ALBERT

1

Mi madre me echó una bronca descomunal y no se apiadó cuando le conté que en menos de quince días había visitado Roma, Buenos Aires y Moscú.

– ¡Déjate de historias del pasado y ponte a trabajar!

– Pero madre, si no dejo de trabajar.

No obstante, para mi madre todo lo que no fuera un empleo con un horario de entrada y salida no era trabajo. Además, me conminó a abandonar la investigación sobre la bisabuela.

– Tu tía Marta siempre se pasa de original, te ha metido en el lío y ahora se desentiende, de lo cual me alegro, pero no me gusta que sigas con esta historia.


Me contó que, por mi culpa, había discutido con su hermana y que llevaban una semana sin hablarse. Luego volvió a insistir en que sentara la cabeza y buscara un buen empleo.

– Guillermo, hijo, yo no entiendo por qué otros que valen menos que tú están ahí, saliendo en la televisión. Mira Luis, que estudió la carrera contigo y que siempre ha sido un poco panfilo, y sin embargo presenta un informativo en la radio, y Esther… bueno, esa chica no vale nada, y ahí la tienes, de «estrella» de la televisión… y Roberto… bueno, de todos tus amigos era el más tonto y le han hecho director general.

– Lo siento, madre, pero es que tengo un defecto: no me callo, y eso no les gusta a los jefes.

– ¿Y tus amigos socialistas por qué no te echan una mano? En la campaña dijeron que querían periodistas independientes.

– ¿Y tú te lo creíste? ¡Vamos, madre, no seas ingenua! Los políticos abominan de los independientes, todo aquel que no sirva a sus intereses termina marginado. Y en esto son iguales los de derechas que los de izquierdas, y como yo me meto con todos, pues ya ves el resultado.

Las discusiones con mi madre siempre se me antojan inútiles. Ella cree a pies juntillas lo que los políticos dicen en televisión y no le entra en la cabeza que hagan lo contrario de lo que afirman.

Seguramente lo mejor de mi madre es la confianza que tiene en el ser humano.

Llamé a doña Laura para informarle de mi regreso a Madrid. Me dijo que ya me llamaría ella para indicarme los pasos a seguir, de manera que aproveché el tiempo que se me presentaba por delante para ver a Ruth, mi chica, ir a la redacción del periódico, tomar copas con los amigos y volver a discutir con mi santa madre. Hasta transcurrida una semana doña Laura no me telefoneó.

– Tendrá que llamar al profesor Soler. Él le orientará.


Cuando le escuché al otro lado del aparato tuve la impresión de encontrarme con la voz de un viejo conocido.

– Doña Laura me ha pedido que continúe guiando su investigación. No será fácil, pero entre lo que yo sé y algunas cosas de las que usted me cuente podré ir orientándole, si bien no es necesario que me dé detalles. Ahora debe ir a París. Hablará con un viejo amigo, Victor Dupont; él conoció a Amelia cuando era un adolescente poco mayor que yo.

– ¿Quién es?

– El hijo de un activista, un comunista. Nuestros padres fueron amigos, y nosotros vivimos una temporada en su casa de París al término de la guerra civil.

– ¿Usted vivió en París?

– Sí, con mi padre.

– ¿Y su madre?

– No sé qué fue de ella, quizá la fusilaron los franquistas. No quiso pasar a Francia; estaba dispuesta a seguir combatiendo aun después de que Franco hubiera ganado la guerra. Mi padre huyó a Francia conmigo.

– ¿Y qué puede saber el señor Dupont de Amelia Garayoa?

– Más de lo que imagina, la conoció y también ajean Deuville y a Albert James.

– ¿Y cree que se va a acordar de lo que sucedió entonces?

– Desde luego. Además, Victor es documentalista, su padre fue periodista, y, bueno, cuando éste murió Victor guardó todos sus papeles. Pero no le quiero adelantar nada. Vaya usted a París, Victor Dupont le recibirá de inmediato.


Llovía en París, lo que no me sorprendió porque rara vez he ido a la capital francesa sin que me haya caído algún chaparrón. Pero olía a primavera y eso me animó.

Había reservado habitación en un hotel de la orilla izquierda, cerca del domicilio de Victor Dupont.

Me llevé una sorpresa al conocerle. Era un hombre muy entrado en años, pero aún le quedaba mucha energía por gastar.

Documentalista y archivero de profesión, el señor Dupont me pareció un sabio nada despistado.

Por su aspecto físico deduje que debía de haber sido guapo; alto, con los ojos azules, ahora tenía el cabello blanco y el porte erguido de un viejo galán.

– Así que está investigando la historia de su bisabuela, ¡en menudo lío se ha metido! -dijo el señor Dupont mientras colocaba sobre la mesa dos vasos de burdeos para acompañar un plato de queso.

– Sí, eso dice mi madre, que me he metido en un buen lío.

– Hijo, hay cosas que es mejor no remover, sobre todo las cosas de familia. Pero allá usted. Le ayudaré en todo lo que pueda porque me lo ha pedido mi buen amigo Pablo. ¿Por dónde quiere que empiece?

– Bueno, por lo que sé, Amelia Garayoa regresó a París a principios de octubre de 1938 acompañada de Jean Deuville y Albert James. Volvían de un congreso de intelectuales en Moscú.

– Sí, un congreso organizado a mayor gloria de la propaganda soviética, pero que resultó muy efectivo en aquel momento.

No me atreví a preguntarle si él era comunista, dado que su padre lo fue y además era amigo del padre de Pablo Soler, que también lo era, pero Dupont debió de leerme el pensamiento.

– Fui comunista, y no se imagina con cuánto ardor. Los comunistas han hecho cosas reprobables, pero también mucho bien. Y en sus filas ha habido gente abnegada, creyentes, tan buenos como santos, en su afán de ayudar a los demás. Hace años dejé la militancia y eso me ha permitido analizar mi propia vida con una perspectiva y sinceridad de la que no habría sido capaz si continuara dentro. Pero no es de mí de quien vamos a hablar. ¿Sabe?, su bisabuela vivió en mi casa.

Me quedé boquiabierto, aunque, pensándolo bien, a esas alturas ya no debía sorprenderme por nada. Dupont continuó su relato…


«Jean Deuville era amigo de André Dupont, mi padre. Le llamó para preguntarle si quería alquilar una habitación a una amiga suya, pues sabía que teníamos un cuarto libre porque vivíamos en casa de mi abuela. Esta era grande y además mi abuela había muerto unos meses antes.

Fue mi madre, Danielle, la que tomó la decisión de aceptar a Amelia, ya que eso suponía un pequeño ingreso extra. Hasta unos meses antes, mi madre había trabajado en una papelería, pero el dueño murió y sus hijos cerraron el negocio, de manera que nos venían bien unos cuantos francos por el alquiler de la habitación.

Además, todos ganábamos con el acuerdo porque cuando Amelia llegó a París estuvo instalada un par de días en un hotel, pero no quería malgastar el poco dinero que tenía y Jean pensó que alquilar una habitación no le resultaría tan gravoso.

Entonces yo tenía quince años y le confesaré que me enamoré de Amelia nada más verla. No parecía una mujer real, estaba extremadamente delgada y tenía un aspecto etéreo.

Mi madre quiso saber cuánto tiempo se quedaría, pero Amelia le dijo que aún no sabía qué iba a hacer.

– Señora Dupont, quiero regresar a España, pero no sé si eso será posible, y si no lo fuera tendré que buscar un trabajo.

– ¡Pero es imposible que vaya usted a España! -exclamó mi madre.

– El Gobierno legítimo de la República aún conserva Madrid, Cataluña, Valencia… pero no creo que se pueda ser optimista. En julio el general Rojo logró romper las posiciones de Franco en el Ebro, pero no ha podido mantenerlas. No creo que pueda llegar usted a España -intervino mi padre.

Amelia se encogió de hombros. Parecía resignada a hacer lo que fuera posible aunque sin desafiar a la suerte.

Aunque era muy reservada y rara vez sonreía, tenía mucha paciencia conmigo y también ayudaba a mi madre en las cosas de la casa. Ya sabe, fregar, planchar, coser…

Yo escuchaba las conversaciones de mis padres, las que mantenían con otros camaradas como Jean Deuville.

Jean le había contado a mis padres lo sucedido en Moscú. Para el aquello fue un shock tan grande que quebrantó su fe en el comunismo. No se atrevía a dejar el partido, pero en Moscú había perdido la virginidad ideológica, además de a Pierre, su mejor amigo.

Decirle a los padres de Pierre Comte que su hijo había muerto no resultó fácil ni para Amelia ni para Jean Deuville. Al día siguiente de llegar a París, Albert James, Jean y Amelia acudieron a casa de los padres de Pierre. Por lo que sé, la escena fue más o menos así:

Olga, la madre de Pierre, abrió la puerta y al ver a Amelia soltó un grito y preguntó dónde estaba su hijo. Jean intentó abrazar a la mujer para darle el pésame y explicarle lo sucedido, pero Olga le empujó.

– ¿Dónde está Pierre? ¿Qué has hecho con él? -preguntó a Amelia.

Albert James tuvo que sujetar a Amelia porque ella empezó a temblar y temió que no pudiera resistir la escena. En realidad fue Albert James quien se hizo cargo de la situación, porque tanto Amelia como Jean se encontraban demasiado afectados.

El padre de Amelia salió al recibidor alertado por los gritos de su mujer.

– Pero ¿qué sucede? ¿Qué hacéis aquí? ¿Y tú, Amelia…? ¿Dónde está Pierre?

Amelia les relató lo sucedido. No les ocultó nada. Ni que Pierre había sido un agente soviético, ni los pormenores de su vida en Buenos Aires, la orden de viajar a Moscú, los meses vividos en la capital rusa, la desaparición de Pierre, su estancia en la Lubianka, las torturas que le habían infligido y su convencimiento de que le habían asesinado. Lo único que no les dijo, como tampoco se lo había dicho a Albert James ni a Jean Deuville, es que ella se había enterado de la detención de Pierre por Iván Vasiliev. No quería poner en peligro a aquel hombre que al menos la había ayudado a saber dónde estaba Pierre.

Olga lloró desconsoladamente mientras escuchaba el relato de Amelia y el padre de Pierre pareció envejecer según iba sabiendo del horror al que se había enfrentado su hijo.

– ¡Tú tienes la culpa! ¡Tú y tus malditas ideas sobre el comunismo que metiste en la cabeza a nuestro hijo! No quisiste escucharme y ahora nuestro hijo está muerto. ¡Tú también le has asesinado! -gritó Olga a su marido.

– ¡Por favor, señora Comte, cálmese! -le rogó Albert James.

Pero no había manera de controlar la ira y el dolor de Olga, ni de encontrar palabras para consolar al padre de Pierre. Jean Deuville tampoco suponía ninguna ayuda, puesto que tampoco era capaz de reprimir las lágrimas.

Olga les echó de su casa maldiciendo a Amelia, a la que advirtió que nunca más la quería volver a ver.

Jean Deuville y Albert James se hicieron cargo de Amelia. Parecían sentirse responsables de ella. En aquel momento gobernaba Francia Édouard Daladier y los extranjeros, sobre todo los españoles, comenzaban a tener problemas para residir legalmente en el país. El éxodo de españoles huyendo de la guerra había desbordado a la Administración francesa, y París empezó a legislar en contra de los extranjeros.

Así que tanto Jean Deuville como Albert James tuvieron que recurrir a todas sus amistades para lograr un permiso de residencia para Amelia. A nadie le extrañó que Albert James la contratara como secretaria. Hasta el momento no había necesitado ninguna, pero era la manera de ayudarla sin ofenderla. En cuanto a Jean, se convirtió en su sombra, solía ir a buscarla a casa y la obligaba a salir a pasear, al teatro, a escuchar música. Amelia se dejaba llevar y parecía una autómata, como si nada de lo que sucedía a su alrededor le importara realmente.

Mis padres se preguntaban por qué un periodista como Albert James había decidido ocuparse como lo hacía de Amelia. El caso de Jean Deuville era distinto, había sido el mejor amigo de Pierre y eran camaradas en el Partido Comunista, pero no era el caso de Albert James, que tampoco conocía tanto a Amelia. Pero la ayudó cuanto pudo.

Albert James colaboraba con algunos periódicos y revistas estadounidenses, y también con algún diario británico. Para el gusto de mis padres era extremadamente independiente. Ellos creían que en la época que les estaba tocando vivir había que tomar partido. La objetividad de James les irritaba, y discutían abiertamente con él. En realidad Albert James se negó a ser «compañero de viaje» del partido, lo que le convertía en un personaje incomodo. No obstante le respetaban, tenía una enorme influencia, y sus artículos eran tenidos en cuenta tanto por el Gobierno estadounidense como por el británico y el francés.

Lo que escribió del congreso de intelectuales en Moscú fue decepcionante para sus anfitriones soviéticos. James afirmó que las aldeas y las fábricas que habían visitado parecían escenarios destinados a convencer a los forasteros de que todo era de color de rosa en la Unión Soviética y criticó que en ningún momento les permitieran viajar por el país a sus anchas ni visitar nada fuera de programa. Aseguró en uno de sus artículos que allí no se respiraba libertad. En fin, que sus críticas fueron un jarro de agua fría para las autoridades soviéticas, aunque naturalmente las opiniones de James fueron compensadas por una multitud de elogios de otros intelectuales europeos.

Amelia acudía todas las mañanas, temprano, a la oficina de James, y se encargaba de responder el correo, ordenar sus archivos, organizarle la agenda, pasar a limpio algunos de sus escritos y llevar la contabilidad.

Quizá la mayor alegría que tuvo en aquellos días fue la aparición en París de Carla Alessandrini. La diva iba a permanecer quince días en la ciudad interpretando La Traviata en la Ópera Garnier. Su llegada se convirtió en un gran acontecimiento.

Jean Deuville se comprometió a acompañar a Amelia a la ópera para escuchar a Carla.


Aún la recuerdo la noche del estreno. Amelia tenía una elegancia natural y aunque en aquella época no disponía de ropa adecuada parecía una princesa con su traje negro, sin adornos.

Carla Alessandrini estuvo magnífica; puestos en pie, los espectadores la aplaudieron cerca de veinte minutos. Según nos contó Jean, Amelia lloró de emoción y al concluir la función se dirigió al camerino de Carla convencida de que le permitirían ver a la diva, pero los responsables de la Opera habían montado un dispositivo para que nadie que no hubiese sido invitado expresamente por la gran Carla pudiera acceder al camerino.

– Dígale que está aquí su amiga Amelia Garayoa -le dijo a un poco convencido hombrecillo que le impedía el paso en dirección a los camerinos.

Pero para su sorpresa sí le dieron el recado y minutos más tarde salió a su encuentro Vittorio Leonardi, el marido de la diva.

Vittorio estrujó a Amelia entre sus brazos, la regañó por su excesiva delgadez, apretó la mano de Jean como si fueran amigos de toda la vida y les condujo al camerino.

Las dos mujeres se fundieron en un abrazo interminable. Tengo entendido que Carla estimaba de verdad a Amelia, la tenía por una hija.

– ¡Pero cómo no me has avisado de que estabas en París! No sabes lo preocupada que me has tenido. Gloria y Martin Hertz me dijeron que Pierre y tú ibais a emprender un viaje de un par de meses, pero que no sólo no habíais regresado sino que no sabían nada de vosotros. Déjame que te mire… estás demasiado delgada, niña y… no sé… te veo diferente, ¿dónde está Pierre?

– Está muerto.

– ¿Muerto? No sabía que estaba enfermo… -dijo Carla.

– No lo estaba. Le han matado.

Carla y su marido Vittorio Leonardi se quedaron conmocionados por el anuncio de Amelia. La diva la abrazó como una madre abrazaría a su hija para protegerla.

– ¡Tienes que contármelo todo!

Amelia le presentó a Jean Deuville, que había permanecido en silencio contemplando la escena. Este se sentía impresionado por la amistad entre las dos mujeres. Al fin y al cabo, Carla Alessandrini era un personaje de fama mundial, una de las mujeres más deseadas de su época.

Durante la estancia de Carla en París no hubo día en que no se viera con Amelia. Mis padres y yo fuimos por primera vez a la Opera invitados por la Alessandrini, y para nosotros fue todo mi acontecimiento estar allí, entre aquellos ricos y burgueses que parecían vivir de espaldas a la realidad y que reían y bebían champán como si nada de lo que sucedía en la vida cotidiana les afectase.

Amelia visitaba a Carla en su hotel, o ésta la invitaba a sus almuerzos y cenas con gente distinguida; incluso un día fue Carla quien visitó a Amelia en nuestra casa. Me quedé detrás de la puerta del salón espiándolas, no porque me importara lo que hablaban, sino porque sentía auténtica fascinación por Carla, quien había sustituido a Amelia en mis sueños adolescentes.

– Niña, tienes que decidir qué vas a hacer, y me gustaría que pensaras en la posibilidad de venir con nosotros. No creo que tengas mucho porvenir en Francia, mira cómo se están poniendo las cosas para los extranjeros. He hablado con Vittorio y está de acuerdo conmigo en que lo mejor es que vengas con nosotros.

– Quiero regresar a España, sé que ahora no puedo por la guerra, pero algún día terminará. Necesito saber de mi familia, quiero estar con mi hijo.

– Lo comprendo, pero ¿crees que tu marido lo permitirá?

– No lo sé, pero necesito pedirle perdón y le suplicaré que me deje ver a Javier. No podrá negarse, es mi hijo.

Carla se quedó en silencio. Se le antojaba difícil que el marido español fuera a perdonar a su mujer después de haber huido ésta con su amante. Pero no quiso romper las esperanzas de Amelia, a la que sabía especialmente frágil después de la pesadilla vivida en Moscú.

– Entiendo que quieras regresar a España; pero, como tú misma dices, ahora no es posible, de manera que podrías estar con nosotros y, cuando llegue el momento, te ayudaremos a regresar a Madrid.

– Vittorio y tú sois muy generosos conmigo, pero aquí tengo un trabajo que me ayuda a mantenerme, y no sé qué podría hacer si os acompaño.

– Nada, no tienes que hacer nada excepto estar con nosotros. No necesitas trabajar, sólo acompañarnos.

Pero Amelia era orgullosa y por nada del mundo hubiera aceptado depender de alguien y no ganarse su pan. Buscó el modo de decirlo sin ofender a Carla.

– No me sentiría bien viendo cómo vosotros trabajáis y yo estoy sin hacer nada.

– Bueno, entonces puedes hacer de secretaria de Vittorio.

– ¡Pero si no necesita otra secretaria!

Estuvieron hablando un buen rato y Carla le hizo prometer que la tendría en cuenta en caso de dificultad.

Además de en el ánimo de Amelia, cuando la Alessandrini se marchó de París dejó un gran vacío en todos nosotros.


Un día Amelia regresó llorando a casa. Mi madre intentó consolarla.

– Yo… yo… tenía una tía abuela viviendo en París, la tía Lily. Hoy me he atrevido a acercarme a su casa con la esperanza de que me recibiera y me diera noticias de mi familia, pero el portero me ha dicho que murió hace unos meses.

Ansiaba saber de su familia, y le contaba a mi madre que rezaba para que la perdonaran.

Echaba de menos a sus padres, a su hijo, a sus primos, incluso a su marido.

– ¡He sido tan mala con él! Santiago no se merecía lo que le hice -se lamentó.


El 7 de noviembre sufrió un atentado el secretario de la embajada de Alemania en París, Ernst von Rath. Dos días más tarde tuvo lugar en Alemania la tristemente famosa Noche de los Cristales Rotos. Más de 30.000 judíos fueron arrestados, se destruyeron 191 sinagogas, fueron saqueados más de 7.500 comercios… Albert James solía decir que lo peor estaba por llegar y tenía razón. Los gobiernos europeos no querían asumir que tenían enfrente a un monstruo, y le dejaron hacer…

Parecía que aquellos días de finales de 1938 todo se venía abajo. En diciembre Franco comenzó una gran ofensiva militar contra Cataluña que prácticamente decidiría el fin de la guerra y el triunfo de los fascistas.

Poco antes de Navidad, Albert James se marchó a Irlanda. Aunque él era norteamericano sus padres eran irlandeses, y visitaban con frecuencia su país, donde tenían muchos familiares. Los padres de James habían viajado hasta Dublín y él no dudó en pasar con ellos las fiestas navideñas. No sé si mi querido amigo Pablo Soler se lo ha explicado, pero Albert James pertenecía a una familia acomodada y entre sus antepasados contaba con militares ilustres. El abuelo de James sirvió en la corte de la reina Victoria. En aquella época algunos otros miembros de su familia también ocupaban puestos de responsabilidad en el Gobierno británico, creo que un primo hermano de su madre ocupaba un alto cargo en el Ministerio de Relaciones Exteriores, y un tío por parte de su padre estaba en el Almirantazgo.

El viaje de Albert James avivó aún más la nostalgia de Amelia y el día de Navidad mis padres, Danielle y André Dupont, invitaron a Jean Deuville a compartir el almuerzo con nosotros para intentar levantar el ánimo de la joven.

Hablaron, como es natural, de España. Negrín aún creía que era posible resistir. Pero no podía, era puro voluntarismo. Además, a Inglaterra y Francia lo único que parecía importarles era contemporizar con Hitler, y éste y Mussolini eran los principales apoyos de Franco en el exterior.

El día 26 de enero de 1939 Barcelona cayó en manos de las tropas de Franco, pero desde días antes se había organizado un éxodo masivo hacia Francia. El Gobierno francés intentó evitar que cientos de miles de refugiados españoles pasaran la frontera, pero se vio sobrepasado por los acontecimientos y tuvo que abrirla.

En la prensa de la derecha más reaccionaria se podían leer artículos realmente xenófobos contra los exiliados españoles; le dejaré leer algunos de ellos para que pueda usted tener una idea precisa del ambiente que se vivía en Francia en aquel momento.

Albert James decidió ir a la frontera para hacer un reportaje de la llegada de los exiliados y le pidió a Amelia que le acompañara en calidad de ayudante.

– Cuatro ojos ven más que dos y, además, me ayudarás con el idioma. Yo no hablo bien español y me cuesta entenderlo si me hablan muy deprisa.


Amelia aceptó sin vacilar. Era una oportunidad de acercarse a España e incluso creo que secretamente soñaba con poder encontrar a alguno de los suyos.

Llegaron el 28 de enero y se encontraron con un panorama desolador. Mujeres, niños, ancianos, enfermos, gente de toda condición que huían de los franquistas. Gente desesperada, que se enfrentaban al abismo del exilio sin saber si algún día podrían regresar.

Las autoridades francesas se vieron desbordadas e improvisaron campos de refugiados en el departamento de los Pirineos orientales. El primero de ellos se instaló en Rieucros, cerca de Mende (Lozère); después hubo más, en las playas de Argeles y Saint-Cyprien, en Arles-sur-Tech…

Albert James escribió alguno de los artículos más sentidos de toda su carrera; guardo algunos de los que publicó en la prensa inglesa.

Durante aquellos días Amelia le sirvió de intérprete, y entrevistaron a decenas de refugiados que les dieron noticia precisa del sufrimiento vivido y de cómo la guerra estaba irremediablemente perdida.

El 5 de febrero por la noche, justo un día después de que las tropas franquistas se hicieran con Gerona, el Gobierno francés so vio de nuevo en la tesitura de permitir que entrara una nueva oleada de personas, en esa ocasión militares a los que previamente se les obligó a dejar las armas.

Fue un milagro que en medio de aquel caos Amelia encontrara a Josep Soler y a su hijo Pablo. Al parecer Albert James y ella estaban hablando con unos refugiados cuando la mujer sintió que alguien le tocaba la espalda. Se volvió y se encontró con Josep agarrado de la mano de Pablo. Para Amelia fue un duro golpe verlos.

– ¡Dios mío, estáis vivos! ¡Cuánto me alegro! ¿Y Lola?

– No ha querido venir, ya la conoces. No ha habido manera de convencerla -explicó Josep.

– Mi madre ha dicho que a ella los fascistas no la van a echar de España -dijo Pablo.


Amelia les apartó del grupo de refugiados. Estaba impresionada por la extrema delgadez de Pablo y por el envejecimiento prematuro de Josep.

– Lo primero que vamos a hacer es comer algo -propuso.

– Eso va a ser difícil, los franceses intentan evitar que nos desperdiguemos -dijo Josep.

Pero Amelia no estaba dispuesta a dejar a Josep y a Pablo abandonados a su suerte. El dinero siempre ha hecho milagros, y aun en medio de aquel caos había refugiados con diferente suerte. Los que llevaban dinero, joyas, objetos de valor o tenían amigos gozaban de alguna posibilidad de poder escapar de aquellos campos. Josep y Pablo carecían de dinero o cualquier objeto de valor, pero habían encontrado en Amelia el mejor salvoconducto para escapar del caos…»


Victor Dupont se sirvió la última copa de vino que quedaba en la botella.

– Creo que por hoy es bastante. Quizá deberíamos llamar a nuestro amigo Pablo Soler para que sea él quién le cuente lo que sucedió a continuación, al fin y al cabo fue uno de los protagonistas de aquel suceso.

– Lo haré en cuanto regrese a España. Menuda sorpresa me ha dado usted al contarme que el profesor Soler volvió a ver a Amelia.

– Sí, claro que sí. Él se lo contará. ¿Le parece bien mañana?

– ¿Mañana?

– Sí, llega temprano a París, de manera que si usted no tiene nada mejor que hacer después del almuerzo podemos reunimos los tres.

Victor Dupont soltó una carcajada ante mi expresión de incredulidad. Le divertía haber podido sorprenderme.

– Pablo y Charlotte vienen de vez en cuando a París, y tenían programada esta visita desde hace tiempo.

– No me ha dicho nada…

– Lo sé, pero tampoco tenía por qué, ¿no le parece?

Tanto daba lo que me pudiera parecer, de manera que, obediente, acepté las instrucciones de Victor Dupont y al día siguiente a las tres de la tarde me reuní con los dos. Bueno, en realidad con los tres, porque cuando llegué a casa de Dupont también estaba Charlotte.

– Yo no les molestaré, tengo planeado ir de compras, de manera que les dejo. Regresaré a las siete, ¿les parece bien? -dijo Charlotte a modo de despedida.

– Bueno, Guillermo, mi amigo Victor me ha puesto al corriente de lo que le ha ido contando.

– La verdad es que voy de sorpresa en sorpresa, profesor -respondí con ironía.

– Es lo que tiene la investigación -respondió sin darse por aludido.

– De manera que usted volvió a ver a mi bisabuela…

– Ya le dije que había vivido en casa de Victor Dupont.

– Sí, es verdad.

– ¿Y cómo cree que llegué allí?

– Supongo que es lo que ahora me va a explicar.

– Así es -respondió el profesor Soler.


Amelia nos instaló en una habitación del hotel donde estaba alojada porque creyó convencer al prefecto de que éramos de su familia y se hacía cargo de nosotros, pero en realidad fue Albert James quien consiguió vencer las resistencias de las autoridades francesas. James era un periodista muy importante, y nadie quería aparecer señalado en uno de sus artículos en la prensa británica o en la estadounidense. Aun así, no estábamos seguros de poder librarnos de ser internados en alguno de los campos.

– Quiero que me cuentes lo que está pasando, si de verdad la guerra está perdida -le pidió Amelia a Josep.

– ¿Crees que estaría aquí si no fuera así? Es inútil seguir luchando, hemos perdido.

– Pero ¿por qué?

– Ellos han tenido más ayuda.

– Pero nosotros hemos contado con las Brigadas Internacionales y con el favor de Moscú -insistió Amelia.

– No te engañes, hemos estado solos. Europa nos ha dado la espalda, Francia y Gran Bretaña han observado de lejos lo que pasaba, pero sin querer comprometerse. Y sí, ha venido gente de todo el mundo a apoyar la República, le han echado valor y sacrificio, pero con eso no bastaba. Franco ha contado con la ayuda de Alemania y de Italia, pero sobre todo con la pasividad de Europa. No sabes lo que ha sido la batalla del Ebro, ahí es donde nos han dado la puntilla. Han muerto miles de los nuestros y también de los suyos, pero han ganado.

– Es un buen estratega -apuntó Albert James.

– ¿Quién? ¿Franco? -Amelia pareció extrañada por esta afirmación de James.

– ¿Sabes, Amelia?, es imposible derrotar al enemigo si no reconoces sus virtudes.

– ¡Virtudes! ¿Cómo puedes decir que Franco tiene virtudes? Es un traidor a la República, ha destrozado España -respondió Amelia enfadada.

– En vista del resultado de la guerra ha demostrado ser un buen estratega militar. Admitir esto no quita que, efectivamente, sea un fascista y una desgracia para España. ¿Te quedas más tranquila si reconozco todo esto?

– No se trata de que lo reconozcas como si me hicieras un favor, se trata de la realidad.

– Yo te explicaré una parte de la realidad que supongo no te va a gustar. Es verdad todo lo que dice Josep, pero hay más problemas, y son las muchas energías que el bando republicano ha gastado combatiendo consigo mismo -sentenció Albert James.

Josep bajó la cabeza. Parecía no querer escuchar lo que estaba diciendo el periodista.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Amelia con acritud.

– Quiero decir que mientras el ejército fascista tenía un claro y único enemigo, en el bando republicano no ha sido así. ¿Me equivoco, Josep, si afirmo que los comunistas habéis gastado muchas energías persiguiendo a las gentes del POUM, y que las peleas entre socialistas, anarquistas y comunistas han sido continuas? ¿Quién mató a Andreu Nin?

– Ha habido problemas, sí -admitió Josep.

– De manera que mientras Franco tenía un único objetivo, que era acabar con la República para establecer un régimen fascista, las izquierdas han combatido contra él y han combatido entre sí. En las guerras civiles sale lo peor de las personas, Amelia.

