TERCERA PARTE

Niña encontrada

Capítulo 71

Darby abrió los ojos a las brillantes líneas de sol que pugnaban por entrar a través de las persianas bajadas.

Su madre no estaba en la habitación. Al ver la cama vacía sintió una súbita oleada de pánico. Darby se levantó, se vistió y bajó al salón. Eran las tres de la tarde.

Coop estaba sentado a la mesa de la cocina, bebiendo café mientras veía la televisión pequeña. Cuando vio el miedo dibujado en la cara de Darby enseguida adivinó sus pensamientos.

– Tu madre quería tomar el aire, así que la enfermera la sentó en la silla de ruedas y han ido a dar una vuelta. ¿Te preparo algo de comer? Sé rellenar un cuenco de cereales…

– Me conformo con un café, gracias. ¿Qué dicen las noticias?

– La NECN está a punto de emitir otro reportaje después de la publicidad. Siéntate, te serviré un café.

La prensa de Boston había saltado sobre la historia con dientes afilados. En las diez horas que ella había pasado durmiendo los periodistas habían desvelado la conexión entre Daniel Boyle y el agente especial Evan Manning.

El auténtico nombre de este último era Richard Fowler. En el año 1953, Janice Fowler, víctima de lo que hoy se llamaría aguda depresión posparto, se ahorcó en su habitación de una institución psiquiátrica del estado. Los informes del hospital revelaban que había sido ingresada allí poco después de que su marido, Trenton Fowler, la sorprendiera intentando ahogar a su hijo en la bañera. Janice contó a su marido que, al despertar de la siesta, había encontrado a Richard junto a su cama, amenazándola con un enorme cuchillo de cocina. Richard Fowler tenía cinco años.

Siete años después, cuando Richard tenía doce, su padre conducía la cosechadora por el campo de maíz. El mecanismo de trillado se atascó. Trenton Fowler dejó la máquina en marcha y se plantó en la plataforma para intentar desatascarlo, pero resbaló sobre la fina y sedosa capa de maíz que cubría la plataforma y cayó en la trilla. Richard declaró que no sabía cómo se paraba la cosechadora.

La tía de Richard, Ophelia Boyle, adoptó al joven huérfano y lo instaló en la casa recién estrenada que había regalado a su hija en Glen, New Hampshire. Cassandra, la hija de Ophelia, estaba encinta. Cassandra tenía veintitrés años y era soltera. Se había negado a entregar al bebé en adopción.

En 1963 ser madre soltera suponía aún un escándalo capaz de arruinar la reputación de una familia, sobre todo en los pudientes círculos sociales en que se movían Ophelia y su marido, Augustus. Así que instalaron a Cassandra, su única hija, en Glen, New Hampshire, lejos de Belham, y le asignaron una generosa paga mensual para que pudiera criar a su hijo, un niño al que llamó Daniel. Cassandra explicó a amigos y parientes que el padre del chico había fallecido en un accidente de automóvil.

Las entrevistas con antiguos vecinos, muchos de los cuales aún seguían residiendo en la zona, describían a Daniel como el típico ser solitario, introvertido y taciturno. Les costó mucho entender la íntima relación entre Daniel y su primo mayor, el atractivo y carismático Richard.

Alicia Cross vivía a menos de tres kilómetros de la casa de Boyle. Cuando desapareció, en el verano de 1978, tenía doce años. En esa época Richard Fowler había adoptado ya el nombre de Evan Manning: quería empezar una nueva vida. Al parecer, la única persona que conocía ese cambio de nombre era su primo, Daniel Boyle.

Evan, recién licenciado de la Facultad de Derecho de Harvard, vivía en Virginia cuando Alicia Cross desapareció. Acababa de ser admitido en el programa de entrenamiento del FBI. Daniel Boyle tenía quince años y seguía viviendo con su madre. Jamás se encontró el cuerpo de la chica y la policía nunca detuvo al asesino.

Dos años después, tras graduarse en una exclusiva academia militar de Vermont, Daniel Boyle ingresó en el ejército con la intención de convertirse en soldado profesional. Su objetivo era entrar en los Boinas Verdes, pero a los veintidós años fue expulsado del cuerpo por una acusación de asalto con violencia. Una mujer declaró que Boyle había intentado estrangularla.

Boyle dejó el ejército, pero no tuvo que ponerse a trabajar. Tenía acceso a una generosa asignación, así que deambuló por el país durante un año, trabajando esporádicamente de carpintero, y luego volvió a casa, en el verano de 1983, donde descubrió que su madre se había esfumado sin dejar rastro. Daniel llamó a su abuela y le preguntó por el paradero de Cassandra. Ophelia Boyle lo ignoraba. Puso una denuncia por la desaparición, que fue archivada poco después cuando la policía descubrió que el pasaporte de Cassandra Boyle había desaparecido con ella. La familia nunca volvió a tener noticias de Cassandra.

