SEGUNDA PARTE

La niña perdida

(2007)

Capítulo 6

Carol Cranmore se apoyó en la cama, jadeando, mientras Tony caía sobre ella.

– Dios -dijo él.

– Sí.

Ella paseó las manos por su espalda. El sudor de Tony olía a colonia, a cerveza y al débil pero dulce aroma de la marihuana que ambos habían fumado en el porche. Tony tenía razón. Hacer el amor cuando estás colocado era increíble. Se echó a reír.

Tony levantó la cabeza.

– ¿Qué pasa?

– Nada. Te quiero.

Ella besó en la mejilla y se dispuso a incorporarse, pero ella le aprisionó las lumbares con las piernas.

– No te muevas -dijo ella-. Sólo quiero seguir así, como estamos, un rato más, ¿vale?

– De acuerdo.

Tony volvió a besarla, esta vez con más intensidad, y se dejó caer de nuevo encima de ella. La mente de Carol voló hacia esas canciones ridículamente cursis que oía en American Idol. Quizás aquellas canciones pegajosas reflejaran lo que sentía por Tony, esa sensación perfecta de encajar y ser una sola persona capaz de enfrentarse al mundo. Quizá toda la mierda y las decepciones que debías arrostrar en la vida cotidiana, sobre todo si vivías en el sobaco del universo -dígase Belham, Massachusetts-, convertían los momentos como éste, con Tony, en algo todavía más especial.

Sonriente, Carol escuchó el rítmico golpeteo de la lluvia sobre el tejado y se dejó mecer por el sueño.


Carol Cranmore despertó de un sueño en el que había sido nombrada reina del baile, algo totalmente absurdo porque no sentía el menor interés por los bailes de instituto. Tanto ella como Tony habían boicoteado el de este año, y en lugar de asistir se fueron al cine y a cenar.

Sin embargo, había un aspecto del sueño que le gustaba: la parte en que se sentía aceptada por todos los asistentes que, congregados delante del escenario, la aplaudían a rabiar. Y podría haberse quedado así, envuelta en el cálido recuerdo, de no haber sido por aquel sonido que parecía un coche dando marcha atrás. En la oscuridad extendió la mano en busca de Tony.

El otro lado de la cama estaba caliente pero vacío. ¿Se había ido a casa?

Carol le había dicho que podía quedarse. Su madre pasaría la noche en casa de su nuevo novio, en Walpole, cuando terminara el turno en la fábrica de papel. Walpole estaba más cerca de su trabajo en Needham, y eso significaba que Carol disponía de la casa para ella y para hacer lo que le viniera en gana, y lo que le apetecía era que Tony se quedara a dormir con ella. Él había llamado a su madre y le había dicho que pasaría la noche en casa de un amigo.

Las velas de la mesita seguían ardiendo. Carol se sentó en la cama. Eran casi las dos.

La ropa de Tony estaba esparcida por el suelo. Debía de estar en el cuarto de baño.

La hierba le había dado hambre. Una bolsa de Fritos y una barrita de chocolate le llenarían el estómago.

Apartó la sábana y se levantó, desnuda; era una chica alta para su edad, de cuerpo esbelto y ágil que se redondeaba en los lugares adecuados. No se molestó en vestirse; no le importaba estar desnuda cerca de Tony, siempre dispuesto a decirle lo guapa que era. No conseguía quitarle las manos de encima. Abrió la puerta del dormitorio, y la luz del cuarto de baño rasgó la oscuridad del pasillo.

– Tony, ¿te importaría hacer un viajecito al 7-Eleven?

Él no respondió. Ella atisbó en el cuarto de baño y vio que no estaba allí.

Tal vez estuviera usando el del piso de abajo para disfrutar de mayor intimidad.

Había algunas galletas saladas en la alacena. Se comería unas cuantas mientras esperaba a que Tony saliera del cuarto de baño.

En el pasillo soplaba una brisa fría. Se puso la ropa interior y la camisa blanca de Tony. Notó un ligero mareo al andar, hasta el punto de que tuvo que detenerse un par de veces para buscar apoyo en la pared.

La puerta de la cocina estaba abierta de par en par, al igual que la puerta que daba al porche trasero. Tony no se había ido; las llaves del coche y la cartera estaban dentro de la gorra de béisbol de los Red Sox que había dejado sobre la encimera. «Habrá salido a fumarse un cigarrillo», pensó. Su madre no tenía muchas reglas, pero si había algo que la obsesionaba era el olor a humo en casa: detestaba cómo se adhería a los muebles.

Desde la puerta del porche, Carol observó cómo llovía. La lluvia producía un ruido sordo y persistente, un firme murmullo. Delante del coche de Tony había aparcado una furgoneta negra que había vivido días mejores. Una de las puertas estaba abierta, y oscilaba debido al viento que empujaba la cortina de lluvia. Creyó haber oído el crujido de los goznes de la puerta. Imaginaciones suyas. ¡Dios, seguía bajo los efectos de la marihuana!

Lo más probable era que la furgoneta fuera del hijo de su vecino, Peter Lombardo, que tenía la costumbre de desaparecer durante varios meses para de improviso volver a casa, hecho polvo y arruinado; se quedaba el tiempo suficiente para ahorrar dinero y desaparecer de nuevo. Con las prisas para huir de la lluvia Peter debía de haberse olvidado de cerrarla.

Carol dudaba si salir y hacerlo ella. Tenía un impermeable en el armario que había junto a la puerta principal y tardaría sólo un momento… Pero entonces oyó a Tony a su espalda. Él la cogió con fuerza por la cintura y la levantó en el aire. Carol se rió mientras se volvía para besarlo.

Una mano apoyó un trapo maloliente en su boca.

Carol forcejeó, arañó la muñeca del individuo que la arrastraba hacia el interior de la cocina. Se apoyó con un pie en la pared y, aprovechando el impulso, le propinó una patada que envió al agresor contra el marco de la puerta. Él la soltó; ella cayó al suelo.

Mareada, estaba mareada porque había algo en el trapo. Apenas podía moverse, pero vio el trapo en el suelo. El hombre se llevó la mano al bolsillo, del que extrajo un sobre pequeño y una botella de plástico.

Él dejó caer un trozo de cuerda o algo parecido en el suelo, cerca de la puerta de la cocina; luego cogió la botella de plástico y vertió un líquido rojo sobre sus dedos. «Parece sangre», pensó ella, mientras él le cogía la mano y la usaba para extender el líquido rojo en la pared del pasillo.

El hombre recogió el trapo. Carol abrió la boca para gritar y aspiró el cloroformo. Lo último que oyó fue el estruendo de un trueno lejano.

Capítulo 7

Darby McCormick se hallaba en el porche trasero de los Cranmore; la luz de su linterna recorría la puerta, un modelo de acero reforzado provisto de dos cerraduras. La tormenta había amainado, pero la lluvia seguía cayendo en forma de chaparrón violento y rápido.

El detective Mathew Banville, de la policía de Belham, se veía obligado a gritar para hacerse oír, y lo hacía en un tono que indicaba a las claras que se le estaba agotando la paciencia.

– La madre, Dianne Cranmore, llegó a casa alrededor de las cinco y cuarto porque se había dejado el talonario y lo necesitaba para ir al banco a pagar la hipoteca. Cuando entró ambas puertas estaban abiertas, y entonces vio esto… -Banville usó la linterna para señalar la huella ensangrentada que había en la pared del pasillo-. La madre no encontró a su hija, pero sí al novio de ésta, Tony Marcello, tendido en la escalera, y llamó inmediatamente al nueve, uno, uno.

– ¿Quién más ha entrado aparte de la madre?

– El primer agente que llegó al escenario, Garrett, y los del equipo de urgencias. Todos entraron a través de la puerta principal para atender al novio. La madre le entregó las llaves a Garrett.

– ¿Garrett no entró por aquí?

– Para evitar que se destruyeran pruebas selló el lugar. Hemos lanzado una alerta ámbar, pero hasta el momento no hay ningún resultado.

Darby miró la hora. Eran casi las seis de la mañana. Carol Cranmore llevaba varias horas desaparecida, tiempo suficiente para estar bien lejos de Massachusetts.

En la moqueta gris había una única fibra de color tostado. Darby colocó uno de los conos de pruebas a su lado.

– No hay indicios de que hayan forzado la puerta. ¿Quién más tiene llaves de la casa?

– Estamos hablando con los ex maridos -dijo Banville.

– ¿Cuántos tiene?

– Dos, sin contar el padre biológico. Estuvieron casados durante quince minutos en el noventa y uno.

– ¿Y este amable caballero tiene nombre? -preguntó Darby mientras contemplaba el suelo de la cocina, satisfecha al ver que se trataba de cerámica. Era una superficie ideal para captar huellas.

– La madre lo llama el «donante de esperma». Ha dicho que volvió a Irlanda en cuanto se enteró de que iba a ser padre. No ha tenido noticias suyas desde entonces.

– Y luego dicen que todos los buenos están pillados. -Darby rebuscó en su maletín.

– De los otros dos ex maridos, uno vive en Chicago y el otro cerca de aquí, en la maravillosa ciudad de Lynn -dijo Banville-. El tipo de Lynn es el más interesante del lote. Su apodo callejero es LBC, de Little Baby Cool, no me preguntes por qué. En realidad se llama Trenton Andrews, y sabemos que cumplió cinco años de condena en Walpole por intento de violación de una menor, una chica de quince años. En estos momentos la policía de Lynn está buscando al señor Andrews. También investigamos a los abusadores sexuales convictos que tenemos registrados en la zona.

– Estoy segura de que debe de haber unos cuantos.

– ¿Necesitas algo más o puedo irme?

– Espera un segundo.

– Date prisa.

Darby no se tomó el acerado tono de Banville como algo personal; ese hombre trataba igual a todo el mundo. Ella había trabajado con él en dos escenas previas y había llegado a la conclusión de que era un investigador concienzudo pero de carácter arisco, por decirlo de forma suave: solía evitar el contacto visual. También se aseguraba de que la gente no se le acercara demasiado. Como ahora, que estaba apoyado en la barandilla del porche, a un metro y medio de distancia.

Ella cogió otra linterna, la pesada Mag-Lite, y la dejó en el suelo de la cocina. La enfocó en distintos ángulos hasta dar con lo que buscaba: una serie de huellas húmedas de pisadas.

– El dibujo de la suela hace pensar en una bota de hombre, del número cuarenta y seis -dijo Darby-. Se diría que nuestro hombre entró y salió por aquí. Tal vez podáis echar un vistazo al calzado preferido de LBC.

– ¿Algo más?

– Puedes irte.

Banville bajó la escalera. Darby se puso a trabajar, rodeando las huellas de bota con cinta. Cuando terminó, colocó los conos de prueba cerca de las más visibles; luego cogió el maletín y el paraguas, y salió bajo la lluvia.

Al otro lado de la calzada, sentada en la cocina de la casa de una vecina, estaba la madre de Carol. Dianne Cranmore usaba un manoseado kleenex para enjugarse las lágrimas mientras hablaba con un inspector que tomaba notas en un cuaderno. Darby apartó la mirada del rostro descompuesto de la madre y se dirigió a la puerta principal.

La atestada calle estaba iluminada por luces centelleantes de color azul y blanco. La policía seguía de servicio bajo la lluvia, dirigiendo el tráfico y manteniendo alejadas a las hordas de periodistas que se aglomeraban detrás de las vallas que cercaban la calle. El vecindario en pleno estaba despierto. Había gente mirando desde los porches, atisbando desde las ventanas, ansiosa por saber qué sucedía.

Darby se puso unas fundas encima de los zapatos y entró en la sala. Su compañero, Jackson Cooper, al que todos conocían por el sobrenombre de Coop, estaba agachado sobre un joven musculoso vestido únicamente con un calzoncillo de color negro. El cuerpo dibujaba un extraño ángulo, apoyado en la pared del enmoquetado descansillo, entre los dos tramos de escalera. Debajo de él se había formado un charco de sangre que empapaba la moqueta. Darby contó tres impactos de bala: uno en la frente y otros dos, muy próximos, en el puma que llevaba tatuado encima del corazón.

Coop señaló estos dos últimos impactos en el pecho del joven.

– Impacto doble.

– Se diría que nuestro hombre es un tirador diestro -dijo Darby.

– Si tuviera que lanzar alguna hipótesis, diría que el novio oyó algún ruido y bajó a investigar. Baja la escalera para echar un vistazo a la puerta principal, se la encuentra cerrada, y cuando está volviendo recibe dos disparos en el pecho. Entonces cae, aterriza aquí y el asesino le mete otro en la frente para asegurarse de que ya no se levanta.

– Lo que implica que nuestro hombre está acostumbrado a disparar en la oscuridad.

Coop asintió.

– No hay marcas de arañazos en las manos ni en los brazos. No tuvo oportunidad de defenderse.

– Pero su novia sí -dijo Darby, y le habló de la huella ensangrentada en la pared.

– ¿Cuál es la apuesta de Banville?

– Está empezando por los ex maridos.

– ¿Por qué complicar un secuestro con un asesinato?

– ¿Quién sabe?

– Ese doctorado en psicología criminal te está sentando bien -dijo Coop-. ¿Han llegado los de Imagen?

– Aún no. -Darby le habló de las huellas del suelo de la cocina-. Voy a echar una ojeada y luego podemos proceder al registro preliminar.

Una moqueta de color gris claro cubría la escalera y el corto pasillo que daba a una espaciosa salita, de paredes verde menta, donde había un sofá marrón y una butaca a juego, reparada con trozos de cinta aislante. La madre había intentado dar vida a la estancia con algunos cojines decorativos, una alfombra de calidad y un surtido de adornos.

Un arco separaba la salita del comedor. Sobre la mesa había varias novelas de Nora Roberts y montones de cupones. En ambas habitaciones flotaba el persistente y aceitoso aroma a comida rápida mezclado con un leve olor a hierba.

Había docenas de fotos de Carol y sus logros repartidas por la pared de la escalera. Una de Carol, con dos años, sosteniendo un pincel en una mano. En otra, Carol llevaba unas orejas de Mickey Mouse en Disney World. En un marco de aspecto caro lucía un certificado del Instituto de Belham, otorgado a Carol por ser la primera de su curso. A éste le seguía otro diploma enmarcado que reconocía sus habilidades como delegada del consejo escolar. Luego había una acuarela enmarcada con el océano como tema, con un lazo sujeto al marco. Carol había ganado el primer premio en un concurso de arte.

La madre de Carol había colgado los premios y certificados más prestigiosos a la altura de la vista, justo en la puerta del cuarto de su hija. Así, siempre que Carol salía cada mañana y volvía a entrar por la noche, los diplomas le recordaban sus extraordinarios talentos.

Se oyó el ruido de las portezuelas de coches al cerrarse. Los agentes de Imagen, la sección del laboratorio especializada en fotografiar el escenario del crimen, habían llegado. Darby cogió el paraguas y fue hacia ellos.

Habló con Mary Beth Pallis del cadáver y de las huellas de botas en la cocina. Después de que Mary Beth se fuera, Darby examinó los escalones del porche.

El único hallazgo interesante se limitó a una cerilla gastada que había en el escalón inferior. Colocó otro cono de pruebas a su lado. Retrocedió y observó el porche. Estaba suspendido en el suelo mediante columnas. Un enrejado, también pintado de blanco, cubría el perímetro. A la izquierda de la escalera había una puertecilla. Dentro, cubos de basura de plástico y los contenedores para reciclar.

Una de las latas se movió. Había un mapache allí, sus ojos se reflejaron en la linterna…

– Oh, Dios mío…

Darby abrió la puertecilla. La mujer que había debajo del porche empezó a gritar.

Capítulo 8

Darby soltó la linterna. No la recogió. Permaneció absolutamente inmóvil mientras observaba boquiabierta a la mujer que estaba empujando un cubo de basura contra la puerta para obstruir la entrada.

Los agentes de patrulla acudieron enseguida. Uno de ellos agarró con brusquedad a Darby del brazo, la apartó de la puerta, y se inclinó hacia dentro para mover el cubo de basura.

Los dientes de la mujer, los pocos que le quedaban, se hundieron con fuerza en la muñeca del agente. Ella sacudió la cabeza de un lado a otro con gesto feroz, como haría un perro hambriento que intentara arrancar el último trozo de carne de un hueso.

– ¡La mano! ¡Esa maldita zorra me está mordiendo la mano!

Otro agente se acercó con una lata de Mace. La mujer la vio, soltó su presa y empezó a golpear los barriles y contenedores de reciclaje mientras emitía salvajes aullidos; unos segundos más tarde se arrastró debajo del porche.

Darby apartó al agente y cerró la puerta del porche.

– ¿Qué diablos haces? -dijo el agente que sostenía el Mace.

– Démosle un poco de espacio para que se calme -dijo Darby. Con los ojos llorosos, el agente agredido se sujetaba la carne que le pendía de la muñeca con mano temblorosa-. Ve a ayudarle.

– Con todos mis respetos, cariño, tu trabajo es…

– Aleja a todo el mundo de la calzada… Y mientras lo haces, asegúrate de que no aparece la ambulancia con las sirenas a todo trapo.

Darby se volvió y se dirigió al grupo de hombres que se había congregado a su alrededor.

– Atrás, quiero que todos retrocedáis ahora mismo. Nadie se movió.

– Haced lo que os dice.

Era la voz de Banville. Salió de entre la multitud, su cabello negro estaba aplastado por la lluvia.

Los agentes dejaron libre la calzada. Banville se acercó a Darby, que le explicó lo que había visto.

– Probablemente sea una adicta al crack -dijo Banville-. Al final de la calle hay una casa abandonada que les sirve de refugio.

– Deja que hable con ella e intente convencerla para que salga.

Banville contempló la puerta del porche mientras gotas de agua caían sobre su rostro hosco. Esa expresión de sabueso le confería un notable parecido con Droopy Dog, el personaje de dibujos animados.

– De acuerdo -asintió él-. Pero no te meterás debajo del porche en ninguna circunstancia.

Darby cerró el paraguas y abrió la puerta del porche muy despacio. No hubo gritos. Se arrodilló en un charco frío. La linterna seguía encendida y le proporcionaba luz suficiente para poder ver.

Durante un curso de historia en la universidad Darby había visto borrosas fotografías en blanco y negro tomadas en los campos de concentración de Hitler. A todas luces, la mujer que se escondía debajo del porche había pasado hambre. Apenas tenía cabello, y el poco que le quedaba era fino y desmadejado. Su rostro era increíblemente escuálido, tenía las mejillas hundidas y la piel blanca y fina como la cera. La única nota de color procedía de la sangre en torno a los labios.

– No voy a hacerte daño -dijo Darby-. Sólo quiero hablar.

La mujer parecía mirar a través de ella. Ojos vacíos, pensó Darby.

Entonces, de manera sorprendente, la mirada vacía desapareció. Los ojos de la mujer la enfocaron: primero los entrecerró, como si la reconociera; luego se abrieron, con expresión de sorpresa mezclada con… ¿alivio? ¿Era eso?

– ¿Terry? Terry, ¿eres tú?

«Úsalo. Sea lo que sea, aprovéchalo.»

– Soy yo. -Darby tenía la boca seca-. He venido a…

– Baja la voz, nos está mirando. -La mujer levantó la barbilla y señaló el techo del porche.

En el techo solamente había telarañas y restos secos de un viejo avispero.

– Voy a apagar la linterna -dijo Darby-. Así no nos verá.

– Sí, bien. Muy bien. Siempre has sido lista, Terry.

Darby apagó la linterna. El resplandor azul y blanco parpadeó entre los huecos del enrejado. La mujer seguía aferrada al cubo, usándolo como barrera.

«¿Le pregunto su nombre? No. Ella cree que la conozco.» Darby no quería arriesgarse a romper el débil hilo que las unía. Era mejor proseguir con el engaño.

– Creía que estabas muerta -dijo la mujer.

– ¿Por qué?

– Gritabas. Gritabas pidiendo ayuda y no pude llegar a tiempo. -La cara de la mujer se contrajo-. No te movías, estabas sangrando. Intenté despertarte y no te moviste.

– Le engañé.

– Yo también. Esta vez le engañé de verdad, Terry. -La mujer sonrió y Darby tuvo que apartar la vista-. Sabía lo que pensaba hacerme en cuanto me subió a la furgoneta y estaba preparada.

– ¿De qué color era la furgoneta?

– Negra. El sigue ahí fuera, Terry.

– ¿Pudiste ver el número de la matrícula?

– Me está buscando… Nos busca a las dos.

– ¿Quién nos busca? ¿Cómo se llama?

– Tenemos que escondernos hasta que paren los gritos.

– Sé cómo salir -dijo Darby-. Vamos, te lo mostraré.

La mujer no se movió, no respondió. Prosiguió con su observación del techo del porche. Estaba en cuclillas, parapetada detrás del cubo volcado, impidiendo así que nadie se acercara a ella.

Darby tenía dos opciones: podía entrar allí y ver si conseguía sacar a la mujer de alguna forma, o dejar que los agentes se ocuparan de ello.

Optó por apartar el cubo que bloqueaba la puerta. Cuando vio que la mujer no gritaba, se deslizó en el interior.

Capítulo 9

– Me acercaré para que podamos hablar-dijo Darby-. ¿De acuerdo?

Darby se arrastró por el suelo enfangado, lleno de restos de basura, latas de refrescos y periódicos. Percibió el olor corporal más atroz que había sentido nunca. Tosió, incapaz de soportarlo.

– ¿Estás bien, Terry? Dime que estás bien, por favor.

– Estoy bien.

Darby respiraba por la boca. Se inclinó contra el muro. Se sentó a medio metro, en el otro lado del cubo. La mujer no llevaba pantalones ni zapatos. Los huesos sobresalían de su piel.

– ¿Has visto a Jimmy? -preguntó la mujer.

Darby tuvo una idea.

– Lo vi, pero al principio no le reconocí.

– Has estado ausente mucho tiempo. Apuesto a que ha cambiado mucho.

– Así es, pero… Tengo problemas a la hora de recordar cosas. Detalles, como mi apellido, por ejemplo.

– Es Mastrangelo. Terry Mastrangelo. ¿Me presentarás a Jimmy? Después de todo lo que me has contado, es como si le conociera tanto como tú.

– Estoy segura de que estará encantado. Pero antes tenemos que salir de aquí.

– No hay ninguna salida. Sólo sitios para esconderse.

– He encontrado una salida.

– Abandona de una vez esas locas ideas. Yo lo intenté, ¿recuerdas? Ambas lo hicimos.

– He vuelto a buscarte, ¿no? -Darby se despojó del anorak y se lo tendió a la mujer-. Póntelo. Te aliviará el frío.

La mujer hizo ademán de cogerlo; luego apartó la mano.

– ¿Qué pasa?

– Tengo miedo de que desaparezcas otra vez -dijo la mujer-. No quiero que vuelvas a desaparecer de mi lado.

– Venga, cógelo. Te prometo que me quedaré contigo.

La mujer se lo pensó durante varios minutos, pero por fin tocó el anorak. El terror, el dolor, el miedo… todo pareció conjugarse. Abrazó la prenda contra su pecho, enterrando su cara en la tela y meciéndola de un lado a otro, de un lado a otro.

Había llegado la ambulancia. Estaba al fondo de la calzada sin sirenas ni luces rojas giratorias. «Gracias, Dios, por los pequeños favores.»

– ¿De verdad has encontrado una salida? -preguntó la mujer.

– Sí. Y voy a llevarte conmigo.

Todo el cuerpo de Darby le pedía a gritos que no lo hiciera, pero hizo caso omiso a la advertencia y extendió una mano.

La mujer la agarró con fuerza. Tenía dos dedos rotos, que se curvaban formando un ángulo extraño. Sus brazos estaban cubiertos de astillas.

La mujer volvía a contemplar el techo.

– Ya no hay nada que temer -dijo Darby-. Coge mi mano y saldremos por esta puerta juntas. Estás a salvo.

Capítulo 10

Para sorpresa, y alivio, de Darby, la mujer no gritó ni se puso violenta cuando salió a la calzada iluminada por luces parpadeantes. Se limitó a apretarle la mano.

– Nadie quiere hacerte daño -dijo Darby mientras iba en busca del paraguas. No quería arriesgarse a que la lluvia se llevara cualquier prueba potencial-. Te prometo que nadie va a hacerte daño.

La mujer apretó el anorak contra su cara y rompió en sollozos. Darby pasó un brazo alrededor de su cintura. Sus huesos parecían tan frágiles y delicados como los de un pájaro.

Con pasos lentos y cautos guió a la mujer hacia la ambulancia. En la puerta había dos enfermeros de Urgencias. Uno de ellos tenía una jeringuilla en la mano.

No había otra opción. Tenían que sedarla. Era mejor hacerlo allí, al aire libre, por si las cosas volvían a ponerse feas. Sería más difícil confinarla en el estrecho espacio de la ambulancia.

Ambos enfermeros rodearon a la mujer. La policía andaba cerca, lista para intervenir en caso de necesidad.

– Ya casi hemos llegado -susurró Darby-. No me sueltes y todo saldrá bien.

El enfermero hundió la aguja en la nalga de la mujer. Darby se tensó, preparándose para lo peor. La mujer ni se inmutó.

Cuando sus ojos empezaron a cerrarse, los de Urgencias se ocuparon de ella.

– No la atéis aún -dijo Darby-. Necesitaré su camisa y quiero sacar algunas fotos.

Coop andaba por allí con el equipo a punto. La ambulancia no dejaba mucho espacio para trabajar. Darby, menuda y de baja estatura, entró en ella mientras Coop se mantenía cerca de las puertas traseras. Llevaban máscaras para protegerse del hedor. La respiración entrecortada y ronca de la mujer resultaba audible a pesar del golpeteo de la lluvia en el techo de la ambulancia.

Mary Beth le cedió la cámara. Darby fotografió a la mujer tendida de espaldas, y luego se acercó para tomar fotos de los agujeros de la camiseta negra.

Con la ayuda de unas tijeras Darby practicó un corte desde el cuello de la camiseta, y luego otros dos, uno en cada sobaco. Al quitarle la camiseta, su pecho quedó expuesto. La piel pálida, surcada de gruesas cicatrices, quemaduras y cortes que no habían cicatrizado, estaba hundida por debajo de las costillas.

– Es un milagro que no haya muerto de arritmia cardíaca -dijo Mary Beth.

Darby colocó a la mujer de lado. Dobló la camiseta y la introdujo en la bolsa de pruebas que Coop sostenía en una mano.

– Busquemos marcas en las uñas -dijo Darby.

Con un algodón, Darby procedió a obtener muestras bucales de la mujer. Coop, por su parte, pasó un palillo de madera por debajo de la uña del pulgar de la mujer, pero éste se partió en dos y empezó a sangrar.

– ¿Qué coño le ha pasado? -preguntó Coop.

«Ojalá lo supiera.»

– Tomémosle las huellas dactilares -dijo Darby.

Capítulo 11

El Laboratorio de Serología es una sala ventilada, de forma rectangular, llena de estantes de losa negra que a menudo se conocen con el nombre de bancos. Los altos ventanales ofrecen una vista panorámica de verdes colinas, dos pistas de tenis idénticas y, justo debajo de éstas, un paseo de hormigón con mesas para picnic donde la gente iba a comer en los días de buen tiempo.

Leland Pratt, el director del laboratorio, estaba esperando a Darby en la puerta. Olía a champú y a colonia con aroma cítrico, que suponía un alivio después del atroz hedor a cadáver que seguía impregnando la nariz y la ropa de Darby.

– Ha salido en todos los noticiarios -dijo él, mientras la seguía al banco situado en la esquina trasera de la sala, donde Erin Walsh, la jefa de la unidad de ADN, tenía su lugar de trabajo-. ¿Quién está al cargo de la investigación?

– Mathew Banville.

– Entonces la chica está en buenas manos -dijo Leland-. ¿Qué hay de la Jane Doe [2] que encontrasteis debajo del porche?

– ¿Eso también ha salido en las noticias?

– Han pasado un vídeo en el que apareces tú ayudándola a llegar a la ambulancia. No mencionaron su nombre.

– No sabemos quién es… No sabemos nada.

Darby entregó a Erin cuatro sobres marcados.

– Sangre de la puerta de la cocina. Muestras bucales de Jane Doe. Los dos últimos sobres contienen muestras de comparación: el cepillo de dientes de Carol Cranmore y su peine. Si me necesitas, estaré al otro lado del pasillo.

– Mantenme al día de cualquier novedad -dijo Leland.

– Siempre lo hago -replicó Darby, antes de salir de Serología.

Dejó el sobre que contenía la fibra color tostado en la sección de Rastros y luego fue a ayudar a Coop.

Como la camisa estaba biológicamente contaminada con sangre y otros fluidos corporales, Darby la guardó. Luego se puso una máscara, gafas de protección y guantes de neopreno.

El débil zumbido de la lluvia llenaba la sala, pequeña y oscura. La camisa había ido a parar a una campana de humos.

– Echa un vistazo a esto -dijo Coop, apartándose un poco del microscopio provisto de luz.

Había una astilla blanca con restos de sangre seca prendida de la tela. Darby separó la astilla con unas pinzas y la colocó debajo del microscopio.

– Parece una astilla pintada. Casi con toda probabilidad esta marca de aquí es óxido.

Coop asintió.

– La camiseta es un auténtico caos -dijo-. Vamos a pasarnos el día aquí sacando muestras.

Media hora después habían extraído dos astillas más. Por el interfono se oyó la voz de la secretaria.

– Darby, Mary Beth por la línea dos.

Darby cogió los sobres transparentes.

– Me acercaré a dejárselos a Pappy.


Mary Beth estaba sentada frente a su ordenador, trabajando con el teclado y con el ratón. Su cabello rubio era ahora de un oscuro color caoba.

En el monitor aparecía una huella de pisada negra. Darby pudo distinguir los surcos de las suelas y los cortes y muescas resultantes de pisar materiales como tacos, clavos y cristales. Todas estas marcas individuales, junto con las características de la suela, convertían la huella de una bota en algo tan único como las impresiones digitales.

– ¿Cuándo te has teñido el pelo? -preguntó Darby mientras se sentaba.

– Ayer. Necesitaba un cambio.

– Esto no tendrá nada que ver con Coop, ¿no?

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Porque estabas comiendo con nosotros el día que proclamó su afición por las pelirrojas.

– Espera un momento. Ya casi he terminado.

Darby se inclinó hacia la pantalla.

– Coop sólo sale con mujeres incapaces de construir una frase de más de cuatro palabras. Es su lema.

Mary Beth señaló el monitor. En el interior de un círculo había líneas dibujadas que guardaban una gran semejanza con la cima de una montaña y, por debajo, algo que parecía la letra R.

– Éste es el sello del fabricante -dijo Mary Beth-. Algunas empresas estampan el nombre y el logo en las suelas del calzado que fabrican. Estoy casi segura de que éste es el logotipo de Calzados Ryzer.

– No me suenan.

– Pero sí habrás oído hablar de Ryzer Gear, Equipamiento Deportivo.

– ¿Son los que fabrican esas chaquetas de invierno de precios astronómicos?

– Efectivamente -dijo Mary Beth-. En sus inicios, que si no me equivoco se remontan a los años cincuenta, Ryzer empezó fabricando botas militares. Luego pasaron a las botas de montaña, y se dedicaron exclusivamente a eso durante años. Se compraban por catálogo. Las botas presumían de ser de muy buena calidad y eran carísimas. En los ochenta una multinacional los absorbió, y Calzados Ryzer pasó a ser Ryzer Gear. Siguen produciendo botas de montaña, pero también venden artículos como anoraks, carteras y cinturones; incluso llegaron a sacar una línea infantil de ropa y complementos. Es una especie de Timberland para pijos de verdad.

– ¿Cómo sabes todo esto? ¿Tienes acciones de la empresa?

– En mi adolescencia fui una abnegada excursionista. Mis padres me regalaron unas botas Ryzer por Navidad. Ahora las fabrican en serie y son una mierda, pero las originales… Si las cuidas bien, te duran toda la vida. Yo aún conservo las mías. Te juro que son las más cómodas que he tenido nunca. Por eso he reconocido el logotipo; es el antiguo. Las botas que estamos examinando ya no se fabrican.

– Veré qué puedo hacer para encontrarlas. Gracias, Mary Beth.

– Y te equivocas con Coop. Le gustan las mujeres listas. Como tú, por ejemplo.

– Sólo somos compañeros.

– Como prefieras -dijo Mary Beth-. Por cierto, una ducha no te iría mal. Y un par de pastillas para el aliento tampoco te harían ningún daño.

Capítulo 12

La base de datos de huellas de pisadas consistía en una colección de tres carpetas de anillas. Darby se pasó el resto de la mañana examinando muestras de botas masculinas recopiladas en casos de Boston. La impresión que había encontrado Mary Beth no coincidía con la de ningún caso local.

Durante la hora de comer Darby se conectó a internet y navegó por dos páginas de foros técnicos dedicados en exclusiva a temas de huellas. Mientras buscaba, se topó con el nombre de un antiguo agente del FBI cuya especialidad consistía en identificar huellas de calzado. El tribunal había requerido sus servicios como experto en varios casos criminales relevantes.

Como el hambre empezaba a darle dolor de cabeza -ese día se había saltado el desayuno-, Darby corrió hacia la cafetería de la que volvió con una ensalada de atún y una Coca-Cola. Pasó por el despacho de Leland para ponerlo al día. No estaba allí. La luz del contestador de su teléfono parpadeaba. Era un mensaje de su madre. Sheila había visto las noticias y quería saber si todo estaba bien.

Sturgis Pappy Papagotis asomó la cabeza por la puerta del despacho.

– ¿Tienes un momento? -preguntó.

– Claro, pasa.

Pappy se sentó en la silla de Coop. Cargaba con la maldición de ser el hombre con aspecto más juvenil del mundo. Medía poco más de metro y medio y su cara infantil hacía que los porteros de discoteca miraran dos veces su documentación.

– Pasé las astillas blancas por el FTIR, el espectrofotómetro de infrarrojos -dijo él-. Aluminio y melamina alquídica.

– Pintura de automóvil -concluyó Darby-. ¿Qué hay del estireno?

– No, esto fue un trabajo de fábrica. No se realizó en una cadena de mecánica. ¿Estás muy familiarizada con la pintura de automóviles?

– La melamina es una resina que se añade a la pintura para aumentar su durabilidad.

– Correcto. La melamina acrílica y la de poliéster son los principales polímeros de la pintura. La melamina alquídica es uno de los esmaltes más importantes que empezaron a usarse en los años sesenta. La mayoría de los fabricantes actuales tienden a usar un sistema de poliuretano. Por un lado destaca su eficacia en retener el brillo, pero la principal razón es su coste. El poliuretano es una capa de secado rápido mientras que la melamina necesita un proceso de secado. La muestra que encontrasteis pertenece a la pintura original.

– ¿Qué me dices del color?

– Ahí sí que he dado con un callejón sin salida -dijo Pappy-. La pasé por el FTIR pero no obtuve ningún resultado.

– Pero eso no significa nada.

– Sí, ya sé lo que vas a decirme: el FTIR es tan bueno como nuestros archivos informáticos de datos, y mi fracaso a la hora de identificar la muestra sólo significa que no hemos podido establecer una conexión de la muestra de pintura con un caso local. De manera que lo intenté también en el Paint Database Query, el sistema que utilizan nuestros colegas canadienses. Nada. Enviaré una muestra a los federales. En su base de datos se recogen las muestras más desconocidas y difíciles de encontrar.

– ¿Has recurrido a los federales con anterioridad?

– Nunca me he visto en la necesidad, ya que el PDQ suele bastar. Si nos atascamos allí siempre podemos probar con el Farfegnugen de los alemanes. Se supone que contiene la mayor base de datos del mundo.

– ¿Tienes algún contacto en el laboratorio federal?

– Hice un curso de pintura impartido por el director del Laboratorio de Análisis Elemental, un tipo llamado Bob Gray. Podría llamarlo.

– Dile que tenemos un caso de secuestro y que necesitamos que se ocupe de ello cuanto antes.

– Puedo preguntar. -Pappy sonreía.

– Ya lo sé; no hace falta que contenga la respiración hasta que me llames -dijo Darby.


Leland seguía sin estar en su despacho, así que Darby se dirigió al primer piso.

El Departamento de Personas Desaparecidas estaba al final de un largo pasillo. Detrás del mostrador había una mujer delgada, vestida con un traje gris oscuro. El nombre que aparecía en la tarjeta de identificación era Mabel Wantuck. Mabel no sonreía en la foto, y tampoco sonreía ahora.

– Buenos días -dijo Darby-. Me preguntaba si podrías ayudarme.

La expresión del rostro de Mabel Wantuck no dejaba lugar a dudas: «No apuestes por ello».

– He encontrado algunas pruebas que podrían estar relacionadas con un caso de personas desaparecidas -dijo Darby.

– Sabes perfectamente que no puedo mostrarte…

– El archivo del caso, sí, ya lo sé, sólo los inspectores tienen acceso. Lo único que necesito saber es si una persona figura como desaparecida.

Mabel Wantuck se sentó tras una mesa llena de papeles en la que había dos fotos enmarcadas de sendos perros labradores de color canela. Sacó el teclado.

– ¿Cuál es su nombre?

– No estoy segura de cómo se escribe, así que tal vez tengamos que probar con varias posibilidades. ¿Cuáles son los parámetros de búsqueda?

– El apellido primero.

– Es Mastrangelo -dijo Darby-. Te lo deletreo…

Capítulo 13

Coop hacía rodar una pelota de Play-Doh entre las manos en tanto Darby le explicaba los resultados obtenidos en Personas Desaparecidas. Mientras le ponía al corriente sobre las pruebas, la secretaria del laboratorio asomó la cabeza por la puerta del despacho.

– Leland quiere verte ahora mismo, Darby.

Leland estaba al teléfono. Vio a Darby de pie en la entrada y le hizo señas para que se sentara delante de su mesa.

A su espalda se alzaba una pared atestada de fotos tomadas en selectos eventos benéficos. Podía verse a Leland, el republicano orgulloso, codeándose con los Bush, padre e hijo; Leland, el republicano solidario, junto al gobernador mientras repartían pavos de Acción de Gracias entre los pobres. Para dar testimonio de que debajo de toda aquella ropa de Brooks Brothers había alguien con sentido del humor, también había una foto de Leland, el republicano divertido, sosteniendo en las manos un ejemplar de The Complete Cartoons of the New Yorker, que le habían regalado en la presentación del libro.

Darby pensaba en las fotos de la casa de Carol Cranmore cuando Leland colgó el teléfono.

– Era el jefe de policía, que llamaba para que lo pusiera al día. Se quedó un poco sorprendido cuando le dije que aún no tenía nada que decirle.

– Vine un par de veces -dijo Darby-. No estabas aquí.

– Para eso se inventó el contestador.

– Creí que preferirías la información en persona, por si tenías alguna pregunta.

– Bien, pues ahora cuentas con toda mi atención. -Leland se repantigó en la silla.

Darby le habló en primer lugar de la muestra de pintura y luego de la huella de la bota.

– Pertenece a un varón, número cuarenta y seis, y el logo encaja con el de la marca Calzados Ryzer. El logotipo que aparece estampado en la suela de la huella coincide con el segundo y último logotipo de la empresa antes de que fuera adquirida en el ochenta y tres, y se convirtiera en Ryzer Gear. Si mi investigación no me engaña, fabricaron sólo cuatro modelos, que vendieron a través de catálogos y tiendas especializadas del nordeste. Estamos hablando de una clientela selecta. Busqué alguna coincidencia en nuestro archivo, pero no hallé nada.

– Envía una copia a los federales y que lo comprueben en su base de datos.

– Aunque les pidamos que se apresuren tardarán al menos un mes antes de que puedan procesarlo.

– En eso no puedo hacer nada.

– Tal vez sí -dijo Darby-. Esta tarde he hablado con un hombre llamado Larry Emmerich. Trabajaba para el laboratorio del FBI. Es el mayor experto en huellas de pisadas. Ahora está jubilado y presta servicios como consultor. No sólo posee todos los antiguos catálogos de Ryzer, sino que dispone de informaciones de vendedores y contactos. Además, estaría dispuesto a ponerse a ello enseguida. Si consigue descubrir el modelo concreto, los federales sólo tendrían que pasar la huella por su base de datos. Emmerich tiene contactos en el laboratorio. Contrastar esa huella con la base de datos para ver si coincide con algún otro caso de alcance nacional les llevaría un día como mucho.

– ¿Y su tarifa?

Darby le dijo el precio.

Leland abrió los ojos de par en par.

– ¿Qué ha dicho Banville?

– Aún no he hablado con él -dijo Darby.

– Te deseo suerte. La vas a necesitar.

– Si no accede a pagarlo, apuesto por que asumamos nosotros la responsabilidad. La persona que ha secuestrado a Carol Cranmore ha cometido esta clase de actos al menos en dos ocasiones más.

Leland ya negaba con la cabeza.

– No hay forma humana de que pueda conseguir una partida presupuestaria para…

– Deja que te explique. La mujer que encontramos bajo el porche, Jane Doe, me confundió con otra persona llamada Terry Mastrangelo. Hice que Personas Desaparecidas introdujera el nombre en su ordenador. Terry Mastrangelo tiene veintidós años y vivía en New Brunswick, Connecticut. Su compañera de cuarto dice que Terry salió a por un helado. No se llevó el coche, fue a pie. Nunca volvió a casa.

– ¿Cuánto tiempo lleva desaparecida?

– Unos dos años.

Leland irguió la espalda.

– Terry Mastrangelo tiene un hijo, su nombre es Jimmy -prosiguió Darby-. Tiene ocho años y vive con su abuela. Es lo único que sé. No he tenido acceso al archivo del caso; Banville tendrá que solicitarlo.

– Tampoco estaría de más que Banville echara un vistazo en el PCCV, para ver si en el archivo consta algo más, como la huella de bota.

Darby estaba segura de que Banville ya había consultado el Programa de Captura de Criminales Violentos.

– Ésta es una copia de la foto de Terry Mastrangelo.

Leland observó el pedazo de papel.

– Sin duda guardáis cierto parecido -dijo él-. Ambas tenéis la piel clara y el cabello cobrizo. -Dejó la foto sobre el secafirmas de su mesa-. La mujer que encontrasteis debajo del porche, ¿tenemos alguna noticia de su estado?

– Aún no -dijo Darby-. En cuanto a sus huellas, todavía están siendo procesadas.

– Así que la persona que secuestró a Carol Cranmore podría tenerla en el mismo lugar donde retuvo a Terry Mastrangelo y a la mujer del porche.

– Ahora entiendes la prisa por identificar la huella que encontramos.

– He hablado con Erin -dijo Leland-. La sangre que hallasteis en la pared pertenece al grupo AB negativo. La sangre de Carol es 0 positivo. Erin también encontró restos de sangre seca en la fibra de color tostado y en varios puntos de la camiseta. La sangre de la fibra encaja con la de la pared.

Darby no albergaba muchas esperanzas de encontrar una muestra que encajara en el CODIS. El Sistema de Identificación Combinado de ADN, aunque eficaz, era relativamente reciente; sólo almacenaba información de los últimos casos. Debido a la falta de fondos -cada extracción de ADN costaba cientos de dólares-, la mayoría de las pruebas de ADN y las muestras de semen estaban dispersas por las salas de pruebas del país.

– Rastros afirma que la fibra de color tostado se usa en alfombras. Es todo lo que tengo. -Darby se puso de pie.

– Espera un momento, quiero hablar contigo de un tema.

Darby tenía una ligera idea de lo que se avecinaba.

– Los casos de secuestro son ollas a presión. En cuanto la prensa descubra la conexión entre Carol Cranmore y Jane Doe, y tanto tú como yo sabemos que lo harán, los tendremos acampados aquí fuera, y gente como Nancy Grace realizará una cuenta atrás diaria por televisión hasta que encontremos el cuerpo de Carol Cranmore.

»Sé que estás viviendo con tu madre para ayudarla a superar su… situación -prosiguió Leland-. Un caso como éste exige plena dedicación de todos los implicados. Tal vez te quite tiempo para estar con tu madre. Tienes vacaciones acumuladas… y existe la baja por motivos familiares.

– ¿Tienes algo que objetar a mi trabajo?

– No.

– Entonces deduzco que tus reservas provienen del hecho de que mi antiguo compañero fuera declarado culpable de manipular pruebas en el caso Nelson.

Leland apoyó ambas manos en la nuca.

– No sólo te dije, en repetidas ocasiones, que era inocente: el gran jurado me exculpó -dijo Darby-. Yo no tuve la culpa de que Steve Nelson quedara en libertad y violara a otra mujer. Y tampoco tuve la culpa del acoso a que nos sometió la prensa.

– Soy consciente de ello.

– Entonces, ¿a qué viene retomar esta conversación?

– Al hecho de que tu participación en este caso podría situarnos en el punto de mira de la prensa. Ya has aparecido en televisión. Me preocupa que la prensa resucite el caso Nelson y lo saque de nuevo a la luz.

– Este caso va a atraer la atención de los medios esté yo en él o no.

Leland no dijo nada, dejando a Darby con la sensación, y no por vez primera, de que había llegado a alguna clase de conclusión privada acerca de ella. Leland Pratt era de ese tipo de hombres que prefiere observar a la gente cuando está con la guardia baja: registraba sus palabras y gestos, y los clasificaba en ese compartimento cerrado donde guardaba sus auténticas valoraciones de las personas. Por la razón que fuera, Darby a menudo se descubría trabajando el doble para impresionarlo. Esperaba poder causar buena impresión ahora.

– Puedo encargarme de esto, Leland. Pero si todavía albergas alguna duda, si no confías en mí, entonces pon las cartas sobre la mesa y discutámoslo. Deja de negarme el acceso a los casos porque temes que vaya a dejar al laboratorio en mal lugar. No es justo.

Leland contempló los certificados enmarcados y los diplomas que colgaban de la pared a espaldas de ella. Por fin, tras una larga pausa, devolvió su atención a Darby.

– Quiero que me tengas al tanto de todas las novedades. Si no estoy en mi despacho, deja un mensaje o llámame al móvil.

– Ningún problema -dijo Darby-. ¿Alguna cosa más?

– Si Banville no asume el coste del experto en huellas, infórmame. Veré lo que puedo hacer.


Darby entró en el despacho que compartía con Coop. Él hablaba por teléfono, al mismo tiempo que hojeaba un cómic. Se había puesto unos tejanos y una camiseta en la que se leía el eslogan «La cerveza es la prueba de que Dios nos ama y quiere que estemos contentos».

– No recuerdo que Wonder Woman se hubiera aumentado el pecho -dijo Darby en cuanto Coop colgó el teléfono.

– Ésta es la nueva y mejorada Wonder Woman.

– Genial. Ahora parece una bailarina de striptease.

– No tienes muy buen aspecto. ¿Te apetece jugar con la Play-Doh? Te juro que va de muerte para el estrés.

– Nuestro jefe duda seriamente de mi capacidad.

– Deja que lo adivine: el caso Nelson.

– Bingo. -Darby le hizo un resumen de su conversación con Leland-. ¿Por qué sonríes?

– ¿Te acuerdas de Angela, la chica con la que salí hace unos meses?

– ¿La que era modelo de lencería de The Improper Bostonian?

No, ésa era Brittney. Angela era la británica, la que llevaba un diamante como piercing de ombligo.

– Todavía no entiendo cómo puedes diferenciarlas a todas.

– Ya lo sé, debería pertenecer a Mensa. En fin, una noche Angela y yo salimos a tomar una copa; hablamos del trabajo y mencioné por casualidad el nombre de Leland. Al parecer, en el Reino Unido la palabra prat significa imbécil, tonto. Intenta recordarlo en el futuro.

Capítulo 14

Antes de volver a casa Darby quería hacer una parada.

Con el pelo todavía húmedo después de la ducha en el gimnasio, Darby cruzó la entrada del Mass General, el hospital más grande de Boston. No tuvo que detenerse en el mostrador de información: ya sabía cómo llegar a la unidad de cuidados intensivos. Había estado allí una vez, para despedirse de su padre.

El cartel que estaba colgado en las puertas dobles de la UCI rezaba: «APAGUEN LOS TELÉFONOS MÓVILES Y TODOS LOS APARATOS ELECTRÓNICOS ANTES DE ACCEDER AL INTERIOR». Darby desconectó el teléfono, mostró su identificación al enfermero que sorbía café en el mostrador de recepción y le preguntó por el estado de una mujer que había ingresado la noche anterior, procedente de Belham. Éste no sabía nada, acababa de empezar el turno, y su respuesta fue señalar al agente que vigilaba una de las habitaciones situadas al final de un largo pasillo.

En la UCI no existe la menor intimidad. Las habitaciones están rodeadas de ventanas de vidrio. Los familiares, con rostros que expresan miedo y sorpresa, aguardan su turno para coger de la mano a un ser querido o, en la mayoría de los casos, para despedirse de él.