– Tú no conoces bien mi país. Franco es un traidor, como lo son todos los sublevados.

– Sí, Franco es un traidor, pero eso no quita que yo tenga razón en lo que he dicho -respondió James.

– No hemos perdido la guerra sólo por las diferencias en la izquierda -afirmó Josep.

– Desde luego que no, decir eso sería además de mentira una simpleza. Únicamente he apuntado que quienes habéis defendido la República habéis malgastado energías que os eran muy necesarias, porque enfrente teníais a un enemigo que sólo os combatía a vosotros y además contaba con ayuda de Alemania e Italia -replicó Albert James.

– ¿Qué está pasando en Madrid? -preguntó Amelia con angustia.

– Madrid resiste, y una parte de La Mancha y Valencia aún está en manos republicanas, pero no sé por cuánto tiempo, no creo que puedan resistir mucho más -respondió Josep.

– Ya sé… ya sé que es difícil que sepas algo, pero ¿tienes alguna noticia de mi familia? ¿Habéis visto a Edurne o a mi prima Laura?

– No, Amelia, no sé nada de ellas, nosotros hemos pasado buena parte de la guerra en Barcelona.

– ¿Y ahora qué piensa hacer? -preguntó Albert James a Josep.

– No lo sé, por lo pronto vivir. ¿Qué cree que va a hacer Franco con los comunistas?

Ni Albert James ni Amelia respondieron. Josep no necesitaba una respuesta; sabía mejor que nadie lo que les esperaba a sus camaradas.

– Puede que me apunte a la Legión Extranjera, me han dicho que es la única manera de librarse de ir a uno de esos malditos campos de internamiento -confesó Josep.

– Pero ¿y Pablo? Es un niño…, él… -Amelia no apartaba los ojos de mí.

Josep se encogió de hombros.

– Tendría que estar con Lola, es su madre, pero las cosas son como son, ya nos apañaremos.


Amelia convenció a Albert James de que nos ayudara a Josep y a mí; quería intentar que los franceses nos permitieran trasladarnos a París y evitar así el internamiento en los campos. No era fácil, porque si algo querían impedir los prefectos de la zona era precisamente que los refugiados pudieran llegar a otros lugares y sobre todo a París, pero Amelia demostró una vez más su talento para hacer frente a situaciones imposibles. Había plantado cara a los soviéticos en Moscú logrando la liberación de Pierre, y ahora estaba dispuesta a rescatar a sus amigos.

El hotel en el que estaban instalados pertenecía a un matrimonio con dos hijos, el mayor de los cuales trabajaba transportando frutas y verduras con un pequeño camión. Amelia le pidió que nos ocultara entre las cajas de hortalizas y nos trasladara a París. Ella nos acompañaría por si había algún problema. Naturalmente le ofreció una suma considerable de dinero, todo el que había ido ahorrando. El joven dudó, pero al final decidió aceptar.

Albert James no tuvo manera de convencerla de que aquello era una locura y de que si nos detenían, a pesar de que ella tenía la documentación en regla, no dejaba de ser extranjera -española, en ese momento lo peor que se podía ser en Francia- y podía terminar en un campo de refugiados.

Pero tuvo éxito y llegamos a París sin contratiempos. Amelia no dudó en llevarnos a casa de los Dupont.

Danielle no supo qué hacer cuando al abrir la puerta se encontró a Amelia con un niño agarrado de la mano y a Albert James y un desconocido flanqueándola. Invitó a pasar a aquel extraño grupo, a cuyos integrantes miró con cierta aprensión.

La familia estaba cenando en aquel momento, y la sorpresa de André Dupont y Víctor fue mayor si cabe.

– Permitidme que os explique -dijo Amelia, decidida a salvar la situación-. Josep es un viejo amigo, un camarada, y éste es su hijo Pablo. Han podido escapar de España. Franco tiene ganada la guerra y yo… yo quiero ayudarles.


Albert James le explicó a André Dupont los pormenores del viaje desde el sur de Francia hasta París y les pidió que nos acomodaran hasta que pudieran buscarnos un lugar donde vivir. Él mismo se comprometió a intentar arreglar la documentación necesaria para que pudiéramos vivir en la capital.

André Dupont se quedó en silencio. No sabía qué responder, ni cómo sortear el compromiso en que Amelia y James le habían puesto a él y a su familia. Por fin tomó una decisión.

– De acuerdo, pueden quedarse por un tiempo, pero no es una buena solución.

Amelia suspiró aliviada y Albert James, discretamente, hizo un gesto a Danielle y le entregó un sobre.

– Es para ayudar a la manutención de los amigos de Amelia -le susurró al oído.

– No… no hace falta -respondió ella un tanto azorada.

– Claro que sí, no podéis asumir una carga así -dijo James, dando por zanjada la cuestión.

Josep tuvo que dormir en el sofá y Victor ceder parte de su habitación a aquel español, adolescente como él, que acababa de irrumpir en su casa.


Según pasaban los días, Josep seguía insistiendo en que su única salida era apuntarse a la Legión Extranjera. El único problema era yo; no sabía qué hacer conmigo. El 9 de febrero de 1939 Franco promulgó la Ley de Responsabilidades Políticas, que era el preámbulo de las purgas y persecución a la que ya eran sometidos los perdedores.

Pero para todos nosotros supuso un golpe peor que Francia y Gran Bretaña decidieran reconocer al Gobierno de Franco instalado en Burgos. En esas fechas, finales de febrero, Albert James anunció a Amelia que tenían que viajar a México. Hacía tiempo que había pedido una entrevista con León Trotski y por fin el político ruso había aceptado. En aquel entonces vivía en México, que fue la última parada de un largo exilio que comenzó en Kazajistán, siguió por Turquía, Francia, Noruega y acabó recalando allí.

Yo solía acompañar a Amelia a la oficina de James, y allí me quedaba muy quieto leyendo en un rincón para no molestar. Mi padre salía temprano en busca de trabajo para lograr con qué mantenernos, y gracias a la ayuda de algunos camaradas franceses de vez en cuando conseguía alguna chapuza. Un día, fui testigo de una discusión entre Amelia y Albert James.

James estaba encerrado en su despacho escribiendo cuando recibió una llamada en la que le anunciaban la fecha en que Trotski le recibiría para la entrevista. Sería diez días después y tenía que responder de inmediato sí estaba dispuesto a viajar a México. Naturalmente, no lo dudó.

– Amelia, nos vamos a México -dijo saliendo del despacho.

– ¿A México? ¿Y por qué tienes que ir allí? -preguntó Amelia.

– He dicho que nos vamos, tú y yo. Me acaban de llamar y Trotski acepta recibirme. No sabes lo que he tenido que mover para conseguir la entrevista. En diez días tenemos que estar allí.

– Pero yo no puedo irme, y, además… bueno, no creo que allí vaya a serte útil.

– Te equivocas, precisamente en México es donde más te voy a necesitar. Serás mi intérprete, como cuando fuimos a la frontera con España.

– Pero Trotski habla francés…

– Sí, pero yo no hablo español y en México se habla español. No sólo voy a hablar con Trotski, espero poder hacerlo con la gente que le ha dado cobijo allí y también con sus enemigos del Partido Comunista.

Discutieron un buen rato. Amelia no quería dejarnos solos a Josep y a mí, pero Albert James se mostró inflexible y le recordó que aquel viaje era parte del trabajo.

Amelia le contó a Danielle que debía irse, y que por lo menos tardaría un mes en regresar. Sabía que ponía a los Dupont en un compromiso dejándonos a su cuidado, pero no tenía otro remedio ya que no podía permitirse perder el trabajo con James. A André Dupont no le gustó nada la noticia, pero al fin aceptó la propuesta de Amelia. En cuanto ella regresara, dijo, nos buscaría una solución, o mejor dicho se haría cargo de mí con todas las consecuencias, puesto que Josep iba a solicitar el ingreso en la Legión Extranjera.»


El profesor Soler dio por terminada la charla de repente y tengo que reconocer que esto me molestó.

– Mi querido Guillermo, tendrá usted que ir a México, yo desconozco lo que sucedió allí -sentenció, ante mi sorpresa.

– Pero profesor, ¿qué más da? Cuénteme qué sucedió cuando Amelia y James regresaron de México. Total: debieron de ir, hacer la entrevista y ya está.

– ¡Ah, no! Eso sí que no. Las señoras Garayoa le han contratado para que investigue usted, quieren saber lo más detalladamente posible todo lo referente a la vida de Amelia, y le aseguro que la investigación histórica no es un trabajo fácil, a veces incluso es ingrato.

– Pero…

– No hay «peros», Guillermo, usted tiene que llenar todas las lagunas. No sabemos lo que sucedió realmente en México, pero convendrá conmigo en que entrevistar a Trotski tuvo su importancia.

– De acuerdo, iré, pero ¿por qué no me cuenta qué sucedió cuando Amelia regresó? Luego, a la hora de escribir, ya ordenaré correlativamente los hechos.

– No, no, tiene que ir paso a paso, hágame caso. Doña Laura me ha pedido que le guíe y eso estoy haciendo. En mi opinión debe ir a México.

Me resigné a seguir su consejo, aunque el viaje me parecía que sería una pérdida de tiempo. En realidad no se me ocurría cómo buscar una pista sobre Amelia en la capital azteca. Pero la suerte estaba de mi lado, porque me telefoneó Pepe, el redactor jefe del periódico, para anunciarme que me enviaba unos cuantos libros a casa para que los fuera leyendo y le mandara las críticas cuanto antes.

– Oye, ¿tú no fuiste trotskista? -le pregunté.

– Sí, ¿a qué viene eso? -me respondió mosqueado.

– Trotski vivió en México, ¿no es así?

– Sí, allí le asesinaron.

– ¿Crees que aún hay trotskistas en México?

– ¡Pero a qué viene esta bobada! ¿A ti qué te importa si quedan trotskistas en México?

– Necesito que me busques un contacto con algún trotskista mexicano.

– ¡Tú estás pirado! Hace veinte años que dejé todo ese rollo.

– Bueno, pero seguro que sabes de alguien que me pueda ayudar. Busco un trotskista en México, no un marciano en la Gran Vía.

– ¿Me puedes decir para qué? No sé en qué andas metido, pero me estoy mosqueando…

– Te estoy pidiendo ayuda, no creo que te cueste tanto.

Discutimos un buen rato pero al final le convencí para que me echara una mano. Mientras organizaba el viaje al Distrito Federal esperé impaciente la llamada de Pepe, que al final llegó.

– He perdido toda la tarde para encontrar a alguien que conociera a algún camarada en México. Por fin he dado con un amigo que estuvo una temporada trabajando en la secretaría de relaciones internacionales de la Liga, y me ha dado el teléfono de un periodista mexicano que debe de tener más años que Matusalén. Llámale, pero a mí no me metas en tus líos, que no sé ni por qué te ayudo.

– Porque a pesar de ser un explotador tienes tu corazoncito.

– ¡Guillermo, no me vaciles que no estoy de humor!

– Eso es porque nuestro querido director te explota, aunque no tanto como a mí, al menos te paga mejor.

– ¡Oye, nada de discursos! Cuanto antes me envíes las críticas de los libros que te he mandado, mejor que mejor.


Y, en efecto, estaba de suerte, porque llamé al periodista mexicano y éste se mostró encantado de ayudarme no bien llegara a su país.

El viejo colega resultó ser de lo más eficaz, porque cuando lo llamé desde el hotel para decirle que había llegado ya me había preparado una cita.

– Mañana le recibirá don Tomás.

– ¿Ah, sí? Estupendo… y dígame, ¿quién es don Tomás?

– Un hombre sorprendente, es muy anciano, más que yo, este año cumple los cien.

– ¿Cien años?

– Sí, cien años, pero no se preocupe, tiene una memoria prodigiosa. Conoció a Trotski, a Diego Rivera, a Frida…

2

Tomás Jiménez resultó ser de verdad sorprendente. Con cerca de cien años, conservaba la mirada viva y una memoria extraordinaria. Vivía en Coyoacán con uno de sus hijos y su nuera, que me parecieron casi tan mayores como él. Me aseguró que tenía más de veinte nietos y una docena de bisnietos.

Había dedicado su vida a la pintura, y frecuentado a algunos amigos del grupo de Diego Rivera y Frida Kahlo, aunque no formó parte del círculo de amigos íntimos de la pareja.

La casa donde vivía don Tomás era una vieja casona solariega, con un patio interior que olía a jazmín y gozaba de la sombra de varios árboles frutales. La verdad es que quedé prendado de Coyoacán, un oasis de belleza en medio del caos de la capital mexicana.

Doña Raquel, la nuera de don Tomás, me avisó de que no debía cansarle.

– Mi suegro tiene buena salud, pero tampoco está para muchos trotes, de manera que confío en su buen juicio -me advirtió.

– De manera que es usted bisnieto de Amelia Garayoa. Guapa mujer, sí señor, muy guapa -me dijo don Tomás al verme.

– ¿La conoció usted?

– Sí, por casualidad. Ella llegó a México en marzo de 1939 con un periodista gringo. Por aquel entonces yo era un trotskista que procuraba estar al tanto de cuanto sucedía alrededor de mi líder.

– ¿Trató usted a Trotski?

– Un poco. Tenía miedo, Stalin había intentado matarle unas cuantas veces y desconfiaba de todos. Llegar hasta él no era fácil, y eso que aquí tenía muchos partidarios, yo entre ellos. Tiene usted que visitar la Casa Azul.

– ¿ La Casa Azul?

– Sí, allí vivió Trotski con su mujer, Natalia. La casa era de Frida Kahlo, ahora es un museo. Cuando su bisabuela y el periodista llegaron a México, las cosas no iban bien entre Trotski, Diego Rivera y Frida. Diego era un genio y tenía un carácter endiablado. Actuaba por impulsos y tan pronto se declaraba un trotskista convencido como discutía abiertamente con Trotski. Se enfadaron porque Diego no apoyó a Lázaro Cárdenas, al que, claro, Trotski tenía mucho que agradecer. En realidad Trotski no confiaba demasiado en Diego, le admiraba como artista pero no le veía como un político. Se enfadaron y Trotski y Natalia dejaron la Casa Azul, pero se quedaron aquí en Coyoacán, en una vivienda que hoy se ha convertido en el Museo León Trotski.

– ¿Cómo conoció a Amelia Garayoa?

Don Tomás se tomó su tiempo antes de responder. Sacó un cigarro, lo encendió y aspiró el humo, después continuó su narración.


«En aquel mes de marzo de 1939 unos amigos galeristas me invitaron a participar en una exposición colectiva. Como puede imaginar para mí era muy importante. A la inauguración vinieron muchos amigos, camaradas trotskistas sobre todo, y uno de ellos lo hizo acompañado de Amelia Garayoa y el periodista norteamericano Albert James. Este amigo mío, Orlando, que es mi compadre, también era periodista y dirigente del partido; formaba parte del círculo de Trotski y al parecer había sido el intermediario de James para conseguirle la entrevista.

Verá usted, a su bisabuela era imposible no verla porque era bellísima. Parecía muy frágil, casi etérea; despertó de inmediato mi curiosidad y la de mis «cuates», y eso que en este país no tenemos predilección por las mujeres flacas, pero ella parecía especial. También le diré por qué no la he olvidado y es porque tuvo el valor de reconocer que en mi pintura no había nada genial. Se puede imaginar que aquel día yo sólo recibía parabienes y elogios nada sinceros, pero su bisabuela no tuvo el menor empacho en decirme la verdad. Mi amigo Orlando nos presentó pero omitió decir que yo era el autor de aquellos cuadros que no dejaba de alabar. A mí me pareció que Amelia torcía el gesto y miraba con indiferencia las pinturas.

– ¿No le gustan los cuadros? -le pregunté.

– Creo que el pintor domina la técnica del retrato, pero le falta «alma»; no, no creo que sea un genio.

Nos quedamos todos callados sin saber qué decir. Albert James miró molesto a Amelia, y el bueno de Orlando se quedó igual de desconcertado que yo.

– ¡Ah, las mujeres! Ahora opinan de todo. Pues mire chiquita, Tomás es uno de los mejores aunque usted no entienda mucho de pintura -le recriminó mi compadre.

– No soy una experta en pintura, pero reconocerá conmigo que todos somos capaces de saber cuándo estamos ante una obra maestra y genial. Sin duda estos cuadros no están mal, pero no son nada especial -insistió Amelia, que parecía seguir sin enterarse de que yo era el autor de las pinturas.


Yo quedé molesto con los comentarios de la española, así que los dejé plantados y me fui a seguir escuchando alabanzas de mis otros invitados. ¡Era mi día!, y ella me lo acababa de fastidiar.

La volví a ver tres días más tarde, en casa de mi compadre Orlando, que había organizado una cena a la que nos dijo que acudiría Trotski. Yo fui deseoso de poder hablar con Trotski, pero al final no acudió. Ya le he dicho que vivía obsesionado con la seguridad porque Stalin había intentado matarle en más de una ocasión, y como sabe al final lo consiguió.

Albert James estaba eufórico. Había conseguido la entrevista con Trotski mucho antes de lo previsto.

– Pensaba que me iban a tener varios días esperando, pero ha sido llegar y hacerla. Es un personaje muy interesante, lástima que siga empeñado en defender los excesos de la revolución -dijo James.

– ¿Excesos? ¿Cree que es posible derrocar un régimen sin sangre? ¿Quiere decirme cómo se libraron los norteamericanos de la Corona británica? ¿Y qué tuvo que hacer su admirado Lincoln para acabar con la esclavitud? Mi querido amigo, sin derramar sangre la historia no avanza -dije yo convencido y jaleado por mi compadre Orlando.

– En Rusia no hubo más remedio que acabar con los zaristas y con todos los elementos contrarrevolucionarios, de lo contrario habría sido imposible que los trabajadores se hicieran con el país.

– El problema no es la revolución, sino que el camarada Stalin no quiere compartir el poder con nadie. Ha ido desterrando de su lado a los viejos camaradas bolcheviques -añadió Orlando.

Además del gringo, Amelia era la única que conocía bien la Unión Soviética, y ¿sabe?, fue mucho después cuando pensé en lo prudente que fue en sus apreciaciones. Por más que le preguntamos cómo se vivía en Moscú, Amelia no hizo ninguna crítica ni dijo nada que pudiera darnos una sola pista sobre la realidad. Nos describió Moscú como si lo hiciera para una guía turística pero poco más.

Le pregunté qué le había parecido Trotski, puesto que había acompañado a Albert James a la entrevista.

– Creo que está sufriendo mucho. No debe de ser fácil vivir en el exilio sin saber en qué momento van a intentar asesinarte. Eso le hace ser profundamente precavido, desconfiado; pero claro, tiene razón para serlo. Me ha impresionado más su esposa Natalia.

– ¿Sí? Pues yo no la encuentro nada especial -respondí, asombrado de que le hubiera llamado la atención la esposa de Trotski.

– Supongo que a simple vista Natalia no parece una mujer especial, pero lo es; ha seguido fielmente a su marido al exilio, le cuida, le mima, le protege, le perdona -afirmó Amelia.

– ¡Ah, ya le han contado chismes sobre Trotski! -exclamó Orlando-. No se crea que es un mujeriego, aunque pueda haber tenido alguna aventura como cualquier hombre.

– A mí me parece que vivir con un hombre como él y en estas circunstancias es un acto de heroicidad -sentenció Amelia.


Ya sabe que se dijo que Trotski y Frida Kahlo mantuvieron un romance. Algo sin importancia para ambos, puesto que para Frida no existía nadie más que Diego y seguramente Trotski necesitaba a Natalia. Pero las mujeres no comprenden a los hombres y les juzgan muy alegremente. Frida era muy especial y Trotski, un hombre que no tenía por qué resistirse a una mujer así, ¿no cree?

Amelia y Albert James se quedaron unos días más en México. El periodista quería conocer algo de la política mexicana, e incluso consiguió una entrevista con el presidente Lázaro Cárdenas, pero además entró en contacto con españoles que habían llegado meses atrás. Precisamente fui yo quien les puse en contacto con algunos de estos exiliados, entre ellos con mi amigo José María.

José María Olazaga era vasco, y había escapado a través de la frontera con Francia poco después de que las tropas de Franco derrotaran a las fuerzas republicanas y de que cayeran en sus manos Asturias, Santander y el País Vasco.

Llegó a México en compañía de su mujer y su hijo, además de un joven que hacía las veces de secretario. Eran nacionalistas del PNV, no habían ocupado puestos importantes en ese partido pero ambos estaban significados.

Le propuse al norteamericano Albert James que se reuniera con José María, porque él podía contarle cómo se estaba organizando el exilio español en México. James aceptó de inmediato y yo lo acompañé a la cita con mi amigo que, como Trotski, también se había instalado en Coyoacán.

Hoy Coyoacán es un barrio más del Distrito Federal, pero entonces era una pequeña población a diez kilómetros del centro de la capital. Mi amigo había instalado una imprenta que funcionaba bien y que se había convertido en un lugar donde la gente del exilio imprimía su propaganda y sus carteles.

José María nos esperaba expectante, le habían dicho que al periodista norteamericano le acompañaba una española. No sabe usted el susto que nos llevamos cuando, nada más entrar en la casa de mi amigo, Amelia soltó un grito tremendo. Era un grito de sorpresa, de alegría. Junto a José María estaba un chico, su secretario, llamado Aitor. Amelia y él se conocían; según contaron después, la hermana de Aitor había sido la criada de Amelia.

– ¡Dios mío! ¡No puede ser! -gritó Amelia.

Se abrazaron y Amelia rompió en lágrimas, mientras que Aitor reprimía las suyas.

– ¡Pero qué haces aquí! Te hacía con tu madre en el caserío… -le dijo Amelia.

– Tuve que huir. Ayudé a don José María y a su familia a pasar la frontera. ¿Recuerdas que me pediste que te enseñara los caminos de pastores que pasan a Francia? Pudimos salir de allí de milagro. Una vez en Francia pensé en volver, pero…

– Pero yo le aconsejé que no lo hiciera -intervino José María-, era peligroso. La gente sabía que trabajaba con nosotros y corría peligro. Ya sabe usted lo que está pasando, llegan los falangistas a los pueblos y siempre hay alguien dispuesto a denunciar a algún vecino. Están matando a mucha gente, no crea que todas las bajas se producen en el frente.

– Y tú, ¿qué haces en México? Edurne nos contó… Bueno, sé que te fuiste a Francia -dijo Aitor, un tanto azorado.

– Sí. Supongo que te lo habrá contado todo.

Aitor bajó la cabeza y murmuró un «sí» que apenas escuchamos. Parecía avergonzado de saber lo que sabía y Amelia también se sintió incómoda.

– Mi hermana sigue con tu prima Laura -explicó Aitor-. Creo que estaban bien, aunque hace mucho que no sé de ellas.

– ¿Y tu madre, y tus abuelos? -se preocupó Amelia.

– Sé que continúan en el caserío. Los llevaron para interrogarles al cuartelillo de la Guardia Civil, pero los soltaron. Tú los conoces, sabes que nunca se habían metido en política.

– Dime lo último que sepas de mi familia…

– Lo están pasando mal. Tu marido… bueno, sí, tu marido está con las tropas republicanas, y hasta donde sé fue herido pero se recuperó y volvió al frente; ahora no sé qué ha sido de él. Tu padre y tu tío también estaban movilizados, las mujeres se quedaron en Madrid. Mi hermana quiso quedarse con tu prima Laura, además… Tú sabes que se hizo socialista o comunista…

– Sí, lo sé. ¿Sabes algo de mi hijo?

– Lo último que nos contó Edurne es que de vez en cuando acompaña a tu prima Laura a verlo cuando su ama, creo que se llama Águeda, lo saca a la calle. Tu marido no quiere saber nada de tu familia, pero parece que esa tal Águeda es una buena mujer y que a escondidas ha permitido que tus padres y tus tíos vieran a Javier. Como el niño ya habla y Águeda teme que se lo diga a su padre, han acordado que ella lo saca a pasear y ellos le ven de lejos, pero ya no se acercan porque saben que si tu marido se entera despedirá a la buena de Águeda.


Amelia contenía las lágrimas a duras penas. No hacía falta ser un lince para saberla humillada. La temblaba el labio inferior y tenía entrelazadas las manos con fuerza.

– ¿Vas a regresar a España? -preguntó Aitor.

– ¿Regresar? ¿Cómo? Es imposible, puede que me tengan fichada como comunista, no lo sé.

– ¿Eres del partido? -quiso saber José María.

– Bueno, soy del Partido Comunista Francés, en España nunca me hice ningún carnet.

– Entonces no estás fichada. Puede que te permitan regresar -respondió José María.

Creo que en ese momento aquella posibilidad se abrió pasó en la cabeza de Amelia.

– ¿Y tú? ¿Vas a quedarte a vivir en México?

Aitor calló, pero José María habló por él.

– Supongo que son personas de confianza, de manera que creo que podemos hablar con sinceridad. Por ahora es mejor que nos quedemos aquí; además, por lo que sabemos el Gobierno francés se está portando mal con los españoles, pero la gente de aquí no es así. Pensamos que deberíamos intentar ayudar a los de dentro, incluso ayudar a salir a los que quieran hacerlo ahora que Francia ha decidido cerrar la frontera. De eso hablamos ayer, porque Aitor conoce bien los pasos y aunque correría un gran riesgo a lo mejor es más útil en la frontera con España. Pero no hemos decidido nada. Primero tenemos que saber qué pasa exactamente y si de una vez termina esta maldita guerra.

– Los fascistas están ganando -aseguró Amelia.

Todos miramos a Albert James, esperando que fuera él quien corroborara lo que decía Amelia y nos informara de la situación real.

– Amelia tiene razón, la República ha perdido la guerra. Es cuestión de semanas que termine -sentenció el periodista.

– ¿Qué cree que va a pasar? -preguntó José María.

– No lo sé, pero es difícil pensar que Franco sea generoso con quienes han luchado por la República. Los que hayan sobrevivido en los dos bandos tendrán que enfrentarse a un país arrasado y librar otra batalla, esta vez contra la miseria y el hambre.

– ¿Y las potencias europeas? -preguntó Aitor.

– Nunca han considerado la guerra de España como su problema. Francia y el Reino Unido ya han reconocido el Gobierno de Burgos; Alemania e Italia son aliados de Franco. No, no se engañen: España está sola, lo ha estado durante la guerra y lo estará a partir de ahora. No constituye una prioridad para nadie -dijo James.

– Entonces quizá debamos cambiar de planes y que Aitor regrese cuanto antes. Tenemos amigos, nuestra gente en el otro lado de la muga, en Francia; allí no tendrá problemas, y podrá ayudar a pasar gente o acaso se organice alguna resistencia dentro… -reflexionó José María.


Nos habíamos quedado anonadados por la crudeza de la exposición de Albert James. No es que José María y Aitor fueran ingenuos, pero al fin y al cabo no podían dejar de tener un resquicio de esperanza de poder salvar a España de Franco, y salvarse ellos mismos.

Durante los siguientes días Amelia y Aitor compartieron todas las horas que pudieron. José María se llevó una sorpresa al escucharles hablar en vasco. Ninguno les entendíamos, tampoco él. El euskera entonces se hablaba en los caseríos y no era una lengua que los burgueses quisieran hablar, más bien al contrario, por eso resultaba extraño que Amelia lo hubiera aprendido.

– Veo que no se te ha olvidado -le dijo Aitor.

– La verdad es que no sabía que lo recordaba, hace tanto que no lo hablo…

– Mi madre decía que tenías don de lenguas.

– ¡Mi querida Amaya! Tu madre siempre fue tan buena y cariñosa conmigo…»


Tomás Jiménez cerró los ojos y me asusté pensando que le pudiera haber pasado algo. Pero enseguida los abrió.

– No se asuste, Guillermo, no se asuste, es que si cierro los ojos recuerdo mejor y puedo ver a Amelia y a mis amigos. Aitor y José María le dieron a Amelia varios números de teléfono y direcciones de compañeros del PNV que habían logrado refugiarse en Francia. Aitor le dijo a Amelia que si regresaba la buscaría. Supongo que lo hizo porque dos meses más tarde se marchó. José María se quedó en México y nunca más regresó a España. Desgraciadamente murió antes de que lo hiciera Franco.


Doña Raquel me despidió haciéndome prometer que regresaría a verles antes de dejar México.

No cumplí con mi promesa, estaba tan atrapado en la vida de mi bisabuela que sólo pensaba en escribir el relato y en que alguien prosiguiera con la historia. Telefoneé a Victor Dupont, no sabía si Pablo Soler y Charlotte continuaban en la capital francesa. Me confirmó que habían regresado ya a Barcelona. Estaba claro que el hilo conductor de mi historia seguía siendo el historiador, de manera que mi siguiente destino era España.

– Le invito mañana a almorzar, y así dispondremos de toda la tarde para hablar -me propuso Soler cuando lo llamé.

Acudí puntual a la cita con el profesor. Reconozco que me caía bien, y que cada vez que nos veíamos me sorprendía con alguna revelación. Durante el almuerzo le conté mi peripecia en México y él esperó a los postres para contarme lo que sucedió cuando Amelia y Albert James regresaron a París…


«Nos alegramos de volver a tener a Amelia entre nosotros. Danielle Dupont decía que se había acostumbrado a la «pequeña española» y que la casa parecía vacía sin ella. También el señor Dupont dijo que teníamos que celebrarlo. Creo que para Josep fue un alivio tenerla de nuevo, ella era su hada madrina, su protectora. Amelia quiso que la pusiéramos al corriente de lo que sucedía en España.

– En Madrid, el general Casado, apoyado por Julián Besteiro, se ha hecho con el control de la situación y ha puesto fin al Gobierno de Negrín. Parece que Casado está negociando con el Gobierno de Burgos para poner fin a la guerra y que la cosa es cuestión de días -relató Josep con un hilo de voz.

