3 En los jardines

Aran’gar llegó en respuesta al llamamiento de Moridin —pronunciado en sus frenéticos sueños— para encontrarse con que él aún no estaba allí. Tampoco era de sorprender; le encantaban las grandes entradas en escena. Once sillones altos, tallados y dorados, formaban un círculo en medio del desnudo suelo de madera, pero se encontraban vacíos. Semirhage, toda de negro como tenía por costumbre, se volvió para mirar quién había entrado y después reanudó la conversación en corrillo con Demandred y Mesaana en una esquina de la habitación. El rostro de nariz ganchuda de Demandred mostraba una expresión de rabia que lo hacía aún más llamativo. No tanto como para que la atrajera a ella, desde luego. Mesaana también vestía al estilo de su época, en un color broncíneo oscuro con dibujos bordados. Por alguna razón parecía demacrada y decaída, casi como si se hubiera puesto enferma. Bueno, eso era posible. En la era actual había un número de enfermedades desagradables, y seguramente ni siquiera ella se fiaba de Semirhage para una Curación. Graendal —la otra de los cinco seres humanos presentes— se hallaba en la esquina contraria y sostenía contra el pecho, como si la acunara, una delicada copa de cristal con vino oscuro, pero en lugar de beber vigilaba al trío. Sólo un idiota pasaría por alto que Graendal lo observara, pero esos tres continuaron con sus vehementes cuchicheos sin hacer caso.

Los sillones desentonaban con el resto del entorno. La estancia parecía tener paredes panorámicas, aunque la entrada del arco de piedra echaba a perder la ilusión. Los sillones podrían haber sido cualquier cosa allí, en el Tel’aran’rhiod, así que ¿por qué no algo que encajara con la habitación y por qué había once cuando sumaban dos más de los que hacían falta? Asmodean y Sammael tenían que estar tan muertos como Be’lal y Rahvin. ¿Por qué no la habitual puerta dilatante de una habitación panorámica? El conjunto visual hacía que el suelo diera la impresión de estar rodeado por los Jardines de Ansaline, con las colosales esculturas, obra de Cormalinde Masoon, de humanos y animales estilizados que se alzaban por encima de edificios bajos que a su vez parecían delicadas esculturas de cristal hilado. En los Jardines sólo se habían servido los mejores vinos, los platos más exquisitos, y casi siempre había sido posible impresionar a una mujer bella con cuantiosas ganancias en las ruedas chinje, si bien hacer las trampas necesarias para ganar sistemáticamente había resultado difícil. Difícil pero imprescindible para un erudito que carecía de fortuna. Todo había desaparecido, convertido en ruinas, al tercer año de la guerra.

Un zomara de cabello dorado y sonrisa perenne, vestido con una holgada blusa blanca y polainas ajustadas, ofreció vino a Aran’gar en una copa de cristal sobre una bandeja de plata. Esas criaturas gráciles y bellamente andróginas, humanas en apariencia a pesar de aquellos oscuros ojos muertos, habían sido unas de las creaciones menos inspiradas de Aginor. Aun así, incluso en su propia era, cuando Moridin se llamaba Ishamael —en su mente ya no cabía duda alguna que era él— había confiado en esas criaturas por encima de cualquier sirviente humano a pesar de que no valían para realizar ninguna otra tarea. Tenía que haber encontrado en alguna parte una cámara estática atestada de esas creaciones. Las tenía a docenas, aunque rara vez las sacaba. No obstante, había otras diez esperando, gráciles incluso de pie e inmóviles. Debía de considerar esta reunión más importante que la mayoría.

Aceptó la copa y despidió al zomara con un ademán, si bien la criatura ya se había dado media vuelta antes de que se lo indicara ella. Detestaba la habilidad de esos seres para saber lo que uno estaba pensando. Por lo menos eran incapaces de transmitir a otros lo que descubrían. El recuerdo de cualquier cosa salvo las órdenes se les borraba en cuestión de minutos. Hasta Aginor tenía el sentido común para darse cuenta de que era necesario que ocurriera así. ¿Aparecería este día? Osan’gar no había asistido a ninguna reunión desde el fracaso de Shadar Logoth. La cuestión era, realmente, si se encontraría entre los muertos o si estaría actuando a escondidas, quizás a instancias del Gran Señor. Fuera por uno u otro motivo, esas ausencias ofrecían oportunidades fantásticas, aunque la segunda alternativa conllevaba otros tantos peligros. Peligros que no se había quitado de la cabeza últimamente. Como sin darle importancia se acercó paseando a Graendal.

