PRIMERA PARTE

El hombre del bosque

(1984)

Capítulo 1

Darby McCormick agarró a Melanie del brazo y tiró de ella hacia la zona más agreste del bosque. Nadie solía ir por allí. La atracción real quedaba al otro lado, cruzando la carretera 86: los caminos de montaña para ciclistas y excursionistas que rodeaban el estanque de Salmón Brook.

– ¿Por qué me llevas por aquí? -preguntó Melanie.

– Ya te lo he dicho -contestó Darby-. Es una sorpresa.

– No te agobies -intervino Stacey Stephens- Te devolveremos al convento en menos que canta un gallo.

Veinte minutos más tarde, Darby soltaba la mochila en el lugar al que ella y Stacey solían acudir a pasar el rato y a fumar: una pendiente de tierra salpicada de colillas y de latas de cerveza vacías.

Como no quería estropear los tejanos Calvin Klein recién estrenados, Darby palpó el suelo antes de sentarse para asegurarse de que no estaba húmedo. Stacey, por supuesto, se limitó a plantar el culo en tierra sin más miramientos. Había en Stacey algo que transmitía una impresión de desaliño: ni el vistoso maquillaje, ni los tejanos gastados, ni las camisetas siempre una talla mayor conseguían enmascarar el aura de tristeza que flotaba a su alrededor como una nube de polvo.

Darby conocía a Melanie desde… bueno, desde siempre, la verdad, ya que ambas se habían criado en la misma calle. Y mientras que Darby podía rememorar todos los acontecimientos e historias compartidos con Melanie, no habría sido capaz de recordar cómo había conocido a Stacey o cómo se habían hecho todas tan amigas ni aunque le hubiera ido la vida en ello. Era como si Stacey hubiera aparecido un buen día, de repente. Estaba con ellas a todas horas: en el instituto, en los partidos de fútbol y en las fiestas. Stacey era lo más. Contaba chistes verdes, se relacionaba con la gente más popular y había llegado casi hasta el final con algún chico. Mel, en cambio, parecía una de las figuritas de Hummel que coleccionaba la madre de Darby: objetos preciosos y frágiles que debían guardarse en lugar seguro.

Darby abrió la cremallera de la mochila y sacó las cervezas.

– ¿Qué haces? -preguntó Mel.

– Te presento al señor Budweiser -dijo Darby.

Mel empezó a palpar las cuentas que colgaban de su pulsera. Era un gesto que hacía siempre que estaba nerviosa o asustada.

– Venga, Mel, cógela. No te va a morder.

– No es eso. Lo que preguntaba es a qué viene todo esto.

– Es para celebrar tu cumpleaños, boba -dijo Stacey mientras abría la lata.

– Y tu permiso de conducir -añadió Darby-. Ahora ya tenemos a alguien que nos lleve al centro comercial.

– ¿Tu padre no notará que le faltan latas? -preguntó Mel a Stacey.

– Tiene seis cajas en la nevera de abajo, no echará de menos seis asquerosas cervezas. -Stacey encendió un cigarrillo y le arrojó el paquete a Darby-. Pero si él o mamá llegaran a casa y nos pillaran bebiendo, no podría sentarme ni ver bien al menos durante una semana.

Darby alzó la lata.

– Feliz cumpleaños, Mel… Felicidades.

Stacey engulló la mitad de su cerveza. Darby dio un buen sorbo. Mel la olió primero. Siempre lo olía todo antes de probarlo.

– Sabe a tostada rancia -dijo Mel.

– Sigue bebiendo y verás cómo mejora el sabor… Y tú también te sentirás mejor.

Stacey señaló hacia lo que parecía un Mercedes que se dirigía hacia la 86.

– Algún día conduciré uno de ésos -comentó.

– Puedo imaginarte perfectamente con el uniforme de chófer -dijo Darby.

Stacey le hizo un significativo gesto con el dedo índice.

– ¡Que te den! Para tu información, alguien me sacará a pasear en un coche como ése porque pienso casarme con un tipo rico.

– Odio tener que ser yo quien te dé la noticia -dijo Darby-, pero en Belham no hay tipos ricos.

– Por eso pienso irme a Nueva York. Y el hombre con el que me case no sólo estará para chuparse los dedos sino que me tratará como a una reina. Cenas en restaurantes caros, ropa chula, el coche que quiera… Incluso tendrá un avión privado para que podamos volar a la fabulosa casa de la playa que tendremos en el Caribe. ¿Y tú qué dices, Mel? ¿Con qué clase de chico te vas a casar? ¿O sigues empeñada en meterte a monja?

– No pienso tomar los hábitos -dijo Mel, y, como prueba de su decisión, bebió un largo sorbo de cerveza.

– ¿Significa eso que por fin llegaste hasta el final con Michael Anka?

Darby estuvo a punto de atragantarse.

– ¿Te has estado enrollando con Booger Boy?

– Se echó atrás cuando estábamos en tercero -dijo Mel-. No me ha vuelto a hacer caso.

– Mejor para ti -dijo Darby, y Stacey estalló en risas.

– Venga -dijo Mel-. No seáis así. Es un encanto…

– Claro que es un encanto -dijo Stacey-. Todos los chicos lo son al principio. Una vez que consiga lo que quiere de ti, te tratará como a la basura de ayer.

– Eso no es verdad -dijo Darby, pensando en su padre.

