27 Una sencilla caja de madera

El sol de mediodía altaranés calentaba, aunque un vientecillo racheado sacudía a veces la capa de Rand. Hacía dos horas que estaban en lo alto del cerro. Una gran masa de nubes oscuras que se iba deslizando desde el norte por encima de una bruma azul grisácea anunciaba lluvias y una bajada de la temperatura. Andor se hallaba a sólo unas pocas millas en esa dirección a través de colinas bajas y tapizadas con densas florestas de robles y pinos, cedros y tupelos. Esa frontera había presenciado correrías de ladrones de ganado en una y otra dirección a lo largo de incontables generaciones. ¿Estaría Elayne contemplando la lluvia en Caemlyn? La urbe se encontraba a sus buenas ciento cincuenta leguas al este, demasiado lejos para que la percibiera como algo más que una débil presencia en un rincón de su mente. Aviendha, en Arad Doman, era aún más imperceptible. Con todo, estaría a salvo entre decenas de miles de Aiel; tan a salvo como Elayne detrás de las murallas de Caemlyn. Tai’daishar pateó con un casco en el suelo y sacudió la cabeza, impaciente por ponerse en movimiento. Rand palmeó el cuello del enorme caballo negro. El semental podía llegar a la frontera en menos de una hora, pero ese día su punto de destino estaba en el oeste. A corta distancia al oeste y en muy poco tiempo ya.

Tenía que impresionar en la reunión de ese día, por lo que había elegido su atuendo con cuidado. La Corona de Espadas reposaba sobre su frente por más razones que por el mero hecho de impresionar, sin embargo. La mitad de las diminutas espadas alojadas entre la ancha franja de hojas de laurel apuntaba hacia abajo, lo que la hacía incómoda de llevar y recordaba de manera constante su peso, tanto en oro como en responsabilidad. Una pequeña mella en una de las hojas de laurel se le clavaba en la sien para recordarle la batalla contra los seanchan en la que se había hecho. Una batalla perdida cuando no podía permitirse perder. La chaqueta de seda, en color verde oscuro, llevaba bordados dorados en las mangas, los hombros y el cuello alto; una hebilla de oro y esmalte, en forma de dragón, abrochaba el talabarte, y sostenía en la mano el Cetro del Dragón, una moharra de dos pies de longitud con largos borlones verdes y blancos justo debajo de la pulida punta de acero. Si la Hija de las Nueve Lunas la reconocía como parte de una lanza seanchan, también repararía en los dragones que las Doncellas habían tallado enroscados alrededor del fragmento del asta. No llevaba guantes ese día. Las cabezas de dragón de doradas crines relucían como metal en el envés de sus manos bajo la luz del sol. Por elevada que fuera su posición entre los seanchan, sabría ante quién se encontraba.

«Ante un necio. —La risa demente de Lews Therin resonó en su cabeza—. Un necio que se encamina hacia una trampa». Rand hizo caso omiso del loco. Puede que fuera una trampa, pero estaba preparado para hacerla saltar si lo era. Merecía la pena el riesgo. Necesitaba la tregua. Podría aplastar a los seanchan, pero ¿a costa de cuánta sangre y de cuánto tiempo del que no disponía? Volvió a mirar hacia el norte. El cielo sobre Andor estaba despejado salvo los blancos jirones de unas pocas nubes muy altas. La Última Batalla se aproximaba. Tenía que correr el riesgo.

Min, cerca de él, jugueteaba con las riendas de su yegua gris; se sentía satisfecha de sí misma, y eso lo irritaba. Lo había engatusado para arrancarle una promesa en un momento de debilidad y se negaba a exonerarlo de ella. Podía romperla, y se acabó. Debería romperla. Como si hubiese captado sus pensamientos, Min lo miró. Su rostro, enmarcado por los bucles largos hasta los hombros, estaba sosegado, pero el vínculo le transmitió de repente desconfianza y atisbos de rabia. Parecía estar intentando disimular ambos sentimientos, pero aun así se ajustó los puños de la roja chaqueta bordada del modo que lo hacía cuando comprobaba sus cuchillos. No usaría uno de sus cuchillos contra él, desde luego. Pues claro que no.

«El amor de una mujer puede ser violento —murmuró Lews Therin—. A veces hieren a un hombre más de lo que creen que han hecho, más de lo que era su intención. A veces hasta lo lamentan después». Por un instante pareció cuerdo, pero Rand rechazó la voz.

—Deberías dejarnos escoltarte un trecho más, Rand al’Thor —dijo Nandera. Ella y las dos docenas de Doncellas que se encontraban en la cima del cerro apenas arbolada se habían cubierto el rostro con el negro velo. Algunas empuñaban el arco, con la flecha preparada para dispararla. El resto de las Doncellas se hallaba entre los árboles, a bastante distancia del cerro, vigilando para que no hubiera sorpresas desagradables—. El terreno está despejado todo el tramo hasta la casa solariega, pero esto me huele a trampa. —Había habido un tiempo en el que las palabras «casa» y «solariega» habían sonado raras en su boca, pero ya llevaba largo tiempo en las tierras húmedas.

—Nandera tiene razón —bisbiseó malhumoradamente Alivia, que taconeó a su castrado ruano para acercarse más. Por lo visto la mujer de pelo rubio todavía estaba ofendida por no poder ir con él, pero su reacción en Tear al oír su acento nativo hacía imposible tal cosa. Ella había admitido que la había impactado, pero aseguraba que había sido por la sorpresa al no esperárselo. No obstante, Rand no podía correr ese riesgo—. No se puede confiar en nadie de la Alta Sangre, sobre todo en una hija de la emperatriz, así viva… —Cerró la boca de golpe y se alisó la falda azul oscuro sin necesidad al tiempo que torcía el gesto por lo que había estado a punto de decir. Rand confiaba en ella hasta el punto de poner la vida en sus manos, literalmente, pero la mujer tenía muchas reacciones impulsivas enraizadas a fondo como para arriesgarse a ponerla cara a cara con la mujer con la que iba a reunirse. El vínculo transmitía cólera sin esfuerzo alguno para contenerla ahora. A Min le desagradaba ver a Alivia cerca de él.

—A mí me huele a trampa —manifestó Bashere mientras aflojaba la espada de sinuosa hoja curva en la vaina. Iba vestido sencillamente, con el yelmo y el peto bruñidos, aunque la chaqueta de seda gris por sí sola lo destacaba de los ochenta y un lanceros saldaeninos situados en formación alrededor de la cumbre del cerro. El bigote espeso, con las puntas hacia abajo, casi estaba erizado tras las barras de la visera del yelmo—. Daría diez mil coronas por saber cuántos soldados tiene ella ahí fuera. Y cuántas damane. Esa Hija de las Nueve Lunas es la heredera del trono, hombre. —Se había quedado estupefacto cuando Alivia le había aclarado ese punto. Nadie en Ebou Dar se lo había mencionado, como si no tuviese importancia—. Dirán que su control del territorio termina muy al sur de aquí, pero podéis apostar que cuenta al menos con un pequeño ejército que vela por su seguridad.

—Y si nuestros exploradores encuentran a ese ejército, ¿tenemos la certeza de que no los descubrirán? —repuso calmosamente Rand. Nandera hizo un sonido desdeñoso—. Más vale dar por hecho que uno mismo no es el único que tiene ojos en la cara —le dijo a la Doncella—. Si creen que planeamos atacarlos o raptar a la mujer todo se vendrá abajo. —Tal vez ésa fuera la razón de que hubiesen mantenido su secreto. La heredera imperial sería un objetivo de rapto mucho más tentador que si se tratara de una simple noble de alto rango—. Mantened la vigilancia para aseguraros de que no nos pillan por sorpresa a nosotros. Si las cosas salen mal, Bashere, ya sabes lo que hay que hacer. Además, puede que ella tenga un ejército, pero yo también lo tengo, y no tan pequeño.

Bashere sólo podía asentir a eso último. Aparte de los saldaeninos y de las Doncellas, la cima del cerro se hallaba abarrotada de Asha’man, Aes Sedai y Guardianes, más de veinticinco en total, un grupo tan formidable como cualquier pequeño ejército. Se entremezclaban con sorprendente despreocupación y eran pocos los que daban señales de tensión. Bueno, Toveine, una Roja de piel cobriza y de talla baja, miraba ceñuda a Logain, pero Gabrelle, una Marrón con un tono de tez muy moreno y ojos verdes, hablaba con él de forma muy afable, puede que hasta con coquetería. Tal vez ésa fuera la razón del ceño de Toveine, si bien la desaprobación parecía más factible que los celos. Adrielle y Kurin se rodeaban la cintura con el brazo, aunque ella era más alta que el Asha’man domani, y hermosa, mientras que él era poco agraciado y tenía el cabello gris en las sienes. Además de haber sido él quien había vinculado a la Gris en contra sus deseos. Beldeine, lo bastante nueva con el chal para aparentar que era una joven saldaenina normal y corriente, de ojos marrones ligeramente rasgados, alargaba la mano de vez en cuando para tocar a Manfor, y éste le sonreía cada vez que lo hacía. Que lo hubiera vinculado había sido más que chocante, pero aparentemente el hombre rubio lo había aceptado de muy buen grado. Ninguno le había pedido opinión a Rand antes de establecer el vínculo.