No fue cuestión de días, porque al día siguiente, 28 de marzo de 1939 las tropas de los nacionales entraron en Madrid. Para Amelia y Josep fue un mazazo. Aunque esperaban la noticia la verdad es que no estaban preparados para recibirla.

Lo peor fue cuando Albert James se presentó en casa el 1 de abril con un papel en la mano.

– Lo siento, acabo de conseguirlo: es el último parte de guerra.

– Léelo -pidió Amelia.

– «En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.» Lo firma el general Francisco Franco.

Amelia rompió a llorar y Josep tampoco pudo contener las lágrimas. Incluso la señora Dupont, Víctor y yo nos contagiamos. Sólo mi padre y Albert James fueron capaces de controlarse.

– Voy a ir a España -le dijo James a Amelia-. Pediré los permisos pertinentes para ir a Madrid.

– Iré contigo -respondió Amelia, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.

– No creo que sea sensato, no sabemos lo que podría pasar -respondió Albert James.

– Si no voy contigo iré sola, pero iré, quiero ir a mi casa, quiero saber de los míos. Tengo un hijo, unos padres, un marido… -dijo entre sollozos.

– Veré qué puedo hacer.

Albert James se marchó prometiendo regresar más tarde con más noticias y mi padre salió también para ver a algunos de sus camaradas y recabar información.

Aquella noche cenamos todos en casa de los Dupont y estuvimos hablando hasta bien entrada la madrugada.

Josep dijo que no tenía otra opción que apuntarse a la Legión Extranjera; no quería volver a uno de los campos de refugiados donde se hacinaban miles de españoles huyendo de la guerra. Le pidió a Amelia que me llevara a España e intentara encontrar a Lola.

– Con su madre estará mejor.

– Pero la pueden haber detenido, o a lo mejor ella también ha escapado -argumentó Amelia.

– Nos habría encontrado. Yo conozco a Lola, sé que se habrá quedado a luchar hasta el final. Es lo que me dijo. Ya os he contado que le pedí que cruzara la frontera con nosotros pero se negó. Pero el final ha llegado y tenemos que sacar adelante a nuestro hijo. Incluso si no encuentras a Lola, su madre se puede hacer cargo de Josep. Vive en Madrid, en la esquina de la plaza de la Paja. Es una buena mujer y nunca se ha metido en nada, no creo que los fascistas la vayan a tomar con ella. Cuidará bien de Pablo. -Por el tono de Josep no había duda de que la decisión estaba tomada.

Yo dije que no quería separarme de mi padre para ir con mi abuela, y Danielle, que era una mujer muy generosa, se ofreció a cuidarme hasta que estuviera más clara la situación en España, pero Josep se mostró inflexible. Sabía que en aquel momento no había futuro para nosotros en Francia. Las noticias que nos llegaban sobre los campos de internamiento eran terribles, los franceses estaban desbordados por la avalancha de refugiados. En el campo de Bram metieron a los ancianos; en Agde y Riversaltes había milicianos, sobre todo catalanes; en Sepfonds y Le Vernet concentraron a una mayoría de obreros y también intelectuales, como en Gurs.

Albert James consiguió un permiso para viajar a España. Era peligroso porque aunque la guerra había terminado los franquistas estaban pasando factura a los que habían luchado en el bando republicano. James temía por Amelia, pero ella no dio su brazo a torcer. Le dijo a Danielle que si volvía acompañada de un periodista norteamericano los franquistas no le harían nada, pero lo cierto es que ni el propio Albert James las tenía todas consigo.

Amelia, Albert James y yo viajamos en coche hasta la frontera. Albert conducía un buen coche para la época, pero el viaje desde París se nos hizo eterno.

A las ocho de la mañana del 10 de mayo llegamos a Irún. Había soldados y guardias por todas partes. Dos guardias civiles del puesto fronterizo nos ordenaron que bajáramos del coche. Albert James chapurreaba poco el español, de manera que Amelia se hizo cargo de la situación.

– ¿Adonde van ustedes? -preguntó el guardia.

– A Madrid.

– ¿Y qué van a hacer allí? -preguntó el guardia mientras su compañero examinaba nuestros pasaportes.

– El señor James es periodista norteamericano y quiere escribir un reportaje sobre España ahora que ha terminado la guerra.

– Ya, eso él, pero ¿y usted quién es?

– Soy la ayudante del señor James, su intérprete. Ya le he dicho que es norteamericano, lo puede ver en su pasaporte.

– ¿Y el chaval éste? ¿Por qué va con ustedes?

– Verá, soy amiga de sus padres, y como yo vivía en París le enviaron conmigo para que no sufriera los estragos de la guerra; ahora le traigo con los suyos, que espero estén vivos.

– ¿Los padres son de nuestro bando? -quiso saber el guardia.

– Son excelentes personas, honrados y trabajadores, y han luchado por España como el que más.

– ¿Y dónde tiene usted un papel que acredite que está a cargo del niño? -inquirió el guardia.

– Oiga, ¿usted cree que durante la guerra alguien pensaba en papeles? Bastante hicieron enviándole a París para que no pasara penalidades.


Los guardias hablaron entre sí un buen rato y al final debieron de pensar que un periodista norteamericano, una mujer joven y un niño no debían de ser peligrosos, así que nos dejaron pasar. Amelia, que había empezado a fumar hacía poco encendió un cigarrillo apenas nos subimos al coche.

– Eres muy hábil esquivando preguntas -le dijo Albert James.

– ¿Cómo lo sabes, si tú no entiendes español?

– ¡Oh! Entender lo entiendo bastante bien aunque me cueste más hablarlo. ¡Menudo aplomo tienes! Claro que ya me había dado cuenta en Moscú.


Tardamos casi doce horas en llegar a Madrid, no sólo por el estado de las carreteras, sino porque había tropas por todas partes yendo de un lado para otro.

Cuando llegamos a Madrid Albert James nos llevó a un hotel junto a la Gran Vía, el Florida, que le había recomendado un colega. El Florida había sido lugar de encuentro de los periodistas extranjeros que informaban desde el bando de la República. El hotel había sufrido los estragos de la guerra y no estaba en muy buenas condiciones, de manera que Albert James recordó otra dirección, la de una pensión no lejos de allí, donde había pasado buena parte de la contienda un fotógrafo norteamericano amigo suyo.

La patrona era una mujer bajita y tan delgada que parecía desnutrida. Recuerdo que nos recibió con cara de gratitud.

– No tengo ni un solo huésped, de manera que pueden elegir habitación. No les garantizo que pueda darles de comer porque no hay nada en la plaza, salvo que busque algo en el mercado negro. ¡Ah! Mi nombre es Rosario.

Las habitaciones estaban limpias y los balcones daban a la mismísima Gran Vía.

Una vez que Albert James le explicó a la patrona que habíamos llegado hasta ella recomendados por otro periodista estadounidense, doña Rosario pareció mirarnos con más simpatía.

– Es que hay que tener cuidado con quién mete una en casa, y sobre todo con lo que dice, porque ahora puedes terminar en la cárcel por el menor comentario.

Doña Rosario nos contó que su marido había sido funcionario en el Ministerio de Hacienda, y que hasta que estalló la guerra nada les había faltado.

– Vivíamos bien, ya ven ustedes lo cómodo que es este piso, pero mi marido se incorporó a filas y al pobrecillo lo mataron en el frente, ahí mismo, en la sierra de Guadarrama. Y ya ven ustedes, durante la guerra de algo había que vivir, de manera que empecé a coger huéspedes. Una prima me lo aconsejó, ella tenía alquiladas dos habitaciones a periodistas extranjeros y me mandó a algunos amigos de sus huéspedes, y ya ven, gracias a eso he sobrevivido.

– ¿Usted estaba con la República? -le preguntó Amelia.

– ¡Ay, hija, ya da lo mismo! Ahora tenemos que vivir con lo que tenemos y más vale no decir nada. Ya sabes que antes de terminar la guerra Franco aprobó la Ley de Responsabilidades Políticas, y están metiendo a mucha gente en la cárcel; vamos, que meten a todos los que sospechan que han estado con el otro bando. No perdonan ni una.

Eran alrededor de las diez cuando Amelia nos dijo que iba a acercarse a casa de sus padres.

– No puedo esperar a mañana, sería incapaz de dormir.

– Pero no deberías salir sola a esta hora -le aconsejó Albert-. Aún no sabemos cómo están las cosas, podrían detenerte. Es mejor que esperes.

Le costó convencerla, pero lo logró. Aquella noche Amelia no pegó ojo y al amanecer nos despertó.

Albert James dijo que lo primero que tenía que hacer era acreditarse como periodista ante las autoridades franquistas. James quería saber qué terreno pisaba, aunque no tenía la más mínima intención de dejarse someter por la censura franquista. Su objetivo era ver y oír para después escribir reportajes sobre la España de la posguerra.

Propuso a Amelia que le acompañara puesto que no hablaba bien español, y que después la llevaría a casa de sus padres y más tarde a buscar a Lola, pero ella se resistió, estaba nerviosa y quería presentarse en su casa, saber de los suyos. Al final él cedió y acordaron que yo la acompañaría a casa de sus padres mientras él se organizaba para empezar a trabajar en sus reportajes.

Aún recuerdo la impresión que me produjo el Madrid de entonces. Se palpaba la miseria y la desesperanza, pero también se apreciaba la euforia de los vencedores.

Fuimos andando Gran Vía abajo hasta Cibeles y de allí enfilamos hacia el barrio de Salamanca, donde vivían los padres de Amelia y también sus tíos.

La recuerdo temblando mientras apretaba el timbre de la casa de sus padres. Nadie contestó a sus timbrazos impacientes.

Bajamos las escaleras en busca del portero, al que no habíamos visto al entrar, pero allí estaba en el chiscón.

– ¡Señorita Amelia! ¡Dios mío, qué sorpresa! -El hombre se quedó boquiabierto al verla.

– Hola, Antonio, ¿cómo está? ¿Y su mujer y sus hijos?

– Bien, bien, todos bien. Hemos sobrevivido y con eso nos damos por satisfechos.

– ¿No hay nadie en mi casa?

El portero, nervioso, apretó las manos antes de responder.

– ¿No lo sabe usted?

– ¿Saber? ¿Qué he de saber?

– Bueno, en su familia han pasado algunas cosas -respondió incómodo el portero.

Amelia enrojeció, humillada por tener que recabar noticias de su propia familia.

– Explíquese, Antonio.

– Mire, es mejor que vaya a casa de su tío, de don Armando, y que allí le den razón.

– ¿Dónde están mis padres? -insistió Amelia.

– No están, señorita Amelia, no están. Su padre… bueno, no lo sé a ciencia cierta, y su madre… Lo siento, pero doña Teresa murió. La enterraron hace unos meses.


El grito de Amelia fue desgarrador. Se dobló por la mitad y yo pensé que iba a caerse. La sujetamos entre el portero y yo. Se quedó inerte, temblando, y a pesar de que no hacía ni pizca de frío, le castañeteaban los dientes.

– ¿Ve usted por qué no quería decírselo yo…? Estas cosas lo mejor es que uno se entere por la familia -se lamentó el portero, asustado por el estado de Amelia.

Con los ojos arrasados por las lágrimas, Amelia preguntó por su hermana.

– Y mi hermana, ¿dónde está?

– La señorita Antonietta se fue con sus tíos, supongo que estará con ellos. No andaba bien de salud.

El hombre nos hizo pasar al chiscón y ofreció un vaso de agua a Amelia, que parecía incapaz de rehacerse. Estaba tan fría, tan pálida, se la veía tan desvalida…

Fuimos andando hasta casa de sus tíos, a pocas manzanas de allí. Amelia, que no dejaba de llorar, me llevaba de la mano, y aún recuerdo la fuerza con la que me apretaba.

Subimos las escaleras deprisa. Amelia estaba ansiosa por saber qué les había pasado a los suyos. Esta vez nos abrieron la puerta al primer timbrazo y nos encontramos con Edurne, la hija del ama Amaya, la mujer, que había cuidado a las niñas Garayoa desde su más tierna infancia. Edurne había sido la doncella de Amelia, su confidente y amiga, y a través de Lola también había militado en el Partido Comunista.

Fue emocionante el encuentro entre las dos mujeres. Amelia se abrazó a Edurne y ésta, al verla, rompió a llorar.

– ¡Amelia! ¡Qué alegría!, ¡qué alegría! Menos mal que has vuelto.

Las voces de Amelia y Edurne alertaron a doña Elena, que se presentó de inmediato en el recibidor. La tía de Amelia casi sufrió un desmayo al ver a su sobrina.

– ¡Amelia! ¡Estás aquí! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Laura, Antonietta, Jesús, venid aquí!

Doña Elena cogió a Amelia de la mano y la llevó hacia el salón. Yo las seguí asustado. Me sentía un intruso.

Antonietta entró en la sala seguida de sus primos Laura y Jesús. Amelia intentó abrazar a su hermana pero ésta no se lo permitió.

– No, no me beses, estoy enferma; he tenido tuberculosis y aún no me he recuperado.

Amelia la miró con horror y de repente se dio cuenta del lamentable estado en que se encontraba su hermana.

Presentaba una delgadez extrema. Su rostro estaba inmensamente pálido y en él sólo destacaban sus ojos grandes y brillantes. Pero tal y como era Amelia hacía falta algo más que la tuberculosis para impedirle abrazar a su hermana. Durante un buen rato no hubo manera de separarla de Antonietta, a la que besó y acarició el cabello sin dejar de llorar. Laura se acercó a sus primas uniéndose en su abrazo.

– ¡Cuánto has crecido, Jesús! Y sigues tan seriecito como siempre -dijo Amelia a su primo, que tendría más o menos mi edad y que parecía muy tímido.

– También ha estado muy malito. Tiene anemia. ¡Hemos pasado tanta hambre! Y la seguimos pasando -respondió doña Elena.

– ¿Y papá? ¿Dónde está papá? -preguntó con apenas un hilo de voz.

– A tu padre lo fusilaron hace una semana -musitó doña Elena- y tu madre, mi pobre cuñada… lo siento Amelia, pero tu madre murió de tuberculosis antes de que terminara la guerra. Gracias a Dios, Antonietta parece que se está recuperando aunque está muy débil.

Amelia tuvo un ataque de histeria. Empezó a gritar llamando fascistas de mierda a los nacionales, maldiciendo a Franco, jurando que vengaría a su padre. Su prima Laura y Antonietta le pidieron que se calmara.

– ¡Por Dios, hija, si alguien te oye te fusilarán también a ti! -le dijo angustiada doña Elena, suplicándole que bajara la voz.

– ¡Pero por qué! ¡Por qué! ¡Mi padre era el hombre más bueno del mundo!

– Hemos perdido la guerra -respondió llorando Antonietta.

– Intentamos hacer todo lo posible para conseguir un indulto -explicó Laura-, pero fue inútil. No sabes cuántos escritos he presentado pidiendo clemencia; también pedimos ayuda a nuestros amigos que estaban con los nacionales, pero no han podido hacer nada.


Entonces Amelia se derrumbó, se tiró al suelo y, allí sentada, se abrazó las rodillas contra el pecho mientras lloraba aún más fuerte. Esta vez entre Laura y Jesús la pusieron en pie y la ayudaron a sentarse en el sofá. Doña Elena se secó las lágrimas con un pañuelo y yo me agarré a la mano de Edurne porque me sentí perdido en aquel drama que parecía no tener fin, ya que, según le explicó Laura a su prima, la abuela Margot también había muerto.

– La abuela no estaba muy bien del corazón, pero yo creo que enfermó de pena. Su criada Yvonne nos ha contado que murió mientras dormía, que se la encontró muerta en la cama.


Cuando Amelia pareció capaz de dominarse, doña Elena le explicó lo sucedido.

– Lo hemos pasado muy mal, sin comida, sin apenas medicinas… Antonietta cayó enferma y tu madre la cuidó día y noche y se contagió. Tu madre padecía de anemia, estaba muy débil, y además cuando había comida se la daba a Antonietta. Nunca se quejó, se mantuvo firme hasta el final. Además, tuvo que hacer frente al encarcelamiento de tu padre y eso fue lo peor. Todos los días se acercaba a la cárcel para llevarle algo de comida pero no siempre conseguía verle.

– ¿Por qué le metieron en la cárcel? -preguntó Amelia, con voz ronca.

– Alguien lo denunció; no sabemos quién. Tu padre estuvo en el frente, lo mismo que tu tío Armando, y a los dos les hirieron y regresaron a Madrid -explicó doña Elena.

– Mi padre está en la cárcel -añadió Laura.

– ¿En la cárcel? ¿Por qué? -Amelia pareció alterarse de nuevo.

– Por lo mismo que tu padre, porque alguien le ha denunciado por rojo -explicó Laura.

– Ni mi padre ni mi tío fueron nunca rojos, eran de Izquierda Republicana -respondió Amelia, sabiendo que lo que decía era una obviedad para todos.

– Da igual, ahora eso da igual, para Franco lo único que cuenta es de qué lado estaba cada uno -dijo Laura.

– Son unos asesinos -afirmó Amelia.

– ¿Asesinos? Sí, en este país hay y han habido muchos asesinos, pero no sólo los nacionales, no, también los otros han matado a muchos inocentes -respondió doña Elena mientras buscaba un pañuelo para secarse las lágrimas.

Amelia se quedó callada, expectante, sin terminar de entender lo que había dicho su tía.

– Yo soy monárquica, como toda mi familia, lo sabes, lo mismo que lo era tu pobre madre. ¿Quieres saber cómo ha muerto mi hermano mayor? Te lo diré: ya sabes que mi hermano Luis estaba cojo y no le movilizaron. Un día llegó un grupo de milicianos al pueblo, preguntaron si allí había fascistas y le señalaron la casa de mi hermano. Luis nunca fue fascista, de derechas y monárquico sí, pero no fascista. Les dio lo mismo, llegaron a su casa y delante de su mujer y de su hijo lo maniataron, se lo llevaron y le pegaron un tiro en la cuneta. Su hijo Amancio oyó el disparo, salió corriendo de la casa y se encontró a su padre en el suelo con un tiro en la cabeza. ¿Sabes lo que le dijo a mi sobrino el jefe de ese grupo de milicianos? Pues que aquél era el destino que les esperaba a todos los nacionales y que anduviera con cuidado. Sí, eso le dijo a un chiquillo de doce años.


Doña Elena suspiró y bebió un sorbo de agua del vaso que Edurne había colocado en la mesita del salón.

– Pero te contaré más, Amelia, porque seguro que recuerdas a mi prima Remedios, la monja. Cuando erais pequeños os llevamos un día a verla al convento, cerca de Toledo. ¿Crees que mi prima le había hecho daño a alguien? Llevaba en el convento desde los dieciocho años… Una noche llegaron un grupo de milicianos, tropas irregulares, violaron a las doce monjas y luego las asesinaron. ¿Sabes por qué? Te lo diré: porque eran monjas, sólo por eso.

– No puedo creerlo -afirmó Amelia.

– Es verdad, lo que te cuenta mi madre es verdad -dijo Laura.

– Puedo explicarte más casos, de alguien más cercano a ti, de tu tía Montse, la hermana de tu madre.

Amelia dio un respingo y se puso tensa. Su tía Montse era la única hermana de su madre y tanto Antonietta como ella la querían mucho. Se había quedado soltera y solía pasar temporadas en Madrid con ellas. A Antonietta y a Amelia les gustaban las visitas de su tía porque las mimaba y las consentía más que sus padres.

– La buena de Montse se fue a Palamós, a refugiarse en la masía de unos primos. La pobre mujer pensaba que al menos en el campo no pasaría hambre. Porque tú no lo sabes, Amelia, pero liemos pasado mucha hambre, mucha necesidad. La desgracia de tu familia catalana es que no eran comunistas, ni socialistas, ni anarquistas, ni de Companys… ¡Pobres de ellos por ser de derechas! Sí, de derechas, pero buena gente, trabajadores y honrados. Pero eso no les importó a los que los fusilaron. Ya sabes, milicianos, que se presentaron en el pueblo y preguntaron a los de su cuerda si había nacionales por allí. Alguien señaló la masía de esos primos de tu madre y de Montse. Los mataron a todos allí mismo, al matrimonio de ancianos, a sus tres hijos y a tu tía Montse, a ella que había ido a refugiarse allí. Dime, Amelia ¿crees que eso fue un asesinato?

– ¡Madre, no hables así! -protestó Laura por la dureza en el tono de doña Elena.

– Sólo quiero que sepa que aquí se ha matado mucho, que los nacionales han asesinado a los rojos y los rojos a los nacionales, más allá del campo de batalla, de la propia guerra. ¿A quién debo odiar yo Amelia? Dímelo. A mi marido lo tienen preso los nacionales, a mi hermano lo mataron los rojos, ¿a quién debo odiar más? ¿Sabes una cosa? Los odio a todos -sentenció doña Elena.

– ¿Dónde está el tío Armando? -preguntó Amelia, que estaba impresionada por cuanto había escuchado.

– En la cárcel de Ocaña. Le han condenado a muerte lo mismo que a tu padre y hemos pedido un indulto, hemos elevado todo tipo de súplicas a Franco. Si es necesario, no me importa arrojarme a sus pies y suplicarle por mi marido; si eso es lo que quieren, lo haré.

– ¡Madre, cálmate! -le pidió Jesús cogiéndole la mano.

– Lo siento, lo siento… yo…

– Tú te marchaste y no tienes ni idea de lo que ha pasado aquí. No sé si has sido feliz o desgraciada, pero te aseguro que nada de lo que hayas pasado es peor de lo que hemos vivido nosotros.

Amelia bajó la cabeza, avergonzada ante el reproche de su tía. No era difícil adivinar que se sentía culpable por haber vivido en la seguridad de un Buenos Aires hasta el que sólo llegaban los ecos de la guerra.

– ¿Y mi hijo? ¿Sabéis algo de Javier…? -preguntó mirando a Laura, porque no soportaba la mirada inquisitiva de su tía.

– Javier está bien. Águeda le cuida y le quiere mucho. Ahora está en casa de sus abuelos con don Manuel y doña Blanca. Ellos… bueno, ya sabes que eran más bien de derechas y ahora no corren ningún peligro, pero Santiago…

Laura parecía no atreverse a continuar. Sabía que su prima estaba al límite de sus fuerzas, que no soportaría continuar recibiendo malas noticias, y decirle que Santiago estaba en la cárcel, iba a suponer otro golpe para ella.

– Santiago también está preso -dijo al fin Laura.

– Ya ves, este país se ha vuelto loco. Las ideas políticas de Santiago, tu marido, eran como las de tu padre y las de mi Armando, nunca fue radical, ni comunista, pero eso no ha impedido que le metan en la cárcel -añadió la tía Elena.

– ¿También está en Ocaña? -quiso saber Amelia, que aún había palidecido más.

– Sí, allí está -respondió Laura.

– ¿Y sus padres no pueden hacer nada? Ellos tienen amistades… -preguntó Amelia.

– ¿Crees que no están moviendo Roma con Santiago? Puedes suponer que sí. A don Manuel lo llevaron preso a una checa y salió vivo de milagro. Parece ser que le torturaron. Su esposa, doña Blanca, logró enviar un mensaje a Santiago dándole cuenta de la detención de su padre. Santiago estaba en el frente con el grado de comandante, y al parecer era un oficial muy apreciado por sus superiores, que se movilizaron para conseguir la liberación de don Manuel. Pero no creas que fue fácil. Ya ves cómo han sido las cosas: el hijo en el frente luchando por la República y el padre encarcelado por quienes decían defenderla. Nosotros no sabemos nada directamente, pero Águeda nos ha ido contando lo que sucedía -explicó la tía Elena.

– Tu hijo está precioso y es muy simpático. Convencimos a Águeda para que nos dejara verle cuando salía con él a la calle, y ella accedió; solía traerlo cerca de la casa de tus padres, para que ellos se hicieran los encontradizos y pudieran ver a Javier. Pero ahora que el niño ha crecido y habla hasta por los codos sólo le vemos de lejos. Águeda tiene miedo de que Javier diga a sus abuelos que ve a otras personas. Y nosotros no queremos comprometer a la buena mujer. Javier está muy apegado a ella -explicó Laura.

– Quiero verlo, ¿podéis ayudarme? -suplicó Amelia.

– Enviaré a Edurne a que espere en los alrededores de la casa de tus suegros, y cuando vea a Águeda salir que le pregunte cuándo puedes ir a ver a tu hijo -propuso Laura.

Era la hora de la comida cuando doña Elena dio por terminada la conversación. Hasta ese momento yo había permanecido muy quieto junto a Edurne, sin atreverme a decir palabra. A pesar de que era sólo un adolescente era capaz de ver el enorme sufrimiento de Amelia.

Comimos patatas con un trozo de tocino. Amelia no probó bocado y tía Elena tuvo que obligar a comer a Antonietta. -Niña, tienes que comer, de lo contrario no te curarás.


Amelia explicó que trabajaba con un periodista norteamericano y que gracias a él habíamos cruzado sin mayor problema la frontera. También les informó de que tenía que buscar a Lola para dejarme con ella.

– Esa mujer ha sido la fuente de todas tus desdichas -afirmó la tía Elena-. Si no la hubieras conocido y no te hubiera metido sus ideas revolucionarias en la cabeza nunca te habrías ido.

– No, tía, no, la culpa no es de Lola; yo soy la única responsable de mis actos. Sé que obré mal, fui egoísta, me puse el mundo por montera sin pensar en los míos ni en las consecuencias. Lola no me obligó a hacer lo que hice, fui yo.

– Esa mujer te metió los demonios en el cuerpo, es una resentida, una envidiosa, que siempre te odió, ¿o crees que sentía simpatía por ti, que representabas todo lo que ella combatía? -insistió doña Elena.

– No la culpo por ello -respondió Amelia.

Laura me miró y pidió a su madre que cambiara de conversación. Doña Elena aceptó a regañadientes.

– No he preguntado por la prima Melita, ¿dónde está?

– Tu prima mayor se ha casado. No estabas aquí y por tanto no lo sabías.

– ¿Con quién?

– Con Rodrigo, ¿te acuerdas? Es un buen chico, la guerra le pilló en el bando nacional.

– Pero ¿cuándo se casaron?

– Al poco de comenzar la guerra. Se fueron a vivir a Burgos, de donde es él. Tiene tierras y una farmacia. Les irá bien.

– ¿Y cómo dices que se llama el marido de mi prima?

– Rodrigo Losada.

– ¿Tienen hijos?

– Sí, una niña.

– No le habrán puesto Amelia, ya seríamos demasiadas…

– La han llamado Isabel, como la madre de su marido. Aún no la conocemos, tiene un año -explicó Laura.

– Bien, y ahora, ¿qué piensas hacer tú? -quiso saber doña Elena.

– No lo sé, todo lo que ha pasado es tan horrible… No podía imaginar que mis padres habían muerto, ni nada de lo que me habéis contado.

– Hemos vivido una guerra -contestó doña Elena, malhumorada.

– Lo sé, tía, y entiendo tu estado de ánimo. No creas que no me siento culpable por no haber estado aquí y haber compartido con vosotros todas las desgracias. Nunca me perdonaré que mi madre haya muerto y no haber hecho nada por evitar que fusilaran a mi padre. Me haré cargo de Antonietta; iremos a vivir a casa, supongo que seguirá siendo nuestra, ¿no?

– ¿Crees que puedes hacerte responsable de tu hermana? Pues yo creo que no. Antonietta necesita cuidados, una atención permanente que no creo que tú puedas darle. -Doña Elena se mostraba dura como el acero.

– Trabajaré para sacar adelante a mi hermana, es lo que mis padres hubiesen querido.

– No, Amelia, no, tu madre me hizo jurar que cuidaría de Antonietta y que viviría aquí con nosotros. Se lo juré el día que murió. Yo le pregunté qué debía hacer si algún día regresabas y ella me dijo que, aunque volvieras, Antonietta debía seguir con nosotras, tener una familia que la protegiera.


Amelia se levantó de la mesa llorando. No era capaz de soportar las palabras de su tía, que sentía como cuchillos que le rasgaban la piel. Laura y Antonietta la siguieron y yo me quedé sentado muy quieto, sin atreverme a levantar los ojos del plato. Temía que en cualquier momento doña Elena arremetiera contra mí. Cuando regresaron, Amelia continuaba llorando.

– Tía, te agradezco todo lo que has hecho por nosotros. Entiendo que mi madre no confiara en mí y temiera por Antonietta, de manera que se quedará aquí hasta que yo pueda demostrar que soy capaz de hacerme cargo de mi hermana.

Doña Elena no respondió. Se la veía apesadumbrada porque se daba cuenta de que había herido a Amelia. Quería a su sobrina, pero sin duda los sufrimientos de la guerra la habían despojado de la dulzura de la que antaño hacía gala.

– Mamá, Amelia necesita nuestro apoyo, bastante tiene ya encima -dijo Laura.

– Lo siento, tenía que haberte hablado de otra manera. Has perdido a tus padres y estás destrozada, y yo… Lo siento de veras, Amelia. Ya sabes que te queremos y que cuentas con nosotros para lo que quieras…

– Lo sé tía, lo sé -respondió Amelia entre lágrimas.

– Mañana iremos a visitar al tío Armando -dijo Antonietta intentando desviar la conversación.

– ¿A la cárcel? -preguntó Amelia.

– Sí, a la cárcel, y yo también iré. Hasta ahora no he salido a la calle porque no me encontraba bien, pero tía Elena ha dicho que mañana me permitirá acompañarlas. Podrías venir tú también… -sugirió Antonietta.

– ¡Sí, claro que iré!

