CAPÍTULO 22

Una, pensó Annabel alegremente mientras ocupaba su sitio en la mesa, lord Newbury era demasiado viejo. Sin olvidar que dos, estaba tan desesperado por tener un hijo que seguramente le haría daño en el intento por conseguirlo y lo único seguro es que una mujer con la cadera rota no podía llevar a un niño en el vientre durante nueve meses. Además, también…

– ¿Por qué sonríes? -susurró Sebastian.

Estaba de pie detrás de ella, supuestamente de camino a su sitio, que estaba en diagonal al suyo, dos sillas más cerca de la presidencia de la mesa. No entendía cómo, para ir a su sitio, tenía que pasar por detrás de ella, pero tampoco le dio demasiadas vueltas aunque dejó claro que, tres, por lo visto, había llamado la atención del hombre más encantador y seductor de Inglaterra y, ¿quién era ella para rechazar tal tesoro?

– Es que me alegro de estar en este lado de la mesa con el resto de los peones -respondió ella, también susurrando.

Lady Challis era una acérrima defensora del decoro y, cuando se trataba de distribuir a los invitados alrededor de la mesa, no se hacía la vista gorda con los rangos sociales. Lo que significaba que, con casi cuarenta invitados entre Annabel y la presidencia de la mesa, lord Newbury parecía estar a kilómetros de distancia.

Y lo mejor era que la habían sentado al lado de Edward, el primo de Sebastian, de cuya compañía había disfrutado mucho en la comida. Y, puesto que sería de mala educación seguir ensimismada en sus pensamientos, decidió asignar a cada uno de sus hermanos los motivos que quedaban, del cuatro al diez. Seguro que la querían lo suficiente para desear que no se casara con ese hombre por ellos.

Se volvió hacia el señor Valentine sonriendo. Con una sonrisa tan amplia que, al parecer, Edward se asustó.

– ¿No es una noche maravillosa? -preguntó ella, porque lo era.

– Eh… Sí. -Edward parpadeó varias veces, luego lanzó una mirada rápida a Sebastian, casi como pidiéndole permiso. O quizá sólo para comprobar si los estaba mirando.

– Me alegro mucho de que haya venido -continuó Annabel, observando feliz el plato de sopa. Estaba hambrienta. La felicidad siempre le abría el apetito. Miró al señor Valentine de nuevo, porque no quería que creyera que se alegraba de la presencia de la sopa (aunque también se alegraba; y mucho), y añadió-: No sabía que vendría. -Su abuela había conseguido una lista de los invitados a la fiesta y Annabel estaba segura de que no había ningún Valentine en ella.

– He sido una incorporación de última hora.

– Estoy segura de que a lady Challis le ha hecho mucha ilusión. -Volvió a sonreír; parecía que no podía evitarlo-. Señor Valentine, tenemos cosas más importantes de las que hablar. Estoy convencida de que debe de conocer muchas historias comprometidas de su primo, el señor Grey.

Se acercó un poco a él, con los ojos brillantes.

– Quiero que me las explique todas.


Sebastian no sabía si estaba intrigado o furioso.

No, no era verdad. Había considerado la furia durante dos segundos, y luego había recordado que nunca se enfadaba y se había inclinado por la intriga.

Había estado a punto de intervenir cuando Newbury había arrinconado a Annabel en el salón y, en realidad, cuando había pellizcado a Annabel en el culo, le habían entrado unas ganas irrefrenables de pegarle un puñetazo en el ojo. Sin embargo, justo cuando había decidido intervenir, ella había sufrido una transformación increíble. Por unos momentos, había sido casi como si no estuviera allí, como si su mente se hubiera elevado y se hubiera ido muy lejos, a algún lugar dichoso.

Parecía despreocupada. Ligera.

Sebastian no sabía qué le habría podido decir su tío para hacerla tan feliz, pero había entendido que era inútil interrogarla mientras todo el mundo iba hacia el comedor.

Por lo tanto, decidió que si Annabel no se había enfadado por el pellizco de Newbury, él tampoco lo haría.