Quizá la relación más rara era entre Jenare, pálida y robusta en un traje de montar de color gris con bordados rojos en la falda pantalón, y Kajima, un tipo con aspecto de escribiente y de mediana edad que llevaba el pelo como Narishma, en dos trenzas con campanillas de plata en las puntas. Ella rió algo que Kajima había dicho y murmuró algo que lo hizo reír a él a su vez. ¡Una Roja bromeando con un hombre capaz de encauzar! A lo mejor Taim había provocado un cambio para mejor aunque no fuera tal su intención. Y tal vez él vivía en un sueño, claro. Las Aes Sedai tenían fama de saber fingir muy bien, pero ¿podría una Roja llevar hasta ese extremo el fingimiento?

No todo el mundo estaba de un humor afable ese día. Los ojos de Ayako parecían casi negros mientras asestaba una mirada fulminante a Rand; claro que, considerando lo que le ocurría a un Guardián cuando su Aes Sedai moría, la diminuta Blanca de tez oscura tenía razones para temer que Sandomere fuera hacia un posible peligro. El vínculo del Asha’man difería en ciertos aspectos, pero en otros era idéntico, y todavía nadie sabía los efectos que la muerte de un Asha’man podría tener en la mujer a la que había vinculado. Elza también miraba ceñuda a Rand; tenía una mano sobre el hombro de su alto y delgado Guardián, Fearil, como si sujetara a un perro guardián por el collar y estuviera pensando en soltarlo. No contra Rand, desde luego, pero éste temía por cualquiera que Elza pensara que podría estar amenazándolo. Le había dado órdenes al respecto y el juramento de la mujer debería obligarla a que las obedeciera, pero una Aes Sedai era capaz de hallar escapatorias para eludir casi cualquier cosa.

Merise hablaba firmemente con Narishma; sus otros dos Guardianes esperaban montados a cierta distancia. No cabía error en la forma en que la mujer de severo rostro gesticulaba a la par que hablaba y se inclinaba hacia él para poder hacerlo en voz baja. Le estaba impartiendo instrucciones sobre algo. A Rand le desagradaba eso dadas las circunstancias, pero poco podía él hacer al respecto. Merise no había prestado ningún juramento y no le haría caso en lo relacionado con sus Guardianes. Ni relacionado con casi nada más, dicho fuera de paso.

También Cadsuane lo estaba observando. Ella y Nynaeve llevaban puestas todas sus joyas ter’angreal. Nynaeve estaba haciendo una buena demostración de calma Aes Sedai. Parecía practicar mucho eso desde que había enviado a Lan a dondequiera que lo hubiese mandado. La mitad de la cima del cerro separaba a su gorda yegua marrón del zaino de Cadsuane, naturalmente. La antigua Zahorí jamás lo admitiría, pero la otra mujer la intimidaba.

Logain se adelantó en el negro castrado que hacía cabriolas para situarse entre Rand y Bashere. El caballo era casi del mismo tono que la chaqueta y la capa de su jinete.

—El sol está casi en el cenit —dijo—. ¿Hora de que bajemos? —En sus palabras sólo había un leve dejo de pregunta. Al hombre le irritaba recibir órdenes. No esperó a recibir respuesta—. ¡Sandomere! —llamó en voz alta—. ¡Narishma!

Merise retuvo a Narishma por la manga un momento más para acabar de darle instrucciones antes de dejarlo que se alejara a caballo, lo que hizo que Logain pusiera ceño. Narishma, bronceado por el sol, con las largas y oscuras trenzas adornadas con campanillas en la punta, parecía años más joven que Rand aunque en realidad tenía unos cuantos más que él. A lomos de su rucio, recto como la hoja de una espada, saludó a Logain con una leve inclinación de cabeza, como a un igual, con lo que se ganó otro gesto ceñudo. Sandomere le dijo algo en voz baja a Ayako antes de montar en su rodado y ella le tocó el muslo una vez que hubo subido a la silla. Con arrugas, la línea del cabello canoso retrocediendo en la frente y una barba surcada de hebras grises y recortada en punta y untada con aceites, hacía que la mujer pareciera joven en lugar de tener un rostro intemporal. Él lucía ya el dragón rojo y dorado en el alto cuello de la chaqueta negra, además del alfiler en forma de espada plateada. Todos los Asha’man que había en el cerro los llevaban, incluso Manfor. Había ascendido a Dedicado recientemente, pero había sido uno de los primeros en llegar a la Torre Negra antes de que hubiera una Torre Negra. La mayoría de los hombres que habían empezado con él habían muerto. Ni siquiera Logain había negado que mereciera ese ascenso.

Logain tuvo el suficiente sentido común de no llamar a Cadsuane ni a Nynaeve, pero ambas se acercaron para reunirse con Rand de todos modos y se situaron a uno y otro lado de él; las dos lo miraron brevemente, el semblante tan impasible que podrían haber estado pensando cualquier cosa. Sus ojos se encontraron y Nynaeve los apartó rápidamente. Cadsuane soltó un suave resoplido. También Min se aproximó. Era su «una más» para equilibrar los séquitos de honor. Un hombre jamás debería hacer promesas en la cama. Abrió la boca y ella enarcó una ceja mientras lo miraba directamente. El vínculo rebosaba… algo peligroso.

—Quédate detrás de mí cuando lleguemos allí —le dijo, que no era en absoluto lo que tenía intención de decir.

El peligro se diluyó en lo que había aprendido a reconocer como amor. Por alguna razón, también había regocijo irónico en el vínculo.

—Lo haré si quiero, pastor cabeza hueca —repuso con más que un poco de aspereza, como si el vínculo no le revelara sus verdaderos sentimientos. Por difícil que resultara descifrarlos.

—Si vamos a hacer esta tontería, hagámosla y acabemos de una vez —manifestó firmemente Cadsuane, que taconeó a su zaino ladera abajo.

A corta distancia del cerro, las granjas empezaron a aparecer a lo largo de una sinuosa calzada de tierra que atravesaba el bosque, el suelo endurecido por los largos años de uso pero aún resbaladizo por el barro formado con las últimas lluvias. Por las chimeneas de las casas de piedra con techo de bálago salía el humo de cocinar la comida de mediodía. A veces, muchachas y mujeres estaban sentadas fuera, al sol, y trabajaban con la rueca. Hombres con toscas chaquetas entraban en los campos vallados con piedra para comprobar cómo retoñaban sus cosechas, en tanto que los chicos arrancaban malas hierbas con azadones. En los pastos pacían cabezas de ganado marrón y blanco u ovejas de cola negra, por lo general vigiladas por uno o dos chicos equipados con arcos u hondas. En esos bosques había lobos y leopardos, así como otras criaturas a las que les gustaba el sabor de la carne de vaca y de cordero. Algunas personas se resguardaban los ojos con la mano para observar a los transeúntes, sin duda preguntándose quiénes serían esas gentes tan bien vestidas que iban a visitar a lady Deirdru. Tenía que ser ésa la razón de su presencia allí, encaminándose hacia la casa solariega y en un lugar tan lejano de cualquier sitio importante. No obstante, nadie parecía agitado ni asustado, y todos seguían ocupándose de sus tareas diarias. Los rumores de un ejército en la región los habrían trastornado, sin duda, y los rumores de esa clase se propagaban como un fuego incontrolado. Qué extraño. Los seanchan no podían Viajar sin que la noticia de su presencia se difundiera por todas partes. Muy extraño.

Sintió que Logain y los otros dos hombres asían el saidin y se llenaban de él. Logain era capaz de absorber casi tanto como él, en tanto que la capacidad de Narishma y Sandomere era algo menor. Eran los más fuertes entre los otros Asha’man, sin embargo, y los dos habían estado en los pozos de Dumai. Logain había demostrado que sabía manejarse bien en otros sitios, en otras batallas. Si esto era una trampa, estarían preparados y la otra parte no lo sabría hasta que fuera demasiado tarde. Rand no se abrió a la Fuente. Percibía a Lews Therin al acecho dentro de su cabeza. No era el momento de dar al loco la ocasión de asir el Poder.