Ophelia costeó la escuela privada de Evan y los estudios en la Facultad de Derecho de Harvard. También compró la granja y la mantuvo a pleno rendimiento hasta su muerte, acaecida en el invierno de 1991, cuando ella y su marido fueron tiroteados por un ladrón que entró en su casa. La policía sospechó que podía tratarse de un caso más complicado de lo que parecía a simple vista e interrogó a Daniel Boyle. Boyle no estuvo en casa aquel fin de semana; había viajado a Virginia para visitar a su primo, que acababa de ingresar en la recién inaugurada Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI. Evan Manning había corroborado la coartada de Boyle.

Con sus abuelos muertos y su madre desaparecida, Daniel Boyle se convirtió en el único beneficiario de una herencia estimada en más de diez millones de dólares.

A primera hora de esa mañana la policía había conseguido abrir el archivador del sótano de Boyle, donde se habían hallado fotos de las mujeres desaparecidas en Massachusetts durante el verano de 1984, el período de tiempo que la prensa bautizó como Verano del Terror. Las fotos indicaban que Boyle las había tenido encerradas en el sótano de su casa.

Apenas se disponía de información sobre los meses en que Boyle viajó por todo el país. En algún momento regresó al este y, en el sótano de la granja de su primo, construyó un laberinto de salas cerradas que un inspector describió como «la cosa más terrorífica que he visto en mis treinta años de servicio». Una unidad especial formada por arqueólogos forenses había acudido al lugar; su misión: buscar tumbas sin nombre en los inmensos bosques que rodeaban la casa de Boyle.

Carol Cranmore estaba siguiendo tratamiento en una clínica no revelada. En una entrevista grabada, Dianne Cranmore hablaba del estado de su hija: «En estos momentos Carol sigue en estado de shock. Le queda un largo camino por recorrer, pero lo haremos juntas. Mi niña está viva y eso es lo único que importa. Y no estaría viva de no haber sido por Darby McCormick, del Laboratorio Criminalístico de Boston. Ella nunca perdió la esperanza».

El periodista comentaba que las madres de la mayoría de las víctimas no habían tenido tanta suerte. A continuación emitieron una entrevista con Helena Cruz.

«Llevo toda la vida preguntándome qué ha sido de Melanie -decía Helena Cruz-. He cargado con esas preguntas y ahora, más de veinte años después, descubro que el culpable de su muerte no fue Victor Grady sino un agente federal. El FBI no va a contestar a mis preguntas. Alguien sabe qué le sucedió a mi hija, estoy segura de ello.»

Darby contemplaba el rostro de Helena Cruz cuando sonó el teléfono. Era Banville.

– ¿Has visto las noticias? -preguntó él.

– Estoy viendo la NECN ahora mismo. Están hablando de la relación entre Evan y Boyle.

– Y aún hay más. ¿Has oído hablar de la madre, Cassandra Boyle? Pues resulta que era la hermana de Boyle, además de su madre.

– ¡Joder! -Eso explicaba por qué la familia la había desterrado a un lugar tan remoto como New Hampshire-. ¿Lo sabía Boyle?

– Ni idea. Y en cuanto a lo del viaje de la madre, todo parece confirmarlo, pero ¿quién sabe? También he revisado el caso de las muertes de sus abuelos. No hubo sospechosos ni testigos. Alguien entró, disparó contra ellos mientras dormían y limpió el piso.

– Y fue Manning quien le proporcionó la coartada -dijo Darby.

– Sí. También he echado un vistazo a la BlackBerry de Manning. Aparecían varios mensajes de texto guardados que demuestran que colaboró con Boyle en la organización de los atentados. Y el número al que Boyle llamó antes de que entráramos en su casa se corresponde con el de Manning. Boyle debió de llamar para advertirle.

– ¿Cómo vais con el portátil de Boyle? ¿Habéis conseguido dar con las contraseñas?

– Sí -dijo Banville-. Hacía todos sus movimientos bancarios por internet. No podemos acceder a mucha información, ya que era titular de una cuenta privada en un banco de las islas Caimán, pero encontramos fotografías. Boyle tenía guardadas las fotos de sus víctimas más recientes. También hallamos algunos mapas de los lugares donde las enterró. Se extienden por todo el país.

– ¿Qué hay de Melanie Cruz? ¿Habéis encontrado algo de ella o de las mujeres que desaparecieron en el ochenta y cuatro?

– No hay ningún mapa de Belham. Pero sé que Melanie Cruz está muerta. Encontramos fotos en el archivador de Boyle. Si quieres verlas, pasa por comisaría. Estaré aquí todo el día.

– ¿Qué hay en las fotos?

– Será mejor que tú misma las veas.

Capítulo 72

Banville estaba hablando por teléfono cuando Darby apareció acompañada de Coop. Banville los vio en el umbral y les hizo señas para que entraran. Tomaron asiento en sendas sillas apoyadas en la pared, junto a las perchas.

Quince minutos después Banville colgó el teléfono. Parecía agotado.

– Hablaba con el antropólogo forense del estado. Esta mañana envié a Carter al bosque, a echar un vistazo por la zona donde los federales encontraron los restos. No hay nadie más enterrado allí.