Durante la cena, estaba radiante, cosa que, teniendo en cuenta que los separaban dos sillas y la mesa, le fastidiaba. No podía disfrutar de su alegría ni podía llevarse el mérito por ella. Parecía que estaba disfrutando mucho de su conversación con Edward y descubrió que, si se inclinaba un poco hacia la izquierda, podía oír casi la mitad de lo que decían.

Y habría podido oír más de no haber sido porque, a su izquierda, también estaba la anciana lady Millicent Farnsworth. Que estaba casi sorda.

Igual que lo estaría él al final de la noche.

– ¿ESO ES PATO? -gritó la señora, señalando un plato de carne de ave que, sí, era pato.

Sebastian tragó saliva, como si aquel gesto pudiera silenciar el eco en su cabeza, y dijo algo de que el pato (que él todavía no había probado) estaba delicioso.

Ella meneó la cabeza.

– NO ME GUSTA EL PATO. -Y luego, en un susurro que él agradeció, añadió-: Me da urticaria.

En ese momento, Sebastian decidió que hasta que no fuera tan mayor como para tener nietos, aquello era más de lo que quería saber de cualquier mujer de setenta años.

Mientras lady Millicent estaba ocupada con la ternera Borgoña, Sebastian estiró el cuello un poco más de lo considerado sutil, en un esfuerzo por oír de qué hablaban Annabel y Edward.

– He sido una incorporación de última hora -dijo Edward.

Sebastian se imaginó que estaban hablando de la lista de invitados.

Annabel le ofreció, a Edward, claro, no a Sebastian, otra de sus brillantes sonrisas.

Sebastian se oyó gruñir.

– ¿QUÉ?

Sebastian se estremeció. Fue un reflejo natural. Apreciaba su oído izquierdo.

– ¿No está riquísima la ternera? -le dijo a lady Millicent, y señaló la carne para evitar equívocos.

Ella asintió, dijo algo del Parlamento y pinchó una patata.

Sebastian volvió a mirar a Annabel, que estaba manteniendo una animada charla con Edward.

«Mírame», pensó.

Pero nada.

«Mírame.»

Nada.

«Míra…»

– ¿QUÉ ESTÁ MIRANDO?

– Sólo observaba su delicada piel, lady Millicent -respondió Sebastian. Siempre había sabido improvisar-. Debe de ser muy diligente a la hora de no exponerse al sol.

Ella asintió y farfulló:

– Vigilo lo que gasto.

Sebastian se quedó estupefacto. ¿Qué diantres creía que le había dicho?

– COMA TERNERA. -Ella se comió otro bocado-. ES LO MEJOR DE LA CENA.

Y Sebastian le hizo caso. Aunque le faltaba un poco de sal. O, mejor dicho, él necesitaba el salero que resulta que estaba justo delante de Annabel.

– Edward -dijo-, ¿puedes pedirle a la señorita Winslow que me pase la sal, por favor?

Edward se volvió hacia Annabel y le repitió la pregunta aunque, en opinión de Sebastian, no había ninguna necesidad de que sus ojos viajaran más abajo de su cara.

– Por supuesto -murmuró Annabel, y alargó el brazo para coger el salero.

«Mírame.»

Se lo entregó a Edward.

«Mírame.»

Y entonces… ¡por fin! Sebastian le ofreció su sonrisa más seductora, una de las que prometían secretos y placer.

Ella se sonrojó. Desde las mejillas a las orejas y la piel del escote, que quedaba deliciosamente expuesta por encima del encaje del vestido. Sebastian se permitió suspirar complacido.

– ¿Señorita Winslow? -preguntó Edward-. ¿Se encuentra bien?

– Perfectamente -respondió ella, abanicándose con la mano-. ¿No hace calor?

– Quizás un poco -mintió Edward. Llevaba camisa, corbata, chaleco y chaqueta y estaba fresco como una rosa. Mientras que Annabel, cuyo vestido dejaba expuesto medio escote, acababa de beber un buen trago de vino.

– Creo que mi sopa estaba demasiado caliente -respondió ella, mientras lanzaba una mirada rápida a Sebastian. Él le devolvió el sentimiento lamiéndose los labios.