—Cadsuane, Nynaeve, será mejor que abracéis la Fuente ya —dijo—. Nos estamos acercando.

—Estoy abrazando el saidar desde hace tiempo, en la colina —le contestó Nynaeve. Cadsuane resopló con desdén y le dirigió una mirada con la que lo llamaba idiota.

Rand reprimió una mueca antes de que se plasmara en su semblante. No había sentido cosquilleo ni la piel de gallina. Habían encubierto su habilidad y, de ese modo, lo habían imposibilitado de percibir el Poder en ellas. Los hombres habían tenido pocas ventajas sobre las mujeres en cuanto a encauzar, pero ahora habían perdido esas pocas mientras que ellas conservaban todas las suyas. Algunos Asha’man estaban tratando de hallar la forma de duplicar lo que Nacelle había creado, de encontrar un tejido que permitiera a los hombres detectar los tejidos de las mujeres, pero sin éxito hasta ahora. Bien, otro tendría que encargarse de ello, porque él tenía ocupaciones de sobra en este momento.

Las granjas continuaron apareciendo, algunas solas en un claro, otras agrupadas en tres, cuatro o cinco juntas. Si siguieran calzada adelante llegarían al pueblo de Cruce del Rey dentro de unas pocas millas, donde un puente de madera salvaba un río angosto llamado el Reshalle, pero bastante antes de eso la calzada pasaba junto a un amplio claro señalado por un par de altos postes de piedra, aunque no había portón ni valla. Un centenar de pasos o más detrás de esos postes, al final de un camino de arcilla resbaladizo por el barro, se alzaba la casa solariega de lady Deirdru, un edificio de dos plantas, en piedra gris y con techo de bálago, que no parecía una granja debido a los postes y a las altas puertas dobles de la fachada principal. Los establos y dependencias tenían el mismo aspecto práctico, recio y carente de ornamentos. No se veía a nadie, ni mozo de cuadra, ni criada de camino a recoger huevos, ni hombres en los campos que flanqueaban la vereda. No salía humo por las altas chimeneas de la casona. Realmente olía a trampa. Pero la campiña estaba silenciosa y los granjeros, tranquilos. Sólo había un modo de salir de dudas.

Rand hizo girar a Tai’daishar y pasaron entre los postes; los demás los siguieron. Min no hizo caso de su advertencia; hizo que su montura se abriera hueco entre Tai’daishar y la yegua de Nynaeve y le sonrió. ¡El vínculo transmitía nerviosismo, pero ella sonreía!

Cuando estaban a mitad de camino de la casa, las puertas se abrieron y dos mujeres salieron, una con ropa de color gris oscuro, la otra de azul con paños rojos sobre el pecho y en la falda que le llegaba al tobillo. El sol arrancó destellos en la correa plateada que las unía. Aparecieron dos más, y otras dos, hasta que hubo tres pares en fila a cada lado de las puertas. Cuando Rand llegaba a los dos tercios de la vereda, otra mujer cruzó el umbral. Era de tez muy oscura y de constitución muy menuda; vestía ropas blancas plisadas y se cubría la cabeza con un pañuelo transparente que le caía sobre la cara. La Hija de las Nueve Lunas. A Bashere se la habían descrito de los pies a la rapada cabeza. La tensión de los hombros —de la que no había sido consciente hasta ese momento— se aflojó. Que estuviera realmente allí anulaba la posibilidad de una trampa. Los seanchan no expondrían a su heredera del trono en una maniobra tan peligrosa. Sofrenó al semental y desmontó.

—Una de ellas está encauzando —dijo Nynaeve en un tono sólo lo bastante alto para que él la oyera mientras bajaba de la yegua—. No veo nada, de manera que está ocultando su habilidad e invirtiendo el tejido, ¡y me pregunto cómo ha aprendido eso la seanchan! Pero está encauzando. Sólo una; no es suficiente para que sean dos. —Su ter’angreal no diferenciaba si era saidin o saidar lo que se estaba encauzando, pero no parecía probable que fuera un hombre.

«Te advertí que era una trampa —gimió Lews Therin—. ¡Te lo dije!»

Rand fingió que comprobaba la cincha de la silla.

—¿Sabéis cuál de ellas es? —preguntó quedamente. Seguía sin asir el saidin. A saber lo que sería capaz de hacer Lews Therin en esas circunstancias si conseguía hacerse con el control otra vez. Logain también toqueteaba la cincha de su montura y Narishma observaba a Sandomere, que inspeccionaba uno de los cascos del rodado. Lo habían oído. La diminuta mujer esperaba en el umbral, totalmente inmóvil pero sin duda impaciente y probablemente ofendida por su aparente interés en los caballos.

—No —respondió sombríamente Cadsuane—. Pero puedo hacer algo al respecto. Cuando estemos más cerca. —Los adornos dorados del cabello se mecieron cuando la mujer se echó hacia atrás la capa, como si dejara al aire una espada.

—Quédate detrás de mí —le dijo a Min y, para su alivio, ella asintió con la cabeza. Tenía el entrecejo ligeramente fruncido y el vínculo transmitía preocupación; pero miedo no. Sabía que la protegería.

Dejando a los caballos allí, echó a andar hacia las sul’dam y las damane, con Cadsuane y Nynaeve un poco más atrás, flanqueándolo. Logain, posada la mano en la empuñadura de la espada como si ésa fuera su verdadera arma, caminaba junto a Cadsuane mientras que Narishma y Sandomere iban detrás de Nynaeve. La diminuta mujer de oscura tez echó a andar lentamente hacia ellos, recogiéndose la falda plisada para que no tocara el suelo mojado.

De pronto, a unos diez pasos de distancia, la mujer… fluctuó. Durante un instante fue más alta que la mayoría de los hombres, vestida toda de negro, el gesto sorprendido y, aunque seguía con el velo echado sobre la cara, un pelo corto, ondulado y negro le cubría la cabeza. Sólo un instante antes de que la mujer menuda reapareciera, dio un traspié al dejar caer la falda blanca, pero hubo otra fluctuación y la alta mujer de tez oscura se mostró de nuevo, el semblante crispado por la ira tras el velo. Rand reconoció aquella cara aunque jamás la había visto hasta ese momento. Lews Therin, sí, y eso fue suficiente.

—Semirhage —dijo, estupefacto, antes de poder refrenar la lengua, y de repente todo pareció pasar al mismo tiempo.

Intentó asir la Fuente y encontró a Lews Therin dando zarpazos para aferrarla también, ambos empujándose el uno al otro para hacerse con ella. Semirhage movió la mano y una pequeña bola de fuego salió disparada de las yemas de sus dedos hacia él. Quizá gritó algo, una orden. Rand no podía apartarse a un lado; tenía a Min justo detrás. Mientras intentaba frenéticamente asir el saidin levantó la mano con la que sostenía el Cetro del Dragón, desesperado. El mundo pareció estallar en fuego.

Notó la mejilla pegada contra el suelo mojado. Unos puntos negros rielaban ante sus ojos y todo parecía algo borroso, como si lo viera a través del agua. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado? Tenía la cabeza embotada. Algo se le clavaba en las costillas. La empuñadura de la espada. Las viejas heridas eran un tenso nudo de dolor justo por encima del pomo. Despacio, comprendió que estaba mirando el Cetro del Dragón o lo que quedaba de él. La punta de lanza y unas pulgadas del mango chamuscado yacían a tres pasos de distancia. Unas llamas pequeñas lamían y consumían el largo borlón. La Corona de Espadas estaba caída más allá.

De pronto se dio cuenta de que sentía encauzar saidin. Tenía la piel de gallina debido al saidar que se manejaba. La casa solariega. ¡Semirhage! Intentó ponerse de pie y se desplomó con un áspero grito. Despacio, alzó el brazo izquierdo, que parecía arder de dolor, para mirarse la mano. Donde había estado la mano. Sólo quedaba un maltrecho despojo, ennegrecido y desgarrado. Por el puño asomaba un muñón del que salían serpentinas de humo. Pero el Poder seguían encauzándose a su alrededor. Los suyos combatían a vida o muerte. Podían estar muriendo. ¡Min! Bregó para levantarse y volvió a caer.

Como si pensar en ella la hubiera invocado, Min se agachó junto a él. Comprendió que lo hacía para escudarlo con su cuerpo. El vínculo rebosaba lástima y dolor. Dolor físico no. Lo habría notado si ella tuviera la más pequeña herida. Estaba dolida por él.

—Quédate tumbado —dijo—. Has… Has recibido una herida.

