Cuando llegamos a Madrid, doña Teresa me explicó que a partir de ese momento debía ocuparme de sus dos hijas, de la señorita Amelia y la señorita Antonietta.
Mi trabajo consistía en cuidar de la ropa de las señoritas, ordenarles la habitación, ayudarlas a vestirse, acompañarlas a hacer visitas… Mi madre me fue enseñando cómo encargarme de sus cosas. Al principio lo pasé mal, a pesar de tener la inmensa suerte de compartir techo con ella.
Doña Teresa me instaló en el cuarto de mi madre, donde metió otra cama. Aunque la casa era grande, éramos las únicas que vivíamos con la familia, el resto del servicio se alojaba en las buhardillas. Supongo que teníamos ese privilegio porque al haber sido mi madre el ama de las niñas, siempre debía estar cerca para darles de mamar. Luego, cuando las destetaron, ella siguió conservando el cuarto y se quedó de sirvienta para todo. Lo mismo limpiaba que ayudaba en la cocina; hacía cuantas tareas le encomendaban.
Mi madre quería que yo aprendiera el oficio de doncella, dejarme bien situada en la casa, y poder ella regresar al caserío a pasar junto a sus padres sus últimos años.
Yo nunca había visto una casa como aquélla, con tantos salones y dormitorios, y tantos objetos de valor. Temía romper algo, y solía sujetarme la falda y el delantal para, al pasar, no rozar los muebles.
Conocer a la señorita Amelia hizo que el trabajo no me resultase tan difícil. Aunque la situación había cambiado, cuando ella estuvo en el caserío era una más, pero en aquella casa yo no me atrevía a llamarla por su nombre, por más que me insistía en que me olvidara del «señorita».
Lo que sí le gustaba es que habláramos en vasco. Su intención era fastidiar a su hermana, aunque a mí me aseguraba que era para no olvidarlo. Don Juan no quería que habláramos en vasco, y la reprendía; le decía que ésa era lengua de campesinos, pero ella no obedecía.
Por las mañanas solía acompañar a la señorita Antonietta al colegio. La señorita Amelia recibía clases en casa porque aún estaba convaleciente. Por las tardes, cuando regresaba la señorita Antonietta, me permitían estar sentada en un rincón de la sala de estudios mientras una profesora que les ayudaba en sus tareas les hacía hablar en francés y tocar el piano. Me gustaba escuchar las lecciones porque me permitían aprender. En cuanto se recuperó la señorita Amelia empezó a estudiar para maestra, lo mismo que la señorita Laura.
El año 1934 no fue un buen año. Al señor le empezaron a ir mal los negocios. Herr Itzhak Wassermann, su socio en Alemania, estaba sufriendo el acoso de Hitler contra los judíos, un trabajo del que se encargaban los hombres de las SA. El negocio iba de mal en peor, y en varias ocasiones habían amanecido con los cristales de la tienda rotos por aquellos energúmenos. Viajar a Alemania era cada vez más complicado, sobre todo para quienes como el señor aborrecían a Hitler y no le importaba decirlo en alto. Don Juan empezó a adelgazar, y doña Teresa estaba cada día más preocupada por él.
– Creo que papá se está arruinando -me dijo un día la señorita Amelia.
– ¿Por qué dice eso? -le pregunté asustada, pensando que si el señor se arruinaba yo tendría que regresar al caserío.
– Tiene deudas en Alemania, y aquí las cosas no van muy bien. Mi madre dice que es por culpa de las izquierdas…
Doña Teresa era una mujer muy católica, de orden, monárquica, y sentía pavor ante los disturbios que provocaban algunos partidos y sindicatos de izquierda. Ella era buena persona y trataba con afecto y respeto a todos los que servíamos en la casa, pero era incapaz de entender que la gente pasaba muchas necesidades y que las derechas que gobernaban no sabían hacer frente a los problemas de aquella España. Practicaba la caridad, pero ignoraba lo que era la justicia social, que era lo que reclamaban los obreros y campesinos.
– ¿Y qué haremos mi madre y yo? -quise saber.
– Nada, os quedaréis con nosotros. No quiero que os vayáis.
Amelia se carteaba con Aitor. Mi hermano siempre que nos escribía a madre y a mí metía un sobre cerrado con una carta para Amelia. Ella le respondía del mismo modo, entregándonos un sobre cerrado que nosotras metíamos a su vez en nuestro sobre.
Yo sabía que mi hermano estaba enamorado de Amelia, aunque nunca se atrevería a decírselo, y también sabía que Aitor a ella no le era indiferente.
Un lunes por la tarde, don Juan regresó a casa antes de lo habitual y se encerró en el despacho con doña Teresa. Estuvieron hablando hasta bien entrada la noche, sin permitir que las señoritas los interrumpieran. Aquella noche Amelia y Antonietta cenaron solas en la sala de estudios, preguntándose qué estaría pasando.
A la mañana siguiente, doña Teresa convocó a todo el servicio y nos ordenó que limpiáramos la casa a fondo. La familia iba a celebrar una cena durante el fin de semana, con invitados importantes, y quería que la casa reluciera.
Las señoritas estaban entusiasmadas. Salieron con su madre de compras y regresaron cargadas de paquetes. Iban a estrenar vestidos.
El sábado, doña Teresa parecía nerviosa. Quería que todo estuviera perfecto, y ella, siempre tan afable, se impacientaba si algo no estaba a su gusto.
Una peluquera vino a casa a peinar a la madre y a las hijas, y por la tarde yo las ayudé a vestirse.
Amelia llevaba un vestido rojo y Antonietta uno azul. Estaban preciosas.
– ¡Hacía tanto tiempo que no recibíamos! -exclamó mientras la peluquera le ordenaba los cabellos en tirabuzones recogidos en la nuca con un pasador.
– No exageres, todas las semanas tenemos visitas -respondió Antonietta.
– Ya, pero a merendar, no para una cena.
– Bueno, es que antes no nos dejaban asistir porque éramos pequeñas. Mamá dice que vendrán algunos amigos de papá con sus hijos.
– ¡Y no los conocemos! Son amigos nuevos de papá… ¡Qué emoción!
– No entiendo cómo te puede gustar conocer a gente nueva. Será un aburrimiento, y mamá estará vigilándonos para que nos comportemos correctamente. La cena es muy importante para papá, necesita nuevos socios para la empresa…
– ¡A mí me encanta conocer gente nueva! A lo mejor habrá entre ellos algún joven guapo… Lo mismo te sale novio, Antonietta.
– O a ti, eres mayor que yo, de manera que tienes que casarte antes. Como no te des prisa te vas a quedar para vestir santos.
– ¡Me casaré cuando quiera y con quien quiera!
– Sí, pero hazlo pronto.
Ninguna de las dos sospechaba lo que iba a pasar aquella noche.
A las ocho llegaron los invitados. Tres matrimonios con sus hijos. En total, catorce personas que se sentarían a la mesa ovalada primorosamente decorada con flores y candelabros de plata.
Los señores de García, con su hijo Hermenegildo. Los señores de López-Agudo, don Francisco y doña Carmen, con sus hijas Elena y Pilar. Y los señores de Carranza, don Manuel y doña Blanca, con su hijo Santiago.
Antonietta fue la primera en fijarse en Santiago. Era el más guapo de los invitados. Alto, delgado, con el cabello castaño claro, casi rubio, y los ojos verdes, muy elegantemente vestido; era imposible no fijarse en él. Yo también lo miraba escondida entre las cortinas.
En aquel entonces debía de contar casi los treinta años y se le veía seguro de sí mismo.
A su alrededor revoloteaban las otras señoritas invitadas. Yo conocía bien a Amelia y sabía de sus tácticas para hacerse notar.
Saludó con amabilidad a los invitados de sus padres y se situó junto a su madre escuchando a las señoras invitadas como si le interesara cuanto decían. Era la única de las jóvenes presentes que parecía inmune al magnetismo de Santiago, al que ni siquiera miraba.
La señorita Antonietta, junto a las señoritas Elena y Pilar López-Agudo, intentaba acaparar la atención de Santiago, que se había convertido en el centro de la conversación de los jóvenes invitados. No sólo porque era el mayor, sino también por su simpatía. Yo no podía escuchar desde donde estaba lo que decían, pero tenía a las señoritas embobadas.
Las doncellas sirvieron los aperitivos y a mí me enviaron a la cocina a ayudar a mi madre y a las cocineras, pero en cuanto podía regresaba a mi escondite, desde donde contemplar aquella fiesta que llenaba mis sentidos del olor a perfume y cigarrillos que desprendían a partes iguales las señoras y los caballeros.
Me preguntaba cuál sería el siguiente paso de Amelia para llamar la atención de Santiago. Él se había dado cuenta de que la única que no participaba de la conversación de los jóvenes en la mesa era la hija mayor de los anfitriones, y empezó a mirarla de reojo.
Doña Teresa había colocado en la mesa una tarjeta con el nombre de cada invitado, y Amelia estaba sentada junto a Santiago.
Se la veía tan guapa… Al principio ella no prestaba atención a Santiago, hablaba con el joven Hermenegildo, al que habían situado a su izquierda.
No fue hasta mediada la cena cuando Santiago no pudo aguantar más la indiferencia manifiesta de Amelia y se empeñó en iniciar una conversación en la que ella parecía participar con cierta desgana.
Cuando terminaron de cenar, para mí era evidente que Amelia había logrado su objetivo: echar un lazo al cuello de Santiago.
Una vez se fueron los invitados, los señores se quedaron en el salón con sus hijas para comentar cómo había transcurrido la velada.
Doña Teresa estaba exhausta, tanta era la tensión que había acumulado durante la semana en su empeño de que todo resultara perfecto. Mi madre decía que nunca la había visto tan nerviosa, y le extrañaba porque doña Teresa estaba acostumbrada a recibir invitados.
Don Juan parecía más relajado; la velada había servido a sus propósitos según supimos después: estaba intentando asociarse con el señor Carranza para salvar su negocio. Aunque en realidad quien salvó la situación de la familia fue Amelia.
Les escuché hablar, por más que doña Teresa les pedía que bajaran la voz.
– Si Manuel Carranza se interesa, como parece, por el negocio, estaríamos salvados…
– Pero, papá, ¿tan mal nos van las cosas? -preguntó Amelia.
– Sí, hija, ya sois mayores y debéis saber la verdad. El negocio en Alemania no va bien y temo por mi buen amigo y socio herr Itzhak. El almacén donde guardábamos la mercancía, la maquinaria comprada para traer a España, lo han sellado los nazis, no me han permitido acceder a él. Y allí estaba nuestro dinero, invertido en las máquinas. También han confiscado las cuentas del banco. El empleado que teníamos, el bueno de herr Helmut Keller, está preocupado. Haber trabajado con un judío lo convierte en sospechoso, pero es un hombre valiente, y me aconseja que espere; me asegura que intentará salvar lo que pueda del negocio. Le he dado todo el dinero que he conseguido, que no es mucho dadas las circunstancias, pero no podía dejarle abandonado a su suerte…
– ¿Y herr Itzhak, e Yla? -preguntó Amelia alarmada.
– Estoy intentando traerles aquí, aunque se resisten; no quieren abandonar su casa. Me he puesto en contacto con la Casa Universal de los Sefardíes, una organización encargada de establecer vínculos con los judíos sefardíes.
– Pero herr Itzhak no es sefardí -exclamó doña Teresa.
– Ya lo sé, pero les he pedido consejo, hay muchos españoles influyentes que los apoyan -respondió Don Juan…
– ¿Muchos? Ojalá tuvieras razón -protestó doña Teresa con tono crispado.
– También me he puesto en contacto con una organización que se llama Ezra, que en castellano significa «Ayuda»; se dedica a ayudar a los judíos, sobre todo a los que huyen de Alemania.
– ¿Podrás hacer algo, papá? -preguntó Amelia compungida.
– No depende de tu padre, Amelia -la corrigió doña Teresa.
– Don Manuel Azaña ve con simpatía a los judíos -respondió Don Juan. En fin, parece que el mundo se está volviendo loco… Hitler ha declarado que su partido, el Partido Nazi, es el único que puede actuar en Alemania. Y por si fuera poco, Alemania ha abandonado la II Conferencia Mundial sobre el Desarme. Ese loco está preparando la guerra, estoy seguro…
– ¿La guerra? ¿Contra quién? -preguntó Amelia.
Pero Don Juan no pudo responderle, porque doña Teresa preguntó a su vez:
– ¿Y aquí qué va a pasar? Tengo miedo, Juan… La izquierda quiere una revolución…
– Y la derecha está en contra del régimen republicano, y hace lo imposible porque la República sea inviable -respondió con cierto enfado don Juan.
El matrimonio tenía diferencias políticas, puesto que doña Teresa provenía de una familia de tradición monárquica y don Juan era un republicano convencido. Claro que en aquella época las mujeres no llevaban sus diferencias políticas muy lejos, e imperaba la opinión del señor de la casa.
– ¿Y qué vas a hacer con el señor Carranza?
La pregunta de Antonietta sorprendió a sus padres. Antonietta era la pequeña, era bastante silenciosa y reflexiva, mucho más que Amelia.
– Voy a intentar comprar maquinaria en Norteamérica. Los costes serán más altos, puesto que hay un océano de por medio, pero dada la situación en Alemania, creo que no tengo otra opción. Le he presentado un estudio detallado a Carranza, y está interesado. Ahora mi problema es conseguir un crédito para poder formalizar la sociedad… Creo que él me puede ayudar. Está muy bien relacionado.
– ¿Con quién? -inquirió Amelia.
– Con banqueros y políticos.
– ¿Políticos de las derechas? -insistió.
– Sí, hija, pero también tiene buenos contactos con el Partido Radical de Lerroux.
– Por eso era tan importante esta cena ¿verdad, papá? -siguió hablando Amelia-. Querías causarle buena impresión, y que viera que tenías una casa estupenda, una familia… Mamá es tan guapa y elegante…
– ¡Vamos, Amelia, no digas esas cosas! -respondió doña Teresa.
– Pero es la verdad. Cualquiera que te conozca se da cuenta de que eres una gran señora. La señora Carranza no es tan elegante como tú -insistió Amelia.
– La señora Carranza pertenece a una excelente familia. Esta noche, hablando, hemos descubierto que tenemos conocidos en común -sentenció doña Teresa.
– Su hijo Santiago es el más difícil de convencer -murmuró don Juan.
– ¿Santiago? ¿De qué quieres convencerlo?
– Trabaja con su padre, y éste le tiene mucha ley. Al parecer, Santiago es un buen economista, muy sensato, y viene aconsejando bien a su padre. Tiene dudas sobre la viabilidad del negocio; alega que la inversión es demasiado grande, él prefiere seguir comprando maquinaria en Bélgica, Francia, Inglaterra, incluso en Alemania; dice que es más seguro -explicó don Juan.
No podía verle el rostro, pero no me costó imaginar que en aquel momento Amelia estaba tomando una decisión: ser ella quien venciera las resistencias de Santiago para salvar a su familia de las dificultades económicas que afrontaban. Amelia era muy novelera, se veía a sí misma como las heroínas de las novelas que leía, y sus padres, sin saberlo, le estaban dando la ocasión de demostrarlo.
Dos semanas después, los señores de Carranza invitaron a don Juan y su familia a compartir el almuerzo del domingo en una finca que tenían en las afueras de la ciudad.
Por aquel entonces don Juan no ocultaba su nerviosismo, dado que don Manuel Carranza empezaba a darle largas en cuanto a asociarse para traer maquinaria de América. Además, la situación política se estaba complicando, España parecía ingobernable.
Amelia estuvo varios días pensando cómo iba a vestirse para la ocasión. Aquel almuerzo dominical era su gran ocasión para apretar el lazo que había colocado en el cuello de Santiago, ya que era consciente de que la invitación de los Carranza se debía al interés que ella había logrado suscitar en éste. Don Juan había comentado que, pese a las reticencias de Santiago, había sido idea de él invitarlos a compartir la jornada del domingo, insistiendo en que fuera acompañado de su encantadora familia.
Sé, porque Amelia me lo contó, que aquel día fue clave en lo que ella llamaba «mi programa de salvación».
El almuerzo se celebró sin más invitados que la familia Garayoa, es decir, don Juan y doña Teresa, Amelia y Antonietta, y desde el primer momento Santiago evidenció su interés por Amelia.
Ella desplegó todos sus ardides: indiferencia, amabilidad, sonrisas… ¡Qué sé yo! Era una gran seductora.
Aquel domingo, Santiago se enamoró de ella, y creo que ella también de Santiago. Eran jóvenes, guapos, distinguidos…
Él, que parecía que iba para solterón, sin novia formal, se había dejado prendar por una jovencita que expresaba opiniones políticas con gran desparpajo: defendía que las mujeres debían conseguir los derechos que les estaban negados; confesaba, ante el horror de su madre, que no tenía la más mínima intención de convertirse en señora de su casa, sino que, si se casaba, ayudaría en todo a su marido, además de ejercer como maestra, que decía era su vocación.
Todas estas cosas y más las fue desgranando con la gracia y simpatía que le eran naturales, y según me contó Antonietta, cuanto más hablaba Amelia, más se rendía Santiago.
Comenzaron a verse a la manera de aquella época. Él pidió permiso a don Juan para «hablar» con Amelia, y el señor se lo dio encantado.