– ¿Señorita Winslow? -insistió Edward, muy preocupado.

– Estoy bien -respondió ella.

Sebastian se rió.

– PRUEBE EL PESCADO.

– Ahora mismo -dijo Seb, sonriendo a lady Millicent. Se metió un trozo de salmón en la boca, que realmente estaba exquisito. Por lo visto, lady Millicent tenía buen gusto para el pescado. Y luego miró a Annabel que, a juzgar por su aspecto, todavía parecía que necesitaba un buen vaso de agua. Edward, en cambio, tenía aquella mirada vidriosa, la que siempre aparecía cuando pensaba en cierta parte de la anatomía de Annabel…

Sebastian le dio una patada.

Edward se volvió hacia él.

– ¿Sucede algo, señor Valentine? -le preguntó Annabel.

– Mi primo -respondió él-, que tiene unas piernas extraordinariamente largas.

– ¿Le ha dado una patada? -Se volvió enseguida hacia Sebastian. «¿Le has dado una patada?», le dijo moviendo mudamente los labios.

Él se metió otro trozo de pescado en la boca.

Annabel se volvió hacia Edward.

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

Edward se sonrojó hasta las orejas. Sebastian decidió que era mejor dejar que Annabel lo averiguara ella sola. Ella se volvió hacia él y le hizo una mueca, a lo que él respondió con un:

– Pero, señorita Winslow, ¿qué le sucede?

– ¿HABLA CONMIGO?

– La señorita Winslow se preguntaba qué pescado es este -mintió Sebastian.

Lady Millicent miró a Annabel como si fuera tonta, y farfulló algo que Sebastian no pudo entender. Le pareció oír la palabra salmón. Y quizá también ternera. Y habría jurado que también había dicho perro.

Aquello lo dejó muy preocupado.

Miró el plato y se aseguró de que sabía identificar cada pieza de carne y luego, satisfecho de que todo era lo que debía ser, se comió un trozo de ternera.

– Está buena -dijo lady Millicent, mientras le daba un codazo.

Sebastian sonrió y asintió, feliz de que la señora hubiera decidido utilizar un tono de voz más bajo.

– Debería haber más. Es lo mejor de la cena.

Sebastian no estaba seguro pero…

– ¿DÓNDE ESTÁ LA TERNERA?

Y ahí sí que se quedó sordo.

Lady Millicent tenía el cuello estirado y giraba la cabeza de un lado a otro. Abrió la boca para gritar otra vez, pero Sebastian levantó una mano para silenciarla y llamó a un lacayo.

– Más ternera para la dama -le pidió.

Con una expresión de pena, el lacayo le dijo que ya no quedaba.

– ¿Y no puede traerle algo que parezca ternera?

– Tenemos pato en una salsa parecida.

– No. Pato no. -Sebastian no tenía ni idea de las dimensiones de la urticaria de lady Millicent, o lo que tardaría en aparecerle, pero no estaba dispuesto a comprobarlo.

Con un gesto exagerado hacia el otro extremo de la mesa, le dijo algo acerca de un perro y, mientras ella miraba hacia el otro lado, le echó lo que le quedaba de ternera en el plato.

Después de no localizar ningún perro (o reno, o cerro, o hierro) al otro lado de la mesa, se volvió hacia Sebastian con una expresión irritada, pero enseguida se la ganó con un:

– Han encontrado una última porción.

Ella gruñó complacida y se lo comió. Seb miró a Annabel, que parecía haber visto toda la escena.

Estaba sonriendo de oreja a oreja.

Seb pensó en todas las mujeres que conocía en Londres, todas las que lo hubieran mirado horrorizadas, o con asco o, si tenían un poco de sentido del humor, habrían contenido una sonrisa o quizá la habrían escondido detrás de la mano.

Pero Annabel, no. Sonreía igual que reía, a lo grande. Sus ojos grises verdosos se tiñeron de color peltre bajo la luz de la noche y brillaron con la broma compartida.