Solían apodarlo Big Red, como al chicle. Cuando su padre vivía, siempre le abría la puerta a su madre. Los viernes por la noche, cuando sus padres volvían de cenar, Big Red ponía uno de los discos de Frank Sinatra y a veces bailaba con su madre, muy pegado a ella, mientras tarareaba sus melodías favoritas.

– Hazme caso, Mel, es todo puro teatro -dijo Stacey-. Razón de más para que dejes de ser tan tímida. Si sigues así, se aprovecharán de ti a todas horas, te lo prometo.

Entonces Stacey se lanzó a dar otra de sus peroratas sobre chicos y sobre los trucos que empleaban para engañarte y conseguir así que les dieras lo que buscaban. Darby entrecerró los ojos, apoyó la espalda contra un árbol y miró a lo lejos, hacia la grande y reluciente cruz de neón que daba a la carretera 1.

Mientras apuraba la cerveza, Darby observaba el tráfico que circulaba por ambos carriles de la carretera y pensaba en la gente que viajaba en esos coches: gente interesante con vidas interesantes a punto de hacer cosas interesantes en lugares interesantes. ¿Cómo conseguía una ser interesante? ¿Era una cualidad con la que se nacía, como el color de pelo o la altura? ¿O era Dios quien decidía por ti? Quizá Dios elegía quién era interesante y quién no, y una tenía que vivir con lo que se le asignaba.

Pero cuanto más bebía Darby, más fuerte y clara oía aquella voz interior que le decía que ella, Darby Alexandra McCormick, estaba destinada a cosas mejores: tal vez no a la vida de una estrella de cine, pero sí algo sin duda más importante y trascendental que el universo Palmolive de su madre: un mundo de limpieza, cocina y cupones descuento. La mayor afición de Sheila McCormick era la búsqueda ávida de gangas en las rebajas.

– ¿Habéis oído eso? -susurró Stacey.

Crac, crac, crac. Ruido de pasos que aplastaban hojas secas y ramas.

– Será un mapache -susurró Darby.

– No me refiero a las ramas -repuso Stacey-, sino al llanto.

Darby bajó la lata de cerveza y asomó la cabeza al otro lado de la pendiente. El sol se había puesto hacía ya un rato; lo único que vio fue la difusa silueta de los troncos de los árboles. El rumor de pasos se intensificó. ¿Había alguien allí?

De repente el rumor cesó y todas oyeron la voz de la mujer, débil pero clara:

– Déjame ir, por favor. Juro por Dios que no le diré a nadie lo que has hecho.

Capítulo 2

– Llévate el monedero -dijo la mujer del bosque-. Hay trescientos dólares. Te conseguiré más dinero si es eso lo que quieres.

Darby agarró a Stacey del brazo y tiró de ella hacia la pendiente. Melanie se acurrucó a su lado.

– Lo más probable es que se trate de un atraco, pero él podría llevar un cuchillo. O una pistola -susurró Darby-. Ella le dará el bolso, él se largará y fin del asunto. Así que lo mejor es que no nos movamos.

Mel y Stacey asintieron.

– No tienes por qué hacerme esto -dijo la mujer.

Darby sabía que tenía que sobreponerse al terror que sentía y volver a mirar por encima de la pendiente. Cuando llegara la policía a hacerle preguntas quería ser capaz de recordar todo lo que había visto y oído, cada palabra, cada sonido.

Con el corazón latiéndole desbocado asomó la cabeza por encima de la pendiente y miró hacia el tenebroso bosque. Su nariz rozó briznas de hierba y hojas secas.

La mujer rompió a llorar.

– Por favor. Por favor, no.

El asaltante susurró algo que Darby no pudo oír. «Están tan cerca…», pensó ella.

Stacey había decidido echar un vistazo. Se acercó a Darby.

– ¿Qué está pasando? -susurró Stacey.

– No lo sé -dijo Darby.

Un vehículo ascendía por la carretera 86. Los faros formaban un par de extraños círculos blancos que se movían entre los troncos de los árboles y oscilaban a causa del terreno inclinado lleno de baches, rocas, hojas y ramas partidas. Darby oyó música: era Jump, de Van Halen; la voz de David Lee Roth resonaba en su cabeza al tiempo que otra vocecilla interna le ordenaba que mirara hacia otro lado, que apartara la mirada de una vez por todas. Dios sabe que ella quería obedecer, pero otra parte de su cerebro parecía haber tomado el control, y Darby no desvió la mirada cuando quedó bañada por la luz de los faros. La ronca voz de David Lee Roth cantaba muévete, salta, mientras una mujer vestida con tejanos y una camiseta gris estaba arrodillada junto a un árbol, con el rostro de un intenso color rojo, los ojos abiertos de par en par y los dedos tensos en un intento desesperado de arrancarse la cuerda que tenía atada alrededor de la garganta.

Stacey se puso en pie de un salto y al hacerlo derribó a Darby. Una roca le golpeó en la sien con tanta fuerza que vio las estrellas. Darby oyó cómo Stacey se abría paso entre las ramas, y al volverse hacia ella vio que Melanie también corría.

Lo siguiente fue un inconfundible crujido de ramas y hojas: el asaltante venía hacia ellas. Darby se puso de pie y salió corriendo.


Darby alcanzó a Stacey y a Mel en la esquina de East Dunstable. Las cabinas telefónicas más cercanas estaban justo al doblar la esquina de Buzzy's, el establecimiento más popular del pueblo que cumplía las funciones de supermercado, pizzería y grandes almacenes. Recorrieron el resto del camino sin cruzar palabra.

