CAPÍTULO 05

Había miles de razones por las que Sebastian no debía hacer lo que la joven le pedía y sólo una, el deseo, por la que aceptar.

Se quedó con el deseo.

Ni siquiera se había dado cuenta de que la deseaba. Sí, se había fijado en que era adorable, incluso sensual, de una forma deliciosamente natural. Pero siempre se fijaba en esas cosas en las mujeres. Para él, era algo tan normal como fijarse en el tiempo. Para él, «Lydia Smithstone tiene un labio inferior extraordinariamente atractivo» no era tan distinto a «Esa nube de allí parece que predice lluvia».

Al menos, en su mente no lo eran.

Sin embargo, cuando la chica lo había tomado de la mano y sus pieles se habían rozado, algo en su interior ardió en llamas. El corazón le dio un vuelco, le faltó el aliento y, cuando ella se levantó, fue como si fuera algo mágico y sereno que avanzaba con el viento hacia sus brazos.

Excepto que, cuando se levantó, no estaba en sus brazos. Estaba de pie frente a él. Cerca, aunque no lo suficiente.

Se sentía desnudo.

– Béseme -susurró ella, y no podía ignorarla por más tiempo, como tampoco podía ignorar el latido de su corazón. La tomó de la mano, se acercó los dedos a los labios y luego le acarició la mejilla. Ella lo miró, con los ojos llenos de anhelo.

Y entonces, él también se llenó de anhelo. Fuera lo que fuera lo que vio en sus ojos, de algún modo se le contagió, suave y dulce. Incluso melancólico.

Y provocó que deseara ese beso, y a ella, con la intensidad más extraña.

No se notaba acalorado. No se notaba sudoroso. Pero algo en su interior, quizá su conciencia o quizá su alma, estaba ardiendo.

No sabía cómo se llamaba, no sabía nada de ella, excepto que soñaba con ir a Roma y que olía a violetas.

Y que sabía a vainilla. Eso lo sabía ahora. Eso, pensó mientras le acariciaba la parte interior del labio superior con la lengua, nunca lo olvidaría.

¿A cuántas mujeres había besado? Demasiadas para llevar la cuenta. Había empezado a besar a las chicas mucho antes de descubrir que se podían hacer otras cosas con ellas, y nunca había parado. De joven, en Hampshire, como soldado en España, como granuja en Londres… las mujeres siempre le habían resultado intrigantes. Y las recordaba a todas. De veras. Tenía al sexo débil en demasiada buena estima para permitir que se convirtieran en algo confuso en su mente.

Sin embargo, esto era distinto. No sólo iba a recordar a la mujer, sino también el momento. La sensación de tenerla en los brazos, su sabor, su tacto y el sonido increíblemente perfecto que hizo cuando su respiración se convirtió en un gemido.

Recordaría la temperatura del aire, la dirección del viento, el tono exacto de plata con que la luna bañaba la hierba.

No se atrevió a besarla con pasión. Era una inocente. Era astuta, y reflexiva, pero era una inocente, y Sebastian se dijo que si la habían besado dos veces antes de ese momento, él se comería su sombrero. Por lo tanto, le dio un primer beso con el que toda joven sueña. Suave. Delicado. Un ligero roce de los labios, unas cosquillas y la mínima y traviesa caricia de la lengua.

Y aquello tenía que ser todo. Había algunas cosas que, sencillamente, un caballero no podía hacer, por muy mágico que fuera el momento. Así que, a regañadientes, se separó de ella.

Aunque sólo lo suficiente para apoyar la nariz en la de ella.

Sonrió.

Estaba feliz.

Y entonces, ella habló:

– ¿Ya está?

Sebastian se quedó de piedra.

– ¿Cómo dice?

– Pensé que habría algo más -dijo ella, con respeto. De hecho, parecía más perpleja que otra cosa.

Él intentó no reírse. Sabía que podía. La chica parecía muy sincera; sería un gran insulto reírse de ella. Apretó los labios para intentar reprimir la explosión de risa que se estaba produciendo en su interior.

– Ha sido bonito -dijo ella, y casi pareció que lo estaba consolando.

Sebastian tuvo que morderse la lengua. Era la única manera.

– No pasa nada -dijo ella, y le ofreció una de esas sonrisas compasivas que se le ofrece a un niño que no sabe hacer algo.

Él abrió la boca para pronunciar su nombre, pero entonces recordó que no lo sabía.

Y levantó una mano. Un dedo, para ser más exactos. Una orden simple y concisa. «Quieta -decía, claramente-. No digas nada más.»

Ella arqueó las cejas, intrigada.

– Hay más -dijo él.

Ella empezó a decir algo.

Él le selló la boca con un dedo.

– Hay mucho más.