Y allí mismo, al otro lado de mesa del recargado comedor de lady Challis, se dio cuenta de que no podría vivir sin ella. Era tan preciosa, tan gloriosamente mujer, que lo dejaba sin aliento. Su cara, con forma de corazón y con aquella boca que siempre parecía a punto de sonreír; su piel no tan pálida como dictaba la moda, pero perfecta para ella. Tenía aspecto de salud y de vida al aire libre.

Era el tipo de mujer que un hombre quería encontrar al volver a casa. No, era la mujer que él quería encontrar al volver a casa. Le había pedido que se casara con él, pero… ¿por qué? Casi no lo recordaba. Le caía bien, la deseaba y Dios sabía que siempre le había gustado rescatar a damas que necesitaban que las salvara. Pero nunca le había pedido matrimonio a ninguna.

¿Era posible que su corazón supiera algo que su cabeza todavía no había descubierto?

La quería.

La adoraba.

Quería meterse con ella en la cama cada noche, hacerle el amor como si no hubiera mañana y, al día siguiente, despertarse en sus brazos, descansado y saciado, y listo para dedicarse a la singular tarea de hacerle sonreír.

Se acercó la copa a los labios y sonrió. La luz de las velas bailaba encima de la mesa y Sebastian Grey era feliz.


Al final de la cena, las señoras se excusaron para que los caballeros pudieran disfrutar de su oporto. Annabel se reunió con Louisa, que por desgracia había pasado la cena cerca de lord Newbury en la presidencia de la mesa, y las dos se tomaron del brazo y fueron hasta el salón.

– Lady Challis dice que leeremos, escribiremos y bordaremos hasta que los caballeros se reúnan con nosotras -dijo Louisa.

– ¿Te has traído algo para bordar?

Louisa hizo una mueca.

– Creo que ha dicho algo de que nos lo darán aquí.

– Ahora empiezo a entender el verdadero motivo de esta fiesta -dijo Annabel, muy seca-. Cuando regresemos a Londres, lady Challis tendrá un juego nuevo de fundas de cojín.

Louisa se rió y luego dijo:

– Voy a pedir que me traigan mi libro. ¿Quieres el tuyo?

Annabel asintió y esperó mientras Louisa hablaba con una doncella. Cuando terminó, entraron en el salón y se sentaron lo más lejos del centro que pudieron. Al cabo de unos minutos, llegó la doncella con dos libros. Les ofreció La señorita Sainsbury y el misterioso coronel y las dos alargaron la mano.

– ¡Qué gracioso! Las dos estamos leyendo el mismo libro -exclamó Louisa, al ver que ambos libros eran iguales.

Annabel miró a su prima con cara de sorpresa.

– ¿No te lo habías leído ya?

Louisa se encogió de hombros.

– Me gustó tanto La señorita Truesdale y el Silencioso Caballero que pensé en volver a leer los tres primeros. -Miró el ejemplar de Annabel-. ¿Por dónde vas?

– Eh… -Annabel abrió el libro y encontró el punto-. Creo que la señorita Sainsbury se acaba de tirar por encima de un seto. O ha caído encima de un seto.

– Ah, la cabra -dijo Louisa, sin aliento-. Me encantó esa parte. -Levantó su ejemplar-. Todavía voy por el principio.

Empezaron a leer pero antes de que ninguna de las dos pudiera pasar la página, lady Challis se les acercó:

– ¿Qué están leyendo? -preguntó.

La señorita Sainsbury y el misterioso coronel -respondió Louisa con mucha educación.

– ¿Y usted, señorita Winslow?

– En realidad, el mismo libro.

– ¿Leen el mismo libro? ¡Qué monas! -Lady Challis llamó a una amiga que estaba al otro lado del salón-. Rebecca, ven a ver esto. Están leyendo el mismo libro.

Annabel no sabía por qué aquello era tan extraordinario, pero se quedó sentada y esperó la llegada de lady Westfield.

– Son primas -le explicó lady Challis-, y están leyendo el mismo libro.

– Yo ya lo había leído -comentó Louisa.

– ¿Qué libro es?

La señorita Sainsbury y el misterioso coronel -repitió Annabel.