– Me sorprende que los federales le permitieran acercarse -comentó Coop.

– Oh, no creas, pusieron trabas. Pero el gato ya se ha escapado del saco. Manning está en todas las noticias. Los federales entraron en su apartamento de Back Bay. Ya sé que esto supondrá una auténtica sorpresa para vosotros pero nuestros buenos amigos del FBI no comparten ninguna información sobre Manning, ni sobre aquel gilipollas nazi al que mataron. Esos tíos tienen una verdadera pesadilla entre las manos. -Banville miró a Darby-. Prepárate para lo que viene. La prensa tiene noticia para semanas.

– ¿Carter encontró un cadáver?

– Sin duda -dijo Banville-. Definitivamente se trata de una mujer que lleva enterrada entre diez y quince años, quizá más. Quiere someter los huesos a la prueba del carbono para ajustar más la fecha.

Banville se repantigó en la silla.

– Hablé con Carter sobre las mujeres que desaparecieron en la zona durante el verano del ochenta y cuatro. Los restos podrían pertenecer a una de ellas, pero, dada la altura y algunas características óseas, no se trata de Melanie Cruz.

– Me gustaría ver las fotos.

Banville le pasó un sobre.

Ver a Melanie atada y amordazada en aquel sótano era horrible. La cámara había captado el terror de su cara. Las fotos mostraban a Melanie sola; en todas aparecía llorando.

«Podría haber sido yo.»

– ¿Tenemos alguna idea de cómo murió?

Banville negó con la cabeza.

– Si encontramos sus restos, tal vez descubramos algo. ¿Crees que Manning o Boyle la enterraron en el bosque?

«Pregunta… pregúntaselo a tu madre…»

Darby se removió en la silla.

– Ya no sé qué pensar.

– Carter dijo que a menos que descubramos alguna prueba específica o algún dato que nos indique dónde está enterrada Melanie Cruz, lo más probable es que nunca lleguemos a encontrarla.

Darby volvió a guardar las fotos en el sobre. «Melanie jugueteaba con las cuentas de la pulsera mientras oía a Stacey llorando detrás del contenedor. “¿Por qué no podemos volver a ser amigas?”, le preguntó más tarde, en el colegio.»

«Ojalá hubiera dicho que sí», pensó Darby.

Tardó un instante en recuperar el habla.

– ¿Qué hay de las otras mujeres? ¿Se sabe algo?

– Boyle las llevó al sótano y les hizo cosas… distintas a cada una.

Banville le tendió un sobre más grande. En el interior había montones de fotos sujetas con gomas elásticas.

Darby reconoció al momento algunas caras: Tara Hardy, Samantha Kent, y las mujeres que desaparecieron después. Tambien había fotos de una mujer de rostro enjuto y largo cabello rubio. Como Rachel Swanson, parecía haber pasado hambre.

Darby levantó la foto de Samantha Kent.

– Esta es la mujer que vi en el bosque. ¿Sabemos qué ha sido de ella?

– No tenemos ni idea, ni sabemos dónde están sus restos -respondió Banville-. ¿Manning no te dijo nada?

– Sólo que había desaparecido.

Darby no quería seguir viendo esas fotos. Dejó el sobre en una esquina de la mesa y se secó las manos en los tejanos.

– ¿Quieres oír el resto?

Darby asintió. Respiró hondo y aguantó.

– El sótano donde estuviste estaba plagado de cámaras -dijo Banville-. Boyle guardaba los vídeos en el ordenador. Se remontan a ocho años atrás, al período en que volvió al este. Al principio Boyle y Manning cazaban a una sola víctima. Luego pasaron a dos, a tres… Entonces Boyle construyó más celdas y cambió las reglas del juego. Soltaba a las víctimas en el laberinto, y si conseguían llegar al otro lado, las puertas de la celda se abrían y conseguían comida; se ganaban el derecho a seguir viviendo.

– Por eso Rachel Swanson sobrevivió durante tanto tiempo -dijo Darby-. Había logrado encontrar un camino.

– En mi opinión Boyle se ocupaba de los secuestros mientras que Evan dejaba pruebas falsas en función del caso en que estuviera trabajando: Victor Grady, Miles Hamilton, Earl Slavick. Y estoy seguro de que hay otros de los que no sabemos nada.

– ¿Cuánto tiempo llevaban metidos en esto? ¿Tenemos alguna idea? -preguntó Coop.

Banville se puso de pie.

– Os enseñaré lo que he encontrado.

Capítulo 73

Darby le siguió a través de los estrechos pasillos en los que se oía una mezcolanza de conversaciones, timbrazos de teléfonos y zumbidos de fax.

Banville los llevó hasta la gran sala de reuniones donde había perfilado los detalles de la trampa que iban a tender al Viajero. Las sillas estaban juntas en un rincón, para dejar espacio a las pizarras montadas sobre ruedas. Había una docena de ellas, llenas de fotografías de varias mujeres.