Los recuerdos de su padre se agolparon en la mente de Darby, y se intensificaron cuando pasó por delante de la habitación donde él había muerto.

El viejo agente levantó la mirada de la revista de golf y observó su identificación. Una red de venillas le surcaba la nariz.

– Se ha perdido lo más emocionante -dijo él, estirándose-. La dama del porche atacó a una enfermera.

– ¿Qué ha pasado?

– La apuñaló con un bolígrafo. La doctora está con ella ahora. Le sugiero que respire por la boca.

La doctora estaba junto a la cama de Jane Doe, escuchando los latidos de su corazón. Bajo la brillante luz fluorescente, Jane Doe se veía todavía más demacrada. Le habían insertado un catéter y una sonda nasogástrica. Tenía los brazos y las piernas sujetos por correas, y casi toda su piel grisácea estaba cubierta con vendajes o envuelta en gasas.

Darby se acercó a la cama y vio brillantes gotas de sangre en las sábanas. El enfermizo latido que había oído a primera hora de la mañana en la ambulancia sonaba ahora esforzado, doloroso.

Los finos párpados de Jane Doe temblaron. «¿En qué sueñas?»

– Pertenece al laboratorio forense -dijo la doctora, en una voz sorprendentemente suave, que no encajaba con su cara, dura e insulsa.

Darby se presentó.

El nombre de la doctora era Tina Hathcock.

– Espero que no haya venido a por las muestras -dijo Hathcock-. Las recogió alguien del laboratorio.

– No, sólo pasaba a ver cómo estaba.

– ¿No es usted la que la ayudó a salir de debajo de la escalera?

– Sí.

– Eso me parecía. He reconocido su cara. Está en todas las noticias.

«Fantástico», pensó Darby.

– Me han dicho que ha atacado a una enfermera.

– Hace unas dos horas -dijo la doctora-. La enfermera estaba comprobando el catéter y la apuñaló repetidas veces con un bolígrafo. La están operando ahora mismo. Con suerte, salvará el ojo.

– ¿De dónde sacó el bolígrafo?

– Creemos que lo cogió de la carpeta que dejamos a los pies de la cama. Creo que mordió a un agente de policía.

Darby asintió.

– Cuando intentaba ayudarla. Creyó que iba a atacarla.

– La confusión y el delirio son síntomas de la sepsis: una infección sanguínea causada por bacterias productoras de toxinas. En este caso son Staphylococcus aureus. Varios de los cortes que presenta en el brazo están infectados. La estamos tratando con un antibiótico de amplio espectro, pero los estafilococos se han vuelto muy resistentes en los últimos años. Dado su estado de debilidad general y lo deficitario de su sistema inmunológico, el pronóstico no es muy alentador.

– ¿Dijo algo mientras estuvo consciente?

– No. Se arrancó el catéter e intentó escapar. Tuvimos que volver a sedarla, lo que supone un problema, dado lo irregular de su latido cardíaco. No quiero mantenerla sedada más de lo necesario pero no podemos permitirnos otro episodio psicótico. ¿Tiene alguna idea de quién es?

– Todavía lo estamos investigando.

La doctora posó los ojos en la cama.

– Como puede ver, está demacrada. En este estado, los órganos vitales bajan de rendimiento: el latido del corazón decrece y se vuelve irregular. Ha perdido la mayor parte del cabello por falta de proteínas. El tono macilento de su piel se debe a varias deficiencias vitamínicas. ¿Ve esa capa fina, casi imperceptible, que le cubre la piel? ¿Que casi parece vello corporal? Es lanugo. Suele verse en los casos graves de anorexia. Es la reacción del cuerpo a la pérdida de músculo y de tejido adiposo: una especie de recurso desesperado por mantener la temperatura corporal.

Darby contempló a aquella criatura enfermiza y desamparada tendida en la cama. Pensó en la foto de Terry Mastrangelo e intentó verla con los ojos de su secuestrador: como un objeto, un medio para conseguir un fin. ¿Cuánto tiempo llevaba desaparecida? ¿Y qué había tenido que soportar?

– ¿Puedo usar su linterna?

– Claro -dijo la doctora, sacándola del bolsillo.

Darby examinó el antebrazo izquierdo de la mujer.

Escrita en tinta azul, en letras diminutas sobre la zona de piel que resultaba visible entre vendajes, había una serie de letras y números: 1I R 2D I D 3D R 2D 3I.

Y debajo en tres líneas sucesivas:


2D D R 2I R D D I 3D R

3I 2D R R 2D I D 4D


La cuarta línea resultaba ilegible.

La doctora se acercó.

– ¿Qué diablos es esto?

– A bote pronto diría que son indicaciones: I de izquierda, D de derecha.

– La última letra, o número, o lo que sea… Da la sensación de que estaba escribiendo y tuvo que parar -dijo la doctora-. Quizá fue entonces cuando entró la enfermera.

Darby se había planteado la misma hipótesis.

– Discúlpeme un momento.

Nadie contestaba en Identificación. Darby llamó a Operaciones y cruzó los dedos, con la esperanza de que Mary Beth siguiera en su puesto. Lo estaba.

Pasaría al menos una hora antes de que Mary Beth llegara con su equipo. Darby sacó fotos con la cámara digital para el archivo.

Jane Doe estaba fuertemente sedada, de manera que la doctora se avino a quitarle las correas para que Darby pudiera sacar fotos de más cerca. Examinó el resto del cuerpo de Jane Doe sin hallar ninguna otra muestra de escritura.

– Vendrá alguien del laboratorio para tomar más fotos -dijo Darby cuando hubo terminado-. Tal vez tenga que volver a desatarla.

– Mientras esté sedada no hay problema. Quería preguntárselo antes. ¿Sabe por qué no la atacó a usted?

– Creo que le recordé a alguien. -Darby sacó una de sus tarjetas y escribió el número de teléfono de su casa. Se la entregó a la doctora-. Es mi número privado. Le agradecería que me llamara en cuanto despierte, sea la hora que sea. También dejaré el móvil conectado.

– Cuando encuentre a la persona que le ha hecho esto -dijo la doctora-, espero que tenga la sensatez de retorcerle los huevos a ese hijo de puta.

Capítulo 15

Darby se encargó de todo el papeleo para Mary Beth. Cuando salieron de la UCI, Darby conectó el móvil y comprobó si tenía algún mensaje. Había uno de Sheila, pidiéndole que llamara. Pudo notar en el tono de voz de su madre que estaba preocupada. El segundo mensaje era de Banville.

La batería del móvil estaba prácticamente agotada. Darby encontró una cabina junto a un par de máquinas expendedoras. Al otro lado del pasillo estaba la sala de espera de la UCI, una zona de dimensiones reducidas provista de rígidas sillas de plástico y de revistas arrugadas del sudor. Un hombre con un rosario en las manos observaba el suelo mientras una mujer sollozaba en un rincón, bajo un televisor que emitía un reportaje sobre la guerra de Iraq.

Cuando Banville atendió la llamada, Darby lo puso al día de los últimos acontecimientos.

– Convengo contigo en que las letras suenan a indicaciones -dijo Banville cuando ella hubo terminado de hablar-. Me pregunto cómo encajan los números.

– Podría tratarse de alguna clase de código.

– Y la única persona capaz de descifrarlo sigue sedada.

– Le he pedido a la doctora que me llame en cuanto despierte. Quiero estar presente cuando la interrogues.

– Me parece buena idea. Podría ayudar a que mantenga la calma. Esperemos que despierte pronto.

– Me han dicho que he salido en las noticias.

– Un reportero te filmó cuando te metiste debajo del porche con Jane Doe -dijo Banville-. Apuesto a que nuestro hombre se está poniendo muy nervioso.

– ¿Cómo lo lleva la madre?

– Pues más o menos igual que cualquier otra madre en su misma situación -dijo Banville-. La policía de Lynn fue a la última dirección que se le conoce a Little Baby Cool. Ya no vive allí y, atenta al dato, se le olvidó comunicárselo a su agente de la condicional. Les hablaré de la huella que encontramos.

– Precisamente de eso quería hablarte -dijo Darby, y emprendió la tarea de argumentar los motivos por los que era aconsejable contratar los servicios de un consultor externo.

– Lo tendré en cuenta -dijo Banville.

– La última recogida de FedEx es a las siete. Emmerich dijo que se pondría a trabajar a primera hora de la mañana.

– Es mucho dinero para algo que no sabemos si tendrá resultados.

– ¿Qué querría Carol que hicieras?

– No me había percatado de que trataras con tanta familiaridad a la víctima -dijo Banville-. Seguiremos en contacto.

Darby oyó el zumbido de la línea. Colgó el teléfono con las mejillas enrojecidas. Su atención volvió a posarse en el hombre del rosario.

En un fogonazo se vio a sí misma, con catorce años y un rosario en la mano, mientras recorría la gastada moqueta esperando a que su madre saliera de la UCI donde estaba hablando con el cirujano. Su padre se pondría bien. Big Red había salido de muchas antes; también saldría de ésta. Dios siempre protege a los buenos.

Ahora, a los treinta y siete años, ya no se lo creía.

Darby pensó en su madre, marchitándose en casa, y sintió una desazón fría y vacía agujereándole el pecho mientras se dirigía a los ascensores.

Capítulo 16

Daniel Boyle pasaba las cuentas del rosario entre los dedos mientras veía cómo la investigadora forense, la atractiva pelirroja que había ayudado a Rachel Swanson a salir de debajo del porche, desaparecía al doblar la esquina. Él se había cambiado de asiento cuando ella se puso al teléfono. Había oído buena parte de la conversación y se sintió aliviado al comprobar que la policía había encontrado la huella de la bota que había dejado en el suelo de la cocina.

Cuando la sangre del pasillo fuera procesada en el sistema CODIS, darían con el nombre de Earl Slavick. El FBI buscaba a Slavick por una serie de desapariciones de mujeres que habían empezado en Colorado.

El FBI ignoraba que Slavick residía actualmente en Lewiston, New Hampshire. Cuando Boyle decidió guiar los pasos de la policía hasta la casa de Slavick, sabía que éstos encontrarían unas botas Ryzer, del número cuarenta y seis, en el armario del despacho de Slavick, junto con algunas pruebas más que lo relacionaban con las desapariciones de varias mujeres de Nueva Inglaterra.

No obstante, a Boyle le preocupaba el tema de la escritura del brazo de Rachel. Él tenía una idea del significado de aquellos números y letras, pero sabía que la policía no lograría desentrañarlo a menos que Rachel despertara y empezara a hablar.

Boyle sabía que Rachel ya se había despertado una vez y que había atacado a una enfermera. Si volvía a despertarse, si conseguían estabilizarla durante el tiempo suficiente para introducir en su cuerpo medicamentos antipsicóticos, podría explicar a la policía lo que le había pasado a ella y al resto de mujeres del sótano.

Boyle aún se preguntaba cómo había escapado Rachel. Los dos pares de esposas eran buenos y firmes, y seguía amordazada cuando él se fue a buscar a Carol. Y Rachel estaba enferma. No podía ir a ninguna parte.

Cuando regresó, las puertas de la furgoneta estaban abiertas. La mordaza y las esposas, tiradas en el suelo.

Nadie había escapado nunca antes.

Boyle sujetó el rosario con más fuerza. Una vez más había subestimado a Rachel, había olvidado lo ingeniosa que podía ser aquella zorra, un rasgo que, ironías del destino, era de los que le resultaban más atractivos de ella. Rachel le recordaba tanto a su madre…

Hacía algo más de dos semanas Rachel había fingido estar enferma, se había negado a comer durante días, y cuando él entró en su celda para ver cómo estaba, ella le atacó y le partió la nariz. El cayó al suelo y ella le pateó hasta dejarlo inconsciente.

Las llaves que ella le quitó del bolsillo no conseguían abrir el candado de la puerta del sótano. Esas llaves estaban en su despacho. Y fue allí donde la encontró, enfrascada en poner el lugar patas arriba, en busca del otro juego de llaves y, tal vez, también de su móvil. Quizá Rachel hubiera encontrado las llaves de las esposas. Él no había advertido su desaparición. Bastante tuvo con limpiar el desorden que ella había organizado.

Debería haberla dejado en su celda. Debería haber seguido su idea original: ir a Belham solo, capturar a Carol, y luego, después de volver a casa, habría salido de nuevo para enterrar a Rachel.

En su lugar se había dejado llevar por la idea de enterrar a Rachel cerca del lugar donde yacía su madre, en el bosque de Belham, alrededor del estanque de Salmón Brook. No había estado por allí desde hacía años; hacía tanto tiempo que, de hecho, había olvidado el lugar exacto donde estaba enterrada.

Boyle había trazado mapas de sus tumbas, pero no encontró el que mostraba dónde yacían los restos de su madre. Nunca había tenido un gran sentido de la orientación, así que dependía de su memoria. Había tardado casi cuatro horas en localizar el lugar, y luego otra hora para cavar. Al marcharse del bosque, la idea de enterrar a Rachel al lado de su madre llevaba días consumiéndolo. No podía zafarse de ella. Y ahora, por haber antepuesto el deseo a la disciplina, Rachel estaba ingresada en una habitación del hospital Mass General.

Se abrieron las puertas de la UCI y de ellas salió una mujer increíble, con una melena negra que le caía hasta los hombros y ojos castaños. Joven, de rostro perfecto y piel sin mácula. Llevaba unos tejanos ajustados y modernos, zapatos negros de tacón alto y una camiseta que dejaba al descubierto parte de la piel de su barriga, plana y suave. Boyle se dijo que debía de rondar los veintitantos. La joven entró en la sala de espera y cogió una caja de pañuelos de papel. La caja estaba vacía. La tiró a la basura. Todos los hombres de la sala de espera la observaban.

La mujer era consciente de la admiración que despertaba. En lugar de sentarse, se abrochó el abrigo y se volvió, dándoles la espalda. Era algo que la madre de Boyle solía hacer cuando pillaba a un hombre que no le gustaba babeando por ella. Si eran atractivos, les concedía toda su atención. Si eran ricos, les entregaba su cuerpo.

La joven se cruzó de brazos y mantuvo la mirada fija en las puertas de la UCI. Esperaba a alguien. No a su marido: no llevaba anillo. Quizás estuviera esperando a su novio. No. El novio habría salido con ella.

Se la veía disgustada, sin duda, pero decidida a no llorar; no aquí, no delante de esta gente.

Boyle podría hacerla llorar. Y suplicar. Podría hacer que aquella fachada falsa y pija cayera como la piel de una serpiente.

Cogió la caja de pañuelos que tenía a su lado, se levantó y caminó hacia ella. Olió su perfume. Algunas mujeres no sabían llevarlo. Ella sí.

Boyle le tendió la caja. La mujer se dio la vuelta: su rostro expresaba malhumor. Suavizó un poco el gesto cuando vio que él iba vestido con traje y corbata, y con zapatos bonitos. Él llevaba un anillo de casado y un Rolex. Parecía un profesional seguro de sí mismo. Alguien en quien se podía confiar.

– No quería molestarla -dijo Boyle-. Sólo pensé que le hacían falta. Yo ya he terminado una caja entera.

Tras pensárselo un momento ella cogió un pañuelo y se secó con cuidado los rabillos de los ojos, procurando no estropear el maquillaje. No le dio las gracias.

– ¿Tiene a alguien allí dentro? -preguntó ella, señalando hacia la UCI.

– A mi madre -dijo Boyle.

– ¿Qué tiene?

– Cáncer.

– ¿De qué?

– De páncreas.

– Mi padre tiene cáncer de pulmón.

– Lo siento -dijo Boyle-. ¿Fumaba?

– Dos cajetillas al día. Voy a dejarlo. Lo juro por Dios. -Se santiguó para dar más énfasis a su decisión- Disculpe, antes no quise ser grosera. Es sólo que… ¡Es esta maldita espera! Estoy harta de esperar que mi padre… ya sabe, se marche. Quizá parezca frío, pero está sufriendo tanto… Y luego está el tema de las esperas. A los médicos les encanta hacerte esperar. Ahora mismo aguardo a que su alteza me conceda audiencia.

– Sé a lo que se refiere. Ojalá tuviera más familia en la que apoyarme, pero soy hijo único, y mi padre murió hace años.

– Estamos en el mismo barco. Mi padre es mi familia. Cuando se vaya… -hizo una inspiración profunda para calmarse-, estaré sola.

– ¿No está casada?

– No tengo marido, ni novio, ni madre, ni hijos. Estoy sola.

Boyle pensó en la celda vacía del sótano y se preguntó si alguien echaría de menos a esta mujer en caso de que desapareciera. Nunca había capturado a ninguna tan guapa. Tenía el peso justo. Las más obesas duraban más en el sótano. Las delgadas no duraban, a menos que fueran muy jóvenes, como Carol.

– ¿Vive por aquí? -dijo Boyle-. Se lo pregunto porque me parece haberla visto por el barrio. Yo vivo al otro lado de la calle, en Beacon Hill.

– Soy de Weston, pero vengo mucho a Boston. Tengo amigos que viven en el Hill. ¿Cómo se llama?

– John Smith. ¿Y usted?

– Jennifer Montgomery.

– ¿Su padre no será Ted Montgomery, el agente inmobiliario? Posee un montón de edificios en mi barrio.

– No, tiene una empresa de perfumes.

A Boyle le costaría poco averiguar su nombre y su dirección.

Se abrieron las puertas de la UCI. Un médico salió por ellas, buscó con la mirada a Jennifer Montgomery y se dirigió hacia ella.

– Buena suerte -dijo Boyle, y cruzó al interior de la UCI antes de que se cerraran las puertas.

Boyle escrutó rápidamente el lugar: las cámaras de seguridad que apuntaban al mostrador, el equipamiento médico de la esquina que controlaba a todos los pacientes de la UCI. Al final del pasillo vio al agente, sentado en una silla, delante de la habitación que ocupaba Rachel. No le preocupaban las cámaras de seguridad. Cambiaría de aspecto la próxima vez que fuera por allí.

La enfermera del mostrador lo miró.

– ¿Puedo hacer algo por usted?

– ¿Podría darme una caja de kleenex? Mi prima está muy alterada.

– Por supuesto.

Cuando la enfermera se dio la vuelta para coger la caja de pañuelos, Boyle memorizó los nombres que constaban en la hoja de visitantes. Tendría que encontrar la manera de firmar sin dejar huellas.

Boyle le dio las gracias por los pañuelos.

– ¿En qué habitación está el señor Montgomery? Me gustaría dejarle unos vídeos mañana.

– Está en la habitación veintidós. Asegúrese de que son vídeos, no disponemos de reproductores de DVD.

Boyle comprobó dónde estaba ingresado Montgomery; su habitación estaba a tres puertas de distancia de la de Rachel. Perfecto.

Boyle salió de la UCI y recorrió el pasillo. Arrojó la caja de pañuelos en una papelera.

Mientras esperaba el ascensor pensó en Jennifer Montgomery. Era joven. Un dato relevante. Las jóvenes podían aguantar. Las mujeres de cuarenta y cincuenta no duraban mucho. No le gustaba llevárselas a casa, pero tenía que raptar a mujeres de cualquier edad, raza, color y talla para despistar a la policía. Era importante que la selección de las víctimas no siguiera un perfil definido. Boyle había estudiado el trabajo policial. Había muchos libros sobre esos temas; además, estaba internet. La información podía hallarse en cualquier parte.

Boyle pensó entonces en la investigadora forense, la pelirroja. Nunca había secuestrado a ningún miembro de las fuerzas del orden. Ésta era, sin duda, una luchadora. Como Rachel.

La puerta del ascensor se abrió. Boyle se metió las manos en los bolsillos; sus dedos palparon los bordes de las bolsas de plástico que contenían los trapos con cloroformo. Siempre las llevaba encima, por si acaso decidía secuestrar a alguien de improviso; y siempre llevaba una bolsa en cada bolsillo desde aquella noche, años atrás, en que secuestró a una adolescente en casa de la amiga que lo había visto en el bosque…

Se paró. Aquel pelo rojo, aquellos relucientes ojos verdes… No, no podía tratarse de la misma persona.

Boyle desechó la idea. Tendría que esperar hasta que llegara a casa. Se concentró en imaginar todas las cosas maravillosas que podría hacer en el sótano con Jennifer Montgomery.

Capítulo 17

Darby aparcó detrás del coche patrulla que había estacionado frente a la casa de los Cranmore. Una extraña calma reinaba en la calle. Había esperado verla convertida en un circo de medios de comunicación.

– ¿Dónde están todos? -preguntó Darby al patrullero que estaba al volante.

– En el centro, en la conferencia de prensa. La madre también ha ido.

– Voy a echar un vistazo.

– Grite si necesita algo.

Durante la noche anterior y gran parte de la mañana había dedicado su tiempo a procesar la casa y el espacio de debajo del porche. Había examinado la zona exterior que rodeaba la construcción con una linterna y no había encontrado nada.

Sin embargo, mientras observaba el suelo y los arbustos, una parte de ella seguía albergando la secreta esperanza de hallar alguna prueba que les hubiera pasado por alto y que supusiera la clave del caso. Tras dos vueltas completas, lo único que había logrado a cambio de sus esfuerzos era embarrarse las botas y el dobladillo del pantalón.

De pie en la calzada, junto al coche del novio, dejó escapar un suspiro de frustración. La luz del crepúsculo teñía de un rojo oscuro e intenso las ventanillas y los charcos.

«De acuerdo, sabemos que llegaste a la calzada y que luego entraste en la casa. Lo más probable es que usaras una llave porque no había ninguna señal de que forzaras la puerta. Disparaste contra el novio, capturaste a Carol, y se produjo una breve pelea en la cocina. Aunque era tarde, y aunque llovía mucho y retumbaban los truenos, no podías arriesgarte a sacarla de casa si ella gritaba y se resistía porque podía atraer la atención de algún vecino, así que la dejaste inconsciente antes de salir. Te echaste a Carol encima del hombro: así tenías más libertad de movimientos y las manos libres. Corriste escalera abajo hacia la furgoneta. Utilizas una furgoneta porque así puedes transportar uno o más cuerpos sin problemas. Abriste las puertas de atrás y metiste a Carol dentro, al lado de Jane Doe…, sólo que ésta no estaba allí.»

Darby imaginó al secuestrador de Carol corriendo por la calzada, preso del pánico, abriéndose paso entre la cortina de lluvia mientras buscaba a Jane Doe.

¿Hasta dónde la había buscado? ¿Y durante cuánto tiempo? ¿Dio una vuelta en la furgoneta para ver si la encontraba? ¿Qué le llevó a desistir y volver a casa?

Otra idea la asaltó de pronto y la impulsó a sacar el cuaderno y el bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la camisa. ¿Y si hubiera permanecido por allí y hubiera visto cómo Jane Doe salía del porche? ¿Y si había seguido a la ambulancia? Anotó: recordar a Banville que debe incrementar el número de agentes para protección de Jane Doe.

Darby se preguntó por la reacción del intruso al enterarse de que Jane Doe había estado a sólo unos metros de distancia, escondida detrás de los cubos de basura que había bajo el porche.

¿Por qué estaba Jane Doe en la furgoneta?

Posible respuesta: él planeaba deshacerse de ella porque estaba enferma.

Pero ¿dónde iba a arrojar el cadáver?

No, no lo arrojaría en ninguna parte. Lo enterraría donde no pudieran encontrarlo. ¿El plan consistía en secuestrar a Carol en primer lugar y después enterrar a Jane Doe en algún sitio de Belham?

Demasiado arriesgado. ¿Y si Carol despertaba? Ahora que la tenía en su poder, querría llevarla a su casa.

Quizás hubiera cambiado de idea sobre enterrar a Jane Doe y tomar la decisión de secuestrar a Carol.

Darby se dirigió hacia el porche. La pequeña puerta blanca estaba sellada con cinta aislante. Apretó la frente contra la fría madera húmeda.

«Esta vez le engañé de verdad, Terry. Sabía lo que pensaba hacerme en cuanto me subió a la furgoneta y estaba preparada.»

Oyó el ruido de una portezuela de coche al cerrarse y vio a Dianne Cranmore andando por la calzada, con la foto enmarcada de su hija en una mano.

Dianne Cranmore aún no había cumplido los cuarenta, llevaba el pelo teñido de rubio y su cara, más bien redonda, presentaba un exceso de maquillaje. Le recordaba a las mujeres que había visto alguna vez en los mejores bares de Boston, mujeres de Chelsea y Southie que se esforzaban por parecer encantadoras y sofisticadas mientras iban a la caza del hombre que pudiera sacarlas de sus penosos empleos y de sus aún más penosas vidas.

La madre de Carol vio la identificación que Darby llevaba colgada del cuello.

– Usted pertenece al laboratorio forense -dijo ella.

– Sí.

– ¿Puedo hablar un minuto con usted? -La mujer tenía los ojos hinchados y enrojecidos de llorar.

El agente con quien Darby había hablado antes estaba ahora de pie en la calle.

– Señora Cranmore, ¿por qué no…?

– No pienso moverme de aquí -dijo la madre de Carol-. Quiero hacerle unas preguntas. Tengo derecho a saber qué está pasando… Y no vuelva a decirme que no. Estoy empezando a hartarme de la manera en que me dan largas.

– Está bien -dijo Darby dirigiéndose al agente-. ¿Por qué no nos concede un minuto?

El agente se ajustó la gorra y se alejó.

– Gracias -dijo la madre de Carol-. Por favor, cuénteme qué novedades hay en el caso de mi hija.

– Estamos llevando a cabo una concienzuda investigación.

– Lo que, en jerga policial, significa que no va a contarme una mierda. Mi hija ha desaparecido. Mi hija. ¿Eso no significa nada para ustedes?

– Señora Cranmore, estamos haciendo todo lo posible para encontrar…

– Por favor, por favor, por favor, no vuelva a empezar con esa cantinela. Llevo veinticuatro horas oyendo lo mismo. Todo el mundo está trabajando mucho, todo el mundo está siguiendo rastros… Sí, ya lo sé todo. He respondido a todas sus preguntas y ahora me toca a mí. Puede empezar por contarme qué sabe de la mujer que encontraron debajo del porche.

– Le sugiero que hable con el inspector Banville…

– ¿Y qué pasará cuando mi hija esté muerta? ¿Entonces alguien hablará conmigo?

A Dianne Cranmore se le quebró la voz. Apretó la foto de su hija contra su pecho.

– Entiendo cómo se siente -dijo Darby.

– ¿Tiene hijos?

– No.

– En ese caso, ¿cómo puede plantarse aquí y decirme que entiende lo que estoy pasando?

– Supongo que tiene razón -dijo Darby-. No puedo ponerme en su lugar.

– Cuando tienes hijos el amor que sientes por ellos es… Es más amor del que cabe en un corazón. Es como si fuera a explotarte en el pecho. Así es cómo una se siente. Y es mil veces peor cuando te preguntas si están heridos, si están pidiendo a gritos que vayas a ayudarlos. Pero usted no lo sabe. Para ustedes es sólo un trabajo. Cuando la encuentren muerta, todos volverán a sus casas. ¿Y yo qué? Dígame, ¿qué haré yo?

Darby no sabía qué decir, aunque tenía la sensación de que debía añadir algo.

– Lo siento.

La madre de Carol ya no la oyó. Había dado media vuelta y se había ido.

Capítulo 18

Tina, la enfermera que atendía a Sheila, estaba ocupada preparando una bandeja con comida cuando Darby entró en la cocina de su madre.

– ¿Cómo está?

– Ha tenido un buen día. Muchas amigas llamaron para decirle que te habían visto por la tele. Yo también lo vi. Entrar bajo aquel porche fue un acto de gran valor.

Darby recordó el día en que su madre le dio la noticia del diagnóstico, el modo en que Sheila la sostuvo, con brazos firmes y recios como acero, mientras Darby se desmoronaba.

El médico había detectado el tumor en un chequeo rutinario. El cirujano de Boston extirpó un buen pedazo del cáncer de piel de su brazo, así como numerosos nodulos linfáticos. Pero no pudo alcanzar el melanoma que ya se le había instalado en los pulmones.

Sheila había rechazado la quimioterapia porque sabía que no le serviría de nada. Dos tratamientos experimentales habían fracasado. Ahora sólo era una cuestión de tiempo.

Darby soltó la mochila sobre una silla de la cocina. Amontonadas junto a la puerta trasera había dos cajas de cartón llenas de ropa doblada con cuidado. Distinguió un suéter rosa de cachemira. Darby se lo había regalado a su madre la Navidad pasada.

Darby sacó el suéter y se vio asaltada por el recuerdo de su madre, inmóvil ante el armario de Big Red. Era un mes después del funeral. Sheila, conteniendo las lágrimas, había palpado una de las camisas de franela y luego había retirado la mano, como si algo la hubiera mordido.

– Tu madre ha estado haciendo limpieza de armarios -dijo la enfermera-. Me pidió que dejara esto en St. Pius de camino a casa. Para sus obras benéficas.

Darby asintió. Sabía que empaquetar la ropa era la manera que tenía su madre de ayudarla a sobreponerse a su dolor.

– Yo los llevaré -dijo Darby.

– ¿Estás segura? No me importa hacerlo.

– Paso por delante de St. Pius de camino al trabajo.

– Antes de dejar la ropa no estaría mal que revisaras los bolsillos. He encontrado esto.

La enfermera tendió a Darby la foto de una mujer pálida y pecosa, de pelo rubio y bonitos ojos azules, tomada en lo que parecía ser una merienda campestre.

Darby no tenía ni idea de quién era. Dejó la foto sobre la bandeja de su madre.

– Gracias, Tina.

Sheila estaba sentada en la cama, leyendo la última novela de misterio de John Connolly. Darby dio las gracias mentalmente a la luz suave que daban las lamparitas; hacía que la cara de su madre pareciera menos demacrada, menos enferma. El resto de su cuerpo estaba oculto bajo las mantas.

Darby colocó la bandeja en el regazo de su madre, con cuidado de no tocar la vía que le suministraba morfina.

– Me han dicho que has pasado un buen día.

Sheila cogió la foto.

– ¿Dónde la has encontrado?

– La encontró Tina en el bolsillo trasero de unos tejanos que dejaste para donar. ¿Quién es?

– Es Regina, la hija de Cindy Greenleaf -dijo Sheila-. Regina y tú solíais jugar juntas de pequeñas. Creo que tenías unos cinco años cuando se mudaron a Minnesota. Cindy me felicita cada año por Navidad con fotos de Regina.

Sheila tiró la foto a la papelera y posó la mirada en la pared de detrás del televisor.

Después de saber el diagnóstico, Sheila había cogido todas las fotos de la planta baja y algunas más de los álbumes, las había hecho enmarcar y las había colgado justo en esa pared, para poder verlas desde la cama.

Aquellas fotos hicieron que Darby recordara la pared que había frente al cuarto de Carol Cranmore. Darby pensó entonces en la madre de Carol, en sus palabras: tener hijos implicaba más amor del que tu corazón podía resistir. Darby siempre había oído que el amor hacia un hijo era absoluto e inquebrantable; te poseía hasta la tumba.

– La mujer que encontrasteis debajo del porche parece haber pasado hambre -dijo Sheila.

– Si la vieras de cerca, te asustarías. Tenía cicatrices y cortes por todo el cuerpo, además de llagas.

– ¿Qué le pasó?

– No lo sé. Aún no sabemos quién es o de dónde ha salido. Está ingresada en el Mass General. Ahora mismo sigue sedada.

– ¿Te han dado un diagnóstico?

– Tiene sepsis.

Darby le contó a su madre la conversación mantenida con la doctora de Jane Doe y lo que había sucedido en el hospital.

– La tasa de supervivencia de la sepsis depende de varios aspectos: el estado general de salud del paciente, la eficacia de los antibióticos contra la infección y el sistema inmunológico del enfermo -dijo Sheila-. Con lo que me has dicho sobre la baja presión sanguínea de Jane Doe, y sobre el funcionamiento de algunos de sus órganos, diría que es probable que sufra un shock séptico. La doctora tiene ante sí un reto peliagudo, intentando tratar la sepsis mientras la mantiene sedada.

– Así que el pronóstico no es muy favorable.

– Me temo que no.

– Espero que consiga despertar. Podría saber dónde está Carol… La adolescente desaparecida: Carol Cranmore.

– Lo he visto en las noticias. ¿Alguna pista?

– La verdad es que no muchas. Con un poco de suerte daremos pronto con algo.

Suerte… Darby sabía que no podía confiarse en eso, y notaba que sus nervios estaban a punto de ceder ante la presión.

Se sentó en la vieja butaca reclinable de su padre. La habían subido de la planta baja y colocado junto a la cama de Sheila para que ella pudiera dormir allí.

Al principio Darby había querido pasar las noches con ella por si despertaba y necesitaba algo. Ahora quería hacerlo para poder abrazar a su madre cuando llegara el momento de la despedida.

– Me he encontrado con la madre de Carol hace una hora -dijo Darby-. Hablar con ella, ver por lo que está pasando, me hizo pensar en la madre de Melanie. ¿Te acuerdas de la primera Navidad después de la desaparición de Mel? Tú y yo íbamos en coche, de camino al centro comercial o algo así, y vimos a los padres de Mel, en la calle, ateridos de frío, clavando una foto de Mel a un poste telefónico de East Dunstable Road.

Sheila asintió; su pálido rostro se contrajo ante el recuerdo.

– Toda la ciudad sabía lo de Victor Grady, y a pesar de eso los padres de Mel estaban allí, muertos de frío, negándose a abandonar las esperanzas… o a aceptar la verdad -dijo Darby-. Te pedí que pararas el coche, pero tú no lo hiciste.

– No quería que sufrieras más. Ya habías sufrido bastante.

Darby recordó haber mirado por el espejo retrovisor: la señora Cruz se protegía contra una ráfaga de aire y cogía con fuerza las fotos de Mel para evitar que salieran volando. La madre de Melanie fue disminuyendo de tamaño a ojos vista hasta desaparecer. En ese momento, Darby habría querido apearse del coche e ir a ayudarlos.

¿El amor de Helena Cruz por su hija seguía siendo tan intenso ahora, dos décadas después? ¿O había aprendido cómo sofocarlo, convertirlo en algo menos afilado, más fácil de sobrellevar?

– No podías hacer nada por ayudarlos -dijo Sheila.

– Lo sé. Sé que me culpaban de lo que le pasó a Mel… Supongo que aún lo hacen.

– Lo que le pasó a Melanie no fue culpa tuya.

Darby asintió.

– Ver la mirada de los ojos de la madre de Carol… Me desespera no poder ayudarla.

– La estás ayudando.

– No parece que estemos haciendo lo suficiente.

– Eso siempre es así -dijo Sheila.

Capítulo 19

Daniel Boyle abrió la puerta del sótano y rodeó el escritorio, pasando por delante de las pantallas de ordenador y de los maniquís vestidos con los trajes que él se ponía. Lo que andaba buscando estaba en la habitación contigua. Sacó las llaves y abrió el archivador. Las carpetas estaban dispuestas en orden cronológico, empezando con los proyectos más recientes para que pudiera acceder a ellos con facilidad. Los más antiguos estaban en el cajón inferior. El archivo marcado con el nombre de BELHAM era de los últimos.

Una nube de polvo se levantó de la carpeta mientras pasaba los recortes amarillentos sobre Victor Grady. Detrás encontró el montón de fotos, sujeto con una goma elástica.

Las fotos habían perdido color, pero la cara de Melanie Cruz se apreciaba con claridad. Se hallaba detrás de las barras de la bodega. Las otras cinco fotos mostraban lo que le había hecho. Boyle contempló las imágenes y empezó a excitarse.

Había sacado otras fotos: las del cadáver de Melanie Cruz en el bosque de Belham. Dichas instantáneas, junto con un mapa del lugar donde la había enterrado, habían sido pasto de las llamas. Boyle recordaba cómo había prendido el fuego, pero no conseguía recordar dónde había enterrado a Melanie Cruz y a las demás mujeres.

Entonces cogió el montón de fotos correspondientes a una adolescente pelirroja de preciosos ojos verdes. Las liberó de la goma elástica y se concentró en la primera foto. La adolescente se llamaba Darby McCormick y tenía un gran parecido con la investigadora del laboratorio forense que había visto en el hospital.

¿Eran la misma persona?

Boyle sacó el móvil y marcó el teléfono de información para pedir el número del Laboratorio Criminalístico de Boston. La operadora le pasó. Menos de un minuto después oía una grabación de voz automatizada que le informaba de cómo ponerse en contacto con algún miembro del laboratorio. Había dos opciones: marcar la extensión de esa persona, o introducir las cuatro primeras letras de su apellido.

Marcó las letras mientras miraba las fotos de una mujer obesa llamada Samantha Kent. Boyle recordaba cómo se había negado a comer. Cómo se había debilitado hasta caer enferma. Cómo la había llevado hasta el bosque de Belham para estrangularla y había sido interrumpido por Darby McCormick y sus dos amigas: Melanie Cruz y la otra chica que luego había apuñalado en el salón. Menudo lío. Intentaba recordar el nombre de la chica rubia cuando saltó el contestador.

– Ha contactado con el despacho de Darby McCormick. En este momento no puedo atenderle…

Boyle colgó el aparato y se apoyó en la pared.

Capítulo 20

Boyle contempló la pared atestada de fotos de las mujeres a las que había dado caza a lo largo de los años. A veces se pasaba horas allí sentado, mirando sus caras y recordando lo que les había hecho a cada una de ellas. Era una buena forma de pasar el rato.

En la esquina inferior había una vieja foto de Alicia Cross. Vivía dos calles más arriba, al otro lado del bosque de detrás de su casa. Iba en bicicleta por un tramo largo de una carretera desierta cuando él se le acercó. Boyle contó a la niña de doce años que su madre le había enviado a buscarla para llevarla al hospital porque el padre de Alicia había sufrido un grave accidente de coche. Alicia estaba tan disgustada que dejó la bici en la carretera y montó en su coche.

Estaba demasiado aterrada para luchar; era demasiado pequeña para luchar. Boyle tenía dieciséis años y era fuerte.

Durante toda una semana -la segunda del mes de vacaciones que su madre pasó en París- la policía y equipos de voluntarios peinaron los bosques y los barrios colindantes. Boyle los observaba desde la ventana del dormitorio. Durante tres días, los grupos de búsqueda registraron los bosques que rodeaban su casa. Recordaba las largas tardes de verano que pasó junto a la ventana, masturbándose mientras escuchaba los gritos de la madre de Alicia llamando a su hija una y otra vez.

Por la noche bajaba a la bodega y liberaba a Alicia de sus ataduras. A veces la perseguía por todo el sótano. Había muchos lugares donde esconderse.

Aunque todo eso fue divertido, no podía compararse con la cegadora y caliente excitación que sintió al estrangularla.

La noche del asesinato no pudo conciliar el sueño. Estrangular a Alicia había sido magnífico, pero no había resultado tan emocionante como ver el miedo en sus ojos, la mirada puesta en el rosario que estaba en el suelo mientras intentaba zafarse de la cuerda que le rodeaba la garganta.

Boyle experimentó una intensa sensación de poder: no era el poder de matar, no, eso era demasiado fácil. Lo que tenía en sus manos era el poder de alterar los destinos ajenos. Podía cambiar la forma del mundo a su antojo. En sus manos poseía el poder de Dios.

A primera hora de la mañana, cuando aún no había amanecido, Boyle se dirigió al bosque con una pala. Cuando volvió a buscar el cuerpo se encontró con su madre en la cocina. Había vuelto de su viaje a París antes de lo previsto. No le dijo los motivos de su regreso, ni preguntó por qué estaba tan sucio ni por qué sudaba. Le hizo subir las maletas y las bolsas al dormitorio y dedicó el resto del día a dormir.

Aquella noche arrojó el cadáver de Alicia a la tumba. De pie junto al hoyo, Boyle se vio asaltado por una extraña sensación de tristeza. No debería haberla asesinado. Debería haberse limitado a estrangularla hasta que perdiera el conocimiento. Así, cuando despertara, podría haber repetido la acción una y otra vez, tantas como le hubiera apetecido.

Boyle oyó el ruido de una rama quebrarse a su espalda. Se volvió y vio a su madre; la luna iluminaba claramente su rostro. No parecía enojada, ni triste, ni decepcionada. Su cara no mostraba expresión alguna.

– Entiérrala enseguida -fue lo único que dijo.

Durante el largo camino a casa ella no le dirigió la palabra. El no dejó de preguntarse qué pasaría. Dos años antes, cuando lo pilló estrangulando a un gato, lo envió a su cuarto. Esperó a que se durmiera y luego entró y le azotó con un cinturón. Aún tenía las marcas de la hebilla para probarlo.

Su madre cerró la puerta principal.

– ¿La has tenido en casa?

Él asintió.

– Enséñamelo.

Lo hizo. El rosario de Alicia estaba en el suelo. Debía de habérsele caído del bolsillo.

– Recógelo -ordenó su madre.

Él obedeció. Cuando se incorporó, su madre lo había encerrado en el sótano.

Durante las dos semanas de confinamiento tuvo que usar el mismo cubo que había utilizado Alicia para hacer sus necesidades fisiológicas. Durmió sobre el frío suelo de cemento. Su madre no bajó a verlo. No le llevó comida.

Atrapado en la fría oscuridad que nunca se mitigaba, Boyle no lloró ni pidió ayuda a su madre. Usó el tiempo de forma constructiva, pensando en lo que haría a continuación.

Tenía algunos planes maravillosos para su madre.

Un día unas voces lo despertaron. En el cuarto contiguo había un respiradero por donde pudo oír a su madre hablando con alguien en el piso de arriba: la policía. Su madre había llamado a la policía. Lo invadió el pánico, pero fue sólo un instante: se calmó al oír la voz de su abuela.

– No puedes dejarlo allí para siempre -decía Ophelia Boyle.

– Bien -dijo su madre-. Pues llévatelo a casa contigo. He pensado que le iría bien pasar una temporada con su padre. ¿Quieres que lleve a Daniel al club o que pasemos por su despacho?

A Boyle le habían dicho que su padre había muerto en un accidente de coche antes de que él naciera.

– No es la primera vez que Daniel hace algo así -dijo su madre-. Ya te conté lo de los animales que desaparecieron por aquí el verano pasado… Y no olvidemos aquella vez en que Marsha Erickson lo pilló atisbando por la ventana del cuarto de su hija en plena noche.

Boyle pensó en su primo, Richard Fowler. Richard era amigo de Marsha. Había estado en casa de ésta varias veces, le había robado dinero y ropa interior de encaje. Había sido Richard quien había echado los somníferos en la cerveza de Marsha. Cuando ella se durmió, Richard llamó a Boyle y ambos pasaron un buen rato jugando con Marsha en su dormitorio. Sus padres estaban de viaje aquel fin de semana.

Después de aquel fin de semana, Boyle se despertó muchas veces a medianoche, sumido en los recuerdos del rato pasado con Marsha. En varias ocasiones se aventuró a salir: se apostaba frente a la ventana de su cuarto y la veía dormir, mientras imaginaba todas las cosas maravillosas que podría hacerle, sólo que esta vez ella estaría consciente. Era más emocionante cuando oponían resistencia. Pensó en la prostituta que Richard había asfixiado en el asiento trasero del coche. Aquélla no se había encomendado a Dios, ni había rogado por su vida; luchó con todas sus fuerzas y habría podido herir gravemente a Richard si Boyle no hubiera intervenido con aquella roca.

La voz de su abuela sacó a Boyle de su ensimismamiento.

– Daniel es problema tuyo, Cassandra. Eres tú quien tiene que decidir…

– Quiero que se vaya.

– Tuviste tu oportunidad -dijo la abuela-. Te hablé del médico suizo que nos habría librado de ese bastardo con una sencilla operación, pero tú te negaste en redondo porque querías chantajear…

– Lo que quería, madre, es que me protegieras. Papá se metió en mi cama, me puso las manos entre las…

– Ya me has castigado bastante, Cassandra, y no me negarás que le has sacado provecho a la situación. He atendido todas tus demandas. Te construí esta casa nueva, la llené con todo lo que pediste. Te he comprado coches caros… Te he concedido todos los caprichos, sin contar con la generosa suma de dinero que me exigiste. Ahora has dilapidado el dinero. Bien, pues no pienso darte más.

– Y tú pareces empeñada en olvidar que fue papá quien me dejó embarazada -dijo su madre-. Esa… cosa de ahí abajo es tu hijo, no el mío.

– Cassandra…

– Líbrate de él -dijo su madre-. O lo haré yo.

Días más tarde, su abuela abrió la puerta. Le dijo que se duchara y que se pusiera su mejor traje. Él lo hizo. Le dijo que subiera al coche. Lo hizo. Cuatro horas después, cuando ella aparcó delante de una academia militar especializada en tratar lo que llamaban «chicos problemáticos», le dijo que no llamara a casa con ningún pretexto. Su abuela correría con todos los gastos. Le dio un número privado para que llamara.

Boyle nunca lo usó. La única persona con la que habló fue la única con quien quería hablar: su primo Richard.

Durante los dos años en la Academia Mount Silver de Vermont, Boyle aprendió disciplina. Cuando se graduó, se alistó en el ejército. Fue allí donde aprendió a anteponer los planes y la organización al ansia secreta que ardía en su mente como una supernova. Tenía que aplicar aquella disciplina a la nueva situación.

A sus cuarenta y ocho años, Daniel Boyle entró en el cuarto contiguo y contempló el resplandor verde que emanaba de las seis pantallas del estante. La celda de Rachel Swanson estaba a oscuras. Las otras cinco estaban ocupadas. Carol Cranmore parecía estar despertando.

Capítulo 21

Sonó el móvil de Boyle. Era Richard. Boyle oía de fondo el ruido del tráfico. Richard llamaba desde una cabina. Siempre llamaba desde una cabina. Siempre andaba con mucho tiento.

– He estado pensando en Rachel -dijo Richard-. ¿Todavía conservas el Cok Commander de Slavick?

– Sí.

– Bien. Ahora escucha: quiero que lleves a Carol de regreso a Belham.

– No.

– Tenemos que librarnos de ella, Danny.

– No quiero.

– Vas a devolver a Carol a Belham.

– No.

– La llevarás al bosque y le pegarás un tiro en la nuca… Y asegúrate de que dejas el cuerpo bien visible. Quiero que la encuentren enseguida.

– Quiero mantenerla aquí -dijo Boyle.

– Después de matarla, quiero que dejes la sangre de Slavick por su ropa y debajo de sus uñas. La policía creerá que plantó cara a su asesino. Investigarán y descubrirán que la sangre pertenece a Slavick. Encajará con la sangre que dejaste en casa de Carol.

– Juguemos un poco con Carol. Ya sabes cómo se ponen las chicas cuando ven el sótano por primera vez.

– No podemos arriesgarnos. El sótano puede dejar demasiadas pruebas. No queremos que la policía encuentre nada que la relacione con Rachel.

– ¿Qué vamos a hacer con ella?

– Aún le estoy dando vueltas.

– Está en el Mass General. Sé cuál es su habitación.

– Hablaremos de eso cuando llegue. Estaré ahí en un par de horas.

– Espera, tengo que contarte algo -dijo Boyle-. Es acerca de Victor Grady.

– ¿Grady? ¿Qué pinta Grady ahora?

– ¿Recuerdas los nombres de las tres chicas que me vieron con Samantha Kent?

– Sé que dos están muertas.

– Me refiero a la pelirroja, Darby McCormick.

Richard no contestó.

– Es la adolescente que se dejó la mochila en el bosque -dijo Boyle-. Tú entraste en su casa y ella te fracturó el brazo con el martillo…

– Sé quién es.

– ¿Sabes que es investigadora forense del Laboratorio Criminalístico de Boston?

Richard no contestó.

– Está trabajando en el caso de Carol Cranmore -dijo Boyle.

– El caso Grady está cerrado.

– No me gusta la idea de que ande husmeando.

– Olvídate de Grady. Es un punto muerto. Prepara a Carol.

– Dejémosla aquí sólo por esta noche. Dame sólo una noche…

– Hazlo -dijo Richard, y colgó.

Boyle sólo necesitó un momento para organizarse.

Guardó el Colt Commander en la pistolera que llevaba bajo el chaleco. Dejó el silenciador y la munición en el bolsillo derecho del chaleco para tenerlos a mano. Tomó nota mental de hacerle un corte a Carol y recoger un poco de su sangre. Quería ponerla en casa de Slavick. Sería pan comido. Boyle disponía de un juego de llaves, tanto de la casa de Slavick como de su cobertizo.

Boyle estaba a punto de cerrar con llave el archivador cuando abrió el cajón y sacó la vieja máscara confeccionada con vendajes cosidos. Hacía años que no se la ponía. Sonriendo, Boyle se colocó la máscara en la cabeza y cogió la cuerda de la pared.

Capítulo 22

Carol Cranmore estaba sentada en la cama, cubierta con una manta de lana áspera que le provocaba escozor en la piel. No sabía cuánto tiempo llevaba despierta. Sabía que ya no llevaba puesta la camiseta de Tony. La ropa que vestía -leotardos ajustados y una camiseta ancha- olía a suavizante.