Santiago solía venir casi todas las tardes a visitar a Amelia; los domingos salían juntos, siempre acompañados por Antonietta y por mí. Amelia le permitía que cogiera su mano y le sonreía apoyando la cabeza sobre su hombro. Santiago se derretía al mirarla. Ella tenía un pelo precioso, de un color castaño tan claro que era casi rubio, y unos ojos grandes, almendrados. Era delgada, no muy alta, pero es que por aquel entonces las mujeres no éramos altas, no es como ahora. Él sí que era alto, le sacaba por lo menos la cabeza. A su lado parecía una muñeca.
Santiago terminó sucumbiendo ante Amelia, lo que supuso la salvación de don Juan. La familia Carranza le facilitó un aval para obtener un crédito, y se asociaron con él -bien es verdad que como socios minoritarios- en la nueva empresa desde la que don Juan se proponía comprar e importar maquinaria de América. Don Juan y Santiago terminaron simpatizando, ya que el joven estaba afiliado al partido de Azaña y era un republicano convencido como mi señor.
– ¡Me caso! ¡Santiago me ha pedido que me case con él!
Recuerdo como si fuera hoy a Amelia entrando en la sala de estar donde se encontraban sus padres.
Aquel domingo yo no la había acompañado porque estaba resfriada y le había tocado a Antonietta hacer sola el papel de carabina.
Don Juan miró con sorpresa a su hija, no se esperaba que Santiago se decidiera tan pronto a pedirla en matrimonio. Apenas habían pasado seis meses desde que habían comenzado a salir; además, él tenía previsto viajar la semana siguiente a Nueva York para empezar a visitar fábricas de maquinaria.
Amelia abrazó a su madre, quien, por su expresión, no parecía satisfecha con la noticia.
– Pero niña, ¿qué locura es ésa? -expresó con desagrado doña Teresa.
– Santiago me ha dicho que él no quiere esperar más, que ya tiene edad para casarse, y está seguro de que soy la mujer que estaba esperando. Me ha preguntado que si le quiero y si estaba segura de mis sentimientos hacia él. Le he dicho que sí, y hemos decidido casarnos cuanto antes. Él se lo dirá esta noche a sus padres, y el señor Carranza te llamará para pedir mi mano. Podemos casarnos a finales de año, pues antes no nos daría tiempo a organizarlo todo. ¡Tengo tantas ganas de casarme!
Amelia parloteaba sin parar, mientras sus padres intentaban que se calmara para poder hablar con ella con cierta serenidad.
– Vamos a ver, Amelia, todavía eres una niña -protestó don Juan.
– ¡No soy una niña! Sabes que la mayoría de mis amigas o se han casado o están a punto de hacerlo. ¿Qué pasa, papá? Creía que estabas contento de mi noviazgo con Santiago…
– Y lo estoy, no tengo quejas de la familia Carranza, y Santiago me parece un joven cabal, pero sólo hace unos meses que os conocéis y hablar de boda me parece algo precipitado, aún no sabéis el uno del otro lo suficiente.
– Tu padre y yo fuimos novios cuatro años antes de casarnos -alegó doña Teresa.
– No seas anticuada, mamá… Estamos en el siglo XX, entiendo que en tus tiempos las cosas fueran de otra manera, pero hoy en día han cambiado. Las mujeres trabajan, salen solas a la calle y no todas se casan, algunas deciden vivir su propia vida con quien les da la gana… Por cierto, que se ha acabado eso de tener que llevar una carabina cuando salgo con Santiago.
– ¡Amelia!
– Mamá, ¡es ridículo! ¿No confías en mí? ¿Acaso pensáis mal de Santiago?
Los padres de Amelia se sentían desbordados por el ímpetu arrollador de su hija. No había vuelta atrás: ella se había comprometido a casarse y lo haría, con o sin su permiso.
Se acordó que la boda se celebraría cuando don Juan regresara de América; mientras, doña Teresa, junto a los padres de Santiago, irían organizando los pormenores de la boda.
Quizá fuera por la influencia de Santiago, aunque a decir verdad Amelia siempre había mostrado interés por la política, pero en aquellos meses parecía más preocupada por lo que sucedía en España.
– Edurne, el presidente Alcalá Zamora ha pedido a Alejandro Lerroux que vuelva a formar gobierno, y va a incluir a tres ministros de la CEDA. No creo que sea la mejor solución, pero ¿acaso tiene otra salida?
Naturalmente no esperaba mi respuesta. En aquella época Amelia hablaba sobre todo consigo misma; yo era el frontón hacia el que lanzaba sus ideas, pero nada más, aunque me daba cuenta de lo influenciable que era. Muchas de las cosas que decía eran un calco de lo que le escuchaba a Santiago.
A principios de octubre de 1934, Santiago llegó muy alterado a casa de los Garayoa. Don Juan estaba en América y doña Teresa se encontraba con sus hijas discutiendo por la pretensión de Antonietta de salir sola.
– ¡ La UGT ha convocado una huelga general! El día cinco pararán España -gritó Santiago.
– ¡Dios mío! Pero ¿por qué? -Doña Teresa estaba angustiada por la noticia.
– Señora, la izquierda no se fía, y con razón, de la CEDA. Gil Robles no cree en la República.
– ¡Eso lo dicen los izquierdistas para justificar todo lo que hacen! -protestó enérgica doña Teresa-. Son ellos los que no creen en la República; en esta República quieren una revolución como la de Rusia. ¡Que Dios nos libre de ella!
Otra doncella y yo servimos un refrigerio al tiempo que escuchábamos la conversación.
No es que Santiago fuera un revolucionario, todo lo contrario, pero creía firmemente en la República, y desconfiaba de quienes la denostaban al tiempo que la utilizaban.
– No querrás que pase como en Alemania -terció Amelia.
– ¡Calla, niña! Qué tendrá que ver ese Hitler con nuestra derecha. No te dejes engatusar por la propaganda de las izquierdas, que no traerán nada bueno para España -se quejaba doña Teresa.
Amelia y Santiago se quedaron en la sala de estar, mientras doña Teresa y Antonietta se excusaban aduciendo un quehacer imaginario. La señora no tenía ganas de discutir con Santiago, y a esas alturas ya había aceptado que los jóvenes se vieran sin acompañantes.
– ¿Qué va a pasar, Santiago? -preguntó con inquietud Amelia nada más quedar a solas con su novio.
– No lo sé, pero algo gordo se prepara.
– ¿Nos podremos casar?
– ¡Claro! No seas boba, nada impedirá que nos casemos.
– Pero sólo faltan tres semanas para la boda.
– No te preocupes…
– Y papá aún no ha llegado…
– Su barco atracará dentro de unos días.
– Le echo tanto de menos… sobre todo ahora que está todo tan revuelto. Sin él me siento insegura.
– ¡Amelia, no digas eso! ¡Me tienes a mí! ¡Jamás permitiría que te pasara nada!
– Tienes razón, perdona…
Los días siguientes los vivimos con angustia. No imaginábamos qué podía llegar a pasar.
El gobierno respondió a la convocatoria de huelga general decretando el estado de guerra, pero la huelga no fue un éxito, al menos no en todas partes. Aquella noche mi madre me dijo que los nacionalistas no la iban a secundar y los anarquistas tampoco.
Lo peor fue que en Cataluña el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, proclamó el Estado catalán en la República Federal Española.
Amelia temía cada vez más por su boda, ya que los Carranza tenían negocios en Cataluña, y uno de los socios de don Manuel era catalán. Doña Teresa también estaba afectada; era medio catalana y tenía familiares en Barcelona.
– He hablado con la tía Montse y está muy asustada. Han detenido a mucha gente de entre sus conocidos, y ella misma ha visto desde el balcón cómo se combatía en las Ramblas. No sabe cuántos muertos ha habido, pero cree que muchos. Doy gracias a Dios de que mis padres no tengan que ver esto.
Los padres de doña Teresa habían muerto, y sólo le quedaba su hermana Montse y un buen número de tías, primos y demás familiares repartidos por toda Cataluña, además de en Madrid.
Amelia me pidió que llamara a mi hermano Aitor al País Vasco para intentar saber qué pasaba. Lo hice y ella, impaciente, me arrancó el teléfono de las manos.
Aitor nos explicó que su partido se había mantenido al margen de la huelga, y que donde realmente había prendido la llama de la revolución era en Asturias. Los mineros habían atacado los puestos de la Guardia Civil, y se habían hecho con el control del Principado.
Mientras, en Madrid, el gobierno encargó a los generales Goded y Franco que acabaran con la rebelión, y éstos aconsejaron que fueran las tropas de los Regulares de Marruecos la punta de lanza de la represión.
Fueron días de incertidumbre hasta que el gobierno sofocó la rebelión. Pero aquello era sólo un ensayo de lo que estaba por venir…
En aquellos días fue cuando Amelia conoció a Lola. Aquella muchacha sin duda la marcó para siempre.
Una tarde, a pesar de las protestas de doña Teresa, Amelia decidió salir a la calle. Quería ver con sus propios ojos los estragos de lo sucedido. La excusa fue la de visitar a su prima Laura, que llevaba varios días enferma.
Doña Teresa le ordenó que no saliera y mi madre le suplicó que se quedara en casa, e incluso Antonietta intentó convencerla de ello. Pero Amelia hizo un alegato sobre su deber de visitar a su prima favorita en un momento de enfermedad, y, desobedeciendo a su madre, salió a la calle seguida por mí. No es que yo fuera por voluntad propia, sino porque mi madre me ordenó que no la dejara sola.
Madrid parecía una ciudad en guerra. Se veían soldados por todas partes. Yo la seguí de mala gana hasta la casa de su prima, que era ésta, la misma donde ahora estamos, y que se encontraba a pocas manzanas de la de Amelia. Estábamos llegando cuando vimos a una muchacha correr como una desesperada. Pasó delante de nosotras como una exhalación y se metió en el portal de la casa a la que nos dirigíamos. Miramos hacia atrás pensando que alguien la perseguía, pero no vimos a nadie, aunque dos minutos después dos hombres aparecieron por la esquina gritando «¡Alto, alto!». Nos paramos asustadas, hasta que los hombres nos alcanzaron.
– ¿Han visto pasar a una joven corriendo por aquí?
Yo iba a contestar que sí, que se acababa de meter en el portal, pero Amelia se adelantó.
– No, no hemos visto a nadie, nosotras vamos a visitar a una prima que está enferma -explicó.
– ¿Seguro que no han visto a nadie por aquí metiéndose en algún portal?
– No, señor. Si hubiéramos visto a alguien, se lo diríamos -respondió Amelia con un tono de voz de señorita remilgada que yo no le había oído hasta ese momento.
Los dos hombres, policías seguramente, parecieron dudar, pero el aspecto de Amelia los disuadió. Era la viva imagen de la chica burguesa, de buena familia.
Continuaron corriendo, discutiendo entre ellos por haber perdido a la muchacha, mientras nosotras entrábamos en el portal de la casa donde vivía la señorita Laura.
No estaba el portero, y Amelia sonrió satisfecha. El hombre estaría en algún piso a requerimiento de algún vecino o haciendo cualquier mandado.
Con paso decidido, Amelia se dirigió hacia el fondo del portal y abrió una puerta que daba al patio. Yo la seguí asustada, pues imaginaba a quién estaba buscando. Y efectivamente, entre cubos de basura y herramientas se escondía la muchacha que huía de la policía.
– Ya se han ido, no te preocupes.
– Gracias, no sé por qué no me has denunciado, pero gracias.
– ¿Debería haberlo hecho? ¿Eres una delincuente peligrosa? -dijo Amelia sonriendo, como si encontrara la situación divertida.
– No soy una delincuente; en cuanto a peligrosa… supongo que para ellos sí, puesto que lucho contra la injusticia.
A Amelia le interesó de inmediato aquella respuesta, y aunque yo tiraba de su brazo instándole a que subiéramos al piso de la señorita Laura, ella no me hizo caso.
– ¿Eres una revolucionaria?
– Soy… sí, se podría decir que sí.
– ¿Y qué haces?
– Coso en un taller.
– No, me refería a qué clase de revolucionaria eres.
La muchacha la miró con desconfianza. Se le notaba que dudaba de si debía responder o no, pero el caso es que lo hizo sincerándose con Amelia, al fin y al cabo una desconocida.
– Colaboro con algunos compañeros del comité de huelga, llevo mensajes de un lugar a otro.
– ¡Qué valiente! Yo me llamo Amelia Garayoa, ¿y tú?
– Lola, Lola García.
– Edurne, ve a mirar con cuidado a la calle, y si ves algo sospechoso, ven a decírnoslo.
No me atreví a protestar y me dirigí hacia el portal temblando de miedo. Pensaba que si los policías me veían, podían sospechar y nos llevarían detenidas a las tres.
Me tranquilizó ver que aún no estaba el portero, y apenas asomé la cabeza para mirar a ambos lados del portal. No se veía ¡v aquellos dos hombres.
– No hay nadie -les informé.
– No importa, creo que es mejor que Lola no salga todavía. Vendrá con nosotras a casa de mi prima. Te presentaré como una amiga de Edurne a la que hemos encontrado de camino. Os darán de merendar en la cocina mientras yo esté con mi prima, y para cuando nos vayamos, habrá pasado tiempo suficiente para que esos hombres hayan dejado de buscarte por aquí. Además, mi tío Armando es abogado y si la policía viniera a buscarte, supongo que sabría qué hacer.
Lola aceptó con alivio la propuesta de Amelia. No entendía la razón de por qué aquella chica burguesa la ayudaba, pero era la única opción que tenía y la aprovechó.
Laura estaba en la cama, aburrida, mientras su hermana Melita daba clases de piano, y su madre tenía una visita. En cuanto a su padre, don Armando, hermano del padre de Amelia, aún no había regresado del despacho.
Una doncella nos acompañó a Lola y a mí a la cocina, donde nos ofreció un vaso de leche con galletas, y Amelia se quedó junto a su prima comentándole su última aventura.
Dos horas estuvimos en casa de don Armando y doña Elena, visitando a Laura; dos horas que a mí se me antojaron eternas porque imaginaba que de un momento a otro la policía llamaría a la puerta buscando a Lola.
Cuando por fin Amelia decidió regresar a casa llegó don Armando, quien, preocupado porque pudiéramos andar solas por la calle con la situación caótica que había en Madrid, se ofreció a acompañarnos. No había más de cuatro manzanas entre una casa y otra, pero aun así don Armando insistió en escoltar a su sobrina. El buen hombre no se extrañó cuando Amelia le informó de que venía con nosotras Lola, a la que presentó como una buena amiga de Edurne. Yo bajé los ojos para que don Armando no viera mi nerviosismo.
– Tu padre se enfadaría conmigo si te dejara ir sola con este caos. Lo que no entiendo es cómo te han permitido salir. No están las cosas para ir por la calle alegremente, Amelia; no sé si sabes que en Asturias se ha desatado una auténtica revolución, y aquí, aunque ha fracasado la huelga, la izquierda no se resigna a dejar las cosas como estaban, hay mucho exaltado…
Amelia observaba de reojo a Lola, pero ésta permanecía con el gesto impasible, mirando hacia abajo como yo.
Cuando llegamos a casa, doña Teresa agradeció sinceramente a su cuñado que nos hubiera acompañado.
– No puedo con esta niña, y desde que se va a casar parece que se ha vuelto más insensata. Estoy deseando que regrese su padre. Juan es el único que puede con ella.
Cuando don Armando se fue, doña Teresa se interesó por Lola.
– Edurne, no sabía que tenías amigas en Madrid -dijo doña Teresa mirándome con curiosidad.
– Se conocen de encontrarse cuando Edurne sale a hacer algún recado -respondió con rapidez Amelia, y menos mal que lo hizo porque yo habría sido incapaz de mentir con tanto desparpajo.
– Bueno, pues si a esta joven no se le ofrece nada, creo que deberíamos ir a cenar, tu hermana Antonietta nos está esperando -concluyó doña Teresa.
– No, si yo tengo que irme, ya voy con mucho retraso. Muchas gracias, señorita Amelia, doña Teresa… Edurne, nos vemos pronto, ¿vale?
Asentí con la cabeza deseando que se marchara y que nunca más volviéramos a verla, pero mis deseos no iban a cumplirse, porque Lola García se cruzaría de nuevo en el camino de Amelia y en el mío.
Por si fueran pocas las emociones de la jornada anterior, la mañana siguiente también nos deparó sorpresas.
Santiago había quedado en pasar a ver a Amelia, pero no vino en todo el día.
Amelia estaba primero preocupada y luego furiosa, y pidió a su madre que llamara a casa de los padres de Santiago con la excusa de hablar con la madre de su novio sobre algún pormenor de la boda.
Doña Teresa se resistía, pero al final cedió en vista de que Amelia amenazaba con presentarse ella misma en casa de Santiago.
Aquella tarde Amelia conoció un aspecto de la personalidad de su futuro marido que no podía ni imaginar.
La madre de Santiago informó a la madre de Amelia que su hijo no estaba, que no había acudido a almorzar ni había telefoneado, y no sabía si aparecería a la hora de la cena. A doña Teresa le sorprendió que la madre de Santiago no se mostrara alarmada, pero ésta le explicó que su hijo tenía por costumbre desaparecer sin decir adónde iba.
– No es que vaya a ningún lugar que no deba, todo lo contrario, siempre es por trabajo; ya sabe que mi marido le ha encargado que se haga cargo de las compras para la empresa, y es Santiago quien viaja a Francia, Alemania, Barcelona… en fin, donde tenga que ir. Santiago siempre se va sin decirnos nada; al principio me asustaba, pero ahora sé que no le pasa nada -explicaba doña Blanca.
– Pero usted se dará cuenta de que se va porque saldrá de casa con maleta -respondió un tanto escandalizada doña Teresa.
– Es que mi hijo nunca lleva maleta.