—¿Quién crees que llegó primero, Graendal? Así me lleve la Sombra, pero quienquiera que fuera eligió un escenario deprimente.

Lanfear se había inclinado por las reuniones que flotaban en una noche infinita, pero esto era peor a su modo, como reunirse en un cementerio. Graendal esbozó una sonrisa tirante; o al menos lo intentó, ya que ni ese gesto logró afinar lo más mínimo los carnosos labios. La palabra para describir en su totalidad a Graendal era «exuberante». Exuberante, en sazón y bella; y apenas encubierta por la niebla gris del vestido de camalina. Aunque tal vez no tendría que haber llevado tantos anillos, todos con gemas engastadas excepto uno. La diadema, cuajada de rubíes, también desentonaba con el cabello dorado. El collar de esmeraldas que Delana le había proporcionado iba mucho mejor con el vestido que llevaba ella, en raso color verde. Claro que mientras que las esmeraldas eran de verdad, el atuendo de raso era producto del Mundo de los Sueños. En el mundo de vigilia habría llamado demasiado la atención con un vestido de escote tan bajo; eso, en caso de que allí hubiera podido sostenerse en su sitio. Y estaba el corte lateral que le dejaba la pierna al aire hasta la cadera. Tenía mejores piernas que Graendal. Se había planteado que fueran dos los cortes. En este mundo no era tan diestra como otras —le era imposible localizar los sueños de Egwene sin tener a la chica al lado— pero sí se las arreglaba para tener las ropas que quería. Le gustaba que le admiraran el cuerpo y, cuanta más ostentación hacía de él, más inconsecuente la consideraban los demás.

—Yo llegué primero —contestó Graendal a la par que fruncía ligeramente el entrecejo tras su copa de vino—. Guardo gratos recuerdos de los Jardines.

Aran’gar consiguió soltar una risa.

—Y yo, y yo. —Esa mujer era una necia, como los otros, al vivir en el pasado entre piltrafas de algo que se había perdido para siempre—. No volveremos a ver los Jardines, pero sí otros semejantes. —Ella era la única idónea para gobernar en esta era. Era la única que entendía las culturas primitivas. Había sido su especialidad antes de la guerra. No obstante, Graendal poseía habilidades útiles y un abanico de contactos entre los Amigos de la Sombra más amplio que el suyo, aunque la otra mujer no aprobaría el uso que pensaba hacer de ellos si se enteraba—. ¿Se te ha ocurrido pensar que todos los demás tienen alianzas mientras que tú y yo estamos solas? —También Osan’gar, si es que estaba vivo, pero no había necesidad de sacarlo a colación.

El vestido de Graendal adquirió un tono gris más oscuro, lo que, lamentablemente, ocultó un poco la vista. Era camalina de verdad. Ella misma había encontrado un par de cámaras estáticas, pero en su mayor parte llenas de porquerías horribles.

—¿Y a ti se te ha ocurrido pensar que esta habitación puede tener oídos? Los zomaras ya estaban aquí cuando llegué.

—Graendal —pronunció el nombre con un ronroneo—, si Moridin está escuchando supondrá que estoy intentando meterme en tu cama. Sabe que jamás hago alianzas con nadie. —En realidad había hecho varias, pero a sus aliados les sobrevenían siempre desgracias fatales una vez que dejaban de tener utilidad, y se llevaban consigo a la tumba el secreto de sus afiliaciones. Aquellos que acababan en una tumba.