El camino hasta la cabina se les hizo eterno. Sudorosa y jadeante, Darby descolgó el teléfono para marcar el 911, pero Stacey le arrebató el auricular de la mano.

– No podemos llamar -dijo Stacey.

– ¿Has perdido la cabeza? -le espetó Darby.

Su miedo estaba dejando paso a una intensa y creciente ira dirigida a Stacey. No debería haber sido una sorpresa que ésta la apartara y saliera corriendo. Stacey siempre pensaba antes en sí misma. El mes anterior, sin ir más lejos, las tres habían planeado ir juntas al cine y Stacey lo canceló en el último momento porque Christina Patrick la había llamado para invitarla a una fiesta. Era típico de Stacey.

– Estábamos bebiendo, Darby.

– No hace falta decírselo.

– Lo olerán en el aliento… Y ya puedes olvidarte de mascar chicle, lavarte los dientes o hacer gárgaras con enjuague bucal, porque nada de eso funciona.

– Correré el riesgo -dijo Darby, intentando quitarle el teléfono a Stacey.

Stacey no lo soltó.

– Esa mujer está muerta, Darby.

– Eso no lo sabes.

– Vi lo mismo que tú…

– No, Stacey. No pudiste ver lo mismo que yo porque saliste corriendo. Me empujaste, ¿te acuerdas?

– Fue sin querer. Te juro que no pretendía…

– Ya. Como de costumbre, Stacey, sólo te preocupas de ti misma.

Darby consiguió arrancarle el teléfono de los dedos y marcó el 911.

– Sólo conseguirás que nos castiguen, Darby. Igual en tu caso consiste en quedarte sin las vacaciones en el Cabo con Mel, pero tu padre no… -Stacey se detuvo. Estaba llorando-. No sabes cómo son las cosas en mi casa. Ninguna de las dos lo sabe.

La operadora contestó a la llamada.

– Nueve, uno, uno, ¿de qué emergencia se trata?

Darby dio su nombre a la operadora y relató lo que había pasado. Stacey se ocultó detrás de un contenedor. Mel contempló la colina por donde solían descender en trineo cuando eran crías; sus dedos no paraban de manosear las cuentas de la pulsera.


Una hora después Darby caminaba por el bosque acompañada de un detective.

Se llamaba Paul Riggers. Lo había conocido en el funeral de su padre. Riggers tenía unos enormes dientes blancos y a Darby le recordaba a Larry, el vecino delgaducho de la serie Un hombre en casa.

Aquí no hay nada -dijo Riggers- Lo más probable es que lo asustarais.

Se detuvo y enfocó con la linterna una mochila azul marca L.L. Bean. La cremallera estaba abierta y Darby vio las tres latas de Budweiser que había en el fondo.

– Supongo que esto es vuestro.

Darby asintió mientras su estómago daba un vuelco, se retorcía y volvía a subir, como si quisiera encontrar un rincón donde esconderse.

Su cartera no estaba dentro de la mochila. Estaba tirada en el suelo, junto con la tarjeta de la biblioteca. No había ni rastro del dinero que llevaba, ni tampoco del carné de estudiante, donde constaba su nombre y dirección.

Capítulo 3

Su madre la esperaba en comisaría. Después de que Darby hubiera terminado de declarar, Sheila mantuvo una charla en privado con el detective Riggers durante una media hora y luego llevó a Darby a casa en su coche.

Sheila no decía nada, pero Darby no la veía enojada. Sabía que cuando su madre se quedaba así de callada era porque estaba sumida en sus pensamientos. O quizá sólo estuviera cansada; desde la muerte de Big Red tenía que trabajar doble turno en el hospital.

– El detective Riggers me ha contado lo sucedido -dijo Sheila, con voz seca y áspera-. Llamar al nueve, uno, uno fue lo correcto.

– Siento que tuvieran que llamarte al trabajo -dijo Darby-. Y también lo de la cerveza.

Sheila apoyó la mano en la pierna de Darby y la apretó: la señal que indicaba a su hija que todo iba bien entre ellas.

– ¿Puedo darte un consejo sobre Stacey?

– Claro -dijo Darby, aunque presentía lo que iba a decir su madre.

– La gente como Stacey no es buena amiga. Y si sales con ellos el tiempo suficiente acaban arrastrándote en su caída.

Su madre tenía razón. Stacey no era una amiga: era un peso muerto. Darby había aprendido la lección por las malas, pero la había aprendido. Por lo que se refería a Stacey, buen viaje.

– Mamá, la mujer que vi… ¿Crees que se levantó y pudo escapar?

– Es lo que piensa el detective Riggers.

«Por favor, Dios, que tenga razón», se dijo Darby.

– Me alegro de que estés bien.

Sheila apretó la pierna de su hija de nuevo, pero esta vez lo hizo con más fuerza, como cuando sujetas a alguien para evitar que se caiga.


Dos días después, el lunes por la tarde, Darby llegó a casa del colegio y se encontró un sedán negro de cristales ahumados estacionado frente a su puerta.

Se abrió la portezuela y de ella salió un individuo alto, vestido con un traje negro y una elegante corbata roja. Darby distinguió el bulto de un arma de fuego debajo de la chaqueta.

– Tú debes de ser Darby. Me llamo Evan Manning. Soy agente especial del FBI. -Le mostró su placa. Era guapo y de piel bronceada, como los polis de las series de televisión-. El detective Riggers me ha contado lo que tú y tus amigas visteis en el bosque.