No recordaba haber sido desnudada. El único recuerdo que volvía una y otra vez a su mente era el de un extraño tapándole la boca con un trapo maloliente.

Carol se mesó los cabellos. «Esto no debería estar pasándome. Hoy debía estar en el colegio, había planeado comer con Tony y luego ir con Kari al centro comercial porque Abercrombie & Fitch está de rebajas y he ahorrado mucho dinero de los canguros porque soy buena persona no debería estar aquí oh Dios por qué me está pasando esto…»

El pánico parecía una ola monstruosa que se cernía sobre ella. Carol tomó aire, y el miedo y el terror entraron en ella, le subieron por la garganta, y salieron en forma de gritos que llenaron la oscura habitación: gritó hasta que la garganta se le quedó seca, gritó hasta que no le quedó nada.

La oscuridad no se desvaneció.

Carol cerró los ojos y le rezó a Dios; rezó con todas sus fuerzas. Abrió los ojos. La oscuridad seguía allí. Tenía que hacer pis. ¿Había algún retrete escondido en algún rincón de ese lóbrego cuartucho?

Carol bajó las piernas de la cama y su pie rozó algo que tenía un borde duro. Se agachó, recorrió la silueta del objeto con las manos. Era una bandeja que contenía un sandwich envuelto y una lata de soda. Quien la hubiera llevado hasta allí no sólo la había vestido antes de acostarla, sino que se había tomado la molestia de arroparla con una manta para asegurarse de que no pasaba frío, y le había dejado comida.

Carol se secó las lágrimas de la cara. Quitó el envoltorio y dio un mordisco al sándwich. Mantequilla de cacahuete y gelatina. Se lo tragó con ayuda de un trago de soda. Era Mountain Dew, su preferida.

Mientras comía, Carol se preguntó por un instante si el secuestrador podía ser su padre. No lo había visto nunca; ni siquiera sabía su nombre. Su madre se refería al hombre llamándolo «el donante», nada más.

Si su padre la había raptado -como sucedía tantas veces, según había visto en las noticias-, no la encerraría en una sala sin luz. No, no era su padre quien la había llevado allí. Era otra persona.

Carol apuró la Mountain Dew, preguntándose si habría algún interruptor en la pared.

A su espalda, la pared tenía la misma textura áspera del suelo, como si fuera papel de lija. Hormigón, seguramente. Pasó las manos por la pared situada junto a su cama y no consiguió encontrar un interruptor. Pero eso no significaba que no hubiera uno.

Carol recobró la calma. Bien, ahí estaba el final de la cama. Había dos opciones: derecha o izquierda. Decidió ir hacia la izquierda y empezó a mover las manos por la pared, contando los pasos mientras buscaba un interruptor. Al llegar a dieciocho se topó con el final de la pared. La única dirección posible era hacia la izquierda.

Nueve pasos; su barbilla dio con algo duro. Se agachó y notó una superficie fresca y lisa. Siguió pasando sus manos por la zona curvilínea, notó agua y supo de qué se trataba: un retrete. Bien. Quería hacer pis, pero eso podía esperar. Era mejor seguir explorando.

A los diez pasos se topó con un lavamanos.

Ocho pasos más y sus manos chocaron con los mandos de una ducha. Giró el grifo con cuidado, oyó cómo el agua recorría la tubería y notó cómo le mojaba la cabeza y la cara. Estaba encerrada en un cuarto pequeño y frío, provisto de una cama, un retrete, un lavamanos y una ducha.

Tenía que haber algún interruptor cerca. Su secuestrador no pretendería tenerla sumida en la oscuridad a todas horas, ¿no? «Por favor, Dios, por favor, que encuentre un interruptor.»

Dio seis pasos y llegó al final de la pared. Diez pasos más. La pared giraba a la izquierda y Carol la siguió con las manos, contando: uno, dos, tres, cuatro… Espera: allí había algo duro, áspero y frío. Metálico. Siguió moviendo las manos por el metal, arriba, abajo, de un lado a otro.

Era una puerta, pero no se parecía a ninguna que ella hubiera visto nunca. Aquélla era muy ancha y estaba hecha de acero. No tenía pomo ni palanca. Tony sabría lo que era si estuviera allí. Cuando su padre no estaba borracho, era contratista de obras, y muy bueno…

Tony. ¿Lo habrían llevado también allí?

– ¿Tony? Tony, ¿dónde estás?

Carol permaneció inmóvil en la fría oscuridad, esforzándose por oír algo que no fuera el brutal latido de sus sienes.

Una voz gritó desde lejos; parecía amortiguada, como si viajara por debajo del agua.

Carol volvió a gritar el nombre de Tony, tan fuerte como pudo, y apoyó la oreja contra el metal frío. Alguien intentaba responderle. Había una persona allí, pero la voz estaba demasiado lejos.

Una idea fue abriéndose paso hacia la superficie de la mente de Carol, sorprendiéndola: era código Morse. Había leído al respecto en la clase de historia. No conocía el código Morse, pero sabía lo suficiente para comunicar algo con él.

Carol golpeó la puerta dos veces. Escuchó.

Nada.

«Vuelve a intentarlo.» Dos golpes más. «Escucha.»

Se oyeron dos golpes: la respuesta, débil pero clara.

Un panel interno de la puerta dejó entrever una luz tenue. Al otro lado, mirándola, había una cara cubierta de vendajes sucios. Los ojos estaban ocultos detrás de trozos de ropa negra.

Carol cayó de espaldas hacia la oscuridad y gritó al ver cómo la puerta se iba abriendo, lentamente.

Capítulo 23

Boyle estaba a punto de entrar en la celda de Carol, pistola en mano, cuando su madre le habló por primera vez en años.

«No tienes por qué matarla, Daniel. Puedo ayudarte.»

Boyle notaba su propio aliento, caliente y rancio, por debajo de la máscara. Carol estaba acurrucada debajo de la cama y le suplicaba que no le hiciera daño. El no quería perder a Carol: nunca quería desprenderse de ninguna; no después de tanto esfuerzo, de tantos planes trazados.

«Puedes quedarte con ella, Daniel. Puedes quedarte con todas.»

«¿Cómo?»

«¿Por qué iba a decírtelo? ¿Después de lo que me hicisteis Richard y tú cuando volviste a casa? Te guardé el secreto durante muchos años y ¿cómo me lo pagaste? Enterrándome viva en el bosque. Entonces te advertí que nunca te librarías de mí, y tenía razón. Has matado a todas esas mujeres que te recordaban a mí, pero sigo contigo. Siempre estaré a tu lado, Daniel. Quizá deje que venga la policía y se te lleve.»

«No me encontrarán. Todas las pistas conducen a Earl Slavick. Ya he grabado las fotos en su disco duro. He impreso los mapas desde su ordenador para que el FBI pueda conectarlos con él. Una sola llamada es suficiente para llevarles hasta la puerta de su casa.»

«Pero eso no resuelve el problema de Rachel, ¿no crees?»

«Rachel no sabe nada. No…»

«Ella consiguió entrar en tu despacho, ¿no te acuerdas? Registró el archivador. ¿Quién sabe lo que encontró allí?»

«Nunca me vio la cara. Y tengo la sangre de Slavick. Entré en su casa con la ayuda de una copia de sus llaves, lo dejé inconsciente con el trapo empapado en cloroformo mientras estaba en la cama y le saqué sangre, y arranqué las fibras de color tostado de la alfombra de su dormitorio…»

«Eres muy listo, Daniel, pero cometiste un error con Rachel. Ella fue más lista que tú, y cuando despierte, y sabes que lo hará, le contará a la policía todo lo que sabe, y ellos vendrán y te encerrarán para siempre. Pasarás el resto de tus días encerrado en una celda pequeña y oscura.»

«No permitiré que eso suceda. Antes prefiero suicidarme.»

«No tienes que matar a Carol, pero sí a Rachel. Hay que acabar con ella antes de que despierte. Sé cómo resolver el problema de Rachel. ¿Quieres que te lo diga?»

«Sí.»

«¿Sí, qué?»

«Sí, por favor. Por favor, ayúdame.»

«¿Harás lo que te diga?»

«Sí.»

«Cierra la puerta.»

Boyle obedeció.

«Vuelve al despacho.»

Boyle lo hizo.

«Siéntate. Buen chico. Voy a decirte lo que tienes que hacer…»

Boyle escuchó las instrucciones de su madre. No formuló ninguna pregunta porque sabía que ella tenía razón. Su madre siempre tenía razón.

Cuando ella hubo terminado, Boyle se puso de pie y recorrió la estancia, deteniéndose varias veces para mirar el teléfono. Quería llamar a Richard, pero éste le había dado órdenes estrictas de no llamarlo nunca al móvil. Aunque Boyle sabía que debía esperar a que llegara Richard para ponerlo en antecedentes del plan, la impaciencia lo consumía. Estaba demasiado nervioso. Tenía que hablar con Richard ya.

Boyle descolgó el teléfono y marcó el número del móvil de Richard. Éste no contestó. Boyle colgó y volvió a marcar de nuevo. Richard contestó al cuarto timbrazo. Estaba enfadado.

– Te he dicho mil veces que no llames a este número…

– Necesito hablar contigo -dijo Boyle-. Es importante.

– Luego te llamo.

La espera fue insoportable. Boyle esperó a que sonara el teléfono, sentado en la mecedora, sin dejar de moverse. La llamada se produjo veinte minutos más tarde.

– Podemos relacionar a Rachel con Slavick -dijo Boyle.

– ¿Cómo?

– Slavick es miembro de la Hermandad Aria. Cuando vivía en Arkansas, en la finca de la Mano del Señor, intentó secuestrar a una chica de dieciocho años pero fracasó. Si ella hubiera podido señalarlo en la rueda de reconocimiento habría ido a dar con sus huesos en la cárcel. También se entrenó en sus campos de tiro, trabajó en su tienda de armas. Y puso bombas en iglesias de barrios negros y sinagogas.

– No me estás diciendo nada que yo no sepa.

– Slavick está organizando su propio movimiento aquí, en New Hampshire -dijo Boyle-. He estado en sus instalaciones. Tiene el cobertizo lleno de bombas, y en el sótano hay un montón de explosivos plásticos de fabricación casera. Podemos usarlos para distraer la atención y llegar hasta Rachel.

– ¿Quieres hacer estallar una bomba en el hospital?

– La explosión de una bomba provoca un caos inmediato. La gente creerá que se trata de un ataque terrorista: revivirán el once de septiembre. Mientras todos huyen despavoridos, nadie nos prestará atención. Uno de nosotros puede entrar en la habitación de Rachel, introducirle aire en el catéter y provocarle un infarto instantáneo. Parecerá que ha muerto por causas naturales.

Richard no contestó. Bien, eso era señal de que se lo estaba pensando.

– La bomba en el hospital no sólo nos servirá para matar a Rachel, también atraerá antes al FBI -prosiguió Boyle-. Cuando se contraste el ADN de Slavick en el CODIS, el FBI se presentará allí con la velocidad del rayo para ocuparse del caso.

– En eso llevas razón. Si la identidad de Slavick salta a la prensa, los federales tendrán que enfrentarse a una pesadilla mediática. ¿Dónde está Slavick ahora? ¿En casa?

– Se ha ido a pasar el fin de semana a Vermont, para entrevistar a miembros potenciales del movimiento -respondió Boyle-. Lleva el GPS instalado en su Porsche. Puedo localizártelo en un instante si es lo que quieres.

– Si llevamos esto a cabo tienes que actuar con rapidez.

– Es hora de que me mueva de todos modos. He estado considerando la posibilidad de volver a California.

– No puedes volver a Los Ángeles. Aún te están buscando.

– Pensaba en La Jolla, en algún lugar del norte. Podríamos aprovechar la ocasión para librarnos de Darby McCormick. Hacer que parezca un accidente. Se me han ocurrido varias ideas.

– Hablaremos de ello cuando llegue.

– ¿Y qué hago con Carol? ¿Puedo quedarme con ella?

– Por el momento, pero no la saques de la celda. Aún no.

– Te espero -dijo Boyle-. Podemos jugar con ella juntos.

Capítulo 24

Darby había montado una especie de despacho en su antigua habitación. Había sustituido la cama por la mesa del estudio de su padre, que había colocado mirando hacia las dos ventanas que daban al patio delantero.

Antes de salir del trabajo fotocopió los informes de las pruebas y las fotos. Enganchó las fotos en el tablero que tenía delante de la mesa y luego se apoltronó en una silla, enfrascada en el archivo de pruebas.

Durante un rato percibió todos los sonidos: el tictac del reloj de su abuelo que estaba en la planta baja y el leve ronquido de su madre procedente de su dormitorio, al otro lado del pasillo. Luego se concentró en el informe.

Dos horas más tarde, con la cabeza embotada por la ingente cantidad de datos, miró el reloj: eran casi las once. Decidió tomarse un descanso y bajó a prepararse una taza de té.

Las cajas llenas de ropa seguían junto a la puerta. La visión del suéter rosa disparó un nuevo recuerdo: ella sola en casa, con quince años, durante el fin de semana que siguió al entierro de su padre, aspirando el aroma a puros que se desprendía de uno de sus chalecos.

Darby sacó el suéter de debajo de unos tejanos rotos y se sentó en el suelo. El zumbido de la nevera llenaba la cocina. Palpó la lana. Pronto eso sería lo único que le quedaría de su madre: su ropa, restos de perfume, recuerdos congelados en fotos.

Darby posó la mirada en el lugar donde había visto a Melanie rogando clemencia. Miró la pared, la capa de pintura que ocultaba la sangre de Stacey. Victor Grady estaba encerrado en estas paredes, ahora y para siempre, junto con los recuerdos de su padre. Darby no comprendía cómo Sheila podía seguir moviéndose por esas habitaciones un día tras otro, con esos dos fantasmas totalmente opuestos pero igual de poderosos flotando en el ambiente.

Pasó un coche a toda velocidad, la música de rap resonaba por los altavoces.

Darby se percató de que se había incorporado. Con manos temblorosas se agachó para recoger el suéter. Sudaba, pero no sabía por qué.

Era casi medianoche. Lo mejor sería dormir un poco. A primera hora de la mañana tenía previsto ir con Coop a casa de los Cranmore. Una nueva visita con ojos frescos y descansados podía proporcionarle algún dato que antes le hubiera pasado desapercibido.

Ya en el cuarto de su madre, Darby se tumbó en la butaca reclinable, fría al tacto. Cuando por fin la venció el sueño, soñó con una casa llena de laberintos y oscuros corredores, llena de estancias y de puertas que se abrían hacia abismos negros.


Carol Cranmore también soñaba.

Su madre estaba en la puerta de su cuarto y le decía que era hora de levantarse para ir al colegio. Carol aún veía la sonrisa en la cara de su madre cuando sus ojos se abrieron en la tenebrosa oscuridad. Notó la áspera manta que la cubría, y entonces recordó dónde estaba y qué le había sucedido.

La asaltó el pánico, pero, por extraño que pareciera, fue sólo un instante. Lo más raro era que seguía teniendo sueño. No se sentía tan fatigada desde el verano, concretamente desde la fiesta de cumpleaños de Stan Petrie, en Falmouth, que había durado todo un fin de semana. Se habían pasado toda la noche bebiendo y dedicaron el día a jugar al fútbol en la playa.

Carol volvió a preguntarse por la comida. ¿La habrían drogado? El sándwich le había dejado un sabor a tiza en la boca -ya sabía raro mientras lo comía- y un rato después, cuando el hombre de la máscara cerró la puerta, la invadió un cansancio terrible que la pilló por sorpresa. No podía estar cansada. El miedo debía mantenerla despierta, pero apenas podía mantener los ojos abiertos. Y se moría de ganas de mear. De nuevo.

Se arrastró desde debajo de la cama, se puso de pie y extendió la mano derecha para palpar la pared. Ahí estaba. ¿Cuántos pasos le faltaban hasta el final de la pared? ¿Ocho? ¿Diez? Se tambaleó, parpadeando. Así debían de sentirse los ciegos: los ojos abiertos ante una negrura sin fin.

Encontró el retrete y se sentó. Sin motivo aparente, vio la mesa de su cuarto, la fea vista de la calle y de los árboles, cuyas preciosas hojas se habían vuelto doradas, rojas y luego amarillas. Se preguntó qué hora sería, si era de día o de noche. ¿Seguiría lloviendo?

Tras tirar de la cadena Carol se sintió mejor. Despierta. Ahora tenía que lidiar con el miedo.

Era consciente de que debía trazar un plan. El hombre que la había llevado allí volvería a por ella. No podía enfrentarse a él con las manos desnudas. Quizás en aquel lugar hubiera algo que le resultara útil. ¡La cama! La cama estaba hecha a base de barras de acero. Tal vez podía intentar desmontarla, usar una de las barras para golpearlo en la cabeza y dejarlo inconsciente.

Carol se abrió paso en la oscuridad, pensando en la persona que estaba atrapada allí con ella. Rezaba para que fuera Tony. Tal vez estuviera despierto, deambulando por su cuarto, buscando algo con lo que defenderse…

Carol se golpeó la cabeza contra algo sólido y profirió un grito mientras retrocedía, tambaleándose, casi a punto de caer.

No era una pared. Definitivamente no: una superficie dura y plana le habría dado una sensación distinta. ¿Qué era? Tampoco podía tratarse del lavabo. Esto era nuevo y diferente. ¿Qué? Fuera lo que fuese, le obstaculizaba el paso.

Una lucecita gris brilló en la oscuridad, justo frente a ella. El hombre de la máscara estaba ahí, con una cámara en las manos. Se disparó el flash: la luz blanca la deslumbró. Le cegó los ojos. Carol dio un paso atrás, tropezó con el lavabo y cayó al suelo.

Otro fogonazo.

Carol se arrastró. Brillantes puntos de luz bailaban frente a sus ojos. Otro fogonazo; se golpeó la cabeza contra el rincón. Estaba atrapada.

Capítulo 25

Darby se montó en el coche cuando aún no había amanecido.

Media docena de agentes se ocupaban de reorientar el tráfico de Coolidge Road con el fin de ceder el paso al creciente número de coches patrulla, vehículos de la policía sin identificar y camionetas de prensa que atestaban las calles cercanas a la casa de Carol Cranmore. Había varios grupos de voluntarios, dispuestos a empapelar el barrio con carteles en los que aparecía la foto de Carol.

Darby posó su atención en los grupos de búsqueda con perros adiestrados. Verlos allí fue toda una sorpresa, ya que los recortes presupuestarios los habían eliminado de los casos de secuestro o personas desaparecidas.

– Me pregunto quién paga la cuenta de los perros -dijo Coop.

– Apuesto a que se trata de la fundación Sarah Sullivan.

Sarah Sullivan era una chica de Belham que fue secuestrada años atrás. Su padre, Mike Sullivan, constructor local, había creado una fundación para cubrir los gastos adicionales que surgieran en la investigación de personas desaparecidas.

Darby tuvo que esperar a que los polis apartaran las vallas. Nada más doblar la esquina, una nube de periodistas y cámaras de televisión vieron el vehículo del Laboratorio Forense y cayeron sobre ellos, asaeteándolos a preguntas.

Cuando por fin lograron llegar a la casa a Darby le zumbaban los oídos. Darby cerró la puerta y dejó el maletín en la sala de la planta baja. El acre olor a sangre se intensificó a medida que subía la escalera.

El dormitorio de Dianne estaba tan limpio y ordenado como la noche anterior. Uno de los cajones de la cómoda estaba entreabierto, al igual que la puerta del armario. En el suelo había una caja de seguridad, uno de esos modelos portátiles resistentes al fuego que se usaban para guardar documentos de valor.

La madre de Carol debía de haber subido para recoger algo de ropa mientras la casa seguía bajo custodia policial. Darby se recordó a sí misma, en su propio cuarto, metiendo cuatro prendas en una maleta para sobrevivir a su estancia en el motel mientras un inspector la vigilaba desde la puerta.

Darby entró en el cuarto de Carol. Una luz dorada, de amanecer reciente, penetraba por la ventana. Miró las superficies cubiertas de polvo para tomar huellas; hizo un esfuerzo por alejar de su mente los ladridos de los perros y las preguntas de los reporteros que resonaban por encima de los constantes cláxones procedentes de Coolidge Road.

– ¿Qué estamos buscando exactamente? -preguntó Coop.

– No lo sé.

– Bien. Eso nos facilitará mucho la tarea.

La ropa de la joven estaba colgada en perchas metálicas dentro del armario. Varias camisas y pantalones llevaban la clase de etiquetas que suelen usarse en las tiendas de gangas y mercadillos. Los zapatos y las zapatillas deportivas estaban dispuestos en dos filas ordenadas: las zapatillas y sandalias de verano en la parte de atrás; y, en la hilera de delante, las botas y los zapatos de invierno.

La ventana que había sobre la mesa daba a la valla de metal y al patio de la casa vecina; una cuerda de tender se extendía desde el porche trasero hasta uno de los árboles. Por debajo, en los frondosos arbustos, se veía una escalera de madera, medio enterrada en la maleza. Darby se preguntó qué habría pensado Carol de esta vista, cómo conseguía neutralizarla para no deprimirse.

La mesa estaba limpia y ordenada. Una serie de lápices de colores estaban dispuestos en tarros de vidrio. El cajón del centro contenía un dibujo al carboncillo bastante pasable de su novio leyendo un libro en la butaca marrón de la planta baja. Carol había dejado la cinta adhesiva en el dibujo.

El archivador que había debajo del cajón contenía recortes de periódicos y revistas relacionados con biografías de mujeres triunfadoras. Carol había subrayado varias citas con rotulador rojo y realizado anotaciones en los márgenes del estilo «importante» y «recuerda esto». En la parte interior de la carpeta, escrita en tinta negra, había una cita: «Detrás de cada mujer célebre está ella misma».

Había otra carpeta donde guardaba artículos sobre trucos de belleza. La sección marcada con el nombre de «Ejercicio» estaba dedicada a las dietas. Para inspirarse, Carol había pegado en ella la foto de una famosilla casi anoréxica que llevaba unas enormes y redondas gafas de sol.

– Esto es muy divertido, pero creo que no te soy de mucha ayuda. Voy a echar otro vistazo a la cocina. Si encuentras algo, llámame.

La cama de Carol seguía deshecha y revuelta. Darby se sentó en el colchón y miró por la ventana hacia las cámaras de televisión apostadas en el exterior. Se preguntó si el secuestrador de Carol andaría por allí.

¿Qué buscaba exactamente?

¿Qué rasgo común unía a Carol Cranmore con el resto de mujeres desaparecidas?

Tanto Carol como Terry Mastrangelo eran, desde el punto de vista físico, de lo más normal. En la foto de Terry, Darby había observado aquellos ojos de cansancio tan típicos de las madres solteras. Carol tenía cinco años menos, estudiaba el último curso en el instituto. Era la más guapa de las dos: tenía la barbilla afilada y grandes ojos azules que contrastaban con su piel pálida y pecosa.

No, no era atracción física; Darby estaba segura de esto. El rasgo que compartían ambas mujeres se hallaba más allá de la superficie, era algo invisible.

El problema era que Darby sólo conocía a Carol a través de las fotos enmarcadas del pasillo y de las pruebas guardadas en bolsas. Y en cuanto a Terry Mastrangelo, no la conocía en absoluto. En ese momento las dos mujeres sólo eran imágenes congeladas en fotos.

Terry Mastrangelo era madre soltera. Dianne Cranmore también. ¿Era Carol el auténtico objetivo?

Dianne Cranmore tenía diez años más que Terry, pero la edad no parecía ser un factor relevante en el proceso de selección del secuestrador. Darby seguía dándole vueltas a la idea; se levantó y se dirigió a la habitación de la madre.

Dianne se había gastado mucho dinero en el edredón y en las sábanas. Tenía algunas joyas decentes, pero nada que mereciera la pena robar. El armario estaba lleno de ropa usada. Daba la sensación de que prefería reservar el dinero para los zapatos, bastante más bonitos.

Al otro lado de la cama había una librería barata con fotos de Carol cuando era bebé; dos estantes llenos de novelas románticas de bolsillo compradas en tiendas de saldos. Los libros y adornos del estante inferior estaban cubiertos de polvo… Todos excepto los tres álbumes de fotos encuadernados en piel negra. Alguien los había movido.

¿Habría sido Dianne? Si lo hizo, ¿por qué los había devuelto a su sitio? Tal vez quisiera otra foto de Carol, la que aparecía ahora impresa en los carteles.

Darby se puso unos guantes de látex y se agachó para examinar el estante.

Debajo del estante, en el rincón donde podía pasar más desapercibida, había una cajita de plástico negro del tamaño de un terrón de azúcar. De ella sobresalía una antena, de apenas un centímetro de longitud.

Un micrófono.

Darby sacó una linterna del bolsillo, se tumbó de espaldas y examinó la cajita negra. Estaba sujeta a la madera por una cinta de velcro. No llevaba cables, así que lo más probable era que funcionara con pilas.

Había aparatos en el mercado que podían apagarse y encenderse a distancia para ahorrar pilas; algunos se activaban mediante la voz. Todos poseían distintas ondas transmisoras. En su caso, necesitaba saber las características de éste en concreto.

Darby examinó el modelo, intentando encontrar el nombre del fabricante y el número de serie. Sin éxito. Probablemente el nombre del fabricante estuviera en uno de los lados adheridos a la madera o en la parte trasera. Si quería averiguarlo, tendría que quitar el velcro. No había otra forma de hacerlo.

«Y si él está escuchando en este momento, lo oirá y sabrá que hemos encontrado el micrófono.»

Darby se levantó; le temblaban las piernas. Corrió de nuevo hacia la habitación de Carol.

Capítulo 26

Encontró un segundo micrófono debajo de la cama de Carol, prendido al armazón. Como el primero, esta unidad estaba colocada de tal modo que resultaba imposible ver la marca o el número de serie.

Dos aparatos de escucha. Darby se preguntó cuántos más habría en la casa.

Este hallazgo le llevó a pensar en otra cuestión: si el secuestrador de Carol se había tomado la molestia de instalar micrófonos dentro de la casa, ¿controlaba también la emisora de la policía y los móviles? Radio Shack vendía escáneres policiales, y las frecuencias de los móviles eran fáciles de captar si se disponía del equipamiento adecuado.

Coop estaba en la cocina. Ella atrajo su atención, se llevó un dedo a los labios y luego escribió su descubrimiento en un pedazo de papel.

Él asintió y empezó a registrar la cocina. Darby salió a la calle.

Los sabuesos y sus amos registraban el bosque, sus ladridos resonaban en la noche cálida. De pie en el porche, ella marcó el número de Banville mientras veía cómo un hombre cojeaba hasta llegar a un poste telefónico y grapaba en él una foto de Carol. Se preguntó si el secuestrador de Carol estaría ahora en su coche, escuchando.

Darby recordó el equipo de control que los federales habían usado en un caso en el que ella y Coop habían trabajado el año anterior. El equipamiento era grande y pesado. Si el secuestrador de Carol usaba algo similar, debía de tenerlo instalado en algún lugar como la parte trasera de una furgoneta.

Banville contestó a la llamada.

– ¿Dónde estás? -preguntó Darby.

– Volviendo de Lynn -dijo Banville-. Esta mañana recibí una llamada con información sobre LBC. Ha estado viviendo en casa de su novia los dos últimos meses. Calza un cuarenta y dos, no tiene botas y dispone de dos testigos que jurarán que LBC estaba con ellos la noche del secuestro de Carol Cranmore. Creo que podemos tacharlo de la lista. Hemos detenido a todos los pedófilos locales. Ahora están en comisaría.

– ¿Cuánto tardarás en llegar a Belham?

– Ya estoy aquí. ¿Pasa algo?

– Dime dónde estás.

– Tomando un café en Max's, en Edgell Road.

Darby conocía el lugar.

– No te muevas. Me reúno contigo dentro de diez minutos.

Antes de marcharse entró a ver a Coop. Darby decidió acudir a su cita con Banville a pie; con todo ese tráfico llegaría antes que en coche y le concedería la oportunidad de poner en orden las ideas.


Daniel Boyle estaba al otro lado de la calle: vio cómo Darby McCormick se alejaba andando de Coolidge Road, cabizbaja y con las manos embutidas en los bolsillos del anorak. Se preguntó adónde iría.

Durante la última hora, mientras empapelaba las casas vecinas colocando los carteles bajo los limpiaparabrisas y dentro de los buzones, había estado escuchando los movimientos de Darby y de su acompañante por los cascos. El iPod que llevaba en el bolsillo era en realidad un receptor de seis canales que le permitía pasar de un micrófono a otro de los seis que había colocado en la casa.

Había oído la conversación que Darby y su colega habían mantenido en el cuarto de Carol. Después de que su compañero se fuera, ella había rondado un rato más por la habitación, abriendo cajones, antes de dirigirse al dormitorio de la madre. Había oído mucho movimiento por allí, sobre todo cerca del estante inferior de la librería donde él había colocado uno de los micrófonos.

Luego Darby había vuelto a la habitación de Carol, donde había pasado una media hora antes de bajar a la cocina. No había hablado con su colega. Unos minutos después ella salía al porche para hacer una llamada.

¿Por qué tenía que salir para usar el móvil? Si había encontrado algo interesante, alguna prueba nueva, ¿por qué no efectuar la llamada desde la casa? ¿Por qué había preferido salir?

Boyle había colocado los micrófonos en lugares estratégicos donde nadie debía buscar. ¿Los había encontrado?

Era obvio que había descubierto algo. Al hablar por teléfono parecía nerviosa o excitada, y no dejaba de mirar a un lado y a otro de la calle, como si supiera que él andaba cerca, mezclado con el resto de voluntarios. Le había visto andar cojeando hasta el poste telefónico y colgar un cartel. Había optado por la cojera porque quería seguir en las proximidades de la casa. El poli que repartía los carteles no le había puesto ninguna objeción.

Boyle vio a Darby tomar Drummond Avenue. Habría querido seguirla para ver adónde iba.

No. Era demasiado arriesgado. Ella le había visto. Debía marcharse para estar a salvo.

Boyle conectó el receptor de los micrófonos que había colocado en la cocina y fue cojeando hasta su coche. Lo único que oyó fue el eco de pisadas.

La recepción del iPod se debilitó. El receptor del coche tenía una banda más amplia. Sin duda, la policía buscaba una furgoneta, así que había optado por usar su adquisición más reciente, un viejo Aston Martin Lagonda, el mismo coche que había llevado su padre-abuelo. El motor y la transmisión del vehículo eran nuevos, pero el exterior pedía a gritos una capa de pintura. El esmalte había empezado a saltar en varios puntos, sobre todo alrededor de las manchas de óxido.

Boyle cogió su nueva BlackBerry. Richard se la había dado la noche anterior. El teléfono estaba equipado con tecnología encriptada, a salvo de ser interceptado por la policía o por cualquiera que intentara escuchar mediante un escáner. El teléfono robado había sido reprogramado para que la compañía telefónica no pudiera rastrear las llamadas.

– ¿Qué hace Darby?

– Sigue andando -respondió Richard-. Me pregunto si encontró los micrófonos que escondiste en la casa.

– Lo mismo me preguntaba yo. ¿Qué quieres hacer?

– Creo que deberíamos presuponer que los ha encontrado. ¿Dónde los compraste?

– En ningún sitio. Son caseros.

– Bien, así no podrá seguir su pista. ¿Tienes más?

– Sí.

– Deberíamos dejar algunos en casa de Slavick.

– ¿Aún quieres seguir adelante con el plan?

– Sin ninguna duda -dijo Richard-. Hay que echar el anzuelo. Luego te llamo.

Boyle arrancó el coche y se alejó del tumulto hasta encontrar una calle tranquila.

Veinte minutos más tarde iba conduciendo por un barrio más pijo. Allí no había coches aparcados en la calle, ni madres sentadas en los porches. Este barrio tenía bonitos jardines y casas pintadas con gusto.

Mientras Boyle examinaba los edificios, recordó que no estaba tan lejos de donde vivía Darby. Se preguntó si su madre seguiría viviendo allí. Era fácil de averiguar.

Allí estaba, la casa de color blanco. La puerta de detrás de la reja estaba abierta. Había alguien en casa.

Boyle fue hasta el final de la calle. Se puso guantes y sacó el paquete postal de debajo del asiento. Bajó la ventanilla, dio media vuelta y arrojó el paquete sobre los blancos peldaños de la casa blanca.

Al tomar la autopista Boyle se sintió relajado, al mando de la situación. El plan estaba en marcha. Ahora lo único que necesitaba era conseguir un camión de FedEx o de UPS, y un cadáver.

Capítulo 27

Darby encontró a Banville tomando un café en uno de los reservados de vinilo rojo, al fondo del local. No había nadie más cerca de él. Pegado a la ventana que daba al pequeño aparcamiento había uno de los carteles impresos con la foto de Carol Cranmore.

– He encontrado micrófonos en casa de Carol -dijo Darby después de sentarse-. No creo que lleven mucho tiempo, ya que no hay polvo en ninguno.

– ¿Has dicho micrófonos? ¿Cuántos has encontrado?

– De momento cuatro: uno en el dormitorio de la madre, otro en el de Carol, y otros dos encima del armario de la cocina. Ignoro la marca y el modelo de los aparatos. Lo más probable es que esa información aparezca en la parte trasera y no puedo examinarlos porque están sujetos con velcro. No hay forma de arrancarlos sin hacer ruido.

– Y si lo hacemos y él está a la escucha sabrá que los hemos encontrado.

– Ese es el problema. Si intento arrancarlos, nos oirá; si busco huellas, el cepillo hará ruido y también se enterará. Además, en el caso de que encontrara una huella, tendría que transferirla para poder procesarla.

»El otro problema es la fuente de energía -dijo Darby-. Funcionan con pilas. No puede tenerlos en marcha todo el día, así que hay muchas posibilidades de que use un control remoto. Así puede encenderlos y apagarlos para que la pila no se gaste. Si dispusiera de la marca y el modelo del aparato, podría introducirlo en el Google y averiguar sus características concretas. Esto nos daría una idea de la duración de las pilas, si es que funcionan por control remoto, y de la amplitud de onda. Algunos cubren un radio de ochocientos metros, y casi todos pueden transmitir a través de paredes y ventanas con claridad meridiana.

– ¿Cómo sabes tanto de micrófonos?

– Uno de los primeros casos importantes en los que trabajé tenía relación con la mafia. Gracias a los federales hice un cursillo rápido sobre aparatos de escucha. A juzgar por lo que vi en la casa, dudo que éstos sean tan sofisticados. Incluso podrían ser de fabricación casera.

– Es curioso que menciones a los federales. Esta mañana he recibido un mensaje de la oficina de Boston. El especialista en perfiles de la ciudad quiere hablar conmigo.

– ¿Qué quería?

– Aún no he hablado con él.

– Creo que nuestro hombre sacó a Carol de la casa y la metió en el maletero de una furgoneta. Pero, cuando abrió las puertas, descubrió que Jane Doe no estaba allí. La buscó, no pudo encontrarla, y en algún momento decidió que debía marcharse. Pero antes volvió a entrar y colocó los micrófonos en puntos estratégicos para poder oír cómo procesábamos el lugar. Tengo casi la certeza de que anoche nos estuvo escuchando. ¿Cuánta gente hay destinada a la protección de Jane Doe?

– De momento sólo un agente.

– Incrementa la vigilancia. Y asegúrate de que comprueban la identidad de todas las personas que entran en la UCI.

– Ya estoy en ello. La prensa sabe que está ingresada en el Mass General. Emitieron un reportaje en directo desde la puerta del hospital. Apareció en todos los noticiarios.

– ¿Y Jane Doe?

– A las nueve de esta mañana seguía sedada.

– Creo que no estaría de más que alguien confeccionara una lista con los nombres de los voluntarios que están colaborando en la búsqueda de Carol Cranmore. Comprobar las matrículas por si hay alguien de fuera de la ciudad. ¿Ha habido suerte en relación con la familia de Terry Mastrangelo?

– Estamos trabajando en ello. -Banville dejó la taza en el plato-. En cuanto a los micrófonos, ¿tienes idea de la clase de equipo de control que podría usar ese tipo?

– En función de la fuerza de frecuencia del micro, podría ser algo tan simple como un receptor de FM. He oído hablar de receptores camuflados en walkmans, pero en esos casos la onda es muy reducida. Si usara algo parecido tendría que hallarse cerca de la casa. Para escuchar a mayor distancia se necesita un equipo más sofisticado, trastos grandes que no son fáciles de disimular.

– Así que en estos momentos nuestro hombre podría estar en las inmediaciones de la casa de los Cranmore sentado en su furgoneta.

– Por favor, no me digas que estás pensando en mandar coches patrulla a peinar la zona -dijo Darby.

Si el secuestrador de Carol se percataba de que los agentes paraban a los coches, no vacilaría en largarse de la zona. El pánico podría inducirle a matar a Carol.

– No te niego que es tentador, pero sería demasiado arriesgado -dijo Banville-. No, pensaba en cómo podríamos aprovecharnos de esto.

– ¿Una trampa?

– Da la impresión de que tienes algo en mente.

– Primero tenemos que averiguar la onda de emisión de los micros. Después instalamos vallas: cortamos cualquier salida de las calles adyacentes. Coop y yo nos metemos en uno de los cuartos y, mientras comentamos las pruebas, rastreas la frecuencia.

– No es descabellado. Pero lo cierto es que no estamos preparados para rastrear frecuencias.

– Los federales sí. Vienen, descubren la frecuencia a la que transmiten esos aparatos y estrechan el cerco. Pero hay que actuar enseguida. Estoy bastante segura de que los micros funcionan con pilas. Tal vez dispongamos sólo de un día o dos antes de que se agoten.

Banville miró por la ventana, la gente entraba en la cafetería. Su semblante era impenetrable. Cualquier emoción, desde la tristeza hasta la sorpresa, quedaba cuidadosamente oculta bajo la expresión impasible que le caracterizaba.

– Esta mañana un periodista del Herald me acorraló y me preguntó si tenía algo que comentar sobre la relación entre Carol Cranmore y otra mujer desaparecida que respondía al nombre de Terry Mastrangelo.

– Dios.

– Imagina mi asombro. Así que ahora, para colmo, tengo que enfrentarme a filtraciones. -Ahora la miraba a ella-. ¿Quién más sabe lo de Mastrangelo?

– Todo el personal del laboratorio -dijo Darby-. ¿Y de los tuyos?

– He intentado reservar la información para algunas personas clave. El problema es que los casos de desaparición, sobre todo los de esta magnitud, crean una atmósfera muy competitiva. Los periodistas quieren ser los primeros en dar la noticia y están dispuestos a pagar por ello. Te sorprendería saber las cantidades que se manejan.

– ¿Se te ha acercado alguien?

– A mí no. Saben con quién se las ven. Pero hay muchos tipos en comisaría que necesitan una ayuda para pagar las pensiones de manutención de los niños o para cambiarse las ruedas del coche. ¿Quién más del laboratorio está al tanto de lo de los micrófonos?

– De momento sólo Coop y yo.

– Déjalo así.

– Mi jefe quiere que lo tenga al día de todo -dijo Darby-. Me estás poniendo en una situación comprometida.

– Por lo que a él se refiere, fui yo quien encontró los micrófonos. Tú no sabes nada de ellos.

– ¿Y si usamos al periodista? Consigue que publique que el laboratorio forense está planeando registrar a fondo la casa, digamos, mañana por la noche, en busca de ciertas pruebas. Así nos aseguramos de que está escuchando.

– Había tenido la misma idea. Deja que haga unas cuantas llamadas y te digo algo. ¿Quieres que te lleve hasta la casa?

– Voy a por un café y volveré a pie. El aire fresco me ayuda a pensar.

El móvil de Darby sonó cuando se disponía a levantarse. Era Leland.

– El AFIS ha conseguido identificar las huellas de Jane Doe a la una de la madrugada. Se llama Rachel Swanson, y es de Durham, New Hampshire. Tenía veintitrés años cuando desapareció.

– ¿Cuánto tiempo lleva desaparecida?

– Casi cinco años. Aún no tengo los detalles, sólo algún dato preliminar. ¿Ha habido suerte en la casa?

– Nada.

A Darby no le gustaba mentir a Leland, pero Banville era el encargado de la investigación y él había decidido cómo quería llevarla.

– He hablado con Neil Joseph y le he pedido que haga un informe del caso, a ver qué aparece en el NCIC -dijo Leland-. Y también me he puesto en contacto con alguien del laboratorio estatal de New Hampshire. Nos enviarán los resultados por fax.

– Voy hacia allí.

Capítulo 28

Al mediodía Darby estaba al corriente de los hechos que habían rodeado la desaparición de Rachel Swanson.

En la madrugada de Año Nuevo de 2001, Rachel Swanson, de veintitrés años, se despidió de sus amigos en Nashua, New Hampshire, montó en su coche y recorrió el trayecto de una hora que la separaba de Durham, hacia la casa en la que se había instalado poco tiempo atrás junto con su novio, Chad Bernstein, quien no había asistido a la fiesta por hallarse enfermo. Lisa Dingle, una vecina que volvía a casa de otra fiesta de Nochevieja, vio el Honda Accord de Rachel subiendo la calle sobre las dos de la madrugada. Rachel saludó a su vecina con la mano y entró en su casa por la puerta lateral.

Una hora más tarde, Dingle, que sufría de insomnio, seguía despierta leyendo en la cama y oyó cómo arrancaba un coche. Levantó la vista del libro y vio el BMW negro de Chad Bernstein salir marcha atrás.

Cinco días después, al enterarse de que tanto Bernstein como su novia habían desaparecido, Lisa Dingle llamó a la policía.

La policía concentró sus esfuerzos en Bernstein. Aquel ingeniero informático de treinta y seis años había pasado por un matrimonio previo, y la ex esposa estaba más que dispuesta a relatar las historias de los malos tratos que le infligió su antiguo marido. Sabía que su ex era capaz de golpear a una mujer, y la policía también lo sabía. La ex esposa había llamado al 911 en tres ocasiones. Durante la última pelea, Chad había cogido un cuchillo y había amenazado con matarla.

Bernstein viajaba por todo el país por asuntos de negocios. Visitaba la sucursal de Londres tres veces al año. Un concienzudo registro de la casa de Bernstein no consiguió dar con su pasaporte. Nunca encontraron el BMW.

A la una menos cuarto el laboratorio de New Hampshire empezó a enviar el informe del caso por fax. No había señales de que hubieran forzado la puerta, pero se hallaron huellas de botas en un parterre situado detrás de una de las ventanas traseras: huellas de botas del número cuarenta y seis. Se hizo un molde de las huellas, y el técnico forense con quien habló Darby prometió enviarle una muestra comparativa vía FedEx ese mismo día.

– De manera que en lugar de disparar contra Chad Bernstein, nuestro hombre decidió secuestrar al novio -dijo Coop a Darby, mientras hacían footing por el Public Garden, aprovechando el inusual buen tiempo de aquel otoño para practicar ejercicio y despejarse un poco-. La pregunta que se nos plantea es por qué.

– Altera el patrón en relación con otros casos -dijo Darby-. Además, este tipo es lo bastante listo como para secuestrar a mujeres de distintos estados; así, cuando algún inspector introduce los datos en el NCIC o en el PCCV, fracasa en su intento de encontrar un denominador común excepto el de mujeres desaparecidas… Y hay casos de mujeres desaparecidas en todas partes, ¿no?

– También cambia el modus operandi. Terry Mastrangelo fue secuestrada en la calle. Rachel Swanson fue capturada cuando volvía a casa, se la llevó junto con su novio. En el caso de Carol Cranmore, el tipo entra en casa, dispara contra el novio y rapta a la chica.

– Si Rachel Swanson no hubiera escapado, estaríamos totalmente perdidos.

– ¿Sabes qué sigo preguntándome? El tiempo que debe de llevar haciendo esto.

– Sabemos que ha estado en ello durante los últimos cinco años -dijo Darby-. Ahora tenemos que averiguar para qué ha estado usando a estas mujeres. Espero que la sangre de la casa coincida con alguna muestra recogida en el CODIS.

– No paro de dar vueltas a las letras que hallaste en la muñeca de Rachel Swanson. No acabo de entender su significado. ¿Alguna idea nueva?

– Nada aparte de lo que ya te dije: parecen indicaciones de algún lugar.

Subieron corriendo un tramo de escalera y luego cruzaron el puente, por encima de los botes en forma de cisne que se dirigían al Common. Darby tuvo que acelerar para mantener el ritmo de su compañero.

Veinte minutos más tarde Darby vio uno de esos carritos donde se vendían perros calientes y dejó de correr.

– Tengo que comer algo o me caeré redonda -dijo ella-. ¿Quieres uno?

– Tomaré una botella de agua.

Mientras ella pedía un perrito con chile y cebolla, y una Coca-Cola, Coop se dedicó a charlar con otra corredora vestida con unas mallas muy ajustadas. Darby se percató de que dos mujeres, con aire de ejecutivas, que estaban comiendo en el parque no apartaban los ojos de Coop. Darby se preguntó si el secuestrador de Carol habría actuado de un modo similar: sentarse en un banco del Public Garden, a la espera de que alguien le llamara la atención.

¿Era así de simple? Darby esperaba que el proceso de selección de la víctima no fuera producto del mero azar. Quería creer que las tres mujeres tenían un denominador común.

Darby le pasó el agua a Coop. Un momento después él se reunió con ella, en un banco situado frente a un grupo de mamas que charlaban junto a una fuente.

– ¿Sabes qué le falta a este perrito caliente? -dijo Darby.

– ¿Carne de verdad?

– No. Fritos.

– Con esa porquería que comes lo raro es que no tengas un culo del tamaño de un elefante.

– Tienes razón, Coop. Tal vez debería comer sólo cogollos, como tu última novia. La que se desmayó en la fiesta de Navidad.

– Le advertí que debía cometer un exceso y añadir un poco de salsa ranchera a la ensalada de apio.

– En serio, ¿nunca te sientes culpable por ser tan superficial?

– Sí, lloro todas las noches hasta dormirme.

Coop cerró los ojos y se reclinó contra el banco para aprovechar los últimos rayos del sol de la tarde.

Darby soltó un suspiro de exasperación y fue a tirar los restos del perrito a la papelera.

– Disculpa -le dijo la vistosa rubia con quien Coop había estado charlando hacía un momento-. Espero que no me consideres demasiado atrevida, pero… ¿el chico que está sentado a tu lado es tu novio?

Darby tragó el último bocado.

– Lo era hasta que salió del armario -contestó.

– ¡Vaya! ¿Por qué todos los tíos buenos tienen que ser gays?

– De todos modos fue lo mejor. Ese hombre está dotado con algo parecido a una coctelera. Se llama Jackson Cooper y vive en Charlestown. Avisa a todas tus amigas.

Coop miró a Darby mientras volvía.

– ¿De qué hablabais vosotras dos?

– Me preguntó cómo llegar a Cheers.

– Darby, tú te criaste en Belham.

– Por desgracia, sí.

– ¿Recuerdas el Verano del Terror?

Ella asintió.

– El verano en que Victor Grady asesinó a seis mujeres.

– Una de las víctimas era de Charlestown, una chica llamada Pamela Driscol -dijo Coop-. Era amiga de mi hermana Kim. Fueron a una fiesta una noche, y Pam desapareció cuando volvía a casa. Pam era… Era una chica encantadora. Muy tímida. Solía taparse la boca cuando se reía para ocultar los dientes. Siempre que venía a casa me traía un Hershey's Kiss. Todavía la recuerdo en el cuarto de mi hermana, las dos escuchando a Duran Duran y comentando lo bueno que estaba Simón LeBon.

– Creía que el bajo era el más guapo.

– Para mí no. -Coop adoptó un semblante serio-. Cuando Pam desapareció, todo el mundo creyó que teníamos a un acosador merodeando por allí. Mi madre se volvió tan paranoica que trasladó a mis dos hermanas al piso de arriba. Quería instalar un sistema de alarma, pero como no podíamos pagarlo, convenció a mi padre de que cambiara las cerraduras de la casa y colocara algunas más. A veces me despertaba de noche porque oía un ruido, y era mi madre, que recorría la casa para asegurarse de que las puertas y ventanas estaban cerradas. Mis hermanas no podían ir a ningún sitio solas. Tampoco tenían adonde ir. Charlestown había impuesto un toque de queda después de lo de Pam.

Coop se secó el sudor de la frente.

– ¿No había alguna víctima de Grady nacida en Belham?

– Dos -dijo Darby-. Melanie Cruz y Stacey Stephens.

– ¿Las conocías?

– Fuimos juntas al colegio. Yo era amiga de Melanie. Amiga íntima.

– Pues ya sabes de qué te hablo -dijo Coop-. Este caso me recuerda al de ese verano. La misma clase de miedo.