—Lo sé —dijo roncamente. De nuevo trató de asir el saidin y, maravilla de maravillas, esta vez Lews Therin no intentó entrometerse. El Poder lo inundó y eso le dio la fuerza necesaria para ponerse de pie mientras preparaba unos tejidos realmente peligrosos y desagradables. Sin hacer caso de su chaqueta embarrada, Min lo aferró del brazo sano como si tratara de mantenerlo de pie. Pero la lucha había acabado.

Semirhage estaba de pie, tiesa, con los brazos pegados contra los costados y la falda apretada contra las piernas, sin duda atrapada con flujos de Aire. La empuñadura de uno de los cuchillos de Min sobresalía de su hombro, y también debía de estar escudada, pero el oscuro y bello rostro denotaba menosprecio. Ya había estado cautiva con anterioridad, brevemente, durante la Guerra de la Sombra. Había escapado de un arresto mayor al aterrorizar a sus carceleros hasta el punto de que la condujeron clandestinamente a la libertad.

Otros habían recibido heridas más graves. Una sul’dam baja y de tez oscura y una damane alta y de cabello claro, unidas por un a’dam, yacían despatarradas en el suelo, los ojos fijos en el sol, vidriosos ya, y otras dos estaban de rodillas y abrazadas, la sangre corriéndoles por la cara y apelmazando su cabello. Las otras parejas estaban tan rígidas como Semirhage y Rand vio los escudos de tres de las damane, que parecían aturdidas. Una de las sul’dam, una mujer joven, esbelta, de cabello oscuro, sollozaba quedamente. Narishma también tenía la cara ensangrentada, y la chaqueta parecía chamuscada. Lo mismo ocurría con la de Sandomere, y por la manga izquierda asomaba un hueso blanco con manchas rojizas, hasta que Nynaeve le enderezó firmemente el brazo y colocó el hueso en su sitio. El hombre soltó un gemido gutural a la par que hacía un gesto de dolor. A continuación Nynaeve puso las manos huecas alrededor del brazo, por encima de la fractura, y al cabo de unos segundos Sandomere flexionaba el brazo y movía los dedos mientras le daba las gracias en un susurro. Logain parecía estar indemne, al igual que Nynaeve y Cadsuane, que observaba a Semirhage del mismo modo que una Marrón estudiaría a un animal exótico que viera por primera vez.

De pronto empezaron a abrirse accesos todo en derredor de la casa solariega por los que salían en tromba Asha’man y Aes Sedai con Guardianes montados a caballo, Doncellas veladas y Bashere cabalgando a la cabeza de sus jinetes. Un Asha’man y una Aes Sedai en un círculo de dos podían crear un acceso considerablemente más grande que los que Rand conseguía hacer él solo. Así que alguien había conseguido dar la señal, un destello de luz roja en el cielo. Todos los Asha’man rebosaban saidin, y Rand supuso que las Aes Sedai estaban henchidas de saidar. Las Doncellas se desperdigaron entre los árboles.

—¡Aghan, Hamad, registrad la casa! —gritó Bashere—. ¡Matoun, que formen los lanceros! ¡Se nos echarán encima tan pronto como puedan! —Dos soldados clavaron las lanzas en el suelo, desmontaron de un salto y corrieron hacia el interior del edificio al tiempo que desenvainaban la espada, en tanto que otros empezaban a formar en dos hileras.

Ayako se bajó precipitadamente de su montura y corrió hacia Sandomere sin molestarse siquiera en remangarse la falda para no mancharla de barro. Merise cabalgó hasta donde se encontraba Narishma antes de desmontar justo delante de él para tomarle la cabeza entre las manos sin decir palabra. Él sufrió una sacudida, la espalda se arqueó y casi se soltó la cabeza mientras ella lo Curaba. Merise tenía poca habilidad con el método de Curación de Nynaeve.

Haciendo caso omiso del tumulto, Nynaeve se recogió la falda con las manos ensangrentadas y se dirigió presurosa hacia Rand.

—Oh, Rand —musitó al verle el brazo—. Lo siento, yo… Haré cuanto pueda, pero me es imposible arreglarlo estando como está. —Los ojos le rebosaban angustia.

Sin decir palabra, él alzó el brazo izquierdo. Las palpitaciones eran dolorosísimas. Cosa curiosa, todavía sentía la mano. Tenía la impresión de ser capaz de apretar un puño que ya no tenía. La piel de gallina se le extendió por todo el cuerpo cuando Nynaeve absorbió saidar, los hilillos de humo desaparecieron del puño de la chaqueta, y a continuación la antigua Zahorí le asió el brazo por encima de la muñeca. El brazo entero empezó a cosquillearle y el dolor se disipó. Lentamente, la carne ennegrecida fue reemplazada por otra tersa que dio la impresión de escurrir hacia abajo hasta cubrir la pequeña masa informe que había sido la base de su mano. Era como un milagro. El dragón escamoso, escarlata y dorado, creció también hasta donde pudo, y acabó en un fragmento pequeño de crin dorada. Todavía sentía la mano.

—Lo siento —repitió Nynaeve—. Deja que te Ahonde por si tienes más heridas. —Se lo pidió, pero no esperó a que le diera permiso, claro está. Alzó las manos para asirle la cabeza entre ellas y un escalofrío lo recorrió de arriba abajo—. Algo está mal en los ojos —dijo, fruncido el entrecejo—. Me da miedo intentar curarlo sin examinarlo a fondo antes. El más mínimo error podría dejarte ciego. ¿Qué tal ves? ¿Cuántos dedos tengo levantados?

—Dos. Veo bien —mintió. Los puntos negros habían desaparecido, pero todavía lo veía todo como a través de agua y habría querido entornar los ojos para protegerlos del brillo del sol, que parecía diez veces más intenso que antes. Las viejas heridas del costado eran un nudo agarrotado de dolor.

Bashere desmontó de su compacto zaino delante de él y miró ceñudo el muñón del brazo izquierdo. Se desabrochó el yelmo, se lo quitó y lo sujetó debajo del brazo.

—Al menos seguís vivo —dijo con voz ronca—. He visto hombres más malheridos.

—Yo también —contestó Rand—. Tendré que volver a aprender esgrima desde el principio, sin embargo. —Bashere asintió. La mayor parte de las poses requería el uso de ambas manos. Rand se agachó para recoger la corona de Illian, pero Min le soltó el brazo y la recogió con presteza para dársela. Rand se la puso en la cabeza—. Voy a tener que desarrollar nuevas formas de hacerlo todo.

—Debes de tener una conmoción —dijo lentamente Nynaeve—. Acabas de sufrir una lesión grave, Rand. Quizá sería mejor que te tumbaras. Lord Davram, mandad a uno de vuestros hombres que traiga una silla de montar para que ponga los pies en alto.

—No tiene conmoción —explicó tristemente Min. El vínculo rebosaba tristeza. Lo había asido del brazo como si fuera a ayudarlo a incorporarse otra vez—. Ha perdido una mano, pero es algo que no tiene solución, de modo que ya lo ha dejado atrás.

—Necio cabeza hueca —murmuró Nynaeve. La mano que aún tenía manchada con la sangre de Sandomere subió hacia la gruesa trenza que le caía sobre el hombro, pero la bajó bruscamente—. Has sufrido una herida terrible. Es normal que lo lamentes. Es normal que te sientas aturdido. ¡Es normal!

—No tengo tiempo —contestó él. La tristeza de Min amenazaba con desbordar el vínculo. ¡Luz, se encontraba bien! ¿Por qué estaba tan triste Min?

Nynaeve masculló entre dientes «cabeza hueca» y «necio» y «terco» pero aún no había acabado.

—Esas viejas heridas del costado se han abierto —dijo, casi gruñendo—. No sangras demasiado, pero estás sangrando. Tal vez consiga hacer algo finalmente con ellas.

Pero, por mucho que lo intentó —y lo intentó tres veces—, nada cambió. Rand todavía notaba el hilillo de sangre resbalándole por las costillas. Las heridas seguían siendo un palpitante nudo de dolor. Al cabo, retiró suavemente la mano de la mujer de su costado.

—Has hecho cuanto has podido, Nynaeve. Déjalo.

—Necio. —Esta vez sí que gruñó—. ¿Cómo va a ser suficiente si sigues sangrando?

—¿Quién es la mujer alta? —preguntó Bashere. Por fin entendía. Uno no perdía tiempo en lo que no tenía remedio—. No intentarían hacerla pasar por la Hija de las Nueve Lunas ¿verdad? No después de decirme que era menudita.

—Pues lo hicieron —contestó Rand, que resumió lo ocurrido.