Darby apenas podía articular palabra.

– ¿Han encontrado a la mujer?

– Aún no. Seguimos sin saber quién es. Ésa es parte de la razón de mi visita. Esperaba que pudieras ayudarme a identificarla. ¿Te importaría echar un vistazo a unas fotos?

Ella cogió la carpeta y, sobreponiéndose a una sensación de vértigo, la abrió por la primera página.

La palabra DESAPARECIDAS encabezaba la página. Darby vio la foto impresa de una mujer que llevaba un bonito collar de perlas sobre un suéter de lana de color rosa. Su nombre era Tara Hardy. Vivía en Peabody. Según la información que aparecía debajo de la foto, había sido vista por última vez cuando salía de una discoteca de Boston la noche del 25 de febrero.

La mujer de la segunda foto, Samantha Kent, era de Chelsea. No se había presentado al trabajo en el IHOP de la carretera 1 el día 15 de marzo. Samantha Kent esbozaba una sonrisa triste, que dejaba los dientes al descubierto, y era de la misma edad que Tara Hardy. Pero Samantha era una gran aficionada a los tatuajes. Se había hecho seis, y aunque Darby no vio ninguno en la foto, la descripción de todos ellos aparecía en forma de lista.

Darby pensó que ambas mujeres poseían el mismo aire desesperado que Stacey. Podías ver en sus ojos esa necesidad insondable de atención y cariño. Las dos eran rubias, como la mujer del bosque.

– Podría ser Samantha Kent -dijo Darby-. No, espere, no puede ser ella.

– ¿Por qué no?

– Porque aquí dice que lleva más de un mes desaparecida.

– Mírale la cara.

Darby dedicó unos instantes a examinar la fotografía.

– La mujer que vi tenía la cara delgada y llevaba el pelo muy largo -dijo ella- La cara de Samantha Kent es redonda y tiene el pelo corto.

– Pero se parecen.

– Un poco. -Darby le devolvió la carpeta y se frotó las manos sobre los tejanos-. ¿Qué ha sido de ella?

– No lo sabemos. -Manning le dio una tarjeta-. Si recuerdas algo más, un detalle, por nimio que parezca, llámame a este número -le dijo-. Ha sido un placer conocerte, Darby.


Las pesadillas no desaparecieron hasta casi un mes más tarde. Durante el día, Darby apenas pensaba en lo sucedido en el bosque a menos que se cruzara con Stacey. Evitarla le estaba resultando bastante fácil: demasiado, a decir verdad, lo que venía a confirmar que nunca habían sido auténticas amigas.

– Stacey me ha dicho que lo siente -dijo Mel-. ¿Por qué no podemos volver a ser amigas?

Darby cerró su taquilla.

– Si quieres ser su amiga, allá tú. Pero yo he terminado con ella para siempre.


Una de las cosas que Darby tenía en común con su madre era el amor a la lectura. A veces, los sábados por la mañana, acompañaba a Sheila en sus incursiones a los mercadillos, y mientras su madre se entretenía regateando por el precio de alguna fruslería, Darby se dedicaba a buscar libros de bolsillo de segunda mano.

Su último hallazgo era una novela llamada Carrie. Le llamó la atención la portada: la cabeza de una chica flotando sobre una ciudad en llamas. Parecía de lo más guay. Darby estaba tumbada en la cama, enfrascada en la lectura del capítulo en que Carrie se prepara para ir al baile (la ocasión elegida por los alumnos más populares del instituto para gastarle una broma cruel), cuando el aparato de música del salón se puso en marcha y la penetrante voz de Frank Sinatra entonó Come Fly with Me. Sheila había llegado.

Darby miró el reloj de su mesita de noche. Eran casi las ocho y media. No esperaba a su madre hasta al menos las once. Sheila debía de haber salido antes del trabajo.

«¿Y si no es mamá? -pensó Darby-. ¿Y si el hombre del bosque está aquí abajo?»

No. Esto era culpa de aquel maldito Stephen King, que le estaba jugando una mala pasada. Era su madre quien estaba abajo, no el individuo del bosque; Darby podía comprobarlo con sólo recorrer el pasillo que conducía al dormitorio de su madre y mirar por la ventana, desde donde vería el coche de Sheila aparcado enfrente de casa.

Darby dobló la página y salió al pasillo. Apoyó la mano en la barandilla y se asomó.

Había una luz tenue encendida, procedente del salón: tenía que ser la lamparita que había junto al aparato de música. Las luces de la cocina estaban apagadas. ¿Las había apagado ella al subir? No se acordaba. Sheila siempre se estaba quejando de que su hija dejara las luces encendidas sin necesidad, repetía que no se mataba a hacer horas extra para costear los estudios de los hijos del director de la compañía eléctrica…

Una mano enguantada agarró la barandilla al final de la escalera.

Capítulo 4

Darby retrocedió de un salto; el corazón le bombeaba con tanta fuerza y a tal velocidad que creyó que se mareaba.

El instinto se apoderó de ella, y con él le sobrevino una idea. Puso en marcha la radio que tenía sobre la cómoda de su cuarto, justo al lado de la puerta. Cerró ésta de inmediato y entró en la habitación de invitados, situada al otro lado del pasillo, mientras la sombra que subía la escalera se agigantaba.

El individuo del bosque iba hacia ella.