Regresaron a comisaría corriendo y fueron hacia las duchas. Darby se estaba secando el pelo cuando sonó su móvil. Era la doctora Hathcock, del Mass General. Resultaba difícil oírla con el griterío de fondo.

– ¿Qué dice? -preguntó Darby.

– He dicho que Jane Doe acaba de despertar. Está llamando a grito pelado a alguien llamada Terry.

Capítulo 29

Darby respiró aliviada al ver a dos agentes de guardia en las puertas de la UCI.

– El doctor la está esperando dentro -dijo el más regordete con una mueca irónica-. Páselo bien.

Darby se preguntaba a qué se referiría cuando vio al individuo alto, casi calvo, apoyado en la pared contigua a la habitación de Rachel Swanson, que mantenía una conversación privada con la doctora Hathcock. Su nombre era Thomas Lomborg. Era el jefe de psiquiatría del hospital y había escrito varios libros divulgativos sobre la conducta criminal.

– Mierda -dijo Coop, mientras se palpaba los pantalones.

– ¿Qué pasa?

– Se me ha olvidado el repelente para pomposos gilipollas en el coche.

– Compórtate.

Darby se estremeció al oír el agudo grito procedente del final del pasillo: «¡TERRY!».

Se presentaron rápidamente. Lomborg fue el primero en hablar.

– Administré a la paciente un sedante leve para calmarla. Como ustedes mismos pueden comprobar, no ha surtido mucho efecto. La doctora Hathcock y yo estamos de acuerdo en que su estado físico no permite la administración de medicamentos antipsicóticos, y no me siento muy inclinado a prescribirlos hasta haber llegado a un diagnóstico definitivo de su estado mental. La doctora Hathcock me ha comentado que Jane Doe está convencida de que usted es alguien llamada Terry…

– Eso creyó la otra noche, cuando la saqué del porche -dijo Darby-. Por cierto, su nombre es Rachel Swanson.

– ¿Terry es una persona real?

– Sí. No puedo darle muchos detalles, pero Terry y Rachel se trataron durante un largo período de tiempo.

– ¿Al menos puede informarme de las circunstancias de su relación? Podría serme de ayuda para el diagnóstico y el posible tratamiento.

– Soportaron el mismo trauma -contestó Darby.

– ¿Cuál?

– No lo sé.

– ¿Puede decirme algo de Rachel Swanson?

– Nada que resulte útil -dijo Darby-. ¿Ha hablado de alguna otra cosa? ¿Ha dicho algo aparte del nombre de Terry?

– Que yo sepa, no. -Lomborg miró a la doctora Hathcock, quien a su vez negó con la cabeza.

– ¡TERRY! ¿DÓNDE ESTÁS?

– Quiero entrar en su habitación a ver si puedo hablar con ella -dijo Darby.

– Estaré con usted mientras la interroga -dijo Lomborg.

– Rachel no hablará si usted está allí, si hay alguien más con nosotras. No hablará a menos que esté a solas con ella.

– Entonces escucharé desde detrás de la puerta.

– Lo siento, pero no puedo permitirlo -dijo Darby-. Por alguna razón esa mujer confía en mí y no pienso hacer nada que ponga en peligro esa confianza.

Lomborg se puso tenso. Se había aplicado una capa de corrector a las ojeras para quedar bien ante las cámaras que se habían instalado delante del hospital.

– ¿Va a grabar la conversación? -preguntó Lomborg.

– Sí.

– Quiero una copia antes de que se vaya.

– La tendrá después de que haya sido revisada.

– Esto no sólo es altamente irregular, sino que va en contra de las normas del hospital.

– ¡TEEEERRRRRY!

– Doctor Lomborg, no quiero seguir discutiendo, quiero entrar ahí y tranquilizar a Rachel -dijo Darby- ¿Alguna sugerencia?

– Es difícil decirlo, ya que no poseo mucha información sobre el caso o sobre las circunstancias que le han provocado el trauma. Está muy excitada porque quiere librarse de las correas. No se las quite en ninguna circunstancia. A pesar de su éxito de la noche anterior, Rachel puede no estar tan receptiva esta vez. Atacó a una enfermera.

– Sí, lo sé. La doctora Hathcock me contó lo que sucedió ayer.

– Hablaba del incidente de esta mañana -dijo Lomborg-. Creyendo que aún estaba sedada, una enfermera fue a cambiarle uno de los vendajes de la cara y Rachel la mordió en el brazo. Por cierto, ¿qué son esos números y letras que lleva escritos en la muñeca?

– No lo sabemos.

«Vamos, capullo, déjame entrar ahí de una vez.»

– Tiene que intentar convencerla de que estamos aquí para ayudarla. Parece creer que está retenida. Es todo cuanto puedo decirle.

Rachel Swanson gritaba pidiendo ayuda; su cama golpeaba contra el suelo.

– Los dos caballeros que hay junto a su puerta, los que llevan bata blanca, son ayudantes de psiquiatría -dijo Lomborg-. Saben cómo controlar a un paciente si hace falta.

– Bien, pero no quiero a nadie atisbando desde la ventana. Podría asustarla.

Darby cogió la grabadora. Era un modelo de dimensiones reducidas, fácil de esconder en el bolsillo de la camisa y con capacidad de grabar durante noventa minutos.

– Sé que arde en deseos de entrar ahí -dijo Lomborg-, pero debe entender que si sufre cualquier contratiempo el hospital no asume la responsabilidad. ¿Está claro?

Darby asintió. Apretó el botón de GRABAR y se guardó el aparato en el bolsillo de la camisa.

El camino hasta la puerta se le hizo eterno.

Mientras agarraba el frío pomo de metal, Darby hurgó en su mente en busca de algún recuerdo, alguna idea o imagen que pudiera usar para controlar esa creciente ola de miedo. El verano en que volvió a casa después de lo sucedido, Sheila la cogió de la mano y juntas recorrieron la casa: su madre no dejaba de repetirle que ya no había nada que temer allí. Pero ahora no tenía a su madre consigo; nadie iba a cogerla de la mano. Nadie cogía tampoco la de Carol Cranmore.

Darby respiró hondo y soltó el aire mientras abría la puerta.

Capítulo 30

Rachel Swanson estaba empapada en sudor. Tenía los ojos firmemente cerrados y murmuraba para sus adentros, como si estuviera rezando.

Darby fue hacia la cama, con pasos lentos y silenciosos. Rachel Swanson no hizo ningún movimiento. Cuando Darby llegó junto a la cama, se inclinó hacia delante para distinguir las palabras que susurraba la voz frágil y entrecortada de Rachel.

– Uno D I tres D I.

Rachel recitaba las letras que se había escrito en el brazo.

– Dos I D dos D I D D R I… No, D, la última es D.

Darby apoyó la grabadora en la almohada. Aguardó un momento, escuchando a Rachel Swanson contar hasta seis y luego volver a empezar.

– Rachel, soy yo: Terry.

Rachel abrió los ojos y enfocó la mirada.

– Terry, gracias a Dios… Me has encontrado. -Tiró de las correas-. Me ha pillado. Esta vez me ha pillado del todo.

– Él no esta aquí.

– Sí que está. Lo he visto.

– Aquí no hay nadie aparte de ti y de mí. Estamos a salvo.

– Vino anoche y me puso estas esposas.

– Estás en un hospital -dijo Darby-. Atacaste a una enfermera… sin querer.

– Me inyectó algo, y antes de que me durmiera, le vi observar la celda.

– Estás en un hospital. Aquí hay gente que quiere ayudarte… Yo quiero ayudarte.

Rachel levantó la cabeza de la almohada. Al ver su boca, ensangrentada y casi sin dientes, Darby sintió ganas de gritar.

– Sé lo que anda buscando -dijo Rachel, debatiéndose bajo las correas con brazos y piernas-. Se lo quité del despacho. No puede encontrarlo porque lo enterré.

– ¿Qué enterraste?

– Te lo enseñaré, pero tienes que encontrar el modo de librarme de estas esposas. No encuentro la llave. Debe de habérseme caído.

– ¿Confías en mí, Rachel?

– Por favor… No puedo. -Rachel rompió a llorar-. No puedo seguir enfrentándome a él. Ya no me quedan fuerzas.

– No tienes por qué seguir luchando. Estás a salvo. Estás en un hospital. Aquí hay gente que te ayudará a recuperarte.

Rachel Swanson no escuchaba. Apoyó de nuevo la cabeza en la almohada y cerró los ojos.

«No vas a ninguna parte. Prueba otro enfoque.»

Darby deslizó sus dedos entre los de Rachel y notó el tacto áspero de una mano inerte contra su piel.

– Yo te protegeré, Rachel. Dime dónde está e iré a por él.

– Está aquí, ya te lo he dicho.

– ¿Cómo se llama?

– No sé su nombre.

– ¿Qué aspecto tiene?

– No tiene cara. No deja de cambiar de cara.

– ¿Qué quieres decir?

Rachel empezó a temblar.

– Está bien -murmuró Darby-. Estoy aquí. No dejaré que nadie te haga daño.

– Estabas allí. Viste lo que les hizo a Paula y a Marci.

– Sí, pero me cuesta recordar. Cuéntame qué pasó.

El labio inferior de Rachel tembló. No respondió.

– He visto las letras y los números de tu muñeca -dijo Darby-. Las letras son indicaciones, ¿verdad? I es izquierda y D derecha.

Rachel abrió los ojos.

– Da igual que vayas a la derecha, a la izquierda o recto, todos los caminos llevan a un callejón sin salida, ¿no te acuerdas?

– Pero tú encontraste una salida.

– Aquí dentro no hay salidas, sólo escondrijos.

– ¿Qué significan los números?

– Tienes que encontrar la llave antes de que vuelva. Mira debajo de la cama, quizá se me haya caído allí.

– Rachel, necesito…

– ¡Busca la llave!

Mientras Darby fingía buscar por el suelo, se preguntó si Rachel revelaría más información si estaba libre de las ataduras. Lomborg nunca lo permitiría: no sin estar él en la habitación, no sin la presencia de los ayudantes.

– ¿La has encontrado, Terry?

– Sigo buscándola.

«Piensa. No dejes escapar esta oportunidad. Piensa.»

– Date prisa. La puerta se abrirá en cualquier momento.

No había nadie al otro lado de la puerta, ni siquiera cerca. Aunque detestaba la idea, Darby quería consultar a aquel engreído de Lomborg a ver si se le ocurría algo.

– No la encuentro -dijo Darby.

– Tiene que estar ahí, se me cayó.

– Voy a buscar ayuda.

Rachel Swanson se agitó, histérica.

– ¡No me dejes sola con él! ¡No te atrevas a volver a dejarme sola!

Darby le cogió la mano.

– Tranquila. No voy a dejar que te haga daño, te lo prometo.

– No me dejes, Terry. Por favor, no te vayas.

– No te dejaré. No pienso irme a ninguna parte.

Darby atrajo una silla con el pie y se sentó. «Piensa. Bien, Rachel cree que seguimos cautivas. Sigamos con esa ilusión.»

– ¿Quién más está aquí?

– Ya no queda nadie -dijo Rachel-. Paula y Marci están muertas, y Chad… -Rachel rompió a llorar de nuevo.

– ¿Qué le ha pasado a Chad?

Rachel no contestó.

– Paula y Marci -insistió Darby-. ¿Cuáles eran sus apellidos? No me acuerdo.

No hubo respuesta.

– Hay alguien más con nosotras aquí -prosiguió Darby-. Se llama Carol. Carol Cranmore.

– Aquí no hay ninguna Carol.

– Tiene dieciséis años. Necesita ayuda.

– No la he visto. ¿Es nueva?

– ¿Dónde está?

«Piensa, no lo estropees.»

– La he oído gritar pidiendo ayuda -dijo Darby-, pero no la veo.

– Debe de estar en el otro lado. ¿Cuánto tiempo lleva aquí abajo?

– Un poco más de un día.

– Tal vez aún siga dormida. Siempre las hace dormir cuando llegan aquí, les droga la comida. Las puertas estarán cerradas en ese caso. Aún queda tiempo.

– ¿Qué le hará?

– ¿Es dura? ¿Luchará?

– Está aterrada -dijo Darby-. Tenemos que ayudarla.

– Tenemos que salir de aquí antes de que se abra la puerta. Tienes que librarme de estas esposas.

– ¿Qué pasa cuando se abre la puerta?

– Quítame las esposas, Terry.

– Lo haré, pero dime…

– Te he ayudado, Terry. Todas esas veces en que te enseñé dónde esconderte, todas las veces que te protegí… Ahora te toca a ti. ¡Quítame estas malditas esposas!

– Lo haré. Llamemos a Carol y digámosle lo que debe hacer.

Rachel Swanson tenía la mirada fija en el techo.

– Carol necesita ayuda, Rachel. Dile qué puede hacer.

La cinta se acabó con un sonoro clic. Rachel no se movió, no la miró; siguió con los ojos puestos en el techo.

Darby cambió la cinta y empezó a grabar de nuevo. No importó. Rachel Swanson se negó a volver a hablar.

Capítulo 31

Nerviosa y asustada, Darby sintió renacer sus esperanzas. Empujó la puerta, buscando un bolígrafo y un papel para anotarlo todo, ante el temor de olvidar algo si no lo escribía enseguida. Se recordó que no había prisa. Tenía toda la conversación grabada.

Una muchedumbre se había agolpado a las puertas de la habitación de Rachel. Darby paseó la mirada por las caras en busca de Coop. Allí estaba, hablando por teléfono en la zona de recepción. Colgó justo cuando ella llegaba.

– Eran los del laboratorio -dijo Coop-. Leland acaba de recibir una llamada de Banville. En la escalera de una casa de Belham, a unos veinte minutos de la de los Cranmore, acaba de hallarse un paquete a nombre de Dianne Cranmore. En el remite consta la dirección de Carol. Por lo que sé, nadie vio al mensajero.

– ¿Qué hay en el paquete?

– Aún no lo sé. Va de camino al laboratorio.

– Quiero que vuelvas al laboratorio y esperes a que llegue. Ve a ver a Mary Beth y pídele que busque algún dato sobre dos nombres más: Paula y Marci. No sé sus apellidos. Dile que limite la búsqueda a Nueva Inglaterra.

– ¿Qué vas a hacer tú?

– Tengo que hablar con Lomborg.

– Compórtate -dijo Coop.

El humor de Lomborg no había mejorado. Se cruzó de brazos mientras escuchaba su idea de desatar, temporalmente, a Rachel Swanson.

– No conseguirá que acceda a semejante disparate -dijo Lomborg.

– ¿Y si la trasladamos al pabellón psiquiátrico? Allí dispondríamos de mejor equipamiento y podría controlarla mediante un monitor. -Darby sabía que en algunas habitaciones había cámaras para vigilar a los pacientes.

Lomborg parecía dispuesto a morder el anzuelo, pero la doctora Hathcock negaba con la cabeza.

– No podemos trasladarla hasta tener la sepsis bajo control -dijo Hathcock- Parece responder bien a los antibióticos, pero eso podría cambiar. Las próximas cuarenta y ocho horas son críticas.

– Carol Cranmore podría no tener tanto tiempo -dijo Darby.

– La escucho… Y Dios sabe que haría cualquier cosa que estuviera en mi mano para ayudarla a encontrar a esa chica desaparecida -dijo Hathcock-. Pero mi principal responsabilidad recae en mi paciente y no puedo permitir que la trasladen hasta tener la sepsis controlada. Está intubada. En el estado mental en que se encuentra probablemente se arrancaría los tubos.

– ¿Podríamos trasladarla durante un breve período de tiempo? ¿Una hora, por ejemplo? -insistió Darby en un desesperado intento por aferrarse a cualquier posibilidad.

– Es demasiado arriesgado -dijo Hathcock-. Debemos tener la sepsis bajo control. Lo lamento.

Sola en el servicio, Darby se echó agua fría en la cara hasta quedar entumecida.

Pasó las manos por los bordes de porcelana del lavabo. Durante el año que siguió a la desaparición de Mel, Darby adquirió la costumbre de palpar las cosas, notar sus texturas, como una forma de reafirmar que estaba viva. Mientras se secaba las manos, rezó por que Carol fuera lista y encontrara un modo de sobrevivir.

Al salir del baño, Darby dobló la esquina y se encaminó hacia los ascensores. Mathew Banville estaba en la sala de espera. A su lado, vestido con un elegante traje, vio al agente especial Evan Manning.

Capítulo 32

Los años habían sido misericordes con Evan Manning. Su cabello corto y castaño presentaba más canas, pero se mantenía delgado y en forma; su cara seguía siendo muy atractiva.

El recuerdo más nítido de Darby, incluso después de tanto tiempo, era la tranquila intensidad que emanaba de su semblante. Se percató de que Evan Manning la miraba así ahora.

Banville hizo las presentaciones.

– Darby, te presento al agente especial Evan Manning de la Unidad de Apoyo a las Investigaciones.

– Darby -dijo Evan-. ¿Darby McCormick?

– Me alegro de volver a verle, agente Manning. -Darby le estrechó la mano.

– Apenas puedo creerlo -dijo Evan-. No has cambiado nada.

– ¿De qué os conocéis? -preguntó Banville.

– Nos conocimos cuando el agente Manning trabajó en el caso de Victor Grady -explicó Darby.

– ¿El mecánico que secuestró a esas mujeres en el ochenta y cuatro?

– Exactamente.

– En el ochenta y cuatro -dijo Banville-. ¿Qué tenías entonces? ¿Catorce años?

– Quince. Conocía a dos de las víctimas de Grady.

– Mató a una de ellas, ¿verdad? Disparó contra una joven durante un secuestro frustrado, si mal no recuerdo.

– La apuñaló. -La mente de Darby se llenó con la imagen de la sala, sus paredes manchadas con la sangre de Stacey Stephens-. En cuanto a las otras, estamos bastante seguros de que Grady las estranguló.

– ¿Cómo sabes que las estranguló? La policía nunca encontró los cadáveres.

– Grady grabó algunas de sus… sesiones con las víctimas. En un par de cintas se oyeron sonidos que correspondían con los que haría una víctima de estrangulamiento. Al menos eso leí en los informes. -Darby miró a Evan en busca de confirmación.

– Grady guardaba las cintas en una caja fuerte escondida en el sótano de su casa -dijo Evan-. El incendio destruyó gran parte de las grabaciones.

Banville asintió, satisfecho con la explicación.

– El agente especial Evan Manning es el nuevo jefe de división de la oficina de la UAI de Boston. El AFIS le alertó a primera hora de esta mañana, cuando se confirmó la identidad de Rachel Swanson. Nos ha ofrecido acceso a sus laboratorios y toda la ayuda que necesitemos.

– Me ha parecido entender que has entrado a hablar con Rachel Swanson -dijo Evan-. ¿Te ha dicho algo útil?

– Ha mencionado los nombres de otras dos mujeres. Lo estamos investigando ahora mismo. La conversación entera está aquí. -Darby sacó la grabadora-. ¿Qué hay de ese paquete que va de camino al laboratorio?

– Es un paquete postal -dijo Banville-. No tengo la menor idea de su contenido.

– Voy hacia allá. Rachel ha terminado de hablar por el momento. -Darby se dirigió a Evan-. ¿Por qué se alertó al FBI acerca de las huellas de Rachel?

– Te lo explicaré todo cuando lleguemos al laboratorio. Tengo el coche en el aparcamiento. ¿Puedo llevarte?

Darby miró a Banville en busca de alguna indicación.

– Ya he informado al agente Manning de todo lo que sabemos -dijo Banville-. Me reuniré con vosotros en el laboratorio en cuanto termine aquí.

Capítulo 33

– ¿Cuánto tiempo llevas trabajando en criminología? -preguntó Evan cuando se cerraron las puertas del ascensor.

– Unos ocho años -dijo Darby-. Hice prácticas en Nueva York durante casi un año, y cuando quedó una plaza vacante en el laboratorio de Boston pedí el traslado… Y aquí estoy. ¿Cuánto tiempo llevas tú trabajando en Boston?

– Seis meses. Necesitaba un cambio de escenario.

– ¿Te estabas quemando?

– Bueno, digamos que iba por ese camino. El último caso en el que trabajé estuvo a punto de acabar conmigo.

– ¿Cuál fue?

– El de Miles Hamilton.

– El psicópata ultraamericano -dijo Darby. Un psicópata adolescente, ahora confinado en una institución mental, de quien se decía que había asesinado a más de veinte chicas-. He oído que ha solicitado un nuevo juicio, alegando que existió una manipulación de pruebas en uno de tus hombres.

– No sé nada de eso.

– ¿Hamilton conseguirá otro juicio?

– No, si puedo evitarlo.

Se abrieron las puertas del ascensor. Evan sugirió que salieran por la puerta de atrás para esquivar a la prensa.

Fueron hacia el aparcamiento caminando bajo un sol de justicia. Evan no volvió a hablar hasta que tomaron Cambridge Street.

– Banville me ha comentado lo de los micrófonos.

– Me sorprende que le hayas convencido con tanta facilidad -dijo Darby-. Esperaba que opusiera más resistencia.

– Banville está en el ojo del huracán. Cuando la chica Cranmore aparezca muerta necesitará poder decir que agotó todos los recursos.

– No creo que esté muerta.

– ¿Por qué?

– A Rachel Swanson la mantuvo viva durante casi cinco años, a Terry Mastrangelo durante dos. Esto puede significar que disponemos de tiempo.

– En este momento una de sus víctimas está ingresada en un hospital. Si es listo, matará a la Cranmore, enterrará el cadáver en algún lugar donde no lo encontremos y se esfumará de la ciudad.

– En ese caso, ¿por qué preocuparse tanto como para instalar micrófonos?

– Creo que espera averiguar cuánto sabemos de él para poder cambiar de táctica antes de actuar -dijo Evan-. ¿Tú qué opinas?

– Parece una persona organizada, muy concienzuda y metódica. Diría que dedica bastante tiempo a observar a esas mujeres, consigue enterarse de sus costumbres y sus rutinas. Creo que tenía la llave de la casa de Carol. Lleva a sus víctimas a un lugar donde nadie pueda verlas ni oírlas.

– ¿Y para qué las usa?

– No lo sé.

– ¿Crees que se trata de algo sexual?

– No hay pruebas de eso, aunque en esta clase de casos siempre existe algún componente sexual. ¿Te habló Banville de las pruebas que encontramos en la casa?

Evan asintió.

– Nuestro laboratorio todavía está intentando identificar la muestra de pintura.

– No pareciste sorprenderte al saber que el secuestrador de Carol dejó un paquete.

– Está intentando mantener el control, como hacen la mayoría de los psicópatas cuando se ven acorralados.

– ¿Crees que nos enfrentamos a eso? ¿A un psicópata?

– Es difícil de decir. No soy muy aficionado a las etiquetas.

– Creía que los expertos en perfiles enloquecíais con las etiquetas… y con los acrónimos. El sistema de reconocimiento de huellas, AFIS, CODIS…

– No se puede estampar una etiqueta en cada tipo de conducta -la interrumpió Evan-. ¿Te has planteado la posibilidad de que el hombre al que buscáis secuestre mujeres sólo porque le gusta hacerlo?

– En todo comportamiento humano subyace algún motivo.

– ¿Qué fue lo que despertó tu interés en este campo?

– ¿Me estás analizando, agente especial Evan Manning?

– Estás eludiendo la pregunta.

– Hice un curso de psicología criminal en la facultad. Me quedé enganchada.

– Banville me comentó que pensabas doctorarte en psicología criminal.

– Aún no soy doctora -dijo Darby-. Tengo la tesis pendiente.

– ¿En qué consiste?

– Debo escoger un caso y analizarlo.

– Y has escogido el caso Grady.

– He estado dándole vueltas a esa idea.

– ¿Qué te detiene?

– Faltan algunas piezas en el informe del caso -dijo Darby-. Las notas de Riggers, el detective que llevó el caso de Belham, no aportan demasiados detalles.

– No me sorprende. El tipo era vago además de idiota. Dime lo que sabes e intentaré ayudarte a llenar los huecos.

– Pude revisar los archivos de pruebas físicas: el trapo empapado en cloroformo que Grady arrojó en el bosque, detrás de mi casa, y las fibras azul marino que dejó en la puerta del dormitorio. También leí una copia del informe del laboratorio federal. Sé que identificaron al fabricante del trapo. Estrecharon el cerco hasta una serie de concesionarios de automóviles con sucursales en Massachusetts, New Hampshire y Rhode Island. Las fibras azules encajaban con la misma marca de monos de trabajo que se usaban en el garaje North Andover, donde trabajaba Grady.

– Todo eso lo descubrimos a posteriori, después de la muerte de Grady.

– Ya lo leí -dijo Darby-. También leí los antecedentes de Grady. Tenía dos cargos por intento de violación.

– Exactamente.

– Según el archivo del caso, Riggers barajaba una docena de sospechosos. ¿Qué le hizo poner a Grady en cabeza de la lista?

– Una llamada telefónica a la línea abierta nos puso sobre aviso. Quien la hizo, un cliente habitual del taller donde trabajaba Grady, afirmó haber visto un collar de perlas en el suelo, junto al coche de Grady. Le pareció que el collar estaba manchado de sangre.

– Pero ¿por qué no llamó a la policía? ¿Qué le hizo usar la línea abierta?

– Porque una de las mujeres desaparecidas, Tara Hardy, fue vista por última vez vestida con un suéter de lana rosa y un collar de perlas -explicó Evan-. La foto apareció en los periódicos durante semanas, y se emitió por todas las cadenas de televisión. Quien llamaba creía que ése podía ser el collar. La línea abierta estaba inundada de llamadas. Todo el mundo intentaba cobrar la recompensa ofrecida.

– ¿Y qué pasó luego?

– Riggers, con ganas de hacerse el héroe, se adjudicó el registro de la casa de Grady. Encontró prendas de ropa que pertenecían a varias de las mujeres desaparecidas y se marchó para obtener la orden de registro. El problema fue que un vecino de Grady vio cómo Riggers entraba en la casa sin permiso.

– Lo que convertía las pruebas halladas en inadmisibles.

– De haber seguido las reglas, probablemente hubiéramos capturado a Grady antes de que se suicidara.

– ¿El suicidio te sorprendió?

– Al principio sí. Luego descubrimos que en su familia había antecedentes de enfermedad mental. Si no recuerdo mal, su abuelo también se suicidó.

– Lo vi en las notas.

– Diría que Grady se asustó cuando supo que Riggers había registrado su casa. El día en que se mató, fuimos al taller donde trabajaba con una orden de registro. Creo que se sintió acorralado y tomó la salida fácil.

– La documentación del caso recoge las dudas de Riggers respecto al incendio -dijo Darby-. Creía que alguien pudo haber matado a Grady y prendido el fuego para hacer desaparecer las pruebas.

– El fuego nos intranquilizó a todos. Pero me sorprendió aún más el arma que Grady usó para matarse: una veintidós.

– No te sigo -dijo Darby.

– Los polis suelen usar la veintidós como arma de asalto. ¿Has oído alguna vez cómo dispara? Emite un leve sonido, tan leve que apenas se oye. Si alguien entró en casa de Grady y le disparó, nadie habría oído nada, sobre todo si el televisor o la radio estaban encendidos. Corrieron rumores de que alguien se había cargado a Grady. Estoy seguro de que llegaron hasta ti.

– No.

– Yo estaba en casa de Grady la noche del incendio -dijo Evan-. Vigilando su casa. Habría visto a alguien.

Darby había visto la casa de Grady en una ocasión, de noche. Había ido hasta allí sola, un mes después de haber vuelto a casa. Esperaba que los restos chamuscados de la casa le ayudaran a disipar sus pesadillas. No fue así.

– Hay una pregunta que puedes contestar -dijo Darby.

– Quieres saber si Melanie Cruz estaba en una de esas cintas.

– Las cintas se entregaron al laboratorio federal para que las analizaran. No se remitieron copias a la policía de Boston.

– La mayor parte de las grabaciones quedó dañada o destruida por el calor del incendio. Se tardó meses en procesarlas. Pedimos a las familias de las víctimas que nos proporcionaran muestras de sus voces para poder compararlas. Los padres de Melanie nos entregaron una película casera. Dado el estado de la cinta no pudimos obtener un paralelismo exacto, pero nuestro experto en la materia afirmó que, con toda probabilidad, la voz de la cinta pertenecía a Melanie. Los padres no opinaron lo mismo.

– ¿Oyeron la cinta?

– Insistieron en ello. Reproduje la parte en que Melanie… gritaba pidiendo ayuda. La madre apagó el aparato y dijo: «Esa no es mi hija». Insistió en que su hija seguía viva y en que teníamos que encontrarla.

Darby recordó la figura de Helena Cruz, de espaldas al frío viento, mientras apretaba contra el pecho los carteles con la foto de Melanie para evitar que salieran volando.

– ¿Mel decía algo en la cinta?

– No mucho, que yo recuerde -dijo Evan-. Recuerdo más que nada sus gritos.

– ¿Gritos de dolor?

– No, estaba asustada.

Darby intuyó que había algo más.

– ¿Qué decía Mel?

Evan no contestó.

– Dímelo -insistió Darby.

– No paraba de decir: «Aparte ese cuchillo, por favor, no me corte más».

En la mente de Darby se sucedieron las imágenes: la cara aterrada de Mel, las lágrimas negras de maquillaje corriéndole por las mejillas. Stacey Stephens tendida en la cocina, la sangre que manaba a borbotones entre los dedos que se aferraban a su garganta. El grito de Mel cuando el hombre del bosque la rajó con el cuchillo.

Con los brazos cruzados a la altura del pecho Darby posó la mirada en el denso tráfico y recordó la tarde de invierno en que fue al Laboratorio de Serología. La caja de pruebas del caso Grady estaba en el mostrador. Recordó haber cogido el trapo que usó con Melanie: el trapo que habría usado con ella si hubiera bajado.

– Si te decides por el caso Grady para la tesis, dímelo -añadió Evan-. Te daré copia de todo lo que tenemos, incluidas las cintas.

– Tal vez te tome la palabra.

– Cuéntame la conversación con Rachel Swanson.

Durante los siguientes veinte minutos Darby le relató el primer encuentro debajo del porche y terminó con lo sucedido en la habitación del hospital.

Evan no dijo nada. Parecía inmerso en sus pensamientos. Darby notó la intensidad de su inteligencia. Ser tan aterradoramente listo tal vez fuera un don, pero Darby estaba segura de que conllevaba una cierta soledad.

– Banville está pensando en utilizar a un periodista para tenderle una trampa -dijo Evan.

– No pareces muy convencido.

– Si la trampa no funciona y se nos escapa, si sospecha que estamos tras sus pasos, no esperará para matar a Carol Cranmore.

Capítulo 34

Desde el 11-S, cualquier paquete o carta que entrara en las dependencias de la comisaría de Boston debía pasar por el sótano para ser examinado con rayos X.

Darby avanzó por el iluminado vestíbulo de mármol lleno de agentes e inspectores. El paseo la ayudó a mantener la mente despejada y concentrada.

Veinte minutos más tarde subía la escalera con el paquete, un envío postal de color marrón de tamaño medio. No quería perder tiempo esperando el ascensor.

En la parte delantera había dos etiquetas adhesivas blancas. En la del centro figuraba el nombre y la dirección de Dianne Cranmore. La de la esquina superior izquierda contenía sólo dos palabras: «Carol Cranmore».

Ambas etiquetas eran del mismo tamaño. Ambas habían sido escritas en una máquina de escribir, probablemente uno de esos modelos antiguos manuales que aún usaban cinta de tinta. Darby distinguía allí donde la tinta había emborronado algunas palabras.

Coop lo tenía todo listo en Serología. Junto a él esperaban Evan y Leland Pratt. Coop, carpeta en mano, se hizo a un lado para dejarle sitio.

Darby depositó el paquete sobre una hoja de papel de estraza. Tras medirlo, tomó varias fotos, primero con la cámara del laboratorio y luego con la digital. Las fotografías digitales viajarían vía e-mail hasta el laboratorio federal donde Evan tenía a su gente a punto.

Darby giró el paquete y buscó el nombre del fabricante o cualquier otra marca inusual. Lo único que decía era: «N.° 7».

– A veces el fabricante estampa su nombre en uno de los bordes engomados -dijo Evan-. Compruébalo cuando lo separes.

Con guantes en las manos, Darby cogió el cúter y abrió el paquete. Partículas de color gris -el relleno que se usaba para proteger el interior- volaron por el aire. Le dio la vuelta al paquete y sacudió su contenido con cuidado.

Una camisa blanca, doblada, cayó sobre el papel de estraza.

Darby abrió el paquete del todo. No contenía nada más.

Desdobló la camisa. Una oleada de pavor le revolvió el estómago cuando encontró las fotos, tres en total.

Darby pasó las fotos a un trozo distinto de papel de estraza situado bajo el leve sol vespertino que penetraba por las ventanas.

Una foto mostraba a Carol Cranmore vestida con mallas grises, asustada, caminando con los brazos extendidos por una habitación de paredes y suelo de hormigón. Junto a su pie desnudo había un sumidero.

En otra aparecía Carol en el suelo, atónita y asustada, con la vista fija en la persona que sostenía la cámara.

La última foto era de Carol acurrucada en un rincón, con un grito congelado en su cara.

Evan contempló las fotos con mirada fría y penetrante.

– ¿Carol Cranmore es ciega?

– No -respondió Darby-. ¿Por qué?

– Por el modo en que camina, justo a ras de pared. Pensé que podía ser ciega. Debe de haberla sorprendido en la oscuridad.

Darby cogió la primera foto y la observó como si fuera una ventana que diera a la oscura celda de Carol. Ver el terror impreso en la cara de Carol hizo que Darby sintiera una súbita proximidad hacia la joven.

Dio la vuelta a las fotos. Pegados al dorso de la tercera foto había varios cabellos de color rubio rojizo. Cabellos de Carol.

Darby tomó aire. «Bien, hagámoslo.»

– Coop, hay algo escrito en el dorso de la foto, en la esquina inferior derecha. -Darby la acercó a la lente de aumento para leer las letras-. H de Henry, P de Peter, uno, siete, nueve. No hay ningún sello del revelado.

Coop estaba a su lado.

– Podría ser la impresora de la foto -dijo él-. Las letras y los números deben de ser el número de stock del papel.

Darby revisó el dorso de la segunda foto. Constaban las mismas letras y cifras en la misma esquina inferior.

– Llevemos el cabello a ADN -dijo Darby-. Coop, termina con el paquete. Yo me concentraré en la camisa.


Evan se marchó para escuchar la cinta a solas en la sala de juntas.

La camisa blanca, talla L, estaba colgada de una percha, suspendida sobre una mesa cubierta con una hoja de papel de estraza. Darby pasaba una espátula por la camisa, en busca de algún resto que pudiera haber quedado impregnado en ella. Era una labor tediosa y desesperante. Se moría por terminarla.

– Tengo algo -dijo Pappy.

Sobre el pedazo de papel, mezclada con el polvo y los restos de óxido, había una fibra de color tostado. Darby la cogió con unas pinzas y la guardó en un sobre transparente.

Luego desvió la lente de aumento sobre el hallazgo y dijo:

– Hay un roce negro, podría ser pintura. Hay más de uno.

Eran casi las cinco. Evan disponía de gente en el laboratorio federal durante una hora más. Ella recogió los sobres transparentes y los repartió por el laboratorio antes de empezar a revisar las huellas digitales.


Coop había usado ninhidrina en el paquete. El papel se había vuelto de un color violeta oscuro. El paquete había sido cuidadosamente desmontado por los bordes.

– La parte exterior es un amasijo de huellas -dijo Coop-. Tengo muestras para comparar con las de la mujer que recogió el paquete. El interior está limpio. No hay huellas, pero usó guantes de látex. Encontré un resto diminuto pegado al labio adhesivo del paquete, pero sin huellas.

– ¿Y en las fotos? -preguntó Darby.

– Absolutamente limpias. Tal vez haya suerte con los lados adhesivos de la cinta y las etiquetas. Iba a hacerlo ahora.

– De acuerdo. ¿Tienes algo más?

– Sólo el nombre del fabricante: Tempest. Estaba estampado debajo de un pliegue. Nada más. Mary Beth acaba de llamar. Está en Personas Desaparecidas. Tiene información sobre los dos nombres que mencionó Rachel.

Capítulo 35

Con el estómago rugiéndole de hambre, Darby abrió la puerta de la sala de juntas.

– … no pude localizarla -le decía Banville a Evan.

– ¿Localizar qué? -preguntó Darby.

Tomó asiento al lado de Leland y le entregó una carpeta.

– Hace una hora Dianne Cranmore recibió una llamada -explicó Banville-. Se grabó en el contestador. Era un mensaje de Carol en el que decía que necesitaba hablar con su madre y que volvería a llamar en quince minutos. Lo hizo, pero se cortó antes de que pudiéramos localizarla. Dianne Cranmore confirmó que se trataba de su hija. Uno de mis hombres ha traído una copia de la cinta. Íbamos a escucharla ahora.

Banville apretó el PLAY de la pequeña grabadora y se repantigó en la silla. Evan dejó de teclear en su portátil. Darby cruzó las manos sobre la mesa con la mirada fija en la grabadora.

En la cinta, alguien contestaba al teléfono.

«¿Carol? ¿Carol? Soy yo, ¿estás bien?»

Darby oyó un sollozo reprimido, un carraspeo.

«Carol, cariño, ¿eres tú?»

«Mamá, soy yo. Estoy… No me ha hecho nada.»

Respiración rápida. Jadeos.

«¿Dónde estás? -decía Dianne Cranmore-. ¿Puedes decírmelo?»

«No veo nada. Está demasiado oscuro.»

«¿Dónde…? ¿Qué puedo…? Carol, escucha…»

«Está aquí, en este cuarto. Tiene un cuchillo.»

«Tienes que protegerte, como te enseñé.»

Clic.

Banville apagó la grabadora.

Evan se dirigió a Leland.

– Con su permiso, me gustaría enviar esta cinta a nuestro laboratorio. Podemos despejar los ruidos de fondo, a ver si averiguamos algo. También me gustaría enviar el paquete y las fotos. La Sección de Documentos puede identificar el modelo de máquina de escribir que se usó en las etiquetas y comprobar si coincide con algún otro caso.

Darby intuyó que Leland quería negarse, pero estaba contra las cuerdas. La Sección de Documentos del FBI constaba de siete unidades distintas que investigaban todo lo relacionado con papel. El laboratorio de Boston no podía competir con ellos.

– Siempre y cuando compartamos todos los datos -dijo Leland-. Tengo entendido que los federales han mejorado su comunicación.

– Compruébelo usted mismo. -Evan descolgó el teléfono que había en la mesa y marcó un número.

El zumbido de la llamada resonó por el altavoz del teléfono.

– Peter Travis -contestó una voz.

– Peter, soy Evan Manning. Llamo del laboratorio de Boston. Estoy con el director del centro, Leland Pratt, y con la investigadora forense del caso, Darby McCormick. También está presente el inspector encargado del caso, Mathew Banville, de la policía de Belham. Creo que tienen varias preguntas para ti, así que les he dicho que intervengan.

– Por supuesto -dijo Travis.

– ¿Recibiste todas las fotos que mandé?

– Las he descargado en la pantalla. La calidad de la escritura de las etiquetas del paquete postal no es muy buena. Si queréis que identifique la máquina de escribir necesitaré las originales.

– Las tendrás. Empecemos por las fotos.

– HP, uno, siete, nueve es la marca de papel de foto que produce Hewlett-Packard. El papel se fabrica especialmente para la impresión de fotos digitales. Conectas la memoria, o descargas las fotos del ordenador o USB, y te imprime una foto de diez por doce.

– Las que tenemos son de ese tamaño.

– Puedo sacar muestras de tinta de la foto e intentar concretar la clase de recarga de tinta, pero nos movemos en un mercado muy amplio -dijo Travis-. Así no encontraréis al Viajero.

– ¿Al Viajero? -preguntó Darby.

– Enseguida llegaremos a eso -replicó Evan-. Sigue, Peter.

– Puedo emparejar foto e impresora, si tenéis la impresora.

– No tengo la impresora, no tengo sospechoso, y una chica de diecisiete años ha desaparecido. ¿Qué me dices de analizar las fotos usando técnicas de procesamiento de la imagen digital?

– Es un buen enfoque. El problema es que la fotografía digital ha evolucionado tanto que se pueden manipular las fotos sin dejar rastro.

– ¿Quieres decir que nuestro hombre podría haber borrado una ventana de la foto, por ejemplo?

– Podría haberla borrado, haberla añadido… Puede añadir y quitar lo que quiera si es diestro en el manejo del programa. Dadas las experiencias del pasado, dudo que deje ninguna pista que nos lleve hasta su puerta. Encontré otra prueba que puedes añadir a la lista. Espera un momento.

Se oyó ruido de papeles.

– Aquí lo tengo -prosiguió Travis-. El sobre pertenece con toda probabilidad a una pequeña empresa papelera llamada Merrill, con base en Hollis, New Hampshire. La empresa quebró en el noventa y cinco. Ya no los fabrican.

– ¿De manera que nuestro hombre podría tener una reserva de sobres en su casa?

– No lo descartaría. Yo de ti lo añadiría a la lista. No obstante, me gustaría reservarme la opinión hasta que hayamos tenido oportunidad de examinar el sobre.

– Lo tendrás en tu mesa mañana a primera hora -dijo Evan.

– La huella encontrada en la casa Cranmore pertenece al Viajero. Es una bota fabricada por Ryzer Gear, el modelo de aventura.

– ¿Y la pintura?

– Estamos atascados. La muestra no está en nuestro sistema. Eso es todo lo que tengo por aquí. ¿Cómo os ha ido con la camisa?

Evan miró a Darby.

– Hemos recuperado una fibra de color tostado -explicó Darby-, que encaja con la que encontramos en la sala de la casa Cranmore. El cabello pegado al dorso de la foto parece que encaja con el de Carol Cranmore. Por suerte, hay una raíz prendida, así que podemos sacar muestras de ADN. No hay nada en las huellas del sobre. Es de esos que van engomados.

– ¿Alguna pregunta para Peter? -dijo Evan, dirigiéndose a los de la sala.

No había ninguna.

– Peter, necesito que te pongas en contacto con Alex Gallagher para que analice una cinta -prosiguió Evan-. Estará dentro del paquete que te envío hoy. ¿Tienes el número de mi móvil?

– Sí. Seguimos en contacto.

Evan colgó.

– Tengo cierta información sobre los dos nombres que mencionó Rachel Swanson cuando hablé con ella en el hospital -dijo Darby-. Personas Desaparecidas realizó una búsqueda y ha dado con dos posibles candidatas de Nueva Inglaterra.

Leland le pasó la carpeta. Darby sacó la primera hoja, una foto 10 x 12 de la graduación de una joven de rasgos insulsos y rubio cabello rizado.

La dejó sobre la mesa.

– Ésta es Marci Wade de Greenwich, Connecticut -dijo Darby-. Veintiséis años, vivía en casa de sus padres. El pasado mes de mayo fue a reunirse con una ex compañera de instituto que asistía a la Universidad de New Hampshire. La amiga vivía a tres kilómetros del campus. Marci regresaba a casa el domingo por la noche y su vehículo tuvo una avería en la carretera 95. Nadie la ha visto desde entonces.

La segunda foto que Darby puso sobre la mesa mostraba a una mujer bastante rolliza, de mejillas redondas, y con una mancha de vino en la barbilla.

– Y ésta es Paula Hibbert, cuarenta y seis años, madre soltera y maestra en un instituto público de Barrington, Rhode Island. Pidió a su vecina que cuidara de su hijo mientras iba a la farmacia a buscar un medicamento para el asma del chico. Llegó a la farmacia, pero nunca volvió a casa. Ni rastro de ella, ni de su coche. Desapareció en enero del año pasado.

»No conozco más detalles de los casos, ni qué pruebas encontraron -continuó Darby-. Ambos laboratorios están cerrados hoy. Los llamaremos a primera hora de mañana. Es todo lo que tengo. Y ahora, agente Manning, ¿por qué no nos hablas del Viajero?

Capítulo 36

Evan giró el portátil para que todos pudieran ver la pantalla.

En ella aparecía la foto de una mujer de aspecto latino, con el cabello teñido de rubio.

– Kimberly Sánchez, de Denver, Colorado -dijo Evan-. Desaparecida en el verano del noventa y dos. Salió a correr y nunca regresó.

Evan fue pasando las fotos de ocho mujeres más. Todas eran latinas o afroamericanas, de edades que oscilaban entre los veintitantos y los treinta y pocos. Todas habían sido vistas por última vez solas, conduciendo sus propios coches, saliendo de un bar o de sus casas entrada la noche. El último denominador común era que sus cuerpos nunca habían sido encontrados.

– La unidad especial de Colorado tuvo un golpe de suerte -dijo Evan-. Un testigo que salía de una discoteca vio subir a la última víctima a un Porsche Carrera negro con matrícula de Colorado. El mismo testigo recordaba que el parachoques trasero del coche estaba abollado.

»La policía estrechó el cerco en torno a los propietarios de Porsches del área de Colorado. Uno de ellos, John Smith, era de Denver. Cuando la policía fue a interrogarlo, Smith no estaba en casa. Cuatro días después, al ver que Smith no volvía, la policía registró la casa que tenía alquilada. Smith se había largado. Limpió el lugar a conciencia antes de irse, pero los forenses consiguieron encontrar dos pruebas clave: una pequeña mancha de sangre en el cubo de la basura y una huella de bota, correspondiente a una Ryzer Gear de montaña del número cuarenta y seis. Era idéntica a la que se encontró en el barro, al lado del coche de una de las víctimas.

Evan pulsó una tecla y en la pantalla apareció la foto de un hombre blanco, de barba poblada y bigote. Tenía penetrantes ojos verdes y la clase de rostro extremadamente demacrado típico de los adictos a la heroína.

– Ésta es una foto de John Smith sacada del permiso de conducir expedido en Colorado. Los vecinos dijeron que el Porsche de Smith tenía el parachoques trasero abollado debido a un accidente reciente. También aportaron algún otro detalle. Smith era ave nocturna, y en cierto modo un antisocial. Nadie sabía cómo se ganaba la vida, y nadie había entrado en su casa. Varios vecinos confirmaron que llevaba un tatuaje en el antebrazo: un trébol con los números seis, seis, seis.

– Los tatuajes que llevan los miembros de la Hermandad Aria -intervino Darby.

Evan asintió.

– Las razas de las mujeres de Denver indicaban algún vínculo con la Hermandad Aria. Como es lógico, sus miembros negaron ningún conocimiento de John Smith. El nombre no consta en nuestros archivos. Ni siquiera sabemos si John Smith es el auténtico nombre del Viajero.

– La muestra de sangre encontrada -dijo Darby-, ¿hallasteis algo en el CODIS?

– Sí. Pertenecía a una de las mujeres desaparecidas de Denver. Después de Denver, Smith se trasladó a Las Vegas. Esto sucedía a finales del noventa y tres. Aquí modificó el sistema de selección. En los ocho meses siguientes desaparecieron doce mujeres y tres hombres. La policía de Las Vegas no prestó mucha atención a los casos; allí las desapariciones están a la orden del día. La gente viaja a Las Vegas confiando en su suerte para satisfacer cualquier capricho; es un lugar de paso.

– ¿De qué raza eran las víctimas?

– Las mujeres eran blancas en su mayoría -dijo Evan-. Los varones eran judíos. El vehículo de una de las víctimas femeninas fue abandonado en la carretera. Alguien había manipulado los cables de inducción. Por suerte nos dejó una pista: la huella de una bota Ryzer.

»Cuando me incorporé al caso, el señor Smith ya se había trasladado a Atlanta, su tercera parada. Corría el año noventa y cuatro, y el caso ya tenía un nombre: el Viajero. La huella aparecía en el PCCV y nos llamaron.

Evan se removió en su silla y los muelles crujieron bajo su peso.

– Carrie Weathers, la cuarta víctima del Viajero en Atlanta, fue vista subiendo a un Porsche Carrera negro. La testigo dijo que el coche tenía un faro roto y matrícula de Maryland, pero no se fijó en los números. Era el primer hallazgo real que teníamos, de manera que pedimos a las gasolineras y los talleres de la zona que estuvieran alerta por si se presentaba un Porsche negro con el parachoques abollado para repostar, pedir alguna reparación, etcétera.

»Estábamos revisando matrículas cuando una noche nos llamó el encargado de una gasolinera Mobil de la ciudad. Había visto un Porsche que encajaba con la descripción. En el asiento del copiloto viajaba una mujer rubia, que estaba dormida. El conductor comentó que la chica había bebido demasiado. Pedí al encargado que cerrara la gasolinera y me dirigí hacia allí acompañado de alguien del laboratorio.

»El testigo se mostró muy relajado, colaborador -dijo Evan. Su voz sonaba fría, distante, como si estuviera leyendo un guión-. Dijo que había anotado el número de matrícula en un cuaderno que tenía junto al teléfono. Le seguí al interior. Me cedió el paso cuando íbamos a entrar en su despacho y me golpeó en la nuca. Es lo último que recuerdo.