—¿Semirhage? —masculló Bashere con incredulidad—. ¿Cómo podéis estar seguro de eso?

—Es Anath Dorje, no… No lo que la habéis llamado —alegó en voz alta una sul’dam de tez cobriza, en un gangoso arrastrar de palabras. Tenía los ojos oscuros y rasgados, y el cabello surcado de hebras grises. Parecía la mayor de las sul’dam y la menos asustada. No es que no pareciera atemorizada, pero lo controlaba bien—. Es la Palabra de la Verdad de la Augusta Señora.

—Cállate, Falendre —ordenó fríamente Semirhage, que giró la cabeza hacia atrás. Su mirada era una promesa de dolor. A la Señora del Dolor se le daba muy bien cumplir ese tipo de promesas. Se sabía de prisioneros que se habían matado al enterarse de que era ella quien los tenía retenidos, hombres y mujeres que se las arreglaron para abrirse las venas con los dientes o las uñas.

Sin embargo, Falendre no pareció darse cuenta de eso.

—Tú no me das órdenes —replicó con desdén—. Ni siquiera eres so’jhin.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —demandó Cadsuane. Las lunas y las estrellas, las aves y los peces dorados se mecieron cuando desvió la penetrante mirada de Rand a Semirhage y viceversa. La Renegada le ahorró inventarse una mentira.

—Está loco —dijo con frialdad. Rígida como una estatua, con la empuñadura del cuchillo de Min asomando todavía junto a la clavícula y la pechera del negro vestido brillante por la sangre, podría haber sido una reina en su trono—. Graendal podría explicarlo mejor que yo. La demencia es su especialidad. Aún así, lo intentaré. ¿Habéis oído hablar de personas que oyen voces en su cabeza? A veces, en muy raras ocasiones, las voces que oyen son voces de vidas pasadas. Lanfear afirmaba que él sabía cosas de nuestra era, cosas que sólo Lews Therin Telamon podía saber. Obviamente oye la voz de Lews Therin. El hecho de que la voz sea real no cambia nada. De hecho, empeora la situación. Incluso Graendal solía fracasar en la reintegración de alguien que oía una voz real. Según tengo entendido el declive a la locura terminal puede ser… repentino. —Una sonrisa le curvó los labios, pero no se le reflejó en los oscuros ojos.

¿Lo miraban de forma diferente? El semblante de Logain era una máscara tallada, indescifrable. La expresión de Bashere era como si todavía no pudiera creerlo. Nynaeve estaba boquiabierta y tenía desorbitados los ojos. El vínculo… Durante unos largos instantes el vínculo rebosó de… insensibilidad. Si Min le daba la espalda sería lo mejor que le podría ocurrir. Pero el entumecimiento quedó reemplazado por una compasión y una determinación firmes como montañas, y un amor tan intenso y cálido que habría podido calentarse las manos en él. Lo asió del brazo con más fuerza y Rand hizo intención de poner la mano sobre las de ella. Demasiado tarde recordó lo ocurrido y apartó bruscamente el muñón, pero para entonces ya la había tocado. En el vínculo no hubo nada que se alterara lo más mínimo.

Cadsuane se acercó a la mujer alta y alzó la vista hacia ella. Encarar a una de las Renegadas pareció desconcertarla tan poco como lo hacía encararse con el Dragón Renacido.

—Te muestras muy tranquila para estar prisionera. En lugar de negar el cargo, ofreces pruebas contra ti misma.

Semirhage trasladó la fría sonrisa de Rand a Cadsuane.

—¿Y por qué iba a negarme a mí misma? —Cada palabra destilaba orgullo—. Soy Semirhage. —Alguien dio un respingo y varias sul’dam y damane empezaron a temblar y a sollozar. Una sul’dam, una mujer bonita de cabello rubio, vomitó de repente, y otra, ésta rechoncha y oscura, parecía que estaba a punto de hacerlo. Cadsuane se limitó a asentir con la cabeza.

—Soy Cadsuane Melaidhrin. Tengo ganas de mantener largas charlas contigo.

Semirhage hizo un ruido desdeñoso. Jamás le había faltado coraje.

—Creíamos que era la Augusta Señora —se apresuró a aclarar Falendre, aunque hablando a trompicones. Parecía a punto de ponerse a dar diente con diente, pero se obligó a articular las palabras—. Creíamos que se nos hacía un honor. Nos condujo a una habitación del palacio de Tarasin donde había un… agujero en el aire, y pasamos a este sitio. ¡Lo juro por mis ojos! Creíamos que era la Augusta Señora.

—De modo que ningún ejército se nos viene encima —dijo Logain. Por su tono no habría sido posible discernir si sentía alivio o estaba desilusionado. Tiró de la empuñadura de la espada de forma que desnudó un par de dedos de la hoja y volvió a meterla en la vaina con brusquedad—. ¿Qué hacemos con ellas? —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a las sul’dam y las damane—. ¿Enviarlas a Caemlyn como las otras?

—Las mandamos de vuelta a Ebou Dar —dijo Rand. Cadsuane se volvió para mirarlo intensamente. El rostro era una máscara perfecta de serenidad Aes Sedai, pero él dudaba que por dentro estuviera serena ni de lejos. El atar con correa a las damane era una abominación que las Aes Sedai se tomaban como algo personal. El estado de ánimo de Nynaeve era cualquier cosa menos sereno. Los ojos iracundos, asida fuertemente la trenza con los dedos pringados de sangre, abrió la boca, pero Rand se le adelantó—. Necesito esta tregua, Nynaeve, y tomar prisioneras a estas mujeres no es el mejor modo de conseguirla. No discutas. Así sería como lo interpretarían, incluidas las damane, y lo sabes tan bien como yo. Pueden transmitir mi intención de querer reunirme con la Hija de las Nueve Lunas. La heredera al trono es la única que puede hacer que una tregua se mantenga vigente.

—Sigue sin gustarme —repuso con firmeza la mujer—. Podríamos liberar a las damane. Con las otras sería suficiente para llevar el mensaje. —Las damane que no lloraban antes prorrumpieron en sollozos entonces. Algunas les gritaban a las sul’dam que las salvaran. El semblante de Nynaeve adquirió un matiz enfermizo, pero alzó las manos y desistió de discutir más.

Los dos soldados que Bashere había enviado dentro de la casa salieron; eran hombres jóvenes que caminaban con un movimiento de vaivén, más acostumbrados a las sillas de montar que a sus propios pies. Hamad lucía una frondosa barba negra que le asomaba por debajo del borde del yelmo y tenía una cicatriz que le surcaba la cara. Aghan llevaba un poblado bigote, como el de Bashere, y cargaba debajo del brazo una sencilla caja de madera, sin tapa. Hicieron una reverencia a Bashere mientras apartaban a un lado la espada con la mano libre.

—La casa está vacía, milord —anunció Aghan—, pero hay sangre seca en las alfombras de varias habitaciones. Parece el escenario de una masacre, milord. Creo que quienquiera que viviera aquí ha muerto. Esto se encontraba junto a la puerta principal. No parecía ser su sitio, así que lo trajimos.

Sostuvo la caja en vilo para que la inspeccionaran. Dentro había enroscados a’dam y varios aros hechos con segmentos de metal negro, algunos grandes y otros pequeños. Rand hizo intención de alargar la mano izquierda antes de acordarse de su falta. Min se percató y le soltó el brazo derecho para que pudiera recoger un puñado de las negras piezas metálicas. Nynaeve dio un respingo.

—¿Sabes qué son? —preguntó Rand.

—Son a’dam para hombres —respondió, iracunda—. ¡Egeanin dijo que arrojaría esa cosa al océano! ¡Confiamos en ella y ella se lo entregó a alguien que ha hecho copias!

Rand dejó caer los artilugios negros dentro de la caja. Había seis aros grandes y cinco de las correas plateadas. Semirhage había ido preparada para hacer frente a quienquiera que él llevara.

—Realmente creyó que podría capturarnos a todos. —Esa idea tendría que haberlo hecho temblar. Creyó sentir temblar a Lews Therin. Nadie quería caer en manos de Semirhage.

—Les gritó que nos escudaran —dijo Nynaeve—, pero les fue imposible porque ya asíamos el Poder. De no haberlo hecho, si Cadsuane y yo no hubiésemos llevado nuestros ter’angreal, no sé qué habría ocurrido. —A ella sí que la sacudió un escalofrío.

Rand miró a la alta Renegada y ella le sostuvo la mirada con absoluta calma. Con absoluta frialdad. Su fama como torturadora cobraba tanta importancia que era fácil olvidar cuán peligrosa era además.