– Esta mañana, alguien de la sección de informática consiguió decodificar la contraseña de Boyle -dijo Banville-. Estas fotos que veis estaban almacenadas en el ordenador. Procedimos a transferirlas a discos compactos y las imprimimos. Por suerte, Boyle era meticuloso y las tenía organizadas en carpetas en función del estado. Creemos que empezó aquí, después de irse de Belham.

Banville se detuvo frente a una pizarra marcada con el nombre de «Chicago». La foto superior pertenecía a una bonita chica rubia de sonrisa coqueta. Su nombre era Tabitha O'Hare. Desaparecida el 3-10-1985.

Debajo de Tabitha O'Hare aparecía la foto de Catherine Desouza, desaparecida el 5-10-1985.

Siguiente: Janice Bickeny, 28-10-1985.

Había cuatro mujeres más, pero éstas carecían de nombre y de fecha. Eran sólo fotos. Siete mujeres en total, todas desaparecidas.

– Llamamos a Personas Desaparecidas de Chicago y les pedimos que nos enviaran por correo electrónico todos los casos de ese año para emparejar sus nombres con las fotos archivadas en el ordenador de Boyle. Hasta el momento hemos identificado a tres de las siete mujeres desaparecidas.

– ¿Dónde están enterradas? -preguntó Coop.

– Lo ignoramos -contestó Banville-. No hemos encontrado ningún mapa.

Darby pasó a la siguiente pizarra: «Atlanta». Trece mujeres desaparecidas, todas prostitutas, según la información que figuraba debajo de sus fotos.

La siguiente escala de Boyle había sido Texas. En un período de dos años desaparecieron veintidós mujeres en Houston. Después de Texas, Boyle pasó a Montana y luego a Florida. Darby contó las fotos de las dos pizarras. Veintiséis mujeres. Sin nombre, sin fecha que indicara cuándo habían desaparecido. Sólo fotografías.

– Estamos empezando a contactar con los departamentos de policía de todo el país -explicó Banville-. Han accedido a enviarnos por fax o e-mail todos sus casos de personas desaparecidas. Presumo que será una tarea ingente, nos llevará semanas, meses quizá.

Darby encontró la pizarra marcada con el nombre de «Colorado». La foto de Kimberly Sánchez encabezaba la lista, seguida por la de ocho mujeres más.

– Lo que no acabo de entender es la historia que nos contó Manning sobre el ataque del que fue víctima -dijo Banville-. ¿Crees que fue obra de Boyle?

– Sí -dijo Darby.

– Estaba dejando pruebas para cargarle el muerto a Slavick. ¿Por qué tomarse la molestia de organizar todo eso?

– Al atacar a Manning, Boyle le convertía en un testigo que podía señalar a Slavick en cualquier momento.

– Y Boyle necesitaba mantener a Manning al frente de la investigación -dijo Coop-. Creo que por eso pusieron las bombas en el laboratorio y en el hospital. Se considerarían ataques terroristas y permitiría que los federales entraran en acción.

– Y Manning podía tirar de los hilos -añadió Banville.

Darby asintió.

– Aunque cabe la posibilidad de que estemos equivocados. Por desgracia, las únicas dos personas que podrían sacarnos de este error están muertas.

Un agente asomó la cabeza.

– Una llamada para ti, Mat. El inspector Paul Wagner, de Montana. Dice que es urgente.

– Dile que espere, voy enseguida. -Banville se volvió hacia Darby-. Esta mañana han practicado las autopsias de Manning y de Boyle. Fue Manning quien entró en tu casa. Tenía una señal en el brazo izquierdo. Creí que te gustaría saberlo.

Banville los dejó en aquella sala atestada de fotos. Darby posó la mirada en la pizarra de «Seattle»: más rostros de mujeres desaparecidas, más fotografías colgadas, unas identificadas, otras no…

– Echa un vistazo a ésta -dijo Coop.

En ella había las caras sonrientes de seis mujeres. No constaba el nombre de ningún estado. Ninguna mujer tenía nombre.

– A juzgar por los cortes de pelo y la ropa, diría que estas fotos se tomaron en los ochenta -dijo Coop.

Darby creyó reconocer a una de las mujeres, pálida y de pelo rubio. Había algo en esa cara… ¿Dónde la había visto antes?

De repente, recordó. La foto de aquella mujer era la misma que le había dado la enfermera de su madre: la que había encontrado en la ropa que Sheila había donado. Darby le había enseñado la fotografía a su madre. «Es Regina, la hija de Cindy Greenleaf -le había explicado Sheila-. Regina y tú solíais jugar juntas de pequeñas. Cindy me felicita cada año por Navidad con fotos de Regina.»

Darby arrancó la foto de la pizarra.

– Quiero sacar una copia -dijo-. Vuelvo enseguida.

Capítulo 74

Mientras Darby recorría de nuevo el estrecho pasillo en busca de una fotocopiadora de color, vio a un agente que acompañaba a una mujer mayor hacia el despacho de Banville.

No había duda alguna de que la mujer que se agarraba al brazo del agente era Helena Cruz. Mel y su madre tenían los mismos pómulos prominentes y las mismas orejas pequeñas que se enrojecían cuando hacía frío.