Después, doña Elena se interesó por los planes de Amelia. Quería saber si se iba a quedar en Madrid y dónde y, generosa, le ofreció una habitación. Amelia le dijo a su tía que como trabajaba para un periodista norteamericano y éste no hablaba bien, español, seguramente no vería con buenos ojos que le dejara solo en la pensión. Fue Laura quien tuvo la idea de que Albert James también se alojara en la casa.

– Podemos alquilarle una habitación. El dinero que paga en la pensión que nos lo pague a nosotras. Nos vendría muy bien, ahora que a duras penas tenemos con qué mantenernos -propuso Laura.

Doña Elena pareció meditar la propuesta de su hija. Sin duda le incomodaba no poder recibir al periodista como invitado en su casa como hubiese sucedido antes de la guerra, pero la necesidad y los sinsabores pasados la habían convertido en una mujer práctica.

– Podría dormir en el cuarto de Melita, que tenemos cerrado desde que se casó… Y este crío puede dormir en la habitación de la doncella, al fin y al cabo ya no tenemos servicio, sólo a Edurne. Le pondría con Jesús, pero el niño aún no está bien del todo y necesita descansar. Sí, tenemos sitio de sobra para acomodaros a todos -aceptó doña Elena.

Amelia prometió proponérselo a Albert James. Para ella suponía un alivio estar con su familia, sobre todo en aquel momento en que la desgracia se había cebado con todos ellos.

Laura nos acompañó a la pensión de doña Rosario para ayudarnos con el equipaje. Allí encontramos a Albert James bastante enfadado.

– ¡Llevo esperándote desde mediodía! -le reprochó nada más vernos.

– Lo siento… me han pasado tantas cosas en estas horas.

Amelia le contó entre lágrimas lo sucedido: el fallecimiento de sus padres, la enfermedad de su hermana, las desgracias que se habían cebado en su familia. El pareció aplacarse, pero no recibió de buen grado la idea de trasladarse a casa de doña Elena.

– Ve tú, es normal que quieras estar con tu familia, pero yo prefiero mantener una cierta independencia y aquí estaré bien, o acaso me traslade a un hotel. Dado el estado del Florida, creo que me iré al Ritz.

Fue Laura la que, venciendo la vergüenza que sentía, le explicó a James que para ellos supondría una ayuda alquilarle una habitación, en la que le garantizó que nadie le molestaría y podría sentirse igual de independiente que en casa de doña Rosario.

El vaciló, pero al final se dejó convencer por Laura. No hacía falta ser un lince para darse cuenta de que incluso familias que «-11 el pasado no habían carecido de nada ahora apenas podían mantenerse.

De manera que con las maletas en la mano fuimos caminando de nuevo hasta la casa de los tíos de Amelia.

Ya era tarde cuando estuvimos todos acomodados, pero Albert James propuso que Amelia y él debían ir a casa de Lola para dejarme con ella.

Yo ansiaba encontrar a mi madre. Lola era una mujer fuerte, decidida, con la que estaba seguro de que nada me podría pasar. Además deseaba quedarme en España, no quería regresar a Francia donde, a pesar de todo, o mejor dicho, gracias a Amelia, mi padre y yo habíamos sobrevivido con dignidad.

Caminamos hasta la casa de Lola, pero allí nadie nos supo dar razón. Ella no había regresado allí desde que al comienzo de la guerra nos fuimos a Barcelona, de manera que Amelia propuso que fuéramos a la dirección que Josep le había dado de la plaza de la Paja, donde vivía mi abuela, la madre de Lola. Me puse a temblar, no me atrevía a decirlo pero prefería quedarme con Amelia que con mi abuela. Dolores, que era también el nombre de mi abuela, no se llevaba bien con mi madre y yo recordaba que cuando íbamos a verla siempre discutían a causa de sus ideas políticas.

No nos costó encontrar la casa de mi abuela. Llamamos al timbre sin que nadie respondiera y fue una vecina la que nos dio noticias de la buena mujer.

– A Dolores se la han llevado al hospital. Sufre de asma y tuvo un ataque en el que casi se ahoga. Está muy malita la mujer. Y además pasa tanta necesidad…

Amelia preguntó si sabía algo de Lola, pero la vecina aseguró que no se la veía por allí desde antes de la guerra.

– La Lola nunca se ha preocupado mucho de su madre, para ella lo primero era la revolución, y del sobrino de Dolores, el Pepe, lo que se sabe es que lo mataron los comunistas porque era del POUM -respondió en voz baja mirando hacia todos lados por si alguien la escuchaba.

Nos acercamos al hospital, donde una monja nos llevó hasta la sala donde estaba mi abuela. Yo apenas la recordaba y me impresionó saber que aquella anciana de cabello blanco y mirada perdida era ella.

La pobre mujer no me reconoció y se puso a llorar cuando Amelia le explicó quién era yo.

– ¡Usted era la señorita amiga de mi Lola! ¿Y éste es mi nieto? ¡Qué alto está! ¿Dónde está tu madre? Hace meses que no sé nada de ella, espero que no la hayan fusilado; los nacionales fusilan a todo el mundo. Claro que los revolucionarios no se han quedado cortos. Se lo dije a Lola: no puedo perdonar que mataran mi único sobrino, al Pepe, por ser del POUM. Ya ve usted: revolucionarios matando a revolucionarios ¿dónde se ha visto eso? Lola odiaba al POUM, decía que eran unos traidores.

La buena mujer se comprometió a hacerse cargo de mí en cuanto saliera del hospital.

– Soy vieja y estoy enferma, pero haré por mi nieto lo que sea necesario.

Doña Elena pareció resignada a que me quedara con ellas hasta que mi abuela Dolores saliera del hospital, sobre todo cuando Albert James aseguró que pagaría también por mi manutención mientras estuviéramos en la casa.

Al día siguiente por la mañana, Albert James acompañó a doña Elena, a Laura, a Amelia y a Jesús a la cárcel para visitar a don Armando.

James quería ver de cerca una cárcel española, y esperaba que no pusieran grandes inconvenientes a su presencia.

Tuvo que sobornar a un par de funcionarios para que les dejaran entrar a todos al largo pasillo, donde separados por unas rejas, familiares y presos disponían de unos minutos para verse. Don Armando se emocionó al ver a Amelia. Tío y sobrina no pudieron reprimir las lágrimas lamentándose de la pérdida del padre de Amelia, Don Juan, y de su madre, doña Teresa.

– ¡Es horrible, tío! Papá, mamá, la abuela Margot, la tía Lily… y tantas personas de la familia que hemos perdido. Aún no sé cómo voy a soportarlo -dijo llorando Amelia.

– Saldremos adelante, tu padre se mantuvo fuerte hasta el último momento, y cuando se lo llevaban me pidió que os besara de su parte y os dijera cuánto os quería a Antonietta y a ti.

– ¿Crees que me perdonó?

– Desde luego que sí, tu padre te quería muchísimo y aunque nunca entendió lo que hiciste, te perdonó. Sobre todo lamentaba que hubieras dejado a tu hijo, ésa fue siempre una pena que tuvo. Le dolía tanto no poder disfrutar de su único nieto…

Don Armando les contó la incertidumbre y el miedo que sentían todos los que estaban allí presos.

– Todos los días se llevan gente para fusilar… y a veces pierdes la esperanza de que llegue el indulto. ¿Cuántas cartas habéis escrito pidiendo clemencia?

– Papá, no nos vamos a rendir -respondió Laura.

– No, no nos rendiremos ni cuando estemos muertos -respondió resignado don Armando.

– Mañana iremos a ver a los Herrera. Pedro Herrera era amigo tuyo, fuiste su abogado y le ganaste un caso importante, ¿recuerdas? Pues ahora es un hombre con influencias cerca de Franco, parece que tiene un sobrino coronel en el Cuartel General del Ejército y un cuñado que es un alto cargo de Falange. Y a él mismo le va bien, creo que ya está haciendo negocios con el nuevo Gobierno. Me presenté en su casa y hablé con su mujer, Manta, y me prometió interceder ante su marido. Ella ha cumplido porque ayer me mandó recado de que nos recibe mañana a partir de las ocho de la tarde, que es cuando él regresa de trabajar. Ya verás como conseguimos algo -contó doña Elena.


Desolada al salir de la cárcel, Amelia acompañó a Albert James a las entrevistas que tenía concertadas para sus reportajes. No regresaron a casa de doña Elena hasta la noche. Para entonces yo ya había encontrado en Edurne la protección que hasta entonces me había brindado Amelia. Edurne me consolaba diciéndome que mi madre era una mujer valiente y que yo no debía olvidarla nunca. También hice buenas migas con Jesús; teníamos más o menos la misma edad, y aunque él era un chico tímido y procuraba pasar inadvertido, pronto descubrí que tenía mucho sentido del humor.

Dos días después de estar instalados en casa de doña Elena, Edurne regresó muy agitada de la calle.

– Águeda me ha dicho que vayamos esta tarde a eso de las cinco a la puerta principal de los Jardines del Retiro, que ella estará por allí paseando con Javier. También me ha dicho que a Santiago le van a soltar, que es cuestión de días. Se lo ha escuchado decir a don Manuel, que al parecer tiene amigos bien situados cerca de Franco.

Amelia lloró al saber que iba a poder ver a su hijo. Doña Elena decidió que Laura, Antonietta, Jesús, Edurne y yo debíamos acompañarla. Temía la reacción de Amelia cuando se encontrara con el niño.

A las cinco en punto estábamos en la puerta principal de los Jardines del Retiro. Esperamos impacientes hasta que media hora más tarde vimos a Águeda con Javier cogido de la mano.

Laura intentó detener a Amelia pero ella corrió hacia el niño y le abrazó llorando. No dejaba de besarle y el pequeño se asustó y comenzó a llorar.

– ¡Por favor señora, déjele! -pidió Águeda, asustada de que algún conocido viera la escena, y sobre todo de que Javier le contara a sus abuelos que una señora le había besado y apretado hasta hacerle llorar.

Pero Amelia no escuchaba, apretaba a Javier y le llenaba de besos.

– ¡Mi niño! ¡Mi niño! ¡Pero qué guapo estás! ¿Te acuerdas de mamá? No, pobrecito mío, cómo vas a acordarte. Pero yo te quiero tanto, hijo mío…

Con ayuda de Antonietta, Laura logró arrancar a Javier de los brazos de su madre y devolvérselo a Águeda.

– ¡Ay, señora lo que va a pasar sin don Manuel y doña Blanca se enteran! -se lamentó Águeda.

– ¡Pero soy su madre! No pueden negarme a mi hijo -respondió llorando Amelia.

Javier, asustado no paró de llorar.

– Lo mejor es que se vayan. Ya le volverán a ver otro día, pero ahora me lo llevo a pasear para que se tranquilice -añadió la mujer, que estaba francamente asustada.

Entre su prima Laura y Antonietta lograron alejar a Amelia de Águeda y del niño, que corrió asustado calle arriba.

Amelia no cesaba de llorar y no atendía a las palabras de consuelo de su prima y de su hermana. Edurne, Jesús y yo permanecimos callados, sin saber qué hacer ni qué decir.

Cuando regresamos a casa de doña Elena, Antonietta obligó a su hermana a tomarse una tila bien cargada, pero ni eso logró aplacarla, tanto era su dolor. Sólo Albert James fue capaz de hacerla reaccionar. El solía tratarla con cierta distancia recordándole que estaban en Madrid para trabajar y que no se podía dejar abatir por las circunstancias. En aquel entonces yo le juzgaba como un hombre duro, sin corazón; ahora entiendo que su aparente rudeza despertaba en Amelia el miedo a quedarse sin trabajo, y eso le movía a reaccionar porque no se lo podía permitir, ni por ella, ni por Antonietta, ni por el resto de su familia.

Un ejemplo fue la decisión de Albert James de asistir al desfile que Franco había organizado para aquel 19 de mayo, pese a las protestas de Amelia.

– Yo estoy aquí para trabajar, y tú también -le recordó.

Amelia entonces calló, consciente que lo preciado que era para ella, y para todos nosotros, el dinero que recibía por su trabajo como traductora y secretaria del periodista.

El 19 de mayo fuimos todos al desfile. La decisión la tomó doña Elena, temerosa de que algún vecino denunciara que se habían quedado en casa en vez de mostrar su adhesión al Caudillo, como ya se le llamaba a Franco. Fuimos a regañadientes; yo, aunque era un adolescente, odiaba a Franco con todas mis fuerzas porque me había dejado perdido en el mundo, de manera que al igual que Amelia, Laura y Edurne, protesté, hasta que doña Elena, con la ayuda de Albert James, nos ordenó callar.

El Paseo de Recoletos, por donde iba a pasar el desfile, no estaba lejos de la casa, de manera que fuimos andando y con tiempo suficiente para coger sitio.

A lo lejos pudimos distinguir a Franco y Amelia murmuró que le parecía un «enano», lo que provocó que doña Elena le diera un pellizco en el brazo mandándole callar.

Aquel día a Franco le impusieron la Gran Cruz Laureada de San Fernando, que debía de ser la única condecoración que no tenía y la más apreciada en el estamento militar.

Albert James miró todo con interés y le pidió a Amelia que le tradujera los comentarios de la gente que teníamos alrededor. A James le sorprendió el entusiasmo mostrado por los espectadores del desfile. Más tarde nos preguntó cómo era posible aquel fervor por parte de una ciudad que había sido la última en resistir a las tropas de Franco. Doña Elena se lo explicó.

– Por miedo, hijo, por miedo, ¿qué quiere que haga la gente? La guerra se ha perdido, aunque yo ya no sé si la he perdido o la he ganado. El caso es que ahora mismo nadie se quiere significar, a ver quién es el guapo que se atreve a criticar a Franco. No sé si se lo han explicado, pero la Ley de Responsabilidades Políticas contempla penas para todos aquellos que han tenido algo que ver con los rojos y te puedes imaginar que quien más y quien menos tiene parientes en ambos lados.

Amelia estaba muy afectada. Ver a su hijo la había conmovido y no paró hasta convencer a su tía para que enviara de nuevo a Edurne a hablar con Águeda para concertar una nueva cita.

Doña Elena accedió a regañadientes, pero mandó a Edurne a la hora en que sabían que Águeda salía a comprar.

Edurne regresó con buenas noticias. No había tenido que esperar mucho a que Águeda saliera de la casa y la había seguido discretamente hasta que estuvieron lo suficientemente lejos para que no las viera ningún conocido. Águeda le contó que Santiago había sido liberado el día anterior y que estaba más delgado y envejecido, pero al fin y al cabo sano y libre. Javier no se separaba de su padre y aquella noche había dormido con él.

Santiago había decidido regresar a su casa y no quedarse en la de sus padres. Ésas fueron las buenas noticias, las malas eran que Águeda no se atrevía a provocar otro encuentro con Amelia por miedo a que Javier se lo contara a su padre. No es que el niño pudiera explicar quién era aquella señora que le abrazaba, pero Santiago podría deducir que era Amelia y Águeda temía su reacción. A lo más que se prestaba es a que Amelia les mirara de lejos pero con el compromiso de no acercarse.

A Amelia las condiciones de Águeda le parecieron humillantes y tomó una decisión que nos asustó a todos.

– Voy a ir a ver a Santiago. Le pediré perdón, aunque sé que nunca me podrá perdonar, pero le suplicaré que me deje ver a mi hijo.

Doña Elena intentó disuadirla: temía la reacción de Santiago. Albert James también le aconsejó que meditara un poco más la decisión, pero Amelia se mantuvo en sus trece y en lo único que cedió fue en acudir a casa de Santiago acompañada.

3

Creo que fue la tarde del 22 o 23 de mayo cuando Amelia se presentó en casa de Santiago. Águeda se estremeció cuando al abrir la puerta se encontró a las tres señoritas Garayoa.

– Quiero ver a don Santiago -dijo Amelia con un hilo de voz.

Águeda las dejó en el vestíbulo y salió corriendo en busca del dueño de la casa. Javier entró en el recibidor y se quedó sorprendido, mirando con curiosidad a las tres mujeres. Amelia intentó tomarle en brazos pero el niño escapó riendo, ella lo siguió y se dio de bruces con Santiago.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó lívido de ira.

– He venido a verte, necesito hablar contigo… -respondió Amelia, balbuceando.

– ¡Fuera de mi casa! Tú y yo no tenemos nada que decirnos. ¿Cómo te atreves a presentarte aquí? ¿Es que no respetas nada? ¡Márchate y no vuelvas jamás!

Amelia temblaba. Intentaba contener las lágrimas consciente de que su hijo Javier les estaba mirando.

– Te suplico que me escuches. Sé que no merezco tu perdón pero al menos permíteme ver a mi hijo.

– ¿Tu hijo? Tú no tienes hijo. Márchate.

– ¡Por favor, Santiago! ¡Te lo suplico! ¡Déjame ver a mi niño!

Santiago la agarró del brazo empujándola hacia el recibidor, donde Antonietta y Laura esperaban muy nerviosas tras haber escuchado la conversación.

– ¡Ah, te has traído compañía! Pues me da igual, no sois bien recibidas en esta casa.

– ¡No me quites a mi hijo! -suplicó llorando Amelia.

– ¿Pensaste en tu hijo cuando te fuiste con tu amante a Francia? No, ¿verdad? Pues entonces no sé de qué hijo me hablas. ¡Márchate!

Las echó de la casa sin mostrar la más mínima compasión por Amelia. Santiago la había querido con toda su alma; su dolor era tan intenso como había sido su amor y eso le impedía perdonarla.

Tras aquel traumático reencuentro, Amelia sufrió convulsiones y pasó tres días en cama sin comer. Sólo reaccionó cuando doña Elena entró en su cuarto llorando para contarle que los señores de Herrera la habían avisado de que no habían podido conseguir el indulto para Armando Garayoa. Sólo había una posibilidad, le dijeron con gran secreto, y es que fueran a hablar con un hombre muy relacionado con el nuevo régimen que a cambio de dinero solía conseguir algunos indultos; aunque no siempre lo lograba, en ningún caso devolvía el dinero.

Albert James, que en aquel momento era el hombre de la casa, se comprometió a hablar con las autoridades y presionar cuanto pudiera dada su condición de periodista extranjero, pero doña Elena y su hija Laura decidieron que tenían que intentar que aquel personaje del que les habían hablado los Herrera se hiciera cargo de la situación.

Doña Elena, acompañada por su hija y su sobrina, logró la entrevista con Agapito Gutiérrez, que así se llamaba el vendedor de favores.

Este había combatido con los nacionales, y tenía familiares bien colocados en los altos estamentos del régimen y de Falange. Antes de la guerra era un buscavidas sin oficio ni beneficio, pero listo y sin escrúpulos y muy preparado para sobrevivir, así que no tuvo ningún problema para medrar dentro del Ejército trapicheando en Intendencia y cobrando favores a unos y a otros en aquellos años de miseria y escasez.

En apariencia, Agapito Gutiérrez no carecía de nada. Se había instalado en un despacho en la calle Velázquez, en un viejo edificio señorial. Hoy en día diríamos que aquel era un «despacho de influencias» si no fuera porque su principal negocio trataba de la vida de quienes estaban en prisión.

Una mujer morena, con un escote atrevido para la época y que dijo ser la secretaria (aunque más bien parecía una corista) las hizo pasar a una sala de espera donde aguardaban impacientes otros peticionarios, sobre todo mujeres.

Allí estuvieron cerca de tres horas hasta que les tocó el turno de ver a Agapito Gutiérrez.

Se encontraron con un hombre bajo y rechoncho, vestido con un traje a rayas y corbata prendida con alfiler, zapatos de charol y en la mano derecha un grueso anillo de oro.

El tal Agapito les echó una mirada rápida que se detuvo en Amelia. Ella, aunque delgada, era una belleza rubia y etérea, alguien inalcanzable en cualquier otra circunstancia para un hombre como aquél.

Las escuchó aburrido pero sin dejar de mirar a Amelia, a la que pareció devorar con los ojos hasta hacer incomodar tanto a doña Elena como a su hija Laura y a su sobrina.

– Bien, veré qué puedo hacer, aunque por lo que me cuentan, ese rojo de su marido lo tiene mal y yo milagros no hago. Mis gestiones valen mucho, de manera que ustedes dirán si pueden pagar o no.

– Pagaremos lo que sea -respondió de inmediato Laura.

– Son cincuenta mil pesetas tanto si consigo el indulto como si no. Todos los que vienen aquí me suplican por gentuza que son delincuentes y han hecho mucho daño a nuestra nación, si no lucra porque tengo un corazón blando…

Doña Elena se quedó lívida. No disponía de cincuenta mil pesetas ni sabía dónde conseguirlas, pero no dijo nada.

– Si están de acuerdo, tráiganme las cincuenta mil pesetas, tres días después regresen y ya les diré algo. Mejor dicho, no vengan todas ustedes, no hace falta, la espero a usted, señorita Garayoa -dijo dirigiéndose a Amelia.

– ¿A mí? -preguntó ella, sorprendida.

– Sí, a usted, al fin y al cabo es la sobrina y no está tan directamente implicada, no es la primera vez que cuando doy malas noticias me organizan aquí un drama y eso no le viene bien a mi reputación.

Amelia enrojeció y doña Elena a punto estuvo de decirle que de ningún modo iría su sobrina, pero se calló. Estaba en juego la vida de su marido.

Albert James se indignó cuando le contaron la escena. Dijo que iría a dar un puñetazo a aquel malnacido, pero las tres mujeres le suplicaron que no lo hiciera. No podían permitirse malgastar su única posibilidad. Lo que doña Elena sí hizo, roja de vergüenza, fue pedirle a James que las ayudara a conseguir las cincuenta mil pesetas.

– No me queda nada más que lo que hay en esta casa y unas tierras en el pueblo, es todo lo que le puedo dar a cambio, pero le aseguro que cuando mi marido esté libre y vuelva a trabajar le devolveremos hasta la última peseta.

Amelia le dijo que le daría su casa; la casa de sus padres por esas cincuenta mil pesetas.

Incluso para Albert James la cantidad era excesiva, pero se comprometió a ayudarlas. Al día siguiente, con la ayuda de Edurne, las mujeres se pusieron en contacto con un estraperlista que les dio mil pesetas por un par de candelabros de plata, la cristalería veneciana, figuritas de porcelana y dos lámparas de bronce a juego. Albert James no se lo dijo pero después de muchos esfuerzos logró ponerse en contacto con sus padres, a los que convenció para que depositaran en un banco un pagaré que pudiera cobrar en España por valor de cincuenta mil pesetas. Era una cantidad tan desorbitada que su padre al principio se negó a prestársela.

– Te lo devolveré, pero desde aquí no puedo hacer nada y necesito ese dinero con urgencia para salvar una vida. Ponte en contacto con un banco, con nuestra embajada, con quien quieras, papá, pero hazme llegar ese dinero o no te lo perdonaré nunca -amenazó James a su padre.

Algunos días después de lo previsto, Amelia se presentó con el dinero en el despacho de Agapito Gutiérrez. Albert James la acompañó hasta la misma puerta del despacho, temeroso de que pudieran atracarla por la calle llevando encima tal cantidad de dinero.

Agapito tenía una secretaria nueva, en esta ocasión una joven teñida de pelirrojo con un escote aún más pronunciado que el de la anterior.

El hombre vestía el mismo traje de rayas aunque con una corbata distinta y una camisa de cuyos puños sobresalían unos gemelos de oro macizo.

– ¡Vaya, no pensé que fueran a conseguir las cincuenta mil pesetas! Muchas personas vienen aquí esperando que haga caridad con ellas, pero yo soy muy serio para los negocios y el que algo quiere algo le cuesta.

Agapito la invitó a sentarse en el sofá junto a él y mientras le hablaba le puso la mano en la rodilla. Amelia se movió, incómoda.

– ¿No serás una mojigata?

– No sé qué quiere decir.

– Una de esas señoritas remilgadas que están deseando que un tío les haga lo que le tienen que hacer pero lo disimulan aparentando ser grandes damas.

– He venido a traerle el dinero para lograr el indulto de mi no, nada más.

– ¡Vaya, te haces la estrecha conmigo! ¿Y si me niego a hacer ninguna gestión?

– ¡Pero qué es lo que pretende!

Pese a la resistencia de Amelia, que le arañó, Agapito Gutiérrez se acercó a ella y la besó.

– ¡Menuda gata estás hecha! No disimules que a ti esto te gusta tanto como a mí, te tengo calada.


Amelia se puso de pie y le miró con ira y asco, pero no se atrevió a marcharse temerosa de que Agapito se negara a hacer la gestión para conseguir el indulto de su tío Armando Garayoa.

El rufián se levantó y mirándola de frente sonrió mientras volvía a abrazarla.

– ¡Suélteme! ¡Cómo se atreve! ¡Es usted un sinvergüenza!

– No menos que tú; he preguntado por vosotras y me han contado que eres una puta que dejaste a tu marido y a tu hijo para largarte con un francés. Así que no disimules más conmigo.

– Aquí tiene el dinero -le dijo Amelia entregándole un sobre grueso de papel estraza donde estaban las cincuenta mil pesetas-. Cumpla lo prometido.

– Yo no he prometido nada, ya veremos si indultan a tu tío, que por rojo no se lo merece.

El hombre cogió el sobre, lo abrió y contó el dinero billete por billete mientras Amelia lo miraba intentando contener las lágrimas. Cuando terminó de contar la miró fríamente mientras sonreía.

– Ha subido el precio.

– ¡Pero usted dijo que nos cobraba cincuenta mil pesetas! No tenemos más…

– Lo pagarás tú. Tendrás que hacer lo que yo te pida o tu tío no saldrá de la cárcel y le fusilarán. Ya me encargaré yo de que le fusilen cuanto antes.

Amelia estuvo a punto de derrumbarse, sólo quería salir corriendo de aquel despacho que olía a sudor mezclado con colonia barata. Pero no lo hizo, sabía que en ese caso su tío Armando terminaría ante el paredón.

Él se dio cuenta de que había vencido.

– Ven aquí, vamos a hacer unas cuantas cosas tú y yo…

– No, no vamos a hacer nada. Le dejo el dinero y si mi tío sale de la cárcel, entonces…

– ¡Menuda puta estás hecha! ¿Cómo te atreves a ponerme condiciones?

– Vendré el día en que mi tío salga de la cárcel.

– ¡Claro que vendrás! No te creas que no me vas a pagar.

Amelia salió del despacho y cruzó la sala, donde la secretaria estaba hablando por teléfono al tiempo que se limaba las uñas. La pelirroja le guiñó un ojo en un gesto de complicidad.


– ¿Qué te ha pasado? -le preguntó Albert James, preocupado al verla salir del portal con las mejillas enrojecidas y los ojos llenos de lágrimas.

– Nada, nada, es que ese hombre es un sinvergüenza, ni aun dándole las cincuenta mil pesetas parece conformarse, y no da garantías del indulto de mi tío.

– Voy a subir a decirle cuatro cosas. Veremos si a mí se atreve a decirme que se va a quedar con las cincuenta mil pesetas por nada.

Pero ella no se lo permitió. Tampoco le dijo lo que aquel miserable pretendía. Sabía que la suerte estaba echada y que sólo un milagro podría salvarla de las manos de aquel hombre.

La espera se hizo eterna. Amelia y Albert James salían a primera hora para trabajar, y a veces no regresaban hasta bien entrada la tarde, siempre con algún alimento comprado de estraperlo: una caja de galletas, una docena de huevos, un pollo, azúcar… Doña Elena continuaba administrando la casa con lo poco que tenía, y yo procuraba pasar inadvertido junto a Edurne, a la que acompañaba a todas partes. En un par de ocasiones Edurne me llevó al hospital a visitar a mi abuela, pero la mujer no mejoraba, con lo que mi estancia en la casa de doña Elena se fue alargando.

Edurne también había vuelto a hablar con Águeda y la había convencido de que permitiera que Amelia viera de lejos al pequeño Javier. La mujer aceptó a pesar del temor que le infundía Santiago y Amelia cumplió el compromiso de no acercarse al niño. Le veía en la distancia dominando el deseo de correr hacia él y abrazarle.

Un día, de buena mañana, doña Elena recibió una llamada de Agapito Gutiérrez. El hombre le anunció que esa mañana iban a firmar el indulto de don Armando y que esa misma tarde podría quedar en libertad, pero que antes de eso tenía que enviarle a Amelia al despacho. Doña Elena preguntó que para qué pero Agapito no le dio razones, sólo la orden terminante de que enviara a su sobrina o de lo contrario el papel del indulto se perdería.

Doña Elena se puso a llorar de alegría. La pobre mujer estaba exhausta por la incertidumbre y el sufrimiento. Para celebrarlo, nos permitió ponernos una cucharada entera de azúcar en la malta.

– No entiendo qué quiere ese hombre… Insiste en que vayas a su despacho sola, que ha de tratar algo contigo. Y no quiere decir para qué, lo mismo pretende más dinero…


Albert James insistió en acompañar a Amelia a la cita con Agapito Gutiérrez, pero ella se negó.

– Tienes una entrevista con el embajador británico y no quiero que la cambies por mí.

– Es que no quiero dejarte sola.

– No te preocupes, ahora lo importante es que mi tío salga de la cárcel.

Aunque de mala gana, Albert James no tuvo más remedio que aceptar. Amelia estaba más nerviosa que su tía, y él no quería contribuir a alterar el difícil equilibrio en el que ella se mantenía desde el regreso a España. La pérdida de sus padres, la de su hijo, además de encontrar el país arrasado por la miseria, y lo que era peor, por el odio, habían hecho mella en su ánimo.

A primera hora de la tarde Amelia se despidió para ir al despacho de Agapito Gutiérrez, mientras que doña Elena nos ordenó a Edurne y a mí que la acompañáramos junto a Laura, Jesús y Antonietta hasta la cárcel, puesto que era día de visita y era posible que nos lleváramos la alegría de poder regresar con don Armando si el papel del indulto le había llegado al director de la prisión. Antes de salir telefoneó a Melita a Burgos para avisarla de que su padre iba a recobrar la libertad.