—Atad los escudos de las otras para que se suelten dentro de unas horas y mandadlas cerca de Ebou Dar. —Por un instante creyó que Nynaeve iba a protestar otra vez, pero la mujer se contentó con asestarse un fuerte tirón a la trenza antes de darse media vuelta.

—¿Quién sois para pedir un encuentro con la Augusta Señora? —demandó Falendre. Por alguna razón, pronunció con énfasis el título.

—Me llamo Rand al’Thor. Soy el Dragón Renacido. —Si habían llorado al oír el nombre de Semirhage, plañeron al oír el suyo.


Con la ashandarei inclinada sobre la silla, Mat aguardó montado en Puntos en la oscuridad que reinaba entre los árboles, rodeado por dos mil jinetes ballesteros. No hacía mucho que el sol se había metido y los acontecimientos debían de haberse puesto en marcha. Los seanchan iban a recibir un duro correctivo esa noche en media docena de sitios distintos. Algunos pequeños y otros no tanto, pero duros en cualquier caso. La luz de la luna que se filtraba entre las ramas allá arriba alumbraba justo lo suficiente para que Mat distinguiera el oscuro rostro de Tuon. Había insistido en estar con él, lo que naturalmente significaba que Selucia se encontraba al lado de la mujercita, en su zaino, y que, como siempre, le dirigía una mirada fulminante. Por desgracia no había suficientes sombras en la luz de luna para ocultar eso. Tuon debía de sentirse desdichada por lo que iba a ocurrir esa noche, pero nada se reflejaba en su semblante. ¿Qué pensaba? Su expresión era la imagen del juez severo.

—Tu plan entraña bastante suerte —dijo Teslyn y no por primera vez. Aun envuelto en sombras, su rostro tenía un gesto duro. Rebulló en la silla y se arregló la capa—. Es tarde para cambiarlo todo, pero sí se puede desistir de esta parte.

Mat habría preferido tener al lado a Bethamin o a Seta, ninguna de ellas obligadas por los Tres Juramentos y ambas conocedoras de los tejidos que las damane usaban como armas, algo que horrorizaba a las Aes Sedai. No los tejidos, sino que Bethamin y Seta los conocieran. Al menos creía que lo habría preferido. Leilwin se había negado a luchar contra ningún seanchan excepto para defenderse a sí misma. Bethamin y Seta podrían hacer lo mismo o descubrir en el último momento que eran incapaces de actuar contra sus compatriotas. En cualquier caso, las Aes Sedai se habían negado a dejar que las dos mujeres se vieran involucradas y ninguna había abierto la boca una vez que eso se hubo dicho. La pareja se comportaba con demasiada mansedumbre estando cerca las Aes Sedai como para decir ni mu.

—Que la Gracia os sea propicia, Teslyn Sedai, pero lord Mat tiene suerte —dijo el capitán Mandevwin. El achaparrado hombre tuerto llevaba en la Compañía desde sus comienzos en Cairhien, y antes de eso, en batallas contra Tear y Andor, le habían salido canas en el cabello, ahora tapadas por el yelmo pintado en verde (un yelmo de infantería, sin visera)—. Recuerdo ocasiones en las que el enemigo nos superaba en número y estaba por todas partes, y él llevaba a la Compañía de aquí para allí hasta darle esquinazo, pero no para huir, ojo, sino para batirlo. Hermosas batallas.

—La única batalla hermosa es la que no se tiene que librar —dijo Mat en un tono más seco de lo que era su intención. No le gustaban las batallas. En una batalla a uno podían hacerle agujeros. Pero el caso es que siempre acababa enredado en alguna, simplemente. Casi todo ese ir «de aquí para allí» había sido un intento de escabullirse. Pero esa noche no habría espantada; ni durante muchos días venideros—. Nuestra parte es importante, Teslyn. —¿Por qué se retrasaba Aludra, maldición? El ataque al campamento de abastecimiento ya debía de estar llevándose a cabo, justo con el ímpetu suficiente para que los soldados que lo defendían pensaran que podrían aguantar hasta que llegara ayuda, justo lo bastante fuerte para convencerlos de que necesitaban ayuda. Los demás serían a plena carga desde el principio a fin de superar a los defensores antes de que se dieran cuenta de lo que se les venía encima—. Mi intención es sangrar a los seanchan con tanta contundencia, celeridad y frecuencia que reaccionarán a lo que estemos haciendo en lugar de seguir sus propios planes. —No bien acababa de hablar cuando deseó haberse expresado de otra forma.

Tuon se inclinó hacia Selucia, que agachó la cabeza cubierta con un pañuelo para intercambiar susurros con ella. Estaba demasiado oscuro para usar el lenguaje con los dedos, pero a Mat le resultó imposible captar una sola palabra de lo que hablaron. Podía imaginarlo. Tuon había prometido no traicionarlo, y eso tenía que incluir no traicionar sus planes, pero aun así debía de estar deseando que la eximiera de la palabra dada. Tendría que haberla dejado con Reimon o uno de los otros. Habría sido más seguro que permitirle quedarse con él. Habría podido hacerlo si la hubiera atado; a ella y a Selucia, a las dos. Y probablemente a Setalle también. Esa puñetera mujer siempre se ponía de parte de Tuon.

El zaino de Mandevwin pateó con un casco y el hombre le palmeó el cuello con la mano enguantada.

—No podéis negar que existe la suerte de la batalla cuando uno descubre en el enemigo un punto débil que en ningún momento había imaginado que tuviera, que no debería tenerlo, o cuando uno lo encuentra desplegado para defenderse de un ataque procedente del norte que sin embargo le llega por el sur. La suerte de la batalla cabalga a vuestro lado, milord. Lo he visto.

Mat gruñó y se encasquetó el sombrero con gesto irritado. Por cada vez que un estandarte se perdía y tropezaba con un jodido punto flaco en las defensas enemigas, había otras diez en las que no estaba donde demonios se suponía que debía estar ni cuando demonios hacía falta. Ésa era la verdadera suerte de la batalla.

—Una flor nocturna verde —anunció un hombre desde arriba—. ¡Dos! ¡Las dos verdes! —El ruido de roces y chasquidos anunció que descendía a toda prisa.

Mat soltó un suspiro de alivio. El raken se había marchado y se dirigía al oeste. Había contado con eso —el grupo importante más cercano de soldados leales a los seanchan se hallaba al oeste— e incluso se había planteado cabalgar tan al oeste como se atreviera para hacerlo más creíble. Sólo porque uno estuviera seguro de que un adversario iba a reaccionar de tal forma no significaba que finalmente lo hiciera así. Reimon invadiría el campamento de abastecimiento en cualquier momento, reduciría a los defensores con un número de efectivos diez veces superior y obtendría las provisiones que tanto necesitaban.

—Adelante, Vanin —dijo, y el hombre gordo clavó tacones en el rodado, que se internó en la noche a medio galope. No podría adelantar al raken, pero mientras volviera a tiempo de avisarles…—. Hora de ponerse en movimiento, Mandevwin.

Un tipo delgado salvó el último tramo del tronco que lo separaba del suelo saltando desde una rama baja, aunque con cuidado de proteger el visor de lentes, que tendió seguidamente al cairhienino.

—Monta, Londraed —dijo Mandevwin mientras guardaba el visor de lentes en un estuche de cuero cilíndrico que llevaba atado a la silla—. Connl, que los hombres formen de a cuatro.

Una corta cabalgada los llevó a una calzada estrecha de tierra que serpenteaba entre colinas bajas y que Mat había evitado con anterioridad. Había pocas granjas y aun menos pueblos en esa zona, pero no quería esparcir rumores sobre grandes partidas de hombres armados. Al menos, no hasta que él quisiera que se extendieran. Ahora le hacía falta moverse deprisa, y el rumor no podía adelantársele en el asunto que lo ocupaba esa noche. Casi todas las granjas por las que pasaron eran formas oscuras a la luz de la luna, en las que ya se habían apagado faroles y velas. La trápala de cascos y los crujidos del cuero de las sillas eran los únicos sonidos aparte del esporádico grito aflautado de una ave nocturna o el ululato de un búho, pero unos dos mil caballos hacían bastante ruido. Pasaron por un pueblo pequeño en el que sólo un puñado de casas con techo de bálago y una minúscula posada de piedra tenían luz encendida, pero la gente asomó la cabeza por las puertas y las ventanas para mirar boquiabierta. Sin duda pensaban que veían soldados leales a los seanchan. No parecían quedar muchos que no lo fueran en la mayor parte de Altara. Alguien lanzó un vítor, pero fue una voz solitaria.