La camalina se tornó negra como una medianoche en Larcheen mientras que aparecían chapetas en las mejillas aterciopeladas de Graendal y los azules ojos se tornaban hielo. No obstante, las palabras que pronunció no eran acordes con el semblante, en tanto que el vestido se iba aclarando hasta casi hacerse traslúcido conforme hablaba muy despacio, como pensativa:

—Una idea fascinante. Jamás me la había planteado.

Bien. Seguía siendo tan avispada y sagaz como siempre. Un buen recordatorio de que debía actuar con prudencia. Su intención era utilizar a Graendal y luego deshacerse de ella, no caer en una de sus trampas.

—Se me da bien convencer a las mujeres hermosas. —Alargó una mano para acariciar la mejilla de Graendal. Ya iba siendo hora de empezar a convencer a los otros. Además, de ello podría salir algo más que una alianza. Siempre había estado encaprichada de Graendal. Ya no se acordaba de haber sido un hombre. En sus recuerdos se movía en el mismo cuerpo que ahora, lo que acarreaba algunas excentricidades. Sus deseos no habían cambiado, sólo se habían ampliado. La encantaría tener ese vestido de camalina. Y cualquier otra cosa útil que Graendal poseyera, naturalmente, pero a veces soñaba que llevaba puesto ese vestido. La única razón de que no vistiera uno en ese momento era que no quería que la otra mujer pensara que la imitaba.

La camalina continuó con una mínima opacidad, pero Graendal se apartó de la mirada acariciante de Aran’gar, que se volvió y se encontró con que Mesaana se acercaba, flanqueada por Demandred y Semirhage. Él aún parecía enfadado, en tanto que la expresión de Semirhage era fríamente divertida. Mesaana seguía pálida, aunque ya no parecía decaída. Pero nada en absoluto. Era una coreer que escupía veneno entre siseo y siseo.

—¿Por qué dejaste que se te escapara, Aran’gar? ¡Se suponía que la estabas controlando! ¿Tan ocupada estabas con tus jueguecitos de sueños con ella que se te olvidó averiguar lo que pensaba? La rebelión se hará añicos sin tenerla como figura decorativa. ¡Todo mi plan cuidadosamente fraguado se ha ido al garete sólo porque eres incapaz de tener controlada a una muchacha ignorante!

Aran’gar dominó el genio con firmeza. Podía hacerlo cuando quería realizar el esfuerzo, de modo que, en lugar de gruñir, sonrió. ¿De verdad Mesaana había instalado su base en la propia Torre Blanca? Sería maravilloso si pudiera encontrar la forma de dividir a ese trío.

—Anoche estuve escuchando a escondidas una sesión de la Antecámara de las rebeldes. La celebraron en el Mundo de los Sueños, para así reunirse dentro de la Torre Blanca, con Egwene presidiéndola. No es la figura decorativa que crees. He intentado decírtelo varias veces, pero tú nunca escuchas. —Eso lo dijo en un tono muy duro, así que lo moderó merced a un esfuerzo considerable—. Egwene les contó todo lo relativo a la situación en la Torre, que los Ajahs están como el perro y el gato. Las convenció de que es la Torre la que está a punto de hacerse pedazos, y que quizás ella pueda contribuir a que ocurra desde donde está ahora. En tu lugar yo me preocuparía de si la Torre va a aguantar sin venirse abajo el tiempo suficiente para que siga adelante este conflicto.

—Así que están decididas a continuar —murmuró Mesaana casi entre dientes. Asintió con la cabeza—. Bien. Bien. Entonces todo está saliendo según el plan. He estado dándole vueltas a la idea de que tendría que organizar un «rescate», pero quizás eso puede esperar hasta que Elaida la haya hecho venirse abajo. Su regreso crearía más confusión, entonces. Tienes que provocar más disensiones, Aran’gar. Antes de que haya acabado yo, quiero que esas supuestas Aes Sedai se odien a muerte las unas a las otras.

Apareció un zomara e hizo una grácil reverencia al tiempo que ofrecía una bandeja con tres copas. Mesaana y sus compañeros las cogieron sin dedicar ni una mirada a la criatura, que repitió la reverencia antes de retirarse con donaire.