– Darby -dijo Helena Cruz en un susurro seco-. Darby McCormick.

– Hola, señora Cruz.

– Señorita, Darby. Ted y yo nos divorciamos hace mucho. -La madre de Melanie suspiró con fuerza, haciendo un gran esfuerzo por alejar recuerdos dolorosos-. Oí tu nombre en las noticias. Trabajas en el laboratorio.

– Sí.

– ¿Puedes contarme qué le pasó a Mel?

Darby no contestó.

– Por favor, si sabes algo… -Se le quebró la voz, pero recuperó la compostura enseguida-. Necesito saberlo. Por favor. No puedo seguir viviendo en la ignorancia.

– El inspector Banville se lo contará. Está en su despacho. La acompañaré hasta allí.

– Tú sabes lo que le pasó, ¿verdad? Lo llevas escrito en la cara.

– Lo siento.

«Ojalá pudiera decirle lo mucho que lo siento.»

Helena Cruz clavó la vista en el suelo.

– Esta mañana, cuando llegué a Belham, fui a mi antigua casa. No había estado en ella desde hacía años. Había una mujer recogiendo hojas y su hija jugaba en el parque. Sigue allí, en el mismo rincón del jardín donde jugabais Mel y tú. Os pasabais horas allí cuando erais pequeñas. A Melanie le encantaba hacer castillos de arena y tú se los rompías. Pero Melanie nunca se enfadaba cuando lo hacías. Nunca se enfadaba por nada.

La voz de la señora Cruz iba desgranando recuerdos. Darby se sintió transportada a las noches que pasó en casa de Melanie, a las vacaciones de verano compartidas en Cabo Cod. La mujer que hablaba ahora con ella era la misma que siempre se aseguraba de ponerle suficiente crema protectora porque Darby tenía la piel muy blanca.

Pero esa mujer había desaparecido. La que tenía delante era sólo una sombra. La amabilidad se había borrado de sus ojos. Su expresión era la misma que Darby había visto en incontables víctimas, una expresión de miedo, de perplejidad, ante el hecho de que tus seres queridos pudieran ser arrancados de tu lado sin que tuvieras ninguna culpa.

– Eduqué a Mel para que fuera demasiado confiada. Para que buscara lo bueno de cada persona. Me culpo por ello. Intentas criar bien a tus hijos y a veces… A veces simplemente no importa. A veces Dios ha concebido su propio plan, y tú nunca llegas a entenderlo, no importa lo mucho que lo intentes, no importa lo mucho que reces. No paro de repetirme que no importa porque nada puede curar esta clase de herida.

Darby había imaginado este momento cientos de veces, había ensayado mentalmente las palabras que diría y la reacción de Helena Cruz. Ver el dolor en su rostro, oír la suplicante desesperación en su voz, hizo que Darby recordara todas aquellas cartas que había escrito cuando era más joven, en la etapa de su vida en que creía que si era capaz de poner en palabras sus sentimientos de culpabilidad conseguiría construir un puente que uniera su dolor común, y, como mínimo, llegar a un posible entendimiento.

Había roto todas esas cartas. Helena Cruz sólo quería que le devolvieran a su hija. Y ahora, después de veinticuatro años de espera, no estaba más cerca de conseguirlo.

– No sé dónde está Melanie -dijo Darby-. Si así fuera, se lo diría.

– Dime que no sufrió. Al menos dame eso.

Darby intentó pensar en una respuesta adecuada. No importaba. Helena Cruz dio media vuelta y se marchó.

Capítulo 75

Coop dejó a Darby en su casa y se marchó. Ella entró en la cocina, buscando a su madre. La enfermera le dijo que Sheila estaba en el patio trasero.

Sheila estaba sentada cerca de su antiguo jardín. El aire vespertino era frío. Darby cruzó la hierba llevando consigo una silla plegable. Sheila vestía un chaleco azul sobre un grueso polar y llevaba puesta la gorra de béisbol de Big Red. Una manta de lana le cubría el regazo y gran parte de la silla de ruedas. Parecía tan frágil…

Darby colocó la silla junto a la de su madre, aprovechando los últimos rayos de sol. Sheila tenía un álbum de fotos abierto sobre las rodillas. Darby se vio a sí misma cuando era sólo un bebé, envuelta en una mantita rosa y un gorro a juego.

Su madre tenía los ojos enrojecidos. Había estado llorando.

– He visto las noticias. Coop me ha contado el resto. -Sheila hablaba con voz pausada mientras observaba los vendajes que cubrían la cara de Darby-. ¿Cómo te encuentras?

– Esto se curará. Estoy bien. De verdad.

Sheila cogió a Darby de la mano y la apretó. Darby miró hacia el patio, hacia las sábanas blancas tendidas que la brisa hacía oscilar. La cuerda de tender estaba muy cerca de la puerta del sótano por la que Evan Manning, y no Victor Grady, había entrado en la casa hacía más de dos décadas.