Mat cabalgaba junto a Mandevwin, con Tuon y las otras mujeres a la zaga, y de vez en cuando echaba un vistazo atrás. No era para asegurarse de que ella siguiera allí —por extraño que pudiera parecer, no dudaba que la mujer cumpliría su promesa de no escapar, ni siquiera entonces— y tampoco para asegurarse de que mantenía el paso. La cuchilla tenía un tranco cómodo y ella cabalgaba bien. Puntos no conseguiría dejar atrás a Akein aunque lo intentara. No, era sólo que le gustaba mirarla, incluso a la luz de la luna. Tal vez a la luz de la luna sobre todo. Había intentado besarla de nuevo la noche anterior y Tuon le había atizado un puñetazo tan fuerte en el costado que al principio pensó que le había roto una costilla falsa. Pero lo había besado justo antes de ponerse en camino esa noche. Sólo una vez, y le dijo que no fuera ansioso cuando intentó darle otro. Ella se derritió en sus brazos mientras la besaba y se volvió de hielo en el momento en que se apartó de él. ¿Qué pensar de esta mujer? Un búho enorme pasó sobre ellos. ¿Vería ella algún augurio en eso? Posiblemente.

No debería pasar tanto tiempo pensando en ella; no esta noche. A decir verdad, dependía de la suerte hasta cierto punto. Los tres mil lanceros que Vanin había encontrado, en su mayoría altaraneses con unos pocos seanchan, podían ser o no los que maese Roidelle había señalado en el mapa, aunque no se encontraban tan lejos de donde el cartógrafo los había situado, pero era imposible saber con certeza en qué dirección se habían desplazado desde entonces. Al nordeste, casi con toda seguridad, en dirección a la Hoz de Malvide y a la Brecha de Molvaine, más allá. Al parecer, salvo el último tramo, los seanchan habían optado por evitar la calzada de Lugard para desplazar a las tropas, sin duda para ocultar el número de soldados y los destinos en las calzadas comarcales. Sin embargo, la certeza no era absoluta. Si no se habían desplazado mucho trecho, ésta sería la calzada que utilizarían para llegar al campamento de abastecimiento. Pero si habían avanzado más de lo que él calculaba, podrían usar otra vía. Ahí no había peligro; sólo se habría perdido una noche. También podía ocurrir que el comandante de las tropas decidiera cortar a través de las colinas. Entonces las cosas podían ponerse feas si decidía regresar a esta calzada en el punto equivocado.

Alrededor de una legua más allá del pueblo llegaron a un lugar en el que dos colinas de suaves declives flanqueaban la calzada, y Mat mandó hacer un alto. Los mapas de maese Roidelle eran buenos, pero los que había conseguido de otros cartógrafos también eran un trabajo de maestros. Roidelle sólo adquiría lo mejor. Mat reconoció aquel punto como si lo hubiese visto antes. Mandevwin hizo girar a su caballo.

—Admar, Eyndel, llevad a vuestros hombres ladera norte arriba. Madwin, Dongal, a la ladera sur. Un hombre de cada cuatro para ocuparse de los caballos.

—Ponedles maneas a los caballos —dijo Mat—, y colocadles los morrales para que no relinchen. —Se enfrentaban a lanceros. Si las cosas iban mal e intentaban correr, esos lanceros los derribarían como quien caza cerdos salvajes. Una ballesta no era buen arma a lomos de un caballo, sobre todo si se intentaba huir. Tenían que vencer allí.

El cairhienino lo miró fijamente, aunque las barras de la visera del yelmo ocultaba su expresión; con todo, no vaciló.

—Manead los caballos y ponedles los morrales —ordenó—. Todos los hombres de la fila.

—Manda algunos para que vigilen el norte y el sur —le indicó Mat—. La suerte de la batalla puede ponerse en nuestra contra con tanta facilidad como a nuestro favor.

Mandevwin asintió con la cabeza e impartió la orden.

Los ballesteros se dividieron y ascendieron por las laderas ralas de árboles; las chaquetas oscuras y las armaduras de color verde apagado se desdibujaron en las sombras. Una armadura bruñida estaba muy bien para los desfiles, pero podía reflejar la luz de la luna tanto como la del sol. Según Talmanes, la parte dura había sido convencer a los lanceros que renunciaran a los brillantes petos y los nobles a sus plateados y dorados. La infantería había entendido al momento lo sensato de la medida. Durante un tiempo sonó el murmullo de hombres y caballos moviéndose sobre la capa de mantillo y a través de los arbustos, pero finalmente se hizo el silencio. Desde la calzada Mat no habría notado si había alguien en una u otra ladera. Ahora sólo quedaba esperar.

Tuon y Selucia continuaron con él, al igual que Teslyn. Se había levantado un aire racheado del oeste que agitaba las capas pero, naturalmente, una Aes Sedai podía pasar por alto esas cosas; no obstante, Teslyn mantuvo cerrada la suya. Curiosamente, Selucia dejó que las ráfagas de viento sacudieran su capa a placer, pero Tuon prefirió sujetar la suya con una mano para tenerla cerrada.

—Estarías más cómoda entre los árboles —le dijo Mat—. Cortan el viento.

Por un instante, una risa silenciosa sacudió a la mujer.

—Disfruto observando cómo te sientes a tus anchas en la cumbre —le respondió, arrastrando las palabras.

Mat parpadeó. ¿Cumbre? Estaba a lomos de Puntos en medio de una jodida calzada, con las puñeteras ráfagas de viento traspasándole la chaqueta como sí el invierno fuera a volver. ¿De qué maldita cumbre le estaba hablando?

—Ten cuidado con Joline —comentó repentina e inesperadamente Teslyn—. Es… infantil en ciertos aspectos, y la fascinas como un juguete nuevo y reluciente fascinaría a un niño. Te vinculará si consigue discernir la forma de convencerte para que aceptes. Quizás incluso sin que te des cuenta de que estás aceptando.

Mat abrió la boca para decir que no había la más mínima puñetera posibilidad de que ocurriera tal cosa, pero Tuon se le adelantó.

—No puede tenerlo —dijo secamente. Inhaló y después prosiguió en un tono divertido—. Juguete me pertenece. Hasta que me canse de jugar con él. Pero ni siquiera entonces se lo cederé a una marath’damane. ¿Me has entendido, Tessi? Dile eso a Rosi. Ése es el nombre que tengo intención de ponerle. Eso también se lo puedes decir.

Puede que las cortantes ráfagas no hubieran afectado a Teslyn, pero la mujer se estremeció al oír su nombre de damane. La serenidad Aes Sedai se desvaneció y dejó paso a la ira, que le crispó el semblante.

—¡Lo que sí sé…!

—¡Basta! —intervino Mat—. Las dos. No estoy de humor para oíros cómo intentáis aguijonearos una a la otra con alfileres.

Teslyn lo miró de hito en hito; su indignación era patente incluso a la luz de la luna.

—Vaya, Juguete —contestó alegremente Tuon—, vuelves a mostrarte autoritario. —Se inclinó hacia Selucia y le susurró algo que hizo que la mujer pechugona prorrumpiera en una carcajada.

Encorvando los hombros y arrebujándose en la capa, Mat se apoyó en la alta perilla de la silla y vigiló en la noche, alerta a la llegada de Vanin. ¡Mujeres! Daría toda su suerte —bueno, la mitad— a cambio de entenderlas.

—¿Qué esperas conseguir con incursiones y emboscadas? —inquirió Teslyn, de nuevo y no por primera vez—. Los seanchan mandarán soldados suficientes para darte caza.

Joline y ella no habían parado de intentar meter la nariz en sus planes —al igual que Edesina, aunque ésta en menor grado— hasta que les dijo que lo dejaran en paz. Las Aes Sedai creían que lo sabían todo, y aunque Joline tenía ciertos conocimientos sobre el arte de la guerra, él no necesitaba de su consejo. Que una Aes Sedai lo aconsejara a uno se parecía muchísimo a que le dijera lo que tenía que hacer. Esta vez, decidió responderle.

—Cuento con que envíen más soldados, Teslyn —explicó, sin dejar de vigilar por si aparecía Vanin—. De hecho, todo el ejército que tienen en la Brecha de Molvaine. O al menos una parte muy importante de él. Hay más probabilidades de que usen ése que otro. Todos los rumores y comentarios recogidos por Thom y Juilin indican que la gran ofensiva va dirigida a Illian. Me parece que el ejército en la Brecha tiene por misión proteger la retaguardia contra cualquier enemigo que les llegue desde Murandy o Andor. Pero es el tapón en la jarra para nosotros, y mi intención es sacar ese tapón para que podamos pasar por allí.