Lo que pasó aquella tarde en el despacho de Agapito Gutiérrez Amelia se lo contó a su prima Laura, pero yo que tenía el oído fino y que quería tanto a Amelia no me resistí a escuchar a través de la puerta.


En esta ocasión no tuvo que esperar a que la recibiera. Cuando llegó la secretaria, la misma pelirroja de la vez anterior, le guiñó un ojo y mientras la acompañaba al despacho de su jefe le susurró al oído:

– Cierra los ojos y piensa que es otro, aunque lo peor es el olor, ya verás cómo huele a sudor.

Agapito estaba sentado tras la enorme mesa de caoba y apenas la miró. Continuó leyendo unos papeles sin invitarla a sentarse. Al cabo de unos minutos se la quedó mirando fijamente.

– Ya sabes a lo que has venido. O pagas o tu tío no sale de la cárcel.

– Ya le dimos las cincuenta mil pesetas.

– Están esperando a que yo llame para enviar el papel del indulto, tú verás… -dijo encogiéndose de hombros.

– Llame.

– No, primero paga.

– Pagaré cuando llame, hasta que no le oiga decir que envíen el indulto…

– ¡No estás en condiciones de exigirme nada!

– Ahora nada tengo, de manera que nada perderé; sé lo que quiere y pagaré, pero cuando llame.

Agapito la miró con desprecio. Descolgó el auricular e hizo una llamada. Habló con un hombre que le confirmó que el indulto estaba firmado y se enviaría de inmediato a la prisión.

Cuando colgó el teléfono se quedó mirando de arriba abajo a Amelia.

– Desnúdate.

– No es necesario… -balbuceó ella.

– ¡Haz lo que te he dicho, zorra!

Se abalanzó sobre ella, la abofeteó hasta hacerla caer al suelo, le arrancó la ropa y, a continuación, la empujó hasta tenderla sobre la mesa de caoba, donde la violó.

Amelia opuso resistencia a la brutalidad del hombre, pero él parecía un loco que disfrutaba haciéndole daño. Cuando terminó con ella la volvió a empujar al suelo. Amelia se encogió tratando de ocultar su cuerpo a aquel desalmado.

– No me ha gustado, con esos gimoteos no he disfrutado. Ni siquiera sirves como zorra. Eres frígida.

Amelia se levantó y se vistió deprisa, temiendo que la volviera a golpear. Mientras, él se anudó la corbata y la insultó.

– ¿Puedo marcharme? -preguntó Amelia, temblando.

– Sí, márchate. No sé por qué me he molestado en sacar a tu tío de la cárcel; los rojos donde mejor están es en el cementerio.


Cuando Amelia volvió a casa, nosotros aún no habíamos llegado. Cuando lo hicimos, Laura la encontró metida en la bañera llorando. Allí le contó a su prima las vejaciones sufridas, el asco inmenso al sentir el aliento pegajoso de aquel hombre, los golpes recibidos que tanto le excitaran a él, las palabras soeces escuchadas; todo, todo lo que había sufrido lo fue desgranando ante su prima, que no supo cómo consolarla.

Laura obligó a Amelia a acostarse. Doña Elena no entendía lo que sucedía, o acaso no quería saberlo puesto que el rostro de Amelia evidenciaba los golpes recibidos. Nerviosa, no dejó de parlotear anunciando que al día siguiente su marido saldría de la cárcel, tal y como nos habían confirmado esa misma tarde. A Laura y a Antonietta les ordenó que ayudaran a Edurne a limpiar la casa, para que don Armando lo encontrara todo como antes de la guerra.

Amelia no quiso levantarse para cenar y cuando Albert James insistió en verla y hablar con ella, Laura le pidió que la dejara descansar hasta el día siguiente. Doña Elena nos mandó a todos a la cama para ahorrar en luz, y James se dirigió a la habitación de Amelia y llamó suavemente con los nudillos. Yo le oí y salté de la cama dispuesto a averiguar si Amelia le iba a contar lo sucedido.

Escuché los sollozos de Amelia y las palabras de James intentando consolarla. Le contó lo que había hecho para salvar a su tío y él se reprochó no haber ido con ella y haberse enfrentado con aquel cerdo. Juró que al día siguiente iría a ajustar cuentas con aquel sinvergüenza, pero Amelia le suplicó que no lo hiciera porque eso pondría en peligro a su familia. Luego no quise escuchar más, me parece que él la abrazó para confortarla y que aquel abrazo fue el preludio para que días más tarde se convirtieran en amantes.


Don Armando salió de la cárcel a primera hora de la mañana del 10 de junio. Doña Elena le esperaba emocionada y cuando lo tuvo delante se fundieron en un abrazo a las puertas de la prisión. Ella llorando, él conteniendo las lágrimas.

Les esperamos en casa. Laura nerviosa e impaciente; Antonietta alegre como siempre, aunque aquellos días parecía un poco más débil.

Laura se tiró a los brazos de su padre, que la abrazó emocionado. Luego le tocó el turno a Jesús, después a Antonietta, y a Amelia, y a Albert James, al que le agradeció que hubiera conseguido las cincuenta mil pesetas.

– Tiene usted en mí más que a un amigo, porque le debo la vida. Usted no me conocía de nada y ha pagado por mi liberación, nunca sabré cómo agradecérselo. Tenga por seguro que se lo devolveré; necesitaré tiempo, pero lo haré. Espero poder volver a ejercer como abogado y si no trabajaré de lo que sea con tal de sacar adelante a mi familia y pagar mi deuda.

Los primeros días de la liberación fueron de euforia. Melita, la hija mayor de don Armando y doña Elena, viajó desde Burgos con su marido, Rodrigo Losada, y su hija Isabel para celebrar la liberación de su padre. La familia se sentía feliz, y la pequeña Isabel se convirtió en el centro de las atenciones de todos. Sólo Amelia no lograba salir del abatimiento en que estaba sumida desde su llegada a España.

Don Armando disfrutaba de cada momento y se regocijaba por haber vuelto a comer «como un ser humano» mientras saboreaba las patatas cocidas con tocino o las lentejas estofadas.

– En la cárcel comíamos habas con gusanos -nos contaba riendo-, flotaban sobre el caldo, y no os diré a qué saben los gusanos, pobrecitas, mejor que no lo sepáis.

Albert James había enviado a Edurne con dinero en busca de provisiones para celebrar la vuelta a la vida de don Armando. No es que hubiera mucho, pero, aunque a precios muy elevados, en el mercado negro siempre se encontraba algo.

Fue a finales de junio de 1939 cuando James anunció que regresaba a París.

– He terminado mi trabajo aquí, ahora debo regresar y ponerme a escribir. Amelia ha decidido continuar trabajando, de manera que se viene a París conmigo.

Doña Elena protestó diciendo que el sitio de Amelia estaba en Madrid, junto a los suyos, pero Amelia explicó el porqué de su marcha.

– Aquí no puedo hacer nada. Tengo un trabajo como secretaria de Albert, gano un buen salario y con ese dinero os puedo ayudar a vosotros y a mi hermana. Quiero que a Antonietta no le falten las medicinas que necesita para curarse, y quiero que podáis comer algo más que patatas.

– Pero ¿y tu hijo? -se atrevió a preguntar doña Elena.

– Santiago no me permitirá jamás acercarme a él. Lo tengo bien merecido. Vendré de vez en cuando a veros y buscaré la manera de acercarme a Javier; puede que algún día pueda pedirle perdón y puede que él me perdone.

Don Armando reconoció que su sobrina tenía razón. ¿De qué podía trabajar Amelia en Madrid? Laura, que había estudiado para maestra, no encontraba trabajo por ser hija de un rojo y tenía que conformarse con un puesto auxiliar en el colegio de monjas, donde había sido alumna y en el que la madre superiora, en consideración al afecto que le tenía, la había acogido para el curso siguiente. Tendría que barrer, limpiar las clases, cuidar de los más pequeños a la hora del recreo y encargarse de hacer los recados, y por todo ello apenas cobraría unas pesetas.

En cuanto a don Armando, las autoridades le dejaron claro que no podía ejercer su antigua profesión, al menos por el momento. Era mejor pasar inadvertido a los ojos del régimen. El buen hombre buscó la manera de ganarse la vida con dignidad, pero no le resultó fácil, y para humillación suya tuvo que aceptar un trabajo de pasante en el despacho de abogados de un franquista, un hombre de confianza de los vencedores que necesitaba a alguien que supiera de leyes y que trabajara mucho cobrando poco y sin protestar.

Amelia le firmó un poder a su tío para que vendiera el piso de sus padres y así pudiera pagar la deuda a Albert James y obtener un poco más de dinero con el que aliviar las estrecheces de la familia. Al principio don Armando se negó a aceptar la idea de Amelia, aduciendo que el piso era la herencia para ella y Antonietta, pero las dos hermanas insistieron en que intentara buscar un buen comprador, seguras de que habría gente que estaría sacando provecho y podría pagar un piso en pleno barrio de Salamanca.

El día en que Amelia y Albert James se marcharon fuimos a despedirles a la estación del Norte. Todos lloramos, sobre todo Antonietta, a la que tuvimos que arrancar de los brazos de su hermana para que Amelia pudiera subir al tren.

Para los que nos quedábamos había comenzado una nueva vida; para Amelia, también.»El profesor Soler acabó su relato, se levantó del sillón y paseó por la habitación estirando las piernas. Hacía rato que había anochecido y Charlotte, su mujer, había entreabierto la puerta en una ocasión para saber si continuábamos hablando.

– Profesor, perdone, pero tengo una curiosidad, ¿por qué no escribe usted la historia de Amelia Garayoa?

– Porque sólo conozco algunos episodios; es usted quien está completando el puzzle.

Tengo que confesar que cuanto más sabía de mi bisabuela más sorprendido estaba. De mi primera impresión sobre Amelia, a quien juzgué como una joven malcriada sin ningún interés, hasta aquel momento, mi opinión había cambiado. Amelia se me antojaba como un personaje trágico, destinado a sufrir y a generar sufrimiento.

– Bien, ahora debe continuar la investigación -me anunció, tal como me temía.

Como había sucedido en las anteriores ocasiones, tenía previstas las pistas que debía seguir.

– De Madrid fueron a París, pero no estuvieron muchos días. Albert James decidió ir a Londres y se llevó a Amelia con él, de manera que tendrá usted que ir allí. Ya he hablado con doña Laura y está de acuerdo, de todas maneras hable usted con ella también. Le facilitaré un contacto en Londres: el mayor William Hurley, un militar retirado que es archivero.

– ¿Usted le conoce?

– ¿Al mayor Hurley? No, no le conozco. En realidad ha sido mi amigo Victor Dupont quien me ha sugerido el nombre de Hurley, a quien conoció en un congreso de documentalistas. Creo que podrá ayudarle a encontrar la pista de Albert James.


Antes de ir a Londres pasé por Madrid para ver a mi madre. En esta ocasión su enfado era real, lo supe nada más abrir la puerta.

– Te has vuelto loco, ¿crees que tiene algún sentido lo qué estás haciendo? Ya le dicho a mi hermana que ella es la culpable, ¡menuda ocurrencia tuvo! ¿A quién le importa lo que hizo tu bisabuela? ¿En qué nos va a cambiar la vida?

– Tía Marta ya no tiene nada que ver en el asunto -contesté.

– Pero fue ella la que te metió el veneno. Mira, Guillermo, por lo que a mí respecta no quiero saber nada sobre la vida de mi abuela, me importa un pimiento. Pero te diré más: o paras esta locura o no cuentes conmigo para nada. No estoy dispuesta a contemplar cómo tiras tu vida por la ventana. En vez de estar buscando un buen trabajo te dedicas a investigar el pasado de esa Amelia Garayoa que… que… en fin, hasta después de muerta continúa fastidiando a la familia.

No logré convencer a mi madre de que la investigación merecía la pena. Se mostró inflexible y me lo demostró anunciándome que no le pidiera ningún préstamo porque no pensaba ayudarme hasta que no abandonara lo que ella calificó de «locura».

Me sentó mal la cena y me fui malhumorado, pero decidido a continuar con la investigación sobre Amelia Garayoa. Curiosamente no sentía que fuera nada mío, el interés que había ido despertando en mí no tenía que ver con que fuera mi bisabuela. Su vida se me antojaba más interesante que la de tantas otras personas a las que había conocido y sobre las que como periodista había escrito.

Doña Laura se mostró encantada con mis progresos y no puso objeción a que me fuera a Londres.

4

Llegué a Londres una mañana en la que ni llovía, ni había niebla, ni hacía frío. No es que luciera el sol, pero al menos el ambiente me resultó más agradable que en otras ocasiones. En realidad sólo había estado en Londres una vez cuando era un adolescente y mi madre se empeñó en enviarme a un viaje de esos de intercambio para que practicara el inglés.

El mayor William Hurley me pareció un viejo gruñón, al menos por teléfono.

– Venga a verme mañana a las ocho en punto y no se retrase; ustedes los españoles tienen la curiosa costumbre de llegar tarde.

Me fastidió esa alusión a que los españoles somos poco puntuales, y me dije que le preguntaría a cuántos españoles conocía y si todos ellos habían llegado tarde a sus citas.

A las ocho en punto de la mañana llamé al timbre de una mansión victoriana situada en Kensington. Me abrió una doncella muy joven perfectamente uniformada. La chica debía de ser caribeña porque a pesar de la rigidez que se respiraba en el umbral de la puerta me sonrió ampliamente y me dijo que anunciaría sin demora mi llegada al mayor.

William Hurley me esperaba sentado junto a la chimenea en una inmensa biblioteca. Parecía distraído mirando cómo ardía un leño, pero enseguida se puso en pie y me tendió una mano que resultó ser de acero porque casi me aplasta los dedos.

– Le recibo a petición del señor Dupont -me recordó.

– Y yo se lo agradezco, mayor Hurley.

– El señor Dupont me ha adelantado que quiere usted información sobre la familia James, ¿es así?

– Efectivamente, tengo interés en conocer todo lo referente a un miembro de esa familia, Albert James, que según tengo entendido tenía familiares en el Origen Office y en el Almirantazgo.

– Así es, de lo contrario no estaría usted aquí.

– ¿Cómo dice?

– Joven, he dedicado buena parte de mi vida a estudiar archivos militares, sobre todo los concernientes a la Segunda Guerra Mundial, y efectivamente un James sirvió en el Almirantazgo durante aquella época. Lord Paul James era un oficial encargado de una de las secciones del contraespionaje, y precisamente uno de sus nietos se casó con lady Victoria, sobrina de mi esposa. Lady Victoria, una mujer notable, es una gran jugadora de golf, además de historiadora. Ella ha puesto en orden todos los archivos de su familia y también los de la familia de su esposo. Bien -concluyó-, ¿qué es lo que está buscando?

Le expliqué quién era y le conté que al parecer una amante de Albert James, Amelia Garayoa, era mi bisabuela, y que mi único interés era reconstruir su historia para la familia.

– Una mujer singular, su bisabuela.

– ¡Ah! Pero ¿sabe usted algo sobre ella?

– Yo no tengo tiempo que perder. El señor Dupont me telefoneó pidiéndome que le recibiera y explicándome el motivo de su investigación, de manera que he estado mirando en los archivos del Almirantazgo, los que son públicos, pues aún hay mucho material clasificado que naturalmente nunca saldrá a la luz. Hubo una agente libre, una española, Amelia Garayoa, que colaboró con el Servicio Secreto británico durante la Segunda Guerra Mundial. Su valedor fue Albert James, sobrino de lord Paul James, que también fue un agente, y de los mejores, diría yo.

Me quedé petrificado. Mi bisabuela no cesaba de darme sorpresas.

– ¿Una agente libre? ¿Qué significa eso? -pregunté intentando recuperarme de la sorpresa.

– No era inglesa, no pertenecía a ningún Cuerpo, pero al igual que muchas otras personas de toda Europa colaboró con los servicios de Inteligencia para derrotar al nazismo. En la guerra hubo dos frentes, y el de la Inteligencia fue tan importante como el militar.


El mayor Hurley me dio una lección magistral sobre el funcionamiento de los servicios secretos durante la Segunda Guerra Mundial. El hombre parecía disfrutar exhibiendo sus extensos conocimientos y yo le escuché muy atento. Como periodista, una lección que tengo bien aprendida es que nadie se resiste a que le escuchen con atención. En realidad la gente está muy necesitada de hacerse oír, y si uno tiene la paciencia y la humildad de escuchar sin interrumpir puede enterarse de las cosas más insólitas.

A las diez en punto la doncella caribeña golpeó suavemente la puerta para anunciarle al mayor que tenía un coche esperándole en la puerta.

– ¡Ah! Tengo una cita con un viejo amigo en el club. Bien, joven, creo que le pediré a lady Victoria que le reciba, puede que ella le dé información sobre los aspectos más… más… digamos personales de la relación entre Albert James y Amelia Garayoa. Por mi parte, yo le pondré al tanto de lo que fue su actividad como agente. Le llamaré a su hotel.

Salí de la casa del mayor Hurley entusiasmado. La historia de Amelia Garayoa estaba adquiriendo una perspectiva insospechada.


Lady Victoria me recibió dos días más tarde. Resultó ser una mujer atractiva aunque debía de tener más o menos de la edad de mi madre.

Alta, delgada, con el cabello cobrizo, ojos azules, piel blanquísima esmaltada de pecas y con la elegancia típica de las mujeres de clase alta a las que todo lo que tienen nada les ha costado, por más que lady Victoria hubiera sido una alumna destacada en la Universidad de Oxford y se hubiese licenciando en historia.

– ¡Qué empeño tan loable el suyo, investigar el pasado de su bisabuela! Sin raíces no somos nada, es como si no tuviéramos los pies firmes sobre la tierra. Debe de ser terrible no saber quién es uno, y claro, eso sólo podemos saberlo si conocemos la historia de nuestros mayores.


Hice un esfuerzo para no responder a su perorata clasista, pero me callé porque la necesitaba.

– Sepa, joven, que en los archivos familiares he encontrado un montón de cosas sobre su bisabuela. Cartas, referencias sobre ella en el diario de la madre de Albert James; en fin, creo que lo que le voy a contar puede ser de alguna utilidad para usted. Aunque naturalmente, el tío William será quien le cuente la parte más sustanciosa. ¡Qué emocionante saber que su bisabuela fue una espía y que se jugó la vida luchando contra los nazis! Querido, pese a todo debe sentirse usted orgulloso de contar en su familia con una mujer como ella.

Al igual que con el mayor William dejé que la aristócrata tomara las riendas de la conversación. Lo mejor era escuchar; además, lady Victoria no había sido educada para que nadie la interrumpiera. Encendió un cigarrillo y comenzó a hablar.


«Albert James y su bisabuela llegaron a Londres a mediados del mes de julio de 1939. Precisamente un mes antes se había aprobado la creación del Ejército de Tierra femenino… pero no nos desviemos del asunto. Se instalaron en la casa que Albert tenía en Kensington, un piso típico de soltero, amplio y agradable. Los padres de Albert tenían una casa muy cerca de la de su hijo, bueno, en realidad la casa continúa existiendo, precisamente ahora vive en ella un nieto suyo. No ponga usted esa cara de sorpresa. Ya le hablaré del nieto, pero ahora eso no es lo importante.

Los padres de Albert estaban en ese momento en la casa familiar en Irlanda, en Howth, cerca de Dublín, donde solían acudir todos los veranos a pesar de que el resto del año vivían en Estados Unidos. No sé si lo sabrá, pero los James pertenecen a una antigua familia de la nobleza rural. Paul James era el hermano mayor y fue quien heredó la casa familiar; el padre de Albert, Ernest, decidió ir a Estados Unidos a hacer fortuna, ¡y vaya si la hizo! Se convirtió en un comerciante próspero, pero nunca rompió con sus raíces y, cuando ya de mayor enfermó, regresó a Irlanda para morir. Ernest hubiese querido que su hijo naciera en Irlanda, pero nació antes de tiempo, ya sabe, prematuro, de manera que tuvo que conformarse con que su hijo fuera neoyorkino. Bueno, tampoco está mal nacer en Nueva York, ¿no cree?

Albert escribió a su madre anunciándole que iría a Irlanda acompañado de Amelia Garayoa; precisamente he encontrado la carta entre los papeles de lady Eugenie, que así se llamaba la madre de Albert. Durante los días que estuvieron en Londres no permanecieron inactivos. Puede imaginar la situación política de aquel momento: ya sabe que Chamberlain hizo todo lo posible por contemporizar con Hitler convencido de que era lo mejor, y se equivocó, claro. El tío de Albert, Paul James, hermano de su padre, trabajaba en el Almirantazgo.

Paul James invitó a su sobrino y a la bellísima Amelia a cenar en su casa junto a otros amigos, la principal conversación giró en torno a las intenciones de Hitler. Entre los invitados había quienes estaban convencidos de que Alemania terminaría provocando una guerra en Europa y quienes, ingenuamente, creían que era posible frenarlo. Pero quizá lo más destacado de aquella velada fue que Amelia Garayoa se encontró con un viejo amigo, Max von Schumann, a quien acompañaba su esposa, la baronesa Ludovica von Waldheim. No crea que lo que le cuento son suposiciones, es que estoy emparentada con los James y precisamente mi abuela asistió a aquella cena; ella solía hablarnos a los nietos de aquellos años de la guerra.

Albert presentó a Amelia como su ayudante, no se atrevió a más puesto que ella estaba casada, pero para todos fue evidente que la relación entre ambos era algo más que profesional.

Su bisabuela era una mujer muy bella, eso lo sé porque he visto algunas fotos suyas que aún se conservan en los archivos de la familia, y al parecer los asistentes a la cena quedaron rendidos ante ella. Guapa, inteligente, políglota, no parecía española. No se ofenda, pero mujeres de la categoría de su bisabuela, y sobre todo españolas, no eran habituales en aquel tiempo.

Lo último que esperaban tanto Max von Schumann como Amelia Garayoa era encontrarse en aquella discreta y exclusiva cena en casa de Paul James.

– ¡Amelia, qué alegría! Permite que te presente a mi esposa Ludovica, la baronesa Von Waldheim. Ludovica, ésta es Amelia, ya te he hablado de ella; nos conocimos en Buenos Aires en casa de mis amigos, los Hertz.


Ludovica estrechó la mano de Amelia y a nadie se le escapó que las dos mujeres se midieron con la mirada. Ambas rubias, delgadas, elegantes, de ojos claros y muy bellas… parecían dos valkirias.

Si para Albert fue una sorpresa que Amelia conociera al alemán, mucho más lo fue para su tío Paul James.

Max von Schumann estaba en Londres con un cometido secreto: intentar convencer al Gobierno británico para que cortaran las alas a Hitler. Von Schumann representaba a un grupo de oposición al nazismo integrado por algunos intelectuales, activistas cristianos y unos pocos militares que llevaban tiempo intentando sin éxito que las potencias occidentales dejaran de contemporizar con Hitler y asumieran que representaba un peligro para la paz en Europa. El grupo no era muy numeroso pero sí muy activo, y en uno de sus últimos y desesperados intentos por conseguir la atención de Gran Bretaña había enviado a Von Schumann a Londres.

Max von Schumann era militar y pertenecía al cuerpo médico del Ejército, lo que añadía un valor sustancial al hecho de que estuviera allí.

Amelia presentó a Albert a Max y a su esposa Ludovica, y durante un rato los cuatro intercambiaron generalidades. A todos se les hizo evidente que Schumann buscaba la oportunidad de conversar a solas con Amelia, pero Ludovica no estaba dispuesta a facilitar a su marido semejante ocasión.

Paul James se dio cuenta enseguida de las cualidades de Amelia, y aunque no dijo nada en aquel momento, sí pensó que la española podía ser de gran utilidad en el futuro si al final se declaraba la guerra, tal y como él estaba convencido que sucedería.

– Albert, ¿qué planes tienes? -preguntó lord Paul James a su sobrino.

– Por lo pronto, escribir unos cuantos reportajes sobre España, y después ir a ver a mis padres a Irlanda. Quiero que conozcan a Amelia.

– ¿Puedo preguntarte si estáis comprometidos?

Albert carraspeó incómodo, pero decidió decir la verdad a su tío.

– Amelia está casada, separada de su marido, y me temo que por el momento no podemos formalizar nuestro compromiso. Pero estoy enamorado de ella. Es una mujer especial: fuerte, inteligente, decidida… Ha tenido que superar situaciones terribles, si hubieras visto lo que fue capaz de hacer en la Unión Soviética por salvar de la muerte a un hombre… A su padre lo fusilaron los franquistas, y ha perdido algunos de sus familiares en la guerra… En fin, no ha tenido una vida fácil.

– Tu madre se llevará un disgusto, ya sabes que quiere verte casado… y, bueno, mejor que te lo diga: ha invitado a lady Mary y a sus padres a pasar las vacaciones en Irlanda. Por lo que sé, parten mañana de Londres camino de vuestra casa.

Paul James no podía haber dado peor noticia a su sobrino, aunque en ese momento lo que menos le preocupaba eran los contratiempos sentimentales de Albert. Convencido de que la guerra era inminente, tenía planes en los que esperaba contar con Albert.

– Después de las vacaciones, ¿tienes previsto ir a algún otro lado? -le preguntó.

– Quizá a Alemania, me gustaría ver de cerca lo que está haciendo Hitler.

– ¡Excelente! Me alegro de que vayas a Alemania.

– ¿Porqué, tío?

– Porque por más que en el ministerio se empeñen en no ver la realidad, la guerra es inminente. Lord Halifax parece tener una fe ciega en los informes de sir Neville Henderson, nuestro embajador en Berlín, y no te oculto que éstos son demasiado complacientes para con Hitler. Chamberlain ha dedicado demasiado tiempo a apaciguar a Hitler como para aceptar que la guerra es inevitable.

– Y todo esto, ¿qué tiene que ver conmigo? -preguntó Albert con desconfianza.

– Tú naciste en Estados Unidos aunque en realidad seas irlandés, pero en estos momentos tener un pasaporte norteamericano puede ser muy útil…

– No sé en qué estás pensando pero no cuentes conmigo. Soy periodista y nunca me dejaré enredar en tus manejos de espionaje.

– Yo nunca te lo he pedido y no lo haría si las circunstancias no fueran excepcionales. Dentro de poco todos tendremos que elegir; no nos será posible cruzarnos de brazos y declararnos neutrales. Tú tampoco podrás, Albert, por más que quieras no podrás. Estados Unidos también tendrá que elegir, es cuestión tic tiempo.

– Tío Paul, te encuentro muy pesimista.

– En mi oficio es peligroso engañarse a uno mismo. Eso lo dejamos para los políticos.

– En cualquier caso, no cuentes conmigo para nada de lo que se te haya ocurrido. Yo me tomo tan en serio mi profesión como tú la tuya.

– No lo dudo, mi querido Albert, pero por desgracia estoy seguro de que volveremos a hablar sobre todo esto.


En otro momento de la velada, Max von Schumann encontró la ansiada ocasión para hablar con Amelia. La esposa de Paul James, lady Anne, retuvo a Ludovica en una conversación con otra señora, y la baronesa no encontró la manera de dejar a sus interlocutoras sin llamar la atención.

– Te encuentro cambiada, Amelia.

– La vida no pasa en balde.

– ¿Albert James es tu…?

– ¿Mi amante? Sí, lo es.

– Perdona, no he querido molestarte.

– No me molestas, Max. ¿De qué otra manera se puede describir mi relación con Albert? Soy una mujer casada, de manera que si estoy con otro hombre es que éste es mi amante.

– Te ruego que me disculpes, sólo quería saber cómo estabas. No he dejado de recordarte desde que nos conocimos en Buenos Aires. Pedí a Martin y a Gloria Hertz que me hablaran de ti, pero en sus cartas no han dejado de reiterar que te fuiste con Pierre a un congreso de intelectuales en Moscú y que no regresaste. Gloria me escribió para contarme que el padre de Pierre había ido a Buenos Aires para cerrar la librería y hacerse cargo de las pertenencias de su hijo, y que de ti, no quiso darles razón. No sé si debo preguntarte por Pierre…

– Lo mataron en Moscú.

Max no supo qué decir ante la noticia de la muerte de Pierre. La mujer que tenía delante en nada se parecía a la muchachita desvalida que había creído conocer en Argentina.

– Lo siento.

– Gracias.

Parecían no saber que más decirse. Max estaba incómodo porque sentía las miradas inquisitivas de su esposa, y en cuanto a Amelia, era de suponer que se sentía decepcionada, quizá herida por haber encontrado a Max casado. No es que ella esperara que él permaneciera fiel a su recuerdo y hubiese roto su compromiso con Ludovica, pero una cosa era saberlo y otra muy distinta verlo con sus propios ojos.

– ¿Estarás mucho tiempo en Londres? -quiso saber él.

– No lo sé, acabamos de llegar. Es Albert quien lo decidirá. Además de ser su amante trabajo para él, soy su ayudante, su secretaria, hago de todo un poco. El me salvó, lo hizo en Moscú, en París, en Madrid; siempre ha estado cerca cuando le he necesitado y sin pedirle nada siempre me ha tendido la mano.

– Le envidio por eso.

– ¿De verdad? ¿Sabes, Max?, te eché mucho de menos cuando te fuiste y al principio soñaba con que algún día nos volveríamos a encontrar. Luego en Moscú dejé de soñar para siempre. Aprendí a no pensar más que en el minuto en que estaba viviendo.

– Has sufrido mucho…

Amelia se encogió de hombros en un gesto que quería ser de indiferencia.

– Me gustaría volver a verte -le dijo él.

– ¿Para qué?

– Para hablar, para… No me hagas sentirme como un adolescente, ¿tan difícil es entender que me importas?

– ¡Por Dios, qué cosas dices!