Darby recordó el día en que encontró a Evan esperándola en la calzada. Estaba allí para averiguar cuánto sabía ella sobre lo sucedido en el bosque. ¿Fue Evan quien encontró la llave que tenían escondida para emergencias? ¿O fue Boyle quien registró antes la casa?

– ¿Dónde has estado? -preguntó Sheila.

– Fui a comisaría con Coop. Banville, el inspector encargado del caso, me llamó para decirme que había encontrado algunas fotos. -Darby se volvió hacia su madre-. Fotos de Melanie.

Sheila posó la mirada en el patio. La brisa sacudía las ramas y hacía volar las hojas secas por el suelo.

– Helena Cruz estuvo allí -dijo Darby-. Quería saber dónde está enterrada Mel.

– ¿Y lo sabes?

– No. Nunca lo sabremos a menos que surjan nuevos datos.

– Pero sabes lo que le sucedió a Mel.

– Sí.

– ¿Qué pasó?

– Boyle se la llevó al sótano de su casa y la estuvo torturando durante días, tal vez semanas. -Darby se metió las manos en los bolsillos del abrigo-. Es todo cuanto sé.

Sheila resiguió con el dedo una foto de Darby durmiendo en su cuna.

– No dejo de pensar en estas fotos…, en los recuerdos que atesoran -dijo su madre-. Me pregunto si puedes llevarte los recuerdos contigo, o si simplemente se desvanecen cuando mueres.

A Darby le temblaba la voz, pero sabía lo que debía preguntar.

– Mamá, cuando estuve en el sótano con Manning, él dijo algo sobre Mel. -Hizo un esfuerzo sobrehumano para seguir-. Cuando le pregunté dónde la había enterrado, qué había sido de ella, Manning me dijo que te lo preguntara a ti.

Sheila reaccionó como si acabaran de abofetearla.

– ¿Sabes algo? -preguntó Darby.

– No. No, por supuesto que no.

Darby apretó las manos. Sintió un leve alivio.

Sacó un papel doblado: era la copia en color que había hecho de la imagen de la pizarra. La dejó encima del álbum de fotos.

– ¿Qué es esto? -inquirió Sheila.

– Ábrelo.

Sheila lo hizo. Se le alteró el semblante, y entonces Darby lo supo.

– ¿Se supone que debo conocer a esta persona? -preguntó Sheila.

– ¿Recuerdas la foto que la enfermera encontró en la ropa que dejaste para donar? Te la enseñé y me dijiste que era una foto de Regina, la hija de Cindy Greenleaf.

– La morfina me afecta a la memoria. ¿Puedes llevarme dentro? Estoy muy cansada y quiero acostarme.

– Esa foto está colgada en una de las pizarras de comisaría. Esta mujer fue una de las víctimas de Boyle y Manning. No la hemos identificado.

– Llévame dentro, por favor -insistió Sheila.

Darby no se movió. Odiaba lo que estaba haciendo, pero no tenía más remedio.

– Cuando Boyle se fue de Belham, se instaló en Chicago. Nueve mujeres desaparecieron antes de que se marchara a Atlanta. Otras ocho mujeres desaparecieron allí y veintidós en Houston. Boyle iba de estado en estado mientras Manning preparaba pruebas falsas para cargar las muertes a cabezas de turco. Hablamos de un centenar de víctimas, quizá más. De algunas no sabemos ni su nombre. Como la mujer de la foto.

– Deja esto, Darby. Por favor.

– Estas mujeres tenían familia. Hay madres por ahí que, como Helena Cruz, se preguntan cada día qué ha sido de sus hijas. Sé que me ocultas algo. ¿Qué es, mamá?

Sheila contemplaba una de las fotos de Darby: en ella le faltaban los dos dientes delanteros y estaba de pie en la bañera.

– Tienes que decírmelo, mamá. Por favor.

– Tú no sabes lo que es…

Darby aguardó. El corazón se le aceleraba.

– ¿Qué es lo que no sé, mamá?

Sheila estaba pálida. Darby distinguió las venitas azuladas que surcaban su piel de marfil.

– Cuando coges a tu hija por primera vez, cuando la tienes en brazos y le das de comer, y la ves crecer, harías cualquier cosa para protegerla. Cualquier cosa. El amor que sientes… Dianne Cranmore te lo dijo. Es un amor mayor del que se puede soportar.

– ¿Qué pasó?

– Él tenía tu ropa -dijo Sheila.

– ¿A quién te refieres?

– Ese detective, Riggers, me dijo que había encontrado ropa perteneciente a algunas de las mujeres desaparecidas en casa de Grady. Y fotos. Tenía fotos de ti y se había llevado algunas prendas tuyas.

– No me quitó nada esa noche.

– Riggers me dijo que Grady debía de haber entrado en casa y que aprovechó para llevarse parte de tu ropa. No dijo por qué. No importaba. Nada importaba porque Riggers malogró el registro: fue un registro ilegal, y en consecuencia se invalidaron todas las pruebas encontradas porque esos hombres, que se creían profesionales, lo habían echado todo a perder y Grady iba a salir impune.

– ¿Te lo contó Riggers?