—Crear disensiones ha sido algo que siempre se le ha dado bien —comentó Semirhage, provocando la risa de Demandred.

Aran’gar se obligó a contener la ira. Sorbiendo vino de su copa —era bastante bueno, con un aroma embriagador, aunque quedaba lejos de llegar a las cosechas que se servían en los Jardines— posó la mano en el hombro de Graendal y jugueteó con uno de los rizos dorados como el sol. La otra mujer no rechistó y la camalina siguió siendo una leve niebla. O estaba disfrutando con ello o tenía más autocontrol de lo que parecía posible. La sonrisa de Semirhage se hizo más divertida. También ella aprovechaba para disfrutar de sus placeres cuando se le presentaba la ocasión, aunque los gustos de Semirhage nunca le habían llamado la atención a Aran’gar.

—Si vais a empezar a sobaros, hacedlo en privado —gruñó Demandred.

—¿Celoso? —murmuró Aran’gar, que soltó una risita al ver el ceño del hombre—. ¿Dónde tienen a la chica, Mesaana? Eso no lo dijo en la sesión.

Los grandes ojos azules de Mesaana se entrecerraron. Eran el mejor rasgo de su semblante, pero si fruncía el entrecejo se convertían en normales y corrientes.

—¿Por qué quieres saberlo? ¿Para así «rescatarla» tú? No pienso decírtelo.

Graendal gruñó y Aran’gar se dio cuenta de que había apretado los dedos sobre el rizo dorado y había obligado a Graendal a echar la cabeza hacia atrás. El rostro de la otra mujer mantuvo la expresión serena, pero el vestido era una niebla roja que se oscurecía rápidamente a la par que se volvía más opaca. Aran’gar aflojó el puño, pero mantuvo el mechón asido suavemente. Uno de los primeros pasos era hacer que la presa se acostumbrara al tacto del cazador. No obstante, esta vez no intentó disimular la ira en la voz, y la mueca que dejaba los dientes a la vista era un manifiesto gesto amenazador.

—Quiero a la chica, Mesaana. Sin ella mis herramientas de trabajo son mucho más débiles.

Mesaana bebió tranquilamente un sorbo de vino antes de responder. ¡Tranquilamente!

—Por lo que tú misma has dicho, no la necesitas en absoluto. Ha sido mi plan desde el principio, Aran’gar. Lo acomodaré conforme a las necesidades, pero es mío. Y yo decidiré cuándo y dónde se libera a la chica.

—No, Mesaana, quien decidirá cuándo y dónde se la libera, e incluso si es que se la libera, seré yo —declaró Moridin mientras atravesaba a zancadas el arco de piedra.

Así que tenía oídos en aquel lugar. Esta vez iba vestido de negro totalmente, un negro de algún modo más oscuro que el que vestía Semirhage. Como era habitual, Moghedien y Cyndane lo seguían, ambas con el mismo tipo de ropa roja y negra que no favorecía a ninguna de las dos. ¿Qué poder ejercía sobre ellas? Al menos Moghedien jamás había seguido a nadie voluntariamente. En cuanto a la hermosa muñequita de cabello claro y generoso busto, Cyndane… Aran’gar la había abordado sólo para ver de qué podía enterarse, y la chica había amenazado fríamente con arrancarle el corazón si volvía a tocarla. Ésas no eran palabras que dijera alguien a quien se pudiera someter fácilmente.

—Parece que Sammael ha resurgido —anunció Moridin al tiempo que cruzaba la sala hacia los asientos. Era un hombre grande, e hizo que el sillón ornamentado de respaldo alto pareciera un trono. Moghedien y Cyndane se sentaron junto a él, a uno y otro lado, pero lo interesante fue que no lo hicieron hasta que el hombre hubo tomado asiento. Unos zomaras vestidos de un blanco níveo acudieron al instante con vino, pero quien recibió primero el suyo fue Moridin. Los zomaras notaban lo que quiera que estuviera funcionando en aquel lugar.

—Eso no es posible —dijo Graendal mientras todos se dirigían hacia los sillones para ocupar uno. Ahora el vestido era de un tono gris oscuro que ocultaba todo—. Tiene que estar muerto.