– Pero ¿cómo? Esos viajes tan largos… de tantos días… -exclamó doña Teresa.
– Santiago dice que él lleva el equipaje en la cartera.
– ¿Cómo dice?
– Sí, que él se sube al tren y cuando llega a su destino compra lo que necesita; siempre lo ha hecho así. Ya le digo que al principio me preocupaba, e incluso su padre le reconvenía, pero nos hemos acostumbrado. Tranquilice a Amelia, Santiago llegará a tiempo para la boda. ¡Está tan enamorado!
Doña Teresa, sin disimular su extrañeza por el comportamiento de Santiago, dio cuenta a su hija de la conversación con doña Blanca. Pero lejos de tranquilizarse, Amelia se puso más nerviosa.
– ¡Menuda excusa tan tonta! ¿Cómo nos vamos a creer que se va de viaje sin maleta y sin decírselo a sus padres? ¿Y a mí? ¿Por qué no me lo ha dicho a mí? ¡Soy su novia! Mamá, yo creo que Santiago se ha arrepentido… que ya no se quiere casar conmigo. ¡Ay, Dios mío! ¡Qué vamos a hacer!
Amelia comenzó a llorar, y ni doña Teresa ni Antonietta parecían capaces de consolarla. Yo las observaba escondida tras la puerta de la sala, hasta que mi madre me encontró y me envió a la cocina.
Aquella noche Amelia no durmió, al menos tuvo la luz encendida hasta bien entrada la madrugada. Al día siguiente me despertó a las siete; quería que me vistiera deprisa para que me llegara a casa de los Carranza a entregar una carta. Había estado escribiéndola durante la noche.
– Cuando Santiago regrese de su viaje, si es que de verdad se encuentra de viaje y no me están engañando, sabrá que a mí no se me hacen estas cosas. Y si es su intención dejarme, prefiero ser yo la que dé el primer paso, me daría mucha vergüenza que nuestras amistades supieran que me ha dejado plantada. Vete enseguida antes de que se despierte mi madre. Se va a llevar un disgusto cuando le diga que he mandado una carta a Santiago anunciándole la ruptura de nuestro compromiso, pero no puedo permitir que me humillen.
Me levanté con premura, y apenas me dio tiempo para asearme y salir ante la insistencia de Amelia. Cuando llegué a casa de los Carranza el portal estaba cerrado, y tuve que esperar a que el portero lo abriera a las ocho de la mañana. Se extrañó que quisiera subir a esas horas a casa de los Carranza, pero como iba con mi uniforme de doncella, me dejó subir.
Otra doncella tan somnolienta como lo estaba yo me abrió la puerta. Le di el sobre y le dije que se lo entregara a Santiago, pero me respondió que el señorito Santiago se había marchado de viaje, que don Manuel estaba desayunando y doña Blanca aún se encontraba descansando.
Cuando regresé a casa, Amelia me esperaba con un nuevo encargo: debía regresar a casa de los Carranza a entregar un sobre con las cartas de Santiago, esas cartas que se intercambian los enamorados, además del anillo de compromiso. El anillo me ordenó que se lo entregara a doña Blanca en persona.
Yo empecé a temblar pensando en qué diría doña Teresa cuando se enterara, y antes de salir de casa fui en busca de mi madre para explicarle lo que estaba pasando. Mi madre, con buen criterio, me dijo que esperara hasta que ella hablara con doña Teresa y la propia Amelia. Como doña Teresa aún no había salido de su habitación mi madre fue en busca de Amelia.
– Sé que no soy nadie para decirte nada, pero ¿no crees que deberías pensar un poco más lo que estás a punto de hacer? Imagínate que Santiago tiene una explicación a lo sucedido y tú rompiendo el compromiso sin escucharlo… Creo que no debes precipitarte…
– Pero, Amaya, ¡tú deberías estar de mi parte!
– Y lo estoy, ¿cómo podría ser de otra manera? Pero no creo que Santiago quiera romper su compromiso contigo, tiene que haber una explicación aparte de la que os ha dado su madre. Espera a que regrese, espera a escucharlo…
– ¡Es imperdonable lo que me ha hecho! ¿Cómo puedo confiar en él? No, no y no. Quiero que tu hija Edurne vaya a devolverle sus cartas y su anillo y que quede claro que se ha terminado todo entre nosotros. Y esta tarde iré a merendar a casa de mi amiga Victoria, allí me encontraré con otras amigas y seré yo quien anuncie que he decidido romper mi compromiso con Santiago porque no estoy segura de mis sentimientos hacia él. No voy a consentir que sea él quien rompa y me humille…
– Amelia, por favor, ¡piénsatelo! Habla con tu madre, ella sabrá aconsejarte mejor que yo…
– ¿Qué sucede? -Doña Teresa entró en el cuarto de Amelia alertada por el timbre de voz histérico de su hija.
– ¡Mamá, voy a romper con Santiago!
– ¡Hija, qué cosas dices!
– Doña Teresa, yo… perdone que haya venido a hablar con Amelia de este asunto familiar, pero como ha mandado a mi Edurne a entregar a los señores de Carranza el anillo de compromiso…
– ¡El anillo! Pero, Amelia, ¿qué vas a hacer? Hija, cálmate, no hagas nada de lo que te puedas arrepentir.
– Eso le decía yo -intervino mi madre.
– ¡Que no! Yo rompo con Santiago, él lo ha querido así. No voy a permitir que me deje en ridículo.
– ¡Por Dios, Amelia, al menos espera a que regrese tu padre!
– No, porque cuando llegue papá, yo ya me habré convertido en el hazmerreír de todo Madrid. Esta tarde iré a merendar a casa de mi amiga Victoria, y allí anunciaré a todas mis amigas que he roto con Santiago. Y tú, Amaya, dile a Edurne que vaya de inmediato a casa de los Carranza, y si no la dejáis ir, iré yo.
También Antonietta entró en la habitación de su hermana alertada por las voces y se unió a las súplicas de su madre y la mía para que reconsiderara su decisión. Fue a Antonietta a quien se le ocurrió una solución: doña Teresa volvería a telefonear a doña Blanca para contarle el disgusto de Amelia y su decisión de romper con Santiago si éste no aparecía de inmediato para darle una explicación.
Con más nervios que ganas, doña Teresa telefoneó a doña Blanca. Esta prometió que llamaría enseguida a su marido para que intentara encontrar a su hijo dondequiera que estuviese, que ella, juró, no lo sabía; pero hasta entonces solicitaba de Amelia un poco de paciencia y sobre todo de confianza en Santiago.
Amelia aceptó a regañadientes, pero aun así esa tarde fue a merendar a casa de su amiga Victoria junto a otras jóvenes de su edad. Allí, entre risas y confidencias, dejó caer que no estaba segura de no haberse precipitado comprometiéndose tan rápidamente con Santiago, y expresó sus dudas respecto a si debía o no casarse. Ella y sus amigas dedicaron la tarde a analizar los pros y los contras del matrimonio. Cuando salió de casa de Victoria, Amelia se sentía satisfecha: si Santiago la dejaba, siempre podría decir que había sido ella la que realmente quería romper con él.
Poco podíamos imaginar que aquella tormenta en un vaso de agua terminaría algún día convirtiéndose en una auténtica tempestad que arrasaría a cuantos encontró a su paso. Porque cuando dos días más tarde Santiago, que se encontraba en Amberes, llamó a su padre para comentarle algunos pormenores del viaje de negocios, éste le urgió para que regresara rápidamente a Madrid, ya que Amelia se había tomado a mal su desaparición y amenazaba con romper el compromiso. Santiago regresó de inmediato. Aún recuerdo lo furioso que estaba cuando acudió a casa de Amelia.
Ella lo recibió en el salón flanqueada por su madre y su hermana.
– Amelia… siento el disgusto que te he causado, pero no podía imaginar que mi ausencia por cuestiones de trabajo te llevara a querer romper nuestro compromiso.
– Sí, estoy disgustada. Me parece una falta de consideración que te fueras sin decirme nada. Tu madre nos ha explicado que es habitual que lo hagas, pero comprenderás que ese comportamiento es extraño y más en vísperas de una boda. No quiero que te sientas obligado por la palabra dada, de manera que te libero de tu compromiso para conmigo.
Santiago la miró de arriba abajo, incómodo. Amelia había recitado aquella parrafada que llevaba ensayando desde que Santiago telefoneara para anunciar su visita. La presencia de doña Teresa y Antonietta, nerviosas ambas, tampoco ayudaba a que Amelia y Santiago se sinceraran.
– Si es tu deseo romper nuestro compromiso, no tengo más remedio que aceptarlo, pero pongo a Dios por testigo que mis sentimientos hacia ti permanecen inalterables, y que nada desearía más que… que me perdonaras, si es que en algo te he ofendido.
Doña Teresa suspiró aliviada y Antonietta dejó escapar una risa nerviosa. Amelia no sabía qué hacer; por una parte, quería continuar interpretando el papel de dama ofendida, al que había cogido gusto, y por otra, estaba deseando zanjar el incidente y casarse con Santiago. Fue Antonietta la que permitió que los dos novios se arreglaran.
– Creo que deberían hablar solos, ¿no te parece, mamá? -Sí… sí… En fin, hijo, si continúas dispuesto a casarte con Amelia, por nuestra parte sólo decirte que te damos nuestra bendición…
Cuando se quedaron solos estuvieron unos minutos en silencio, mirándose de reojo, sin saber qué decirse; luego Amelia rompió a reír, lo cual desconcertó a Santiago. Dos minutos más tarde charlaban como si nada hubiese pasado.
Las familias de ambos respiraron tranquilas. Temían lo peor: un escándalo a pocas semanas de la boda, cuando ya se habían leído las amonestaciones y empezado a recibir los primeros regalos en casa de los Garayoa, y el convite, que se celebraría en el Ritz, había sido reservado y pagado a partes iguales por las dos familias.
Con la excusa del regreso de don Juan procedente de América, las dos familias se reunieron a cenar en casa de los Garayoa; así pudieron comprobar que Amelia y Santiago parecían tan enamorados como antes del incidente. Más, si cabe.
Don Juan estaba vivamente impresionado por lo que había visto en América. Admiraba los esfuerzos de sus gentes para salir de la Depresión y comparaba la sociedad norteamericana con la española. En aquella cena hablaron mucho de política, a pesar de que doña Teresa tenía prohibido hacerlo en la mesa.
– Los norteamericanos tienen muy claro lo que quieren y en qué dirección deben marchar todos juntos para superar la crisis, y están saliendo de ella, el Crack del veintinueve pronto parecerá un mal sueño.
– Mi querido amigo, aquí dedicamos mucho tiempo a fastidiarnos los unos a los otros, el bienio social-azañista es un ejemplo -respondió don Manuel.
– No entiendo su desconfianza hacia don Manuel Azaña -replicó don Juan-. Es un político que sabe hacia dónde debemos ir, que defiende que el Estado ha de ser fuerte para poder hacer las reformas democráticas que necesitamos.
– Pues ya ve usted adonde nos ha conducido su política. A mí no me convencerá de que fue un acierto que en el treinta y dos se le diera la autonomía a Cataluña, y claro, los vascos, esa gente del PNV, andan en lo mismo. Menos mal que ahora, tras los intentos de revolución de octubre, la autonomía catalana ha quedado suspendida.
– Papá, hay que tener respeto por los sentimientos de la gente, y en Cataluña poseen un sentimiento de identidad nacional muy fuerte. Lo mejor es, como siempre ha intentado Azaña, encauzar ese sentimiento. Don Manuel Azaña ha defendido siempre una España unida, pero hay que buscar la manera de que todos nos sintamos cómodos en ella.
Santiago intentaba mostrarse conciliador para impedir que su padre terminara enfadándose a cuenta de la política.
– ¿Todos? ¿Quiénes somos todos? -preguntó irritado don Manuel-. España es una unidad cultural y sobre todo histórica, pero con esto de las autonomías dejará de serlo, y si no al tiempo.
Doña Teresa y doña Blanca intentaban introducir otros temas para que sus maridos no siguieran hablando de política.
– Creo que van a hacer una nueva representación de Bodas de sangre en Madrid -intervino con voz melosa doña Blanca-. García Lorca es muy atrevido pero un gran dramaturgo.
Sin embargo, ambas mujeres fracasaron en el intento de desviar la conversación. Ni Don Juan ni don Manuel estaban dispuestos a dejar de discutir de lo que les preocupaba.
– Pero usted estará conmigo que el triunfo de la derecha en el treinta y tres no ha traído ningún sosiego a España. Están deshaciendo todo lo que hicieron los gobiernos anteriores -terciaba don Juan.
– No me dirá que a usted le parecía bien que se pudiera expropiar las tierras a cualquiera por el hecho de ser noble…
– A cualquiera, no. Usted sabe que lo que trató el gobierno de 1931 fue de acabar con la España feudal -replicaba Don Juan.
– ¿Y qué me dice de la reforma militar de su admirado Azaña? Si se descuida nos deja sin Ejército. Retiró a más de seis mil quinientos oficiales, y mucho hablar de modernizar el Ejército al tiempo que reducía el gasto en Defensa -contestaba don Manuel.
– También hicieron cosas positivas, por ejemplo, la reforma religiosa y educativa… -intervino Santiago.
– ¡Pero qué dices, Santiago! ¡Dios mío, hijo, si no te conociera creería que eres uno de esos socialistas revolucionarios!
– Papá, no se trata de ser revolucionario, sino de mirar a nuestro alrededor. Cuando viajo por Europa me da pena ver lo atrasados que estamos…
– Y por eso se meten con los pobres curas y monjas que prestan un apoyo desinteresado a la sociedad. Tú, hijo, que presumes de demócrata, ¿me vas a decir que es democrático prohibir la enseñanza a las órdenes religiosas? ¿Y expulsar a un cardenal de España porque no gusta lo que dice…? ¿Eso es democracia?
– Papá, el cardenal Segura es un hombre de cuidado, creo que todos nos sentimos más tranquilos desde que no está en España.
– Sí, sí, todos esos excesos izquierdistas son los que han hecho que ganen las derechas tan denostadas por vosotros -respondió enfadado don Manuel.
– Y creo que hay motivos para preocuparse por lo que está pasando con las derechas no sólo en España. Fíjate en Alemania, ese Hitler es un demente. No me extraña que las gentes de izquierdas estén preocupadas -replicó Don Juan-. Yo mismo soy una víctima indirecta del fanatismo de Hitler. Su política antijudía le ha llevado a suprimir los derechos legales y civiles a los judíos, y a hacer imposible sus actividades económicas. Yo soy una víctima de esa política puesto que mi socio herr Itzhak Wassermann es judío. Nos hemos quedado sin negocio. ¿Saben que nos han roto los cristales del almacén en más de cuatro ocasiones?
– Lo que pretende Hitler es expulsar a los judíos de Alemania -sentenció Santiago.
– Sí, pero los judíos alemanes son tan alemanes como el que más, no podrán privarles de lo que son -intervino doña Teresa.
– No seas ingenua, mujer. Hitler es capaz de todo -indicaba Don Juan-. Y el pobre Helmut, nuestro empleado, tiene que andarse con cuidado por el solo hecho de haber trabajado con un judío.
– Sí, es terrible lo que está pasando allí, pero nada tiene que ver lo que sucede aquí con lo de Alemania, mi querido amigo. Yo siento lo que le ha sucedido, pero no compare, no compare… Por lo que nos debemos preocupar es por las amenazas de algunos socialistas que hablan de acabar con la democracia burguesa. Incluso hombres moderados como Prieto han llegado a hablar de revolución.
– Bueno, eso es una manera de intentar frenar a la derecha en sus planes más controvertidos. No pueden deshacer todo lo hecho anteriormente. Prieto les está dando un aviso para que se lo piensen más antes de actuar -argumentó Santiago.
– ¡Hijo, no te das cuenta de que lo que ha pasado en Asturias ha sido un conato de revolución que como se extienda por el resto de España va a suponer una catástrofe!
– El problema que tenemos -replicó Santiago- es que tanto las derechas como las izquierdas están maltratando a la República. Ni los unos ni los otros terminan de creer en ella, ni de encontrar su acomodo.
Santiago tenía una visión diferente de la política. Quizá porque viajaba mucho fuera de España. No estaba con las derechas, y aunque simpatizaba con las izquierdas, tampoco les escatimaba críticas. Era azañista, sentía una gran admiración por don Manuel Azaña.
La boda se celebró el 18 de diciembre. Hacía mucho frío y llovía, pero Amelia estaba radiante con su traje blanco de tafetán y seda.
A las cinco en punto de la tarde, en la iglesia de San Ginés, Amelia y Santiago se casaron. La suya fue una de esas bodas de las que se hicieron eco las páginas de sociedad de los periódicos madrileños, y a la que acudió gente de muchos lugares, ya que tanto don Manuel Carranza como Don Juan Garayoa tenían, por sus negocios respectivos, socios y compromisos en muchas otras capitales de España.
Doña Teresa estaba más nerviosa que Amelia, y tanto como ella estaban Melita y Laura, que hacían, junto a Antonietta, de damas de honor.
La ceremonia la concelebraron tres sacerdotes amigos de la familia. Y más tarde, durante el convite en el Ritz, Amelia y Santiago abrieron el baile.
Fue una boda preciosa, sí… Amelia siempre dijo que había sido la boda soñada, que no habría podido imaginársela de manera diferente.
Cuando al filo de la medianoche se despidieron de los invitados, Amelia se abrazó a Laura llorando, las dos como siempre tan unidas. Aquella noche sabían que su vida cambiaría, que al menos Amelia dejaba atrás ser la muchacha a la que se le permitían todas las travesuras, para pasar a convertirse en una mujer.»
