EPÍLOGO

Cuatro años después…


La clave para un matrimonio feliz -dijo Sebastian desde su mesa-, es casarse con una mujer espléndida.

Puesto que el comentario había surgido sin motivo aparente, después de una hora de amigable silencio, Annabel Grey normalmente se habría mostrado escéptica. Aunque cuando Sebastian quería que ella dijera que sí a algo o, al menos, no dijera que no en asuntos que nada tenían que ver con lo que acababa de decir, solía empezar las conversaciones con extravagantes halagos hacia su mujer.

Sin embargo, había diez cosas de aquella frase que le llenaban de amor el corazón.

Una, que Seb estaba particularmente guapo cuando la decía, con la mirada cálida y despeinado, y, dos, que la mujer en cuestión era ella, que tres, había realizado todo tipo de preciosos actos maritales esa mañana, algo que, teniendo en cuenta su historial, seguramente provocaría que, cuatro, tuviera otro niño de ojos grises dentro de nueve meses, que habría que sumar a los tres que ya estaban haciendo de las suyas en la habitación de los juegos.

De menor importancia, aunque significativa, era que, cinco, ninguno de sus tres hijos se parecía a lord Newbury, que debió de asustarse tanto después del desmayo en la habitación de Annabel hacía cuatro años, que se puso a dieta y se casó con una viuda de evidente capacidad reproductora pero, que seis, no había conseguido engendrar ningún otro hijo, varón o hembra.

Lo que significaba que, siete, Sebastian todavía era el presunto heredero del condado, aunque no importaba demasiado porque, ocho, estaba vendiendo montañas de libros, sobre todo desde el lanzamiento de La señorita Spencer y el salvaje escocés que, nueve, el propio rey había definido como «delicioso». Esto, combinado con el hecho de que Sarah Gorely se había convertido en la escritora más popular de Rusia, significaba que, diez, todos los hermanos de Annabel estaban encaminados, lo que provocaba que, once, ella nunca tuviera que preocuparse de que haber perseguido su felicidad personal influyera en la de sus hermanos.

Once.

Sonrió. Había algunas que eran tan maravillosas que superaban el diez.

– ¿Por qué sonríes?

Ella miró a Sebastian, que estaba sentado a la mesa, fingiendo que trabajaba.

– Ah, de muchas cosas -respondió ella, alegremente.

– Qué intrigante. Yo también estoy pensando en muchas cosas.

– ¿Ah sí?

– En diez, para ser exactos.

– Yo estaba pensando en once.

– Eres muy competitiva.

– La Grey con más probabilidades de correr más que un pavo -le recordó-. Por no mencionar el lanzamiento de piedras.

Había conseguido llegar a seis. Había sido un momento excelente. Y más porque nadie había visto que Sebastian hiciera siete nunca.

Él arqueó una ceja, le ofreció su expresión de condescendencia y dijo:

– Yo siempre defiendo la calidad por encima de la cantidad. Pero estaba pensando en diez cosas que me gustan de ti.

Ella contuvo el aliento.

– Una -anunció él-, tu sonrisa. Sólo superada por, dos, tu risa. Que a su vez se alimenta de, tres, la autenticidad y generosidad de tu corazón.

Annabel tragó saliva. Se notaba las lágrimas acumuladas en los ojos y sabía que, dentro de nada, le estarían resbalando por las mejillas.

– Cuatro -continuó él-, sabes guardar un secreto y, cinco, por fin has aprendido a no hacer sugerencias sobre asuntos que pertenecen a mi carrera literaria.

– No -protestó ella, a través de las lágrimas-. La señorita Frosby y el lacayo habría sido maravillosa.

– Me habría hundido en la miseria.

– Pero…

– Te habrás dado cuenta de que en esta lista no aparece que me gusta que me interrumpas -se aclaró la garganta-. Seis, me has dado tres hijos maravillosos y siete, eres una madre magnífica. Yo, en cambio, soy un egoísta, por lo que, ocho, me encanta que me quieras de forma tan espléndida. -Se inclinó hacia delante y movió las cejas-. De todas las maneras posibles.

– ¡Sebastian!

– De hecho, creo que eso será el nueve. -Le ofreció una sonrisa particularmente cálida-. Creo que se merece su propio número.

Annabel se sonrojó. No podía creerse que, después de cuatro años de matrimonio, todavía la hiciera sonrojarse.

– Diez -dijo, en voz baja, mientras se levantaba y caminaba hacia ella. Se arrodilló, la tomó de las manos y se las besó-, eres, sencillamente, tú. La mujer más increíble, inteligente, bondadosa y ridículamente competitiva que he conocido. Y corres más que un pavo.

Ella lo miró fijamente, sin importarle que estuviera llorando, o que tuviera los ojos rojos o que… Dios santo, necesitara desesperadamente un pañuelo. Lo quería. Era lo único que importaba.

– Creo que han sido más de diez -susurró.

– ¿Ah sí? -Sebastian le secó las lágrimas a besos-. He dejado de contar.

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