fuerza de Tar Valon, lo haría.

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