Darby se escondió debajo de la cama, entre cajas de zapatos y montones de viejas revistas de decoración. A través de la ranura de debajo de la puerta vio unas botas de trabajo que se detenían en la puerta de su dormitorio.

«Dios, por favor, haz que piense que estoy escuchando música.» Si él entraba allí, ella podría salir corriendo hacia la escalera… No, hacia la escalera no; hacia la habitación de su madre. El teléfono más cercano estaba en el cuarto de su madre. Podría atrancar la puerta y llamar a la policía.

Aquel desconocido seguía en el pasillo, decidiendo qué hacer.

«Vamos, entra en mi habitación.»

Sin embargo, el individuo entró en el cuarto de invitados. Darby contempló horrorizada cómo las botas se acercaban más… y más… Oh, Dios, no, estaba a sólo unos centímetros de su cara, las botas estaban tan cerca que podía ver y oler las manchas de grasa.

Darby empezó a temblar. «Lo sabe. Sabe que estoy escondida debajo de la cama…»

En ese instante, una máscara hecha de vistosos vendajes cosidos a mano cayó al suelo.

El individuo recogió la máscara. Un momento después salía del cuarto y cruzaba el pasillo. La puerta del dormitorio se abrió y el espacio quedó invadido por la luz y la música que salían de él.

Darby se arrastró por el suelo y corrió hacia el pasillo. El hombre del bosque estaba en su habitación, buscándola. Entró en el dormitorio de su madre y cerró la puerta; antes de hacerlo tuvo tiempo de ver al hombre que la seguía, un Michael Myers [1] de carne y hueso vestido con un grasiento mono azul y con la cara cubierta por la máscara hecha de vendas: sus ojos y su boca quedaban ocultos bajo retazos de tela negra.

Cerró la puerta y agarró el teléfono de la mesita. El intruso dio una patada a la puerta y casi la desencajó del marco. La mano de Darby temblaba mientras marcaba el 911.

No había línea.

Bum, otro golpe contra la puerta. Darby volvió a intentarlo. Nada.

Bum. El teléfono tenía que funcionar, ¿por qué no iba a hacerlo? Bum. Dio la vuelta al teléfono, y a la fría luz blanca procedente de las farolas de la calle Darby vio el enchufe, bonito y protegido, en la parte trasera del aparato. Bum.

Darby volvió a marcar, una y otra vez, pero el teléfono seguía mudo. Un crujido le indicó que uno de los paneles de la puerta había cedido a los golpes.

Una ráfaga de luz penetró por el panel, a unos treinta centímetros del picaporte. Bum. El agujero en la madera se hizo más grande y una mano enguantada se metió por él.

La caja de herramientas de Sheila, la que usaba para las pequeñas reparaciones de la casa, estaba en el borde de la cómoda. Dentro de la caja, llena de viejos tarros de medicinas que contenían tacos y clavos, Darby encontró el martillo de su padre, el gran Stanley de siempre.

La mano estaba en el pomo. Darby alzó el martillo y golpeó el brazo con todas sus fuerzas.

El hombre del bosque profirió un grito, un tremendo aullido de dolor que Darby no había oído nunca en ningún otro ser humano. Fue a golpearlo de nuevo y falló. Él retiró la mano del agujero.

Entonces sonó el timbre de la puerta.

Ella soltó el martillo y abrió la ventana. La contraventana seguía cerrada. Mientras se esforzaba en abrirla, recordó el aviso de su madre sobre qué hacer en caso de problemas. Nunca grites pidiendo ayuda. Nadie acude a una llamada de ayuda, pero todo el mundo responde si alguien grita fuego.

Los gritos procedían del interior de la casa. Terminó la canción y Darby oyó el llanto histérico de una chica.

– ¡Darby!

Era la voz de Melanie, procedente del salón.

Darby contempló el agujero de la puerta; el sudor le empañaba los ojos mientras Frank Sinatra cantaba Luck Be a Lady Tonight.

Sólo quiere hablar -dijo Melanie-. Ha prometido que si bajas me soltará.

Darby no se movió.

– Quiero irme a casa -dijo Melanie-. Quiero ver a mi madre.

Darby no podía girar el pomo. Mel sollozaba.

– Por favor. Tiene un cuchillo.

Darby abrió muy despacio la puerta y, de cuclillas, miró entre la barandilla en dirección al salón.

Alguien apoyaba un cuchillo en la mejilla de Melanie. Darby no distinguió al intruso; debía de estar escondido en el rincón, contra la pared. Vio el rostro aterrado de Mel y cómo temblaba su cuerpo y sollozaba, esforzándose por respirar bajo el brazo que le atenazaba la garganta.

El hombre del bosque acercó a Mel a los escalones inferiores. Le susurró algo al oído.

– Sólo quiere hablar. -Lágrimas negras de maquillaje surcaban las mejillas de Mel-. Si bajas y hablas con él, no me hará daño.

Darby no se movió; no podía.

El hombre del bosque le hizo un corte en la mejilla. Melanie gritó. Darby avanzó hacia la escalera.

Gotas de sangre, roja y brillante, corrían por la pared que daba a la cocina. Darby se quedó helada.

– ¡Me ha cortado! -gritó Melanie.

Darby dio un paso más sin apartar la mirada de la pared, y vio a Stacey Stephens tendida en el suelo de la cocina; entre sus dedos, que rodeaban su garganta, manaba un chorro de sangre.