Y, esta vez, la besó de verdad. Le tomó los labios con los suyos, la exploró, la mordisqueó, la devoró. La abrazó, la pegó a él, con fuerza, hasta que pudo sentir todas y cada una de las deliciosas curvas de su cuerpo pegadas a él.

Y era deliciosa. No, era exuberante. Tenía el cuerpo de una mujer, redondeado y cálido, con suaves curvas que pedían a gritos que las acariciaran y las tocaran. Era una de esas mujeres en las que un hombre podía perderse, olvidándose encantado de cualquier tipo de sensatez y razón.

Era una de esas mujeres a las que un hombre no abandona en mitad de la noche. Sería cálida y suave, una delicada almohada y manta, dos en uno.

Era una sirena. Una tentación exótica y preciosa que, a la vez, también era inocente. Esa chica no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Demonios, seguramente tampoco tenía ni idea de lo que él estaba haciendo. Y, sin embargo, sólo fue necesaria una sincera sonrisa y un pequeño suspiro, y estuvo perdido.

La deseaba. Quería conocerla. Cada centímetro de su cuerpo. Le ardía la sangre, le temblaba el cuerpo, y si no hubieran oído un estridente grito que venía de la casa, sólo Dios sabe lo que habría hecho.

Ella también se tensó y giró la cabeza ligeramente hacia la conmoción.

Bastó para que Sebastian recobrara la sensatez o, al menos, una pequeña parte. La separó de él, de forma más brusca de lo que le habría gustado, y colocó los brazos en jarra mientras respiraba con dificultad.

– Sí que había más -dijo ella, aturdida.

Él la miró. No iba despeinada, pero el recogido no estaba tan firme como antes. Y sus labios… si antes le habían parecido carnosos y grandes, ahora parecía que le había picado una abeja.

A cualquiera que hubieran besado alguna vez sabría que acababan de hacerle lo mismo a ella. Y con pasión.

– A lo mejor quiere arreglarse el pelo -dijo, y estaba seguro de que era la frase posterior a un beso más desafortunada que había dicho nunca. Sin embargo, parecía que no podía recuperar su elegancia habitual. Por lo visto, el estilo y la gracia requieren sensatez.

¿Quién lo habría dicho?

– Oh -dijo ella, que enseguida se llevó las manos al pelo e intentó, sin demasiado éxito, arreglárselo-. Lo siento.

Y no es que tuviera que disculparse por nada, aunque Sebastian estaba demasiado ocupado intentando encontrar su cerebro para comentárselo.

– Esto no debería haber pasado -dijo, al final. Porque era la verdad. Y él lo sabía. No coqueteaba con inocentes y menos (casi) delante de un salón lleno de gente.

No perdía el control. Él no era así.

Estaba furioso consigo mismo. Furioso. Era una emoción desconocida y francamente desagradable. Sentía lástima, y se burlaba de sí mismo, y podría haber escrito un libro sobre el enojo superficial. Pero ¿furia?

No era algo que le preocupara experimentar. Ni hacia los demás ni, mucho menos, hacia sí mismo.

Si ella no se lo hubiera pedido… Si no lo hubiera mirado con esos enormes ojos sin fondo y hubiera susurrado: «Béseme», no lo habría hecho. Era una excusa muy pobre, y lo sabía, pero saber que él no había iniciado el beso era un pequeño consuelo.

Pequeño, pero consuelo al fin y al cabo. Podía ser muchas cosas, pero no un mentiroso.

– Siento mucho habérselo pedido -dijo ella.

Él se sentía como un canalla.

– No tenía que obedecer -respondió él, aunque no con la elegancia que debería.

– Obviamente, soy irresistible -farfulló ella.

Él la miró fijamente. Porque lo era. Tenía el cuerpo de una diosa y la sonrisa de una sirena. Incluso ahora, tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano por no abalanzarse sobre ella. Tenderla en el suelo y besarla otra vez… y otra vez…

Se estremeció. Aquello no estaba bien.

– Debería marcharse -dijo ella.

Él consiguió alargar el brazo en un grácil y caballeroso movimiento.

– Después de usted.

Ella abrió los ojos como platos.

– No pienso entrar primero.

– ¿De veras cree que voy a entrar y dejarla sola aquí fuera?

Ella apoyó las manos en las caderas.

– Me ha besado sin ni siquiera saber cómo me llamo.

– Usted ha hecho lo mismo -le espetó él.

Ella abrió la boca en un gesto indignado y Sebastian descubrió una alarmante satisfacción por haber ganado la discusión. Cosa que lo incomodó todavía más. Adoraba un buen intercambio verbal, pero era un baile, por el amor de Dios, no una competición.

Durante unos segundos interminables, se quedaron mirando el uno al otro, y Sebastian no estaba seguro de si esperaba que ella dijera su nombre o le pidiera que revelara el suyo.