– Podrás reprocharme muchas cosas, pero lo aceptes o no, continúas siendo importante para mí.

– Si la casualidad no nos hubiese reunido hoy aquí nunca hubiéramos vuelto a saber el uno del otro…

– Pero la casualidad ha querido lo contrario y estamos aquí. ¿Puedo invitarte a tomar el té mañana en el Dorchester?

– No lo sé, no puedo comprometerme a ir. Depende de Albert.

– ¿Necesitas su permiso?

– Le necesito a él.

– A las cinco estaré en el hotel Dorchester, ojalá que puedas venir.

La baronesa Ludovica von Waldheim se acercó a ellos con paso decidido.

– ¿Recordando viejos tiempos? -preguntó con ironía.

– Estaba invitando a tomar el té a la señorita Garayoa, y espero que pueda aceptar mi invitación. ¡Quién sabe cuándo nos volveremos a ver!

– ¡Oh, el destino es muy caprichoso! ¿No cree, querida? -dijo la baronesa, taladrando con la mirada a Amelia.

– Procuro no contar con el destino a la hora de hacer planes -respondió.


Albert James no debió de dar importancia a la invitación del barón Von Schumann puesto que al día siguiente él mismo la acompañó hasta el Dorchester.

– Vendré a recogerte dentro de una hora -le dijo, dándole un beso en la mejilla tras haber saludado a Max von Schumann.

– Me alegro de que hayas venido -dijo Max en cuanto se quedaron a solas.

– Albert encuentra natural que podamos tomar el té juntos habida cuenta de que nos conocimos en Buenos Aires y tenemos amigos comunes.

– Muy comprensivo el señor James.

– Es un hombre extraordinario, el mejor de cuantos he conocido -respondió Amelia con un deje de irritación.

Hablaron del giro que había dado la vida de ambos. Él le contó por qué estaba en Londres y cómo había fracasado en su intento de convencer a los británicos para que pararan a Hitler.

– No he logrado que me escuchen, pero lo seguiremos intentando. Otro miembro de nuestro grupo llegará dentro de unos días a Londres y volverá a entrevistarse con personas importantes del Gobierno británico.

– Pero la otra noche sir Paul James manifestó públicamente su convencimiento de que Hitler provocará una guerra en Europa. ¿Cómo puedes decir que has fracasado?

– Sir Paul es un hombre inteligente capaz de ver la realidad y en no empecinarse en cómo le gustaría que fueran las cosas. Desgraciadamente, no depende de él que el Gobierno británico tome en consideración nuestros temores.

– ¿Sabes? Me sorprende que, siendo militar vengas a Gran Bretaña a pedir a los ingleses que paren a Hitler, te creía un patriota incapaz de hacer nada en contra de Alemania.

– Lo que estoy haciendo es por Alemania y precisamente porque soy un patriota. No creas que ha sido fácil obtener permiso para viajar en un momento como éste, pero supongo que la vieja nobleza aún mantiene ciertos privilegios por más que Hitler nos odie. Además, tenía una excusa: Ludovica tiene una prima casada con un conde inglés, y, oficialmente, hemos venido al bautizo de su primer hijo.

Luego, Max le explicó que había hecho gestiones para saber de herr Itzhak Wassermann, el socio del padre de Amelia, pero todos sus esfuerzos habían sido inútiles. El empleado de herr Itzhak, Helmut le había asegurado que no sabía dónde estaban.

– El buen hombre tenía miedo, desconfiaba de mí. Claro que, en estos tiempos, todo el mundo se ha vuelto desconfiado en Alemania. Te escribí para contártelo pero supongo que ya no estabas en Buenos Aires, porque no respondiste a mi carta.


Una hora después, Albert James se presentó a buscar a Amelia. Max le invitó a tomar otro té, quería conocer su opinión sobre lo que estaba pasando en Europa, y le sorprendió que Albert dijera que pensaba ir a Alemania.

– A Ludovica y a mí nos encantará recibirle, y si podemos serle de alguna utilidad…

Amelia permaneció en silencio, para ella había supuesto una sorpresa mayor enterarse de que Albert proyectaba ir a Berlín, pero optó por no decir nada.

Más tarde, el periodista le comunicó que en cuanto terminara de escribir los reportajes sobre España irían a Irlanda para pasar unos días con sus padres y después viajarían a Alemania.

– Varios periódicos norteamericanos quieren saber sobre Hitler y si es verdad que ha salvado al país del caos económico en que estaba. ¿Vendrás conmigo?

– Desde luego que sí, por nada del mundo me perdería ir a Berlín. ¿Quién sabe?, a lo mejor logró que herr Helmut, el empleado que tenían mi padre y herr Itzhak, me dé noticias. ¡Me acuerdo tanto de Yla!


La estancia de Albert y Amelia en Irlanda no puede decirse que resultara un éxito. Lady Eugenie, la madre de Albert, era una mujer muy testaruda, y aunque recibió con una sonrisa a Amelia, pronto dejó claro que no la consideraba la persona adecuada para su hijo. Además, según lo anunciado por Paul James, la familia tenía como invitados a sus amigos los Brian y a su hija Mary, quien, a juicio de lady Eugenie, reunía todas las cualidades exigibles para convertirse en la esposa de Albert.

Algunos pasajes del diario de lady Eugenie nos dan una visión exacta de lo sucedido en aquellos días.

«Amelia es encantadora, no lo puedo negar, pero está casada, de manera que Albert no tendrá más remedio que romper su relación con ella. En cuanto a Mary, la encuentro perfecta para Albert. Es guapa, educada, pertenece a una familia excelente y muy bien relacionada. Para Mary ha supuesto una decepción ver a Albert tan enamorado de Amelia, y también sus padres están incómodos con la situación, por eso he decidido tomar cartas en el asunto. Mañana hablaré con Albert y luego lo haré con los Brian; ellos no saben que Amelia está casada y pienso decírselo. En cuanto a Ernest, no sé si podré contar con él, me ha pedido que no haga de casamentera y que respete la decisión de nuestro hijo por más que a él tampoco le gusta su relación con Amelia. Pero Ernest se está volviendo muy norteamericano y se olvida de que hay valores y tradiciones que deben permanecer. Un hijo debe comprender que casarse no es una decisión exclusivamente suya, que debe pensar en la familia. Pero es que, además, en este caso, ni siquiera se trata de elegir casarse con Mary o Amelia, porque la española ya está casada.»«No ha sido fácil la conversación con Albert. Creo que haberle educado en Estados Unidos ha hecho de él un hombre poco convencional. Le he dicho que Amelia cuenta con mi simpatía pero que su relación no tiene futuro.

– ¿Vas a renunciar a tener hijos? -le he preguntado.

Albert se ha quedado callado, creo que no lo había pensado o simplemente no ha querido planteárselo hasta ahora.

– Si tienes hijos, harás de ellos unos bastardos, ¿es eso lo que quieres?

Luego le he recordado sus obligaciones para con la familia por ser hijo único. Desgraciadamente, yo no he podido tener más hijos y a él le corresponde hacerse cargo del apellido y de cuanto tenemos por más que diga que él es norteamericano y no cree en las clases. Le guste o no, es un James.»«La conversación con los Brian tampoco ha sido fácil. Les he explicado que la relación de Albert con Amelia no pasa de ser una ofuscación de jóvenes. Creo que se han quedado más tranquilos al saber que, aunque Albert quisiera, no se puede casar con Amelia porque ella está casada, y con Franco mandando en España las posibilidades de divorcio son nulas. Han sido muy discretos al no hacer ningún comentario hiriente sobre Amelia. A Mary le he pedido un poco de paciencia, asegurándole que a veces los hombres pierden momentáneamente la cabeza por una mujer y que las damas como nosotras debemos aceptar la situación con elegancia. Mejor no darse por enterada que organizar una escena o provocar una conversación directa en la que se pueden decir cosas inconvenientes. Además, yo estoy segura de que por más que le cueste y por muy norteamericano que se sienta, Albert cumplirá con su deber para con nosotros.»

Albert se dio cuenta que de no debía alargar la estancia en Irlanda so pena de provocar un enfrentamiento directo con su madre y decidió regresar a París antes de viajar a Berlín.

El 22 de agosto de 1939 Hitler, en un discurso dirigido al Alto Mando alemán, dejó claras sus intenciones de invadir Polonia. Un día después, el 23, Amelia y Albert se encontraban cenando en casa de Jean Deuville. Amelia había mantenido intacta la amistad con el mejor amigo de Pierre. Le agradecía, lo mismo que a Albert, la ayuda inequívoca que le había prestado en Moscú para intentar salvar a Pierre. Desde la muerte de éste, Jean a duras penas había logrado superar lo vivido en Moscú, puesto que había descubierto un rostro del comunismo que le producía horror.

Por si fuera poco, para Deuville también había sido un duro golpe que aquel mismo día Alemania y la Unión Soviética hubieran firmado un pacto de no agresión. Como tantos otros comunistas se sentía desarmado, incapaz de encontrar argumentos para defender el pacto Ribbentrop-Molotov.

Hitler perseguía con saña a los comunistas en Alemania, y no podía comprender por qué Stalin, contraviniendo cualquier principio, le estaba dando un balón de oxígeno.

– ¿Cómo puedes ser tan ingenuo? -le dijo Amelia-. ¿No te das cuenta de que Stalin está ganando tiempo?

– ¿Tiempo? Si lo que está haciendo es regalar tiempo a Hitler -se lamentó Jean Deuville.

– Terminarán enfrentándose, no lo dudes, éste es sólo un movimiento táctico -insistió Amelia.

– Pero ¿y los principios? No soy de los que creen que el fin justifica los medios.

– Siempre has sido un romántico -intervino Albert, que había llegado a apreciar sinceramente a Deuville después de haber compartido tantas zozobras en Moscú.

– Las ideas no pueden mancillarse. ¿Cómo puedo explicar este pacto a mis amigos, a los que he convencido de que el comunismo es la única idea capaz de construir un nuevo mundo?

¿Cómo puedo pedir que sigamos luchando contra el fascismo si Stalin pacta con Hitler?

Jean Deuville estaba desolado y ninguno de los argumentos utilizados por Amelia y Albert lograron aplacar su angustia. Era un hombre ideológicamente puro al que le resultaba del todo incomprensible que, fueran cuales fuesen los motivos, Stalin hubiese pactado con Hitler.

Cuando pasadas las doce Amelia y Albert salieron de su casa, Jean la abrazó durante unos minutos como si quisiera retenerla; después, mientras se despedía de Albert con un fuerte apretón de manos, le hizo un encargo.

– Vas a darme tu palabra de honor de que cuidarás de ella, ¿verdad?

– Es lo que pretendo, cuidar de Amelia el resto de mi vida -respondió Albert de manera solemne.

– Eso me deja tranquilo.

A Amelia le inquietó la angustia de Jean Deuville y, sobre todo, la manera de despedirse.

– No deberíamos dejarle solo -le dijo a Albert apenas salieron del piso de Deuville.

– ¡Vamos, no seas niña! No le pasa nada, sólo que es un hombre íntegro y no entiende de tácticas ni de estrategias políticas. Por eso no puede entender el pacto Ribbentrop-Molotov. Por cierto, has sido muy generosa intentando justificarlo, teniendo en cuenta lo que piensas de Stalin.

– Jean es bueno y no quiero hurgar en la herida.


Dos días más tarde llegaron a Berlín y se instalaron en el hotel Adlon. Amelia no supo reprimir la emoción que para ella suponía regresar a Berlín, una ciudad que había conocido cuando era una niña y viajaba a Alemania con sus padres.

No le costó mucho convencer a Albert para que la ayudara a buscar a los Wassermann. Confiaba en que alguien les diera alguna pista sobre herr Itzhak y su esposa Judith o, cuando menos, de su hija Yla.

Amelia le condujo hasta la Oranienburger Strasse, cerca de la Neue Synagoge, la mayor sinagoga de Alemania.

– ¡Es bastante impresionante! -comentó Albert al contemplar el edificio de aire morisco.

– Sí que lo es, aún recuerdo lo que nos explicó herr Itzhak de la sinagoga… Se inauguró en 1866 y es obra de Edouard Knoblauch, un discípulo de Karl Friedrich Schinkel.

– ¡Menuda memoria tienes!

– Siempre me han interesado la historia y el arte.

Ningún vecino supo darles información precisa sobre herr Itzhak y su familia. Amelia insistió en llamar a todas las puertas del edificio donde había vivido la familia Wassermann, pero lo único que lograron averiguar es que habían desaparecido de un día para otro.

Amelia sentía la desconfianza de los pocos que se atrevieron a abrirles su puerta. Aquel edificio antaño habitado por familias burguesas de repente aparecía mal cuidado y sombrío.

– Seguramente los Wassermann han dejado Alemania. Tú misma me has contado que tu padre les insistía en ello.

– Sí, pero herr Itzhak se negaba, decía que ésta era su patria.

– Ya, pero en vista de cómo han ido las cosas el buen hombre no habrá tenido más remedio que marcharse. Si no recuerdo mal me contaste que los nazis le habían cerrado el negocio y que eso supuso la ruina de tu padre.

– Así es, pero a pesar de todo herr Itzhak no quería dejar Alemania.

Amelia no se rendía fácilmente, de manera que insistió hasta convencer a Albert de que debían intentar encontrar a Helmut, el contable del negocio del señor Wassermann.

– Es un buen hombre, y si damos con él seguro que nos podrá informar sobre los Wassermann.

– ¿No te rindes nunca? -respondió riendo Albert.

Amelia no respondió y lo llevó hasta la Stadthaus, donde preguntó por el Zur Letzten, el restaurante más antiguo de la ciudad. Un hombre les explicó que estaban muy cerca y les indicó cómo llegar.

– Sé que herr Helmut vivía por aquí, su casa no estaba lejos del restaurante más antiguo de Berlín. Mi padre nos trajo a cenar una noche al Zur Letzten y antes estuvimos de visita


Después de unas cuantas vueltas dieron con el edificio. El portero, tras observarles detenidamente, les informó de que herr Helmut se encontraba en casa.

Albert tuvo que correr detrás de Amelia, que empezó a subir las escaleras tan deprisa como si la impulsara el viento.

Llamaron al timbre y aguardaron impacientes una respuesta, que llegó de inmediato cuando un hombre entrado en años y con aspecto cansado abrió la puerta.

– ¿Qué quieren? -preguntó el hombre mirándoles con desconfianza.

– ¡Herr Helmut, soy Amelia Garayoa! ¿No me reconoce?

– Fräulein Amelia, ¡Dios mío, si ya es usted una mujer!

Tras la sorpresa inicial, el alemán les invitó a entrar en casa.

– Pasen, pasen, les haré un poco de café, desgraciadamente mi esposa está en cama con fiebre, pero yo les atenderé.

– No queremos molestarle, yo sólo quería saber cómo estaba y preguntarle por los Wassermann… -se excusó Amelia.

Pero herr Helmut parecía no escucharla. Los llevó hasta el salón y les pidió que se sentaran y aguardaran a que les sirviera el café.

– Parece un buen hombre -acertó a decir Albert James.

– Lo es, claro que es un buen hombre. Mi padre tenía mucha confianza en él.

El hombre regresó con una bandeja y no quiso responder a las preguntas de Amelia hasta que no la vio saborear el café que había preparado.

– Cuénteme de su padre, hace mucho que no sé nada de Don Juan. Supe que estaba participando en la guerra contra Franco… Le escribí pero no obtuve respuesta.

– Mi padre ha muerto, lo fusilaron al poco de terminar la guerra.

– ¡Cuánto lo siento! Su padre, lo mismo que herr Itzhak, era un buen patrón, justo y considerado… Déle mi más sincero pésame a su madre y a su hermana Antonietta, aún las recuerdo a ustedes cuando eran niñas…

– Mi madre también ha muerto y mi hermana Antonietta, aunque enferma, a Dios gracias está viva -respondió Amelia, intentando controlar la emoción y las lágrimas.

Herr Helmut se quedó anonadado al escuchar el relato de las desgracias sufridas por la familia Garayoa. No sabía qué palabras utilizar para expresar su pesar. Amelia le pidió que le informara sobre los Wassermann.

– Poco le puedo decir, lo mismo que le conté al padre de usted, don Juan. Desde la llegada de Hitler al poder se puso en marcha una política antijudía. Usted era muy niña para recordarlo, pero en 1933 se proclamó el primer boicot contra los judíos alemanes y hubo cientos de piquetes formados por nazis que se plantaron delante de los comercios y empresas propiedad de ciudadanos hebreos. Luego se les empezó a privar de sus derechos legales y civiles, y con las más variadas excusas a robarles cuanto tenían. Les expulsaron de los empleos públicos, de la carrera judicial, de los hospitales, de las universidades, de los teatros, de los periódicos… Algunos optaron por marcharse, pero la mayoría, como herr Itzhak se resistieron a hacerlo. Eran alemanes, ¿por qué tenían que dejar su país? Luego vinieron las Leyes de Nuremberg… Al principio el gobierno nacionalsocialista prefería que los judíos se marcharan para así quedarse con todos sus bienes, pero ya sabe lo que pasó, que muchos países no quisieron acogerles y así hemos llegado a la situación actual: arrestos en masa, destrucción de las sinagogas, expropiación de bienes, supresión de los pasaportes… A su padre y a herr Itzhak les expropiaron su negocio. No sé si su padre se lo contó, pero a finales de 1935 hicieron una inspección a la empresa y dijeron que había alteraciones contables. No era verdad, se lo juro, yo era quien llevaba las cuentas, y le aseguro que todas cuadraban. Pero no hubo manera de defenderse de las acusaciones que hicieron y tanto herr Itzhak como su padre perdieron la empresa. Sé que eso supuso un gran revés para ellos.

– Sí, todo eso lo sé, herr Helmut, y lo que quiero saber es qué ha sido de los Wassermann -insistió Amelia.

– ¿Ha oído hablar de la Noche de los Cristales Rotos?

– Sí, claro que sí.

– No imagina cuántos judíos han sido encarcelados desde entonces. Los llevan a campos de trabajo y una vez están allí no hay manera de saber nada de ellos.

– ¡Por favor, dígame dónde están los Wassermann!

– No lo sé, no lo sé bien. Herr Itzhak consiguió enviar a Yla fuera de Alemania, creo que con unos familiares de frau Judith en Estados Unidos. Yla no quería marcharse, pero herr Itzhak y frau Judith se mostraron firmes, no querían que ella continuara sufriendo las humillaciones que estaban padeciendo todos los judíos alemanes. Pero ellos se quedaron aquí, creyendo que el país recobraría la cordura, que Hitler era sólo un mal sueño, que los judíos volverían a ser considerados buenos alemanes… Malvivieron con lo poco que les quedó, yo les ayudé cuanto pude y un día… bueno, herr Itzhak desapareció; frau Judith casi enloqueció cuando logramos enterarnos de que se lo habían llevado a un campo de trabajo.

– ¿Y ella dónde está?

– También se la han llevado.

Amelia rompió a llorar. Herr Helmut se quedó callado contemplándola, sin saber qué hacer.

– ¡Por favor Amelia cálmate!, podemos intentar averiguar dónde se encuentran y quién sabe si hacer algo por ellos -dijo Albert, intentando consolarla.

– Al menos fräulein Yla está bien. Sé que escribió a sus padres cuando llegó a Nueva York.

El hombre les aseguró que no sabía la dirección de la familia de frau Judith en Nueva York, pero en medio de tanta desgracia, a Amelia le tranquilizó saber que su amiga de la infancia estaba a salvo.

– ¿Qué ha sido de la fábrica y de la empresa? -quiso saber Amelia.

– La confiscaron; durante un tiempo me dejaron estar al frente de la fábrica, luego dijeron que pertenecía al estado y ahora está en manos de un miembro del Partido Nazi. Pero pude rescatar parte de la maquinaria, por eso escribí a su padre. No sabía qué debía de hacer con ellas.

– Pero ¿aún sirven para algo? -preguntó Amelia, asombrada.

– Eran buenas máquinas, señorita, y se me ocurrió que como no podía venderlas al menos podría alquilarlas; eso es lo que he hecho con un telar: se lo alquilé a un pequeño fabricante de camisetas. En cuanto a las máquinas de coser, se las he alquilado a una familia que con ellas ha montado un taller y confeccionan ropa para las tiendas. No es que las ganancias sean muchas, lo sé porque les llevo la contabilidad, pero ahí están, por si algún día aparece herr Itzhak o… bueno, su padre ya está muerto… Claro que… usted es su hija, tiene derecho a una parte de ese dinero.

– ¿Y usted, ahora, en qué trabaja? -preguntó Albert.

– Me gano la vida como puedo. Llevo la contabilidad de la fábrica de camisetas y del taller de confección; no gano mucho, lo suficiente para que mi mujer y yo podamos vivir. Y cuido de que se mantengan en buen estado las máquinas de Don Juan y herr Itzhak. Mi hijo mayor está casado y hace años ingresó en el Ejército; no necesita nada de nosotros.


El señor Keller insistió en que Amelia debía ser depositaría de parte de las ganancias producidas por el alquiler de las máquinas.

Al principio ella se resistió pero terminó aceptando.

– Ese dinero es de su padre, por tanto a usted le corresponde administrarlo como crea conveniente. Le entregaré los libros de contabilidad.

5

De nuevo Amelia fue de gran ayuda a Albert por su dominio del alemán.

– ¡Menuda suerte que tengas tanta facilidad para los idiomas!

– No es eso, si hablo francés es porque mi abuela paterna, la abuela Margot, era de Biarritz; en cuanto al alemán ya te he contado que cuando era pequeña pasé algunos veranos aquí invitada por los Wassermann. Su hija Yla tiene mi misma edad. Mi padre se empeñó en que Antonietta y yo aprendiéramos alemán y algo de inglés, que, como bien sabes, es lo que peor hablo.

– De ninguna manera, te manejas con soltura en inglés aunque te falte vocabulario. Ya sé lo que vamos a hacer, en vez de seguir hablando francés entre nosotros de ahora en adelante lo haremos en inglés y así practicas.

Así lo hicieron. Para Albert James resultó evidente que Alemania se preparaba para la guerra y que la amenaza de Hitler a Polonia no era una más de sus bravuconadas.

Berlín estaba alegre y agitada, pero era una alegría histérica, apreciable a simple vista.

A pesar de las protestas de Amelia, Albert insistió en telefonear a Max von Schumann. Como periodista le interesaba conocer las opiniones del barón en su calidad de militar. Albert no parecía sospechar que entre Amelia y Max había existido en el pasado un sentimiento al que las circunstancias habían impedido aflorar.

Max von Schumann invitó a la pareja a cenar en su residencia, situada en el corazón de la ciudad.

La casa tenía dos plantas y estaba rodeada de un frondoso jardín. Un mayordomo les abrió la puerta y les condujo a la biblioteca donde les esperaban Max y Ludovica.

– Me alegro de que estén aquí, aunque dadas las circunstancias quizá no sea el mejor momento para venir a Alemania…

– ¡Vamos, querido, no alarmes a nuestros invitados! -le interrumpió Ludovica.

– La verdad es que Berlín me ha sorprendido -confesó Albert.

– Es imposible no amar esta ciudad -afirmó Ludovica.

– ¿Cree que Hitler cumplirá con la amenaza de invadir Polonia? -quiso saber Albert.

Max carraspeó incómodo y evitó responder a la pregunta, pero a Albert no se le escapó la mirada que el barón cruzó con su esposa.

Y en esa mirada fugaz pudo leer que la amenaza de Hitler de invadir Polonia iba a hacerse realidad.

Albert confesó que había leído algunos de los discursos de Hitler y le resultaba un misterio que los alemanes se dejaran embaucar por el Führer.

– Tengo la impresión de que trata a los alemanes como si fueran niños.

– ¡Oh, usted no tiene ni idea de cómo estaba Alemania antes de que gobernara el Führer! Bien sabe Dios que Alemania no contaba, por no hablarle de la falta de trabajo, de dinero, de futuro… Hitler ha devuelto a Alemania la dignidad, nos respetan en Europa, y, como usted mismo puede ver, ahora es un país próspero. En Alemania no hay paro. Pregunte, pregunte en la calle, para las clases trabajadoras Hitler es una bendición, y también para nosotros, que estábamos a punto de arruinarnos -explicó Ludovica.

– ¿A quién se refiere cuando habla de «nosotros»? -preguntó Albert.

– A las familias que durante siglos hemos contribuido a la prosperidad de nuestra patria. Los industriales alemanes estaban casi en la ruina, y sé de lo que hablo, puesto que mi familia tiene fábricas en el Rhur.

Max parecía incómodo con las explicaciones de Ludovica. Amelia creyó ver un rictus de crispación en el rostro de su amigo mientras Ludovica hablaba y enaltecía la figura de Hitler, y pensó que las desavenencias debían de ser profundas entre el matrimonio.

– Hay muchos alemanes que no opinan como Ludovica -sentenció Max, incapaz de contenerse por más tiempo.

– Pero querido, son los comunistas, los socialistas y toda esa gentuza los que son incapaces de admitir que gracias al Führer Alemania ha vuelto a ser una gran nación. Pero los buenos alemanes tenemos mucho que agradecer a Adolf Hitler.

– Yo soy un buen alemán y no tengo nada que agradecerle -respondió Max.

– Agradezcámosle que haya puesto a los judíos en el lugar que les corresponde. Los judíos han sido las sanguijuelas de Alemania.

– ¡Basta, Ludovica! Sabes que no admito que hables en mi presencia de esa manera. Cuento entre mis mejores amigos a muchos alemanes que son judíos.

– Lo siento, querido, pero aunque seas mi marido no puedo compartir contigo esa idea que tienes de los judíos. No son como nosotros, pertenecen a una raza inferior.

– ¡Ludovica!

– Vamos, Max, sé coherente, ¿no defiendes la libertad? Pues permíteme expresarme con libertad. Espero no estar escandalizando a nuestros invitados… ¿Verdad que no, querida Amelia?


Amelia apenas esbozó una sonrisa. No comprendía cómo Max podía haberse casado con aquella mujer. No tenía nada en común con la baronesa, salvo que ambos pertenecían a viejas familias y se conocían desde niños. Sintió compasión por él.

Cuatro días después, el 1 de septiembre de 1939, Alemania invadió Polonia. Albert telefoneó a Max para intentar concertar una nueva cita, en esta ocasión a solas, sin Ludovica.

– Hoy me resulta imposible quedar con usted, hágase cargo -se disculpó Max.

– Lo entiendo, pero ¿y en los próximos días?

– Desde luego, desde luego; en principio voy a quedarme en Berlín, ya encontraré un momento para verle.

Dos días más tarde, el 3 de septiembre, Gran Bretaña, Francia, Australia y Nueva Zelanda declararon la guerra a Alemania. Así empezó la Segunda Guerra Mundial. El 5 de septiembre Estados Unidos se proclamó neutral, lo que facilitó que Albert pudiera continuar en Berlín sin problemas, al igual que Amelia por su condición de española.


Max von Schumann hizo algo más que volver a reunirse con Albert James, también le presentó a algunos de sus amigos que al igual que él estaban en contra de Hitler.

El grupo estaba integrado por profesores, abogados, algún pequeño comerciante e incluso otro aristócrata primo de Max, además de dos pastores protestantes. En definitiva, hombres de la burguesía ilustrada que abominaban de lo que Hitler estaba haciendo con Alemania.

Albert simpatizó con Karl Schatzhauser, un viejo profesor de medicina que había sido uno de los maestros de Max cuando el barón cursaba sus estudios.

Karl Schatzhauser vivía en un edificio de la Leipziger Strasse, peligrosamente cerca del cuartel general de la Gestapo, lo que no parecía amedrentarle a la hora de citar a sus amigos que formaban parte de un grupo clandestino de oposición a Hitler.

– ¿Por qué no se coordinan con los socialistas y los comunistas? -preguntó Albert al profesor Schatzhauser.

– Deberíamos hacerlo, pero es tanto lo que nos separa… Orco que ellos no se liarían de nosotros y puede que algunos de nosotros tampoco nos fiáramos de ellos. No, no es el momento de actuar conjuntamente. Ahora mismo, los comunistas no saben qué hacer después del pacto que ha firmado el ministro Ribbentrop con los rusos. Para ellos ese pacto es una tragedia: aquí Hitler encarcela y persigue a los comunistas y, sin embargo, Stalin pasa todo esto por alto y firma con Alemania. Además, lo que quieren los comunistas alemanes es convertir nuestra patria en otra Unión Soviética, y lo que nosotros pretendemos es que Alemania recupere la normalidad.

– Pero eso les resta fuerza a la hora de oponerse a Hitler -insistió Albert.

– Nosotros queremos una Alemania cristiana, democrática, donde todos estemos subordinados a la ley y no a los caprichos enloquecidos de ese cabo al que hemos convertido en canciller. Y no crea que no pienso que los partidos moderados no han tenido su parte de responsabilidad permitiendo llegar a Hitler al poder. No se puede contemporizar con personajes como él, es un error que hemos cometido los alemanes y también las naciones europeas.

– Para poder ser eficaces tenemos que pasar inadvertidos y por eso les insisto a nuestros amigos que debemos actuar como los camaleones -dijo Schatzhauser-. Por ejemplo, Max quería dejar el Ejército, pero le he convencido para que no lo hiciera porque nos resulta más útil dentro, así sabemos qué es lo que piensan los jefes militares, cuántos pueden llegar a simpatizar con nosotros, qué planes tiene Hitler… Todos debemos permanecer en nuestros puestos, no hace falta demostrar ningún entusiasmo por el Führer pero tampoco significarnos tanto que terminemos en los calabozos de la Gestapo. Allí no seríamos de ninguna utilidad a nuestro país.


A Albert le impresionaba la firmeza y claridad de ideas del profesor Schatzhauser, mientras que Amelia creía que Max, el profesor y sus amigos eran demasiado pusilánimes para ser eficaces contra un monstruo como Hitler.