»Cuando desperté en el hospital me dijeron que había usado la gasolina de los surtidores para prender el fuego. Al parecer yo me las había apañado para arrastrarme hacia fuera en algún momento, pero no lo recordaba debido a la conmoción. Identificaron al técnico de laboratorio y al auténtico propietario de la gasolinera gracias a las fichas dentales. Ambos habían recibido sendos disparos con un Cok Commander.

– La misma arma que usó para matar al novio de Carol Cranmore -dijo Darby. Tenía el informe de balística en la carpeta-. ¿No reconociste al falso encargado de la gasolinera?

– Era un individuo robusto, sin barba, con la cabeza afeitada -respondió Evan-. No guardaba el menor parecido con John Smith. Llevaba una chaqueta puesta, así que no vi ningún tatuaje. Y no encajaba en el perfil. No hizo muchas preguntas sobre la investigación, que es lo que los psicópatas suelen hacer. Está claro que me equivoqué.

– ¿Había atacado a algún agente de policía con anterioridad? -preguntó Darby.

– Que yo sepa, no. Pero si John Smith pertenece a la Hermandad Aria o a cualquier otro grupo de los que predican la supremacía de la raza blanca, matar a un policía o a cualquier agente de las fuerzas de la ley supone un avance en sus filas. Es una especie de galón.

– Aun así, resulta raro que te escogiera a ti… Y que te tendiera una trampa -dijo Darby.

– Es la reacción habitual de los psicópatas cuando se sienten acorralados. O quizás intentara transmitirnos algún mensaje: hacernos saber que él estaba al mando.

La cara de Evan adoptó una expresión impasible que Darby encontraba inquietante.

– El Viajero es un psicópata muy listo, organizado en extremo -prosiguió él-. Secuestra a mujeres de estados distintos y combina los métodos de secuestro para desviar la atención. La selección de víctimas es totalmente aleatoria, para evitar que establezcamos patrones. Puede permanecer inactivo durante varios meses, lo que demuestra una notable capacidad de autocontrol. Y, por lo que sé, sus planes son muy concienzudos.

»Todos sus actos tienen como fin ejercer control sobre su entorno; por eso envió el paquete a la madre de Carol, por eso la llamó. Quiere que sepamos que Carol está en su poder y que puede matarla cuando le venga en gana.

– Por eso utilizaremos sus micrófonos para tenderle una trampa -dijo Darby.

– ¿Con quién?

– Contigo -contestó Darby-. Utilizamos a un periodista del Herald, le decimos que estás aquí porque Rachel Swanson nos dio una pista fundamental y que tú quieres echarle un vistazo a la casa. Así nos aseguramos de que el Viajero se encuentre a la escucha.

– Si lee mi nombre en el periódico podría sufrir un ataque de pánico y matar a Carol y al resto de mujeres antes de echar a volar. No sería la primera vez.

– Pero en esta ocasión cometió un error en casa de Carol -dijo Darby-. Dejó rastros de sangre, y a una de sus víctimas. Rachel Swanson podría ser la clave para encontrar al Viajero. No se irá hasta que averigüe qué sabemos de Rachel.

Banville miró la hora.

– Nos quedan quince minutos para llamar al periodista -dijo-. Estoy abierto a sugerencias.

– Podríamos esperar a que la sepsis esté controlada -dijo Evan-, y entonces trasladar a Rachel Swanson a un entorno más vigilado en una institución psiquiátrica, desatarla y hacer que Darby vuelva a hablar con ella.

– Tal vez no quiera decir nada más -replicó Darby-. Has oído la cinta. Dejó de hablar conmigo. ¿Encontrasteis micrófonos en las casas de las otras víctimas?

– No, es la primera vez.

Darby miró a Banville.

– Apuesto por montar la historia de que el FBI registrará la casa en busca de pruebas definitivas. El Viajero querrá saber qué ha encontrado el agente Manning. Si aparece, lo acorralaremos. Cortaremos todas las calles para evitar que huya.

– ¿Y si no aparece? -preguntó Evan.

– Matará a Carol… Quizá ya la haya matado -dijo Darby-. Tenemos que usar los micrófonos. Son nuestra mejor arma.

Evan miraba ahora a Banville.

– Ésta es su investigación. A usted le corresponde decidir.

Banville se pasó un dedo por los labios.

– Dos mujeres y una adolescente desaparecidas… Estoy de acuerdo con Darby. A por ello.

Capítulo 37

Todas las floristerías de Beacon Hill cerraban ese día. Darby se vio obligada a escoger entre las flores de aspecto marchito que quedaban en la tienda de regalos del hospital. Dedicó un buen rato a elegir las de colores más vistosos que pudo encontrar y a preparar un bonito ramo.

La UCI estaba tranquila. La doctora Hathcock libraba ese día. Darby habló con una enfermera. El estado de Rachel Swanson no presentaba cambios.

Tuvo que esforzarse para persuadir a la enfermera de que permitiera introducir las flores en la habitación. Darby las dejó en el estante que había debajo del televisor. Así, Rachel las vería cuando despertara. Quizá contribuyeran a convencerla de que ya no estaba atrapada en la oscura sala que ahora ocupaba Carol Cranmore.


Ojerosa y fatigada, Darby entró en el cuarto de su madre. Sheila dormía.

La invadió una súbita oleada de tristeza. De camino a casa, Darby conservaba la esperanza de que su madre estuviera despierta. Necesitaba hablar, con ese egoísmo infantil de la niña que reclama a su madre. Darby se preguntó si algún día llegaría a superarlo.

Sheila abrió los ojos.

– Darby… No te he oído entrar.

– Acabo de llegar. ¿Necesitas algo?

– Un poco de agua fría si no es mucha molestia.

Darby bajó a la cocina y llenó de agua y cubitos de hielo una jarra de plástico. Sentada en la cama, sostuvo el vaso mientras su madre bebía por una pajita.

– Mucho mejor. -Sheila tenía los ojos abiertos y vivaces, pero le costaba respirar-. ¿Has comido? Tina preparó algo que recuerda al revuelto de verduras.

– Me tomé un bocadillo en el hospital.

– ¿Qué hacías allí?

– Fui a ver a Jane Doe -explicó Darby-. Se llama Rachel Swanson. Se ha despertado hoy.

– Háblame de ella.

– ¿No prefieres descansar? Pareces fatigada.

Sheila hizo un gesto de rechazo.

– Voy a disponer del resto de mi vida para dormir.

Darby se preguntó de dónde sacaba su madre el valor, qué imágenes usaba para consolarse de su destino.

La ayudó a sentarse. Cuando Sheila estuvo cómoda, Darby le relató la escena vivida en el hospital.

– ¿Qué se sabe de Carol Cranmore? -preguntó su madre.

– Seguimos buscándola. -Darby se percató de que había cogido la mano de su madre-. Pero tenemos algo. Algo que tal vez nos sirva para capturar a la persona que la tiene retenida.

– Esa es una buena noticia.

– Sí.

– Pues no te veo muy animada… ¿Por qué?

– Si no sale bien, es probable que la mate.

– Eso escapa de tu control.

– Lo sé, pero he presionado para llevar adelante ese plan que tenemos previsto ejecutar mañana. Ahora me pregunto si me habré equivocado.

– Lo que quieres es que alguien te asegure que va a funcionar.

– Me huelo una reprimenda.

– Siempre has sido así, desde el día en que naciste. Tenías que controlarlo todo.

– ¿Y quién dice que he cambiado?

Sheila sonrió.

– Ahora eres una persona responsable… y lista. Muy lista. No lo olvides.

– La persona que buscamos es más lista aún. Lleva mucho tiempo haciendo esto. Además, podría haber más mujeres aparte de Carol. Quizá sigan vivas. Si no lo capturamos mañana, podría matarlas.

Su madre parpadeó y cerró los ojos.

– Prométeme una cosa.

– Sí, mamá, seguiré virgen hasta el matrimonio…

– Además de eso -dijo Sheila-. Prométeme que no te culparás si algo sale mal. No puedes culparte por cosas que no está en tu mano controlar.

– Parece un buen consejo. -Darby besó a su madre en la frente y se levantó-. Creo que probaré cómo está ese revuelto. ¿Quieres algo más?

– ¿Puedes traerme un caramelo? Tengo la boca tan seca…

Cuando Darby volvió, su madre ya dormía. Le tomó el pulso. Seguía allí.

Se dirigió al cuarto de invitados e intentó leer el informe del caso, pero lo único que veía eran las fotos de Carol Cranmore: Carol caminando por aquella celda oscura, con las manos extendidas; Carol chocando contra un muro, cautiva, aterrada.

Darby cerró el informe y se llevó el walkman a la butaca. Escuchó la conversación con Rachel Swanson, con la mirada fija en la ventana, en los árboles que temblaban con el viento bajo el cielo oscuro. Carol Cranmore estaba allí fuera, empapada en oscuridad y miedo.

«Aguanta, Carol. Lucha y aguanta.»

Darby pensó en los micrófonos y sintió que una llama de esperanza prendía en su interior. Era pequeña, pero suficiente. Apagó el reproductor, se arropó con la manta e intentó conciliar el sueño.

Capítulo 38

Carol Cranmore yacía acurrucada en el suelo frío, debajo de la cama, intentando darse calor con la manta. Había dejado de temblar, pero el corazón seguía latiéndole con fuerza.

El hombre de la máscara no le había hecho daño. La había cogido del pelo, le había dicho que dejara de resistirse y que cerrara la boca; en caso contrario, no le permitiría hablar con su madre.

Él se había colocado a su espalda; ella había notado algo afilado en la garganta. Un cuchillo, le dijo; le comunicó lo que tenía que decir y luego hizo que se lo repitiera. Ella obedeció. Luego le ordenó que volviera a repetir esas palabras, esta vez ante una grabadora.

Carol todavía hablaba cuando saltó la cinta. Él apartó el cuchillo y le dijo que se tumbara en el suelo, boca abajo. Lo hizo. Que cerrara los ojos. Lo hizo. La puerta se abrió y se cerró, el golpe resonó en su pecho. Oyó el ruido de la llave; volvía a estar sola, atrapada en aquella horrible oscuridad.

En algún momento se durmió. Se sentía mareada, la manta estaba húmeda de saliva. Pensó en el bocadillo que se había comido hacía un rato. Le había dejado un gusto raro en el paladar. ¿Estaba drogado? ¿Por qué el hombre de la máscara querría drogaría y hacerla dormir?

¿Y por qué había tomado esas fotos? ¿Planeaba enviárselas a su madre junto con la cinta y pedir una recompensa? No tenía sentido. En las películas y series de televisión raptaban a gente rica. Con sólo echar un vistazo a su barrio ya habría podido saber que allí no vivía nadie con dinero. Entonces, ¿para qué quería esas fotos?

Carol lo ignoraba, pero estaba segura de una cosa: el hombre de la máscara volvería a por ella, y esa vez quizá le haría daño. Quizá la matara. ¿Cómo iba a defenderse?

¿Había algo en aquel cuarto que pudiera usar?

Pasó los dedos por el borde de la cama y notó la áspera tela de poliéster que envolvía el armazón de metal. ¿Había alguna forma de desarmar aquellos tubos de metal? Sacudió con fuerza la cama, pero ésta no cedió. ¿Por qué no se movía?

Sus dedos palparon las tuercas y los tornillos que clavaban la cama al suelo. La cama estaba inmóvil, firmemente asentada en el suelo.

Carol se pasó media hora intentando partir un trozo de metal. Sin suerte.

El corazón le latía con fuerza debido al esfuerzo; la invadió otra oleada de miedo, un escalofrío que le recorría la piel. Apartó a un lado el terror que sentía. Tenía que mantener la mente lúcida. Tenía que pensar. «¿Qué más hay aquí?»

Carol repasó mentalmente el habitáculo: ducha, lavabo, retrete y cama. Necesitaba un instrumento afilado, algo que pudiera usar para apuñalarlo…

El retrete. En una ocasión había ayudado a uno de los novios de su madre a cambiar un pedazo de plástico que había en la cisterna, y recordaba los elementos que había visto: la palanca y el dispositivo. Ambos eran de metal. A continuación del dispositivo había una larga pieza de metal de extremo afilado. Podía usarla como arma. Podía clavársela, pero no le haría daño.

Podía clavársela en los ojos. A ver si la encontraba a ciegas.

Carol avanzó a tientas hasta el retrete. Se golpeó el tobillo con él, se agachó y palpó el asiento. Deslizó los dedos hasta la cisterna. No había cisterna: sólo frías tuberías de metal que goteaban.

El pánico se apoderó de ella. La voz de su cabeza, la misma que tanto se parecía a la de su madre, la reprendió para que alejara esos funestos pensamientos, para que se calmara y pensara con claridad.

Carol no quería pensar. Recorrió, tambaleante, la sala hasta dar con la puerta de acero.

– Tony, ¿me oyes? -Golpeó la puerta con los nudillos-. ¡Tony! ¿Estás ahí? ¡Contéstame!

Un ruido insistente, similar al del timbre de un colegio, la sobresaltó.

La puerta se abría. Crac-crac-crac.

Carol corrió hacia la cama y se escondió debajo, con la manta enrollada en la mano, como si fuera una cuerda, preparada para amortiguar el impacto si él la atacaba con un arma afilada.

El hombre de la máscara no entró.

Carol contempló una débil luz procedente del exterior. En el suelo, a unos tres metros de la puerta, había una botella de agua y un bocadillo envuelto en film transparente.

¿Estaba escondido en el rincón?

Carol no distinguía ninguna sombra en el suelo. Tal vez él estuviera a una distancia prudencial de la puerta, esperando a que ella se decidiera a salir. ¿Esperaba que saliera a coger la comida? Si daba un paso, ¿caería sobre ella el hombre de la máscara?

– ¿Hola?

No era la voz de Tony; era una voz de mujer, débil pero clara.

– ¿Alguien puede oírme? -preguntó la mujer.

– Te oigo -dijo Carol. Se secó las lágrimas de los ojos y observó la puerta, alerta, dispuesta a luchar-. Me llamo Carol. Carol Cranmore. ¿Dónde estás? ¿Quién eres?

– Soy Marci Wade. Estoy en mi cuarto.

– No salgas -gritó otra mujer.

¿Cuánta gente había allí con ella?

El timbre sonó de nuevo. La puerta se cerraba.

Y entonces empezaron los gritos.

Capítulo 39

Darby empezó la mañana en la comisaría de Belham. Eran las seis en punto. Coop y ella estaban al fondo de la gran sala de juntas. Había ejemplares del Herald por todas partes.

Carol Cranmore ocupaba la portada: «¿Dónde está? La policía sigue la pista de un asesino demente.»

Darby ya había leído el artículo. No es que contuviera mucha información, más bien conjeturas dispuestas aquí y allá entre multitud de fotos. Un fotógrafo había captado la imagen de Dianne Cranmore derrumbada en las escaleras del porche de su casa, las manos tensas en el aire.

El último párrafo contenía el anzuelo:

Una fuente cercana a la investigación reveló que la policía había encontrado una pista clave que podría dar un impulso definitivo al caso. Los técnicos del laboratorio, con la ayuda de expertos federales y del agente especial Evan Manning, de la Unidad de Apoyo del FBI, efectuarán hoy un nuevo registro de la casa.

Ahora lo único que faltaba era que el Viajero se dignara a aparecer.

Banville ocupó la tarima. Su habitual cara de perro presentaba ese día una expresión de evidente fatiga. A su espalda, enfocado en la pared, había un mapa de las calles adyacentes a la casa de Carol. Cualquier posible vía de salida estaba señalada con alfileres rojos.

Cuando se apagó el murmullo de voces, tomó la palabra.

– Técnicos del FBI procedentes de la oficina de Boston entraron anoche en la casa Cranmore y determinaron que las escuchas están activas y retransmiten en la misma onda. El mecanismo se activa mediante control remoto, lo que significa que los micrófonos pueden ser conectados y desconectados para ahorrar batería. Dichos dispositivos alcanzan un radio máximo de ochocientos metros. En este momento, están desconectados.

»Tendremos agentes destinados en coches camuflados en los puntos clave, en un radio de ochocientos metros de la casa. Otros detectives y agentes de patrulla, fingiendo ser voluntarios, cubrirán la zona repartiendo panfletos con la foto de Carol y anotando los números de matrícula.

»No cabe presuponer que él esté sentado en la parte de atrás de una furgoneta. El equipo de vigilancia que usa no es muy sofisticado y podría esconderse fácilmente debajo del asiento de un coche. Me han informado de que el receptor podría ser un aparato disimulado en algo tan simple como una radio con auriculares. Incluso es posible que pueda conectarlo a la radio del coche y oír por los altavoces. Hay que estar alerta ante cualquier varón blanco que lleve auriculares o esté sentado solo en un vehículo. Si alguien lo ve, informad… Y recordad usar la frecuencia que os he dicho. No uséis los móviles.

»Tres camiones de reparto irán peinando la zona. En ellos los técnicos del FBI controlarán la señal de los micrófonos en cuanto éstos se activen. Rastrearán el receptor. Cuando capten la señal, avisarán a los agentes del SWAT para que entren en acción. No debéis acercaros al sospechoso por vuestra cuenta, en ninguna circunstancia. Agente especial Manning, ¿hay algo que quisiera añadir?

Evan, situado en uno de los rincones de la sala, clavó la mirada en el suelo durante un instante antes de dirigirse al grupo.

– Sé que ha habido mala sangre entre las comisarías de policía y la oficina de Boston. Por lo que a mí respecta esta investigación está a cargo del inspector Banville. Solicitaron nuestra ayuda y aquí estamos. Todos perseguimos el mismo objetivo: encontrar a Carol Cranmore y devolverla a su casa. No me importa quién se apunte el tanto.

»Dicho esto, me gustaría enfatizar una vez más la importancia de extremar la cautela. Si detectan algo sospechoso, informen de ello al instante. Sólo disponemos de una oportunidad y no podemos permitirnos el lujo de desaprovecharla. Piensen que el individuo está en constante alerta, porque así es.

Los agentes de la sala asintieron con expresión solemne y la mirada fija.

Banville dedicó media hora a explicar cómo bloquearían calles y carreteras. Si el Viajero estaba escuchando en cualquier punto de aquel radio de ochocientos metros, no habría forma de que pudiera escapar.

La reunión se disgregó. Los asistentes desocuparon los asientos.

Evan se abrió paso entre el grupo hacia el fondo de la sala.

– Podría ser una espera muy larga -dijo a Darby y a Coop-. ¿Por qué no volvéis al laboratorio a ver si encontráis algo más en la fibra color tostado? Os llamaré en cuanto descubra algo.

– Nuestro jefe nos quiere aquí -repuso Coop.

– No hay ninguna garantía de que esté escuchando esta mañana -dijo Evan-. Podría empezar por la tarde. Sería más provechoso que invirtierais el tiempo en el laboratorio.

– Un caso como éste genera mucha confusión: hay gente que tiende a montarse su guerra, todos quieren ser héroes -dijo Darby-. Si dais con él, necesitaréis a gente para que controle la escena del crimen. Necesitaremos todas las pruebas que podamos conseguir para ponerlo contra las cuerdas.

Evan asintió.

– Crucemos los dedos y esperemos que muerda el anzuelo.

Darby se encaminó hacia la puerta. La cara sonriente de Carol la observaba desde todas partes.

Capítulo 40

Una ligera llovizna caía sobre Boston, congestionando las autopistas.

Daniel Boyle, al volante de la furgoneta Federal Express, puso el intermitente y giró a la izquierda; descendió despacio por la rampa mientras los amortiguadores gemían por el peso de la parte trasera.

Dos policías vigilaban el área de carga y descarga. Boyle se detuvo delante de un largo tramo de placas de acero. Sabía de qué se trataba. Con sólo apretar un interruptor, las placas descendían, dejando al descubierto una serie de clavos que agujerearían las ruedas de cualquier vehículo que intentara huir.

Un poli obeso de mejillas caídas se dirigió a él bajo la lluvia. Boyle bajó la ventanilla, y adoptó su mejor sonrisa y su tono más amable.

– Buenos días, agente. Ésta no es mi ruta habitual, estoy haciendo una sustitución. Traigo un paquete para el laboratorio. ¿Podría indicarme adónde debo dirigirme?

– Primero firma aquí.

Boyle cogió la carpeta. Llevaba guantes de piel en las manos. Escribió «John Smith» en la lista de entradas. El nombre encajaba con la foto plastificada que llevaba prendida del bolsillo de la camisa. Boyle disponía de otras credenciales en caso de necesidad.

Devolvió la lista al agente por la ventanilla. El compañero del gordo estaba ocupado echando un vistazo a la furgoneta.

– Baja esta rampa hasta el final y aparca. No tiene pérdida, está muy bien señalizado -dijo el poli obeso-. Las entregas se realizan por esa puerta gris de ahí. Sigue el pasillo que lleva al mostrador central. Alguien te firmará el acuse de recibo. No hace falta que subas el paquete.

Boyle iba a soltar el freno cuando el segundo poli dijo:

– Llevas la parte de atrás de la furgoneta bastante hundida, compañero.

– Los amortiguadores están fatal -dijo Boyle-. Hago tres repartos más y me voy directo al taller. Al paso que voy, tendré que trabajar hasta las seis de la tarde. Menuda forma de empezar el día, ¿eh?

El poli gordo, harto de soportar la lluvia, le indicó que pasara.

Se oyó un ruido cuando la furgoneta pasó por las placas de metal. Enfiló la rampa y fue hacia el aparcamiento. Las cámaras de seguridad dispuestas en los muros recorrían la zona. Boyle se bajó la gorra para que le ocultara la cara.

Había muchos espacios vacíos en la zona de carga y descarga. Boyle escogió el que quedaba más cerca de las escaleras. Boyle se apeó de la furgoneta, abrió la parte trasera, agarró el pesado paquete y fue hacia el interior.


La furgoneta blanca de vigilancia, provista de periscopio y de transmisores y receptores de microondas, estaba diseñada para parecer un vehículo de reparaciones de la compañía telefónica. El conductor iba vestido a conjunto.

Darby estaba sentada junto a Coop en un banco forrado de tela, cerca de las puertas traseras. Frente a ella, en el banco contrario, había dos miembros del SWAT de Boston. Los dos sudaban bajo el grueso atuendo militar. Uno mascaba chicle y hacía globos, mientras el otro revisaba la impresionante ametralladora Heckler & Koch MP7 que llevaba cruzada sobre el pecho.

Ella no tenía ni idea de dónde estaban. No había ventanas. El reducido habitáculo olía a café y a desodorante masculino.

Banville ocupaba una silla giratoria dispuesta frente a una mesa pequeña pero útil. Mantenía una conversación privada con uno de los técnicos del FBI. Darby se preguntaba qué estaría pasando.

Otro federal, con los auriculares colocados sobre su enorme calva, escuchaba la charla de Evan dentro de la casa; a veces hacía una pausa para hablar con su compañero, que estaba ocupado en observar la pantalla de un ordenador portátil conectado a un equipamiento de aspecto futurista que se usaba para controlar la frecuencia de los micrófonos. En ese momento, estaban desconectados.

En algún momento se produciría la llamada. Los técnicos del FBI captarían la señal y el SWAT de Boston recibiría la orden de entrar en acción. El SWAT de Boston actuaba con eficacia, rapidez y contundencia.

Sonó el teléfono. Darby se tensó y clavó los dedos en el borde del banco.

Banville contestó. Escuchó durante un minuto entero antes de colgar. Negó con la cabeza.

– Los micrófonos siguen apagados -dijo por fin.

Darby se secó las palmas húmedas en los pantalones. «Vamos, maldita sea. Conéctalos.»


El vestíbulo de mármol de la comisaría de Boston era impresionante. Boyle estaba seguro de que las cámaras de seguridad le enfocaban en ese preciso instante, grabando todos sus movimientos. Había polis por todas partes. Avanzó cabizbajo hacia el mostrador.

El tipo uniformado que había al otro lado del mostrador leía el Herald bajo una lámpara baja. Boyle dejó el paquete sobre el mostrador de madera.

– ¿Quiere que lo suba? -preguntó Boyle-. Pesa bastante.

– No, lo haremos nosotros. ¿Tienes que firmar algo?

– No hace falta -dijo Boyle-. Que tenga un buen día.


Billy Lankin no conseguía quitarse de la cabeza la furgoneta de FedEx. No era un gran experto en coches, pero tenía casi la certeza de que el problema de aquel vehículo no eran los amortiguadores.

El compañero de Billy, Dan Simmons, bebía café. El eco de la lluvia sobre el techo llenaba la caseta.

– Es la octava vez que bajas al aparcamiento, Billy.

– Es por la furgoneta de FedEx. No me convence.

– ¿A qué te refieres?

– El modo en que se hundía la parte de atrás -dijo Billy-. No creo que los amortiguadores estén gastados.

– Si tanto te preocupa ve a echarle un vistazo.

– Creo que eso voy a hacer.

Capítulo 41

Boyle abrió la puerta que daba al aparcamiento. Vio al poli que había revisado la parte trasera de la furgoneta mirando por la ventanilla del conductor.

«Sonríe y finge, no pasa nada.»

– ¿Algún problema, agente?

– ¿Desde cuándo cerráis con llave las furgonetas, chico? ¿No os fiáis de nosotros? -El poli sonreía, pero en su tono planeaba una leve amenaza.

– Es la costumbre -dijo Boyle, y le devolvió la sonrisa-. Mi ruta habitual es la de Dorchester. Cuando empezaba, unos chavales me robaron mientras hacía una entrega. ¿Adivina quién se la cargó?

– ¿Te importa que eche un vistazo a la parte de atrás?

– Adelante.

Boyle buscó las llaves en el bolsillo de la cazadora. Notó el Cok Commander enfundado en la cartuchera.

Boyle abrió la puerta trasera. El poli se pasó la lengua por los dientes mientras miraba las cajas dispuestas en los estantes. Boyle se preguntó si el agente entraría en la furgoneta y empezaría a mover las cajas. Las bombas de fertilizante estaban guardadas en grandes cajas debajo de los estantes. Boyle no había dejado nada al azar.

El poli sacó la cabeza.

– Será mejor que revises esos amortiguadores.

– Ahora mismo voy al taller -dijo Boyle-. Conozco uno muy bueno.


Diez minutos más tarde Boyle se hallaba al volante en dirección a Storrow Drive. Se puso los auriculares y sintonizó el iPod en la frecuencia del pequeño aparato que había colocado en los pliegues de cinta del papel marrón que envolvía el paquete.

Ruidos sordos, gente que hablaba, voces lejanas y próximas. Una voz le llegó por los auriculares.

– Dios, ¡cómo pesa esto!

Luego se oyó un golpe, y la misma voz dijo:

– Eh, Stan, hazme un favor y pon el resto del correo en la cinta, ¿vale?

– Pensaba que querías que fuera a por algo de comer.

– En un minuto. Acaba de entrar un paquete para el laboratorio. Quiero llevarlo arriba.

Boyle cogió la BlackBerry y tecleó un mensaje a toda prisa: «Paquete entregado. A punto de pasar por rayos X. ¿Test de explosivos?».

Boyle envió el mensaje y esperó. Ojalá pudiera hablar con Richard. Sería mucho más rápido y más fácil que teclear mientras conducía.

La respuesta de Richard no tardó en llegar: «Verán el maniquí por rayos X y lo subirán enseguida al laboratorio».

Boyle deseó que Richard tuviera razón. Escribió: «Estoy a veinte minutos del hospital. ¿Y Darby?».

Cinco minutos después llegó la respuesta de Richard.

«Está en un coche, con los del SWAT. Conectaré los micrófonos dentro de treinta minutos. Avisa cuando estés listo.»

Boyle aceleró.


Stan Petarsky, uno de los técnicos de rayos X contratados por la comisaría de Boston, estaba sentado en un taburete detrás de los controles. Bebía café para despejarse. La noche anterior había mantenido la enésima discusión con su mujer, que le reprochaba su afición a la bebida, y en este momento no sabía qué era peor, si la insoportable resaca o el eco de la voz regañona de su mujer martilleándole la cabeza.

Un trago de Jim Beam los acallaría a los dos. Tendría que esperar hasta la hora de comer, a que abriera el bar que había en la acera de enfrente.

El paquete avanzaba por la cinta transportadora. Cuando llegó a la máquina de rayos X, Stan manipuló los controles hasta que el paquete apareció claramente en el monitor, situado a la altura de sus ojos.

Stan se levantó enseguida, con tanto ímpetu que derribó el taburete.

– Jimmy, ven aquí.

– ¿Qué?

– Mira esto.

Stan dio un paso atrás para que Jimmy pudiera disfrutar de una vista completa de la pantalla.

En el interior del paquete había varios miembros y una cabeza. Stan podía distinguir brazos y piernas. Al lado de la cabeza había una mano que llevaba anillos y un reloj de pulsera.

Stan sintió un vuelco en el estómago, tan fuerte que creyó que iba a vomitar.

Jimmy se pasó una mano temblorosa por los labios secos.

– Saca el paquete de la máquina un momento. Quiero ver algo.

Stan obedeció. Jimmy se puso las lentes bifocales y examinó la escritura.

– Busca el nombre del remitente -dijo Jimmy. Estaba lívido.

– Carol Cranmore -dijo Stan-. ¿Y qué?

– Así se llama la chica desaparecida. ¿No has visto las noticias?

– ¡Dios santo! ¿Crees que su cadáver está ahí dentro?

– Será mejor que llames arriba para decírselo.

– Hazlo tú. Antes tengo que someterlo al test de explosivos.

– ¿Crees que lleva una bomba metida en el culo?

– Tranquilo, me limito a seguir el procedimiento.

– Tengo que hacer un par de llamadas. Mientras estoy al teléfono, ¿por qué no te haces un favor y buscas un chicle o un caramelo de menta? Me estoy mareando con tu aliento, ¿captas lo que te digo?


Darby se removió en su asiento. En la pantalla del ordenador aparecían dos pares de líneas estables que recordaban a un electrocardiograma.

Se moría por que sucediera algo, necesitaba actuar. Cruzó y descruzó las piernas.

Coop se inclinó hacia ella y le susurró al oído:

– ¿Te pasa algo en el culo?

– Estos aparatos ya deberían estar conectados.

– Ten paciencia.

Pasó media hora más.

– Anoche hablé con mi hermana -dijo Coop-. Trish ingresará en el hospital mañana. Van a provocarle el parto.

– ¿Cuánto tiempo lleva de retraso? -Darby seguía atenta al portátil.

– Casi dos semanas. Al final han escogido nombre para mi sobrino. Fabrice.

– ¿Le van a poner el nombre de un ambientador?

– No, eso es Febreze. He dicho Fabrice. Es francés, como su marido.

– Pobre crío, será mejor que nazca con un par de cojones.

– Dímelo a mí -replicó Coop-. Brandy me dijo que el nombre sonaba moderno y con estilo.

– ¿Brandy?

– La chica con la que salgo ahora. Está estudiando cosmética. Cuando se gradúe, quiere irse a Nueva York y dedicarse a poner nombre a los pintalabios.

– ¿Qué significa eso? ¿Nombres de pintalabios?

– Las compañías cosméticas no pueden usar nombres como rosa y azul. Tienen que encontrar otros más sugerentes, que vendan, como rosa dulce o lavanda fresca. Esos nombres son suyos, por cierto.

– Vaya, no me cabe duda de que es la más lista de todas tus novias.

Las líneas de la pantalla del portátil empezaron a vibrar.

– Los dispositivos de escucha están en marcha -dijo el técnico del FBI.

Darby se agarró al borde del asiento. La furgoneta se puso en movimiento.

Capítulo 42

Los servicios del hospital olían a lejía. Boyle estaba solo. Entró en el último retrete del extremo izquierdo. Ya se había despojado de la cazadora y la gorra de FedEx. La mochila vacía, que llevaba colgada a la espalda, estaba ahora en el suelo.

Boyle llevaba un atuendo verde de cirujano debajo de la ropa. Se cambió las botas por unas zapatillas deportivas. Después de atarse una badana a la cabeza, guardó las botas y la ropa de FedEx en la mochila y abrió la puerta del retrete.

Se miró al espejo. Bien. Llevaba unas gafas de montura negra en el bolsillo del pecho. Se las puso.

Boyle arrojó la mochila en el cubo de basura. Sacó la BlackBerry y escribió: «Preparado. En posición».

Boyle abrió la puerta y salió al brillante y bullicioso pasillo de la octava planta. Avanzó por él y se detuvo junto a las grandes ventanas que daban a la entrada del Mass General.

Los únicos vehículos que no tenían acceso restringido a la puerta principal eran los taxis y las ambulancias. Vio seis de estas últimas aparcadas delante. Dos más se acercaban. La policía estaba ocupada dirigiendo el tráfico. Había más agentes de lo acostumbrado para tratar a la inquieta turba de periodistas, que estaban agrupados cerca del viejo edificio de ladrillos que hacía las veces de almacén del hospital.

El mensaje de Richard llegó cinco minutos más tarde: «Adelante». Boyle se palpó el interior del bolsillo. Notó el tacto frío del detonador.

Se alejó de las ventanas y se dirigió a la UCI. Nada más llegar a la sala de espera, presionó el botón.

Se oyó una detonación lejana, seguida del ruido de cristales al hacerse añicos. Luego empezaron los gritos.


Stan Petarsky se esforzaba en no pensar en el cadáver que había dentro de la caja que tenía a sus pies. Intentaba distraerse con alguna idea agradable -como un Jim Beam con hielo- cuando se abrió la puerta del ascensor.

Erin Walsh, la guapa rubia con la que en ocasiones coincidía en la cafetería, salía por la puerta con el móvil en la mano y le indicó por señas que la acompañara hacia la escalera. Stan cogió la caja y la llevó al Laboratorio de Serología.

Erin empezó a sacarle fotos. Stan no quería permanecer cerca de un cadáver mutilado. Se encaminaba a la puerta, pensando en cómo agenciarse un trago de Jim Beam, cuando el paquete hizo explosión.

Capítulo 43

Darby disfrutaba de una visión nueva: un monitor mostraba lo que sucedía en el exterior de la furgoneta.

Conducían a buena velocidad por Pickney Street, a tres manzanas de la casa Cranmore. Las viviendas eran algo mejores por esa zona, aunque no demasiado. Darby distinguió más de un coche abandonado en la calle.

Karl Hartwig, uno de los miembros del SWAT, iba de rodillas en el centro de la furgoneta; el periscopio le tapaba la cara. El resto tenía la mirada fija en el portátil.

En el monitor se veía cada vez más cerca una desvencijada furgoneta negra, aparcada en el lado izquierdo de la calle, cerca de una arboleda que conformaba un pequeño tramo de bosque empinado.

Unos puntos parpadearon en la pantalla del portátil.

– Está en la furgoneta negra -dijo el técnico del FBI.

Hartwig habló por el micrófono que llevaba en el pecho.

– Alfa Uno, aquí Alfa Dos, confirmamos presencia de una furgoneta Ford negra con cristales tintados y sin matrícula aparcada en Pickney Street. Cambio.

– Roger, Alfa Dos. Vamos hacia allí.

Un momento después el vehículo de vigilancia se detuvo. El motor seguía en marcha, Darby notaba la vibración del suelo. Hartwig movió el periscopio.

El monitor mostraba un camión de UPS ubicado al final de la misma calle por donde ellos habían venido. El vehículo avanzó unos cuantos metros antes de detenerse. Darby captó un fogonazo oscuro que procedía de la parte trasera.

El camión de UPS no se movió. Darby sabía que permanecería allí para bloquear la calle.

La energía estática resonó por el micrófono de Hartwig.

– Alfa Dos, aquí Alfa Uno.

– Equipos Alfa Tres y Cuatro están ocupando posiciones. Mantente a la espera.

– Roger, Alfa Uno. Listo.

El camión de UPS pasó frente al bosque.

El tercer vehículo de vigilancia, una furgoneta de una floristería, bajaba por Coolidge Road.

El Viajero no tenía escapatoria.

La furgoneta negra no se había movido.

Banville colgó el teléfono.

– Todas las salidas están cortadas. Todo el mundo a sus puestos.

– Alfa Uno, todos los equipos listos para actuar -dijo Hartwig-. Estamos en posición y a la espera. Corto.

– Entendido, Alfa Dos. Listos para empezar.

– Lo mismo digo, Alfa Uno.

Darby advirtió que la furgoneta se alejaba de la curva, se paraba y daba media vuelta. Hartwig cerró el periscopio y se agachó al lado de su colega cerca de las puertas traseras. Prendidas de los cinturones llevaban granadas de dispersión, también conocidas como flashes por el resplandor cegador y el ensordecedor estruendo que provocaban. Se había autorizado una partida de explosivos.

Darby vio la furgoneta negra en el monitor. Seguía sin moverse. Hartwig se volvió hacia ella y le dijo:

– Vosotros dos os quedáis aquí hasta que la zona esté controlada, ¿me explico?

La furgoneta aminoró la velocidad.

Hartwig hizo una señal a su compañero. Las puertas traseras se abrieron.

Los dos agentes del SWAT saltaron hacia el exterior, y dejaron las puertas abiertas. Llovía un poco. Darby se movió para tener una perspectiva mejor.

Los agentes del SWAT ya habían ocupado posiciones detrás de la Ford negra. Sus manos enguantadas estaban en la puerta. Otro agente del SWAT llegó corriendo desde el bosque, pistola en mano, apuntando hacia la ventanilla del lado del conductor.

Hartwig hizo una seña con la mano. Un agente del SWAT tiró de la manecilla y las puertas traseras de la Ford se abrieron de par en par.

Hartwig lanzó las granadas hacia el interior, y antes de cerrar los ojos Darby vio a un hombre, con una chaqueta oscura, sentado ante una mesa con un aparato que emitía lucecitas brillantes.

La explosión de la granada provocó una luz cegadora y un gran estruendo. Hartwig rodeó el vehículo y sacó su arma, apuntando con el láser a la espalda del individuo. Éste seguía sentado frente a la mesa. No se había movido y tenía las manos metidas en los bolsillos.

– ¡Las manos encima de la cabeza, ya, levanta las manos y no te muevas!

El Viajero no se movió.

Darby notó que el vehículo donde viajaban frenaba de golpe. Banville la apartó y se apeó. Hartwig corría hacia la parte trasera de la Ford.

– ¡He dicho las manos en la cabeza! ¡Ahora mismo!

Hartwig derribó al Viajero al suelo.

Darby saltó hacia el exterior. El rato de espera le había entumecido las piernas. Quería entrar con el agente del SWAT, quería ver la cara del Viajero cuando éste pronunciara el nombre de Carol.

Hartwig bajó de la furgoneta. Negaba con la cabeza. Fue a decirle algo a Banville.

Coop estaba ahora a su lado. El Viajero estaba tendido en el suelo. Inmóvil.

Banville regresaba.

– ¿Qué pasa? -preguntó Darby.

– Es un cadáver sujeto a una cadena -dijo Banville-. ¿Qué coño significa esto?

– ¿Qué? La granada no ha podido matarlo.

– Lleva varias horas muerto -dijo Banville-. Estrangulado.

– ¿Y a qué viene todo ese montaje?

Banville no contestó. Había vuelto a entrar en el vehículo y tenía el teléfono en la mano.

– Tiene que ser él -dijo el técnico del FBI-. La señal de los micrófonos nos lleva a esa furgoneta. Mirad, hay un receptor L32 dentro.

– Tal vez esté usando el equipo para retransmitir la señal hacia otro lugar -dijo su compañero.

La conmoción y el ruido, amén de la visión de ocho miembros del SWAT cerniéndose sobre la furgoneta, había atraído a los vecinos. Pese a la pertinaz lluvia estaban en las puertas de sus casas, ansiosos por saber qué estaba pasando.

– Acordonemos la escena -dijo Darby a Coop.

En medio de la calle había una niña, de no más de ocho años. Llevaba un impermeable amarillo e iba cogida de la mano de su madre. La niña parecía asustada, al borde del llanto. Darby la estaba mirando cuando la explosión de la furgoneta levantó a la cría y a su madre por los aires.

Capítulo 44

La sirena de evacuación resonaba por los altavoces del hospital. Daniel Boyle se abrió paso entre un gentío de civiles, médicos y enfermeras que corrían en todas direcciones, personas que chocaban unas contra otras, que caían, en esa búsqueda desesperada de encontrar una salida que los alejara del polvo y del humo que invadían los pasillos.

La sala de espera de la UCI estaba vacía; las puertas, abiertas. Nadie vigilaba la habitación de Rachel. Los dos policías encargados de la guardia habían sido requeridos o bien habían decidido marcharse.

Boyle corrió pasillo abajo. Las enfermeras de la UCI habían abandonado sus puestos. Estaba solo. Miró por la ventana de la habitación de Rachel Swanson. Estaba dormida.

Boyle empujó la puerta con el brazo, con cuidado para no dejar huellas.

Del bolsillo de la chaqueta sacó una aguja hipodérmica. Partió el envoltorio de plástico con los dientes, dejando la aguja al aire, y presionó el pulgar contra el extremo opuesto mientras avanzaba hacia la cama.

Boyle habría deseado despertarla, habría deseado oírla gritar una última vez antes de que empezaran las convulsiones.

La aguja penetró en el catéter. Daniel Boyle inyectó el aire en el tubo.

Pasó el puño de la chaqueta por el tubo con gesto enérgico y en unos segundos se dirigía hacia la puerta. Misión cumplida.

Cubrió la jeringuilla con la cápsula de plástico y se la guardó en el bolsillo.

Cruzó el umbral y caminó rápidamente por el pasillo. Nadie se fijaba en él…

Un guardia de seguridad del hospital estaba al lado de la unidad de enfermería. El hombre iba vestido con un impermeable oscuro y llevaba un auricular y un micrófono en la solapa. Miraba a su alrededor, en busca de heridos, cuando vio a Boyle.

Boyle corrió hacia él.

– Aquí no hay nadie -le dijo-. Todo despejado.

Una alarma sonó detrás del mostrador central.

El guardia de seguridad se giró para mirar los monitores.

– ¿Qué pasa?

Boyle fingió estudiar los números del monitor.

– Uno de los pacientes ha sufrido un paro cardíaco -manifestó Boyle-. Ya me ocupo yo. Asegúrese de que todo el mundo llega hasta la escalera.

– ¿Está seguro de que no necesita ayuda?

– No, puede irse. Ya me encargo yo.

El guardia de seguridad no se movió.

Con mucha calma, como si buscara un bolígrafo, Boyle deslizó la mano en el interior de la bata blanca y desprendió el cierre de la cartuchera. Abatiría a aquel poli de alquiler si no le quedaba otro remedio; primero lo abatiría y luego iría corriendo hacia la escalera.

No hizo falta. El guardia se había ido. Boyle le vio marchar, luego dobló la esquina y entró en los servicios. Recogió la mochila de la papelera y avanzó hacia un policía que orientaba a la gente hacia la escalera. Boyle se fundió entre la multitud formada por pacientes, visitas y personal del hospital.

La mañana era una mezcla de lluvia y de sirenas. Corrió por Cambridge Street y bajó las escaleras del metro.

El día anterior, cuando volvía a casa desde Belham, había comprado una tarjeta multiviaje en South Station. La introdujo en el lector magnético, sin dejar huellas, y permaneció junto al resto de los pasajeros observando el caos. Nubes de humo salían de las ruinas del aparcamiento de carga y descarga. Camiones de bomberos, ambulancias y coches patrulla venían por todas partes. Cambridge Street estaba cubierta de cascotes, trozos de cristal y fragmentos de ladrillo. Boyle vio que la explosión había destruido varias ventanas del almacén.

Cuando llegó el tren, Boyle ocupó un asiento junto a la ventanilla, sacó la BlackBerry y escribió un mensaje para Richard: «Misión cumplida».

Boyle se distrajo pensando en lo que le haría a Carol Cranmore en cuanto ella saliera de su celda. Más pronto o más tarde saldría a buscar comida. Todas lo hacían.

Pero no disponía de todo el tiempo del mundo. Ahora no. Los preparativos para la partida ya estaban hechos. Tendría que matarlas a todas pronto. Esa misma noche, tal vez.

Capítulo 45

Darby sentía palpitar el lado derecho de la cara mientras ayudaba a Coop a trasladar a otro agente del SWAT herido hasta la camilla. El agente estaba inconsciente, pero respiraba.

Pisaban con cuidado sobre los escombros húmedos y avanzaban raudos entre la lluvia y el humo hacia el extremo de la calle donde los heridos yacían en el suelo. Docenas de ellos eran atendidos por el servicio de urgencias y por médicos del Hospital de Belham. Los muertos yacían bajo telas de plástico azul, aseguradas con piedras.

Darby dejó al agente en una camilla. Estaba a punto de salir de nuevo cuando distinguió a Evan Manning, arrodillado en el suelo; levantaba una de las sábanas azules para examinar la cara del fallecido. Ella se abrió paso entre el personal médico, entre sus órdenes dadas a pleno pulmón para que fueran oídas por encima del incesante aullido de las sirenas, del griterío y los sollozos.

Cogió a Evan del brazo.

– ¿Has encontrado al Viajero?

– Aún no. -Parecía realmente sorprendido de verla-. ¿Qué te ha pasado en la cara?

– La onda expansiva me derribó.

– ¿Qué?

– Aquí hay demasiado ruido. Ven.

Darby le llevó al otro lado de la calle, hacia la zona de árboles. Las frondosas ramas los protegían de la lluvia. Allí se podía disfrutar de cierta tranquilidad, aunque no demasiada.

– He intentado llamarte al móvil -dijo Evan, secándose la cara.

– Creo que se rompió con la caída. ¿Qué pasa con el Viajero?

– Todas las calles están bloqueadas, pero hasta el momento no le hemos encontrado.

– No podía andar muy lejos si hizo estallar la bomba, ¿no? Tenemos que asegurarnos de que los coches patrulla registran a todos los transeúntes. Aún podría estar por aquí, tal vez caminando ahora mismo.

– Lo estamos haciendo. Escucha, tengo que irme. Creo que tendré que ir a Boston. Esto no pinta bien.

– ¿Qué pasa en Boston?

– Ha habido una explosión en el laboratorio. Aún no tengo todos los detalles.

De repente, Darby sintió la necesidad de sentarse. No había dónde hacerlo, así que se apoyó en un árbol y respiró hondo. El suelo le temblaba bajo los pies.

– Dos unidades móviles del departamento forense vendrán mañana a primera hora: una aquí, la otra para la explosión de Boston -dijo Evan-. Podemos seguir la investigación desde allí. Tengo que irme. Luego te llamo. ¿Dónde puedo encontrarte?

Ella anotó el número de teléfono de casa de su madre en el dorso de una tarjeta y se la dio.

– Se te está hinchando la cara -dijo Evan-. Deberías ponerte un poco de hielo.

Darby salió de la arboleda y observó a los heridos y a los muertos. Había cuatro cadáveres -no, cinco-, cubiertos por telas azules. Un enfermero extendía una tela azul sobre el cuerpo de otro agente del SWAT.

Desvió la mirada hacia el lugar donde había estado la furgoneta, ahora convertido en un humeante cráter negro. No se había encontrado el cuerpo del hombre que estaba en la furgoneta. Había pedazos de él entre los escombros. Tendrían suerte si algún día llegaban a identificarlo.

Un bombero soltó la manguera. Gritó algo inaudible y cuatro bomberos más se apresuraron a dirigirse hacia una mano ensangrentada que intentaba zafarse de los escombros.

«Podría haber sido yo -pensó Darby-. Si hubiera estado más cerca de la furgoneta, podría haber quedado atrapada, o haber muerto.»

Coop regresaba con otra camilla; en ésta transportaba a una chica joven. Los brazos le colgaban flácidos a ambos lados de la camilla, rozando el suelo, mientras sus ojos inertes contemplaban el oscuro cielo gris, y el agua barría el polvo y la sangre de su cara.

Capítulo 46

A las tres menos cuarto todos los supervivientes habían sido localizados y rescatados. Los bomberos seguían examinando el lugar de la explosión; un par de ellos aún sostenían las mangueras, listas para sofocar algún conato de incendio. Agentes de la ATF [3] y miembros del Cuerpo de Explosivos de la Policía de Boston, vestidos con mono y botas, escudriñaban los escombros.

El jefe de la unidad de artificieros era Kyle Romano, un ex marine con quince años de experiencia en la Brigada de Explosivos de Boston. Era un hombre corpulento, fornido, con el pelo pelirrojo cortado al uno y marcas de acné en la cara.

Romano tenía que gritar para hacerse oír encima del estruendo constante del helicóptero de prensa que sobrevolaba la zona.

– Es dinamita -dijo Romano-. El metal lleno de hoyos no deja lugar a dudas. También hemos encontrado partes de un temporizador y lo que al parecer es un detonador de metal. A partir de la información que me habéis proporcionado, diría que, en cuanto se abrieron las puertas de la furgoneta se envió una señal al temporizador. Ya conoces el resto. Pero tengo una pregunta para ti.