– Ah, sí. De la señora Gorely. Me gustó bastante. Sobre todo cuando el pirata resultó ser…

– ¡No diga nada! -exclamó Louisa-. Annabel todavía no lo ha terminado.

– Uy, sí. Claro.

Annabel frunció el ceño y empezó a pasar página.

– Creía que era un corsario.

– Es uno de mis favoritos -dijo Louisa.

Lady Westfield se volvió hacia Annabel.

– ¿Y a usted, señorita Winslow, le está gustando?

Annabel se aclaró la garganta. No sabía si le estaba gustando, pero no le disgustaba. Además, había algo que la empujaba a seguir leyendo. De hecho, le recordaba a Sebastian. La señora Gorely era una de sus escritoras preferidas y lo entendía perfectamente. Partes del libro parecían salidas de su boca.

– ¿Señorita Winslow? -repitió lady Westfield-. ¿Le está gustando el libro?

Annabel volvió a la realidad y se dio cuenta de que no la había respondido.

– Creo que sí. La historia es entretenida, aunque un poco inverosímil.

– ¿Un poco? -se rió Louisa-. Es completamente inverosímil. Pero por eso es tan maravillosa.

– Supongo -respondió Annabel-. Sólo me gustaría que la narración fuera un poco menos cargada. A veces siento que navego entre adjetivos.

– Oh, acabo de tener una idea maravillosa -exclamó lady Challis, mientras juntaba las manos-. Dejemos las charadas para otro día.

Annabel suspiró aliviada. Siempre había odiado las charadas.

– ¡Organizaremos una lectura teatralizada!

Annabel levantó la cabeza de inmediato.

– ¿Qué?

– Una lectura. Ya tenemos dos libros, y seguro que yo tengo otro en la biblioteca. Con tres bastará.

– ¿Va a leer de La señorita Sainsbury y el misterioso coronel? -preguntó Louisa.

– Uy, yo no -respondió lady Challis, colocándose una mano en el pecho-. La anfitriona nunca participa.

Annabel estaba segura de que no era verdad, pero poco podía hacer al respecto.

– ¿Quiere ser una de nuestras actrices, señorita Winslow? -le preguntó lady Challis-. Tiene un aspecto muy teatral.

Otra de las cosas de las que Annabel estaba segura: no había sido un cumplido. Sin embargo, aceptó porque, una vez más, no podía hacer otra cosa.

– Debería pedirle al señor Grey que participara -sugirió Louisa.

Annabel decidió darle una patada después, porque ahora no llegaba.

– Es un gran aficionado a las novelas de la señora Gorely -continuó Louisa.

– ¿De veras? -murmuró lady Challis.

– Sí -confirmó Louisa-. Hace poco comentamos nuestra admiración mutua por la autora.

– Perfecto -decidió lady Challis-. Será el señor Grey. Y usted también, lady Louisa.

– Oh, no. -Louisa se sonrojó con furia, y ofrecía un aspecto muy furioso-. No podría. No… No se me dan nada bien estas cosas.

– Pues nada mejor que practicar, ¿no cree?

Annabel quería vengarse de su prima, pero incluso ella consideró aquel gesto demasiado cruel.

– Lady Challis, estoy segura de que podemos encontrar a otra persona que quiera participar. ¡O quizá Louisa pueda ser la directora!

– ¿Necesitamos una?

– Eh, sí. Claro que sí. ¿Acaso no hay siempre un director en cualquier obra de teatro? ¿Y qué es una lectura teatralizada, sino teatro?

– Muy bien -asintió lady Challis, agitando la mano en el aire-. Pueden acabar de resolverlo ustedes mismas. Si me disculpan, voy a ver por qué los caballeros tardan tanto.

– Gracias -dijo Louisa, en cuanto lady Challis desapareció-. No habría podido leer delante de tanta gente.

– Lo sé -respondió Annabel.

A ella tampoco le apetecía demasiado leer La señorita Sainsbury y el misterioso coronel delante de todos los invitados a la fiesta, pero al menos ella tenía un poco de práctica en esas cosas. Sus hermanos y ella solían representar obras de teatro y lecturas en casa.