Sin embargo nadie se movió deprisa. Moridin era el Nae’blis, pero aun así, aparte de Moghedien y Cyndane, ninguno quería mostrar el más mínimo indicio de subordinación. Desde luego, Aran’gar no.

Tomó asiento enfrente de Moridin, desde donde podía observarlo sin que resultara evidente. Y a Moghedien y a Cyndane. Moghedien permanecía tan inmóvil que se habría confundido con el fondo del sillón de no ser por los colores chillones de la ropa. Cyndane era una reina de rostro tallado en hielo. Intentar derribar al Nae’blis era peligroso, pero la clave podía estar en esas dos. Si era capaz de dar con ella. Graendal se sentó a su lado, y el sillón estuvo de repente más cerca. Aran’gar habría puesto la mano sobre la muñeca de la otra mujer, pero se abstuvo de hacer otra cosa que dedicarle una lenta sonrisa. En ese momento era mejor centrarse en lo que pasaba.

—Habría sido incapaz de permanecer oculto tanto tiempo —opinó Demandred, arrellanado en el sillón que había entre Semirhage y Mesaana, con las piernas cruzadas, aparentemente relajado. Lo que parecía dudoso. Él era otro rival irreconciliable, de eso Aran’gar estaba segura—. Sammael necesitaba que todas las miradas estuvieran puestas en él.

—Sea como sea, Sammael, o alguien que se hacía pasar por él, dio órdenes a Myrddraal y éstos obedecieron, así que era uno de los Elegidos. —Moridin recorrió con la mirada el círculo de sillones como si pudiera detectar quién había sido. Un goteo constante de sa negras circulaba por sus ojos azules. Aran’gar no lamentaba que el uso del Poder Verdadero estuviera ahora limitado a él. El precio que se pagaba era demasiado alto. Ishamael nunca había estado completamente en su sano juicio, y ahora, como Moridin, seguía estando medio loco. ¿Cuánto tiempo habría de pasar antes de que pudiera deponerlo?

—¿Nos vas a decir qué órdenes eran ésas? —El tono de Semirhage era frío y la mujer bebió vino sosegadamente, sin dejar de observar a Moridin por encima del borde de la copa. Estaba sentada muy derecha, como siempre. También ella parecía encontrarse a gusto, cosa muy improbable. Moridin apretó los dientes.

—No lo sé —contestó finalmente, de mala gana. No le gustaba admitir eso—. Pero como resultado un centenar de Myrddraal y miles de trollocs entraron en los Atajos.

—Eso es muy propio de Sammael —dijo Demandred pensativamente al tiempo que hacía girar la copa y observaba los remolinos del vino—. A lo mejor me equivoqué.

Una admisión extraordinaria, viniendo de él. O tal vez un intento de ocultar que era el que había fingido ser Sammael. Aran’gar habría querido saber quién había empezado a jugar su propio juego. O si Sammael estaba vivo realmente.

—Transmitid a vuestros Amigos de la Sombra la orden de que informen de cualquier noticia sobre trollocs o Myrddraal fuera de La Llaga —gruñó Moridin con acritud—. Tan pronto como recibáis algo, se me ha de comunicar. La Hora del Retorno está próxima. A partir de ahora nadie tiene permiso para embarcarse en aventuras por su cuenta. —Volvió a observarlos de uno en uno, salvo a Moghedien y Cyndane. Con una sonrisa aún más lánguida que la de Graendal, Aran’gar le sostuvo la mirada, pero Mesaana se encogió bajo ella—. Como tú has comprobado, para tu desgracia —le dijo a ésta y, por imposible que pudiera parecer, Mesaana se puso aún más pálida y echó un buen trago de la copa; se oyó cómo entrechocaban los dientes contra el cristal. Semirhage y Demandred evitaron mirarla.

Aran’gar y Graendal intercambiaron una ojeada. A Mesaana se la había castigado por no aparecer en Shadar Logoth, pero ¿cómo? Antaño, ese tipo de negligencia en el cumplimiento del deber habría significado la muerte. Ahora eran muy pocos para eso. Cyndane y Moghedien parecían sentir tanta curiosidad como ella misma, así que tampoco sabían nada.