Y sospechaba que ella se estaba preguntando lo mismo.

Sin embargo, la chica no dijo nada, sólo lo miró.

– A pesar de mi reciente comportamiento -dijo él, al final, porque uno de los dos tenía que demostrar madurez y sospechaba que tenía que ser él-, soy un caballero. Y, como tal, no puedo abandonarla en medio de la nada.

Ella arqueó las cejas y miró a un lado y al otro.

– ¿Llama a esto en medio de la nada?

Sebastian empezó a preguntarse qué tenía esa chica que lo volvía loco, porque, por Dios, podía ser muy irritante cuando quería.

– Le ruego que me disculpe -dijo, con la suficiente sofisticación urbana para poder volver a sentirse un poco él mismo-. Está claro que me he equivocado. -Le sonrió de manera insulsa.

– ¿Y si esa pareja todavía está…? -Dejó la pregunta por terminar mientras agitaba la mano hacia la casa.

Sebastian suspiró con fuerza. Si estuviera solo, que es como debería haber estado, habría regresado a la casa con un animado: «¡Cuidado! ¡Cualquiera que esté con alguien con quien no esté unido mediante una obligación legal, por favor, que se largue!»

Le habría encantado. Y era, exactamente, lo que la sociedad esperaba de él.

Pero era imposible hacerlo con una dama soltera a su lado.

– Estoy casi seguro de que ya se habrán ido -dijo, mientras se acercaba a la abertura del seto y se asomaba. Se volvió y añadió-: Y si no, querrán esconderse de usted tanto como usted de ellos. Baje la cabeza y vaya directa hacia la casa.

– Parece que tiene mucha experiencia en situaciones como esta -afirmó ella.

– Mucha. -Y era cierto.

– Ya. -Tensó la mandíbula y Sebastian sospechó que, si hubiera estado más cerca, hubiera oído cómo le rechinaban los dientes-. Qué afortunada -dijo-. Alumna de un maestro.

– Muy afortunada.

– ¿Es siempre tan desagradable con las mujeres?

– Casi nunca -respondió, sin pensar.

Ella abrió la boca y él tuvo ganas de pegarse una patada. La chica lo ocultó bien (estaba claro que era una joven de reflejos emocionales rápidos), pero antes de que la sorpresa se transformara en indignación, vio un destello de dolor puro y duro.

– Lo que quería decir -empezó, con unas ganas enormes de gruñir-, es que cuando he… No, cuando usted…

Ella lo estaba mirando expectante. No tenía ni idea de qué decir. Y él se dio cuenta, mientras estaba allí de pie como un idiota, de que había al menos diez razones por las que aquella situación era absolutamente inaceptable.

Uno, no tenía ni idea de qué decir. Quizá sonara repetitivo, excepto que, dos, siempre sabía qué decir, y tres, especialmente con las mujeres.

Lo que conducía inevitablemente a cuatro, una agradable consecuencia de su labia era que, cinco, nunca había insultado a una mujer en su vida, no a menos que realmente se lo mereciera, aunque, seis, esta mujer en concreto no se lo merecía. Lo que significaba que, siete, tenía que disculparse y, ocho, no tenía ni idea de cómo hacerlo.

Tener facilidad con las disculpas iba de la mano de un comportamiento propenso a disculpar. Y no era su caso. Era una de las pocas cosas en su vida de las que estaba extraordinariamente orgulloso.

Sin embargo, esto lo hacía regresar a nueve, no tenía ni idea de qué decir, y, diez, esa chica tenía algo que lo convertía en un auténtico estúpido.

Estúpido.

¿Cómo soportaba el resto de la humanidad un silencio tan extraño delante de una mujer? A Sebastian le resultaba intolerable.

– Usted me pidió que la besara -dijo. No fue lo primero que le vino a la mente, sino lo segundo.

Y a juzgar por la expresión de sorpresa de ella, que Sebastian sospechaba que bastaría para cambiar las mareas, tuvo la sensación de que debería haberse esperado hasta lo séptimo.

– ¿Me está acusando de…? -Ella se interrumpió y apretó los labios en un gesto furioso e frustrado-. Bueno, sea lo que sea… de lo que… me está… -Y entonces, justo cuando él creía que había terminado, continuó con-, acusando…

– No la acuso de nada -dijo él-. Sólo digo que usted quería un beso, yo se lo he dado y…

¿Y qué? ¿Qué estaba diciendo? ¿Dónde tenía la cabeza? Era incapaz de construir una frase entera, y mucho menos de verbalizarla.

– Podría haberme aprovechado de usted -dijo, muy tenso. Santo Dios, parecía muy serio.

– ¿Está diciendo que no lo ha hecho?