Edurne se quedó en silencio. Llevaba mucho tiempo hablando, y yo ni me había movido fascinado como estaba por el relato.
Comenzaba a ver el reflejo de lo que había sido mi bisabuela y debo reconocer que había en ella algo que me intrigaba. Quizá fuera la manera en que Edurne la había descrito, o simplemente que había sabido despertar mi curiosidad.
La antigua doncella de mi bisabuela parecía exhausta. Sugerí que pidiéramos un vaso de agua, pero ella rechazó con la cabeza. Estaba allí, hablando conmigo, porque las señoras Garayoa se lo habían ordenado, ella conservaba un vínculo con ellas en el que cada cual tenía su papel establecido: ellas mandaban y Edurne obedecía. Así había sido en el pasado, y así continuaba siendo en este presente en el que ninguna de ellas podía aspirar a tener futuro.
– ¿Y luego qué pasó? -pregunté dispuesto a no dejarla que interrumpiera el relato.
– Se marcharon a París de viaje de novios. Fueron en tren. Amelia llevaba tres maletas. También cruzaron el Canal, para ir a Londres. Creo que la travesía fue terrible y ella se mareó. No regresaron hasta finales del mes de enero. Santiago aprovechó el viaje para ver a alguno de sus socios.
– ¿Y después? -insistí porque no quería imaginar que la historia se acabara así.
– Cuando volvieron del viaje de novios se instalaron en una casa propia, regalo de boda de don Manuel a su hijo. La casa estaba cerca de aquí, al principio de la calle Serrano. Don Juan y doña Teresa se habían encargado de amueblar la casa, y tener a punto todos los detalles para cuando los novios regresaran de París. Yo me fui a servir a casa de Amelia. No crea que no me costó separarme de mi madre, pero Amelia había insistido en que me fuera con ella. No me trataba como a una sirvienta, sino como a una amiga; supongo que los meses pasados en el caserío habían consolidado entre nosotras una relación especial. A Santiago le sorprendía la familiaridad que había entre nosotras, y de la que él mismo terminó participando. ¿Sabe? El era una gran persona… Amelia le pidió que le permitiera terminar Magisterio, y él aceptó gustoso; la conocía y sabía que difícilmente podía reducirla al papel de ama de casa. En cuanto a mí, ella se empeñó en que estudiara, en que tuviera ambiciones. Ya ve usted cómo era. Pero, además, a Amelia le influía mucho Lola García, y ésta la convenció para que me enviara a recibir instrucción en un local que tenían los de las Juventudes Socialistas de España. Allí enseñaban de todo: a leer y a escribir a máquina, a bailar, a coser…
– ¿Lola García? ¿La que huía de la policía?
– Sí, la misma. Fue una persona clave en la vida de Amelia… V en la mía.
Edurne estaba muy fatigada, pero yo no quería que dejara de hablar. Intuía que lo más interesante era lo que iba a contarme a continuación. De manera que le insistí para que bebiera agua.
– Perdone la pregunta, pero ¿cuántos años tiene usted, Edurne?
– Dos menos que Amelia, noventa y tres.
– O sea que mi bisabuela tendría ahora noventa y cinco años…
– Sí, así es. ¿Quiere que continúe?
Asentí agradecido mientras pensaba qué sucedería si encendía un cigarrillo. Pero temí que de un momento a otro apareciera el ama de llaves o la sobrina de las ancianas, y decidí no tentar a la suerte.
«Apenas había regresado de la luna de miel en París, cuando Amelia se encontró a Lola García. Fue por casualidad. Lola iba tres tardes a la semana a hacer la colada, coser y planchar a casa de unos marqueses que vivían en el barrio de Salamanca, muy cerca del domicilio de su tío don Armando. Una tarde en que Amelia salía de merendar con Melita y Laura, tropezó con Lola. Amelia se llevó una gran alegría, y por más que Lola se resistió, al final aceptó acompañar a Amelia hasta su nueva vivienda de recién casada.
Amelia trató a Lola como si fueran amigas de toda la vida, interesándose por sus cosas, sobre todo por sus avatares políticos. Lola respondía a sus preguntas con desconfianza; no terminaba de comprender a aquella chica burguesa que vivía en una lujosa casa del barrio de Salamanca y que sin embargo le preguntaba con avidez sobre las demandas de los obreros y las causas del descontento social.
Les serví café en el salón, y Amelia me invitó a sentarme con ellas. Yo estaba igual de incómoda que Lola, pero Amelia no parecía darse cuenta.
Lola le explicó que iba a recibir instrucción en una Casa del Pueblo, que allí le habían enseñado a leer y a escribir, que le hablaban de historia, de teatro, e incluso aprendía a bailar. Amelia parecía entusiasmada, y preguntó si me admitirían a mí o debía de afiliarme a las Juventudes Socialistas. Lola dudó, y se comprometió a preguntar.
– Supongo que la admitirán. Al fin y al cabo, Edurne es una trabajadora… aunque ¿no te gustaría afiliarte?
– Yo… bueno, nunca me ha interesado mucho la política, no soy como mi hermano -respondí.
– ¿Tienes un hermano? ¿En qué partido milita? -quiso saber Lola.
– En el PNV, y además trabaja en una sede del partido…
– O sea que colabora con los burgueses nacionalistas.
– Bueno, tiene un trabajo y además cree que los vascos somos diferentes -expliqué azorada.
– ¿Ah, sí? ¿Diferentes? ¿Por qué? Todos deberíamos ser iguales, tener los mismos derechos, no importa de dónde seamos. No, no sois diferentes, tú eres una obrera como yo. ¿En qué te diferencias de mí? ¿En qué has nacido en un caserío y yo en Madrid? Nadie nos va a regalar nada, seremos lo que seamos capaces de hacer por nosotras mismas.
Lola era una socialista ferviente y hablaba de derechos e igualdades con una pasión que logró contagiar a Amelia. Iba a recibir instrucción en aquella Casa del Pueblo a la que me llevaría Lola. Aquella misma tarde se decidió tanto mi destino como, sobre todo, el de Amelia.
Las visitas de Lola a casa de Amelia se hicieron frecuentes. Hasta que un día Amelia pidió a Lola que la llevara a alguna reunión política del PSOE o de la UGT.
– Pero ¿qué vas a hacer tú en una reunión nuestra? Lo que queremos es acabar con el orden burgués y tú… bueno, tú eres una burguesa, tu marido es empresario, y tu padre también… Te he cogido afecto porque eres buena persona; pero, Amelia, tú no eres de los nuestros.
Amelia se sintió herida por las palabras de Lola. No entendía que la rechazara de esa manera, que no la considerara una de los suyos. Yo no supe qué decir, hacía ya dos meses que asistía a las clases de la Casa del Pueblo y me sentía satisfecha de mis progresos. Me estaban enseñando a escribir a máquina, y temía que si Amelia se enfadaba con Lola, tuviera que dejar de ir.
Pero Amelia no se enfadó, simplemente le preguntó qué tenía que hacer para convertirse en socialista, para que la aceptaran quienes menos tenían y más sufrían. Lola le prometió que hablaría con sus jefes y que le daría una respuesta.
Santiago sabía de la amistad de Amelia con Lola y nunca puso reparos, pero discutieron cuando Amelia le anunció que si la aceptaban se haría socialista.
– Nunca te van a considerar una de ellos, no te engañes -le argumentaba Santiago-. Yo no comparto las injusticias, y ya sabes lo que me parecen los gobiernos radicalcedistas. Estas derechas que tenemos no están a la altura de las circunstancias, pero no me parece que la solución sea la revolución. Si quieres, te llevo un día a una reunión de Izquierda Republicana; son quienes mejor nos representan, Amelia, no Largo Caballero ni Prieto. Piénsalo, no quiero que te utilicen y menos que te hagan daño.
En aquel año de 1935, las derechas habían lanzado una campaña de desprestigio contra don Manuel Azaña. Santiago decía que era porque le temían, porque sabían que era el único político español capaz de encontrar una salida a aquella situación de bloqueo en que se encontraba la República.
Amelia no llegó a solicitar que la aceptaran en el PSOE, pero ayudaba a Lola cuanto podía, y sobre todo compartía con ella la opinión de que aquellas continuas crisis ministeriales y de jefes de gobierno eran la demostración palpable de que ni los radicales de Lerroux ni la CEDA de Gil Robles tenían la solución para los problemas de España.
Lola pertenecía a la facción más revolucionaria del PSOE, a la de Largo Caballero, y era una apasionada admiradora de la Revolución soviética. Por fin un día accedió a los ruegos de Amelia y la llevó a un mitin en que participaban algunos destacados dirigentes socialistas.
Amelia regresó a casa emocionada a la vez que asustada. Aquellos hombres tenían una fuerza magnética, hablaban al corazón de quienes nada tenían, pero al mismo tiempo ofrecían alternativas que podían desembocar en una revolución. De manera que Amelia experimentaba hacia los socialistas un sentimiento contradictorio.
Santiago, preocupado por la influencia que Lola ejercía en Amelia, empezó a llevarla a algún mitin de Manuel Azaña. Y Amelia se debatía entre la admiración profunda y el desconcierto que sentía por políticos tan distintos, tan distantes, pero igualmente convencidos de la bondad de sus ideas.
Amelia se codeaba por igual con socialistas obreros amigos de Lola que con jóvenes comunistas, o azañistas convencidos como lo eran la mayoría de los amigos de Santiago. Empezó a vivir en dos mundos: el suyo, el que le correspondía por nacimiento y matrimonio, que era el de una chica burguesa, y el de Lola, el de una costurera que quería acabar con el régimen burgués establecido y, en definitiva, con los privilegios de los que disfrutaba Amelia.
Yo solía acompañarla a las reuniones políticas a las que le llevaba Lola, pero no siempre, porque Amelia no quería que dejara de seguir instruyéndome en la Casa del Pueblo.
A principios de marzo, Amelia empezó a sentirse indispuesta. Vómitos y mareos fueron el anuncio de su embarazo. Santiago estaba feliz, iba a tener un hijo, y además pensó que el embarazo serviría para que su mujer aplacara sus ansias políticas, pero en esto se equivocó. El embarazo no le impidió a Amelia seguir acompañando a Lola a algunas reuniones, pese a las protestas de su marido, y de sus padres, porque don Juan y doña Teresa rogaron a su hija que al menos durante el embarazo dejara la política. Pero fue inútil, ni siquiera Laura consiguió hacerla entrar en razón, y eso que su prima siempre fue la persona con mayor ascendente sobre Amelia.
Y, de nuevo, un día volvió a pasar. Santiago desapareció. Creo que era el mes de abril de 1935. Amelia había salido a sus clases de la mañana y por la tarde había ido a casa de sus primas, a las que seguía viendo con frecuencia. Laura seguía siendo su mejor amiga. Le apasionaba la política como a Amelia, pero sus ideas, al igual que las de su padre, estaban del lado azañista.
Cuando Amelia regresó aquella noche, esperó a Santiago para cenar, pero a las once no había regresado, y en la oficina no respondía nadie. Amelia estaba preocupada. En aquellos días no eran infrecuentes los disturbios en Madrid, y sobre todo los ajustes de cuentas entre partidos, de manera que había elementos de la extrema derecha que buscaban la confrontación con las gentes de la izquierda, que a su vez respondían a los ataques.
Aguardamos toda la noche, y a la mañana siguiente Amelia telefoneó al padre de Santiago.
Don Manuel le dijo que no sabía dónde se encontraba su hijo, pero que podría ser que estuviera de viaje, ya que hacía días que tenía previsto ir a Londres a visitar a un proveedor.
Amelia tuvo un ataque de ira. Echada sobre la cama, gritaba y lloraba jurando que no le iba a perdonar a su marido semejante afrenta. Luego pareció calmarse, preguntándose si no habría sufrido un accidente y ella le estaba juzgando erróneamente. Tuvimos que llamar a doña Teresa, que acudió de inmediato con Antonietta para hacerse cargo de la situación. Laura, sabedora de la reacción de su prima, también acudió al conocer la noticia.
Dos semanas tardó Santiago en regresar, y en aquellas dos semanas Amelia cambió para siempre. Aún recuerdo una conversación que tuvo con su madre, su hermana Antonietta y sus primas Laura y Melita.
– Si ha sido capaz de abandonarme embarazada ¿de qué no será capaz? No puedo confiar en él.
– Vamos, hija, no digas eso, ya sabes cómo es Santiago; doña Blanca te lo ha explicado, ella como madre sufría cuando su hijo desaparecía, pero son cosas de él, no lo hace por fastidiar.
– No, no lo hace por fastidiar, pero debería darse cuenta del daño que hace. Amelia está embarazada y darle este disgusto… -comentaba su prima Laura.
– Pero Santiago la quiere -insistió Antonietta, que sentía veneración por su cuñado.
– ¡Pues vaya manera de demostrarlo! ¡Casi me mata del disgusto! -respondió Amelia.
– Vamos, prima, no exageres -apuntó Melita-. Los hombres no tienen nuestra sensibilidad.
– Pero eso no es excusa para que hagan lo que les venga en gana -dijo Laura.
– A los hombres hay que aguantarles muchas cosas -explicó conciliadora doña Teresa.
– Dudo que papá te haya hecho nunca lo que Santiago a mí. No, mamá, no, no se lo voy a perdonar. ¿Quién ha dicho que ellos tienen derecho a hacer lo que les venga en gana con nosotras? ¡No se lo voy a consentir!
A partir de entonces Amelia redobló su interés por la política, o mejor dicho, por el socialismo. Nunca más volvió a ninguna reunión ni mitin del partido de Azaña, y pese a las súplicas de Santiago, que temía por su embarazo, Amelia se convirtió en una colaboradora desinteresada de Lola en todas las actividades políticas de ésta, aunque descubrió que su amiga no le respondía con la misma confianza.
Una tarde de mayo acompañé a Amelia y a su madre al médico. Cuando salimos de la consulta, doña Teresa nos invitó a merendar en Viena Capellanes, la mejor pastelería de Madrid. Íbamos a celebrar que el médico había asegurado que el embarazo de Amelia transcurría con normalidad. Estábamos a punto de entrar en la pastelería cuando, en la acera de enfrente, vimos a Lola. Caminaba deprisa y llevaba de la mano a un niño de unos diez o doce años. Parecía que le iba regañando porque el niño la escuchaba cariacontecido. Amelia se soltó del brazo de su madre dispuesta a pedir a Lola que se uniera a nosotras.
Lola no ocultó su incomodidad al vernos. Pero la sorpresa nos la llevamos nosotras cuando oímos al niño decir: «Mamá, ¿quiénes son estas señoras?».
Lola nos presentó a su hijo con desgana.
– Se llama Pablo, por Pablo Iglesias, ya sabes, el fundador del PSOE.
– No sabía que tenías un hijo -respondió Amelia, dolida porque su amiga tuviera secretos con ella.
– ¿Y para qué te lo iba a decir? -respondió malhumorada Lola.
– Bueno, me hubiera gustado conocerle antes. ¿Queréis merendar con nosotras en Viena? -propuso Amelia.
Pablo respondió de inmediato que sí, que nunca había entrado en una pastelería tan elegante, pero Lola parecía dudar. Doña Teresa estaba incómoda con la situación y yo preocupada por las consecuencias que pudiera tener el descubrimiento del hijo de Lola, quien finalmente aceptó viendo que era una oportunidad de que su hijo merendara en un lugar de tanto renombre.
– No sabía que estabas casada… -dijo doña Teresa por iniciar una conversación.
– No lo estoy -respondió Lola ante la mirada atónita de doña Teresa.
– ¿No tienes marido? ¿Y entonces…? -quiso saber Amelia.
– No hace falta un marido para tener hijos, y yo no me he querido casar. Pablo llegó sin buscarlo, pero aquí está.
– Pero tendrá un padre… -insistió Amelia.
– ¡Claro que tengo padre -dijo Pablo fastidiado- y se llama Josep! Soy medio catalán porque mi padre es catalán. Ahora no está aquí, pero viene a vernos cuando puede.
Lola miró a su hijo con furia, y en su mirada pudimos ver que en cuanto estuvieran a solas no se libraría de una buena reprimenda por haberse ido de la lengua. Pero Pablo decidió ignorar a su madre y seguir hablando.
– Mi padre es comunista. ¿Vosotras qué sois?
Sin que pudiéramos evitarlo, Lola le dio un cachete a su hijo y le mandó callar. Doña Teresa tuvo que intervenir para apaciguar las lágrimas del crío y la ira de la madre.
– ¡Vamos, vamos! Tómate el chocolate que has pedido… y tú, Lola, no pegues al niño, es pequeño y lo único que ha hecho es contar que tiene un padre del que se siente orgulloso, eso no es motivo para que le reprendas. -La buena de doña Teresa intentaba calmar los ánimos de Lola.
– Le tengo dicho que tiene que tener la boca cerrada, que no vaya contando nada ni de mí ni de su padre; hay gente que teme a los comunistas y a los socialistas, y nos puede perjudicar.
– ¡Pero nosotras no! Yo soy tu amiga -afirmó Amelia, dolida.
– Ya… ya… pero aun así… Pablo, termínate el chocolate y el suizo, que nos tenemos que ir.
A la tarde siguiente, cuando Amelia y yo estábamos en casa cosiendo, Lola se presentó para hablar con Amelia. Yo hice ademán de salir de la sala, pero como Amelia no me pidió que me fuera, preferí quedarme para enterarme de lo que Lola fuera a contar.