Romano se rascó la nariz. Tenía la cara cubierta de hollín y cenizas.

– He estado hablando con Banville y me ha dicho que el individuo al que perseguís se dedica a secuestrar chicas.

– Exactamente.

– Esto lleva el sello de un ataque terrorista. Un acto como el de hoy garantiza que la atención del mundo se vuelva hacia él. El tipo al que buscáis…, bueno, todo parecía indicar que no quería ser encontrado.

– Creo que está desesperado -dijo Darby.

– Es lo mismo que comentó el agente… Se llamaba Manning, Evan Manning.

– ¿Qué más te ha dicho?

– No mucho. Hablaba de la adolescente desaparecida. -Romano negó con la cabeza y exhaló un suspiro-. La pobre chica es como si ya estuviera muerta.

– ¿Él dijo eso?

– No con esas palabras. -Romano bebió un buen trago de la botella de agua- Por ahora es todo lo que sé.

– ¿Puedo hacer algo por ti?

– Sí, encontrar el trozo de metal que lleva el número VIN del vehículo. Debe de estar enterrado en algún sitio de todo este caos.

– Puedo ayudar a tamizar -dijo Darby.

– Para eso ya tenemos a los de la ATF. No te ofendas, pero los casos de explosivos son distintos de los tuyos. Tengo que delimitar la escena, hay demasiada gente deambulando por aquí. Te agradezco la ayuda.

El vehículo, con las ventanillas rotas por la explosión, formaba parte de la escena del crimen. Técnicos en explosivos lo registraban en busca de restos de pruebas. Darby no podía llevárselo.

Tampoco encontró a Coop. Tendría que volver a casa a pie.

Había periodistas por todas partes. Pasó ante ellos, entumecida, y tomó una calle sólo para ver, unos metros más allá, que estaba cortada para facilitar la labor de búsqueda de los investigadores.

Cuando dejó de andar estaba cerca de East Dunstable Road, a la altura de Porter Avenue. Bajando la calle estaba St. Pius. A seiscientos metros, la Hill. Y en lo alto de ésta, Buzzy's.

La cabina que había usado veinte años atrás para efectuar aquella llamada seguía en el mismo sitio, aunque había sido sustituida por un flamante modelo Verizon, dotado de un receptor de color amarillo brillante. Darby quería llamar a Leland para ver qué había pasado en el laboratorio. Miró si tenía monedas. Sólo tenía billetes, así que entró en Buzzy's a buscar cambio.

La tienda estaba vacía, salvo por la joven dependienta que estaba detrás del mostrador. Un pequeño televisor en color situado sobre una neverita emitía un reportaje sobre la bomba que había estallado en el Mass General.

– ¿Puedes subir el volumen? -preguntó Darby.

– Claro.

El periodista retransmitía desde el lugar del suceso. No disponía de mucha información, pero sí de un montón de imágenes sobre la explosión de un artefacto en el aparcamiento de carga y descarga del Mass General. Mientras hablaba de testigos presenciales que habían descrito un sonido intenso y prolongado, la cámara enfocaba varias imágenes de los destrozos. Darby vio las calles llenas de escombros, taxis y ambulancias volcados. La mitad frontal del Mass General, hecha por completo de vidrio, había volado por los aires. Al ver el cráter humeante su primera idea fue que se trataba de una bomba de fertilizante. Una como ésa, correctamente dispuesta, podía haber causado los inmensos destrozos que ahora veía por televisión.

Docenas de heridos estaban siendo trasladados al Beth Israel. Los pacientes del Mass General esperaban ser evacuados a otros hospitales de la zona. No había información sobre el número de víctimas mortales.

– ¿Estabas allí?

Darby apartó la mirada de la pantalla. La chica se dirigía a ella. Se había pintado la raya de los ojos en exceso y su cara parecía haber caído en una caja de clavos. Llevaba piercings en la nariz, en el labio inferior y en la lengua. Casi todo el espacio disponible de las orejas estaba cubierto por pendientes.

– ¿Viste la explosión? -preguntó la adolescente-. Tu ropa está, bueno, sucia, rota, ¿no? Y vas manchada de sangre.

– Estuve aquí, en la de Belham.

– ¡Oh, Dios mío! Ha tenido que ser aterrador… ¿Viste algún cadáver?

– Necesito cambio para la cabina.

Darby echó las monedas en la ranura y marcó el número del móvil de Leland. Cuando saltó el buzón de voz, probó a llamar a su casa. Contestó su esposa.

– Sandy, soy Darby. ¿Está Leland?

– Un momento.

Darby tragó saliva. Cuando Leland se puso al teléfono le explicó lo sucedido en Belham. Él la escuchó sin interrumpirla.

– Erin me llamó, yo estaba metido en un atasco -dijo Leland cuando Darby hubo terminado de hablar-. Me dijo que había llegado un paquete por FedEx al laboratorio esta mañana temprano. Lo pasaron por rayos X y vieron algo que parecía un cadáver metido en la caja, así que lo subieron a toda prisa. La dirección del remitente era la de Carol Cranmore.

– ¿No lo sometieron al test de explosivos?

– No lo sé. Pero si me pides mi opinión, diría que vieron el cuerpo y decidieron subirlo cuanto antes. He pedido las cintas de la cámara de seguridad del aparcamiento y del vestíbulo.

»Estaba hablando con Erin cuando estalló el paquete -dijo Leland-. No creo que haya sobrevivido. Pappy estaba en un vertedero de Saugus recogiendo muestras de pintura cuando explotó la bomba. La onda expansiva destruyó el laboratorio, los armarios donde se guardan las pruebas… No queda nada.

Darby quería preguntar por otros supervivientes, pero no consiguió articular las palabras.

– Y lamento darte más malas noticias -dijo Leland-. El hospital te estaba llamando hace unos minutos. Rachel Swanson ha sufrido un paro cardíaco. No han podido reanimarla. Esta tarde se practicará la autopsia.

– La ha matado.

– Rachel Swanson estaba enferma, Darby. La sepsis…

– El Viajero tenía que deshacerse de ella. Era la clave para atraparlo y sólo podía hacerlo desviando la atención. ¡Y qué mejor estrategia que una bomba en el hospital! La explosión crea una sensación de pánico. La gente cree que se trata de un ataque terrorista y huye. Nadie se fija en nada. El Viajero entró a matarla. Envía a alguien y sella la habitación, y busca las cintas de las cámaras de la UCI.

– Ya lo he intentado. Los de la ATF no nos permiten tener acceso a ellas. Acabo de hablar por teléfono con Wendy Swanson, la madre de Rachel. Al parecer alguien del laboratorio de New Hampshire la llamó. Contactó con nosotros, preguntando en qué hospital estaba ingresada su hija. Tuve que darle la noticia a la pobre mujer.

– ¿Tienes su número? Quiero hablar con ella sobre Rachel.

– Eso le corresponde a Banville.

– Banville está ocupado con la explosión de Belham. Quiero hablar con la madre a ver si puedo averiguar algo de Rachel, tal vez descubrir por qué la eligieron a ella. Tal vez ella sepa algo que nos ayude a localizar a Carol.

Leland le dio el número. Darby se lo anotó en el antebrazo.

Un teléfono sonaba al fondo.

– Tengo que atender esta llamada -dijo Leland-. Ponte en contacto conmigo si averiguas algo.

Darby llamó a su madre. Nadie se puso al teléfono. Colgó, asustada de que lo inevitable hubiera sucedido. Una sensación de náuseas frías se apoderó de ella mientras corría a casa.

Capítulo 47

La enfermera cerró la puerta del cuarto de Sheila. Su madre estaba dentro, dormida. Sus pulmones emitían un silbido enfermizo debido a los esfuerzos para respirar.

– He tenido que aumentarle la dosis de morfina -dijo Tina, apartando a Darby de la puerta-. Está sufriendo mucho.

– ¿Ha visto las noticias?

La enfermera asintió.

– Intentó llamarte, pero no pudo contactar contigo.

– Se me ha roto el móvil. Llamé desde una cabina. Nadie contestó.

– La explosión ha afectado al suministro de luz y de la línea telefónica. O al menos eso han dicho en las noticias. Pero ella sabe que estás bien. Un amigo tuyo pasó a decírselo. No recuerdo su nombre. ¿Vas a salir otra vez? Puedo quedarme un rato más. No hay problema.

– Ya he terminado por hoy.

Darby cruzó los brazos y se apoyó en la pared. Temía alejarse del cuarto de su madre. Sentía que moverse de allí era como decirle adiós.

– No creo que pase nada esta noche -dijo Tina.

Darby necesitó un momento para reunir el valor suficiente y formular la pregunta.

– En tu opinión, ¿cuándo…?

Tina se humedeció los labios.

– Cualquier día a partir de ahora.


Después de que se marchara la enfermera, Darby escribió una nota para su madre en la que le decía que ya estaba en casa, y la dejó en la mesilla de noche junto a las gafas y las pastillas. Besó a su madre en la frente. Sheila no se inmutó.

Darby fue hacia la ducha. Bajo el chorro de agua caliente fue repasando las conversaciones mantenidas con Rachel, en el porche y en el hospital. Rachel había usado la palabra luchar varías veces. «Ya no puedo luchar contra él», había dicho Rachel. Y sobre Carol: «¿Es una luchadora? ¿Es dura?».

Luchadora. Luchar. ¿Era ésa la clave? ¿Cómo sabía el Viajero que le plantarían cara?

¿Las escogía de refugios de mujeres maltratadas? No. Esas mujeres precisamente no presentaban batalla. Entonces, ¿qué? Algún lugar, tenían que confluir en algún lugar. «Dios, por favor, ayúdame a encontrar un denominador común.»

Cuando el agua se enfrió, Darby se secó, se puso unas mallas y una sudadera y bajó a la cocina. Revisó el teléfono. Funcionaba. Se puso una chaqueta y se llevó el inalámbrico y un paquete de cigarrillos al patio trasero. La lluvia había arreciado, resonaba contra el techo.

Se fumó dos cigarrillos antes de marcar el número de la madre de Rachel. Un hombre atendió su llamada.

– ¿Señor Swanson?

– No. Soy Gerry. -Hablaba casi en susurros.

Darby estaba segura de oír a alguien llorando al fondo.

– ¿Puedo hablar con Wendy Swanson? Llamo del Laboratorio Criminalístico de Boston.

– Un momento.

Una voz débil y temblorosa llegó a sus oídos.

– Soy Wendy.

– Me llamo Darby McCormick. Quería llamarla para darle el pésame…

– ¿Es usted quien encontró a mi hija bajo aquel porche?

– Sí.

– ¿Habló con Rachel?

– Sí, señora. La acompaño en el sentimiento.

– ¿Qué dijo Rachel? ¿Dónde había estado todo este tiempo? ¿Se lo contó?

Darby no quería mentirle, pero tampoco quería perturbarla aún más. Darby necesitaba que Wendy Swanson le respondiera a unas preguntas.

– Rachel no habló mucho. Estaba muy enferma.

– Oí la noticia y vi el reportaje por televisión y en ningún momento pensé que fuera Rachel. La mujer que encontró no se parecía en nada a mi hija. Ni siquiera la reconocí. Y soy su madre. -Wendy Swanson carraspeó varias veces-. La persona que se llevó a Rachel, ¿qué le hizo?

Darby no contestó.

– Dígamelo. Por favor, tengo que saberlo.

– No sé qué le pasó, señora Swanson. Sé que éste es un momento muy difícil para usted y no la molestaría si no fuera por una cuestión importante. Necesito hacerle algunas preguntas sobre su hija. Quizá le parezcan peculiares, pero le ruego que tenga paciencia.

– Pregunte lo que quiera.

– ¿Sabe si su pareja maltrató a Rachel en alguna ocasión?

– No.

– ¿Se lo habría dicho si hubiera sido así?

– Mi hija y yo estábamos muy unidas. Yo conocía los detalles del pasado de Chad, pero él nunca le puso la mano encima… ni siquiera le levantó la voz. Rachel no habría tolerado algo así. Sólo contaba cosas buenas de Chad. Creo que su ex mujer estaba un poco chiflada.

– ¿Fue Rachel atacada por alguien alguna vez?

– No.

– ¿Le comentó si se sentía acosada? ¿Si la seguían?

– No. Y si le hubiera sucedido algo así, me lo habría dicho. Rachel y Chad estaban muy unidos. Iban a casarse. Rachel era… tan lista, tan trabajadora… Ella misma se costeó los estudios. Consiguió un préstamo para matricularse en la Facultad de Derecho. Nunca pedía nada, nunca se metía en líos. Era una persona formal, con los pies en el suelo.

Wendy Swanson se vino abajo. Hablaba con la voz entrecortada por las lágrimas.

– La policía me dijo que cuando alguien desaparece y no lo encuentran en las primeras cuarenta y ocho horas, lo más probable es que haya muerto. Tras el primer año, empecé a aceptar el hecho de que Rachel no volvería, y de que tal vez nunca sabría qué le había pasado. Y entonces, esta mañana, recibo una llamada de un amigo que trabaja en el laboratorio diciéndome que Rachel había sido encontrada en Massachusetts. Viva. Viva. ¡Después de cinco años! Me arrodillé y di gracias a Dios. Y cuando intento averiguar en qué hospital está ingresada Rachel, me dicen que ha muerto. Rachel estuvo viva todos estos años, y cuando lo descubro me entero de que ha muerto, y ni siquiera… Ni siquiera he podido hablar con ella. No he podido coger a mi niña de la mano y decirle lo mucho que la quiero y lo mucho que siento haberme rendido. Ni siquiera he podido decirle adiós.

– Señora Swanson…

– No puedo hablar ahora. Tengo que irme.

– La acompaño en el sentimiento.

Wendy Swanson colgó el teléfono. Darby apretó el aparato con fuerza y, sin darse cuenta, posó la mirada en la ventana del cuarto de su madre.

Capítulo 48

Darby contemplaba los charcos que llenaban lo que antaño había sido el jardín de su madre, donde Sheila se entretenía antes de caer enferma. Mientras fumaba pensaba en las víctimas del Viajero. Evan Manning había dicho que las elegía al azar. Si eso era cierto, les costaría mucho trabajo encontrarlo. Les sería difícil de todos modos: el Viajero parecía haber sopesado todas las opciones y se había tomado muchas molestias para no ser localizado. Quizá ya había matado a Carol y a las otras. Quizás estaba huyendo en ese mismo momento. «No, no seas derrotista», se dijo.

Todos los e-mails de trabajo se enviaban con copia a su cuenta de Hotmail, para así tener acceso a la información desde cualquier lugar. Darby apagó el cigarrillo y entró en la casa; fue hacia su cuarto para mirar el correo. Había un mensaje de Mary Beth referente a las fotos de la escena del crimen.

Mary Beth siempre tomaba dos juegos de fotos: uno en carrete convencional, el otro con una cámara digital. Las fotos digitales no se admitían como prueba porque podían ser manipuladas. Mary Beth las tomaba para que los investigadores dispusieran de copias para sus archivos.

Darby las estaba revisando cuando oyó toser a su madre. Asomó la cabeza por la puerta y vio una línea de luz que salía del dormitorio de Sheila. Estaba despierta, viendo la tele.

Cuando abrió la puerta, vio las imágenes de la explosión reflejadas en las gafas de su madre.

– ¿Qué te ha pasado en la cara?

– Resbalé y me caí. Es más aparatoso que otra cosa -dijo Darby-. ¿Cómo te encuentras?

– Mejor, ahora que te tengo en casa. -Sheila bajó el volumen del televisor-. Gracias por la nota.

Darby se sentó en la cama.

– Intenté llamar, pero las líneas estaban cortadas. Lamento haberte preocupado.

Sheila le quitó importancia con un gesto, pero Darby pudo ver cómo aún la corroía la preocupación. Incluso bajo aquella luz tenue su rostro aparecía demacrado, pálido. «Cualquier día a partir de ahora.»

Darby se acostó junto a su madre y la abrazó.

– ¿Sabes en lo que he estado pensando todo el día? En aquella vez que te pilló una resaca y casi te ahogas. Tenías ocho años.

Darby recordaba la sensación de ser arrastrada hacia el océano, de la frialdad creciente del agua. Cuando por fin logró salir a la superficie, se pasó una hora escupiendo agua.

Pero era el frío intenso que sintió mientras estaba atrapada bajo el mar lo que se negaba a desaparecer, incluso cuando se sentó al sol. No podía dejar de sentir frío, incluso cuando ya estaba acostada en la cama bajo un montón de mantas. El frío le recordaba que había cosas en este mundo invisibles a simple vista: cosas que estaban agazapadas, listas para atacar, cuando una menos se lo esperaba.

– No lloraste. Tu padre parecía más afectado que tú -manifestó Sheila-. Fue a comprarte un helado y le dijiste algo que nunca he olvidado: «No tienes que preocuparte por mí, papá. Puedo cuidar de mí misma».

Darby cerró los ojos y los vio a los tres montados en el coche, de camino a casa, envueltos en un olor a mar y a Coppertone. Los tres juntos. Sanos y salvos. Era un buen recuerdo. Tenía muchos como ése.

– Coop pasó a verme -dijo Sheila-. Quería informarme de que estabas bien.

– Fue muy amable por su parte.

– Es un chico amable. Y gracioso.

– Eso es lo que se empeña en decirme.

– Me recuerda a ese jugador de baloncesto. ¿Cómo se llama…? Brady.

– Tom Brady. Juega al rugby. Es quarterback de los Patriots.

– ¿Está soltero?

– Sí.

– Creo que deberíais quedar un día. Encajáis bien.

– Te juro que lo he intentado pero, por desgracia, Tom Brady no ha respondido a mis llamadas.

– Me refería a Coop. Me recuerda a tu padre. Posee el mismo aire de tranquilidad y de confianza. ¿Sale con alguien?

– Coop no es de los que se comprometen.

– Me dijo que está pensando en sentar la cabeza.

– Con una de sus modelos de lencería, seguro -dijo Darby.

– Te tiene en mucha estima. Me dijo lo lista que eras, lo mucho que te dedicas a tu trabajo. Dijo que eras la persona más de fiar que había conocido nunca…

Darby se había dormido.

Capítulo 49

Después de que la puerta se cerrara, Carol se había llevado las manos a los oídos para aislarse de aquellos tremendos gritos. No procedían sólo de una mujer. Eran varias las que estaban allí, en algún lugar al otro lado de la puerta, y gritaban.

Lo que había asustado aún más a Carol fueron los golpes. Bum, grito. Bum, bum, bum, grito. BUM, BUM, BUM. Sonidos aterradores que se intensificaban, se hacían más cercanos.

Carol había realizado otra búsqueda desesperada, intentando encontrar algo que le sirviera de arma, algo que pudiera haberle pasado por alto. Todo estaba clavado con firmeza al suelo, incluso el retrete. No había nada a su alcance. Lo único que tenía era la manta y la almohada.

Habían transcurrido horas desde aquel momento. La puerta no se abrió, pero eso no significaba que el hombre de la máscara no fuera a volver a por ella.

De pie en la oscura estancia, Carol no había malgastado el tiempo alimentando su pánico. Lo había aprovechado para trazar un plan.

Sabía que los hombres tenían un punto especialmente vulnerable: los cojones. En una ocasión Mario Densen había apoyado su gorda mano en el culo de Carol y lo había apretado con fuerza. Aunque Mario era el doble de alto y pesaba casi el triple que ella, se había desplomado como un castillo de naipes tras propinarle un buen puntapié en los testículos.

Carol se había quitado la sudadera y, con la ayuda de la almohada, había colocado el bulto debajo de la manta. Había concebido un plan.

Cuando se abriera la puerta, el hombre de la máscara creería que ella estaba acostada en la cama, pero en su lugar estaría de pie contra la pared. En cuanto él entrara, ella saldría por su espalda y le patearía con fuerza los huevos. Le propinaría una buena patada y, cuando él cayera al suelo -siempre se caían-, ella seguiría pateándole la cara y la cabeza.

Carol, vestida únicamente con la ropa interior, temblaba en la fría celda. Para mantenerse despierta y entrar en calor fue recorriendo la pequeña zona que la separaba de la puerta, a sabiendas de que eran sólo seis pasos los que la separaban de la pared. Cuando se cansaba, cuando el miedo empezaba a asediarla, golpeaba la pared con las manos para que la ira volviera a estar a flor de piel.

Pensó en la bandeja de comida y se preguntó si seguiría en el pasillo. El mero hecho de pensar en comer le produjo un hormigueo en el estómago. Se recordó que no le hacía falta alimentarse: podía sobrevivir a base de agua, y de ésta no carecía. Había bebido un poco antes: quería mantenerse hidratada y eliminar las drogas administradas de su organismo…

Un momento. La bandeja. La comida iba en una bandeja de plástico. Si la rompía podía utilizar algún fragmento afilado para defenderse. Podía clavárselo en la cara. Podía clavárselo en los ojos.

La puerta empezó a abrirse. Crac, crac, crac.

Carol apoyó la espalda en la pared, tensa, con los ojos fijos en el tenue cuadrado de luz que rasgaba la oscuridad. Tenía que concentrarse, tenía que estar lista. Sólo dispondría de una oportunidad y no podía desaprovecharla.

El hombre de la máscara no entró en la celda; ni siquiera estaba junto a la puerta. Su sombra no se reflejaba en el suelo.

Una música empezó a sonar, una melodía parecida a jazz anticuado que recordó a Carol la época en que los hombres llevaban fedoras e iban a salas de baile. Los golpes y los gritos habían cesado.

La puerta seguía abierta. La última vez se había cerrado después de un par de minutos.

¿Acaso esperaba que ella saliera?

Para alcanzar la bandeja tenía que arriesgarse a cruzar ese umbral. Tenía que correr el riesgo de que él la viera. Y si la veía, su plan de fingir que estaba acostada se iría al garete.

Pero no podía defenderse sólo con las manos. El hombre de la máscara era demasiado fuerte. Y tenía un cuchillo. Ella necesitaba la bandeja. Carol se acercó más aún a la puerta abierta, atenta a cualquier ruido, a cualquier movimiento, a cualquier sombra.

Carol se situó en el rincón. Con mucho cuidado, se volvió a mirar.

La bandeja de plástico había sido desplazada hasta el final del largo pasillo. Debajo de la bandeja, ennegrecido por la débil luz, había un charco de sangre. Procedía de la mujer que yacía boca abajo en el suelo.

«No grites, que no se te ocurra gritar o él te oirá.»

Carol se mordió el labio inferior y concentró todos sus esfuerzos en apaciguar el pánico que la invadía.

«Ve a por la bandeja.»

Carol no se movió. Pensaba en la mujer muerta que yacía en el suelo. No se movía.

«Tienes que hacerte con esa bandeja. Si él vuelve con el cuchillo…»

Carol corrió.

La puerta empezó a cerrarse.

Carol siguió corriendo. Concentrada en la bandeja, la meta.

«Sigue corriendo.»

El final del pasillo parecía no llegar nunca. Levantó la bandeja, notando el tacto pegajoso de la sangre bajo los pies. Carol dio media vuelta, a punto de regresar a su cuarto, cuando sintió la mano de la mujer agarrándola del tobillo.

Carol gritó.

– Ayúdame -dijo la mujer con voz somnolienta-. Por favor.

Bam. Una puerta se cerró.

«Vuelve a tu cuarto.»

No puedo abandonarla…

«Está muerta, Carol. Vuelve a tu cuarto ya.»

Carol corrió bandeja en mano. Corrió tanto como pudo, forzando las piernas, susurrando: «Ayúdame, Dios mío, por favor, haz que la puerta esté…».

La puerta de su cuarto estaba cerrada.

No había manija. Carol clavó los dedos en el resquicio de la puerta, dedos manchados de sangre sobre el frío acero, intentando encontrar el modo de abrirla. Era imposible. La puerta estaba cerrada y ella se había quedado fuera, atrapada con la mujer muerta…

BAM. Otra puerta se cerraba. Y una segunda… Y otra.

El hombre de la máscara venía a por ella.

Capítulo 50

Darby despertó cuando la penumbra aún teñía la habitación de su madre, con una manta colocada sobre sus piernas. Sheila debía de haberla tapado mientras dormía. Darby no recordaba haberlo hecho.

Sheila estaba inmóvil. Darby se levantó, se inclinó hacia ella y oyó la suave y forzada respiración de su madre. Comprobó las pulsaciones. Todavía eran fuertes.

Pero no por mucho tiempo. Pronto, muy pronto, Sheila descansaría junto a Big Red y Darby se quedaría sola; sola en esa casa llena de fotos y recuerdos almacenados a lo largo de toda una vida, la bisutería barata que su madre había comprado en mercadillos y tiendas de descuento, toda orgullosamente guardada en una de las únicas piezas valiosas que poseía: un precioso joyero hecho a mano que había pasado por las manos de dos generaciones de mujeres McCormick.

Se acabarían las llamadas. Se acabarían las palabras de aliento. Se acabarían los cumpleaños compartidos, las vacaciones y las cenas del domingo por la noche en la ciudad. Se acabarían las conversaciones. Ya no habría nuevos recuerdos.

¿Y cómo podía ella luchar para evitar que se desvanecieran los que ya tenía? Darby pensó en el chaleco de franela de su padre, en cómo solía ponérselo después de su muerte para perderse en su calor y en sus efluvios a humo de puro y a loción Canoe, y así sentirse más cerca de él. ¿Qué prenda de su madre se pondría para luchar contra el olvido? ¿Qué había tenido en las manos Helena Cruz para mantener vivo el recuerdo de su hija Melanie? Ahora mismo, ¿estaría Dianne Cranmore despierta en la misma oscuridad, víctima del insomnio, sentada en el cuarto de su hija, presa de una mezcla de desesperación y esperanza, preguntándose dónde estaba Carol, preguntándose si estaría bien, preguntándose si volvería a casa o si no volvería a verla nunca más?

Darby se acostó en la cama de su madre. Se envolvió con la manta, notó que la almohada estaba húmeda de sudor. Sin saber por qué le vino a la cabeza la imagen de Rachel Swanson, aterrada en la cama del hospital. Ahora yacía en el frío depósito con una incisión en forma de Y dibujada en el pecho, con el miedo aún sellado en su interior.

¿Y Carol? ¿Estaría despierta ahora, respirando la misma penumbra?

Darby ignoraba muchas cosas de sí misma, pero de algo estaba segura: no podía, no estaba dispuesta a dejar de buscar a Carol. La encontraría, viva o muerta.

Salió al pasillo y se dirigió al cuarto de invitados. Encendió una lamparita de mesa, puso en marcha el ordenador y volvió a ver las fotos.

Rachel Swanson, con aquel rostro fuerte, vulgar y aquel bonito cabello.

Terry Mastrangelo, de aspecto normal, morena. Rachel era castaña.

Y Carol Cranmore, la más joven, con un cuerpo ya lo bastante formado como para atraer la atención de los hombres. En unos años sería una belleza. Darby ya había eliminado la atracción física como elemento unificador. Las mujeres ni siquiera se parecían. ¿Acaso se trataba de algún aspecto de su personalidad?

Darby intentó imaginarlo sentado al volante de una furgoneta, deambulando por las calles, en busca de mujeres que le llamaran la atención. ¿Las encontraba por casualidad y luego decidía vigilarlas durante un período de tiempo antes de trazar un plan de secuestro?

El hecho incuestionable era que secuestraba a estas mujeres y las mantenía encerradas en algún lugar donde nadie podía encontrarlas. No había cuerpos, no había pruebas. El Viajero era muy concienzudo.

Pero en casa de Carol había cometido un error. Había dejado un rastro de sangre. Rachel Swanson había escapado. Él planeaba hacerle algo, y librarse de ella parecía la única explicación razonable. Rachel estaba enferma. Ya no le servía de nada.

Y Rachel Swanson lo sabía. Así que se le anticipó. Era una superviviente. Había aprovechado el tiempo para concebir un plan, se había escapado y el Viajero la había matado porque temía que Rachel supiera algo que posibilitaría su captura. ¿Qué era? ¿Qué estaba pasando por alto?

Frustrada, Darby cogió el walkman y escuchó de nuevo la conversación grabada en la habitación del hospital.

– Me ha pillado -decía la voz de Rachel a través de los auriculares-. Esta vez me ha pillado del todo.

– Él no está aquí.

– Sí que está. Lo he visto.

– Aquí no hay nadie aparte de ti y de mí. Estamos a salvo.

– Vino anoche y me puso estas esposas.

Darby apretó el STOP. La llave de las esposas. Rachel dijo que tenía la llave de las esposas. Darby no la había encontrado bajo el porche.

Volvió a apretar el PLAY y se inclinó hacia delante, atenta a cada una de las palabras.

– Sé lo que anda buscando -decía Rachel-. Se lo quité del despacho. No puede encontrarlo porque lo enterré.

– ¿Qué enterraste?

– Te lo enseñaré, pero tienes que encontrar el modo de librarme de estas esposas. No encuentro la llave. Debe de habérseme caído.

Darby volvió a detener la cinta y miró las fotos.

Había una de Rachel Swanson en la parte trasera de la ambulancia. Tenía los brazos cubiertos de lodo. Las siguientes tres fotos eran instantáneas, tomadas desde más cerca, de las heridas que Rachel había sufrido en el pecho.

Encontró una de las manos de Rachel. Las uñas estaban llenas de tierra, la piel estaba llena de cortes; sangraba, pero no de pelear sino de ¡cavar!

Darby fue corriendo a la cocina y descolgó el teléfono.

Coop contestó al sexto timbrazo.

– Coop, soy Darby.

– ¿Pasa algo? ¿Tu madre…?

– No, te llamo por Rachel Swanson. Creo que escondió algo debajo del porche.

– Registramos la zona, incluidos los cubos de basura, y no hallamos nada.

– Pero no buscamos en la tierra -dijo Darby-. Creo que lo enterró.

Capítulo 51

El área rectangular que había bajo el porche tenía las dimensiones de media habitación individual. El terreno seguía lodoso. Darby no vio ninguna señal que indicara que alguien había estado cavando, así que empezó a trabajar en el rincón izquierdo del fondo, donde había visto a Rachel por primera vez.

Darby se ocupó de cavar. Llenaba el cubo y se lo pasaba a Coop. Él vaciaba la tierra encima del tamizador dispuesto sobre un gran cubo de basura envuelto en plástico.

Llevaban más de una hora, y los únicos resultados de sus esfuerzos eran varias piedras y fragmentos de vidrio.

Arrodillada bajo el porche, con los pantalones mojados y cubiertos de barro, Darby tendió a Coop otro cubo lleno. Desde la puerta de la casa de una vecina, la madre de Carol los veía cavar, con la preocupación y la esperanza dibujadas en su semblante.

Coop asomó la cabeza.

– Sólo unas cuantas piedras más -dijo él mientras le devolvía el cubo vacío-. ¿Qué opinas?

Era la tercera vez que Coop formulaba la misma pregunta.

– Sigo creyendo que enterró algo aquí -dijo Darby.

– No digo que te equivoques. Miré las mismas fotos y estoy de acuerdo en que da la impresión de que estuvo cavando con las manos. Pero empiezo a creer que enterró algo que sólo ella podía ver.

– Has oído la cinta. No dejaba de mencionar la llave de las esposas.

– Tal vez creía que la tenía. Esa mujer deliraba, Darb. Te confundió con Terry Mastrangelo. Creía que la habitación del hospital era una celda.

– Sabemos de forma fehaciente que salió de la furgoneta. Creo que tenía esa llave. Tiene que estar en algún sitio.

– De acuerdo, aceptemos que tienes razón. Pero entonces, ¿de qué nos va a servir una llave que abre unas esposas en términos de prueba?

– ¿Qué propones que hagamos, Coop? ¿Sentarnos a esperar que aparezca el cadáver de Carol Cranmore?

– No he dicho eso.

– Entonces, ¿qué dices?

– Sé las ganas que tienes de encontrar algún indicio. Pero aquí no hay nada.

Darby cogió la pala y siguió cavando a un ritmo febril. Tuvo que recordarse que era mejor no hacerlo con tanta fuerza a fin de no estropear ninguna hipotética prueba.

Rachel Swanson quizá deliraba, pero la causa de su delirio era un trauma real y no un acontecimiento producto de su imaginación. Durante cinco años la mujer había pasado por una serie de horrores inconcebibles. Mezclados con su miedo había destellos de verdad. Darby presentía que había algo enterrado aquí.

– Creo que el Dunkin' Donuts ya está abierto -dijo Coop-. Voy a por un café. ¿Quieres otro?

– No te diré que no.

Coop cruzó el patio, pasando frente al vehículo de la escena del crimen, que seguía aparcado en el mismo lugar desde esa mañana.

Darby sacó dos cubos más y tamizó la tierra húmeda. Más piedras.

Cuarenta minutos después Darby había excavado las tres cuartas partes del área. Le dolían los músculos de las piernas y las lumbares. Estaba a punto de darse por vencida cuando vio algo que le llamó la atención: un trozo doblado que parecía papel asomaba entre la tierra.

Darby introdujo la luz portátil en el hoyo. Con las manos enguantadas quitó la tierra y luego pasó el cepillo.

La llave de unas esposas descansaba sobre un pedazo de papel doblado.

– Parece que te debo una disculpa -dijo Coop.

– Invítame a cenar y estaremos a la par.

– Trato hecho. Es una cita.

Una vez que se hubieron tomado las fotos y rellenado los formularios correspondientes, Darby sacó el pedazo de papel del agujero y lo colocó encima del tamizador.

Los documentos requerían un cuidado y una atención especiales. Dado que el papel no es más que madera pulverizada y pegamento, el papel húmedo, al secarse, se convierte en cola. Los papeles doblados o colocados unos encima de otros acaban pegándose y no hay forma de separarlos.

– ¿Sabes cuándo llegan las unidades forenses? -preguntó Coop.

– Ni idea, pero si esperamos mucho estas páginas empezarán a pegarse entre sí y estaremos jodidos.

A la hora de la verdad Darby no tuvo que esperar mucho. Justo terminaba de guardar la llave de las esposas en una bolsa precintada cuando un Ford 350 dobló la esquina, en el extremo de la calle, precediendo a un tráiler de veinte metros provisto de antenas y de una pequeña unidad satélite.

Capítulo 52

Darby usó el móvil de Coop para llamar a Evan Manning. Cuando éste respondió, ella fue directa al grano.

– Siento llamarte tan temprano, pero he encontrado algo en casa de Dianne Cranmore: un trozo de papel doblado enterrado bajo el porche, junto con la llave de unas esposas. Una de vuestras unidades móviles acaba de llegar y necesito desdoblar el papel antes de que se seque. ¿Cuándo podrías estar aquí?

– Mira al otro lado de la calle.

Se abrió la puerta del tráiler. Evan Manning la saludó desde allí.

La unidad móvil forense contenía lo último en equipamiento, todo cuidadosamente diseñado para caber en aquel espacio largo y estrecho. Todo parecía y olía a nuevo. En una de las pantallas de ordenador aparecía el sistema CODIS de identificación de ADN del FBI.

– ¿Dónde se encuentra tu gente? -preguntó Darby mientras caminaban.

– Volando -dijo Evan-. Deberían aterrizar en Logan dentro de las próximas tres horas. Las otras dos unidades móviles ya han empezado a trabajar en la zona de la explosión de Boston. ¿El papel contiene muestras de sangre?

– No lo sé. Aún no lo he desdoblado.

– Deberíamos ponernos una indumentaria adecuada, por si acaso.

Una vez ataviados con la ropa apropiada, Evan sacó mascarillas, gafas de seguridad y guantes de neopreno.

– Si tocamos el papel con el neopreno dejaremos rastros -dijo Coop-, que aparecerán cuando se procesen las huellas. Deberíamos usar guantes de algodón encima del látex.

La sala de observación era fresca y de un blanco resplandeciente. La mesa de trabajo era pequeña. Evan se colocó detrás de Darby para dejarle espacio suficiente para maniobrar.

Ella trasladó el papel a la impoluta zona de trabajo. Con unas pinzas procedió a desdoblarlo.

Separar las páginas fue un proceso lento y meticuloso. El papel estaba húmedo, pegajoso y muy arrugado, y había empezado a rasgarse por varios sitios de tanto haber sido doblado y desdoblado.

Era una hoja de papel blanco tamaño 10 x 12. La cara vista era la impresión de un mapa a todo color. La mayor parte de él resultaba ilegible. Los colores se habían difuminado y algunos puntos aparecían borrados, probablemente debido al sudor que emanaba de las manos de Rachel.

Dos zonas del mapa estaban cubiertas de barro. Otras habían absorbido el color oscuro de la tierra. Algunos puntos presentaban manchas de sangre seca y de algún otro líquido amarillento, mucosidad o pus.

– ¿Por qué dobló el papel hasta reducirlo a un cuadradito minúsculo? -preguntó Coop.

Darby respondió a la pregunta:

– Así podía esconderlo en un bolsillo, metérselo en la boca o incluso en el recto, si era necesario.

– Me alegro de que nos pusiéramos todo esto -dijo Coop.

Darby usó el algodón para limpiar el barro del papel, con sumo cuidado de no borrar el color. Mientras trabajaba, tenía en mente la cara de Carol.

Ocultas bajo el barro había indicaciones impresas con letras medio borrosas. Al final de la página estaba la URL de la página web de donde se había impreso el mapa.

Darby usó una lupa para leer las indicaciones.

– Dice: 2,2 kilómetros, cruza los árboles, sigue recto.

Evan se movió a su espalda.

– ¿Alguna idea de a qué carretera se refiere?

– Un momento.

Darby siguió el trazado de la carretera que aparecía impresa y se paró en cuanto vio algo que parecía ser parte de un número cubierto de tierra. Usó una bola de algodón para limpiarlo.

– Es la carretera 22 -dijo Darby-. Existe una carretera 22 en Belham. Rodea el bosque al otro lado del estanque de Salmón Brook.

– Echemos un vistazo a la escritura -dijo Evan.

Darby giró la hoja de papel. En el dorso, con pulso tembloroso y letra pequeña, se veían notas y algo más, que parecían nombres, escritos a lápiz, medio borrados por el sudor y los pliegues sucesivos del papel. Parte de las letras quedaban ocultas bajo restos sólidos de sangre seca.

Con la ayuda de la lupa examinó el papel durante varios minutos.

– Echad un vistazo a esto. -Darby se alejó de la mesa para dejarle espacio a Evan.

– 1R D D 2D R -dijo él-. ¿Encaja con lo que Rachel Swanson llevaba escrito en el brazo?

Darby había consultado su agenda electrónica, donde tenía volcadas sus notas del caso.

– Lo que leí en su brazo es lo siguiente: 1I R 2D I D 3D R 2D 3I.

– No sólo es distinto, sino que es más corto.

– ¿Qué dice en la siguiente línea?

Evan leyó la combinación de letras y números.

– Es distinta… y más larga -dijo Darby.

Evan desplazó la lupa sobre el papel.

– Aquí hay docenas de combinaciones distintas.

– ¿Cómo pueden cambiar tanto las indicaciones?

– No lo sé -dijo Evan-. Pensaba que podía tratarse de la combinación de una caja fuerte, por ejemplo, hasta que vi este fragmento. Dice: 3: FUERA. El nombre de Terry Mastrangelo aparece a continuación con un signo de interrogación. Y también varios nombres más tachados por Rachel.

– Llevaba un registro de los nombres de las mujeres encerradas -murmuró Darby, casi para sus adentros-. ¿Tenéis por casualidad un comparador de vídeo espectral por aquí?

– Lo máximo de que dispongo es de un estereomicroscopio. -Evan cogió el aparato, lo puso encima de la mesa y se apartó de ella.

Darby se sentó en el taburete y con mucho cuidado trasladó el papel al estereomicroscopio. Empezó su examen por la esquina superior izquierda de la hoja. La mayoría de los nombres eran ilegibles. Varios aparecían tachados.

– Aquí hay un hueco que parece haber sido borrado -dijo Darby-. Podemos probar con fuentes de luz oblicuas a ver si es posible distinguir alguna marca de escritura.

– Nos iría mejor si usáramos reflectografía de infrarrojos -apuntó Coop-. Es eficaz para revelar fragmentos escritos a lápiz que han sido borrados y firmas cubiertas. También podemos usarlo en las zonas que están tachadas.

– Me preocupan las huellas.

– El lápiz no desaparecerá con ningún disolvente que usemos. Mi primera opción sería probar con un aparato de detección electrostática, por si existe la posibilidad de que revele alguna muestra. No estropeará el documento ni las posibles huellas.

– Podríamos conseguir una unidad ESDA portátil, y aplicar la técnica por imagen electrostática -dijo Evan-. Deja que mire la lista de equipamiento.

– Tengo un nombre: Joanne Novack. -Darby lo deletreó mientras Coop anotaba-. El siguiente es K, A… No consigo leer el resto, pero el apellido es Bellona o Bellora, no estoy segura. Debajo de éste está Jane Gittle, o Gittles. Hay más letras pero están borradas.

– Veamos qué puedo averiguar de estos nombres. -Evan los copió en un cuaderno y salió de la sala.

Darby examinó el resto del documento. Había docenas y docenas de líneas escritas en el críptico código usado por Rachel Swanson.

Darby sacó más fotos con la Polaroid para su propio archivo personal mientras Coop preparaba la cámara para tomar fotografías de cerca. Ella guardó las polaroids en el bolsillo trasero y luego anotó las indicaciones en una hoja de papel.

Arrancó la hoja del cuaderno y dijo:

– Voy a dárselas a Evan.

Una vez libre del traje protector, Darby salió al pasillo. Evan no estaba por allí. Una impresora láser escupía un folio donde aparecía impresa la foto de una mujer de rasgos pálidos y pelo negro y rizado: Joanne Novack, veintiún años, Newport, Rhode Island. Vista por última vez cuando terminaba su turno en un bar de la zona. Llevaba desaparecida al menos tres años.

Darby cogió dos hojas más.

Kate Bellora, de diecinueve años, presentaba el aspecto macilento y amargado que Darby identificaba con el de las mujeres maltratadas. Kate era una prostituta adicta a la heroína. Se la vio por última vez trabajando en la ciudad donde se crió: New Bedford, Massachusetts. Nadie sabía qué le había sucedido. Llevaba al menos un año desaparecida.

La última hoja mostraba la fotografía de una mujer de ojos azules, cabello rubio y semblante pecoso. Jane Gittlesen, veintidós años, de Ware, New Hampshire. Se había encontrado su coche abandonado en el arcén de una autopista. Gittlesen había desaparecido hacía dos años. Estaba casada y tenía una hija de dos años.

Darby usó el teléfono de Coop para llamar a Banville. Nadie contestó, así que dejó en el contestador lo que había encontrado, junto con las direcciones, y salió en busca de Evan.

Lo encontró junto a la furgoneta que transportaba la bomba hablando con el jefe de artificieros de Boston, Kyle Romano. Amanecía, el sol empezaba a asomar entre los árboles. El aire fresco seguía oliendo a humo.

Evan atendió una llamada. Romano se alejó. Darby fue tras él v le preguntó si podía usar la furgoneta, a lo que él accedió. Cuando se acercó a Evan, éste ya había dejado de hablar por teléfono.

– ¿Alguna buena noticia? -preguntó Darby.

Evan negó con la cabeza.

– Debo viajar a Boston a ocuparme de un par de asuntos.

– Romano me ha dado permiso para usar la furgoneta -dijo Darby-. Voy a ir al bosque a ver si encuentro algo.

– Necesito que te quedes aquí y sigas trabajando con las pruebas hasta que llegue el personal del laboratorio.

– No se puede hacer nada más hasta que se seque el papel. Coop y yo iremos a echar un vistazo. Le he dicho a Banville que se reúna con nosotros allí.

Evan miró la hora.

– Voy contigo -dijo-. Quiero ver qué nos ha dejado el Viajero.

Capítulo 53

Darby tomó la carretera 22 y se detuvo delante de dos árboles. Entre ellos surgía un camino de tierra. No era difícil internarse en él con el coche y alejarse de la carretera principal. No vio marcas de neumáticos en el suelo.

– Diría que éste es el lugar -dijo Darby.

Evan asintió. Había permanecido inusualmente callado durante el trayecto, comunicándose sólo mediante gestos y monosílabos.

Darby apagó el motor. Al coger el equipo del asiento trasero no pudo evitar sentir un escalofrío de pánico. Evan sacó las palas.

– El camino será empinado -dijo Evan-. ¿Quieres que lleve eso?

– Gracias, pero puedo arreglármelas.

Darby se internó en el bosque.

Era un camino empinado, resbaladizo por la lluvia y el barro. Veinte minutos más tarde el sendero llegó a su fin. Frente a ellos se extendía un terreno desigual lleno de montículos y atestado de árboles, rocas y ramas caídas. Tenían que agacharse para seguir adelante en aquel frondoso bosque.

Evan se cambió las palas de hombro.

– Estás muy callada.

– Yo podría decir lo mismo de ti. Apenas has dicho una palabra desde que salimos.

– He estado pensando en Victor Grady.

– ¿Qué te ha hecho pensar en él?

– El mapa -contestó Evan-. Riggers afirmó haber visto un mapa de estos bosques cuando estuvo en casa de Grady.

– No recuerdo haber leído nada de un mapa.

– Quedó destruido en el incendio. Riggers no recordaba muchos detalles, pero dijo que era de estos bosques. Trabajamos con la hipótesis de que Grady podía haber utilizado esta zona como cementerio, así que registramos el bosque. No encontramos nada.

– ¿Qué extensión del bosque registrasteis?

– Alrededor de un cuarto -dijo Evan-. Creo innecesario recordarte lo grandes que son. El departamento de Belham se quedó sin fondos y en consecuencia se canceló el registro.

– Así que es probable que las víctimas de Grady sigan enterradas aquí.

– Eso creo. Al menos eso me dice el instinto. Pero sería un milagro dar con el lugar exacto.

Darby se detuvo.

– Éste debería ser el lugar.

A sus pies había una zona despejada, cubierta de hojas, iluminada por el sol.

– No veo rastros de que hayan cavado en fechas recientes -dijo Evan-. De hecho, ni siquiera hay rastros de que nadie haya pasado por aquí. Echa un vistazo a la pendiente. No hay huellas de botas.

– La lluvia de estos días puede haberlas borrado. Aquí apenas hay árboles.

– Deberíamos pedir un equipo para que realice la búsqueda.

– Mira allí-dijo Darby al tiempo que señalaba un montículo de piedra donde aparecía una cara sonriente pintada de blanco.

– Tal vez sea obra de algún crío -dijo Evan.

No. Evan se equivocaba. Ningún crío se adentraría hasta allí. La ubicación era demasiado remota, demasiado íntima. Si se ponía a cavar allí de noche, el Viajero no tendría que preocuparse de que nadie le viera ni le oyera.

Mientras descendía por la lodosa pendiente, Darby se preguntó si el Viajero hacía dos viajes: uno para cavar la tumba, el segundo para enterrar el cadáver. ¿O lo resolvía en un solo viaje?

Darby dejó el equipo sobre la piedra. A su lado dispuso la tela. En los casos en que se decidía escudriñar una zona donde cabía la posibilidad de que hubiera un cuerpo enterrado, un equipo se ocupaba de la tediosa tarea de apartar cada hoja y depositarla en la tela mientras se removía el suelo en busca del menor rastro que hubiera podido dejar el asesino.

– Deberíamos pedir refuerzos -dijo Evan-. Así iríamos más rápido.

– Pueden pasar horas entre que movilizamos al grupo y los traemos hasta aquí. En ese tiempo habremos terminado. -Darby cogió una pala-. Vamos, a trabajar.

Capítulo 54

Darby esperaba encontrar una colilla, el envoltorio de un caramelo o una lata de refresco: algo con muestras de ADN que sirviera para situar al Viajero en ese lugar. Después de una hora de ir revisando hojas, lo único que habían encontrado era una moneda vieja, que guardó como prueba aunque no albergaba ninguna esperanza de hallar huellas en ella.

– Apuesto por que empecemos a cavar en la base de la piedra y sigamos a partir de ahí -propuso Darby.

Evan se mostró de acuerdo y le pasó una pala.

Mientras Darby trabajaba, con el sol de la mañana calentándole el cuello, sus pensamientos seguían volviendo a las palabras de Evan sobre el caso Grady. ¿Era posible que estuvieran allí enterrados los restos de Melanie?

«Lo siento, Mel. Siento que tú y Stacey no tuvierais la oportunidad de seguir viviendo. He intentado olvidar lo que pasó. Si hubieras sido tú quien sobrevivió, Mel, estoy segura de que te habrías esforzado por recordarme. Si existe el cielo, sólo me queda rezar para que, si alguna vez nos volvemos a encontrar, seas capaz de perdonarme.»

El hoyo tenía forma rectangular y tenía ya metro y medio de profundidad. Darby dejó la pala a un lado.

– No quiero correr el riesgo de destruir nada con la pala.