—Podemos ver las señales tan bien como tú, Moridin —repuso Demandred con irritación—. El momento se acerca. Tenemos que encontrar el resto de los sellos de la prisión del Gran Señor. Tengo a mis seguidores buscando por todas partes, pero no han encontrado nada.

—Ah, sí. Los sellos. Claro, se tienen que encontrar. —La sonrisa de Moridin era casi displicente—. Sólo quedan tres, todos en poder de al’Thor, aunque dudo que los lleve encima. Se corre el peligro de que se rompan ahora. Los habrá escondido. Encaminad a vuestra gente hacia los sitios en los que ha estado. Buscadlos vosotros mismos.

—Lo más fácil es raptar a Lews Therin. —En fuerte contraste con su apariencia de doncella fría, la voz de Cyndane era casi un jadeo sensual, una voz hecha para la mentira entre blandas almohadas y sin llevar apenas nada encima. Ahora había un ardor considerable en aquellos enormes ojos azules. Un ardor abrasador—. Puedo conseguir que me diga dónde los tiene.

—¡No! —espetó Moridin al tiempo que clavaba en ella una mirada intensa—. Lo matarías «accidentalmente». El momento y la forma de acabar con al’Thor quedan a mi elección. De nadie más. —Curiosamente se llevó la mano a la pechera de la chaqueta y Cyndane se encogió. Por su parte, Moghedien tiritó—. De nadie más —repitió con voz dura.

—De nadie más —dijo Cyndane. Cuando él bajó la mano, la mujer exhaló suavemente y acto seguido bebió un trago de vino. Tenía la frente perlada de sudor.

Para Aran’gar aquel intercambio fue revelador. Al parecer, una vez que se hubiera deshecho de Moridin tendría a Moghedien y a la chica sujetas con correa. Muy, pero que muy bien. Moridin se irguió en el sillón y dirigió aquella mirada intensa a todos los demás.

—Eso va por todos. Al’Thor es mío. ¡No le haréis ningún tipo de daño!

Cyndane inclinó la cabeza sobre la copa y sorbió, pero el odio era evidente en sus ojos. Graendal había dicho que no era Lanfear, que era más débil con el Poder Único, pero indiscutiblemente tenía obsesión con al’Thor, y se refería a él con el mismo nombre que Lanfear había utilizado siempre.

—Si queréis matar a alguien —continuó Moridin—, ¡acabad con estos dos! —De repente, las imágenes de dos hombres jóvenes con toscas ropas de campesino aparecieron en el centro del círculo y giraron sobre sí mismas para que todos pudieran echar una buena ojeada a las caras. Uno era alto y musculoso, con ojos amarillos, nada menos, en tanto que el otro era más esbelto y exhibía una sonrisa descarada. Creaciones del Tel’aran’rhiod, se movían con rigidez y no cambiaban de expresión—. Perrin Aybara y Mat Cauthon son ta’veren y fáciles de localizar. Encontradlos y matadlos.

Graendal se echó a reír; era una risa desganada, carente de alegría.

—Encontrar ta’veren nunca fue tan sencillo como lo pones, y ahora es más complicado que nunca. Todo el Entramado está en una continua mudanza, repleto de cambios y picos.

—Perrin Aybara y Mat Cauthon —murmuró Semirhage sin quitarles ojo a las dos figuras—. Así que ése es su aspecto. Quién sabe, Moridin. Si hubieras compartido esta información con nosotros antes, quizás habrían muerto ya.

Moridin descargó un fuerte puñetazo en el brazo del sillón.

—¡Encontradlos! Aseguraos bien de que vuestros seguidores conocen esas caras. ¡Encontrad a Aybara y a Cauthon y matadlos! ¡El Día se acerca y tienen que estar muertos!

Aran’gar tomó un sorbo de vino. No veía ningún inconveniente en matar a esos dos si se cruzaba con ellos, pero Moridin se iba a llevar una terrible desilusión respecto a Rand al’Thor.

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