Darby subió corriendo la escalera. Melanie volvió a gritar cuando el intruso la cortó otra vez con el cuchillo.

Darby cerró la puerta de su cuarto y abrió la ventana que daba a la calle. Las ramas de los árboles le hirieron las piernas y las plantas de los pies. Cojeó hasta la casa de su vecina.

Cuando la señora Oberman abrió la puerta, sólo tuvo que ver el estado de Darby para llamar de inmediato a la policía desde el teléfono de la cocina.


Darby había entreoído dos cosas: la línea del teléfono había sido cortada, y la llave que su madre guardaba debajo de una piedra del jardín había desaparecido. La llave estaba en su sitio hacía unas dos semanas; ella misma la había usado después de dejarse las suyas dentro de casa, y se acordaba perfectamente de haberla devuelto a su lugar.

Para saber lo del escondite de la llave el hombre del bosque por fuerza había tenido que estar vigilando la casa durante cierto tiempo. Nadie lo manifestaba abiertamente, pero Darby sabía que era así.

Sentada en la parte trasera de la ambulancia estacionada frente a la casa de la señora Oberman, con las puertas abiertas, Darby podía ver las caras de sorpresa y curiosidad de los vecinos, perdidos entre la nube de luces blancas y azules de los coches patrulla de la policía. Agentes armados con linternas registraban el patio trasero y la zona vallada que separaba Richardson Road de las lujosas casas de Boynton Avenue.

Todas las luces de la casa estaban encendidas. A través de la ventana de la planta de abajo Darby distinguía parte de la sala, la sangre en las paredes de color amarillo pálido. La sangre de Stacey. Stacey seguía tendida en el suelo de la cocina porque estaba muerta. La policía estaba tomándole fotos al cadáver. Stacey Stephens estaba muerta y Melanie había desaparecido.

– No te preocupes, Darbs, tu madre llegará enseguida. -La voz profunda y tranquilizadora pertenecía al agente que se hallaba junto a la puerta de la ambulancia.

Este hombre, enorme e intimidatorio como un oso, había sido un íntimo amigo de su padre; se llamaba George Dazkevich, pero todo el mundo le apodaba Buster. Buster había sido una gran ayuda en casa después de la muerte de su padre: la había llevado al cine y de compras. Su presencia contribuyó a calmarla.

– ¿Habéis encontrado a Mel?

– Estamos en ello, preciosa. Ahora intenta relajarte, ¿vale? ¿Quieres que te traiga algo de beber? ¿Agua? ¿Coca-Cola?

Darby negó con la cabeza y posó la mirada en el coche estacionado en la curva, un desvencijado Plymouth Valiant. El coche de Mel.

«Melanie está a salvo. El hombre del bosque debía de sufrir mucho dolor. Estoy casi segura de haberle roto la mano. Melanie tuvo que darse cuenta: había podido aprovecharse de ello para zafarse de él y escapar. Seguro que ahora está escondida en el bosque. La encontrarán.»

Sheila llegó en el preciso instante en que los del servicio de urgencias acababan de suturar una herida particularmente fea que Darby tenía en la parte interna del muslo. Su madre palideció al ver los puntos que surcaban las piernas y los pies de Darby, y que hacían pensar en el monstruo de Frankenstein.

– Dime qué ha sucedido.

Darby contuvo las ganas de llorar. Necesitaba mantenerse fuerte. Valiente. Respiró hondo y estalló en llanto, odiándose por ello, por ser pequeña, asustadiza y débil.

Capítulo 5

A la mañana siguiente seguía sin haber ni rastro de Mel.

Con la casa convertida en la escena de un crimen, la policía trasladó a Darby y a Sheila al motel Sunset, situado en Saugus, en plena carretera 1. La habitación que Darby compartía con su madre estaba provista de una moqueta vieja y de un colchón duro con sábanas ásperas. El ambiente olía a tabaco y a desesperación.

En el transcurso de la semana siguiente Darby examinó centenares de fotografías. La policía esperaba que consiguiera reconocer alguna cara que les llevara a una pista. No sucedió. Lo intentaron con hipnosis en más de una ocasión, pero al final los agentes desistieron cuando llegaron a la conclusión de que ella no era un «sujeto propenso a la sugestión hipnótica».

Darby se acostaba todas las noches con la cabeza atestada de rostros y preguntas sin responder. La policía sólo le decía, en distintas formas, que todos estaban haciendo un gran esfuerzo.

Tanto los periódicos como la televisión se habían hecho eco del cruel apuñalamiento de Stacey Stephens y de la frenética búsqueda de Melanie Cruz, que había sido secuestrada de casa de una amiga. La amiga era una menor, razón por la que no podía darse a conocer su nombre, pero una «fuente anónima cercana a la investigación» había asegurado que esta «amiga» era el auténtico objetivo de la agresión. La única prueba que salió a la luz fue un trapo manchado de cloroformo que la policía encontró en el bosque, detrás de la casa.

A finales de esa misma semana, sin que surgiera ningún dato nuevo sobre el caso, los periodistas centraron su atención en los padres de Stacey y de Melanie. Darby descubrió que era incapaz de leer sus súplicas, ni de ver los rostros angustiados que aparecían en las fotografías y los reportajes televisivos.

Una tarde, después de que Sheila se hubiera ido a trabajar, el agente del FBI Evan Manning le hizo una visita, con una pizza y dos latas de Coca-Cola. Comieron en una mesa coja cerca de la piscina, disfrutando de la deliciosa vista compuesta por la tienda de bebidas alcohólicas y el aparcamiento de los camiones.