Se tumbó sobre su estómago y miró hacia el hoyo.

– Hazme un favor, pásame el cepillo y la paleta de la bolsa.

Darby utilizó las manos, protegidas por guantes, para apartar la tierra. Tenía los tejanos mojados por la tierra húmeda. A lo lejos oyó el ruido de una rama al partirse.

Evan permanecía a su lado. Se había vuelto a sumir en un pétreo silencio. Apenas había hablado mientras cavaban.

Darby notó algo duro entre los dedos. Apartó la tierra con el cepillo. Al principio creyó que era una roca. Pero cuando quitó la tierra supo con certeza de qué se trataba.

Frente a ella estaban los huesos parietal y occipital de un cráneo humano. Jane o John Doe yacía boca abajo en la tumba. El cráneo presentaba un color oscuro, oxidado, y carecía de cabello.

Evan le pasó el cepillo. Darby fue quitando tierra, usando alternativamente las manos y el cepillo.

– No veo ninguna actividad insectívora. No hay tejido blando… No hay músculo, tejido, cartílagos o ligamentos. Diría que está completamente momificado.

Darby señaló una oscura red de líneas en la sección ocular del cráneo.

– Impresiones dendríticas. Aparecen cuando el cráneo lleva mucho tiempo enterrado. Debería llamar a Carter. Es el antropólogo forense del estado.

– ¿Cuánta gente tiene a su cargo?

– No estoy segura. Creo que dos personas. Carter tiene experiencia en exhumar tumbas en masa. También trabaja para un grupo que viaja a países del Tercer Mundo, a lugares donde se hallan fosas comunes debido a guerras y genocidios.

El ruido de las ramas al romperse se intensificó. Alguien se acercaba. «Banville», pensó ella.

– Me pregunto si habrá más cuerpos enterrados aquí.

– El lugar podría ser un cementerio.

– El terreno es demasiado húmedo para utilizar radares de ultrasonidos -dijo Darby. La maquinaria de Carter requería tracción en superficies duras y secas, parecían cortadoras de césped futuristas-. Voy a llamar a Carter. No quiero seguir excavando y arriesgarme a estropear los huesos que pueda haber enterrados aquí.

Evan se volvió hacia el sendero. Darby miró a su espalda.

Al principio de la pendiente aparecieron cuatro individuos trajeados. El más alto del grupo, un hombre con el pelo cortado casi al cero, dijo:

– Agente especial Manning, ¿puedo hablar con usted en privado un momento?

Evan fue hacia él sin contestar. Darby se incorporó y se sacudió el barro de los tejanos.

El móvil de Coop vibró en el bolsillo trasero.

Darby se quitó los guantes. La señal del móvil era tenue y apenas había cobertura, casi no conseguía oír la voz de Coop. Darby le dijo que esperara un momento y buscó un lugar donde pudiera tener mejor cobertura. Se tapó la otra oreja con la mano.

– ¿Qué decías, Coop?

– Me han echado del laboratorio móvil.

– ¿Quién?

– Nuestros colegas del Club Federal -dijo Coop-. El FBI se ha hecho cargo de la investigación.

Capítulo 55

– Sucedió hace veinte minutos -dijo Coop-. Ahora me llevan al centro.

– ¿Por qué?

– Tienen algunas preguntas sobre la investigación. ¿Manning te ha comentado algo?

– No. -«Pero presiento que lo descubriré enseguida», pensó Darby-. ¿Qué motivos te han dado para hacerse cargo del caso?

– Ninguno. Dos agentes suyos resultaron muertos en la explosión de la furgoneta, así que supongo que es una excusa suficiente como vía de entrada. No puedo hablar mucho. Me escabullí y le pedí el móvil a Romano.

– ¿Banville está por ahí?

– No le he visto. Mira, no sé lo que pasa, pero creo que podría guardar alguna relación con el CODIS. Después de que te fueras el ordenador nos dio positivo en un ADN. Lo vi en la pantalla. Sea lo que sea, es de acceso restringido. Me fue imposible acceder a la información. Mierda. Ya vienen.

– Llama a Leland -dijo Darby-. Veré qué puedo averiguar.

Darby se encaminó hacia la cuesta. Todos se callaron al verla.

El individuo alto con el pelo casi rapado le entregó una tarjeta. Ayudante del fiscal general Alexander Zimmerman, del Departamento de Justicia. «Joder.»

– Su trabajo aquí ha concluido, señorita McCormick -dijo Zimmerman-. Cuando llegue al vehículo deberá ceder todo el material y las pruebas encontradas al agente especial Vamosi. Él la acompañará. Deberá seguir al agente Vamosi hasta la oficina de Boston.

Un hombre con cara de guisante dio un paso hacia ella.

– Ésta es una investigación de personas desaparecidas -dijo Darby-. Usted no tiene jurisdicción…

– Dos agentes federales han muerto -la interrumpió Zimmerman-. Eso nos concede control jurisdiccional. Si tiene alguna pregunta, formúlesela al fiscal general.

– ¿Por qué aparece como restringida una muestra de ADN en el CODIS?

– Que tenga un buen día, señorita McCormick.

Darby se dirigió a Evan:

– ¿Puedo hablar un momento contigo?

– Luego hablamos -dijo Evan-. Ahora debes irte.

Darby se sonrojó. Nunca le perdonaría esa falta de respeto.

– Los has llamado tú, ¿verdad?

Evan no respondió. No hacía falta. La expresión de su semblante lo decía todo.

– Está usted agotando mi paciencia, señorita McCormick -dijo Zimmerman.

Darby permaneció inmóvil, sin apartar los ojos de Evan.

– Sabes quién es el Viajero, ¿no? Esos micrófonos eran nuestra mejor baza para encontrarlo, y tú nos dejaste caer en esa trampa a sabiendas de lo que era capaz de hacer.

Evan adoptó una expresión dura. La miró con los mismos ojos, fríos y penetrantes, que ella había visto en el laboratorio.

– ¿Y qué pasa con Carol?

– Haremos todo lo posible para encontrarla -repuso Evan en tono formal.

– Seguro que sí. Iré a contarle a su madre en qué manos tan seguras y capaces ha quedado su hija.

Vamosi la cogió del brazo. O se marchaba o empezaba una pelea.

– Voy a por mi maletín -dijo Darby.

– Lo lamento, pero necesitamos que se quede aquí -dijo Vamosi-. Se lo devolveremos cuando hayamos terminado.

Dos agentes federales estaban revisando el vehículo. Un coche sin identificación bloqueaba el sendero. Darby tuvo que esperar mientras el agente Vamosi examinaba algunos objetos de interés.

El teléfono volvió a vibrar. Era Pappy.

– Llevo toda la mañana intentando localizarte. ¿Qué haces con el teléfono de Coop?

– El mío está muerto -dijo Darby, mientras se alejaba del Explorer-. ¿Qué hay?

– Tengo buenas noticias referentes a la muestra de pintura que encontramos en la camiseta de Rachel Swanson. La base de datos alemana consiguió identificarla. Es la pintura de fábrica del coche. El color es Blanco Luz de luna, un tono único que sólo se fabrica en el Reino Unido, de ahí la dificultad de identificarlo. La pintura se usó exclusivamente para el Aston Martin Lagonda.

– ¿El coche de las pelis de James Bond?

– El nombre se hizo famoso en una de sus películas, pero el modelo del que hablo, el Lagonda, es una de las primeras series, y se fabricó en el Reino Unido a finales de los setenta, en el setenta y siete, si no me equivoco. El vehículo salió por última vez al mercado en Estados Unidos en el ochenta y tres. Fabricaron una variante que venía de serie con televisor en color en la parte delantera y en la de atrás. En su momento se vendían por ochenta y cinco mil libras, lo que, al cambio actual, serían alrededor de ciento cincuenta mil dólares.

Darby vio cómo el agente Vamosi registraba su mochila.

– No es ninguna ganga -dijo ella.

– Ignoro cuál es su valor hoy día. Diría que se han convertido en piezas de coleccionista. En Estados Unidos no se vendieron más de una docena. Hablamos de un selecto grupo de compradores. Un coche como ése tiene que ser fácil de rastrear.

– ¿Dónde estás ahora?

– En casa, intentando asumir lo que sucedió ayer. Estaba recogiendo muestras de pintura en un desguace. Fue una oportunidad de última hora. Si no llego a ir, habría estado en el interior del edificio cuando… cuando pasó todo.

El agente Vamosi entregó la mochila a uno de los suyos y se encaminó hacia ella.

– No sabía que tu madre estuviera enferma -dijo Darby-. Lo siento mucho.

– ¿De qué hablas?

– Creo que deberías ir a verla. Seguro que aprecia tu compañía.

– ¿Hay alguien ahí?

– Sí. Escucha, tengo que irme. El FBI quiere hacerme algunas preguntas. Voy de camino a la oficina de Boston.

– ¿Los federales se han hecho cargo de la investigación?

– Exactamente -dijo Darby-. ¿A quién más le has comentado lo de la enfermedad de tu madre?

– Sólo a ti.

– Déjalo así. Trataré de llamarte al móvil en cuanto me sea posible.

Darby cortó la comunicación. Vamosi estaba frente a ella.

– ¿Puede darme las fotos que lleva en el bolsillo, por favor?

Darby se las entregó.

– ¿Está usted en posesión de algún otro material relacionado con esta investigación?

– Ya lo tienen todo -dijo Darby.

– Por su bien espero que así sea.

Darby ocupó el asiento del conductor del Explorer mientras los dos agentes le indicaban cómo salir. Vamosi ya se había ido. Darby le siguió. Le temblaban los brazos de ira, notaba los ojos calientes y húmedos.

Pensó en Rachel Swanson. Rachel, con aquella sonrisa que denotaba seguridad y esfuerzo, había sobrevivido durante años a una tortura increíble y cruel. Rachel, con el cuerpo demacrado, lleno de cicatrices, heridas y huesos rotos, había ido haciendo una lista de sus compañeras de reclusión y planeado el momento de su huida. Ahora estaba muerta.

¿Y Carol? ¿Seguiría con vida? ¿O yacía ya enterrada en alguna tumba perdida? ¿Enterrada como Mel, donde nadie pudiera encontrarla?

Al otro lado del bosque estaba la carretera 86. Veinticuatro años antes ella había presenciado cómo estrangulaban a una mujer. Ignoraba el nombre de la víctima y qué le había pasado. Pero Victor Grady sí lo sabía. El hombre del bosque había ido en su busca y Darby había conseguido sobrevivir. Si había sobrevivido a aquella experiencia, podía sobreponerse a cualquier cosa.

Darby sabía lo que debía hacer. Al ver la salida, pisó a fondo el acelerador y subió la rampa.

Capítulo 56

Darby aparcó el vehículo en la zona de carga y descarga que había frente a la tienda de licores. A salvo de ojos vigilantes, llamó a Pappy al móvil y le puso al corriente de lo que había sucedido. Le pidió que repitiera la información acerca de la muestra de pintura y lo anotó todo en su cuaderno.

– Quería preguntártelo antes. ¿Quién envió la muestra de pintura a los alemanes?

– Yo -dijo Pappy-. Decidí enviársela por si los federales no podían identificarla. Además, los alemanes me prometieron ocuparse enseguida.

– De manera que, por lo que a los federales se refiere, la pintura sigue sin haber sido identificada.

– Hasta donde yo sé, así es. Mi contacto del laboratorio federal me envió un correo informándome de que estaba atascado.

Era lo mismo que le había dicho Evan Manning.

– Darby, si los federales llegan a enterarse me veré obligado a pasarles la información.

– Motivo suficiente para que «desaparezcas» de la circulación un día.

– Bueno, pensaba pasar un rato en la biblioteca del MIT [4].

– Perfecto. Quédate allí, y no contestes al teléfono a menos que te llame yo.

Lo siguiente que hizo Darby fue llamar a Banville.

Supongo que te has enterado de la noticia -dijo ella.

– Tengo a nuestros amigos federales en comisaría ahora mismo, revisando todos mis archivos y mi ordenador.

– ¿Qué andan buscando?

– ¡Que me aspen si lo sé! Insisten en apelar al Artículo Dieciocho como justificación para hacerse cargo de la investigación.

– ¿El Artículo Dieciocho? -preguntó Darby-. ¿Eso no tiene relación con la Ley Patriot?

– Exacto. Básicamente concede plenos poderes al FBI para intervenir en casos de ámbito local que impliquen actos de terrorismo. No sé más. Por cómo se están comportando aquí diría que hemos topado con algo potencialmente embarazoso y ahora quieren esconderlo debajo de la alfombra. En lo que a enterrar secretos se refiere, nadie supera a nuestro gobierno. Sobre todo la administración actual.

– Encontré un…

– No deberíamos hablar por un móvil. Vuelve a llamarme al siguiente número en cinco minutos.

Darby anotó el número y se dirigió a una cabina que había justo enfrente de la puerta de la licorería. Entró a buscar cambio y, ya con monedas suficientes, llamó a Banville. No dejaba de mirar hacia el aparcamiento, por temor a que el agente Vamosi apareciera en cualquier momento.

Banville contestó enseguida. De fondo se oía el bullicioso ruido del tráfico.

– ¿Están controlando nuestras llamadas? -preguntó Darby.

– Con los federales prefiero no correr riesgos. Cuéntame lo que has encontrado.

– Un cráneo. Casi lo había desenterrado cuando aparecieron los federales y me echaron de allí. Coop me dijo que habían encontrado algo en el CODIS.

– Me pregunto si eso es lo que ha precipitado los acontecimientos.

– El CODIS les proporcionará un nombre y su última dirección conocida, pero yo tengo una pista que puede llevarnos hasta Carol Cranmore. -Darby procedió a explicarle los resultados de la muestra de pintura.

– Un Aston Martin Lagonda -dijo Banville-. Nos movemos en un mercado muy restringido.

– No será muy difícil seguir el rastro de los coches importados a Estados Unidos, ya que se trata de una cantidad limitada. Centraremos nuestra búsqueda en cualquiera que viva en o cerca de Nueva Inglaterra. El Viajero no vuela hacia Boston, tiene que residir por esta zona. Lo que les hace a esas mujeres requiere intimidad. Buscaremos propietarios que además posean casas aisladas.

– Manning nos dijo que no habían podido identificar la muestra de pintura.

– ¿Y?

– Quizá nos mintieron -dijo Banville-. Quizá ya estén intentando localizar al Viajero a través de ella.

– O quizá Manning te dijera la verdad. Quizá su laboratorio no lograra identificarla y estén pensando en localizar al Viajero a través del mapa.

– No te sigo.

– El mapa fue impreso desde una página web -explicó Darby-. La dirección URL aparecía impresa al final de la página. Seguirán el rastro del Viajero por la identificación del usuario.

– No tengo ni idea de qué me hablas. Todo ese rollo informático me supera.

– Los federales sólo tienen que identificar a los usuarios que accedieron a esta parte del mapa. Se dirigirán a la compañía y les exigirán que impriman sus direcciones IP: se trata de una serie única de números asignada a tu ordenador cada vez que te conectas a internet a través de tu proveedor de servicios de internet. Dichas direcciones pueden seguirse hasta hallar el ordenador concreto.

– ¿Son como una especie de huella digital?

– No sólo eso: la dirección IP funciona como un mapa individual que guiará a los federales directamente a la casa del Viajero. Conseguirán una lista y empezarán a investigar a todos los que vivan por las inmediaciones de Nueva Inglaterra. Eso les llevará tiempo. Encontrar al Viajero a través de la marca del coche puede resultar más rápido.

– De acuerdo. Vuelve a pasarme los datos de la pintura.

– Dime dónde podemos vernos. Será más práctico.

– Ve a la oficina de Boston antes de que te metas en más líos.

– Quiero ayudarte. Vas a necesitar gente de confianza.

– No es un tema de confianza, Darby. Los federales no pueden meterse conmigo. Me jubilo a finales del próximo año. Pero si descubren que sigues investigando el caso te aseguro que te complicarán mucho la vida. No sería la primera vez que sucede, lo he visto en demasiados casos. Ve al centro. Prometo llamarte y ponerte al tanto de todo.

– Si quieres las notas, tendrás que dejar que te acompañe.

– Implicarte en todo esto podría costarte la carrera. Te aconsejo que te lo pienses antes.

– Quiero encontrar a Carol Cranmore y llevarla a su casa. ¿Qué quieres tú?

Banville no contestó. Darby rompió el silencio.

– Estamos perdiendo un tiempo precioso. Carol podría estar viva. Hay que poner manos a la obra enseguida.

– Me has dicho que tenías el coche aparcado frente a una licorería.

– Joseph's Discount Liquors, en Palisades -dijo Darby-. Estoy en la parte de atrás, en la zona de carga y descarga.

– Todavía dispongo de una de las furgonetas de vigilancia. Podemos realizar la investigación desde allí. Dame veinte minutos.

Capítulo 57

A las 13.00 horas el Equipo de Rescate de Rehenes del FBI embarcó en un vuelo privado en el aeropuerto de Quantico. Acababan de celebrar una reunión concerniente al caso del Viajero. Los datos que conocían eran los siguientes:

A finales de 1992 nueve mujeres hispanas y afroamericanas desaparecieron en las inmediaciones de Denver, Colorado. Cuando la policía averiguó la dirección del sospechoso principal del caso, John Smith, éste había recogido sus cosas y se había esfumado sin dejar rastro.

Smith había limpiado su casa a conciencia, pero los técnicos forenses de la policía de Denver encontraron la huella parcial de una bota que encajaba con una huella de calzado hallada cerca del vehículo abandonado de una de las víctimas. Un cubo de basura vacío tratado con una sustancia, Luminol, reveló una pequeña muestra de sangre. El análisis dio como resultado dos muestras de ADN distintas.

La primera muestra encajaba con el perfil de una de las desaparecidas de Denver. El perfil de ADN se introdujo en el sistema CODIS.

La segunda muestra de sangre también se introdujo en el CODIS, pero la identidad de la persona no fue desvelada, ni a las fuerzas de la ley ni a los laboratorios forenses. La muestra pertenecía a Earl Slavick, miembro de la Mano del Señor, un grupo paramilitar que abogaba por la supremacía de la raza blanca y cuyo plan étnico incluía derrocar el gobierno de Estados Unidos.

Se creía que el grupo había participado en los atentados de Oklahoma, aunque nunca había podido demostrarse que existiera un vínculo entre ellos.

Slavick era, además, un importante informador del FBI.

Slavick había conseguido la libertad condicional en el caso del apaleamiento de una mujer hispana a cambio de proporcionar detallada información a los federales acerca de las actividades del grupo en sus aislados cuarteles de entrenamiento de las montañas de Arkansas, no muy lejos de la frontera con Oklahoma. Como miembro del grupo, Slavick había sido sometido a entrenamiento en el uso y fabricación de explosivos cuando, en 1990, intentó secuestrar a una mujer hispana a punta de pistola. Slavick se llevó a la mujer, Eva Ortiz, al bosque. Aprovechando una caída fortuita de Slavick, Ortiz consiguió huir.

La mujer no consiguió identificarlo en una rueda de reconocimiento. La policía local lo dejó en libertad.

Cuando la noticia del secuestro frustrado llegó por fin al FBI, Slavick se hallaba de camino a Colorado, ahora con el alias de John Smith, con el fin de iniciar su propio movimiento de limpieza étnica.

Dada la delicada naturaleza del caso se restringió el acceso a todos los archivos sobre Slavick. Tanto sus huellas como el perfil de ADN quedaron registrados en las bases de datos. Si se daba alguna coincidencia con otro caso, el FBI sería alertado del paradero de Slavick, mientras que el departamento de policía o el laboratorio forense encargado de esa investigación sólo vería el nombre en código que el FBI había asignado al caso: el Viajero.

La siguiente escala de Slavick después de Colorado fue Las Vegas. En un período de nueve meses desaparecieron doce mujeres y tres hombres. Se descubrió una huella que coincidía con la encontrada en Denver.

Cuando Slavick viajó a Atlanta, en 1998, se requirieron los servicios del agente especial Evan Manning para colaborar en la investigación de tres mujeres desaparecidas. Slavick, fingiendo ser empleado de una gasolinera, había atacado a Manning, que consiguió sobrevivir a duras penas. Como sus muchas víctimas, Slavick se esfumó.

La situación había sufrido un vuelco sustancial aquella mañana, a las ocho, cuando el CODIS identificó la sangre encontrada en casa de una adolescente desaparecida en Massachusetts con el perfil de ADN de Earl Slavick.

Ninguno de los presentes habló mientras despegaba el avión, con destino a la base aérea de Pease, en Portsmouth, New Hampshire. Desde allí, un helicóptero de asalto Black Hawk los trasladaría al puesto de mando con sede en Lewiston.

El comandante del equipo, Colin Cunney, se quitó los cascos. Se tomó unos minutos para revisar sus notas antes de dirigirse al grupo.

– Bien, chicos, escuchad con atención. Nuestro laboratorio ha identificado el mapa impreso que se encontró esta mañana como procedente de una página web dedicada al senderismo. Hemos tenido un golpe de suerte: hace dos semanas, un hombre residente en el número doce de Cedar Road, Lewiston, New Hampshire, accedió a la página. La Unidad de Resolución de Crisis ya está en el terreno. Han efectuado un barrido visual de la casa. Es nuestro hombre: Slavick.

– Esperemos que se esté quietecito esta vez -dijo Sammy DiBattista.

Risas nerviosas resonaron en la cabina.

– Un Black Hawk, cortesía de nuestros amigos de la base aérea de Pease, sobrevoló la zona hace una hora y consiguió tomar unas cuantas fotos de la casa -prosiguió Cunney-. Se trata de una zona de bosque denso, algo que podemos aprovechar. Consta de tres edificios: la casa, un garaje grande donde guarda varios vehículos (de momento han conseguido divisar al menos dos furgonetas), y un bunker. Toda la zona está rodeada de vallas cubiertas de alambre y equipada con cámaras de seguridad, alarmas de infrarrojos, en fin, la parafernalia habitual.

Cunney hizo una breve pausa para enfatizar el siguiente punto.

– Slavick pasó mucho tiempo en el campamento que el grupo la Mano del Señor tenía en Arkansas. No sólo es un tirador experto, sino que se le considera un especialista en explosivos. Todos sabéis que destruyó un hospital con una bomba de fertilizante, y que un dispositivo casero de explosivo plástico metido en un envío de FedEx se cargó parte del laboratorio de criminología de Boston. Nuestro hombre también mató a dos de nuestros agentes con una furgoneta llena de dinamita. Por tanto, debemos asumir que ha preparado alguna sorpresa en la casa.

»Cuando lleguemos será de noche. Inteligencia afirma que hay otras personas en la propiedad de Slavick, presumiblemente gamberros locales a los que ha alistado en su movimiento. Quiero un ataque rápido y contundente. No vamos a iniciar otro tiroteo, no si puedo evitarlo.

El fantasma de Waco [5] pasó por los semblantes de los presentes.

Cunney se dirigió a sus dos mejores tiradores: Sammy DiBattista y Jim Hagman.

– Sam, Haggy, no dispararéis hasta que yo os dé la orden, ¿comprendido?

Ambos asintieron. Cunney no estaba preocupado: los había visto actuar y conocía su capacidad.

– Ignoramos a cuántas mujeres tiene secuestradas Slavick -dijo Cunney-. Actuaremos con la premisa de que están vivas. El rescate de esas mujeres es nuestro objetivo primordial. Es una operación táctica. No habrá negociación.

»Una última cosa. Es una operación de carácter interno. No tenemos que preocuparnos de ninguna intervención de la policía local o de la ATF. Resolución de Crisis ha recabado toda la ayuda técnica y táctica que necesitemos. Es todo cuanto tengo que decir por el momento. ¿Alguna pregunta?

Sammy DiBattista formuló la pregunta que planeaba por la mente de todos.

– ¿Qué hacemos si Slavick nos planta cara?

– Muy sencillo -respondió Colin Cunney-. Cargarnos a ese hijo de puta.

Capítulo 58

Los ordenadores del Departamento de Tráfico de Massachusetts eran de una lentitud exasperante. Necesitaron dos horas para sacar una lista de veinte páginas de los conductores que poseían o habían poseído uno de los doce Aston Martin Lagonda importados a Estados Unidos.

Darby revisó las páginas llenas de letra diminuta en busca de los propietarios más recientes mientras Banville hablaba por uno de los teléfonos seguros de la furgoneta. Habían transcurrido más de cuatro horas desde que los federales asumieran la investigación. Durante ese tiempo él había reunido a un equipo de inspectores de confianza capaces de manejar el asunto con discreción.

De los doce Lagonda sólo ocho seguían en circulación. Los otros cuatro habían ido a parar al desguace. Darby estaba recopilando sus notas cuando Banville colgó el teléfono.

– Rachel Swanson murió de una embolia -dijo él-. Alguien le inyectó aire en el tubo de alimentación. Los federales lo confiscaron junto con las cintas de seguridad de la UCI.

– Fantástico -dijo Darby.

Los federales iban siguiendo sus pasos, sin duda.

– Hemos interrogado a las enfermeras de la UCI, pero nadie recuerda nada salvo la noticia de la bomba. Por eso el Viajero la hizo explotar en el hospital, ¿no crees? Para sembrar la confusión, el pánico, y aprovechar el jodido caos para meterse dentro.

– Debió de ser como el 11-S. Todos corriendo, intentando encontrar una salida. Nadie presta atención a nada.

– Muy hábil. -Banville se rascó la barbilla-. Aún no sé por qué no recogió sus cosas y se largó.

– Una cuestión de ego, tal vez. Ninguna de sus víctimas había escapado antes. O quizá temía que Rachel supiera demasiado y no quisiera correr el riesgo de que hablara con nosotros. Deja que te enseñe lo que he descubierto sobre el coche.

Darby cogió las páginas en las que había subrayado ocho nombres.

– Los estados más próximos donde residen propietarios de Lagonda son Connecticut, Pennsylvania y Nueva York.

– ¿Una de las víctimas del Viajero no era de Connecticut?

Darby asintió.

– Echa un vistazo a este nombre.

– Thomas Preston, de New Caanan, Connecticut -leyó Banville-. Tuvo el vehículo durante dos años y lo vendió hace sólo un par de meses. No se ha efectuado todavía el cambio de nombre.

– El Viajero pudo haber comprado ese coche. Investiguemos a Preston, comprobemos si ha vivido en Connecticut y si tiene una furgoneta.

Banville descolgó el teléfono que había en la pared.

– Steve, Mat al habla. Echa un vistazo a la página quince. A media página verás el nombre de Thomas Preston, residente en New Caanan, Connecticut. Averigua cuanto puedas sobre él. Necesito saber si tiene una furgoneta.

Veinte minutos más tarde sonaba el teléfono. Banville atendió la llamada y luego tapó el receptor con la mano.

– Preston no tiene antecedentes. Cincuenta y nueve años, abogado, divorciado, lleva veinte años viviendo en la misma dirección. Nunca ha tenido una furgoneta.

Darby tachó a Preston.

– Tenemos que descubrir a quién le vendió el coche -dijo Darby-. Hay que averiguar su nombre. Dile a tu hombre que consiga los números de teléfono de Preston, el del trabajo, el móvil… Y el nombre de la compañía de seguros.

Banville transmitió la información y colgó el teléfono.

– Si el comprador resulta ser el Viajero y dio un nombre falso, no habrá forma de localizarlo.

– Crucemos los dedos. Nos merecemos un poco de suerte.

– ¿Para qué querías el nombre de su compañía de seguros?

– La forma más segura de abordar el tema es llamarlo fingiendo ser alguien de su compañía de seguros. El tipo es abogado. Ya sabes cómo actúan esos sujetos cuando intentas hacerles preguntas sobre un caso criminal. Nos enterrará bajo montañas de papeleo y excusas legales. Tardaremos una semana en conseguir una respuesta. Pero si llamamos diciendo que somos de la compañía de seguros, nos dará la información.

– Bien pensado.

El contacto de Banville volvió a llamar a los diez minutos.

– ¿Te importa si hago la llamada? -Darby no quería que la aspereza habitual de Banville molestara a Preston.

Banville le tendió el teléfono.

Darby empezó por el número del despacho. La secretaria le informó de que el señor Preston estaba hablando por la otra línea. Darby tuvo que esperar varios minutos en los que soportó la suave melodía del hilo musical.

– Tom Preston.

– Señor Preston, le llamo de la compañía de seguros Sheer con relación a su Aston Martin Lagonda.

– Lo vendí hace dos meses.

– ¿Lo comunicó a Tráfico?

– Claro que sí.

– Según nuestro registro, Tráfico dice lo contrario.

Preston se puso a la defensiva.

– Llamé para darme de baja. Si hay algún problema entiéndase con la gente de Tráfico.

– Está claro que se ha cometido un error. ¿Hizo alguna fotocopia del contrato de venta?

– Maldita sea, seguro que sí. Saco copias de todo. Malditos funcionarios, si yo llevara mi bufete a su estilo me echarían de la profesión.

– Comprendo que esté molesto, señor Preston. Le propongo una solución: dígame el nombre y la dirección de la persona a quien transfirió el título de propiedad, y veré si puedo ahorrarle una visita al registro.

– No recuerdo su nombre. La copia que me pide la tengo en casa. La llamaré mañana a primera hora. ¿Cómo me ha dicho que se llama?

– Señor Preston, el asunto es de la mayor urgencia. ¿Puede llamar a alguien a su casa?

– No, vivo solo. Espere… Le envié el manual de usuario por correo.

– ¿Perdone?

– Cuando vino a buscar el coche yo no tenía el manual de usuario. No lo encontraba. Él me lo pidió, junto con cualquier otro documento que tuviera, así que le prometí buscarlo. Me dio su dirección y le dije que se lo enviaría por correo. Debo de tenerla anotada en la agenda… Aquí está. Carson Lane, número quince, Glen, New Hampshire.

– ¿Y su nombre?

– Daniel Boyle.

Capítulo 59

El inspector del Registro de Massachusetts, siguiendo órdenes de Banville, ya había coordinado esfuerzos con el Departamento de Vehículos de Motor de New Hampshire. Según constaba en los registros informáticos, Daniel Boyle había vendido la furgoneta hacía dos días pero no había presentado cambio de nombre alguno. No constaba ningún dato sobre la posesión de un Aston Martin Lagonda.

El Departamento de Vehículos de Motor de New Hampshire les facilitó la fotografía que aparecía en el permiso de conducir de Boyle, que vieron en la pantalla: permiso extendido a nombre de Daniel Boyle, varón blanco de cuarenta y ocho años, ojos verdes, espeso cabello rubio y rostro amable.

Banville colgó y al instante se dispuso a marcar otro número.

– Boyle dio de baja el teléfono de su casa hace tres días.

– Es como si planeara trasladarse -dijo Darby.

– Tal vez ya se haya ido. Estamos intentando comprobar si tiene móvil. Si es así, y lo lleva encima conectado, podemos localizarlo a través de la señal. No dispongo del equipo necesario aquí. Tendremos que recurrir a alguien de la compañía telefónica.

Acto seguido, Banville habló con la oficina del sheriff del condado de Glen. Mientras, Darby observaba la pantalla del GPS. Circulaban a toda velocidad por la 95 Norte. A esa marcha llegarían a la dirección que constaba en la ficha de Boyle en menos de una hora.

– El sheriff del condado, Dick Holloway, está ausente hoy -dijo Banville-. Su ayudante lo ha llamado al busca. La mujer con la que he hablado conoce bien la zona: son seis o siete casas diseminadas alrededor de un lago. Me ha dicho que es un área bastante solitaria. No recuerda a Daniel Boyle, pero conoció a su madre, Cassandra. Vivió allí durante años antes de desaparecer.

– ¿La ayudante recordaba todo eso?

– Glen es una zona pequeña, poblada por residentes muy estables. La mujer con la que he hablado se crió allí. Se sorprendió al oír que Boyle se había instalado de nuevo en su casa. Creía que ésta llevaba años deshabitada.

»También me facilitó otro dato interesante. A finales de los setenta, Alicia Cross, una chica del barrio, desapareció. Nunca encontraron su cuerpo. Pondrá a alguien a investigar si hubo indicios de que en algún momento Boyle fue considerado sospechoso.

Darby presintió que las piezas empezaban a encajar.

– ¿Cuánto tardará el condado de Glen en movilizar a la unidad del SWAT?

– Los miembros del SWAT proceden de diferentes condados -dijo Banville-. Una vez que Holloway efectúe la llamada, los tendremos allí en un par de horas como mucho.

– ¿Y si enviamos un coche patrulla para ver si Boyle está en casa?

– No quiero correr el riesgo de asustarle. Esta furgoneta parece un vehículo del servicio técnico de la compañía telefónica. Llegaremos allí en menos de una hora. Propongo ir a casa de Boyle a ver si está en casa. Si el Lagonda está aparcado en el garaje, llamamos a Holloway y pedimos refuerzos.

– No creo que sea muy apropiado presentarnos allí con toda la artillería. Si Boyle ve a un poli en la puerta de su casa tal vez decida matar a Carol y a las demás mujeres.

– Estoy de acuerdo. Washington, el hombre que nos lleva hasta allí, irá vestido de técnico de la compañía telefónica. Disponemos de un par de uniformes. Su cara no ha salido en televisión, así que Boyle no le reconocerá. Es más probable que abra la puerta a un empleado del servicio técnico que a nosotros. En cuanto abra, entramos a saco.

Capítulo 60

Daniel Boyle había pasado la mayor parte de su vida haciendo maletas. Su entrenamiento militar le había enseñado a sobrevivir con lo básico. No poseía demasiados enseres personales.

El plan original era salir el domingo, en cuanto hubiera terminado su tarea en el sótano. El plan se había alterado a primera hora de la tarde cuando Richard le envió un breve y conciso mensaje de texto: «Encontrados restos en bosque. Vete ya».

Boyle vio el reportaje en el noticiario de la NECN. La policía de Belham había encontrado un cadáver. El reportaje no especificaba los pormenores del hallazgo, o qué pista había llevado a la policía hasta la zona. No se mostró ninguna imagen, de manera que ignoraba el lugar exacto donde se habían encontrado los restos.

Las mujeres desaparecidas durante el verano del ochenta y cuatro estaban enterradas en aquel bosque, pero la policía nunca había encontrado los cadáveres. No podían dar con ellos. El mapa que él había dejado en casa de Grady se había quemado en el incendio.

La policía había hallado un cadáver. Se preguntó si sería el de su madre-hermana. En tal caso, y si conseguían identificarla, la policía empezaría a hacer preguntas cuyas respuestas los conducirían hasta allí, a New Hampshire.

Tenía que haber sido algo que les dijo Rachel. Pero ¿de qué podía tratarse? Rachel no sabía nada del bosque de Belham ni de las mujeres que él había enterrado allí. Rachel desconocía el nombre o la dirección de su secuestrador, y desde luego era imposible que supiera dónde había enterrado a su madre-hermana. ¿Qué les podía haber dicho? ¿Había encontrado algo en su despacho? ¿En el archivador? No dejaba de dar vueltas a esas preguntas mientras guardaba los sobres y el portátil.

El primer sobre contenía dos juegos de documentos falsos: pasaportes, permisos de conducir, partidas de nacimiento y tarjetas de la Seguridad Social. En el otro había diez de los grandes en efectivo, para emergencias, el dinero necesario para poder empezar de cero en otra ciudad. Después podía usar el ordenador para sacar dinero de la cuenta que tenía en un banco privado de las islas Caimán.

Boyle cerró la maleta. No conocía el arrepentimiento ni la tristeza. Esos conceptos emocionales le eran tan ajenos como el paisaje lunar. Sin embargo, iba a echar de menos su casa, el hogar donde pasó su infancia, con sus grandes habitaciones y su intimidad, y la magnífica vista que se disfrutaba desde el dormitorio principal. Pero lo que más echaría de menos sería el sótano.

Boyle apagó la luz de su cuarto. Ya sólo le quedaba una cosa por empaquetar.

Se dirigió al cuartito de encima del garaje. No encendió la luz, veía perfectamente gracias a la luz de la luna que entraba por las ventanas.

Pasó ante los armarios que aún contenían la ropa de su madre y se arrodilló junto a la ventana que daba a la calle. Levantó la moqueta, apartó la baldosa floja y sacó de debajo la pistola Mossberg, siempre engrasada, y las balas. Sólo la había usado una vez: para matar a sus abuelos.

Boyle miró por la ventana, aún de rodillas, cuando distinguió a alguien que miraba hacia el garaje.

Era Banville, el inspector de Belham.

Boyle se quedó helado.

Banville hablaba en dirección a su chaqueta. Llevaba un auricular. Era un equipo de vigilancia. Banville hablaba por un micrófono prendido en el chaleco.

«Te han encontrado, Daniel.»

La voz de su madre.

«Vienen a por ti, tal y como te advertí.»

Era un error. Había construido un rastro de pistas que irremisiblemente llevaban hasta Earl Slavick. La sangre, los paquetes postales y las fibras azul marino, las fotos de Carol: todo apuntaba a Slavick. Banville no debería estar allí.

¿Por qué no le había llamado Richard? Era él quien vigilaba a Slavick.

¿Le habría sucedido algo a Richard?

Boyle cogió la BlackBerry. No quería enviar un mensaje y tener que aguardar la llegada de la respuesta. Tenía que saber. Ahora. Marcó el número oficial de Richard.

El teléfono sonó y sonó. Saltó el buzón de voz. Boyle dejó un mensaje:

– Tengo a Banville en casa. ¿Dónde te has metido?

Una furgoneta de la compañía telefónica se acercaba a su casa. La tenue luz le permitió ver a un hombre sentado al volante, vestido con una chaqueta de color marrón con el logotipo de la compañía cosido en el bolsillo delantero. Sostenía una carpeta en las manos.

De manera que ése era el plan. El supuesto empleado de la compañía telefónica llamaría a su puerta y, en cuanto abriera, se le echarían encima. No se arriesgaban a un asalto por sorpresa por temor a que matara a Carol.

«No tienes escapatoria, Daniel.»

No abriría la puerta. Si no abría, se marcharían. Esperaría a que se fueran y luego se largaría de allí.

«Demasiado tarde. Saben que estás en casa. Las luces de abajo están encendidas, y Banville ha visto las cajas que has dejado en el garaje, junto al coche. La policía sabe que planeas marcharte. Si no sales, entrarán ellos.»

Le quedaba la opción de escabullirse por la puerta trasera e internarse en el bosque. Tenía las llaves del cobertizo. El Gator estaba allí; podía usarlo para recorrer uno de los caminos que llevaban a la carretera principal, luego encontrar un coche y robarlo. Pero no, el Gator era demasiado ruidoso. Tendría que hacer parte del camino a pie.

«Banville ha venido acompañado de más agentes, Daniel. La casa está rodeada. No irás muy lejos.»

Boyle paseó la mirada por el bosque, preguntándose cuántos agentes del SWAT estarían agazapados en las sombras.

«Se acabó, Daniel. No puedes escapar.»

No.

«Te encerrarán en el corredor de la muerte, en un lugar más oscuro que el sótano.»

– Cállate.

«Incluso es probable que te extraditen a un estado donde aún se aplique la pena de muerte. Te atarán a una mesa y te pondrán la inyección letal. Y la última voz que oirás será la mía, Danny. Morirás solo, como yo.»

No se dejaría atrapar. No iba a morir solo en una celda. Tenía que llegar hasta el coche o hasta la furgoneta. Sabía en qué lugar dejarlo, salir corriendo y esconderse durante un tiempo, hasta idear un plan para volver a desaparecer.

El conductor descendió de la furgoneta. Banville había sacado su arma.

Boyle introdujo cuatro balas en la recámara. Se guardó el resto en el bolsillo y fue hacia la escalera.

Capítulo 61

Darby observó la fachada de la casa a través del periscopio.

Durante el trayecto se había formado la imagen de una casa en ruinas, una estructura desvencijada con un porche sin baranda y las ventanas rotas. En cambio, la casa que tenía enfrente se parecía a las de la zona alta de Weston, Massachusetts: enorme, antigua y colonial, con grandes habitaciones llenas de muebles caros y con los últimos adelantos tecnológicos. Las luces iluminaban un bonito paseo de ladrillo circundado de arbustos cuidadosamente podados.

Aparcado en el garaje había un Aston Martin Lagonda, con manchas de óxido en el capó y en los laterales. Banville había comunicado la noticia por radio. Darby iba provista del mismo equipo de vigilancia que usaba el Servicio Secreto: auricular y micrófono de solapa conectado a una cajita negra que llevaba prendida del cinturón.

Darby quería pedir refuerzos, pero Banville no estaba por la labor de esperar. Había cajas apiladas junto al coche, señal inequívoca de que Boyle había planeado largarse. Movilizar a la unidad del SWAT de New Hampshire requeriría un tiempo precioso y había que contar con la posibilidad de que Carol y las otras mujeres estuvieran en algún lugar de la casa, todavía vivas. Tenían que abatir a Boyle ya.

Había alguien en casa. Así lo indicaba una luz procedente del salón, y Darby estaba segura de haber percibido movimiento en el dormitorio de la primera planta antes de que se apagara la luz.

Glen Washington, el agente vestido con el uniforme marrón, estaba llamando al timbre.

Sonó un teléfono. No era uno de los de la furgoneta, sino el móvil de Coop. Darby contestó.

– Hemos encontrado al Viajero -anunció Evan Manning-. Vivía en New Hampshire. El Equipo de Rescate de Rehenes se vio obligado a abatirlo. Es todo cuanto puedo decirte.

– ¿Estás seguro de que es él?

– Sin margen de error. El individuo que ha muerto hoy es el mismo que me atacó en la gasolinera. Tiene el mismo tatuaje en el antebrazo que John Smith. ¿Recuerdas lo que te dije del paquete? ¿El que contenía la ropa de Carol Cranmore?

Darby no perdía de vista la casa.

– Comentaste que esos paquetes ya no se fabricaban. La empresa que los hacía quebró.

– Tengo delante de mí un armario lleno de paquetes como ése. Son idénticos. El sujeto también tenía una vieja máquina de escribir eléctrica IBM, un ordenador, una impresora de fotos y papel. No puedo estar seguro de la impresora y el papel hasta que lo lleve a analizar. También hemos hallado varios modelos distintos de escuchas.

– ¿Dónde está Carol?

Washington volvió a llamar al timbre.

– La estamos buscando -dijo Evan-. Siento mucho lo que ha sucedido antes. No quería que las cosas salieran así, pero no me correspondía a mí decidir.

La puerta de la casa se abrió.

Darby oyó la voz de Washington por el micrófono.

– Buenas tardes, señor. Trabajo para la compañía telefónica…

Un atronador disparo le derribó hacia la escalera del porche.

Capítulo 62

Darby soltó el teléfono y vio cómo Banville apuntaba hacia la puerta y efectuaba dos disparos. La detonación partió el marco de la puerta y una lluvia de astillas de madera cayó sobre Banville.

Darby recogió el móvil del suelo.

– ¿Darby? -gritaba Evan-. ¿Qué pasa? ¿Estás ahí?

Ella cortó la llamada y llamó al 911 para pedir asistencia médica y refuerzos.

Volvió a mirar por el periscopio y distinguió la silueta de Banville un segundo antes de que entrara por la puerta de la casa. Washington yacía en el suelo, de espaldas, con la mano en el pecho.

Darby abrió las puertas traseras de la furgoneta y corrió hacia el lado del conductor. Le pesaban las piernas. Se sentó al volante y suspiró aliviada al ver que las llaves seguían puestas en el contacto. Arrancó y pisó con fuerza el acelerador. Su cuerpo se vio impulsado hacia delante mientras cruzaba el jardín. El sonido de un disparo le llegó por el auricular. Banville abrió fuego de nuevo: dos tiros cada uno.

Darby detuvo la furgoneta entre Washington y la puerta de la casa y, usando el vehículo como escudo, salió a atender al agente caído.

La tela de la chaqueta estaba rasgada por el impacto de la bala. No había sangre. Darby le bajó la cremallera. A través de la tela rota vio el chaleco antibalas con un orificio

Washington la miró, tenía los ojos muy abiertos y vidriosos; de su garganta salían sonidos entrecortados, vacilantes.


Darby lo agarró por los sobacos.

– Aguanta, te pondrás bien -dijo ella, y repitió esas palabras una y otra vez mientras lo arrastraba por el jardín, mientras una ráfaga de viento atroz hacía volar las hojas.

Por el auricular seguían llegando ruidos de gritos y estropicio de cristales.

Darby consiguió apoyar la parte superior del torso del agente en la parte de atrás de la furgoneta. Saltó al exterior, le cogió por las piernas y lo subió al vehículo.

Arrodillada a su lado, Darby le quitó el arma SIG Sauer de la cartuchera. Le desabrochó la camisa de un tirón y desató las tiras de velcro del chaleco para reducir la presión sobre la herida.

Más cristales rotos, pero éstos no procedían del auricular sino del exterior.

Con la pistola en la mano, cerró las puertas de la furgoneta. Boyle estaba en el garaje, armado.

Darby se echó al suelo. Un disparo rebotó en la puerta de la furgoneta. Rodó hacia un lado, se incorporó y corrió hacia la puerta delantera. El siguiente disparo impactó en la placa de la matrícula.

Le zumbaban los oídos. Sacó la pistola por encima de la capota delantera y apuntó al techo…

Boyle salió a la calzada.

«Va a por el coche», se dijo ella, y disparó dos veces.

Estaba demasiado lejos. Las balas se estrellaron contra un lado del garaje. Boyle tropezó y volvió a disparar… dentro del garaje. «Banville debe de estar allí.»

Boyle dio media vuelta y se fue hacia el bosque.

Darby le siguió. De camino vio a Banville dentro del garaje. Corrió hacia el bosque, pendiente del crujido de las ramas que se partían frente a ella; corría con la misma velocidad que en sus pesadillas, abriéndose paso entre las ramas secas que le herían la cara, los brazos, las manos.

Un nuevo disparo fue a impactar contra un árbol. Se le paralizaron las piernas y cayó al suelo, dándose un fuerte golpe contra las rocas y las ramas rotas. Darby se levantó enseguida y oyó los pasos de Boyle corriendo hacia ella, a toda prisa.

Oyó otros pasos acercándose por detrás, cruzando el bosque. Banville. De repente no oyó nada delante.

¿Dónde estaba Boyle?

Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y ahora podía ver el terreno que se extendía ante sus ojos, un montículo que luego descendía para luego subir de nuevo. Darby subió por la colina, abriéndose paso entre la densa arboleda, sujetando con fuerza la pistola.

El terreno se bifurcaba. Derecha o izquierda. Se imponía una decisión rápida.

Giró a la izquierda y se topó cara a cara con Daniel Boyle.

Darby elevó la pistola. Boyle la golpeó con la culata en la sien y ella sintió un dolor intenso antes de caer de espaldas. Boyle le pisó la mano que sujetaba el arma, partiéndole los dedos, y apoyó el cañón caliente de la pistola en su garganta.

Un disparo.

Boyle se tambaleó hacia un árbol. Banville dio media vuelta y le disparó de nuevo en el pecho. A pesar de eso, Boyle volvió a levantar el arma y Banville siguió disparándole hasta que la cara de Boyle se deshinchó como un globo y su cuerpo fue resbalando por el tronco del árbol, dejando a su paso un húmedo rastro rojo.

Capítulo 63

A Darby le temblaban las piernas. No podía aguantar de pie. Banville la cogió por la cintura y la alejó del cadáver. Ella no paraba de mirar a su espalda para asegurarse de que Boyle no iba tras ella.

– Está muerto, ya no puede hacerte daño -le susurraba Banville una y otra vez-. Se acabó.

Cuando por fin salieron del bosque la carretera ya no estaba a oscuras. Había coches de policía estacionados por todas partes, y sus luces azules giratorias alumbraban los árboles y las ventanas de la casa de Boyle.

Un poli de rostro abotargado se hallaba en el camino de acceso a la casa. El sheriff Dickey Holloway no se anduvo con rodeos. Le cabreaban los tiroteos en su territorio.

Darby se separó de ellos y fue hacia la casa. Trozos de yeso habían saltado de las paredes. El lugar emanaba un fuerte olor a cordita. Fue deambulando por las habitaciones hasta encontrar la puerta del sótano.

Los escalones conducían a un dantesco laberinto de pasillos tenebrosos. Darby gritó el nombre de Carol mientras iba de una habitación a otra, todas polvorientas y atestadas de cajas y muebles viejos. En el extremo más alejado del sótano había una pequeña bodega, llena de telarañas y olor a humedad.

Carol Cranmore no estaba allí. Allí no había nadie.

Se encontró a Banville en el salón cuando subió del sótano.

– Aquí abajo no hay celdas -dijo Darby-. Boyle tuvo que encerrar a Carol y a las demás mujeres en algún otro sitio.

Holloway estaba en el dormitorio, observando la maleta que había en el suelo. Una de las ventanas estaba rota.

– Se parapetó aquí y escapó por la ventana -dijo Banville-. Te disparó desde el tejado.