– No te había dicho que tengo un hijo porque no me gusta ir contando mi vida al primero que pasa -se justificó Lola.
– Pero yo no soy el primero que pasa, creía que a estas alturas ya confiabas en mí, en fin, te tenía por mi amiga.
Lola se mordió el labio. Se notaba que traía muy pensado lo que iba a decir y no quería dejarse llevar por su temperamento.
– Eres una buena persona, pero no somos amigas… Tienes que entenderlo, tú y yo no somos iguales.
– Pues sí, sí somos iguales, somos dos mujeres que nos tenemos simpatía; tú me has convencido de unas cuantas cosas, me has hecho ver lo que hay más allá de estas paredes, me has hecho sentirme una privilegiada y por tanto culpable de serlo. Intento ayudar a tu causa porque creo que es justa, porque no me parece bien tenerlo todo y que otros no dispongan de nada. Pero al parecer para ti no es suficiente, y, ¿sabes, Lola?, no voy a pedir perdón. No, no voy a pedir perdón por tener unos padres estupendos, un marido cariñoso y una familia que me arropa. En cuanto al dinero… mi padre lleva toda la vida trabajando, lo mismo que mis abuelos y mis bisabuelos… Y Santiago, tú le has visto cómo trabaja, cómo pasa los días en la fábrica, cómo se preocupa del bienestar de quienes trabajan para él. Aun así, admito que tenemos más de lo que necesitamos, que no es justo que mientras otros no tienen nada nosotros tengamos tanto. Pero tú sabes, Lola, que no explotamos a nadie, que ayudamos a los demás cuanto podemos. Aunque ya veo que para ti no es suficiente y que nunca te fiarás de mí.
Discutieron, pero al final se reconciliaron, aunque Amelia se daba cuenta de que entre Lola y ella existía una frontera, la de los prejuicios de la propia Lola, y esa frontera le resultaría muy difícil de superar.
Aun así, Amelia se volcó si cabe más en actividades políticas; se ofreció voluntaria para enseñar en una Casa del Pueblo, hacía trabajos de oficina para la agrupación en la que militaba Lola, y cumplía disciplinadamente con cuanto le pedían.
La actividad política de Amelia corría paralela a la de Santiago, ya que en aquel año de 1935, entre mayo y octubre, don Manuel Azaña intervino en una serie de mítines y obtuvo el apoyo de amplios sectores de la sociedad, y a muchos de esos mítines y reuniones de Izquierda Republicana acudía Santiago. Estaba convencido de que la solución a los problemas de España pasaba porque don Manuel Azaña gobernara el país, cada vez sumido en una crisis institucional y económica más profunda.
En el resto del mundo las cosas no iban mejor. Hitler preocupaba al resto de Europa.
Una noche de abril en que los padres de Amelia habían acudido a cenar para visitar a su hija y a su yerno, don Juan comentó satisfecho que la Sociedad de Naciones en Ginebra había condenado el rearme de Alemania.
– Parece que por fin se empieza a hacer algo contra ese loco… -declaró don Juan a su yerno.
– Yo no sería tan optimista. En Europa preocupa y mucho lo que ha pasado en Rusia, temen el contagio de la Revolución de los soviets -respondió Santiago.
– Sí, puede que tengas razón, parece que el mundo se ha vuelto loco, hay noticias de que Stalin se muestra implacable con los disidentes -dijo Don Juan.
Amelia intervino furiosa, sorprendiendo a su padre y a su marido.
– ¡No nos creamos la propaganda de los fascistas! Lo que pasa es que algunos tienen miedo, sí, miedo de perder sus privilegios, pero en Rusia por primera vez están conociendo lo que es la dignidad, se está construyendo una República de trabajadores, de hombres y mujeres iguales, libres…
– Pero, hija, ¡qué cosas dices!
– ¡Amalia, no te alteres, recuerda que estás embarazada! -Doña Teresa sufría por su hija.
– Sabes, Amelia, me preocupa que digas esas cosas, eres tú la que te estás dejando influir por la propaganda de los comunistas. -Santiago parecía enfadado.
– Vamos, vamos, no discutáis, que no le conviene a la niña. -Doña Teresa aborrecía esas discusiones políticas en las que ahora intervenía Amelia.
– Si no discutimos, mamá. Lo que pasa es que no me gusta que papá diga que las cosas no van bien en Rusia. Y tú, Santiago, deberías desear que al resto de Europa le llegase algo de la Revolución soviética, la gente no puede esperar eternamente a que se la trate con justicia.
Aquella noche Amelia y Santiago discutieron. En cuanto se fueron don Juan y doña Teresa, el matrimonio inició una pelea que terminamos escuchando el resto de la casa.
– ¡Amelia, tienes que dejar de ver a Lola! Te está metiendo unas ideas en la cabeza…
– ¡Cómo que me está metiendo ideas! ¿Es que te crees que soy tonta, que no soy capaz de pensar por mí misma, que no me doy cuenta de lo que pasa alrededor? Las derechas nos están llevando al desastre… Tú mismo te quejas de la situación, y mi padre… bien sabes de las dificultades que está arrostrando mi familia…
– La solución no es la revolución. En nombre de la revolución se cometen muchas injusticias. ¿Crees que tu amiga Lola tendría piedad de ti si aquí hubiera una revolución?
– ¿Piedad? ¿Y por qué habría de tener piedad? ¡Yo apoyaría la revolución!
– ¡Estás loca!
– ¡Cómo te atreves a llamarme loca!
– Lo siento, no quería ofenderte, pero me preocupa lo que dices, no tienes idea de lo que está pasando en Rusia…
– ¡El que no tiene ni idea eres tú! Yo te diré lo que está pasando en Rusia: la gente come; sí, por primera vez hay comida para todos. Ya no hay pobres, han acabado con los capitalistas que actuaban como sanguijuelas, y…
– Pero, niña, ¡no seas ingenua!
– ¿Ingenua yo?
Amelia salió del salón dando un portazo y sollozando. Santiago la siguió hasta el dormitorio, preocupado de que la pelea pudiera afectar al hijo que esperaban.
Amelia estaba cada vez más imbuida de las ideas de Lola, o mejor dicho, de Josep, su compañero y padre de Pablo. Porque Amelia al final lo había conocido.
Una tarde en que Amelia y yo habíamos ido a casa de Lola allí estaba él, recién llegado de Barcelona.
Josep era un hombre guapo. Alto, robusto, de ojos negros, V aspecto fiero, aunque en el trato se mostraba amable, tanto como cauto, y no parecía tan desconfiado como Lola.
– Lola me ha hablado de ti, sé que la ayudaste. Si la llegan a coger, seguramente aún estaría en la cárcel. Esos fascistas asquerosos no sabes cómo se las gastan con las mujeres. Fue una pena que no pudiéramos sacar adelante la revolución. La próxima vez estaremos mejor preparados.
– Sí, fue una pena que las cosas no salieran mejor -respondió Amelia.
Durante dos horas Josep monopolizó la conversación, y así sería en todas las ocasiones en que lo vimos. Nos contaba cómo estaban cambiando las cosas en Rusia, cómo la gente había pasado de ser siervos a ciudadanos, cómo Stalin estaba cimentando la revolución llevando a la práctica lo prometido por los bolcheviques: habían acabado con las clases sociales y el pueblo comía. Se estaban poniendo en marcha planes de desarrollo y los campesinos estaban entusiasmados.
Josep nos describió el paraíso, y Amelia lo escuchaba fascinada, bebiendo cada una de sus palabras. Yo, entusiasmada con lo que contaba, me decía que tenía que escribir a mi hermano Aitor para persuadirle de que reflexionara y abriera su mente hacia las nuevas ideas que llegaban de Rusia. Nosotros éramos campesinos, no señoritos; nuestra gente era como Josep. Claro que sabía que Aitor no me haría ningún caso; él continuaba trabajando y militando en el PNV y soñaba con una patria vasca, aunque se abstenía de decirlo claramente.
En aquel momento no entendí por qué, pero Josep pareció interesarse por Amelia, y durante su estancia en Madrid enviaba a Lola a buscarnos.
Amelia estaba entusiasmada porque un hombre como Josep la tomara en serio. Y es que Josep era un líder comunista en Barcelona. Era el chófer de una familia de la burguesía catalana. Todos los días llevaba a su patrón a la fábrica de textiles que tenía en Mataró, además de acompañar a la señora de la casa a sus visitas, o de acompañar a los niños al colegio. Antes había sido conductor de autobuses. Conoció a Lola durante una estancia de sus señores en Madrid, y habían tenido a Pablo, sin que ninguno de los dos quisiera casarse, al menos eso decían, aunque yo siempre sospeché que Josep había estado casado antes de conocer a Lola. Mantenían una curiosa relación, ya que sólo se veían cuando Josep venía a Madrid acompañando a su jefe, lo que solía suceder una vez cada mes y medio, pues el patrón vendía sus telas por toda España y tenía un socio en la capital. A pesar de esta relación intermitente, Lola y Josep parecían estar bien avenidos, y desde luego Pablo adoraba a su padre.
Por lo que decía, Josep estaba bien relacionado no sólo con los dirigentes comunistas catalanes.
Amelia se sentía halagada de que un militante comunista de su importancia mostrara interés por conocer sus opiniones, y la escuchara. Pero sobre todo Josep dedicaba buena parte del tiempo que pasaba con nosotras en adoctrinarnos, en llevar el agua a su molino, en convencernos de que el futuro sería de los comunistas y que la Revolución soviética era sólo el comienzo de una gran revolución mundial a la que no habría fuerza humana que se pudiera oponer.
– ¿Sabéis por qué triunfará la revolución? Porque somos más; sí, somos más los que nunca hemos tenido nada. Somos más los que tenemos un gran tesoro: la fuerza de nuestro trabajo. El mundo no podría moverse sin nosotros. Nosotros somos el progreso. ¿Quién va a mover las máquinas? ¿Acaso los señoritos ricos? Si supierais cómo se vive en la Unión Soviética, los avances conseguidos en menos de veinte años… Moscú cuenta desde abril con trenes subterráneos, un metro con ochenta y dos kilómetros de recorrido; pero siendo eso importante, aún lo es más que las estaciones están decoradas con obras de arte, con arañas de cristal, con cuadros y frescos en las paredes… y todo eso para los obreros, para los que nunca han tenido la oportunidad de ver un cuadro ni de iluminarse con esas lámparas de cristal fino… Ese es el espíritu de la revolución…
Amelia no se atrevió a dar el paso, pero yo sí y pedí a Josep que me avalara para hacerme comunista. ¿Qué otra cosa podía ser una chica como yo, nacida en las montañas, y que había trabajado desde que tenía uso de razón?
Una tarde Lola nos dejó recado en casa para que aquella noche nos reuniéramos con ella y con Josep y unos compañeros comunistas.
Amelia no sabía cómo decirle a Santiago que iba a salir de noche, sobre todo porque en aquellos días los enfrentamientos en la calle entre las izquierdas y las derechas eran continuos, y siempre se saldaban con algún herido, cuando no con algún muerto.
– No tendría que haberme casado -se lamentaba Amelia-, porque ahora no puedo dar un paso sin consultárselo a Santiago.
En realidad no era verdad que hacía partícipe a su marido de sus escarceos políticos, pero salir por la noche sola era más de lo que podía permitirse. Pero siempre fue muy tozuda, de manera que en cuanto Santiago llegó a casa le planteó abiertamente su decisión de salir para acudir a casa de Lola a conocer a algunos amigos comunistas de la pareja.
Tuvieron una discusión que se saldó a favor de Santiago.
– Pero ¿qué pretendes? ¿Crees que con lo que está pasando voy a permitir que te vayas más allá de las Ventas a casa de Lola con gente que no sabemos quiénes son? Si no te importo yo, si ni siquiera te importas tú, al menos piensa en nuestro hijo. No tienes ningún derecho a ponerle en peligro. ¡Menudos amigos esa Lola y ese Josep invitando a una embarazada a que salga de noche por Madrid!
Santiago no cedió, y aunque Amelia trató de convencerle, primero con mimos y carantoñas, luego con lloros, y más tarde con gritos, lo cierto es que no se atrevió a salir de casa sin la aprobación de su marido.
La situación política seguía deteriorándose por momentos, y por más que lo intentaba, el presidente de la República Niceto Alcalá Zamora se veía impotente para lograr el más mínimo consenso entre las izquierdas y la CEDA.
Joaquín Chapaprieta, que había sido ministro de Hacienda, terminó recibiendo el encargo de Alcalá Zamora para que formara un gobierno, que igualmente terminó en fracaso.
Recuerdo que un domingo fuimos a almorzar a casa de los Carranza. Creo que era octubre, porque Amelia estaba en el último tramo del embarazo, y verse gorda y torpe la hacía desesperarse.
Don Manuel y doña Blanca habían invitado a todos los Garayoa, no sólo a los padres de Amelia, sino también a don Armando y a doña Elena, de manera que allí estaban las primas, Melita, Laura y el pequeño Jesús.
Si recuerdo aquel almuerzo fue porque a Amelia casi se le adelanta el parto.
Don Juan estaba más preocupado que de costumbre porque había recibido una carta del que hasta entonces había sido su empleado, herr Helmut Keller, en la que le explicaba detalladamente en qué consistían las Leyes de Nuremberg promulgadas en septiembre de ese mismo año de 1935. Helmut mostraba su preocupación porque, según la nueva legislación, sólo quien tenía sangre «pura» podía ser alemán; el resto pasaba a ser súbdito. También se prohibían los matrimonios entre judíos y arios. El señor Keller creía que había llegado el momento de que herr Itzhak Wassermann y su familia salieran de Alemania, aunque se lamentaba porque aún no había logrado convencerles para que lo hicieran, aunque había muchas familias judías que ya habían emigrado temerosas de lo que estaba pasando. El señor Keller pedía a don Juan que intentara convencer a herr Itzhak.
– He pensado en ir a Alemania. Tengo que sacar de allí al bueno de Itzhak y a su familia, temo por su vida -se lamentó clon Juan.
– ¡Pero puede ser peligroso! -exclamaba doña Teresa.
– ¿Peligroso? ¿Por qué? Yo no soy judío.
– Pero herr Itzhak sí, y mira lo que ha pasado con el negocio, os han arruinado, lleváis muchos meses sin que ninguna empresa alemana os compre y os venda material, incluso os han acusado defraude en las cuentas. -Doña Teresa estaba realmente asustada.
– Lo sé, querida, lo sé, pero no han podido probar nada.
– Aun así, os han cerrado el almacén.
– Debes comprender que tengo que ir.
– Si me lo permite, creo que su esposa tiene razón. -La voz potente de don Manuel se abrió paso en la discusión entre don Juan y doña Teresa-. Amigo mío, debería resignarse a la pérdida de su negocio en Alemania, usted ha pagado las consecuencias de tener un socio que no le gusta al nuevo régimen. No creo que arregle nada yendo hasta allí, mejor sería que fueran ellos los que intentaran salir de Alemania.
Se enfrascaron en una discusión en la que Amelia apoyó a su padre con tanto ímpetu que aseguró que ella misma le acompañaría para salvar a herr Itzhak y a su familia y que dejarles a su suerte sería de cobardes. Tanto se alteró, que terminó sintiéndose indispuesta y acabamos temiendo por su estado.
A principios de noviembre nació Javier. Amelia se puso de parto la madrugada del día 2 pero no trajo su hijo al mundo hasta un día después. ¡Cómo lloraba! La pobrecita sufrió lo indecible y eso que contó con la asistencia constante de dos médicos y una comadrona.
Santiago sufrió con ella. Golpeaba con rabia la pared para descargar la impotencia que sentía por no poder hacer nada para ayudar a su mujer.
Al final le sacaron el niño con fórceps, pero casi la matan. Javier era precioso, un niño sano, largo y delgado, que llegó al mundo con mucha hambre y se mordía los puños desesperado.
Amelia perdió mucha sangre en el parto y tardó más de un mes en recuperarse, por más que todos la mimábamos, sobre todo Santiago. Todo le parecía poco para su mujer, pero a Amelia se la veía triste e indiferente a cuanto sucedía a su alrededor; sólo se alegraba cuando la visitaba su prima Laura o Lola. Entonces parecía que el brillo le volvía a la mirada y ponía interés en la conversación. Por aquellos días Laura había iniciado un noviazgo con un joven abogado hijo de unos amigos de sus padres y todo hacía prever que terminaría en boda. En cuanto a Lola, cuando la visitaba, Amelia nos pedía a todos que las dejásemos solas, lo cual Santiago aceptaba para no contrariarla.
Lola le daba noticias de Josep y de otros camaradas que Amelia había conocido. Y Amelia le preguntaba cómo iban los preparativos de la revolución, de esa gran revolución mundial de la que hablaba Josep y de la que ella quería formar parte.
Con el paso del tiempo, Lola parecía ir confiando más en Amelia, y la hacía partícipe de pequeñas confidencias sobre Josep, y su importancia entre los comunistas catalanes.
– ¿Y tú por qué eres socialista en vez de comunista? -le preguntó Amelia, que no entendía por qué su amiga no compartía la militancia política de Josep.
– No hace falta ser comunista para reconocer los logros de la Revolución soviética; además, soy socialista por tradición, mi padre lo era, conoció a Pablo Iglesias… asimismo yo soy partidaria de Largo Caballero, él también admira a los bolcheviques. Lo que pasa es que Prieto y otros líderes socialistas se resisten a Largo Caballero; como no son obreros como él, no entienden lo que queremos…
Eran fragmentos de conversación que alcanzaba a escuchar cuando les servía la merienda. Era la única que podía interrumpirlas, ni siquiera Águeda tenía permiso para entrar en el salón de Amelia.