– No. Fue Buster, el amigo de tu padre. ¿Te acuerdas de él? Solía llevarte al cine y…

– Sé quién es. ¿Qué te dijo?

– Buster me contó que Riggers había jodido el caso, me dijo que intensificaron la vigilancia sobre Grady por si podían encontrar algo antes de que éste hiciera las maletas y se largara.

A Sheila le temblaba la voz.

– Ese… monstruo entró en mi casa para matar a mi hija, y la policía iba a dejarlo escapar.

Darby sabía lo que venía, lo sentía directo hacia ella con la fuerza de un tren en marcha.

– Tu padre… tenía una pistola. Para emergencias, decía. La tenía en el taller. Yo sabía usarla, como también sabía que no podrían seguir el rastro del arma. Cuando Grady se fue a trabajar, me dirigí a su casa. Llovía. La puerta del porche trasero estaba entreabierta. Entré. Había estado empaquetando enseres. Había cajas por todas partes.

Darby sintió un escalofrío.

– Me escondí en su cuarto hasta que llegó. Esperé a que subiera y se acostara. Oí que encendía el televisor y me figuré que se habría quedado dormido en el sofá, así que bajé. Estaba tirado en una silla. Había bebido. Tenía una botella en el suelo. Subí el volumen del televisor y me acerqué a la silla. No se movió, ni se despertó, cuando apoyé la pistola en su frente.

Capítulo 76

Darby recordó cómo era la casa de Victor Grady, la peor de sus pesadillas: las habitaciones pequeñas con mobiliario de segunda mano, los cubos rebosantes de basura y de envases de comida rápida. Le imaginó volviendo del trabajo, abriendo cajones y guardando ropa en cajas, bolsas de basura, donde fuera. Tenía que abandonar la ciudad cuanto antes porque la policía intentaba cargarle el muerto de las desapariciones de aquellas mujeres.

Y allí estaba Sheila, bajando la escalera. Sheila pisando la moqueta hacia la silla donde yacía, dormido, Victor Grady. Su madre, una experta en rebajas y coleccionista de cupones descuento, apoyó el cañón de la 22 en su frente y apretó el gatillo.

– El disparo no hizo mucho ruido -dijo Sheila-. Estaba colocándole la pistola en las manos cuando oí unos pasos que subían por la escalera del sótano. Era ese hombre, Daniel Boyle. Pensé que era de la policía y no me equivoqué. Llevaba placa. Dijo que era agente federal.

Darby vio la escena ante sus ojos: el disparo quedó amortiguado por la lluvia y el ruido del televisor, pero Boyle lo había oído porque estaba dentro de la casa, en el sótano, dejando más pruebas. Subió la escalera convencido de que Grady se habría suicidado y se encontró con Sheila junto al cadáver.

– Cuando vi la placa me derrumbé -dijo Sheila-. Sólo podía pensar en ti…, en lo que sería de ti si yo iba a la cárcel. Le supliqué que me dejara marchar. No dijo nada. Se quedó allí, mirándome. No parecía sorprendido ni molesto. Nada…

Darby se preguntó por qué no había matado a su madre, o, peor aún, por qué no la había secuestrado. No, ambas opciones habrían levantado un cúmulo de sospechas. Boyle estaba allí para cerrar el caso de Grady y ahora Grady estaba muerto. Boyle tenía que pensar en algo. Rápido.

Entonces Darby recordó que Evan le había dicho que había estado vigilando la casa de Grady. Evan sabía que Boyle estaba dentro, dejando pruebas para incriminar a Grady. Evan había provocado el incendio.

– Me dijo que me fuera a casa y esperara su llamada -prosiguió su madre-. Me dijo que si se lo contaba a alguien, iría a la cárcel. Tuve que salir por la puerta del sótano. No supe lo del fuego hasta la mañana siguiente.

»Me llamó dos días después y me dijo que se había ocupado de Grady. Pero el fuego había destruido la mayor parte de las pruebas. Dijo que tenía una idea, algo que me libraría de la cárcel. Me informó de que había encontrado pruebas, pero que yo tenía que encargarme de ellas porque él estaba ocupado con el caso. Las pruebas estaban enterradas en el bosque. Me dio instrucciones precisas y me dijo que las trajera a casa. Él pasaría luego a buscarlas. No me explicó de qué se trataba. No dejaba de repetir que no me preocupara, que comprendía por qué había matado a Grady.

»Salí a primera hora, con los guantes de jardinería y una pala pequeña. Encontré una bolsa de papel llena de ropa, ropa de mujer, y una foto.

– ¿La que acabo de mostrarte?

Sheila asintió. Apretó los labios.

– ¿Sabes cómo se llama? -preguntó Darby.

– Él no me lo dijo.

– ¿Qué más encontraste?

En los ojos de su madre vio una sombra que hizo que Darby tuviera ganas de salir corriendo.

– ¿Encontraste…? -Le falló la voz. Tragó saliva-. ¿Encontraste a Melanie?

– Sí.

Darby notó una punzada en el estómago, fría como la hoja de un cuchillo.