La maleta contenía una gran cantidad de ropa y un ordenador portátil. En los sobres había documentación falsa y mucho dinero.

– Da la impresión de que se estaba preparando para emprender un largo viaje -dijo Holloway-. Llegasteis justo a tiempo.

– Me gustaría echar un vistazo al ordenador -dijo Darby-. Tal vez encontremos algo que nos lleve hasta Carol.

– Ahora mismo alguien tendría que curarle esa herida. Con todos mis respetos, señora, está usted llenando de sangre mi escena del crimen.

Un enfermero le dio unos puntos en la mejilla y luego le aplicó una bolsa de hielo para controlar la hinchazón. Darby apenas podía ver con el ojo izquierdo, pero se negó en redondo a ir al hospital.

Darby se quedó sola en la parte trasera de la furgoneta, con la bolsa de hielo apretada contra la herida de la cara, mientras observaba a Holloway y a sus hombres dirigirse hacia el bosque.

Los focos de las linternas cruzándose en zigzag en medio de la arboleda trajeron a su mente el doloroso recuerdo de la búsqueda de Melanie. Ella se había convencido de que Melanie estaría a salvo, pero Mel nunca volvió a casa.

«Dios, por favor, haz que Carol esté viva. Creo que no podré superar esto otra vez.»

Banville se acercó y se sentó junto a ella.

– Uno de los hombres de Holloway tiene maña con los ordenadores. Ha puesto en marcha el portátil, pero al parecer todo su contenido está protegido por una contraseña. Vamos a necesitar a alguien que sea capaz de franquear ese código de seguridad si no queremos que se borren los archivos.

– Puedo recurrir al Laboratorio Informático de Boston. Están en otro edificio, así que la bomba no les afectó -dijo Darby-. Pero no trabajan de noche. Habrá que esperar hasta mañana. Preferiría no tener que perder tanto tiempo.

– ¿Se te ocurre otra idea?

– Podrías llamar a Manning. Tal vez conozca a alguien… y está por aquí.

Darby le puso al tanto de los detalles de su conversación con Evan. Banville se abstuvo de hacer ningún comentario. Tenía la mirada puesta en la punta de sus zapatos, sus manos jugueteaban con las monedas de los bolsillos.

Holloway salió del bosque.

– Hay un cobertizo a menos de quinientos metros de la casa. Está cerrado a cal y canto. Puedo llevarles hasta allí. Es un camino lleno de baches, así que vayan con cuidado por dónde pisan.


El cobertizo se elevaba en un claro y estaba pintado del mismo tono blanco que la casa. La gran verja frontal estaba cerrada con dos candados idénticos de calibre industrial para evitar el acceso al interior, o la huida hacia el exterior. No tenía ventanas, ni puerta.

Tuvieron que esperar una media hora hasta que llegó alguien de comisaría con unas tenazas capaces de partir las cadenas.

En el garaje había un John Deere Gator criando polvo y una pala. Darby cogió una linterna y descubrió unas manchas que podían ser de sangre seca en el asiento de plástico.

Banville asomó la cabeza por un pasillo.

– Darby.

El estrecho pasillo estaba hecho de paredes de Peg-Board, unos paneles muy útiles como soporte de utensilios de jardinería. Banville llegó hasta el final. Cogió una bolsa de limas de un estante y la depositó en el suelo. En la pared de Peg-Board se apreciaba un cuadrado con espacio suficiente para pasar la mano y llegar hasta el pomo de una puerta.

Antes tuvieron que hacer saltar el candado.

La habitación secreta contenía dos celdas. Ambas estaban abiertas y vacías.

Banville entró en una sala hecha de hormigón y acero inoxidable. No había espejo ni ventanas, sólo un respiradero en el techo. En la reducida estancia había un catre de campaña fijado en el suelo, similar a los que usa el ejército. En el centro había un retrete. Darby recordó las fotos de Carol que había visto en el laboratorio.

– La tenía aquí -dijo Banville.

Darby pensó en el Gator, en la pala con restos de tierra, y sintió que el último hilo de esperanza se desvanecía en el aire.

Capítulo 64

Darby buscó la forma de hablar a solas con Banville.

– Rescate de Rehenes tal vez tenga acceso a un helicóptero -dijo Darby-. Si es así, y está equipado con sensores infrarrojos de calor, podemos utilizarlo para reconocer el bosque, ver si es posible delimitar la zona en función de la temperatura. Dependería de la profundidad de la fosa y del tiempo que haga que esté muerta.

– Holloway ha solicitado colaboración a la policía estatal. Los perros estarán aquí por la mañana. Cubriremos cada centímetro de ese bosque.

– Un helicóptero podría barrer la zona en un par de horas.

Banville emitió un largo suspiro.

– No es que me apetezca la idea de pedirles ayuda a los federales, créeme -insistió Darby-. Pero estoy pensando en Dianne Cranmore. Tú y yo sabemos que todo esto saldrá en las noticias de la mañana. Creo que deberíamos contárselo a la madre antes de que se entere por los medios.

Banville le dio su móvil.

– Llama a Manning.

Darby se quedó sola en el camino oscuro y marcó el número de Evan. Los hombres de Holloway andaban atareados a su espalda.

– Soy Darby.

– Llevo una hora intentando hablar contigo -dijo Evan-. ¿Qué ha pasado? Se cortó la comunicación. Lo intenté varias veces más pero no respondías.

– ¿Habéis encontrado a Carol?

– No, aún no. Pero sí he encontrado más pruebas: unas botas del cuarenta y seis, fabricadas por Ryzer Gear. También hay una alfombra azul marino en el dormitorio. Creo que sus fibras coincidirán con las que encontraste.

– ¿Habéis encontrado una celda? ¿Como la que vimos en las fotos?

– No.

– Carol no está allí.

– ¿De qué estás hablando?

– Antes que nada quiero hacerte una pregunta sobre Rescate de Rehenes. ¿Tienen acceso a un helicóptero?

– Un Black Hawk -dijo Evan-. ¿Por qué?

– ¿Está equipado con sensores infrarrojos de calor?

– ¿Qué está pasando, Darby?

– Averigúalo y llámame al número de Banville. ¿Te doy el número?

– Ya lo tengo. ¿Puedes explicarme qué…?

Darby colgó. Los hombres de Holloway se disponían a registrar el bosque en busca de alguna fosa recién excavada.

Media hora más tarde Evan le devolvió la llamada.

– El Black Hawk está equipado con sensores infrarrojos de calor.

– Lo necesitaré para realizar un rastreo en un bosque -dijo Darby-. Estoy buscando un cadáver enterrado. Tal vez más de uno.

– ¿Dónde estás?

– Antes tendrás que explicarme por qué tu maravillosa organización se ha hecho cargo de mi caso.

– Ya te lo he dicho: es información confidencial…

Darby cortó la llamada.

Evan volvió a llamarla al instante.

– Apartarte del caso no fue decisión mía.

– Ya. Se te veía realmente disgustado cuando pasó.

– Me estás poniendo en una situación muy difícil. No puedo contarte…

– Tú mismo: o me lo cuentas ahora o vuelvo a colgar.

Evan no contestó.

– Adiós, agente especial Evan Manning.

– Voy a decirte algo que tiene que quedar entre tú y yo. Si alguna vez alguien me pide cuentas por ello, lo negaré.

– No te preocupes. Ya sé cómo funcionáis los federales.

– El hombre al que abatimos hoy era Earl Slavick, un ex informador que teníamos infiltrado en un grupo xenófobo que, según nuestras sospechas, estaba vinculado a los atentados de Oklahoma. Mientras Slavick nos proporcionaba información sobre el grupo, empezó su propio movimiento de limpieza étnica y secuestró a varias mujeres de la zona. Las autoridades locales me llamaron. Cuando descubrí lo que pasaba, Slavick había hecho las maletas y se había largado. Le hemos estado buscando desde entonces.

– Así que sabías desde el principio que Slavick estaba implicado en el secuestro de Carol Cranmore debido a las huellas que encontré.

– Sí, ya te lo dije.

– Pero no me dijiste que el perfil de ADN de Slavick figuraba en el CODIS. No me dijiste que el acceso a dicho perfil estaba restringido. Así, cuando se hallara la coincidencia, el FBI se enteraría y sus chicos podrían acudir a limpiar su mierda. No queríais que nadie supiera que el culpable de todas esas desapariciones había sido un informador del FBI. Los restos que encontramos en el bosque pertenecían a una de las víctimas de Slavick, ¿no?

– Felicidades -dijo Evan con voz gélida-. Has unido todos los puntos.

– Una última pregunta -dijo Darby-. ¿Cómo descubristeis dónde se escondía el Viajero, perdón, Earl Slavick?

Evan no contestó.

– Deja que lo adivine -dijo Darby-. Por el mapa que encontré. La dirección URL aparecía impresa al final de la página. Seguisteis el rastro de la IP de su ordenador hasta dar con Slavick, ¿no es así?

– Te he dado toda la información. Ahora te toca a ti.

– Hemos encontrado un cobertizo en las inmediaciones de una casa que contiene las mismas celdas que vimos en las fotos donde aparecía Carol Cranmore. El propietario es Daniel Boyle. Apuesto a que lo preparó todo para que Slavick fuera el cabeza de turco.

Evan no contestó.

– Me parece, chicos, que estáis metidos en un auténtico lío mediático. Espero que no llegue a las noticias. Tendrían tema para todo un año, ¿no crees? No, seguro que no. Ya encontraréis la forma de echarle tierra encima. Cuando se trata de encubrir la verdad, nadie lo hace mejor que el gobierno federal.

– ¿Dónde está Boyle?

– Muerto.

– ¿Lo has matado tú?

– Banville. -Darby le facilitó la dirección-. No olvides pedir el helicóptero.

Darby cortó la llamada. Cerró los ojos y apretó el hielo contra su mejilla. Tenía la piel fría e insensibilizada.

Capítulo 65

El Black Hawk sobrevoló dos veces el bosque, pero no consiguió hallar rastros de calor. O Boyle había matado a Carol hacía varios días, o el cuerpo estaba enterrado a demasiada profundidad.

La búsqueda de las tumbas se reanudaría al día siguiente a las ocho de la mañana, cuando la policía estatal de New Hampshire apareciera con perros rastreadores. Ahora el caso estaba bajo su jurisdicción.

Los técnicos forenses del laboratorio estatal habían llegado poco antes de medianoche y se habían establecido dos grupos: uno para proceder al examen de la casa y el otro para trabajar en el bosque.

Evan no tenía acceso libre ni al bosque ni a la casa. Se pasó la mayor parte del tiempo al teléfono, paseando cerca del extremo más alejado del jardín, bajo el roble. Darby se dedicó a prestar declaración ante dos detectives de Holloway.

Banville llegó procedente del bosque, con aspecto agotado.

– Holloway ha encontrado la cartera de Boyle, el teléfono y las llaves… Muchas llaves -anunció-. ¿Cuánto os apostáis a que una de ellas se corresponde con la de la casa de Slavick?

– Dudo que los federales consientan en que nos acerquemos hasta que les permitamos el acceso a la casa de Boyle.

– ¿Por dónde anda Manning?

– Su teléfono debe de estar a punto de echar humo. Estoy segura de que Zimmerman y su banda de elfos felices se presentarán aquí en cualquier momento intentando meter las narices. Ahora que saben que se han cargado al hombre equivocado tienen que estar histéricos.

– Boyle llevaba una de esas BlackBerry en el bolsillo -dijo Banville-. Holloway ha estado revisándola. No ha encontrado ningún correo electrónico, pero el aparato guarda un registro de todas las llamadas, tanto entrantes como salientes. Boyle llamó a alguien esta noche a las nueve y dieciocho.

– ¿A quién llamó?

– Todavía no lo sé. La llamada duró cuarenta y seis segundos. Holloway afirma que el prefijo corresponde a Massachusetts. Ahora está intentando averiguar a quién pertenece el número. ¿Has hablado con Manning?

– No. No me ha dicho nada.

– Bien, mejor así. Hagamos sudar a ese capullo, para variar.

Sonó el móvil de Banville. Se le demudó el semblante.

– Es Dianne Cranmore -dijo-. Tengo que contestar. Luego me ocuparé de que alguien te lleve a casa… No discutas, Darby. No te quiero por aquí cuando lleguen los federales. Ya aguantaré yo su bronca. Si alguien te pregunta, obedecías órdenes mías.

Darby observaba cómo dos miembros de la oficina del forense sacaban un cadáver en camilla cuando Evan se plantó a su lado.

– La herida de la cara se te está hinchando. Deberías aplicarte más hielo.

– Cogeré más de camino a casa.

– ¿Ya te marchas?

– En cuanto Banville me consiga un coche -dijo Darby.

– Ya te llevo yo.

– ¿Seguro que quieres irte?

– No es que sea muy popular que digamos en estos momentos.

– ¡No me digas!

– ¿Y si firmamos una tregua y dejas que te acompañe a casa? O mejor aún, ¿por qué no te llevo al hospital?

– No necesito ir al hospital.

– Entonces te llevo a casa.

Darby miró la hora. Era más de medianoche. Si Banville no conseguía encontrar a alguien que la acompañara, ella tendría que recurrir a Coop o esperar a algún agente de Banville. En cualquiera de los dos casos no llegaría a Belham hasta al menos las tres. En cambio, si accedía a irse con Evan, llegaría a casa a una hora razonable; podría dormir un rato y volver al día siguiente para proseguir con la búsqueda.

– Espera a que se lo comente a Banville -dijo Darby.

Ya en el interior del coche Darby miró por el espejo retrovisor y contempló cómo el resplandor blanco y azul de las luces de policía se hacía más pequeño y más tenue. Una parte de ella se sentía como si estuviera abandonando a Carol.

Cuando el resplandor desapareció por fin y sólo los focos del coche iluminaban la carretera que tenía frente a ella, Darby notó que le costaba respirar. El interior era demasiado pequeño. Necesitaba aire. Necesitaba moverse.

– Para el coche.

– ¿Qué pasa?

– Para, por favor.

Evan se detuvo en el arcén. Darby abrió la portezuela y, tambaleándose, salió a la carretera. Estaban rodeados de un tramo de oscuro bosque; en su cabeza persistía la imagen de Carol encerrada en aquella celda fría y gris, sola y asustada, lejos de su madre.

Darby conocía esa clase de miedo. Lo había sentido cuando se escondió debajo de la cama, cuando se encerró en el cuarto de su madre, y más tarde, cuando oyó los gritos de Melanie pidiendo ayuda.

Evan apagó el motor. Una puerta se abrió y se cerró a espaldas de Darby. Un momento después, ella oyó unos pasos que resonaban sobre la grava.

– Has hecho todo lo que has podido por ella -dijo él, con voz amable.

Darby no respondió. Siguió con la mirada fija en el bosque.

Carol estaba enterrada en algún lugar de la espesura.

Concentró su atención en el diminuto centelleo blanco y azul que brillaba a lo lejos. Pensó en Boyle, junto a la ventana de su dormitorio, observando cómo la furgoneta subía hacia su casa y…

– Hizo una llamada telefónica -dijo Darby en voz alta.

– ¿Disculpa?

– Boyle llamó a alguien después de que llegáramos a su casa. La llamada aparecía registrada en la BlackBerry. La hizo a las nueve y dieciocho minutos. Nosotros llegamos a su casa poco después de las nueve. Recuerdo haber visto la hora en el monitor.

Darby imaginaba la escena con claridad: Boyle apostado en la ventana, viendo el supuesto vehículo de la compañía telefónica. ¿Cómo había adivinado que era la policía? No fue así. Banville se quedó en la calle. ¿Le habría visto Boyle? Tal vez.

«Aceptemos que Boyle vio a Banville. Boyle coge el arma y antes de bajar hace una llamada. ¿A quién llamó? ¿Quién podía ayudarle…?»

– Oh, Dios. -Darby se pasó la mano por el cuello-. Boyle hizo esa llamada porque tenía a alguien que trabajaba con él. El Viajero no era una sola persona, sino dos. Boyle llamaba para avisar a su compañero.

Darby se dio la vuelta. Evan tenía la mirada perdida; sus ojos parecían sumidos en una profunda reflexión.

– Piénsalo -prosiguió Darby-. Boyle organizó tres explosiones: la de la furgoneta, la que metió en una caja de FedEx dentro de un maniquí, y la última, la bomba de fertilizante que estalló en el hospital.

– Ya veo por dónde vas. Boyle podría haber dejado la furgoneta la noche anterior y salir a la mañana siguiente con el vehículo de FedEx.

– Los micrófonos se conectaron a una hora concreta. Boyle sólo pudo hacerlo si nos tenía vigilados. Pero no habría podido vigilarnos y conducir la furgoneta de FedEx al mismo tiempo.

– No es una hipótesis descabellada -dijo Evan-. Quizá Slavick fuera su cómplice. Encontramos muchas pruebas en su casa.

– Slavick no era el cómplice: era el cabeza de turco.

– Tal vez Slavick traicionó a Boyle y éste decidió dejar que cargara con las culpas. Muerto Slavick, Boyle puede recoger las cosas y largarse. Estaba preparándose para partir, ¿no?

– Me has dicho que registrasteis a fondo la casa de Slavick sin encontrar ninguna celda.

– Cierto. Pero las hallamos en casa de Boyle.

– Los números no cuadran.

– No te sigo.

– Había sólo dos celdas en casa de Boyle -dijo Darby-. Rachel me habló de las demás mujeres encerradas con ella: Paula y Marci. Eso hace tres mujeres; no, cuatro. Había cuatro personas contando a Rachel: Paula, Marci y el novio de Rachel, Chad. Así que, además de Rachel, había tres prisioneros más, encerrados en el mismo sitio. Boyle tenía que disponer de algún otro escondrijo.

– Tal vez primero fueran Chad y Rachel. Después de acabar con Chad, Boyle debió de llevar a Marci, y cuando ésta murió, Boyle, o Boyle y Slavick, secuestraron a Paula.

– No, estaban todos a la vez.

– Eso no puedes asegurarlo -dijo Evan-. Rachel Swanson deliraba. Cuando estaba en el hospital, creía hallarse todavía en la celda.

– Oíste la cinta. Rachel me dijo que no había salida, sólo escondrijos. Las celdas de la casa de Boyle eran pequeñas. Allí no había ningún lugar donde Rachel pudiera esconderse. Y todas esas indicaciones que se escribió en el brazo. Rachel dijo: «Da igual que vayas a la derecha, a la izquierda o recto, todos los caminos llevan a un callejón sin salida». Rachel y las otras mujeres estaban encerradas en otro lugar, estoy segura de ello.

– Sé las ganas que tienes de encontrar a Carol, pero creo que…

Darby pasó por delante de Evan en dirección al coche.

– ¿Adónde vas?

– Vuelvo a casa de Boyle. Necesito hablar con Banville.

Evan se metió las manos en los bolsillos.

– ¿Te has planteado la posibilidad de que Boyle metiera a Rachel y a las otras mujeres en el sótano de su casa? Tal vez las encerró allí. Hay muchos recovecos, muchos rincones donde es conderse.

– ¿Cómo sabes tanto del sótano de Boyle?

– Porque fue allí donde maté a Melanie -dijo Evan, un segundo antes de apretar el trapo impregnado de cloroformo sobre la cara de Darby.

Capítulo 66

Darby despertó con la mente sumida en una nebulosa de ideas. Estaba tendida boca abajo, pero no en una cama. No, era demasiado duro. Con el ojo sano, el que no tenía hinchado, parpadeó en la oscuridad. Se giró y se sentó.

Por un breve instante creyó que se había quedado ciega en un horrible accidente. Luego empezó a recordar.

Evan la había drogado con aquel trapo. El hombre que había intentado consolarla aquel día en la playa cuando le contó el final de Victor Grady y el destino de las mujeres desaparecidas era el mismo que había apretado el trapo impregnado en cloroformo sobre su cara, el mismo que había matado a Melanie: Evan era el cómplice de Boyle. Evan dejaba las pruebas mientras Boyle secuestraba mujeres y las llevaba hasta allí.

Darby se levantó, desorientada por la oscuridad. Intentó respirar hondo mientras se palpaba el cuerpo. No llevaba chaqueta, pero seguía vestida con la misma ropa y las mismas botas. Tenía los bolsillos vacíos. No sangraba, ni parecía herida, pero las piernas no dejaban de temblar.

El mareo fue remitiendo. Tenía que sobreponerse.

Con las manos extendidas en la penumbra Darby se movió hacia delante, hasta que los dedos chocaron contra una superficie plana y rugosa: una pared de hormigón. Fue hacia la izquierda, contando los pasos: uno, dos, tres… La pierna dio con algo duro. Se agachó e intentó identificar el objeto por el tacto. Una cama. Cinco pasos más y se acababa el muro. Gira. Seis pasos, otro objeto: en este caso un retrete. Estaba en una celda parecida a la que había visto en casa de Boyle, al lugar donde habían encerrado a Carol.

Sonó un zumbido, fuerte y desagradable, como el sonido del timbre de la escuela.

Se abría la puerta; una fina línea de luz partía la penumbra de la celda.

Tenía que defenderse. Necesitaba un arma. Registró la celda. Todo estaba clavado al suelo. No había nada que pudiera utilizar.

La puerta se había abierto hacia un pasillo tenuemente iluminado.

Una melodía empezó a sonar. Era I Get a Kick Out of You, de Frank Sinatra. Evan no entró.

El mareo había remitido, la adrenalina se le había disparado. «Piensa.»

¿Acaso Evan esperaba que ella saliera?

Sólo había un camino, y Darby se acercó al extraño pasillo, esforzándose por oír algo aparte de la música. Alerta a cualquier movimiento repentino. Si la atacaba, ella iría directa a los ojos. Ese hijo de puta no podría hacerle daño si no veía.

Darby apoyó la espalda en la pared de la celda. Bien. «Prepárate para correr.»

El corazón le latía más y más rápido… Ya.

Salió al largo pasillo en el que había seis puertas de madera.

Todas las puertas estaban cerradas. Algunas tenían picaportes. En dos había candados.

Frente a las puertas había cuatro celdas abiertas. Darby registró las otras tres. Estaban vacías. Buscó cualquier cosa que pudiera utilizar como arma. Nada. Todo estaba clavado al suelo. En la última celda detectó un intenso olor corporal que al instante le recordó a Rachel Swanson. Era allí donde la habían tenido encerrada. Allí había vivido Rachel durante todos aquellos años.

El timbre de alarma volvió a sonar. Las puertas de acero se cerraron con un crujido.

Un nuevo ruido se oyó a lo lejos: puertas que se abrían y cerraban, se abrían y cerraban.

Evan. Iba a por ella.

Tenía que moverse, tenía que pensar en algo… Pero ¿adónde ir? Cualquier puerta.

Darby intentó abrir la que tenía justo delante. Estaba cerrada. La siguiente no. Cuando traspasó el umbral se sintió en la clase de laberinto que poblaba sus peores pesadillas.

Frente a ella había un estrecho pasillo desprovisto de luz. A tientas pudo distinguir cuatro puertas, dos por lado… No, cinco. Había una quinta al final del pasillo. Las paredes estaban hechas con tablas de madera clavadas. Parte de la madera estaba resquebrajada. Miró a través de un pequeño agujero y se encontró con una sala parecida a aquélla.

Y entonces lo comprendió: los números y letras que Rachel se había escrito en el brazo y en el mapa eran indicaciones para recorrer ese laberinto. Rachel había logrado trazar un camino a través de cada una de las puertas.

Darby se esforzaba por recordar las combinaciones de números y letras mientras las puertas se abrían y cerraban a su alrededor. Había alguien más allí aparte de Evan. ¿Sería Carol? ¿Estaría viva? ¿Cuántas mujeres había allí abajo y por qué corrían? ¿Qué iba a hacerles Evan? ¿Qué le haría a ella?

Sin tiempo para pensar, Darby avanzó hacia otra sala; en ésa había dos puertas, pero sólo una podía abrirse. La pared estaba llena de agujeros. Impactos de bala. Evan tenía un arma. ¡Dios mío! ¿Qué podía hacer ella contra un arma de fuego? Desarmada, no tenía ninguna posibilidad, sólo le quedaba seguir moviéndose y pensar en el modo de atacarlo por sorpresa. Pero antes necesitaba algo que usar como arma, y enseguida.

Darby se quedó helada. Alguien se acercaba.

La siguiente sala era más grande, con cuatro puertas. Una de ellas estaba cerrada con candado. Abrió otra, y se metió en una habitación. Cerró la puerta con mucho cuidado para no revelar su ubicación.

Esa sala tenía un pasillo tan estrecho que para recorrerlo debía ponerse de lado. Se percató de que algunas puertas de ese pasillo estaban cerradas por dentro; otras no tenían ni pomos; otras eran un puro umbral, carente de puerta. ¿A qué venían tantas variaciones?

«Dan caza a las víctimas por aquí. Las persiguen por el laberinto y las dejan encontrar rincones donde esconderse para dar más emoción a la caza.»

Mientras se internaba en el laberinto de habitaciones sin fin y sus ojos se habituaban a la penumbra, recordó fragmentos de las conversaciones con Rachel. «No hay forma de salir, sólo escondrijos… Da igual que vayas a la derecha, a la izquierda o recto, todos los caminos llevan a un callejón sin salida, ¿no te acuerdas? No se puede escapar… Yo lo intenté.»

Tenía que haber alguna salida. Rachel Swanson había sobrevivido allí durante años; había una salida, o al menos un buen escondite…

Un agudo grito sobresaltó a Darby.

Se oyó un golpe y la mujer volvió a gritar. Estaba cerca, en algún lugar detrás de la fina pared. Más puertas se abrieron y se cerraron. «¿Cuántas mujeres hay aquí?»

– ¡Socorro!

No era la voz de Carol. Darby no sabía a quién pertenecía, pero estaba cerca. ¿Y si gritaba diciéndole dónde estaba? «No, no reveles tu posición.» Darby fue avanzando por el laberinto, palpando el suelo con la esperanza de encontrar un trozo de madera que usar como palo. Cualquier cosa.

Se halló en un cuarto cuyo suelo de hormigón estaba salpicado de astillas de madera. Un líquido negro salía de debajo de una de las puertas. Darby supo lo que era antes de arrodillarse. Sangre. Podía olerla. La puerta que tenía frente a ella no estaba cerrada. La abrió. «Por favor, Dios mío, que no esté Evan aquí.»

Una mujer yacía en el suelo en medio de un charco de sangre. Al ver cómo la habían apuñalado Darby sintió la necesidad de gritar.

Pero se reprimió. Le temblaba todo el cuerpo. Aterrada, miró a su alrededor: había huellas ensangrentadas en el suelo, pisadas que descendían por el pasillo y desaparecían. Evan se había ido.

Notó un movimiento débil procedente de la pared que tenía a su espalda. No había ninguna puerta allí, pero el suelo presentaba una abertura suficientemente grande para pasar por ella. ¿Estaría Evan allí?

Darby luchó contra su instinto; tenía que mirar, pero no quería hacerlo. De rodillas, acercó la cara al agujero. Al otro lado distinguió la silueta menuda y temblorosa de Carol Cranmore.

Capítulo 67

– Carol -susurró Darby-. Carol, aquí.

Carol Cranmore, acurrucada en el suelo, miró a Darby a través del agujero.

– Soy de la policía -dijo Darby-. ¿Estás herida?

Carol negó con la cabeza; sus ojos expresaban un pavor atroz.

– Creo que puedes pasar por aquí-dijo Darby-. Ven, te ayudaré.

Carol se deslizó por el agujero de madera, pero se quedó atascada. Darby la cogió de las manos y tiró de ella. Las astillas de madera le arañaron las piernas. Carol iba descalza. Tenía heridas en los tobillos y en los pies, algunas aún sangrantes. Iba vestida únicamente con bragas y sujetador, y temblaba de frío.

– Tenía un hacha, le vi…

– Sé quién es -dijo Darby-. Lo que necesito es saber dónde está. ¿Le has visto?

Carol negó con la cabeza.

– ¿Cuánta gente hay aquí abajo? ¿Lo sabes?

– He oído a varias personas, a varias mujeres, pero sólo he visto a una. Sangraba. Intenté despertarla cuando él vino hacia mí. Huí y me encontré con un esqueleto. -Carol rompió a llorar-. Por favor, no quiero morir…

Darby agarró a la adolescente por los hombros.

– Escucha, sé que estás asustada, pero no puedes gritar. No puedes, ¿lo entiendes? No quiero que nos encuentre. Tenemos que buscar una salida y necesito que seas fuerte. Que seas valiente. Hazlo por mí. ¿Podrás?

Se oyó un grito de mujer: cerca, el sonido procedía de algún lugar frente a ellas.

Darby apoyó una mano sobre la boca de Carol y la empujó contra la pared, al mismo tiempo que una puerta se cerraba dando un portazo. La mujer volvió a gritar. Estaba en el cuarto del que acababa de salir Carol.

La mujer empezó a suplicar.

– Por favor… Haré lo que quieras, pero no me hagas daño. Por favor.

Carol sollozaba, sus lágrimas humedecían la mano de Darby. Un golpe sordo. Carol se sobresaltó cuando la mujer volvió a gritar.

El grito se convirtió en un alarido ronco. Frank Sinatra cantaba Fly Me to the Moon.

Siguió una sucesión de golpes, acompañada por los jadeos de Evan. Estaba en la habitación contigua. Evan había matado a una de las mujeres y ahora golpeaba la pared con el hacha. Golpes fuertes, dados para provocar los gritos de Carol y así poder descubrir dónde se hallaba.

El ruido cesó. Darby contempló el agujero.

«Vamos, asoma la cabeza para echar un vistazo.» Podía partirle la nariz de una patada. Y si asomaba la cabeza y miraba hacia el otro lado, podría darle un puntapié en la nuca y dejarlo inconsciente.

Frank Sinatra entonó My Way.

Evan no se asomó por el agujero. ¿Se había ido?

Darby esperó. Esperó un poco más. «Arriésgate, mira.»

– Voy a mirar por el agujero -susurró Darby al oído de Carol-. No te muevas, y pase lo que pase, no grites, ¿de acuerdo?

Carol asintió. Darby se arrodilló.

Junto a las manos de la mujer muerta vio unas botas negras frente a una puerta abierta. Evan seguía allí, al acecho. El hacha ensangrentada oscilaba a la altura de su tobillo.

Evan se dirigió a otra habitación, cerrando la puerta al salir. Otro portazo. Los acordes de The Way You Look Tonight llenaban el aire.

Darby tuvo una idea. «Dios, haz que funcione.»

– Carol, el esqueleto que viste, ¿recuerdas dónde está?

– Por allí -dijo Carol y señaló hacia el agujero.

– Tienes que llevarme hasta él.

– No me dejes aquí.

– No voy a dejarte.

– ¿Lo prometes?

– Te lo prometo. -Darby se quitó la camisa y se la dio a Carol-. Cruzaré al otro lado del agujero. Cuando llegue abajo, te pediré que cierres los ojos y te ayudaré a pasar. Como hicimos antes. Dame sólo un momento.

Darby se metió en el agujero, con la camiseta empapada en sangre. Después de que pasara Carol, con los ojos cerrados, Darby la cogió de la mano y la alejó del cadáver que había en el suelo.

– Abre los ojos -dijo Darby-. Ahora, enséñame dónde viste el esqueleto.

– Al otro lado de esa puerta.

Darby la abrió. El corredor estaba vacío. Cerró con cuidado. Carol la guió a través de dos habitaciones, y luego por una tercera. Darby iba delante, asomándose a los puntos ciegos e intentando recordar el camino.

De repente se hallaron en un pasillo con un muro de cemento. «Debemos de estar en un extremo del laberinto. Pero ¿en cuál?»

Carol señaló hacia el final del pasillo. En el suelo se distinguía una camisa desgarrada.

– Está allí.

Darby contuvo la respiración y empezó a avanzar por la oscuridad, siempre con Carol de la mano.

Al final del pasillo había un conjunto de huesos pequeños y grandes: el extremo fracturado de un fémur, una tibia y un cráneo. Darby se preguntó si Evan y Boyle los habrían dejado allí para asustar a las otras mujeres.

El fémur. Tenía un extremo afilado. Podía ser un arma.

Con el hueso en la mano Darby corrió con Carol hacia el extremo opuesto del pasillo. Sólo había una puerta. Darby la abrió y se encontró cara a cara con el hombre del bosque.

Capítulo 68

La cabeza de Evan estaba cubierta por la misma máscara hecha con vendas sucias que ella había visto hacía dos décadas; los ojos y la boca tapados por las mismas tiras de tela negra. Llevaba un mono manchado de sangre y un cinturón de carpintero, que había sido adaptado para guardar varios cuchillos y una pistolera.

Carol gritó cuando Evan levantó el hacha. Darby cerró la puerta y se lanzó contra ella para hacer contrapeso. La puerta carecía de cerradura automática, a diferencia de algunas otras. Carol la ayudó a oponer resistencia.

El hacha partió la madera e hizo un profundo corte en la mejilla de Darby. Ésta gritó, pero mantuvo su posición contra la puerta. Otro hachazo. Tenían que esconderse… «Piensa -se dijo-: el agujero donde estaba el cadáver.» Evan no pasaría por él. Había que ir hacia allí, y tendrían que correr si querían conseguirlo.

Un disparo hizo saltar la madera cerca de la cabeza de Darby. Agarró a Carol de la mano y ambas salieron corriendo. «Dios mío, por favor, que no tropecemos.» Darby iba cerrando puertas mientras corría, Evan las perseguía. Sus pasos se acercaban más y más…

La segunda bala impactó en la pared que tenían detrás. Carol gritó y Darby la empujó hacia el cuarto donde estaba la mujer muerta. Al girarse, vio a Evan pistola en mano. Cerró la puerta al mismo tiempo que él disparaba. La bala se estrelló en la madera. Gracias a Dios, aquélla sí tenía un cierre automático. Darby le dio al botón con el puño.

Carol tenía la mirada fija en el cadáver. Darby la agarró de los hombros y la obligó a darse la vuelta y a avanzar hacia el agujero. Evan pugnaba por abrir la puerta, pero no podía. Estaba encerrado fuera.

– Sube -dijo Darby.

Carol intentó cruzar por la abertura y se quedó atascada. Darby la empujó mientras Evan seguía pateando la puerta.

Darby se arrodilló y le susurró a Carol, que también estaba de rodillas al otro lado:

– Golpea las puertas como si estuviéramos corriendo; haz tanto ruido como puedas, ¿de acuerdo? Me reuniré contigo en un minuto.

– Prometiste que no me abandonarías.

Un disparo agujereó la puerta.

– Corre, Carol. Corre.

Darby se incorporó y a punto estuvo de resbalar a causa de la sangre. La sala estaba a oscuras, pero distinguió la mano enguantada de Evan metiéndose por el agujero. Carol cerraba y abría puertas. Darby apoyó la espalda en la pared. Notaba la sangre goteándole por el cuello. Se tocó la mejilla, la herida y el hueso. El ojo de ese lado seguía cerrado por la hinchazón.

Evan encontró el pomo, lo giró y abrió la puerta.

Entró empuñando la pistola en la mano. Darby agarró el fémur con ambas manos y lo hundió con fuerza en el estómago de Evan.

Un grito de dolor salió de la máscara. Darby sacó la improvisada arma y volvió a clavarla. Cuando él intentó apuntarla con la pistola, ella lo apuñaló por tercera vez. La bala le rozó la oreja, con un ruido atronador, y cuando Evan la agarró del pelo ella levantó el fémur y se lo hundió en la garganta.

Él soltó la pistola y se llevó ambas manos a la garganta. Darby le empujó hacia la otra habitación. El arma de fuego estaba en el suelo: una Glock de nueve milímetros, el arma reglamentaria del FBI. Ella la cogió y cerró la puerta.

– Carol, quédate donde estás -dijo Darby, y luego gritó con más fuerza-: Soy de la policía. Si hay alguien más aquí, que no se mueva hasta que yo le diga que puede salir.

Darby abrió la puerta de par en par y levantó la Glock.

Evan se tambaleaba en el cuartucho. La punta del fémur asomaba por su garganta. Intentaba detener la sangre que le manaba del estómago. Se estaba desangrando. «Que se muera.»

En cuanto la vio fue en busca del hacha.

– No lo hagas.

Él alzó el hacha por encima de su cabeza. Darby disparó, y la bala le atravesó el estómago.

Evan se desplomó contra la pared. Ella apartó el hacha de una patada. Él intentó incorporarse, cayó, y siguió probándolo hasta que sus miembros ya no respondieron.

Por detrás de la máscara emitió un suspiro agónico, estremecedor. Sólo consiguió articular una palabra:

– Melanie.

Darby le arrancó la máscara.

– Enterrada… Está enterrada… -Evan se ahogaba con su propia sangre.

– ¿Dónde? ¿Dónde está enterrada Mel?

– Pregunta… pregúntaselo a tu madre…

Darby sintió una fuerte punzada en la cara. Evan sonrió antes de morir.

Darby le quitó el cinturón y le desabrochó el mono de trabajo. Palpó los bolsillos y encontró un juego de llaves. No halló ningún móvil, pero sí una pequeña cámara digital metida en uno de los huecos del cinturón de carpintero. Ella se guardó la cámara en el bolsillo.

Con las manos manchadas de sangre fue probando llaves hasta dar con una que abría los candados. Darby tomó aire y miró hacia el techo.

– Está muerto. Ya no puede haceros ningún daño. ¿Hay alguien más ahí?

No hubo respuesta. La música seguía sonando.

– Tengo sus llaves. Puedo ayudaros. Si estáis ahí, decid algo.

Sólo se oía música.

Darby fue a buscar a Carol. La adolescente estaba acurrucada en un rincón del pasillo, meciéndose, en estado de shock.

– Se acabó, Carol. Todo ha terminado. Ven, dame la mano. Así, cógete con fuerza. Voy a sacarte de aquí… No, no mires al suelo, mírame a mí. Te sacaré de aquí pero quiero que cierres los ojos hasta que yo te diga que los abras, ¿de acuerdo? Bien. Así me gusta, mantenlos cerrados. Sólo son unos pasos más. Muy bien. No mires abajo. Ya casi estamos. Ya casi estamos en casa.

Capítulo 69

El camino de salida del laberinto se les hizo eterno.

Darby se hallaba en el extremo opuesto de la mazmorra, en un pasillo donde había cuatro jaulas idénticas. Sabía que estaba al otro lado porque ese pasillo tenía una puerta de acero extra asegurada mediante cuatro candados. Usó las llaves. Fue el único instante en que Carol soltó su mano.

Una escalera de mano apoyada en la pared conducía a un sótano iluminado por la luz tenue que salía de una puerta situada a la izquierda, al otro lado de la escalera. Darby se acercó a la puerta, notando los dedos de Carol aferrados a los suyos.

Sobre una vieja mesa había seis pantallas de vídeo. Cada pantalla mostraba una celda de color verde oscuro: visión nocturna. Evan y Boyle habían instalado cámaras de vigilancia equipadas con visión nocturna para vigilar a sus prisioneras. Todas las celdas estaban vacías.

La ropa de Evan aparecía pulcramente doblada encima de otra mesa. El móvil estaba sobre la cartera, junto con las llaves del coche.

Darby estaba a punto de entrar en la habitación cuando vio varios trajes dispuestos sobre maniquíes. Las cabezas aparecían cubiertas con máscaras de Halloween, algunas compradas, otras hechas a mano. Detrás de los maniquíes había un estante lleno de armas varias: cuchillos, machetes, hachas y lanzas.

– Quiero que te quedes un momento aquí fuera -dijo Darby-. No te muevas, ¿vale? Vuelvo enseguida.

Darby cogió el teléfono móvil y las llaves, y vio una puerta cerrada. Una de las llaves la abría. En el interior encontró un archivador cerrado y una pared empapelada con las fotos de las mujeres secuestradas. Probó las llaves en el archivador, pero ninguna lo abría.

En algunas fotografías las mujeres sonreían. En otras estaban asustadas. Entre ellas había horrendas fotos que retrataban sus muertes. Darby imaginó a Boyle y a Evan en ese cuarto, mirando las fotos mientras se vestían, dispuestos a salir de caza.

Darby contempló aquellos rostros hasta que ya no pudo soportarlo más. Cogió la mano de Carol y un estremecimiento de gratitud la invadió al notar su calor. Juntas subieron por la escalera hasta la planta principal. Las luces funcionaban. No había muebles, sólo estancias frías y desiertas. Decadentes. Varias ventanas habían sido cubiertas con tablones.

Darby abrió la puerta principal con la esperanza de encontrar alguna señal en la calle. No había farolas, sólo oscuridad y un viento gélido que soplaba sobre los campos yermos. La derruida granja que había detrás era el único edificio de las inmediaciones.

Recordó que el coche de Evan iba equipado con GPS. Lo encontró aparcado detrás de la granja. Darby arrancó el vehículo y puso en marcha la calefacción.

El GPS mostraba su localización. Darby llamó al 911 y pidió un par de ambulancias. Ignoraba si alguna de las mujeres del sótano seguía aún con vida.

– Carol, ¿recuerdas el número de teléfono de tus vecinos, los que viven frente a tu casa? Los de la casa blanca con persianas verdes.

– Los Lombardo. Sí, sé su número. Cuido de sus niños de vez en cuando.

Darby marcó el número. Una mujer atendió la llamada con la voz ronca de sueño.

– Señora Lombardo, me llamo Darby McCormick. Pertenezco al Laboratorio de la Policía de Boston. ¿Está Dianne Cranmore con usted? Necesito hablar con ella enseguida.

La madre de Carol se puso al teléfono.

– Aquí hay alguien que quiere hablar con usted -dijo Darby, antes de pasarle el teléfono a Carol.

Capítulo 70

Según el GPS la granja abandonada estaba a cuarenta kilómetros de la casa de Boyle. Darby llamó a Mathew Banville y le relató lo sucedido.

Primero llegaron las ambulancias. Mientras atendían a Carol, Darby informó a los del servicio de urgencias de lo que les esperaba en el laberinto del sótano. Les mostró qué llave abría los candados y cuál abría las puertas. Se sentó en la parte trasera de la ambulancia con Carol hasta que a ésta le hizo efecto el sedante. Darby permitió que un enfermero la reconociera pero se negó a tomar ningún sedante.

Cuando llegó Banville con la policía local le estaban dando puntos en la mejilla. Se quedó junto a Darby mientras Holloway y sus hombres entraban en la granja.

– ¿Has traído las llaves de Boyle? -preguntó Darby.

– Las tiene Holloway.

– Hay un archivador cerrado en la habitación de las fotos. Me gustaría ver si contiene algo sobre Melanie Cruz.

– La patrulla forense del estado está a punto de llegar -dijo Banville-. Ahora el caso les pertenece. Dejaremos que procesen la escena del crimen. ¿Cómo lo llevas?

Darby no tenía una respuesta a esa pregunta. Le dio la cámara de Evan.

– Hay fotos de lo que les hacían a las mujeres.

– Holloway dijo que podías prestar declaración mañana, cuando hayas dormido un poco. Uno de sus agentes te acompañará a casa.

– Ya he llamado a Coop. Viene de camino.

Darby habló a Banville de Melanie Cruz y de las otras mujeres desaparecidas. Cuando terminó le anotó un número de teléfono en el dorso de una de sus tarjetas.

– Es el número de casa de mi madre. Si encontráis algo referente a Melanie, llámame, sea la hora que sea.

Banville deslizó la tarjeta en el bolsillo trasero del pantalón.

– Llamé a Dianne Cranmore justo después de que hablara contigo -dijo él-. Le dije que de no ser por ti nunca habríamos encontrado a su hija. Quería que lo supiera.

– Ha sido un trabajo en equipo.

– Lo que has hecho… -Banville hizo una larga pausa para contemplar el coche de Evan-. Si no me hubieras presionado, si yo no te hubiera respaldado, esto habría acabado de forma muy distinta.

– Pero no ha sido así. Gracias.

Banville asintió. No parecía saber qué hacer con las manos.

Darby le tendió la mano y Banville se la estrechó.


Cuando el Mustang de Coop apareció por la carretera, ésta ya estaba atestada de coches patrulla y vehículos del departamento forense. Los medios de comunicación también habían hecho acto de presencia. Darby vio un par de cámaras de televisión al otro lado de las vallas. Un fotógrafo intentaba sacarle una foto.

Coop se quitó la chaqueta y se la colocó sobre los hombros. La abrazó contra su pecho durante un buen rato.

– ¿Dónde te llevo?

– A casa -dijo Darby.

Coop condujo en silencio por las oscuras y desiguales calles. La ropa de Darby olía a sangre y a pólvora. Ella bajó la ventanilla, cerró los ojos y dejó que el viento le acariciara la cara.

Cuando el coche se detuvo, ella abrió los ojos y vio que habían aparcado en el área de servicio de la autopista. Coop rebuscó en el asiento trasero, de donde sacó una nevera portátil. Dentro, sobre el hielo, había dos vasos y una botella de whisky irlandés.

– Se me ocurrió que igual te apetecía -dijo Coop.

Darby llenó los vasos con hielo y vertió el whisky. Ya casi había apurado el segundo vaso cuando llegaron a la frontera del estado.

– Me siento mucho mejor -dijo Darby.

– Estuve tentado de llamar a Leland, pero pensé que preferirías contárselo en persona.

– Acertaste.

– Me gustaría poder seguirte con una videocámara y registrar ese momento para la posteridad.

– Quiero contarte algo -dijo Darby.

Por segunda vez aquella noche relató la historia de Melanie y Stacey. Esta vez quiso hacerlo despacio, quería que Coop supiera cómo se había sentido ella.

– Le dije a Mel que no quería seguir siendo amiga de Stacey, pero Mel no pudo evitar entrometerse. Siguió insistiendo. Ella deseaba que todo volviera a ser como antes. Le gustaba el papel de pacificadora. Cuando la vi con él, quise… -A Darby le falló la voz.

Coop la dejó respirar. Darby notó que las lágrimas acudían a sus ojos y trató de contenerlas.

Y entonces salió de ella, afilada y horrenda, aquella verdad que había pasado años arrastrando. Las lágrimas brotaron y Darby no luchó contra ellas, estaba harta de luchar.

– Mel gritaba. Grady tenía un cuchillo, y lo estaba usando contra Mel y ella le gritaba que parara. Me suplicó que bajara a ayudarla. Yo no… no le pedí a Melanie que viniera a casa ni que trajera a Stacey: fue Mel quien decidió hacerlo. Fue ella quien tomó la decisión de venir, no yo, y una parte de mí… Cada vez que veía a la madre de Mel, me miraba como si hubiera sido yo quien la hizo desaparecer. Yo quería decirle la verdad, gritársela hasta borrarle aquella maldita mirada de los ojos.

– ¿Por qué no se lo dijiste?

Darby no tenía una respuesta. ¿Cómo podía explicar que parte de ella odiaba a Mel por presentarse allí aquella noche… y por traer a Stacey? ¿Cómo podía explicar la culpa que sentía no sólo por lo que había pasado aquella noche, sino por cómo se sintió después, obligada a cargar con el peso de la culpa y con la ira?

Cerró los ojos y deseó retroceder en el tiempo, regresar a aquel momento en que Mel le preguntó junto a las taquillas si las tres podían volver a ser amigas. Darby se preguntaba qué habría sucedido si ella hubiera accedido. ¿Quizá Mel seguiría viva? ¿O estaría enterrada igualmente en el bosque, en algún lugar desconocido?

Coop le pasó su fuerte brazo sobre el hombro. Darby se apoyó en él.

– ¿Darby?

– ¿Sí?

– Abandonar a Melanie… Hiciste lo que debías hacer.

Darby no volvió a hablar hasta que llegaron a la carretera 1. A lo lejos se distinguían las luces de los rascacielos de Boston.

– No dejo de pensar en el día en que Evan vino a la playa y me habló de Victor Grady y Melanie Cruz. Han pasado veinte años. Veinte años. Y no he conseguido superarlo.

– Pero en algún momento lo harás.

– Sí.

– Si algún día necesitas hablar de ello, cuenta conmigo -dijo Coop-. Lo sabes, ¿verdad?

– Sí.

– Bien.

Coop le dio un beso en la cabeza. No la soltaba. Ella no quería irse.


Amanecía cuando por fin llegaron a Belham. Darby acompañó a Coop al cuarto de invitados y luego se metió en la ducha.

Cuando se hubo cambiado de ropa y limpiado las heridas, fue a ver a su madre. Sheila dormía.

«Dime dónde enterraste a Melanie.»

«Pregunta… pregúntaselo a tu madre…»

Darby se acostó y abrazó a su madre con fuerza. Le vino a la mente un recuerdo de sus padres, sentados en la parte delantera de la antigua furgoneta Buick con paneles de madera; Big Red tamborileaba con los dedos sobre el volante y Sheila sonreía a su lado. Ambos eran aún jóvenes, fuertes y saludables. Darby escuchó el leve aliento de su madre y deseó que durara eternamente.

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