– ¿Qué escena representamos? -preguntó Luisa mientras hojeaba el libro.

– No lo sé. Ni siquiera he llegado a la mitad. Pero -advirtió, levantando el dedo-, nada de cabras.

Louisa se rió.

– No, no. Serás la señorita Sainsbury, por supuesto. Y el señor Grey será el coronel. Dios mío, vamos a necesitar un narrador. ¿Se lo pedimos al primo del señor Grey?

– Creo que sería mucho más divertido si el señor Grey hiciera de señorita Sainsbury -dijo Annabel, despreocupada.

Louisa contuvo el aliento.

– Annabel, eres muy mala.

Annabel se encogió de hombros.

– Yo puedo ser la narradora.

– No, no, no. Si quieres que el señor Grey haga de señorita Sainsbury, tú serás el coronel. Y el señor Valentine será el narrador. -Louisa frunció el ceño-. Quizá deberíamos pedirle al señor Valentine si quiere participar antes de asignarle un papel.

– A mí nadie me ha preguntado -le recordó Annabel.

Louisa se lo pensó unos instantes.

– Es cierto. Muy bien, deja que busque una escena apropiada. ¿Cuánto crees que debería durar la lectura?

– Lo menos posible -respondió Annabel con firmeza.

Louisa abrió el libro y pasó varias páginas.

– Si vamos a evitar la escena de la cabra, será difícil.

– Louisa… -la advirtió Annabel.

– Imagino que la prohibición es extensiva a las ovejas, ¿verdad?

– A cualquier criatura de cuatro patas.

Louisa meneó la cabeza.

– Me lo estás poniendo muy difícil. Tendré que eliminar todas las escenas que transcurren a bordo.

Annabel se apoyó en el hombro de su prima y susurró:

– Todavía no he llegado a esa parte.

– Cabras lecheras -confirmó Louisa.

– ¿Qué leen, señoras?

Annabel levantó la mirada y se derritió por dentro. Sebastian estaba de pie a su lado, y seguramente no veía nada, sólo sus cabezas hundidas en el libro.

– Representaremos una escena -dijo, con una sonrisa a modo de disculpa-. De La señorita Sainsbury y el misterioso coronel.

– ¿De veras? -Se sentó a su lado-. ¿Cuál?

– Estoy intentando decidirlo -le informó Louisa. Lo miró-. Ah, por cierto, usted hará de señorita Sainsbury.

Él parpadeó.

– ¿Yo?

Ella ladeó la cabeza ligeramente hacia Annabel.

– Annabel será el coronel.

– Un poco al revés, ¿no le parece?

– Así será más divertido -dijo Louisa-. Ha sido idea de Annabel.

Sebastian la miró fijamente.

– ¿Por qué no me sorprende? -murmuró.

Se sentó muy cerca de ella. Pero no la tocó; jamás sería tan indiscreto como para hacer algo así en público. Pero la sensación era que se estaban tocando. El aire entre ellos se había caldeado y la piel de Annabel empezó a erizarse y a temblar.

En un instante, viajó hasta el estanque, con sus manos en su piel y sus labios por todas partes. El corazón se le aceleró y pensó que ojalá se hubiera acordado de traerse un abanico. O un vaso de ponche.

– Su primo será el narrador -anunció Louisa, completamente ajena al estado acalorado de su prima.

– ¿Edward? -dijo Sebastian, que se reclinó en el sofá como si nada-. Le va a encantar.

– ¿Usted cree? -Louisa sonrió y levantó la mirada-. Sólo tengo que encontrar la escena adecuada.

– Algo dramático, espero.

Ella asintió.

– Pero Annabel ha insistido en dejar fuera a las cabras.

Annabel quería hacer un comentario conciso, pero todavía no tenía la respiración controlada.

– No creo que a lady Challis le hiciera gracia que metiéramos ganado en su salón -asintió Sebastian.

Annabel consiguió, por fin, normalizar la respiración, pero tenía una sensación muy extraña en el resto del cuerpo. Temblorosa, como si necesitara mover las extremidades y empezaba a notar cierta tensión en su interior.