– Vi su cara -dijo Sheila. Las palabras salían aceradas, como espinos-. La bolsa estaba enterrada sobre la cabeza de Mel.

Darby abrió la boca pero no pudo pronunciar palabra. Sheila rompió a llorar.

– No sabía qué hacer, así que volví a cubrir el hoyo y me fui a casa. Me llamó a la mañana siguiente y lo primero que hice fue contarle lo de Melanie. Me dijo que ya lo sabía y me ordenó que fuera a correos. Allí me esperaban una cinta de vídeo y un sobre cerrado. Dijo que viera la cinta y le explicara lo que aparecía en ella. Era yo. Cavando en el bosque.

A Darby le daba vueltas la cabeza, todo su entorno se había convertido en una difusa nube.

– El sobre contenía fotos: fotos de ti en casa de tus tíos. Me dijo que si contaba lo sucedido, si hablaba de lo que había encontrado en el bosque, enviaría la cinta al FBI. Y luego, cuando yo estuviera en la cárcel, te mataría. Y le creí. Ya había intentado hacerlo una vez, no podía… No podía correr ese riesgo.

Sheila se llevó el puño a la boca.

– Siguió enviándome fotos para recordármelo todo: de ti en el colegio, jugando con tus amigas… Incluso las metía en felicitaciones de Navidad. Y luego empezó a enviar prendas de ropa.

– ¿Ropa? ¿Ropa mía?

– No. Eran… eran de otras personas. De otras mujeres. Venían en paquetes, junto con las fotos, como ésta. -Sheila agarró la hoja de papel-. No sabía qué hacer.

– Mamá, ¿dónde está esa ropa?

– Pensé que tal vez, sólo tal vez, podía hacer algo. Hacer envíos anónimos a la policía quizá. No sé. No sé qué pensaba, pero las guardé durante mucho tiempo.

– ¿Se lo contaste a alguien? ¿A un abogado, por ejemplo?

Sheila negó con la cabeza. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

– No dejaba de pensar en lo que sucedería si decía algo. ¿Qué pasaría si iba a la policía para confesar lo que hice? ¿Después de haber guardado la ropa de todas esas mujeres sin decir nada? La gente habría creído que tú me ayudaste a encubrir las pruebas. No importaba que no fuera verdad. La gente habría pensado que tú estabas implicada… Mira lo que pasó en aquel caso de violación. Tu compañero colocó las pruebas y todos creyeron que le habías ayudado. Confesarlo todo habría significado arruinar tu carrera.

Darby tuvo que hacer un gran esfuerzo para hablar.

– ¿Qué hiciste con esa ropa?

– Estaba en las cajas que donaste a la parroquia.

– ¿Y con las fotos?

– Las tiré.

Darby enterró la cara en las manos. Veía las fotos de todas esas mujeres, docenas de fotos dispuestas en las pizarras de la comisaría. Si su madre hubiera contado lo que sabía, algunas de esas mujeres estarían vivas. Esa idea arraigaba dentro de ella, plantada como una semilla, y sus raíces se hundían más y más.

– No sabía qué hacer -dijo Sheila-. No podía cambiar el pasado. Pensé en acudir a la policía cientos de veces, pero sólo podía pensar en ti…, en lo que sería de ti si me encerraban. Tú eras lo más importante.

– El lugar donde encontraste a Mel -dijo Darby.

– No lo sé.

– Piénsalo.

– Llevo todo el día pensándolo, desde que vi la cara de ese hombre en televisión. No me acuerdo. Sucedió hace más de veinte años.

– ¿Recuerdas dónde aparcaste el coche? ¿Cuánto rato anduviste?

– No.

– ¿Y las instrucciones de Boyle? ¿Las has conservado?

– Las tiré. -Sheila sollozaba, resistiéndose a seguir hablando-. No me odies. No puedo morir sabiendo que me odias.

Darby pensó en Mel, enterrada en algún lugar del bosque, sola, sin que nadie la encontrara.

– ¿Puedes perdonarme? -dijo Sheila-. ¿Al menos puedes hacer eso?

Darby no contestó.

Pensaba en Mel: junto a las taquillas, pidiéndole que perdonara a Stacey para volver a ser amigas. Darby deseaba haber accedido. Deseaba haber perdonado a Stacey. Quizás así Mel y Stacey no habrían salido de casa ese día. Quizás aún estarían vivas. Quizá todas esas mujeres lo estarían.

– Mamá… Oh, Dios…

Darby cogió las manos de su madre; eran las mismas manos que la habían abrazado, y las mismas que habían matado a Grady y vuelto a sepultar la cara de Melanie. Darby notó la fuerza que emanaba de ellas; seguía allí, aunque no por mucho tiempo. Su madre no tardaría en morir, y Darby la enterraría. Y algún día ella también moriría: sería enterrada y olvidada. Ese día, si es que existía aquel lugar llamado cielo, tal vez se reuniera con Melanie y pudiera decirle lo mucho que lo sentía.

Quizá Mel la perdonaría.

Quizá Stacey también.

Era su mayor deseo.

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