Los berlineses parecían vivir ajenos al sufrimiento de la guerra, y Berlín continuaba siendo la Stadtder Musik und des Theaters (la ciudad de la música y de los teatros).

– ¡Albert, aquí dicen que Carla Alessandrini estrenará Tristán e Isolda en la Deutsches Opernhaus dentro de quince días!

– ¿Tu amiga Carla viene a Berlín? Me dijiste que era una antifascista convencida.

– ¡Y lo es! Pero Carla además de ser la mejor cantante de ópera del mundo es italiana, así que no es extraño que la contraten en Berlín. ¿No estamos tú y yo aquí? Los nazis piensan que porque eres norteamericano y tu país se ha declarado neutral no eres un elemento peligroso, y yo soy española, y por tanto deben de considerar que soy franquista.

Albert no respondió, sabía lo mucho que Amelia apreciaba a Carla Alessandrini y cualquier comentario crítico habría desembocado en una discusión.

– ¡Pero si está aquí! -exclamó Amelia.

– ¿Cómo dices?

– Que Carla se aloja en el Adlon, lo dice el periódico. Voy a pedir en centralita que me comuniquen con ella.

Unos minutos más tarde Amelia escuchó la voz alegre de Vittorio Leonardi, el marido de Carla.

– Amelia, cara! Come vai?

Amelia le explicó que estaba alojada en el hotel y que ansiaba verles, y Vittorio no se hizo de rogar.

– Carla está ensayando, ahora voy a buscarla al teatro, en cuanto regresemos podemos vernos para cenar.

Cuando se encontraron en el vestíbulo del hotel, Carla Alessandrini abrazó a Amelia. Vittorio mientras tanto habló con Albert como si le conociese de toda la vida, aunque en realidad apenas le había visto en París. Pero Vittorio era un hombre de mundo y enseguida comprendió que el acompañante de Amelia era algo más que un buen amigo.

Cenaron los cuatro en el restaurante del hotel y Carla se interesó mucho por los últimos avatares de la vida de Amelia.

Cara! ¡Parece que la tragedia te persigue! Y no lo entiendo, siendo tan bella como eres, pero en fin, la vida es así, ahora lo importante es que estás bien y Albert cuida de ti; más le vale, porque de lo contrario se las tendrá que ver conmigo -dijo levantando un dedo amenazador hacia Albert James.

La diva les explicó que aunque odiaba a los nazis, Vittorio le insistía en que dado que los fascistas gobernaban Italia, habría sido significarse en exceso rechazar cantar en Berlín. Se lamentó de los muchos amigos judíos, músicos, directores de orquesta, gente del teatro, que habían huido al exilio.

– No te dejes engañar por las apariencias, esta ciudad no es lo que era, los mejores han tenido que huir. No creas que me siento a gusto estando aquí…

– ¡Pero, Carla, amore! No puedes manifestar tan claramente tus preferencias políticas. En Milán se permitió desairar al Duce cuando quiso saludarle después de verla actuar en La Traviata. Carla se encerró en su camerino después de la función y me ordenó decirle que estaba aquejada por una jaqueca que le impedía hablar. Naturalmente, el Duce no se lo creyó y a través de unos amigos hemos sabido que ha mandado que nos vigilen. Si nos hubiésemos negado a venir a Berlín, ¿qué creéis que pensaría el Duce? No podíamos alegar nada para rechazar este compromiso.

– ¡Odio a los fascistas y a los nazis mucho más! -profirió Carla sin importarle que los comensales de las mesas cercanas la miraran con estupor.

– ¡Por Dios, querida, no grites! -le pidió Vittorio.

– Siento lo mismo que tú -dijo Amelia cogiendo la mano de su amiga.

– Todos pensamos lo mismo, pero Vittorio tiene razón, hay que ser prudentes -apuntó Albert.

– Ése es el problema, que la prudencia termina convirtiéndose en colaboración -dijo Amelia.

– No, no tienes razón. Creo que es mejor que podamos movernos por Berlín y hablar con unos y con otros para después poder contar al mundo el peligro que supone Hitler. Si ahora me levanto y empiezo a arremeter contra los nazis lo único que lograré será que me detengan, y al final no podré escribir en los periódicos lo que está pasando aquí -fue la conclusión de Albert.

– Para que luego digan que los hombres no son calculadores y prácticos -añadió Carla.

Vittorio les informó de que dos días después los responsables de la Deutsches Opernhaus ofrecían un cóctel seguido de una cena en honor de Carla y que pediría que les invitaran.

– Más les vale hacerlo o de lo contrario seré yo quien no asista al cóctel -sentenció Carla.


El pacto germano-soviético tenía un alcance superior al que muchos habían supuesto en un primer momento. Los protocolos secretos empezaban a salir a la luz por la vía de los hechos y el 17 de septiembre tropas soviéticas entraron en Polonia.

Amelia y Albert asistieron al día siguiente a una reunión en casa de Karl Schatzhauser. El médico les pedía tranquilidad a los otros miembros del grupo de oposición que lideraba.

– Se han repartido Polonia -se quejó Max-, y desgraciadamente el Gobierno británico no ha dado un paso en su defensa.

– Inglaterra no parece tener claro qué camino debe tomar -apuntaba Albert.

– ¡Se supone que los polacos son sus aliados pero lo cierto es que les han dejado caer en manos de Hitler y de Stalin! -replicó Amelia.

A la reunión asistió un pastor protestante que intentaba contrarrestar el desánimo que parecía cundir en el grupo hablándoles de la esperanza.

– Aún podemos hacer cosas, no nos vamos a rendir. Hay mucha gente contraria a Hitler -aseguró aquel religioso, que se llamaba Ludwig Schmidt.

El pastor dijo conocer a una persona cercana al almirante Canaris, el jefe del contraespionaje alemán; según aquel hombre, el marino no compartía las ideas del Partido Nazi en el poder; más aún: al parecer el almirante mostraba su disposición para ayudar en lo que pudiera a la oposición a Hitler siempre que no se viera comprometido.

Max von Schumann confirmó esta información añadiendo que el coronel Hans Oster, jefe de la Oficina de Contraespionaje del Alto Mando de las Fuerzas Armadas, junto a otros jefes militares, estaba en contra de Hitler.

– ¡Deberían unir sus fuerzas! -insistió Albert.

– No debemos dar pasos en falso, es mejor que cada grupo actúe como crea conveniente, ya llegará la hora de saber quién está con quién -replicó Karl Schatzhauser.

– Usted dirige nuestro grupo, profesor, y yo acepto su estrategia, pero creo que nuestro amigo Albert James tiene razón -terció Max.

El pastor Ludwig Schmidt ilustró a Albert sobre los fundamentos del nazismo.

– Hay tres libros que debería leer usted para entender en qué se sustenta esta locura: El Mein Kampf, del propio Adolf Hitler, El mito del siglo XX de Alfred Rosenberg y Manifiesto contra la usura y la servidumbre del interés del dinero de Gottfried Feder. No imagina usted lo que Feder ha llegado a escribir sobre cómo sanar nuestra economía. En cuanto al libro de Rosenberg es una estupidez, su objetivo es demostrar la superioridad de los nórdicos. También los fundamentos del cristianismo, porque no debe usted olvidar que los nazis abominan de Dios. Pero lea, lea usted el Mein Kampf y verá claramente lo que se propone Hitler.

– Hasta ahora, las principales víctimas están siendo los judíos -dijo Amelia.

– Tiene usted razón, pero además de querer acabar con los judíos el objetivo del nacionalsocialismo es borrar las raíces cristianas de Alemania, crear un país sin Dios ni religión -respondió el pastor Schmidt.

Amelia aprovechó un momento en el que Albert estaba hablando con el profesor Schatzhausser para insistirle a Max en que le ayudara a buscar a los Wassermann.

– Un amigo nuestro nos ha informado de que se los han llevado a un campo de trabajo, debe de haber algún registro donde figuren sus nombres…

– No será fácil averiguarlo, pero haré lo que pueda.

– Tú eres un oficial, a ti te lo dirán.

– Un oficial que se hará sospechoso a los ojos del partido si me intereso por unos judíos. Las cosas no son tan fáciles, veré si a través de un amigo del servicio de contraespionaje puedo averiguar algo.

En otro momento de la reunión, Amelia preguntó a Max por Ludovica.

– Como puedes imaginar, no sabe nada de estas reuniones, no dudo que nos denunciaría.

– Ludovica es nazi, ¿verdad?

– Ya la escuchaste, para desgracia mía tengo una esposa nacionalsocialista convencida. Pertenece a una familia en la que hay empresarios e industriales del Rhur que, como muchos otros, han apoyado a Hitler. Deseaban un gobierno fuerte, un dictador. Muchos de los que le han apoyado dicen ahora que pensaban que podían influir en él, pero es una excusa de gente que son patriotas de sus propios intereses y a los que nada importa la degradación moral a la que están llevando a Alemania.

– Siento lo que estás pasando…

– Puedes imaginar lo doloroso que para mí resulta que Ludovica sea nazi. Obviamente no confío en ella, y nuestra relación se ha ido deteriorando, sólo mantenemos las apariencias.

– ¿Por qué no te separas?

– No puedo, soy católico. Ya ves, en este país de mayoría protestante también hay católicos, y Ludovica y yo lo somos. Estamos condenados a permanecer juntos.

– ¡Pero eso es horrible!

– No seremos ni el primer ni el último matrimonio que mantiene las apariencias. Además, aunque yo quisiera separarme, Ludovica no lo consentiría, de manera que ambos nos hemos ido adaptando a esta situación. Yo ya no pretendo ser feliz, lo único que me obsesiona es poder acabar con Hitler.


Karl Schatzhauser, acompañado de Albert, se acercó a ellos.

– Mi querida Amelia, intento convencer a Albert para que transmita al Gobierno británico que Alemania entera no se ha vuelto loca, que hay hombres y mujeres dispuestos a luchar contra Hitler, pero que necesitamos ayuda.

»Sí, necesitamos ayuda, pero los británicos deben tener en cuenta que nunca traicionaremos a nuestro país, sólo pretendemos derrocar a Hitler e impedir que la guerra se convierta en una tragedia peor de lo que fue la guerra anterior.

Albert afirmó que les ayudaría rompiendo por primera vez un principio que había mantenido inalterable: el de contar a sus lectores lo que como periodista veía y oía, pero sin implicarse políticamente.

A finales de septiembre, Polonia se rindió a Alemania. El país quedó dividido en zonas: las provincias occidentales fueron anexionadas a Alemania, mientras que las orientales quedaron en manos de la Unión Soviética. Millones de polacos sufrieron las consecuencias de estar bajo la bota del Reich. Las primeras víctimas fueron los judíos.


El estreno de Tristán e Isolda fue un gran éxito. Un público exultante y entregado aplaudió a Carla Alessandrini hasta hacerla salir a saludar más de diez veces. Aquella noche asistió a la representación Joseph Goebbels junto con otros jerarcas del Partido Nazi. Algunos de ellos no dudaron en enviar ramos de flores a la diva italiana pidiéndole una cita o directamente invitándola a cenar. Pero Carla ni siquiera miraba las flores, y ordenaba a su camarera que las dejara fuera del camerino.

– Hasta las flores nazis huelen mal -aseguraba.

Después de la función, Vittorio y Carla invitaron a cenar en el hotel a un grupo de amigos, entre los que se encontraban Amelia y Albert. Después de la cena, Carla se despidió de sus invitados alegando que estaba cansada y pidió a Amelia que la acompañara a su suite.

– No hemos tenido oportunidad de estar a solas ni un minuto y quería preguntarte si lo tuyo con Albert James va en serio.

Amelia meditó la respuesta. Ella misma se preguntaba por el calado de su relación con el periodista.

– Albert me ha salvado en varias ocasiones. Es el hombre más generoso que he conocido y nunca me ha pedido nada.

– Te he preguntado si le quieres, nada más.

– Sí, supongo que sí le quiero.

– ¡Uf, menuda respuesta! O sea que no le quieres.

– ¡Sí, sí, le quiero! Sólo que no como quise a Pierre, pero supongo que nunca volveré a amar a nadie del mismo modo. ¡Me hizo tanto daño!

– ¡Olvídate de Pierre! Está muerto, y lo vivido vivido está, no hay marcha atrás. No seas de esas personas que se complacen en lamentarse por el pasado. Debes mirar hacia el futuro y procurar disfrutar del presente cuanto puedas. Te daré mi opinión: Albert es un buen hombre, te quiere y está dispuesto a cualquier cosa por ti; y quizá por eso no le valoras como debes.

– ¡Pero si sé perfectamente que es un hombre excepcional!

– Que te quiere y confía en ti, sin condiciones. Vittorio es así, y ya ves, no sabría vivir sin él, pero por egoísmo. Es mi marido, sí, pero también es quien me cubre la retaguardia. Creo que AIbert es como Vittorio, y bueno, estos hombres se merecen algo más que lo que nosotras podemos darles. Es una pena, pero ¡la vida es así!

– No me gustaría que creyeras que no valoro a Albert.

– ¡Pues claro que lo valoras! Sólo que no estás enamorada de él y le dejarás en cualquier momento. ¿Qué pasa con tu barón alemán, Max von Schumann?

– Nada, Albert y yo hemos cenado en su casa y le hemos visto en algunas ocasiones.

– Creo recordar que me escribiste diciéndome lo mucho que te atraía.

– Es verdad… pero bueno, Max está casado, he conocido a su mujer, la baronesa Ludovica, muy bella pero terrible, es nazi. Max no es feliz con ella.

– ¡Conflicto a la vista! Caerás en brazos de Max.

– No, no quiero, ni tampoco él. Max es un hombre de honor y su matrimonio con Ludovica es para siempre. Son católicos.

– ¡Pamplinas! Yo también soy católica, y desde luego que no pienso dejar a Vittorio, pero ¿y si me topara con un gran amor? ¿Qué sería capaz de hacer? Hasta ahora los hombres a los que he conocido y amado no han merecido tanto la pena como para abandonar a Vittorio, y según pasan los años, me parece más difícil que aparezca un príncipe montado en un caballo blanco con el que yo quiera huir, pero ¿y si aparece? Lo único que no debemos hacer es engañarnos. Veo que el barón todavía te atrae, en fin, lo único que espero es que no sufras demasiado. No quiero que olvides que si las cosas te van mal siempre podrás contar conmigo, y más ahora que has perdido a tus padres. A propósito, ¿tienes noticias de tu familia?

– Mi hermana Antonietta continúa delicada.

– Esa niña lo que necesita es comer, ¿por qué no la llevas a Italia? Podéis ir a mi casa en Milán, o mejor, ya sabes que tengo una villa en Capri, allí se recuperaría respirando el aire puro del mar.

– Sabes que no puedo, tengo que trabajar, no quiero recibir dinero de Albert si no es por mi trabajo. Con ese dinero puedo ayudar a mi familia, mi tío Armando apenas gana para mantenerlos a todos. Además Pablo, el hijo de Lola, continúa en casa de mis tíos, su abuela tampoco termina de ponerse buena y sigue en el hospital. Son muchas bocas a las que dar de comer.

– ¡Y tú eres tan orgullosa que te niegas a aceptar mi ayuda!

– No soy orgullosa, Carla, te aseguro que si no fuera capaz de obtener dinero para los míos con mi trabajo, antes que dejarles pasar más necesidades te lo pediría, pero por ahora puedo enviarles suficiente dinero, yo no gasto nada en mí.

– Sí, eso ya lo he visto. Y vamos a salir de compras, no te puedes negar a que te regale unas cuantas cosas, porque qué quieres que te diga, te pareces a la Cenicienta.


Unos días más tarde, el profesor Karl Schatzhauser telefoneó a Albert pidiéndole que fuera a verle inmediatamente. Insistió en que le acompañara Amelia.

Fueron a su casa al caer la tarde y allí se encontraron también con Max y otro hombre. Karl Schatzhauser no se anduvo con rodeos.

– Mi querida Amelia, Max me ha dicho que es usted amiga de Carla Alessandrini.

– En efecto -respondió Amelia, desconcertada.

– Quizá pueda ayudarnos a salvar a una joven.

– No le entiendo…

– Permítanme que les presente al padre Müller.

El profesor Schatzhauser se dirigió al hombre que hasta aquel momento se había mantenido en silencio. El sacerdote, que no aparentaba tener más de treinta años, parecía nervioso.

– El padre Müller es sacerdote católico, y miembro de nuestro pequeño grupo de oposición a Hitler. Naturalmente, está con nosotros a título personal, no como representante de la Iglesia católica.

Amelia y Albert miraron con interés al clérigo, quien, a su vez, les observó con preocupación.

– No hace falta que les explique la situación de los judíos alemanes, sometidos a persecución. De la noche a la mañana muchos de ellos desaparecen conducidos a campos de trabajo, sin que posteriormente sea posible obtener alguna información sobre la suerte que corren en esos lugares. Pues bien, una familia judía conocida del padre Müller tiene un problema y Max y yo hemos pensado que quizá ustedes nos puedan ayudar. Pero será mejor que el padre Müller les explique la situación.

El sacerdote carraspeó antes de comenzar a hablar y, mirando directamente a Amelia, explicó lo que esperaba de ella.

– Soy huérfano. Mi padre murió cuando era un niño y mi madre me sacó adelante junto a mi hermana mayor. Mi padre tenía un taller de encuadernación que nos daba para vivir holgadamente, incluso tenía un empleado. Cuando mi padre murió, mi madre se hizo cargo del negocio, y mi hermana mayor la ayudaba cuanto podía, pero no hace falta recordarles las penurias por las que ha pasado Alemania, y a la desgracia de la muerte de mi padre se unió que en el taller comenzó a faltar trabajo. Muy cerca del taller, en los alrededores de la Chamissoplatz, mis padres tenían unos amigos, los Weiss, que tenían un negocio de compraventa de libros. El señor Weiss, además de amigo, era cliente de mi padre, solía llevarle viejas ediciones para que las encuadernara. El señor Weiss no es judío pero su esposa, Batsheva, sí lo es. Tenían una sola hija, Rajel, de mi misma edad, se puede decir que crecimos juntos y para mí es como una hermana. Cuando mi padre murió, el señor Weiss ayudó a mi madre cuanto pudo y a pesar de las dificultades que él mismo tenía que afrontar, nunca dejó de ampararnos. Hace un año, el señor Weiss murió de un ataque al corazón y dos meses más tarde la Gestapo detuvo a Batsheva acusándola de vender libros prohibidos. No era verdad, pero se la llevaron y lo único que hemos podido averiguar es que la pobre mujer está en un campo de trabajo. Afortunadamente, el día que la Gestapo se presentó en la librería no estaba Rajel, de manera que se libró de que también se la llevaran. Desde entonces vive con mi madre, con mi hermana Hanna y conmigo, la tenemos escondida pero tememos por ella. No estaré tranquilo hasta que no la sepa fuera de Alemania, pero no es fácil para los judíos conseguir permisos para viajar. Hace un año el Gobierno canceló sus pasaportes… en fin, les supongo al corriente de lo que pasa. A través de unos amigos, que me aseguran que conocen a un funcionario, puede que consigamos un documento para Rajel, pero es necesario que alguien la respalde, que tenga un valedor para conseguir ese documento, y sobre todo que se la lleve de aquí. Max asegura que Carla Alessandrini le tiene a usted un gran aprecio, y ha pensado… Bueno, se nos ha ocurrido que si la señora Alessandrini se presentara como valedora de Rajel nos sería más fácil conseguir el permiso de viaje. Si la señora Alessandrini asegurara que quiere a Rajel como doncella, ayudante o lo que le parezca más conveniente, las autoridades quizá no se lo nieguen. Esto es lo que quería pedirles: que salven a Rajel, para mí es como una hermana y yo… yo se lo agradecería eternamente.

– Supongamos que Carla Alessandrini consigue que le den a Rajel ese permiso y podemos sacarla de Alemania. Después ¿qué? -preguntó Albert James.

– Sálvenla. Hagan lo posible por que pueda llegar a Estados Unidos, allí hay una comunidad judía en la que quizá encuentre algún apoyo, puede que localice a alguno de los parientes de su madre que hace años emigraron a Nueva York.

– No les prometo nada, pero se lo pediré a Carla. Ella es antifascista y aborrece a los nazis. Y si ella no pudiera hacerlo quizá podría intentarlo yo, al fin y al cabo soy española y Franco es aliado de Hitler. Incluso si Carla la saca de Alemania, yo puedo ayudar a pasar a Rajel a España y llevarla hasta Portugal -afirmó Amelia.

Cuando el padre Müller se marchó, Max y el profesor Schatzliauser se disculparon con Amelia y Albert.

– Sabemos -dijo Max- que os hemos puesto en una situación comprometida y debo confesar que la idea ha sido mía, por lo que os pido disculpas. Conozco desde hace algún tiempo al padre Müller, es un hombre bueno y me gustaría ayudarle, aunque para ello os haya metido a vosotros en el lío. Sobre todo a ti, Amelia, puesto que tú eres la amiga de Carla Alessandrini.

De regreso al hotel Amelia y Albert discutieron. A él le preocupaba que Carla se sintiera utilizada por Amelia y eso pudiera resquebrajar la amistad entre las dos mujeres, y él sabía lo importante que era Carla para Amelia.

Pero Albert no conocía qué clase de mujer era la Alessandrini, y en cuanto Amelia le expuso la situación no dudó ni un momento aceptar ayudar a Rajel, a pesar de que su marido, Vittorio, le pidió prudencia.

– ¿Prudencia? ¿Cómo me pides prudencia cuando puedo ayudar a una pobre desgraciada? Lo haré, claro que lo haré, me presentaré en la policía solicitando el permiso de viaje para Rajel, diré que no puedo prescindir de sus servicios, que es una camarera extraordinaria. Aunque tenga que llamar a Goebbels para conseguir ese permiso… sacaremos a esa chica de aquí.

Amelia abrazó a su amiga y llorando le dio las gracias. Ella sabía que la diva tenía un gran corazón y no había dudado de que aceptaría hacer aquel favor tan peligroso.


Acompañada por el padre Müller y por la propia Rajel, Carla se presentó ante la oficina encargada de expedir los permisos de viaje de los judíos. Previamente, el funcionario del que dependía la tramitación había recibido un soborno en metálico, dinero facilitado por el propio Max.

Carla rellenó un sinfín de papeles, respondió a otro sinfín de preguntas absurdas y sobre todo se comportó más diva que nunca, sabiendo que eso podía impresionar a aquellos oficinistas. Cuando uno de los funcionarios insistió en que expedir el permiso llevaría tiempo, Carla, muy enojada, hizo una escena.

– ¿Tiempo? ¿Cuánto tiempo cree que puedo quedarme en Berlín? Llamaré al ministro Goebbels para que resuelva este problema, y ya veremos si le gusta que ustedes me contraríen como lo están haciendo. ¡Pienso decirle que si esto no se resuelve, jamás volveré a cantar en Berlín!

Rajel obtuvo su pasaporte, en el que estamparon la palabra Jude.


Carla, Vittorio, Amelia y Albert, junto con Rajel, salieron de Berlín el 12 de octubre. Antes de dejar la ciudad, Amelia insistió a Max para que le ayudara a buscar a los Wassermann.

– No puedo creer que no hayas podido averiguar dónde están -se quejó Amelia.

– No puedo preguntar directamente, compréndelo, pero te aseguro que estoy haciendo lo imposible por averiguar su paradero.

– Cuando les encuentres tienes que ayudarles, ¡júrame que les sacarás de donde estén!

– Te doy mi palabra de honor de que haré cuanto pueda por ayudarles.

– ¡Eso no es suficiente! ¡Tienes que sacarles del campo de trabajo o de donde estén!

– No puedo prometértelo, Amelia; si lo hiciera, te estaría mintiendo.


Sacar a Rajel de Berlín era sólo la primera parte del plan que habían ido elaborando los días previos. Irían en tren hasta París, y desde allí, Carla regresaría a Italia, mientras que Albert y Amelia llevarían a Rajel hasta la frontera con España. Amelia se había comprometido a pasar con ella a España acompañándola después hasta Portugal. Albert, por su parte, se encargaría no sólo de acompañarlas, sino de gestionar en la embajada británica los permisos necesarios para que Rajel pudiera viajar hasta Nueva York. Albert pensaba telefonear a su tío Paul James para que con su influencia, dado su cargo en el Almirantazgo, la embajada británica no se mostrara remisa a facilitar los documentos que necesitaba Rajel Weiss para viajar a América.

La presencia de Carla era el mejor salvoconducto. Los revisores, la policía, incluso la Gestapo no parecían desconfiar de la diva, tanto era así que a pesar de los temores de Albert, de Amelia, de Vittorio y de la propia Rajel, el viaje hasta la capital francesa transcurrió sin incidentes.

Rajel resultó ser una mujer de aspecto agradable, con el cabello castaño y los ojos del mismo color, tímida, dulce y muy culta; todos quedaron cautivados por su bonhomía.


En París, Carla y Vittorio se alojaron en el hotel Meurice, donde la diva había decidido pasar un par de días antes de continuar viaje hacia Roma. No era un capricho, sino la manera de dar tiempo a Amelia y a Albert para poder llegar a la frontera con España. Aunque no habían tenido ningún tropiezo hasta el momento, Carla pensaba que era mejor estar cerca por si les detenían a causa de Rajel.

En aquel momento en Francia cundía el desánimo. El país estaba oficialmente en guerra con Alemania y el primer ministro Édouard Daladier estaba empezando a ser superado por los acontecimientos.

Amelia había trazado un plan que consistía en llegar hasta Biarritz y desde allí continuar hasta la frontera con España, que pensaba pasar no a través de la aduana sino de los pasos que años atrás había conocido en sus excursiones con Aitor. Aún tenía fresca en la memoria la temporada en que había convalecido en el caserío del ama Amaya, y la amistad que allí había forjado con sus hijos Edurne y Aitor. Amelia se preguntaba si Aitor habría regresado de México y si en ese caso, viviría exiliado en el País Vasco francés. Si fuera así, estaba segura de que Aitor les ayudaría.

Albert condujo sin descanso hasta Biarritz, y cuando llegaron Amelia los llevó a casa de su abuela Margot. La anciana había fallecido tiempo atrás, pero Amelia confiaba en que Yvonne, su criada, conservara las llaves de la casa o siguiera viviendo en ella.

Cuando se acercaron a la casa, situada en la cornisa frente al mar, Amelia observó que las contraventanas estaban abiertas.

Pidió a Albert y a Rajel que la esperaran en el coche, puesto que no estaba segura de lo que se iba a encontrar.

Yvonne abrió la puerta y al principio pareció no reconocerla, luego la abrazó llorando.

– Mademoiselle Amelia, ¡qué alegría verla! ¡Dios mío, qué sorpresa!

La hizo pasar a la casa, y entre lágrimas le contó lo que Amelia ya sabía, que madame Margot había fallecido.

– Madame no sufrió, pero los últimos días estuvo muy agitada, parecía saber que iba a morir y se lamentaba de no poder despedirse de sus hijos ni de sus nietos, especialmente de usted y de mademoiselle Laura, que eran sus nietas favoritas.


Yvonne le explicó que madame Margot le había dado permiso para permanecer en la casa, segura de que sus hijos, cuando pudieran ir a Biarritz, continuarían manteniéndola a su servicio.

– La señora hizo testamento meses antes de morir; aquí tengo un sobre que me dio, está cerrado, pero madame me dijo que dentro estaba el nombre del notario al que Don Juan y don Armando debían acudir. Madame era muy previsora y estaba muy preocupada por la guerra en España; me entregó una cantidad de dinero para que no me falte nada en la vejez y… bueno, aquí estoy, esperando que aparezca alguien de la familia Garayoa.

Amelia le explicó que estaba de viaje camino de España acompañada de unos amigos y que les vendría bien descansar y comer algo caliente.

También fue un alivio para Albert y Rajel encontrarse a salvo en aquella casa. Yvonne no necesitaba que le explicaran nada para darse cuenta de que algo importante sucedía y de que Amelia estaba en un apuro, y por la noche, cuando Rajel se retiró a descansar y Albert se quedó dormido de puro agotamiento, Yvonne se acercó a Amelia.

– Mademoiselle -dijo-, creo que tiene problemas, y si yo pudiera ayudar… Madame Margot confiaba en mí y usted sabe cuánto quiero a su familia, a usted la conocí apenas recién nacida, lo mismo que a su hermana Antonietta. Yo llegué a esta casa porque me trajo la madre de madame Margot, madame Amelie, de la que lleva usted su nombre…

– Lo sé, lo sé, Yvonne… ¡Claro que sé que puedo confiar en ti! Verás, vamos a pasar a España pero no por la frontera sino por los pasos de la montaña. ¿Recuerdas a Aitor, el hijo del ama Amaya? El me enseñó senderos escondidos por donde sólo pasan las cabras.

– Muchos españoles han venido aquí huyendo de Franco, si usted los viera, ¡pobrecillos! No sé nada de Aitor, pero conozco a un español que se refugió aquí con su familia y que era del PNV. Un buen hombre, que trabaja mucho para dar de comer a sus hijos. Antes de la guerra parece que tenía un negocio, pero lo perdió todo al exiliarse. Suerte que estaba casado con una mujer de aquí y ahora trabaja en un hotel. Si usted quiere… no sé… quizá él sepa algo de Aitor…

– ¡Cuánto te lo agradecería! Aitor podría sernos de gran ayuda, le vi hace unos meses en México y parecía dispuesto a regresar para ayudar a los refugiados, ¡ojalá lo haya hecho!

– Mañana iré temprano a ver a ese hombre, a las siete ya está en la recepción del hotel.

Yvonne cumplió lo prometido, y dijo a Amelia que el hombre del PNV iría a visitarles aquella misma tarde cuando terminara su jornada de trabajo. Albert había decidido dejar hacer a Amelia, aunque tenía dudas; pensaba que no era prudente confiar en un extraño.