¡Ay, Águeda! Era el ama de cría de Javier. La trajeron de Asturias porque Amaya, mi madre, no encontró a ninguna ama vasca como hubiera sido el gusto de doña Teresa y de la propia Amelia.
Águeda era una mujer de complexión fuerte, alta, de cabello castaño y ojos del mismo color. No estaba casada, pero un mozo de la minería la había dejado preñada, aunque había tenido la desdicha de perder a su hijo apenas recién nacido. Unos amigos de Don Juan la recomendaron para que la trajeran como niñera de Javier y llegó apenas una semana después de haber enterrado a su propio hijo.
Era una buena mujer, cariñosa y amable, que trataba a Javier como si de su hijo se tratara. Silenciosa y obediente, Águeda parecía una sombra benéfica en la casa, y todos le cogimos afecto. Para Santiago supuso un descanso ver a su propio hijo tan bien atendido habida cuenta de la apatía que manifestaba Amelia; ni siquiera su hijo parecía alegrarla.
Dado su estado de debilidad, aquellas Navidades se celebraron en casa de Don Juan y doña Teresa. La familia de Santiago comprendía que era lo mejor para Amelia, quien aún no estaba en condiciones de hacer de anfitriona en una festividad tan importante.
En realidad la casa de Amelia y de Santiago estaba a tres manzanas de la de los Garayoa, de manera que para Amelia no significaba un gran esfuerzo desplazarse a casa de sus padres.
Daban envidia. Sí, daba envidia ver a todos los Garayoa, también al hermano de don Juan, don Armando, y su esposa doña Elena con sus hijos Melita, Laura y Jesús, junto a la familia Carranza, los padres de Santiago.
Ayudada por mi madre, doña Teresa se esmeró con la cena. Para mí aquellas Navidades también fueron especiales, las últimas que pasé con mi madre. Estaba decidido: después de Reyes regresaba al caserío, y su marcha significaba quedarme sola en Madrid.
A mi hermano Aitor le iba bien en su trabajo e insistía en que nuestra madre dejara de servir a otros y se ocupara de nuestros abuelos y nuestro pequeño pedazo de tierra. Para mi madre la tierra era tan importante como para Aitor; por aquel entonces, yo me sentía lo suficientemente comunista para ver el mundo con más amplitud donde todo era de todos y para todos, y la tierra no tenía más propietarios que el Pueblo, y no importaba dónde se hubiese nacido, porque no había más patria que el mundo entero ni más hermanos que todos los que éramos obreros.
Pero volviendo a aquella cena… Cantaron villancicos, comieron y bebieron todas aquellas cosas que no llegaban a la mesa de los pobres, aunque quienes servíamos en aquella casa no podíamos quejarnos: siempre comíamos y bebíamos lo mismo que los señores.
Aún recuerdo que cenamos pavo con castañas… Y como solía suceder cada vez que se reunían las dos familias, hablaron y discutieron de política.
– Parece que el presidente Alcalá Zamora está dispuesto a que se forme un nuevo gobierno a cargo de don Manuel Portela Valladares -comentó don Juan.
– Lo que tiene que hacer es convocar elecciones de una vez -replicó Santiago.
– ¡Qué impacientes sois los jóvenes! -respondía don Armando Garayoa-. Don Niceto Alcalá Zamora lo que no quiere es dar poder a la CEDA, no se fía de Gil Robles.
– ¡Y con razón! -terciaba Don Juan.
– Pues yo no veo salida a esta situación… No creo que las elecciones solucionen nada, porque si gana la izquierda, ¡que Dios nos coja confesados! -se lamentó don Manuel Carranza, el padre de Santiago.
– ¿Y qué quiere usted? ¿Que gobierne esta derecha incapaz de solucionar los problemas de España? -Amelia miraba a su suegro con ira.
– ¡Amelia, hija, no te alteres! -intentó mediar su madre.
– Es que me da rabia que aún haya quien cree que la CEDA puede hacer algo bueno. La gente no va a soportar esta situación mucho más -continuó Amelia.
– Pues yo temo un gobierno de las izquierdas -insistió don Manuel.
– Y yo uno de las derechas -replicó Amelia.
– Hace falta autoridad. ¿Crees que un país sale adelante con huelgas? -preguntó don Manuel a su nuera.
– Lo que creo es que la gente tiene derecho a comer y no a malvivir, que es lo que pasa aquí -respondió Amelia.
Santiago siempre apoyaba a Amelia aunque matizando las posiciones políticas de ésta. Él, ya se lo he dicho antes, era azañista, no creía en la revolución aunque tampoco defendía a las derechas.
Excepto Amelia, que dijo sentirse cansada y se quedó con su hijo Javier que dormía plácidamente en brazos de Águeda, a las doce la familia se acercó a la iglesia a oír la misa del gallo.
El presidente Alcalá Zamora no lograba domeñar la situación de enfrentamientos entre derechas e izquierdas, y el malestar en España era creciente, así que finalmente no tuvo otra opción que convocar elecciones generales para el 16 de febrero de 1936. Ninguno de nosotros podíamos imaginar lo que pasaría después…
Desde el PSOE, Prieto defendía la necesidad de rehacer una gran coalición de izquierdas, mientras que Largo Caballero pugnaba por un frente único con los comunistas, pero no se supo imponer; además, no sé si lo sabe, pero desde Moscú se aconsejó al Partido Comunista una alianza con la burguesía de izquierdas contra la derecha y el fascismo. Sin duda era una posición más realista. Y así nació el Frente Popular.
– ¡Amelia, Amelia! ¡Hoy se ha formado el Frente Popular!
Santiago llegó eufórico a casa aquel 15 de enero de 1936, sabiendo que su mujer se llevaría una gran alegría por la noticia. Además, Santiago creía que el hecho de que Izquierda Republicana estuviera en ese pacto con socialistas y comunistas le acercaría a su mujer, cada vez más imbuida en la ideología de su amiga Lola y de Josep.
– ¡Menos mal! Es una buena noticia. ¿Y qué crees que harán si ganan las elecciones?
– Lo que he oído a algunos amigos de Izquierda Republicana es que se tratara de relanzar lo que ya se hizo en la legislatura del treinta y uno al treinta y tres.
– ¡Pero no es suficiente!
– Pero, Amelia, ¿qué dices? Lo sensato es ir por ese camino. Mira, no me gusta contrariarte, pero me preocupan las ideas que te meten en la cabeza Lola y ese Josep. ¿De verdad crees que los problemas de España se resolverían con una revolución? ¿Quieres que nos matemos los unos a los otros? No puedo creer que seas tan inconsciente…
– Mira, Santiago, sé que te molesta que no comulgue con tus ideas, pero al menos respeta las mías. Lo siento, no me parece justo que nosotros tengamos de todo y sin embargo otros… A veces pienso en Pablo, el hijo de Lola. ¿Qué futuro le espera? A nuestro Javier no le faltará de nada, y eso me consuela, pero no es justo. No, no lo es.
La discusión la interrumpió Águeda, que estaba alarmada por los llantos continuos de Javier.
– No sé qué le pasa al niño, pero no quiere comer, y no deja de llorar -explicó el ama de cría.
– ¿Desde cuándo está así? -quiso saber Santiago.
– Ha pasado una mala noche, pero desde esta mañana no ha dejado de llorar y creo que ahora tiene fiebre.
Santiago y Amelia fueron de inmediato a la habitación de Javier. El niño lloraba desconsoladamente en su cuna y, en efecto, tenía la frente ardiendo.
– Amelia, llama al doctor Martínez, algo le pasa a Javier, o si no, mejor vamos al hospital, allí le atenderán mejor.
Amelia envolvió a Javier en una toquilla, y abrazando al niño se fue con Santiago al hospital.
Todo quedó en un susto. Javier tenía otitis, y el dolor de oídos era la causa de que llorara. Afortunadamente no era nada grave. Pero aquel susto impactó a Amelia, que hasta entonces vivía despreocupada de Javier puesto que Águeda se ocupaba de todo, desde bañarle hasta darle de comer.
– Edurne, no soy una buena madre -me confesó Amelia aquella noche entre sollozos, mientras contemplaba a su hijo en la cuna.
– No digas eso…
– Es la verdad, me doy cuenta de que a veces realmente estoy más preocupada de lo que le pasa a Pablo, el hijo de Lola, que de Javier.
– Es normal, sabes que a tu hijo no le falta de nada, mientras que Pablo, el pobrecillo, carece de todo.
– Pero tiene algo más importante: el amor y la atención continua de su madre. -Era la voz de Santiago.
Nos sobresaltamos. Había entrado tan despacio en el cuarto que no nos habíamos dado cuenta ninguna de las dos.
Amelia miró a Santiago con desesperación. Lo que acababa de decir su marido le había herido profundamente, sobre todo porque ella sentía que él tenía razón.
Salió del cuarto llorando. Santiago se acercó a la cuna de su hijo y se sentó al lado, dispuesto a pasar la noche velándole. Yo me ofrecí a quedarme junto a Águeda cuidando a Javier, pero Santiago no quiso, y nos envió a las dos a dormir.
– Un hijo enfermo necesita a sus padres; además, yo no estaría tranquilo, no podría dormir pensando que el niño llora porque le duelen los oídos.
Yo me fui a dormir, pero al día siguiente supe que Águeda se había levantado a medianoche para estar al lado de Javier. Santiago y ella velaron al pequeño, en silencio, pendientes de su respiración.
Amelia amaneció con los ojos rojos e hinchados de tanto llorar y aún lloró más cuando se enteró de que su marido y Águeda habían pasado la noche junto a la cuna del niño.
– ¿Te das cuenta, Edurne, como soy una mala madre?
– Vamos, no te culpes…
– Santiago estuvo toda la noche con nuestro hijo, y también Águeda, que no es nada suyo, sólo… sólo es…
Sé que iba a decir que Águeda era sólo una criada, pero no lo hizo consciente de que decirlo sería traicionar sus ideas revolucionarias.
– Águeda es el ama de cría -la consolé yo- y es su obligación atender a Javier.
– No, Edurne, no, no es su obligación velar al niño cuando está enfermo, está su madre. ¿Qué me pasa? ¿Por qué no soy capaz de dar lo mejor de mí a mi hijo y a mi marido?
Amelia tenía razón. Su comportamiento era extraordinario con los extraños, por los que se desvivía hasta límites insospechados, y sin embargo cada vez prestaba menos atención a Santiago y a su hijo, y eso que Javier estaba en los primeros meses de vida.
No me atreví a preguntarle si seguía queriendo a Santiago, pero en ese momento pensé que Amelia lloraba precisamente por eso, porque no se sentía capaz de querer a su marido ni de sentir la ternura que una madre siente por sus hijos. Pero no la juzgué porque por aquel entonces al igual que ella, yo también estaba imbuida por ideas revolucionarias y creía que lo que nos pasaba a mí o a ella era una minucia al lado de lo que le sucedía al resto de la humanidad, y que lo importante era construir un mundo nuevo como el que Josep nos contaba que se estaba conformando en la Unión Soviética.
– Señora, el niño está mejor. Esta mañana le he dado de mamar y no lo ha rechazado. Ya no vomita y está más tranquilo.
Amelia contemplaba a Águeda acunando a Javier. Era evidente que la mujer quería al pequeño y que había venido a cubrir su desconsuelo por el hijo muerto.
El 16 de febrero el Frente Popular ganó las elecciones, aunque por un margen más que ajustado del previsto respecto a la CEDA y las otras fuerzas de la derecha. Mientras que el PNV, el partido de centro del presidente Alcalá Zamora y la Lliga Catalana obtuvieron el resto de los votos.
Con esos resultados don Manuel Azaña lo tenía difícil para devolver el sosiego que el país necesitaba.
La gente estaba harta de pasarlo mal, de que la explotaran, y en Andalucía y Extremadura los campesinos empezaron a ocupar algunas fincas; también hubo huelgas que pusieron en aprietos al nuevo gobierno, y por si fuera poco, gentes de la recién creada Falange se aplicaron a la tarea de desestabilizar el Frente Popular.
Azaña restableció la autonomía de Cataluña y Lluís Companys volvió a la Presidencia de la Generalitat. Y luego hubo un pulso para echar al presidente Alcalá Zamora… Y los socialistas, bueno, mejor dicho, el sector de Largo Caballero, vetaron a Prieto para que no estuviera en el gobierno… Fue un error… No… no se hicieron las cosas bien, pero eso lo podemos decir ahora que ha pasado el tiempo; en aquel momento lo estábamos viviendo y no teníamos ni un segundo para reflexionar sobre lo que hacíamos, ni mucho menos sobre sus consecuencias. ¿Y sabe una cosa, joven?, no, no lo hicimos bien, nosotros que teníamos los mejores ideales, que representábamos el progreso, que teníamos la razón, nosotros tampoco lo hicimos bien.
– Creo que deberías irte una temporada con el niño a casa de tu abuela -le propuso Santiago a Amelia-. No me gusta cómo están las cosas, y en Biarritz estaríais más tranquilos. ¿Por qué no le pides a tu hermana Antonietta que te acompañe?
– Prefiero quedarme. ¿De qué tienes miedo?
– No tengo miedo, Amelia, pero no me gustan algunas cosas que escucho y preferiría que Javier y tú estuvierais fuera una temporada. Me habías dicho que de pequeña siempre esperabas la llegada de las vacaciones para ir a casa de la abuela Margot.
– Es verdad, pero ahora es distinto, prefiero quedarme, no quiero perderme lo que está pasando.
– Se trata de adelantar un poco las vacaciones, nada más, yo me reuniré con vosotros en cuanto pueda. Estoy preocupado, las cosas no van bien, y a tu padre los negocios tampoco le están saliendo como esperaba. Las importaciones de Estados Unidos son ruinosas, y no podemos seguir apoyándole para que traiga la maquinaria y los repuestos de allí, los gastos son demasiado cuantiosos.
– ¿Vais a dejar los negocios con papá? -preguntó Amelia alarmada.
– No se trata de dejar los negocios, simplemente hay que cerrar esa línea de importación. No es rentable.
– ¡Esto es cosa de tu padre! Sabes bien que mi padre tuvo que cerrar su negocio en Alemania y que por más gestiones que ha hecho los nazis le expropiaron cuanto tenían… y, pese a todo, a tu padre sólo le preocupa el negocio.
– ¡Basta, Amelia! Y deja de acusar a mi padre de todos los males de este mundo. En mi familia te quieren y hemos demostrado nuestro afecto con creces hacia la tuya, pero no podemos seguir perdiendo dinero, porque a nosotros tampoco nos va bien.
– Precisamente ahora que gobierna el Frente Popular y que estoy segura de que se van a arreglar las cosas, vosotros habéis decidido abandonar a mi padre…
– No, Amelia, el Frente Popular desgraciadamente no parece que pueda afrontar lo que está pasando. Ya conoces mi admiración por don Manuel Azaña; sé que si dependiera de él… Pero las cosas no son como nos gustarían, y Azaña tiene muchas dificultades que afrontar. Las huelgas nos están desangrando…
– ¡Los obreros tienen razón! -protestó Amelia.
– En algunas cosas tienen razón, pero en otras… En todo caso, no se puede arreglar en unos meses lo que no se ha resuelto en siglos, y eso es lo que está pasando, que la impaciencia de los unos y el boicot de los otros al Frente Popular nos están llevando a una situación imposible.
– ¡Tú siempre tan ecuánime! -respondió Amelia con ira.
– Trato de ver las cosas como son, con realismo. -En el tono de Santiago se notaba el cansancio por las continuas discusiones con Amelia.
– Mi sitio está aquí, Santiago, con mi familia.
– ¿De verdad te quieres quedar por nosotros?
– ¿Qué insinúas?
– Que pasas más tiempo con tus amigos comunistas que en casa… Desde que conociste a Josep has cambiado. Si de verdad te importáramos, si pensaras tan sólo en Javier, entonces aceptarías marcharte una temporada con tu abuela Margot.
– ¡Cómo te atreves a decirme que no me importa mi hijo!
– Me atrevo porque resulta que Águeda pasa más tiempo con él que tú.
– ¡Es su ama de cría! ¿Crees que le quiero menos por asistir a reuniones políticas? A lo que aspiro es a ayudar a construir un nuevo mundo en el que Javier no tenga que sufrir ninguna injusticia. ¿Eso te parece tan malo como para recriminármelo?
Aquellas discusiones agotaban tanto a Amelia como a Santiago, y les estaba separando. Tengo que reconocer que Santiago se llevaba la peor parte, porque sufría por la situación en que vivían; mientras que Amelia, a través de la política, estaba viviendo su propia historia, su marido hacía lo imposible por salvar su matrimonio.
Los enfrentamientos eran cada vez más frecuentes, y tanto los Garayoa como los Carranza eran conscientes del deterioro de la relación entre sus hijos.
Doña Teresa reprendía a Amelia diciéndole que no se estaba comportando como una buena esposa, pero Amelia calificaba a su madre de «anticuada» y de no entender que el mundo estaba cambiando y las mujeres no tenían por qué ser sumisas.
Los Carranza, tanto don Manuel como doña Elena, procuraban no intervenir en las desavenencias del matrimonio, pero sufrían al ver a su hijo preocupado.
Una de las cada vez más escasas ocasiones en que las dos familias se reunían a cenar fue el 7 de marzo. Lo recuerdo porque Don Juan llegó tarde y Amelia estaba impaciente por tener que retrasar la hora de comenzar a cenar.
Cuando por fin llegó, traía una noticia que parecía haberle conmocionado especialmente.