– ¿Cómo lo llevas? -le preguntó.

Darby se encogió de hombros. El aire cálido transportaba el denso ruido del tráfico y el olor a cansancio.

– No pasa nada si no quieres hablar de ello -dijo Manning-. No he venido a bombardearte a preguntas.

Darby pensó en hablarle del colegio, de cómo todo el mundo -incluidos la mayoría de los profesores- la miraba como si acabara de descender de un ovni. Incluso sus amigos la trataban de forma distinta: se dirigían a ella con cierta cautela, como si hablaran con alguien afectado de una enfermedad rara y terminal. De repente se había convertido en una persona interesante.

Y sin embargo no quería serlo. Anhelaba volver a su aburrido y antiguo yo, a ser una adolescente vulgar que espera con ansiedad la llegada del verano para leer, ir a la piscina y salir con Mel por el Cabo.

– Quiero ayudar a la policía a encontrar a Mel -dijo Darby.

Ella creía que, si conseguía colaborar en la búsqueda de Mel, todo quedaría perdonado y la gente dejaría de mirarla como si lo que les había sucedido a Mel y a Stacey fuera culpa suya.

Manning apoyó una mano en su brazo y le dio un apretón.

– Haré todo cuanto esté en mi mano por encontrar a Melanie. Y por capturar al hombre que te ha hecho esto. Te lo prometo.

Cuando Manning se hubo ido, Darby se dirigió a la máquina de bebidas a por otra Coca-Cola. Había una cabina telefónica junto a la puerta del despacho. Las palabras que llevaba ensayando durante toda la semana pugnaban por salir.

Metió una moneda en la ranura.

– ¿Diga? -contestó la señora Cruz.

«Siento todo lo sucedido. Siento lo de Mel, y siento que estén pasando por todo esto. Lo siento, lo siento, lo siento.»

Por mucho que lo intentó Darby no pudo pronunciar esas palabras. Se quedaron atascadas en la garganta, instaladas en ella como piedras calientes.

– Mel, ¿eres tú? -dijo la señora Cruz-. ¿Estás bien? Dime que estás bien.

La esperanza de la señora Cruz, vibrante y viva, hizo que Darby colgara y deseara huir lejos, muy lejos, a algún lugar donde nadie, ni siquiera su propia madre, pudiera encontrarla.


Sheila no podía seguir pagando el motel. La policía aún no había abandonado la casa, y cuando lo hiciera, llegaría el momento de la limpieza y las reparaciones. Darby pasaría el verano en la casa de la playa que sus tíos tenían en Maine. Sheila se quedaría en la ciudad con una compañera de trabajo. Iría y vendría de Maine cuando tuviera un día libre.

Darby acompañó a su madre a una tienda de ultramarinos de Saugus para aprovisionarse de comida para el largo viaje. En el escaparate de la tienda, pegado con celo cerca de la puerta para que todo el mundo lo viera al pasar, había un cartel con una gastada y amarillenta foto de Melanie. La palabra DESAPARECIDA estaba escrita en grandes y vistosas letras rojas encima de su cara sonriente. Se ofrecía una recompensa de veinticinco mil dólares y un número de teléfono gratuito al que llamar.

Sheila rebuscaba entre los cupones cuando Darby se dio la vuelta en dirección a las cajas registradoras y vio a la señora Cruz, hablando con el dueño del establecimiento. Éste cogió un nuevo póster de Melanie de manos de su madre y se dirigió hacia el escaparate.

La señora Cruz la vio. Sus ojos se encontraron, y Darby sintió todo el peso de la mirada de Helena Cruz; una mirada que transmitía algo que hizo que Darby sintiera ganas de menguar y huir: odio, frío y duro, concentrado en ella. Estaba segura de que, si tuviera la oportunidad, la señora Cruz cambiaría la vida de Darby por la de su hija.

Sheila rodeó a Darby por los hombros; la mirada de la señora Cruz languideció hasta apagarse.

El dueño de la tienda trajo la vieja foto amarillenta de Melanie desgastada por el sol y se la devolvió a su madre. La señora Cruz se marchó, dando pasos pequeños y deliberados, como si el suelo fuera una fina capa de hielo susceptible de romperse. Darby reconoció aquella forma de andar, la misma de su madre cuando se acercó al ataúd de Big Red para despedirse de él por última vez.

Quizás aún quedaba tiempo. Quizás Evan Manning encontraría a Melanie con vida. Quizás encontrara al hombre del bosque y lo matara. Al final de la película, el héroe siempre mataba al monstruo. Si el agente especial Evan Manning encontraba a Mel y la devolvía a casa, la vida estaría bien; no sería igual que antes de la aparición del monstruo, y desde luego se alejaría bastante de la normalidad, pero al menos podría vivirse.


El sábado por la mañana, que marcaba el inicio del fin de semana del día del Trabajo, Darby se levantó temprano para ayudar a su tío a excavar el hoyo que serviría para asar la langosta, según marcaba la tradición. Al mediodía ambos sudaban. Tío Ron dejó la pala en el suelo y dijo que iba un momento a casa a por un par de refrescos.

Darby siguió cavando. Mientras respiraba el aire fresco y salino procedente del mar, no dejaba de pensar en Melanie; se preguntaba qué clase de aire respiraría ella ahora, si es que aún podía respirar.