– No se me ha pasado por la cabeza traer una cabra viva -dijo Louisa, riéndose.

– Podría intentar traer al señor Hammond-Betts -sugirió Sebastian-. Tiene mucho pelo.

Annabel intentó mirar fijamente a algún punto delante de ella. Estaban hablando de cabras allí mismo, a su lado, y ella tenía la sensación de que en cualquier momento iba a arder en llamas. ¿Cómo era posible que no se dieran cuenta?

– No sé si se lo tomaría demasiado bien -dijo Louisa, con una pequeña risita.

– Es una lástima -murmuró Sebastian-, porque sería perfecto para el papel.

Annabel respiró hondo otra vez. Cuando Sebastian murmuraba de aquella forma, suave y ronca, ella se retorcía.

– Ah, ya está -dijo Louisa, muy emocionada-. ¿Qué le parece esta escena? -Se pegó a Annabel para dejarle el libro a Sebastian. Y eso significaba que él también tenía que pegarse a Annabel para leer la escena en cuestión.

La manó le rozó la manga. Y sus muslos se tocaron.

Annabel se levantó de un salto y tiró el libro al suelo sin saber quién lo sujetaba (y, sinceramente, le daba igual).

– Perdón -farfulló.

– ¿Te pasa algo? -preguntó Louisa.

– Nada, es que… ejem… yo… -Se aclaró la garganta-. Vuelvo enseguida. -Y luego añadió-: Si me disculpáis. -Y luego-. Sólo un momento. -Y luego-. Yo…

– Vete -dijo Louisa.

Y se fue. O, mejor dicho, lo intentó. Annabel caminaba con tanta prisa que no se fijó por dónde iba y, cuando llegó a la puerta, por poco no consiguió chocar contra el caballero que entraba.

El conde de Newbury.

La alegría que la inundaba desapareció al instante.

– Lord Newbury -murmuró, y realizó una respetuosa reverencia. No quería ofenderlo, sólo quería no tener que casarse con él.

– Señorita Winslow. -Sus ojos recorrieron todo el salón antes de volver a mirarla. Annabel se fijó que, cuando vio a Sebastian, se le tensó la mandíbula, pero, aparte de eso, la expresión de su cara era de satisfacción.

Y eso, obviamente, la puso muy nerviosa.

– Voy a hacer el anuncio ahora mismo -le comunicó él.

– ¿Qué? -Annabel evitó gritar-. Milord -dijo, esforzándose para sonar firme o, si no, al menos razonable-, seguro que ahora no es el momento.

– Bobadas -le espetó él-. Creo que está todo el mundo.

– No he dicho que sí -gruñó ella.

Él se volvió hacia ella y la fulminó con la mirada. Y no dijo nada más, como si no fuera necesario.

Annabel se enfureció porque se dijo que el conde creía que ella no tenía derecho a responder.

– Lord Newbury -le dijo, con firmeza, mientras lo tomaba del brazo-, le prohíbo que haga ningún anuncio.

La cara del conde, que ya estaba acalorada, se puso casi violeta y se le hinchó una vena en el cuello. Annabel apartó la mano de su brazo y retrocedió por precaución. Era poco probable que le pegara en un lugar tan público, pero había pegado a Sebastian delante de todos los miembros del club. Le pareció que lo más prudente era alejarse un poco.

– No he dicho que sí -repitió, porque él no había dicho nada. La estaba mirando con una expresión aterradora y, por un momento, Annabel se temió que fuera a darle algo. Nunca había visto a nadie tan furioso. La saliva le resbalaba por la comisura de los labios y tenía los ojos muy abiertos. Era horrible. Él era horrible.

– No tienes derecho a decir sí -le espetó, al final, en un seco suspiro-. O no. Te han vendido y yo te he comprado, y la semana que viene vas a abrirte de piernas y vas a cumplir con tu deber marital. Y lo harás una y otra vez hasta que des a luz a un niño sano. ¿De acuerdo?

– No -respondió Annabel, que se aseguró de que la entendiera-. No estoy de acuerdo.

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