– Alemania ha invadido Renania -explicó con voz cansada.
– Sí, lo hemos escuchado por la radio -respondió don Manuel.
– He intentado hablar con Helmut Keller durante todo el día y al final lo he conseguido… El pobre hombre está desesperado y avergonzado por lo que está pasando. Ya saben que Helmut es un hombre sensato, una buena persona…
Don Juan hablaba atropelladamente. Como su fortuna se había torcido el día que Hitler llegó al poder, desde entonces seguía los acontecimientos de Alemania con tanta pasión como si de su país se tratara. También seguía empeñado en sacar de Alemania al señor Itzhak, pero éste insistía en que era su tierra y por nada del mundo dejaría su patria.
– Hitler ha violado el Tratado de Versalles -afirmó Santiago.
– Y el de Locarno -apuntó don Manuel.
– Pero ¿qué le puede importar a él violar tratados internacionales? Algún día las potencias europeas se arrepentirán de no haberle parado los pies -se quejó Don Juan.
Al día siguiente de aquella cena, el día 8, Santiago volvió a marcharse de viaje sin avisar. Tardó varios días en regresar, al parecer había ido a Barcelona a reunirse con los socios catalanes.
Amelia montó en cólera, y al segundo día de estar ausente su marido decidió que ya nada la obligaba a guardar ningún tipo de convención social.
– Si él puede ir y venir cuando le viene en gana, yo haré lo mismo. Así que prepárate, Edurne, porque esta noche nos acercaremos a casa de Lola, hay una reunión y asistirán algunos amigos de Josep.
Estuve tentada de decirle que no debíamos ir, que Santiago se enfadaría, pero me callé. Santiago no estaba, y cuando se enterara, habrían pasado unos cuantos días.
Amelia fue a la habitación de Javier a darle un beso antes de que nos fuéramos.
– Cuídale bien, Águeda, es mi mayor tesoro.
– Estése tranquila, señora, ya sabe que conmigo está bien.
– Sí, lo sé, le cuidas mejor que yo.
– ¡No diga eso! Sólo que procuro darle todo lo que necesita.
Águeda tenía razón: le daba a Javier todo lo que necesitaba, sobre todo el cariño y la presencia que Amelia le escatimaba. No crea que la juzgo, ella hacía lo que creía mejor. Estábamos convencidas de que teníamos que aportar nuestro grano de arena para que el mundo fuera mejor. Éramos muy jóvenes, muy inexpertas, y estábamos convencidas de la bondad de nuestras ideas.
Aquella noche había más gente de lo habitual en casa de Lola. Y allí estaba él, Pierre.
No contábamos que estuviera Josep, porque se había marchado quince días antes, pero al parecer su jefe había tenido que viajar con urgencia a Madrid.
– Pasad, pasad… Ven, Amelia, quiero presentarte a Pierre -dijo Josep, que siempre se mostraba especialmente deferente con Amelia.
Pierre debía de tener unos treinta y cinco años por aquel entonces. No era muy alto, pero tenía el cabello de color oro viejo y unos ojos grises acerados que cuando te miraban parecían poder leer hasta los pensamientos más ocultos.
Josep nos lo presentó como un camarada medio francés, de profesión librero y de visita en Madrid por asuntos de trabajo.
Mentiría si no reconociera que tanto Amelia como Pierre parecieron sentir una atracción inmediata el uno por el otro.
Aunque aquella noche Pierre era requerido para que explicara la situación en la Unión Soviética y, sobre todo, por qué los intelectuales europeos cada vez apoyaban en mayor número la revolución de Octubre, él no dejaba de buscar la mirada de Amelia, quien le escuchaba en silencio, fascinada.
– ¿Por qué no vienes conmigo a París? -le propuso en un aparte.
– ¿A París? ¿A qué? -respondió Amelia con cierta ingenuidad.
– La revolución necesita mujeres como tú, hay mucho trabajo que hacer. Creo que podrías ayudarme, trabajar conmigo. Me ha dicho Lola que hablas francés, y hasta un poco de inglés y de alemán, ¿es verdad?
– Sí… mi abuela paterna es francesa, y mi padre antes tenía negocios en Alemania, mi mejor amiga es alemana; el inglés lo aprendí con mi niñera, aunque no lo hablo muy bien…
– Te reitero la invitación, aunque en realidad es una oferta de trabajo. Podrías serme de mucha utilidad.
– Yo… yo no sé en qué.
Pierre la miró fijamente, y aquella mirada estaba cargada de palabras que sólo ella podía interpretar.
– Me gustaría que vinieras conmigo no sólo por trabajo, piénsalo.
Amelia se sonrojó y bajó la mirada. Así, tan directamente nunca un hombre le había hecho una proposición. Como yo estaba cerca, al acecho por si me necesitaba, y había escuchado la invitación de Pierre, me acerqué de inmediato.
– Es tarde Amelia, deberíamos irnos.
– Sí, tienes razón, se ha hecho muy tarde.
– ¿Tienes que irte ya? -quiso saber Pierre.
– Sí- murmuró ella, pero sin moverse. Era evidente que no tenía ningunas ganas de que nos fuéramos.
– ¿Pensarás lo que te he dicho? -insistió Pierre.
– ¿Ir a París contigo?
– Sí, estaré en Madrid unos días, pero no muchos, y no sé cuándo podré regresar.
– No. No puedo ir a París, ya nos veremos en otra ocasión -dijo Amelia con un suspiro.
– ¿Qué te impide venir conmigo?
– Tiene un marido y un hijo -respondí yo, aunque me arrepentí de inmediato de haber hablado sobre todo por la mirada de rabia que Amelia me dirigió en aquel momento.
– Sí, ya sé que está casada y que tiene un hijo. ¿Quién no lo está? -respondió Pierre con tranquilidad.
– No, no puedo ir. Gracias por la invitación.
Salimos de casa de Lola en silencio. Amelia estaba enfada por mi interrupción, y yo temía que eso provocara, más que su enfado, una pérdida de confianza.
No hablamos hasta llegar a casa. Me iba a retirar a mi habitación cuando me agarró del brazo y me dijo muy bajito:
– Si alguien debe saber algo de mí, seré yo quien se lo diga. Tenlo en cuenta para la próxima vez.
– Perdona, yo… no era mi intención entrometerme…
– Pero lo has hecho.
Se dio media vuelta y me dejó allí, plantada en el vestíbulo, hecha un mar de lágrimas. Era la primera vez que se enfadaba conmigo desde que nos conocimos, la primera vez que no la sentí una amiga, sino una extraña.
A la mañana siguiente Amelia se levantó tarde. La doncella nos dijo que había pedido que no la molestaran, y aunque yo tenía el privilegio de poder entrar en su habitación, no me atreví a hacerlo después del incidente de la noche anterior.
No vi a Amelia hasta mediodía; parecía tener fiebre y se quejaba de dolor de cabeza. Su madre, que había acudido a almorzar con ella y a visitar a su nieto, achacó esta indisposición al disgusto que tenía su hija por la ausencia de Santiago; pero yo intuía que el marido no era la causa de su situación febril sino la irrupción de Pierre en su vida, en nuestras vidas, porque nos cambió la existencia a ambas.
Antonietta llegó hacia las seis a buscar a su madre, y Amelia se despidió de ellas aliviada, porque aquella tarde no parecían distraerla ni su madre ni su hermana.
A eso de las siete Lola se presentó en casa. Nada más verla supe que venía enviada por Pierre, porque me pidió ver a Amelia a solas. No sé de qué hablaron, pero es fácil de suponer, porque media hora más tarde Amelia me llamó para decirme que salía a una reunión política con Lola pero que no quería que la acompañara. Protesté. Santiago no quería que saliera sin mí, pero sobre todo me dolía sentirme excluida.
Amelia fue a la habitación de Javier. El niño estaba en brazos de Águeda, y ésta le cantaba. Sonreía y alzaba sus manitas hacia el rostro del ama. Amelia besó a su hijo y salió deprisa, seguida por Lola.
Me quedé sentada en el vestíbulo esperando a que regresara, lo que no hizo hasta pasada la medianoche. Llegó con el rostro enrojecido, sudorosa, y parecía temblar. Le contrarió verme allí, y me mandó que me fuera a la cama.
– Amelia, quiero hablar contigo -le supliqué.
– ¿A estas horas? No, vete a descansar, yo no me encuentro bien y necesito dormir.
– Pero, Amelia, es que estoy preocupada, llevo todo el día con una opresión aquí en el pecho… quiero que me perdones por lo de anoche… yo… yo no quería ofenderte, ni inmiscuirme en tus cosas… sabes que… bueno, que sólo te tengo a ti y si tú no quieres saber nada de mí, no sé qué voy a hacer.
– Pero, Edurne, ¡qué cosas dices! ¿Qué es eso de que sólo me tienes a mí? ¿Y tu madre, y Aitor, y tus abuelos? Vamos, no digas tonterías y vete a descansar.
– Pero ¿me perdonas?
Amelia me abrazó dándome unas palmadas cariñosas; ella siempre fue muy generosa y no soportaba ver a nadie sufrir.
– No tengo nada que perdonarte, lo de anoche fue una bobada, tuve un ataque de malhumor, no le des importancia.
– Es que esta noche te has ido sin mí… y… bueno… es la primera vez que sales sin que te acompañe. Sabes que puedes confiar en mí, que yo nunca diré ni haré nada que te perjudique.
– ¿Y qué habrías de decir? -me preguntó molesta.
– Nada, nada, de ti sólo puedo decir cosas buenas. -Empecé a llorar temiendo haber vuelto a meter la pata.
– ¡Vamos, no llores! Estamos las dos muy sensibles, debe de ser el tiempo y la tensión política; las cosas no van bien, temo por el gobierno del Frente Popular.
– Tu madre está muy preocupada porque los campesinos ocupan tierras en Andalucía y Extremadura -respondí por decir algo.
– Mi madre es muy buena, y como ella se porta bien con todo el mundo cree que todo el mundo es igual, pero la gente vive en unas condiciones terribles… Además, no se trata de hacer caridad sino justicia.
– ¿Te vas a ir?
No sé por qué le hice esa pregunta, aún hoy sigo preguntándomelo. Amelia se puso seria y noté el temblor de sus manos y cómo intentaba no perder el control.
– ¿Adonde crees que me voy a ir?
– No lo sé… ayer Pierre te pidió que lo acompañaras a París… A lo mejor has decidido ir a trabajar allí…
– Y si lo hiciera, ¿qué pensarías?
– ¿Podría acompañarte?
– No, no podrías. Si me voy tiene que ser sola.
– Entonces no quiero que te vayas.
– ¡Qué egoísta!
Sí, tenía razón, era egoísta, pensaba en mí, en qué sería de mí si ella se iba. Bajé la cabeza, avergonzada.
– Si queremos que triunfe la revolución en todo el mundo no podemos pensar en nosotros, debemos ofrecernos en sacrificio.
– Pero tú no eres comunista -acerté a balbucear.
– ¿Se puede ser otra cosa?
– Siempre has simpatizado con los socialistas…
– Edurne, yo era tan ignorante como tú, pero he ido abriendo los ojos, dándome cuenta de las cosas, y admiró la revolución, creo que Stalin es una bendición para Rusia y yo quiero lo mismo para España, para el resto del mundo. Sabemos que es posible hacerlo, lo han hecho en Rusia, pero hay muchos intereses en juego, los de quienes no quieren ceder nada, los que defienden sus viejos privilegios… No será fácil, pero podemos hacerlo. Ahora, gracias a las izquierdas, a las mujeres nos consideran, antes no valíamos nada, pero aún no es suficiente, debemos luchar para conseguir la verdadera igualdad. En Rusia ya no hay diferencias entre hombres y mujeres, todos son iguales.
Le brillaban los ojos. Parecía haber caído en éxtasis mientras me hablaba de Stalin y de la revolución, y supe que era cuestión de tiempo, de días, de horas, que Amelia se fuera, pero al mismo tiempo intentaba convencerme de que no era posible, de que no se atrevería a dejar a Santiago y abandonar a su hijo.
Durante varios días Amelia continuó reuniéndose con Pierre en casa de Lola. Me dejaba acompañarla, pero en ocasiones, cuando llegábamos a la casa, me enviaba a hacer algún recado para quedarse a solas con él.
Los padres de Santiago fueron una tarde a ver a su nieto y decidieron esperar a que llegara Amelia. Como tardábamos, y eran más de las diez, Águeda y las otras criadas no tuvieron más remedio que confesar que a veces llegábamos pasada la medianoche.
Don Manuel y doña Blanca se fueron escandalizados, y Águeda nos contó que doña Blanca le iba diciendo a su marido que tenían que hablar con Santiago en cuanto éste regresara, antes de que su matrimonio se fuera a pique.
Mientras tanto, don Manuel decidió hablar con el padre de Amelia, y le instó a que metiera a su hija en cintura.
Don Juan y doña Teresa enviaron un recado a Amelia para que no saliera de casa porque irían a visitarla.
– ¿Por qué se meterán en mi vida? -se lamentaba Amelia-. ¡No soy una niña!
– Son tus padres y te quieren -intenté calmarla.
– ¡Pues que me dejen en paz! La culpa es de mis suegros, que lo lían todo. ¿Por qué se presentan a ver a Javier sin avisar?
– Te llamó doña Blanca -le recordé.
– Bueno, da lo mismo, son unos entrometidos, no sólo no ayudan a mi padre sino que además le piden que hable conmigo. ¡Pero quién se han creído que son!
Don Juan y doña Teresa acudieron a merendar, y mientras doña Teresa se entretenía con el pequeño Javier, don Juan aprovechó para hablar con Amelia.
– Hija, los padres de Santiago están preocupados y bueno… nosotros también. No quiero entrometerme en tus asuntos, pero comprenderás que no está bien que entres y salgas de casa como si no tuvieses ninguna obligación. Eres madre de familia, Amelia, y eso implica que no puedes hacer lo que te venga en gana, que tienes que pensar en tu marido y en tu hijo. Entiende que con tus salidas nocturnas dejas a Santiago en evidencia.
– ¿Y cómo me deja Santiago a mí con sus desapariciones? Hace diez días que se marchó y no sé dónde está. ¿Es que él no tiene obligaciones para conmigo y su hijo? ¿Es que por ser hombre todo le está permitido?
– Amelia, ya sabes que Santiago tiene esa costumbre de irse de viaje de improviso, también su madre se lo recrimina. Pero, hija, te guste o no, no es lo mismo; él es un hombre y no pone en juego ni su reputación ni la tuya.
– Papá, sé que no puedes entenderlo, pero el mundo está cambiando, y las mujeres conseguiremos los mismos derechos que los hombres. No es justo que vosotros podáis entrar y salir de casa sin dar explicaciones y nosotras estemos sujetas a la maledicencia.
– Aunque no sea justo, es así, y hasta que las cosas no cambien tú deberías ser prudente, por respeto a tu marido, a tu hijo y a nosotros. Sí, hija, tu comportamiento también nos perjudica a nosotros.
– ¿En qué puedo dañaros yo por ir a una reunión política?
– Creo que te estás implicando demasiado y, además, con los comunistas. Nosotros siempre hemos defendido la justicia pero no compartimos las ideas de los comunistas, y tú, hija, no sabes dónde te estás metiendo.
– ¡No soy una niña!
– Sí, Amelia, sí lo eres. Aunque te hayas casado y tengas un hijo, aún no has cumplido los diecinueve años. No creas que ya lo sabes todo y no te confíes tanto a los demás, eres un poco ingenua, como corresponde a tu edad, y yo creo que esa tal Lola te utiliza.
– ¡Es mi mejor amiga!
– Sí, no dudo que tú seas amiga de ella, pero ¿de verdad crees que ella te considera su mejor amiga? ¿Qué pasa con tu prima Laura? Antes erais inseparables y ahora apenas encuentras tiempo para verla. ¿Por qué?
– Laura tiene novio.
– Lo sé, pero eso no quita para que hayas dejado de ir a casa de los tíos y estar con tus primas como siempre has estado; ni siquiera vienes a casa a ver a tu hermana Antonietta, y ella cuando viene a visitarte nunca te encuentra. Me duele tener que decirte esto, pero creo que no estás siendo una buena madre, antepones la política a tu hijo, y eso, Amelia, no lo hace ninguna mujer de bien.
Amelia rompió a llorar. Las últimas palabras de su padre la habían herido profundamente. Tenía mala conciencia por no ser capaz de darle a su hijo lo que sí daba a su actividad política.
– ¡Vamos, no llores! Sé que quieres a Javier, pero tu hijo pasa más tiempo con Águeda que contigo, y eso no está bien.
Los sollozos de Amelia se hicieron más intensos porque sabía mejor que nadie que no era una buena madre y se dolía por ello aunque se veía incapaz de rectificar.
En ocasiones entraba en el cuarto de Javier, lo sacaba de la cuna y lo besaba y apretaba contra su pecho como si quisiera transmitirle lo mucho que le quería, pero sólo conseguía que el pequeño se asustara y se pusiera a llorar, la sentía como a una extraña, y alzaba las manitas buscando a Águeda.
Doña Teresa también hizo un aparte con su hija y repitió los argumentos de su marido, pero no consiguió mucho más que él, tan sólo que Amelia se sintiera culpable y no dejara de llorar. Cuando se iban, escuché cómo doña Teresa le decía a su marido: «Creo que Amelia está enferma, parece que la han embrujado… Esa Lola es un mal bicho, nos ha quitado a nuestra hija».
Dos días más tarde, Amelia envió recado a su prima para que fuera a verla, y Laura no se hizo de rogar y acudió de inmediato a visitarla. Las dos primas se seguían queriendo y confiando la una en la otra.