Habían desaparecido otras tres mujeres por la zona donde ella vivía. Darby lo había descubierto dos semanas atrás, cuando tío Ron y tía Barb la habían llevado a desayunar fuera. Mientras esperaban mesa, Darby hojeó un ejemplar del Boston Globe. La frase «Verano del Terror» resaltaba en primera página, sobre las caras sonrientes de cinco mujeres y una adolescente con aparatos de ortodoncia.

Darby reconoció la foto de Melanie al instante, junto con las de las dos primeras mujeres, Tara Hardy y Samantha Kent. Había tenido en sus manos esas mismas fotos.

La información sobre Hardy y Kent era un refrito de todo lo que ya sabía. El artículo ponía el acento sobre las tres mujeres desaparecidas después de Melanie: Pamela Driscol, de veintitrés años, originaria de Gharlestown, que asistía a clases nocturnas para sacarse el título de enfermera y que había sido vista por última vez cuando cruzaba a pie el aparcamiento de la universidad; Lucinda Billingham, de veintiuno, de Lynn, una madre soltera que salió a comprar cigarrillos y nunca regresó; y Debbie Kessler, también de veintiún años, una secretaria de Boston que fue a comprar bebidas una noche a la salida del trabajo y que nunca llegó a casa.

La policía encargada de las investigaciones no hacía el menor comentario sobre las pruebas que podían constituir un nexo de unión en las desapariciones, pero confirmaba que se había organizado una unidad especial dirigida por un agente especial que pertenecía a una nueva unidad de conducta del FBI llamada Ciencias del Comportamiento. Según el artículo, los agentes que componían esta unidad eran especialistas en el estudio de la mente criminal, sobre todo la de los asesinos en serie.

– Hola, Darby.

Darby reaccionó y volvió al presente. Pero no era tío Ron quien le ofrecía una lata de Coca-Cola, sino Evan Manning. Ella captó la mirada triste, casi vacía, que se reflejaba en sus ojos y supo, al instante, lo que había venido a decirle.

Darby soltó la pala y salió corriendo.

– ¡Darby!

Ella siguió huyendo. Si no le oía pronunciar lo que había ido a decirle, era como si no fuera cierto.

Manning la alcanzó cerca del agua. En un primer momento se zafó de sus brazos, pero al segundo intento él la agarró del hombro y la obligó a darse la vuelta con firmeza.

– Le tenemos, Darby. Se acabó. Ya no podrá hacerte daño.

– ¿Dónde está Melanie?

– Volvamos a casa.

– ¡Dígame qué ha pasado! -Darby se sorprendió del tono de furia que emanaba de su propia voz. Intentó controlarlo, pero el miedo ya estaba allí, surcando sus miembros, diciéndole que siguiera adelante y lo proclamara a gritos-. No quiero esperar más. Estoy harta de esperar.

– Su nombre era Victor Grady -dijo Manning-. Era mecánico y secuestraba mujeres.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Grady murió antes de que tuviéramos ocasión de hablar con él.

– ¿Le mató usted?

– Se suicidó. No sé qué ha sido de Mel, ni de ninguna de las otras. Cabe la posibilidad de que nunca lo sepamos. Ojalá pudiera ofrecerte una respuesta mejor. Lo siento.

Darby abrió la boca para decir algo, pero no consiguió emitir ningún sonido.

– Vamos -dijo Evan Manning-. Volvamos a casa.

– Ella quería ser cantante -dijo Darby-. El día de su cumpleaños su abuelo le compró una grabadora y Mel vino a casa sin poder contener el llanto porque nunca había oído su voz grabada y creyó que sonaba terrible. Vino a mí porque yo sabía que quería ser cantante. Nadie más lo sabía. Compartíamos un montón de secretos como ése.

El agente del FBI asintió, animándola a hablar con ese aire tranquilo y de seguridad que tan bien sabía transmitir.

– Le encantaban las chuches, pero odiaba las de sabor a limón y siempre las sacaba de la bolsa. Siempre fue muy melindrosa comiendo: no podía soportar comer con las manos, lo consideraba asqueroso. Y tenía un gran sentido del humor. Era muy tranquila, pero podía…, bueno, había veces en que hacía un simple comentario y yo me partía de risa, me reía tanto que me dolía el estómago. Era… Mel era una chica genial.

Darby quería seguir hablando, quería encontrar el modo de usar las palabras para construir un puente que permitiera al agente especial Manning viajar en el tiempo y demostrarle que Melanie era algo más que los pies de foto de los periódicos o los comentarios de las noticias. Quería seguir hablando hasta que el nombre de Melanie tuviera el mismo peso en el aire que el que tenía en su corazón.

– No debería haberla dejado sola -dijo Darby, y las lágrimas afloraron de nuevo, esta vez con más fuerza.

Deseó que su padre estuviera allí con ella en ese momento; deseó que no se hubiera detenido para ayudar a aquel conductor, un esquizofrénico en libertad vigilada que había pasado tres años en la cárcel por intentar matar a un policía. Deseó poder tener a su padre a su lado aunque fuera sólo un minuto, un único minuto, para poder decirle lo mucho que lo quería y cuánto le echaba de menos. Si su padre estuviera allí, Darby podría contarle todos sus pensamientos, todos sus sentimientos. Su padre la entendería. Y quizá, sólo quizá, se llevaría sus palabras con él y las compartiría con Stacey y Melanie, dondequiera que estuvieran ahora.

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