¿Era posible que fuera tan inocente? Se inclinó hacia delante y se pegó a su cara.

– No tiene ni idea de todas las formas en que no me he aprovechado de usted -le explicó-. De todo lo que habría podido hacer. De…

– ¿Qué? -le espetó ella-. ¿Qué?

Sebastian se calló, o quizás era más adecuado decir que se mordió la lengua. No iba a decirle de todas las formas en que había querido aprovecharse de ella.

De ella. De la señorita sin nombre.

Así era mucho mejor.

– Oh, por el amor de Dios -se oyó decir-. Dígame cómo se llama de una maldita vez.

– Veo que está muy impaciente por saberlo -respondió ella, cortante.

– Su nombre -gruñó él.

– ¿Antes de que usted me diga el suyo?

Él soltó el aire, una larga y frustrada exhalación, y luego se pasó la mano por el pelo.

– ¿Era mi imaginación o teníamos una conversación perfectamente civilizada hace apenas diez minutos?

Ella abrió la boca para responder, pero él no la dejó.

– No, no -continuó, quizá con demasiada pompa-, era una conversación más que civilizada. Me atrevería a decir que era agradable.

Ella suavizó la expresión de los ojos, aunque no hasta el extremo de que él la consideraría maleable, pero… De acuerdo, está bien, ni siquiera se acercó a ese punto, pero los suavizó.

– No debería haberle pedido que me besara -dijo ella.

Sin embargo, él se fijó en que no se disculpó. Y en que él se alegraba mucho de que no lo hiciera.

– Seguro que comprende -continuó ella, en voz baja-, que es mucho más importante que conozca su identidad que al revés.

Él le miró las manos. No las tenía cerradas, ni apretadas, ni retorcidas. Las manos siempre delataban a las personas. Se tensaban, o temblaban, o se aferraban la una a la otra como si pudieran, mediante algún hechizo imposible, salvarlas del oscuro destino que las esperaba. La chica se estaba sujetando el tejido de la falda. Con fuerza. Estaba nerviosa. Y, a pesar de todo, mantenía el tipo con mucha dignidad. Y Sebastian sabía que sus palabras eran ciertas. Ella no podía hacer nada que arruinara su reputación mientras que él, con una palabra de más o una confesión falsa, podía destruirla para siempre. No era la primera vez que se alegraba sobremanera de no haber nacido mujer, pero sí que era la primera que tenía pruebas tan claras de que los hombres lo tenían mucho más fácil.

– Me llamo Sebastian Grey -dijo, inclinando la cabeza de forma respetuosa-. Y estoy encantado de conocerla, señorita…

Pero no pudo continuar, porque ella contuvo la respiración, palideció y pareció que iba a ponerse mala.

– Le aseguro -dijo, sin saber si la nota aguda de su voz se debía a la diversión o a la irritación-, que mi reputación no es tan mala como la pintan.

– No debería estar aquí con usted -dijo ella, asustada.

– Eso ya lo sabíamos.

– Sebastian Grey. Dios mío, Sebastian Grey.

Él la observó con interés. Y un poco de enojo, aunque eso era de esperar. De veras, no era tan malo.

– Le aseguro -dijo, algo enfadado por las veces que estaba empezando las frases de esa forma-, que no tengo ninguna intención de permitir que su reputación se vea afectada por ninguna asociación con mi persona.

– No, por supuesto que no -dijo ella, y entonces estropeó el momento con una risa nerviosa-. No querría hacerlo. Sebastian Grey. -Miró hacia el cielo y él casi esperaba que cerrara el puño y amenazara a los dioses-. Sebastian Grey -dijo. Otra vez.

– ¿Debo asumir que le han hablado de mí?

– Sí -respondió ella, enseguida. Y entonces volvió a concentrarse y lo miró a los ojos-. Tengo que marcharme. Ahora.

– Como recordará que le había aconsejado antes -murmuró él.

Ella miró hacia el jardín lateral y frunció el ceño ante la idea de toparse con los amantes.

– Cabeza baja -se dijo en voz baja-. Paso firme.

– Hay quien vive su vida bajo ese lema -dijo él, divertido.

Ella lo miró fijamente y se preguntó si se había vuelto loco en los últimos dos segundos. Él se encogió de hombros, porque no quería disculparse. Por fin empezaba a ser él mismo. Estaba en todo su derecho de estar contento.

– ¿Usted lo hace? -preguntó ella.

– Para nada. Yo prefiero vivir con un poco más de estilo. Es cuestión de sutilezas, ¿no cree?

Ella lo miró. Parpadeó varias veces. Y luego dijo:

– Debo irme.

Y se marchó. Bajó la cabeza y avanzó con paso firme.

Sin decirle su nombre.

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