Yo estaba cosiendo ropa, sentada junto al balcón, y como no me pidieron que me fuera, fui testigo de su conversación.
– ¿Qué está pasando, prima? -preguntaba Laura.
– Estoy desesperada y no sé qué hacer… Necesito tu consejo, eres la única que me puede entender.
– Pero ¿qué sucede? -Laura estaba alarmada, sobre todo al ver a Amelia más delgada y en ese estado febril en el que se encontraba.
– Me he enamorado de otro hombre. ¡Soy muy desgraciada!
– ¡Dios mío! Pero cómo es posible… Santiago te adora y tú… bueno, yo creía que estabas enamorada de tu marido.
– Creía estarlo, pero no es así, es el primer hombre que conocí, que no me trató como una niña, y además… Bueno, tú ya lo sabes porque te lo confesé, Santiago me gustaba pero también quería ayudar a papá, el pobre no se ha recuperado de la pérdida del negocio en Alemania.
– Lo sé, lo sé… pero me dijiste que le querías, que te casabas con Santiago por ayudar a tu padre pero que también le querías.
A Laura le angustiaba descubrir de repente que su prima no quería a su marido; ella simpatizaba con Santiago, en realidad era muy difícil no sentir afecto por él. Santiago era todo un caballero, siempre atento y galante, educado, y además tan guapo…
– No sé qué voy a hacer, pero tengo que decidirme.
– ¿Decidirte?
– Sí, Laura, el hombre al que quiero me ha pedido que me vaya con él. No sabe que estoy enamorada, sólo me pide ayuda para nuestra causa, para que triunfe el comunismo, y creo que puedo servirle de ayuda… yo, que no soy nadie… pero él cree en mí…
– ¿Y él te quiere?
– No me lo ha dicho, pero… yo sé que sí… lo noto por cómo me mira, porque se estremece lo mismo que yo cuando nos rozamos, lo leo en sus ojos… Pero es un caballero, no creas que ha intentado propasarse conmigo, todo lo contrario.
– Si fuera un caballero no te pediría que dejaras a tu familia para ir a hacer la revolución -protestó Laura.
– Tú no lo entiendes, prima. Ser comunista es… es… es como una religión… no se puede conseguir el paraíso sin sacrificios, y quienes creemos no tenemos derecho a anteponer nuestros intereses personales a los de la humanidad.
– ¡Por Dios, Amelia, qué cosas dices! Mira, la caridad empieza por uno mismo…
– ¡Pero no se trata de caridad, sino de justicia! Todas las manos son pocas para ayudar a la revolución, debemos conseguir que el mundo sea la patria de los trabajadores, seguir el ejemplo de Rusia.
– Sabes que en casa no gustan las derechas y que mis padres como los tuyos son de Azaña, que trabaja porque el país sea mejor, pero el comunismo… Le pedí a papá que me explicara bien todo lo que él sabe sobre los comunistas y la verdad, Amelia, yo no estoy segura de que sea tan buena la revolución.
– ¡Pero qué dices! Eso es porque no ven todo lo bueno que nos puede traer el comunismo. Mira lo que está pasando en Alemania con Hitler.
– Pero ni una cosa ni la otra, ¡siempre has sido un poco exagerada, prima! Pero bueno, cuéntame quién es él.
– Se llama Pierre, es francés, sus padres tienen una librería cerca de Saint- Germain, y él les ayuda, y además escribe en algunas publicaciones de izquierdas. Está muy comprometido con el comunismo y viene de vez en cuando a Madrid a ver a los camaradas, a saber cómo están las cosas, a evaluar la situación. También viaja por otros lugares, y además aprovecha para comprar libros para la librería de su padre, ediciones especiales, alguna joya bibliográfica… Pero sobre todo es comunista.
– Sí, ya me lo has dicho, es comunista. ¿Y qué quiere de ti?
– Que le ayude, que viaje con él a visitar a camaradas de otros países, conocer sus dificultades, sus necesidades, elaborar informes para la Internacional Comunista, trabajar para llevar la revolución a todas partes…
– ¿Y para eso tienes que dejar a tu marido y a tu hijo?
– ¡No me lo digas así! No soportaría que tú también me lo reprocharas, que no me entendieras. Estoy enamorada, no sabes cuánto. Sólo cuento los minutos para estar con Pierre.
– ¡Amelia, no puedes abandonar a tu hijo!
Cada vez que le mencionaban a Javier, Amelia se ponía a llorar. Pero aquella tarde había escuchado lo suficiente para saber que a pesar de las lágrimas, Amelia ya había decidido abandonar su casa, a Santiago y a su hijo, y marcharse con Pierre. Aquella fiebre que parecía que no la abandonaba nada tenía que ver con la gripe sino con la pasión que sentía por aquel hombre. Su suerte estaba echada y la mía también.
Aunque Laura le pidió que recapacitara, le juró a su prima que, hiciera lo que hiciese, siempre podría contar con ella. Amelia se sintió más tranquila al saber que su prima nunca le volvería la espalda.
– ¿Está casado? -quiso saber Laura.
Amelia se sobresaltó. No había considerado la posibilidad de que Pierre estuviera casado. Ella no se lo había preguntado y él nada le había dicho al respecto.
– No lo sé -respondió Amelia, apenas con un murmullo.
– Deberías preguntárselo, aunque, por tu bien, espero que no lo esté. ¿Sabes? Siempre he temido que terminaras enamorándote de Josep y eso diera al traste tu amistad con Lola.
Amelia bajó la cabeza, avergonzada. Laura la conocía bien y por tanto se había dado cuenta de que en algún momento también se había sentido atraída por Josep.
– Admiro a Josep, pero no me he enamorado de él.
– Creo que sientes una atracción especial por los comunistas. No sé qué cuentan, pero a mí no puedes engañarme, te fascinan.
– A ti nunca te engañaría, y sí, tienes razón, siento atracción por esos hombres, los veo tan fuertes, tan seguros, tan convencidos de lo que hay que hacer, dispuestos a cualquier sacrificio… No sé cómo no sientes lo mismo…
– Bueno, no he conocido ninguno que me haya impresionado, bien es verdad que los que conozco son… bueno… la verdad, no me veo enamorándome del mecánico que arregla el coche a papá. ¿Qué tengo yo que ver con él?
– ¿Te crees mejor que los obreros? -preguntó Amelia.
– Ni mejor ni peor, sólo que no tengo ningún interés en común. No me engaño, Amelia. Yo también quiero que el mundo sea más justo, pero eso no significa que tenga que casarme con el mecánico. Naturalmente que quiero que él viva bien, que no le falte de nada, pero…
– Pero él en su casa y tú en la tuya, ¿no?
– Sí, más o menos.
– Algún día desaparecerán las clases sociales, todos seremos iguales, nadie ganará más por el hecho de haber estudiado, de haber tenido una familia burguesa, porque haremos desaparecer a la burguesía, a todos aquellos que nos diferencian.
– Pues tú eres tan burguesa como yo.
– Pero yo me he dado cuenta de que es una perversidad que haya clases sociales, y quiero renunciar a todos nuestros privilegios, no veo justo que haya quienes tengamos más oportunidades que otros, me parece injusto que no seamos todos iguales.
– Lo siento, Amelia, no puedo compartir tus ideas. Claro que creo que todos merecemos las mismas oportunidades, pero, ¿sabes?, desgraciadamente los hombres nunca serán iguales.
– Eso ha sido así hasta ahora. Stalin ha demostrado que es posible una sociedad igual para todos.
– Bueno, bueno, no discutamos de política y llévame al cuarto de Javier, que quiero darle un beso antes de marcharme.
Por la noche Amelia fue a casa de Lola, o eso me dijo, porque no permitió que la acompañase. Me aseguró que Pierre acudiría a buscarla a la esquina de casa y que no andaría sola por la calle. No regresó hasta bien entrada la madrugada. No sé qué sucedió aquella noche, pero cuando llegó a casa no era la misma.
Pasó la mañana muy agitada, y se puso de malhumor cuando su madre le mandó el aviso de que iría a almorzar con Antonietta para pasar un rato con Javier.
Durante el almuerzo estuvo distraída, y a eso de las cinco rogó a su madre y a su hermana que se marcharan alegando que tenía que ir a hacer una visita. Me sorprendió que de repente las abrazara con efusión y reprimiendo las lágrimas.
Cuando doña Teresa y Antonietta se fueron, Amelia se encerró durante media hora en su habitación. Luego salió y se dirigió al cuarto de Javier. El pequeño dormía mientras Águeda, a su lado, hacía una labor de ganchillo.
Amelia cogió al niño en brazos despertándole, y se puso a llorar mientras le besaba susurrando «mi niño, mi niño querido, perdóname, hijo mío, perdóname».
Águeda y yo la observábamos en silencio, desconcertadas.
– Cuida bien a Javier, es mi tesoro más preciado -le dijo Amelia a Águeda.
– Sí, señora, sabe que le quiero como si de mi hijo se tratara.
– Cuídale, mímale.
Dejó el cuarto y yo la seguí sabiendo que iba a pasar algo. Amelia entró en su habitación y salió con una maleta, apenas podía con ella.
– ¿Adónde vas? -le pregunté temblando, aunque sabía la respuesta.
– Me marcho con Pierre.
– Pero, Amelia, ¡no lo hagas! -Empecé a llorar mientras le suplicaba.
– ¡Calla, calla!, o se enterará toda la casa. Tú eres comunista como yo y puedes entender el paso que voy a dar. Me voy donde me pueden necesitar.
– ¡Déjame que te acompañe!
– No, Pierre no quiere, tengo que ir sola.
– ¿Y qué será de mí?
– Mi marido es bueno y dejará que te quedes. Ten, toma, tenía algo de dinero reservado para ti.
Amelia me puso en la mano un fajo de billetes que yo me resistí a coger.
– Edurne, no te preocupes, no te pasará nada, Santiago cuidará de ti. Además, siempre puedes contar con mi prima Laura. Ten, quiero que le lleves esta carta. Le explico adonde marcho y lo que voy a hacer, y le pido que cuide de ti, pero no se la des a nadie que no sea ella, prométemelo.
– ¿Y qué diré cuando vean que no regresas? Me preguntarán a mí…
– Di que salí a hacer una visita y te dije que llegaría tarde.
– Pero tu marido querrá saber la verdad…
– Santiago sigue de viaje y cuando regrese dile que hable con mi prima Laura, ella le explicará. En la carta que te he dado para Laura le pido que sea ella quien anuncie a la familia que me he ido para siempre.
Nos abrazamos llorando hasta que Amelia se separó, y sin darme tiempo a decir nada, abrió la puerta y salió cerrándola suavemente.
No volvería a verla en mucho, mucho tiempo.»Edurne suspiró. Estaba fatigada. Durante tres largas horas había hablado sin darse un respiro. Yo había permanecido sin moverme, atento a una historia que, a medida que avanzaba, me iba interesando más y más.
Estaba sorprendido, mucho de lo que había escuchado me parecía inaudito. Pero allí estaba aquella anciana, con la mirada perdida en algún lugar donde habitaban sus recuerdos, y en el rostro una mueca de dolor.
Sí, a Edurne aún le dolía recordar aquellos días que cambiaron su vida, aunque no me había explicado qué había sido de ella después.
Me di cuenta de que no podía forzarla a hablar mucho más, estaba demasiado agotada física y emocionalmente para insistir en que me aclarara algunos aspectos de su relato.
– ¿Quiere que la acompañe a algún sitio? -dije por decir algo.
– No, no hace falta.
– Me gustaría ser útil…
Me clavó su mirada cansada al tiempo que negaba con la cabeza. Quería que la dejara en paz, que no la obligara a seguir exprimiendo aquella memoria donde habitaban los fantasmas de su juventud.
– Iré a decir que hemos terminado. No sabe lo mucho que le agradezco todo lo que me ha contado, me ha sido usted de una gran ayuda. Ahora sé mejor quién era Amelia, mi bisabuela.
– ¿De verdad?
La pregunta de Edurne me sorprendió, pero no respondí, sólo acerté a sonreír. Era muy anciana; me di cuenta de que tenía esa cerúlea palidez que precede al último viaje, y me puse a temblar.
– Avisaré a las señoras.
– Le acompaño.
La ayudé a ponerse en pie, y esperé a que se afianzara en el bastón que llevaba en la mano derecha. No imaginaba cómo había sido Edurne en el pasado, pero ahora era una anciana extremadamente delgada y frágil.
Amelia María Garayoa estaba con sus tías. Parecía inquieta, y cuando nos vio entrar saltó del sofá.
– Ya era hora, ¿es que no se ha dado cuenta de que Edurne es muy mayor? Si hubiese sido por mí no le habría permitido quedarse tanto tiempo.
– Lo sé, lo sé…
– ¿Le ha sido provechosa la conversación? -quiso saber doña Laura.
– Sí, realmente estoy sorprendido. Necesito pensar, poner en orden todo lo que Edurne me ha contado… No me podía imaginar que mi bisabuela hubiera sido comunista.
Se quedaron en silencio y me hicieron sentir incómodo, lo que empezaba a ser un hábito en ellas.
Amelia María ayudó a sentarse a Edurne mientras doña Laura me miraba expectante, y la otra anciana, doña Melita, parecía perdida en sus pensamientos. A veces parecía desentenderse de lo que sucedía a su alrededor, como si no le interesara lo que estaba viviendo.
Yo también estaba cansado, pero sabía que para continuar mi investigación tendría que hablar con ellas.
– Bien, ustedes me dijeron que iban a guiar mis pasos. ¿Cuál es el siguiente? Aunque, bien mirado, yo necesitaría hablar con usted, doña Laura, y que me explicara qué ocurrió cuando…
– No, ahora no -me cortó la anciana-, es tarde. Llame mañana, y ya le diré por dónde seguir.
No protesté, sabía que habría sido inútil, sobre todo porque Amelia María me estaba diciendo con la mirada que si insistía me despediría con cajas destempladas.
Cuando llegué a mi casa dudé en si llamar a mi madre para contarle todo lo que había descubierto sobre la bisabuela o, por el contrario, no decir ni media palabra hasta que no tuviera la historia completa. Al final opté por dormir y dejar la decisión para el día siguiente. Me sentía confuso; la historia de mi bisabuela estaba resultando ser más complicada de lo que yo había previsto, y no sabía si terminaría convirtiéndose en un folletín o en cambio aún me podía llevar unas cuantas sorpresas más.
Me quedé dormido pensando en que Amelia Garayoa, aquella misteriosa antepasada mía, había sido una romántica temperamental, una mujer ansiosa de experiencias, constreñida por las imposiciones sociales de su época; un tanto incauta y desde luego con una clara tendencia a la fascinación por el abismo.
Por la mañana llamé a mi madre mientras me tomaba el primer café del día.
– ¡Menudo culebrón el de la bisabuela! -le solté a modo de saludo.
– De modo que ya te has enterado de lo que pasó…
– De todo no, pero de una parte sí, y desde luego era una señora muy peculiar para haber vivido en aquellos años. Vamos, que se puso el mundo por montera.
– Cuéntame…
– No, no te voy a contar nada, prefiero terminar la investigación y escribir la historia tal y como me ha pedido la tía Marta.
– Me parece muy bien que no se lo cuentes a la tía Marta, pero yo soy tu madre y te recuerdo que la primera pista te la di al decirte que fueras a hablar con don Antonio, el cura de nuestra parroquia.
– Ya sé que eres mi madre, y como te conozco, sé que no vas a poder resistir la tentación y se lo vas a contar a tus hermanos, de manera que no te voy a explicar nada.
– ¡No confías en mí!
– Claro que confío en ti, eres la única persona en quien confío, pero para las cosas importantes; como esto no lo es, prefiero no decirte una palabra, al menos por ahora, pero te prometo que serás la primera en conocer toda la historia.
Discutimos un rato pero no tuvo más remedio que aceptar mi decisión. Luego llamé a la tía Marta, más que nada para que no creyera que me estaba gastando su dinero sin trabajar.
– Quiero que vengas al despacho y me informes de cómo va la investigación.
– No voy a contarte nada hasta que no te entregue la historia por escrito tal y como me pediste. Ya te he dicho que he podido encontrar el rastro de mi bisabuela, bueno, de tu abuela, y que por fin la familia se va a enterar de lo que pasó, pero necesito trabajar a mi aire y sin presiones.
– Yo no te presiono, yo te pago para que investigues una historia y por tanto tienes que rendirme cuentas de cómo estoy gastando mi dinero.
– Te aseguro que no he hecho ningún dispendio, y que te daré incluso el tiquet de los taxis, pero por ahora, te pongas como te pongas, no voy a desvelarte nada. Estoy empezando la investigación y sólo quería decirte que he conseguido los primeros frutos; vamos, que estoy sobre la pista de Amelia Garayoa. No creo que tarde demasiado en terminar la investigación, y entonces escribiré el relato y te lo entregaré.
No le dije a mi tía que había conocido a unas primas de la bisabuela y que había cerrado un acuerdo con ellas: su ayuda a cambio de leer el manuscrito y dar su visto bueno antes de entregárselo a mi familia. Ya afrontaría ese problema más adelante.
También me había comprometido con mi madre a que sería la primera en conocer toda la historia de nuestra antepasada, así que, llegado el momento, decidiría quién sería la primera o primeras en enterarse; hasta entonces, lo que necesitaba es que me dejaran tranquilo.
La tía Marta aceptó a regañadientes. Luego volví a llamar a mi madre, porque estaba seguro de que mi tía la iba a llamar presentándole una lista de quejas sobre mí.