Tras varios minutos de silencio, echó un vistazo hacia atrás. Las tres mujeres se limitaban a observarlo desde sus monturas. Habría querido que hubiese suficiente luz para ver sus expresiones. ¿Por qué puñetas lo miraban tan fijamente? Volvió a centrarse en vigilar a la espera de Vanin, pero aun así le parecía sentir los ojos de las mujeres clavados en la espalda.

Pasaron alrededor de un par de horas, a juzgar por el trecho recorrido por la hinchada luna creciente; el viento soplaba cada vez más fuerte. Lo suficiente para que la noche en lugar de ser fresca se hubiera vuelto fría. De vez en cuando intentaba de nuevo convencer a las mujeres para que se resguardaran entre los árboles, pero ellas insistían obstinadamente en su idea. Él no tenía más remedio que quedarse para interceptar a Vanin sin tener que gritar —los lanceros se encontrarían a corta distancia del hombre; puede que muy cerca si su comandante era un necio—, pero no hacía falta que ellas se quedaran. Sospechaba que Teslyn lo hacía sólo porque Tuon y Selucia no querían irse. Cosa que no tenía sentido, pero así era. En cuanto al motivo por el que Tuon se negaba a marcharse, no se le ocurría nada salvo que le gustara oírlo discutir hasta quedarse ronco.

Finalmente el viento llevó el sonido de un caballo a galope, y Mat se enderezó en la silla. El pardo de Vanin apareció en la noche a trote vivo, y el hombre gordo ofrecía una estampa tan increíble como siempre. Vanin tiró de las riendas y escupió por la mella de los dientes.

—Me siguen a una milla más o menos de distancia, pero probablemente son mil más de los que había esta mañana. Quienquiera que esté al mando sabe lo que se trae entre manos. Marchan deprisa, pero sin forzar sus caballos en exceso.

—Si te superan en dos a uno, quizá deberías reconsiderar… —empezó Teslyn.

—Mi propósito no es sostener un combate violento con ellos —la interrumpió Mat—. Y no me puedo permitir el lujo de dejar a cuatro mil lanceros sueltos que me planteen problemas. Reunámonos con Mandevwin.

Los ballesteros agazapados en la ladera de la colina septentrional no hicieron ruido alguno cuando Mat pasó a caballo a través de su línea, con las mujeres y Vanin, sino que simplemente se apartaron para abrirles un hueco. Habría preferido que hubiera dos líneas, pero hacía falta cubrir un frente ancho. Los escasos árboles cortaban el viento, pero tampoco mucho, y la mayoría de los hombres estaban encorvados bajo las capas. Con todo, todas las ballestas que veía estaban listas para disparar y con un virote cargado. Mandevwin había avistado a Vanin al llegar éste y sabía lo que significaba.

El cairhienino paseaba justo detrás de la línea hasta que Mat apareció y se bajó de Puntos de un salto. Mandevwin sintió alivio al oír que ya no hacía falta vigilar la retaguardia. Se limitó a asentir pensativamente con la cabeza al enterarse de que había mil lanceros más de los que esperaban y mandó a un hombre corriendo a buscar a los vigilantes en la cima para que bajaran a ocupar sus puestos en la línea. Si Mat Cauthon se lo tomaba con calma, lo mismo hacía él. Mat había olvidado que los hombres de la Compañía confiaban plenamente en él. Hubo un tiempo en el que eso casi lo había hecho salir a escape, pero esa noche se alegraba de que fuera así.

Un búho ululó dos veces en algún sitio, tras él, y Tuon suspiró.

—¿Hay algún augurio en eso? —le preguntó sólo por decir algo.

—Me alegra que finalmente te intereses en esas cosas, Juguete. A lo mejor todavía hay posibilidades de que te pueda educar. —Sus ojos eran límpidos a la luz de la luna—. Que un búho ulule dos veces significa que alguien morirá pronto.

Bueno, aquello puso un brusco final a la puñetera conversación. A poco, los seanchan aparecieron en columna de a cuatro, lanza en mano y llevando al trote los caballos. Vanin había tenido razón en cuanto a que su comandante sabía lo que se hacía. A medio galope durante un tiempo y luego al trote, y así los caballos cubrían mucho terreno con rapidez. Los necios intentaban galopar largas distancias y acababan con caballos reventados o cojos. Sólo los primeros cuarenta aproximadamente llevaban la armadura segmentada y el extraño yelmo seanchan. Lástima. No sabía cómo encajarían los seanchan las muertes de sus aliados altaraneses. Las bajas propias atraerían la atención, sin embargo.

Cuando la mitad de la columna se encontraba a su altura, una voz profunda gritó de repente en la calzada:

—¡Estandarte, alto! —Las dos palabras denotaban el familiar estilo despacioso seanchan. Los hombres con la armadura segmentada se detuvieron en seco. Los otros reaccionaron con lentitud.

Mat respiró hondo. Vaya, eso tenía que ser obra del influjo ta’veren. No habrían estado mejor colocados si hubiese sido él quien hubiera dado la orden. Posó la mano en el hombro de Teslyn. La mujer se encogió un poco, pero necesitaba captar su atención en silencio.

—¡Estandarte! —gritó la voz profunda—. ¡Monten! —Abajo, los soldados se movieron para obedecer.

—Ahora —dijo Mat en voz queda.

La cabeza de zorro se puso fría contra su pecho y de repente una bola de luz roja apareció flotando sobre la calzada y bañó a los soldados seanchan con un fulgor sobrenatural. Sólo dispusieron de un instante para mirar atónitos. A lo largo de la línea que Mat tenía más abajo, un millar de cuerdas de ballesta emitieron lo que sonó como un único chasquido muy fuerte y un millar de virotes volaron hacia la formación. Traspasaron petos a tan corta distancia, derribaron hombres e hicieron encabritar y relinchar a caballos a la par que otro millar se descargaba desde el lado opuesto. No todos los virotes dieron de lleno en el blanco, pero eso poco importaba con una ballesta pesada. Cayeron hombres con piernas rotas o medio arrancadas. Otros se aferraban los muñones de brazos destrozados en un intento de contener la hemorragia. Algunos chillaban tan fuerte como los caballos.

Mat observó a un ballestero próximo mientras el tipo se inclinaba para sujetar a la cuerda de la ballesta el par de ganchos del voluminoso mecanismo del torno, semejante a una caja y colgado de una correa en la parte delantera del cinturón. Mientras el hombre se enderezaba, el cordón salió del torno; pero, una vez que se irguió, colocó éste en la culata de la ballesta, puesta boca abajo contra el suelo, y movió una pequeña palanca situada a un costado de la caja. A continuación empezó a girar los mangos de la cigüeña. Tres rápidas vueltas acompañadas de una especie de zumbido y la cuerda quedó sujeta al pestillo.

—¡A los árboles! —gritó la voz profunda—. ¡Aproximaros a ellos antes de que vuelvan a cargar! ¡Moveos!

Algunos intentaron montar, cabalgar a la carga, y otros soltaron riendas y lanzas para desenvainar espadas. Ninguno logró llegar a los árboles. Dos mil virotes más se descargaron sobre ellos, abatieron hombres, los atravesaron y alcanzaron a los que iban detrás, tumbaron caballos. En la ladera, los hombres empezaron a manejar los tornos con frenesí, pero no era necesario. En la calzada, algún caballo pateaba débilmente aquí y allí. Los únicos hombres que se movían lo hacían para usar cualquier cosa como un torniquete en un frenético intento de no morir desangrados. El viento llevó el sonido de caballos a galope. Quizás algunos llevaran jinete. No se oían más gritos de la voz profunda.

—Mandevwin —llamó Mat en voz alta—, aquí ya hemos acabado. Que monten los hombres. Tenemos otros sitios a los que ir.

—Hay que quedarse para ofrecer asistencia —manifestó firmemente Teslyn—. Las reglas de la guerra lo exigen.

—Éste es un nuevo tipo de guerra —le replicó duramente. Luz, el silencio reinaba en la calzada, pero todavía oía los gritos—. Tendrán que esperar a los suyos para que les den auxilio.

Tuon murmuró algo entre dientes. A Mat le pareció oír «Un león no puede tener compasión», pero eso era ridículo.

Reunió a sus hombres y los condujo colina abajo por la ladera norte. No había razón para que los supervivientes vieran cuántos eran. Al cabo de unas horas se reunirían con los hombres que habían atacado desde la otra colina, y unas cuantas horas más tarde lo harían con Carlomin. Antes del amanecer iban a atacar a los seanchan otra vez. Se había propuesto hacerlos correr para quitar ese jodido tapón de su camino.

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