A las seis y media de la tarde Patxi Olarra se presentó en la casa. Albert calculó que tendría unos cincuenta años. Parecía un hombre vigoroso y tenía el cabello totalmente blanco.

Amelia le preguntó si conocía a Aitor Garmendia, dándole detalles de quién era, dónde estaba situado el caserío familiar y que la última vez que le había visto fue en México como secretario de un dirigente del PNV en el exilio.

Olarra escuchó en silencio y se tomó su tiempo antes de hablar.

– ¿Qué es lo que quieren? -preguntó a bocajarro.

– ¿Querer? Nosotros no queremos nada, soy amiga de Aitor desde la infancia…

– Ya, pero ¿qué quiere de él? -insistió Olarra.

– Ya le he dicho que me gustaría saber si está por aquí, y si es así, verle. Supongo que los exiliados del PNV se mantendrán en contacto, sabrán los unos de los otros…

– Veré qué puedo hacer por usted.

Patxi Olarra se levantó de la silla y haciendo una inclinación de cabeza salió de la cabeza sin decir una palabra más.

– ¡Qué hombre tan extraño! -comentó Albert.

– Los vascos son gente de pocas palabras, si tienen que hacer algo lo hacen y ya está -respondió Amelia.

– No sé si es amigo o nos va a traicionar -dijo Albert preocupado.

– No sabe nada de nosotros, no ha visto a Rajel.

– Ya, pero… no sé… me inquieta.

– Es un buen hombre, se lo aseguro -terció Yvonne.

Pasaron dos días sin que tuvieran ninguna noticia de Olarra, y Amelia decidió que no esperarían más e intentarían cruzar por sus propios medios a España.

– Pero ¿estás segura de que te acuerdas de los pasos de los que te habló Aitor? -le preguntó Albert con preocupación.

– Claro que sí -respondió Amelia con más seguridad de la que de verdad tenía.

Rajel, por su parte, se había confiado a Amelia de tal manera que a pesar de tener más edad dependía de ella como si de una niña se tratara.

Amelia había organizado la marcha para el día siguiente, de manera que les propuso acostarse pronto y descansar.

– Los pasos de la montaña no son fáciles, y es mejor que descansemos.

Aún no se habían ido a dormir cuando alguien llamó al timbre. Se pusieron tensos, en guardia. Yvonne mandó a Rajel al piso de arriba, mientras ella acudía a abrir la puerta.

Fuera, alguien preguntó por Amelia y ella al reconocer aquella voz gritó de alegría.

– ¡Has venido! ¡Aitor!

– No creas que es fácil andar de un lado a otro -respondió Aitor mientras abrazaba a su amiga.

Estuvieron hablando durante un buen rato. Aitor les explicó que su jefe había decidido enviarle de regreso para que sirviera de enlace entre los que escapaban y los que ya habían logrado organizarse en el exilio.

– Procuramos ser discretos para no comprometer demasiado a las autoridades francesas, porque aunque Francia está en guerra contra Alemania no ha roto con España, de manera que tenemos que andarnos con cuidado. No imagináis los cientos de miles de refugiados que hay en los campos y en qué condiciones… Nosotros procuramos ayudar a algunos de los nuestros y pasar a gente, pero es complicado.

– Precisamente queremos cruzar a España por uno de esos pasos de la montaña de los que tú me hablaste, tenemos que salvar a alguien…

Amelia le explicó a Aitor la historia de Rajel y cómo intentaban llegar a Lisboa.

– No será fácil, y menos en esta época del año, estamos casi en invierno y hay nieve. Además, los soldados y la policía de Franco están por todas partes.

– Pero vosotros utilizáis los pasos, ¿cómo si no sacáis a la gente de España?

Aitor se quedó en silencio. No quería defraudar a Amelia pero por otra parte temía poner a su organización en peligro intentando algo tan rocambolesco como introducir a una judía en territorio español con el fin de atravesar todo el país para llegar a Portugal. Si las detenían y las torturaban confesarían por dónde, cómo y con quién habían cruzado y quedarían al descubierto.

– No tengo autoridad para tomar esta decisión, debo consultar con mis superiores -concluyó Aitor.

– No hace falta que consultes, si no quieres ayudarme no lo hagas. Mañana nos vamos, si tú no vienes lo intentaremos nosotros.

– ¡Por favor, Amelia, no hagas locuras! Os perderíais en la montaña y más en esta época del año. No es un juego, ni una excursión campestre.

– No podemos continuar aquí, cada día que pasa Rajel corre más peligro. Su única oportunidad es llegar a Portugal.

– Puede que consiga un permiso de residencia en Francia… al fin y al cabo están en guerra con Alemania.

– ¿Te estás burlando de mí? ¿Debo recordarte dónde están los refugiados españoles? ¿Quieres que te hable de la política respecto a los judíos? Márchate, Aitor, no quiero comprometerte más, tú libras tu propia guerra y Rajel no es parte de ella, no tienes por qué ayudarnos.

– Si algo sale mal te juegas la vida -le advirtió Aitor.

– Lo sé, lo sabemos, pero no tenemos otra opción.

Aitor se marchó malhumorado. No había logrado hacer entrar en razón a Amelia, convencerla de que los pasos de pastores en las montañas eran muy peligrosos.

Tampoco Albert pudo convencer a Amelia para intentar encontrar otra solución.

– Yo me voy mañana con Rajel y te aseguro que lograré llegar al otro lado -respondió con ira a los razonamientos de Albert.

A las tres de la madrugada, cuando Amelia, Rajel y Albert se despedían de Yvonne oyeron unos golpes secos en la puerta. La vieja criada fue a abrir y se sorprendió al ver a Aitor.

– Eres terca como una muía, de manera que no tengo más remedio que ayudarte o de lo contrario conseguirás que la policía descubra los pasos para cruzar la muga -dijo el hombre.

Amelia le abrazó, agradecida.

– ¡Gracias! ¡Muchas gracias!

– ¿Estáis bien preparados? Necesitáis ropa de abrigo o de lo contrario moriréis congelados.

– Creo que llevamos todo lo que necesitamos -aseguró Albert.

La primera noche durmieron al aire libre; luego en pequeños refugios de pastores. Aitor abría la marcha con paso seguro a pesar de la oscuridad, y Albert la cerraba. Amelia y Rajel caminaban en silencio, sin quejarse de la dureza del terreno ni del temor que les producían los sonidos de la noche.

– Nos queda muy poco para entrar en España, y es mejor hacerlo sin luz -les anunció Aitor de madrugada.

– ¿Cuánto falta? -preguntó Albert.

– No más de quince kilómetros. Luego iremos al caserío de mis abuelos. Allí nos están esperando.


Amelia vislumbró la figura de Amaya dibujándose en la puerta del caserío y corrió hacia ella llorando. Se abrazó a su ama y la mujer la cubrió de besos.

– ¡Querida Amelia, qué guapa estás! ¡Cómo has cambiado! ¡Dios mío, pensé que nunca más volvería a verte!

Pasaron al interior del caserío, del que Amelia guardaba recuerdos entrañables, y se sintió apesadumbrada al enterarse de que el abuelo había muerto y al ver que la abuela yacía enferma en la cama.

– Ya ni siquiera habla -murmuró el ama Amaya señalando a la anciana, que parecía no reconocerles.

Amaya les preparó de comer y dejó escapar una carcajada al ver la expresión de Albert al beber un tazón de leche.

– ¿No te gusta? Entonces es que nunca has tomado leche de verdad, está recién ordeñada.

– ¿Qué sabes de mi familia?

– Edurne escribe de vez en cuando, pero con mucho miedo, ya sabes que ahora abren las cartas y la policía sospecha de todos. Tu hermana Antonietta parece que mejora; en cuanto al hijo de Lola, continúa en casa de tus tíos porque su abuela sigue en el hospital. Don Armando tiene trabajo, y tu prima Laura parece que está contenta en el colegio. Mi Edurne les sirve bien, no te preocupes.

– Supongo que no te contará nada de mi hijo Javier ni de Santiago…

– A tu hijo lo ven de lejos y es un niño hermoso al que no le falta de nada. Águeda lo cuida y lo lleva muy limpio. ¿No vas a buscar un teléfono para llamarles?

– ¡Pues claro que no! -interrumpió Aitor-. Es mejor que sea discreta, y cuanto más inadvertida pase, mejor; la policía controla todas las llamadas.

– Sí, tienes razón -admitió Amelia.

– Ahora os diré cómo llegar a Portugal. Tengo un amigo que se dedica a la chatarra, va y viene por todas partes con una camioneta pequeña. Os llevará a Portugal, aunque tendréis que pagarle. El viaje es largo y os pueden detener, de manera que no os va a salir barato, ¿tenéis dinero?

Albert aseguró que pagarían lo que fuera necesario y Aitor le miró reconociendo que no era un hombre común. Se preguntó si Amelia estaría enamorada de él y llegó a la conclusión de que no, aunque era evidente que hacían una buena pareja.

No había pasado ni media hora cuando José María Eguía, el chatarrero, se presentó en el caserío. Aitor salió a recibirle en cuanto oyó el ruido del motor de la camioneta.

Eguía exigió dinero por adelantado para llevarles hasta Portugal.

– Si me meto en lío -dijo-, al menos quiero sacar unas pesetas, que buena falta me hacen. Tengo mujer, tres hijos y a mi suegra viviendo con nosotros y poco que echar al puchero. Además, si uno hace un trabajo tiene que cobrarlo, ¿no?

No le discutieron ni una peseta y se despidieron de Aitor y de Amaya.

– Gracias, no olvidaré nunca lo que has hecho por mí -le dijo Amelia.

– Tened cuidado, Albert y tú tenéis los pasaportes en regla, pero la chica judía… No sé qué harían con ella si os parase la policía.

– Tendremos cuidado, no te preocupes.

– Podéis confiar en Eguía. Es buena persona, aunque un poco bruto. Sus abuelos tenían el caserío cerca de aquí, cuando éramos pequeños jugábamos juntos.

– ¿Es del PNV? -quiso saber Amelia.

– No, a éste no le interesa la política.


Apenas cabían en la camioneta. Albert se sentó al lado de Eguía y Amelia y Rajel se acomodaron en la parte de atrás, entre un montón de chatarra, pero ninguna de las dos mujeres se quejó.

– ¿Crees que lograremos llegar a Portugal? -preguntó tímidamente Rajel a Amelia.

– Ya verás cómo lo conseguimos. El viaje es largo y con estas carreteras más… pero llegaremos y Albert te ayudará a viajar a Estados Unidos.

Rajel la miró agradecida por aquellas palabras de ánimo. El viaje no fue fácil y pronto fue evidente que la camioneta estaba en peor estado de lo que parecía. En Santander se les pinchó una rueda, y Eguía después de desmontarla les dijo que estaba inservible y tendrían que comprar otra.

– Pero ¿no lleva usted una rueda de repuesto? -preguntó Albert con cierta alarma en la voz.

– ¡Quia! ¿De dónde voy a sacar yo una rueda de repuesto? Aquí no tenemos para nada.

Finalmente encontraron un viejo taller donde eligieron una rueda ya usada que, naturalmente, Albert pagó.

– Si la tengo que pagar yo el viaje no me sale a cuenta -explicó Eguía a modo de excusa.

Compraban pan y lo que encontraban y comían y dormían en la camioneta. Albert se ofreció a conducir, y aunque Eguía al principio se negó terminó por aceptar para poder descansar.

– ¡Menudo viajecito! Si lo sé les pido más por traerles -se quejó el chatarrero.

Albert James escribiría posteriormente algunos artículos sobre la España de la posguerra, en los que relataba que había encontrado un país que carecía de todo y en el que el miedo había sellado la voz de la gente.

Explicó que cuando paraban a tomar un café en cualquier bar, o a echar gasolina, o cuando entraban en alguna tienducha de mala muerte a comprar pan, se encontraban con un muro ante cualquier intento de obtener una opinión sobre la marcha de la situación política.

También le sorprendían los discursos exageradamente patrióticos de los nuevos jerarcas, pero, por encima de todo, le sobrecogía el hambre. En un artículo escribió que en aquellos años los españoles llevaban dibujado el hambre en el rostro.

Nada más entrar en Asturias, la camioneta se paró en medio de un puerto de montaña. Tuvieron que bajarse y entre todos empujarla fuera de la carretera, donde Eguía intentó arreglarla.

– ¡Uf, esto está fatal! -exclamó tras observar el motor.

– Pero ¿lo podrá arreglar? -preguntó Amelia.

– Pues no lo sé, puede que sí o puede que no.

Tuvieron suerte. Unos cuantos camiones del Ejército pasaron por el lugar y Eguía les hizo señas para que pararan.

El capitán que mandaba el grupo de los cuatro camiones resultó ser un hombre afable.

– Yo de esto no sé mucho, pero el sargento es un manitas y ya verá como arregla el motor.

Amelia rezó para que no les pidieran la documentación. Sobre todo temía que hicieran cualquier pregunta a Rajel, ya que ésta sólo hablaba alemán, o a Albert, que aunque hablaba español no lo hacía con fluidez. Al principio el capitán no mostró un interés especial en las dos mujeres, pero sí por Albert.

– ¿Y usted de dónde es? -le preguntó.

– Soy estadounidense.

– ¡Vaya! ¿No será usted de los que vinieron con las Brigadas Internacionales? -dijo riéndose.

– No, claro que no.

– Se le nota, hombre, se le nota, usted tiene aspecto de pudiente, de ser uno de esos americanos a los que le sobran los dólares.

– El dinero nunca sobra -respondió Albert por decir algo.

– ¿Y esas chicas?

– Mi esposa y su hermana.

– Ya tiene usted mérito en aguantar a la mujer y a la cuñada.

– Son buenas personas -respondió Albert, que no entendía del todo las bromas del capitán.

– No se fíe, las mujeres son iguales en todas partes.

– ¡Ya está, mi capitán! -les interrumpió el sargento-. La avería no era tan gorda como parecía.

El capitán dudó, eso de encontrarse a un estadounidense en Asturias le sonaba raro, pero recordó que España no tenía nada contra los americanos, de manera que optó por desearles buen viaje.

– ¡Vayan con cuidado!

Tres días más tarde llegaron a Portugal. Eguía les dijo que pasarían la frontera por un pueblo donde apenas había vigilancia.

– El pueblo está pegado a la frontera; los vecinos ven Portugal desde sus ventanas y pasan al otro lado persiguiendo a las gallinas.

– Pero ¿está seguro de que aquí no hay guardias? -preguntó Amelia con recelo.

– Estoy seguro; además aquí tengo un amigo que nos ayudará.

El amigo de Eguía se llamaba Mouriño, al parecer se habían conocido en la mili y habían congeniado hasta el extremo de hacer negocios de contrabando esquivando la frontera, el uno con Francia y el otro con Portugal. Al acabar la guerra volvieron a las andadas.

Mouriño les invitó a comer pan con queso y un vaso de vino, mientras él y su amigo Eguía hablaban de negocios. El vasco descargó la chatarra, y Mouriño lo llevó al corral donde, bajo una lona, guardaba unos cuantos paquetes para que los llevara a San Sebastián.

– Es tabaco inglés -explicó-. A los franceses les encanta.

Nadie les preguntó nada y pasaron a Portugal sin encontrar ni un solo guardia.

– ¡Esto es increíble! No podía imaginar que pasaríamos la frontera tan fácilmente -exclamó Albert.

– No se crea que es fácil, es que este pueblo está alejado de los pasos fronterizos y si tienes suerte no encuentras a ningún guardia y pasas sin problema. Por aquí hay mucho contrabando.

– Pensaba que vendía chatarra…

– Y más cosas.


En Lisboa buscaron una pensión cerca del puerto que les recomendó el propio Eguía.

– No es gran cosa, pero las sábanas suelen estar limpias y lo más importante: no hacen preguntas.

Aquella noche, por fin, tomaron un plato caliente de comida y durmieron entre sábanas, si bien menos limpias de lo que Eguía les había asegurado.

A la mañana siguiente, Albert telefoneó a su tío Paul.

– ¿Se puede saber dónde estás?

– Ahora en Lisboa, pero antes he atravesado media Francia y otra media España para llegar aquí.

– Vaya, no sabía que te gustaba tanto viajar -respondió su tío con un deje de ironía.

– Ni yo tampoco. Verás, tío Paul, necesito tu ayuda.

– Ya me extrañaba a mí esta llamada. Y bien, ¿qué sucede?

– Tengo una amiga, una persona muy especial…

– ¿Amelia Garayoa?

– No, no se trata de ella, aunque está aquí conmigo. Es una persona que conocí en Berlín, se llama Rajel Weiss y es judía.

– Ya. ¿Y qué es lo que quieres?

– Que nuestra embajada le facilite algún documento o permiso para que pueda viajar a Estados Unidos.

– Querrás decir a Inglaterra.

– No, quiero decir a Estados Unidos, tiene familia allí.

– Como ya supondrás, no puedo hacer nada.

– ¡Por favor, sé que puedes! No te lo pediría si no fuera importante. ¿Sabes lo que está pasando con los judíos en Alemania?

– Ya sé que a Hitler no le gustan los judíos, pero no podemos acoger a todos los que intentan huir de Alemania.

– No te estoy pidiendo un imposible, sólo un salvoconducto para sacarla de aquí.

– No puedo hacer excepciones.

– ¡Claro que puedes! Sólo pretendo que Rajel llegue a Estados Unidos.

– ¿Y cómo sabes que allí la admitirán?

– Si tú me consigues el salvoconducto yo me encargo de resolver el problema con la aduana de Nueva York.

– Me gustaría ayudarte, pero no puedo.

– ¿Sabes lo que eso significa? Hemos atravesado media Europa para llegar hasta aquí. Te aseguro que no ha sido fácil, sin Amelia y sin Carla Alessandrini no lo habríamos conseguido.

– ¿Carla Alessandrini? ¿Te refieres a la gran diva de la ópera?

– Sí, una mujer muy valiente y decidida, gran amiga de Amelia.

– ¡Vaya, vaya! Tu amiga Amelia es una caja de sorpresas.

– ¿Vas a ayudarme o no?

– Veré si puedo hacer algo, pero tened cuidado: en Lisboa hay agentes nazis por todas partes.

– E imagino que también británicos.

– Me encanta tu fe en nosotros. Dame un número donde pueda encontrarte.

Paul James telefoneó a su sobrino veinticuatro horas más tarde, tras librar una tensa discusión con sus superiores mientras trataba de conseguir un salvoconducto para Rajel Weiss. Si les convenció fue porque, les dijo, esperaba obtener un rédito del favor a su sobrino.

Albert, acompañado de Amelia y Rajel, se presentó en la embajada británica. Allí preguntaron por el hombre al que les había dirigido Paul James. Para Albert fue evidente que se trataba de un oficial de Inteligencia. El hombre escuchó pacientemente la historia de Rajel y mostró más interés al conocer los detalles de la fuga de Berlín, sobre todo por los contactos que parecía tener Amelia. Esta llegó a sentirse incómoda ante las preguntas de aquel hombre, que parecía estar interrogándola.

– Y si nosotros no pudiéramos facilitarle el salvoconducto, ¿qué harían? -preguntó el hombre esperando que fuera Amelia quien respondiera.

– No le quepa la menor duda de que cualquier cosa antes que abandonar a Rajel. Ustedes no son nuestra única carta a jugar -respondió desafiante.

El hombre les despidió diciéndoles que en un par de días tendrían noticias suyas, y también les dijo que procuraran no llamar la atención en Lisboa.

– Forman ustedes un trío en el que es difícil no fijarse.

Prácticamente no salieron de la pensión. Albert pagaba a la patrona para que les hiciera la comida y a lo más que se atrevían era a dar algún paseo cerca del mar.

Dos días más tarde, el hombre de la embajada telefoneó a la pensión y les citó en un bar próximo.

– Bien, aquí están los documentos para la señorita Weiss, de usted dependerá que la admitan una vez llegue a Nueva York.

– Gracias… -dijo Albert tendiendo la mano al hombre de la embajada.

– No me las dé a mí sino a su poderoso tío. ¡Ah! por cierto, me ha pedido que le telefonee cuanto antes, creo que espera verle pronto en Londres.

Albert compró un pasaje para Rajel en un barco que salía al día siguiente con destino a Nueva York. Era un mercante que admitía pasajeros, de manera que la travesía no le iba a resultar demasiado incómoda a Rajel y pasaría más inadvertida a su llegada a Estados Unidos.

También pagó al capitán para que cuidara de Rajel.

Amelia se despidió entre lágrimas de Rajel. Había llegado a apreciar sinceramente a aquella muchacha tímida y silenciosa. Antes de subir al barco Rajel se quitó un anillo y se lo entregó a Amelia.

– Así no te olvidarás de mí… -le dijo mientras le colocaba el anillo en el dedo.

– ¡Claro que no lo haré! Por favor conserva el anillo, es de oro y esas piedras… Es muy valioso, y si las cosas van mal puedes necesitarlo.

– No, aunque me muriera de hambre nunca vendería este anillo. Era de mi abuela, la madre de mi padre. El me lo dio cuando cumplí dieciocho años. Quiero que lo tengas tú.

– ¡Pero no puedo aceptarlo!

– Si lo tienes será como si continuáramos juntas. ¡Por favor, no lo rechaces!

Se abrazaron y Albert tuvo que separarlas para que Rajel embarcara.

– No te preocupes, cuando llegues a Nueva York te estarán esperando, no tendrás ningún problema para pasar la aduana -le prometió Albert.

Cuando vio que el barco zarpaba del puerto, Amelia sintió el escalofrío de la soledad. Albert le echó un brazo por los hombros para reconfortarla. Estaba perdidamente enamorado de Amelia y no había nada que no fuera capaz de hacer por complacerla.

– ¿Qué haremos ahora? -le preguntó más tarde cuando llegaron a la pensión.

– Ir a Londres. Tengo que pedir a mi padre que hable con algunos amigos que pueden facilitar la entrada de Rajel en Estados Unidos. Mi padre es amigo del gobernador, de manera que si se interesa por Rajel ella no tendrá problemas. También quiero telefonear a un amigo de la infancia que trabaja en la oficina del alcalde. Además, el hombre de la embajada nos dijo que el tío Paul quería vernos cuanto antes en Londres y después de este favor no puedo negarme.

– ¿Qué querrá tu tío?

– Cobrarse el favor que nos ha hecho.

– Pero ¿cómo?

– Eso aún no lo sé, pero estoy seguro de que el precio será alto.

– Yo… siento haberte puesto en esta situación.

– No has sido tú, Amelia. Salvar a Rajel ha sido una cuestión de decencia. Desgraciadamente no podemos ayudar a todos los que lo necesitan. Además, fue el doctor Schatzhauser y Max quienes nos pidieron a ambos que ayudáramos a Rajel, y no olvidemos que sin Carla no habríamos podido.

– Me gustaría ir a Madrid… Estamos tan cerca…

Albert dudó, pero se mantuvo firme en su decisión de viajar de inmediato a Londres.

– Lo siento, Amelia, pero después de lo que ha hecho no puedo desairar a mi tío.

– Tienes razón, ya iremos más adelante.

– Te lo prometo.

6

Amelia no terminaba de sentirse cómoda en Londres. Notaba la hostilidad del ambiente como un reflejo de la hostilidad de la familia y los amigos de Albert que estaban informados de que éste vivía con una mujer casada, motivo de escándalo en la muy puritana alta sociedad británica.

Albert se encontró con que sus padres regresaban a Nueva York, por lo que le pidió a su padre que intercediera ante el gobernador de la ciudad para que ayudara a Rajel. Ernest James adoraba a su hijo y era incapaz de negarle nada, además era un furibundo antinazi, de manera que se comprometió a ayudar a la muchacha.

– No te preocupes, conseguiremos que esa joven entre en Estados Unidos. Ahora que estamos solos… en fin… me gustaría hablar contigo. Tu madre está muy preocupada, ya sabes que pensaba que tú y lady Mary… En fin…

– Lo sé, padre, sé que a mi madre y a ti os gustaría que me casara con Mary Brian, y siento no poder complaceros.

– Entonces, ¿tu decisión es definitiva?

– Os presenté a Amelia y sabes que estoy enamorado de ella.

– Es una joven muy bella e inteligente, pero está casada y bien sabes que vuestra relación no tiene futuro.

– Tiene el futuro que ambos queramos que tenga. Vosotros sois irlandeses y estáis más apegados a las normas y a la tradición.

– Tú también eres irlandés, aunque hayas nacido en Nueva York.

– Y allí me he educado como un norteamericano, que es como me siento. Respeto las tradiciones, procuro mantenerme dentro de las normas, pero no las sacralizo. Me he enamorado de Amelia y vivo con ella, de manera que es mejor que mamá ceje en su empeño de querer casarme con Mary.

– No podréis tener hijos.

– Espero que algún día haya una solución para nuestra situación. Mientras tanto, padre, me gustaría pedirte que me comprendas, y si no puedes comprenderme al menos que respetes mi decisión. Quiero a Amelia y te pido que la aceptéis en la familia como si de mi esposa se tratara.

– ¡Tu madre no quiere saber nada de ella!

– Entonces tampoco sabrá nada de mí.

– ¡Por favor, hijo, recapacita!

– ¿Crees que no he pensado ya en lo que supone vivir con Amelia? Sí, claro que lo he hecho, y también te digo que no permitiré que nadie la abochorne ni la haga de menos. Ni siquiera mamá.


Lord Paul James organizó una cena de despedida a su hermano Ernest y a su esposa Eugenie, a la que invitó a Albert y a Amelia. La madre de Albert alegó una fuerte jaqueca que le imposibilitaba asistir a la cena, además adujo la inminente partida hacia Nueva York. Eugenie encontraba fuera de lugar la velada.

Albert y Amelia se presentaron en casa de su tío a las seis en punto, tal y como rezaba la tarjeta de invitación. Paul James había congregado en su casa a una docena de invitados y a todos les sorprendió la manera deferente como trataba a Amelia, que para la puritana sociedad de entonces no pasaba de ser la amante de su sobrino. Incluso produjo cierto revuelo el atrevimiento de Amelia cuando reprochó que Gran Bretaña y las potencias europeas se habían lavado las manos en la guerra española.

No fue hasta que todos sus invitados se hubieron marchado cuando Paul James pidió a su sobrino y a Amelia que se quedaran a compartir un oporto en la biblioteca.

Albert susurró al oído de Amelia: «Ahora es cuando nos pasará la factura por haber ayudado a Rajel».

– Estoy muy impresionado por vuestra peripecia para salvar a esa joven judía, Rajel Weiss -les dijo nada más servirles una copa del empurpurado vino portugués.

– Sí, fue algo complicado, pero tuvimos suerte -respondió Albert.

– ¿Suerte? Yo diría que demostrasteis inteligencia y sentido de la improvisación. Os felicito a los dos.

Mientras observaba a Amelia de reojo, lord James carraspeó antes de continuar. La muchacha parecía tranquila, segura de sí misma, sin dejar entrever su agitación interior.

– Bien, estamos en guerra y las guerras se sabe cómo empiezan pero no cómo ni cuándo acaban. El enemigo es fuerte y será él o nosotros. Cuando hablo de nosotros me refiero a la Europa de la razón, la de los valores con los que hemos crecido y creído. Y en esta guerra no hay lugar para los neutrales. Lo siento por ti, Albert.

– Precisamente quería hablarte de algunas personas que he conocido en Berlín. Me comprometí con ellas a defender su causa en Inglaterra, de manera que lo haré ante ti. Tu amigo el barón Max von Schumann pertenece a un grupo de oposición a Hitler.

– Eso ya lo sé, ¿qué crees que hacía aquí este verano? Nos pidió ayuda para derrocar a Hitler, una ayuda que en aquel momento no podíamos prestarle.

– Pues os habéis equivocado.

– Sí, hay quien se ha equivocado pensando que no habría guerra, que Hitler no se iba a atrever a invadir Polonia, a dar los pasos que está dando. Yo siempre he pensado que lo haría, pero mis superiores opinaban lo contrario. Aun así, el grupo del barón Von Schumann es… bueno, gente de aquí y de allá, sin organizar, no estoy seguro de que sea un grupo de oposición eficaz, con capacidad de hacer algo más que reunirse para lamentar que Hitler se haya convertido en el amo de Alemania.

– Te equivocas, tío. Verás, además de los comunistas y de los socialistas no creo que haya muchos grupos de oposición organizados contra Hitler. Y los comunistas, aunque perseguidos en Alemania, se encuentran con que su jefe, Stalin, ha pactado con Hitler. Los socialistas no tienen fuerza por sí solos para derrocar el régimen. En mi opinión habría que convencer a todos los grupos de oposición para que trabajaran coordinadamente. El jefe del grupo de Max von Schumann es el profesor Karl Schatzhauser, que además de ser un médico prestigioso, también es un respetado profesor universitario. Creo que deberías tenerle en cuenta.

– ¿Te has comprometido a algo?

– Sólo a transmitiros su petición de ayuda y a dar mi opinión de que son merecedores de ella.

– Bien, tendré en cuenta lo que me dices, aunque sólo puedo prometerte que lo comunicaré a mis superiores. Ahora quería hablaros de otro asunto… es un tema delicado y espero contar en cualquier caso con vuestra discreción.

Tanto Amelia como Albert le aseguraron que así sería.

– Las guerras no se ganan sólo en el frente, necesitamos información y ésta hay que recogerla detrás de las líneas enemigas, para lo cual son necesarios hombres y mujeres valientes. Mi departamento en el Almirantazgo va a preparar a algunos hombres y mujeres para que lleven a cabo esa labor, civiles todos filos y con unas cualidades específicas, como las que usted tiene, Amelia.

– ¡Tío Paul, qué pretendes! -le interrumpió Albert.

– Sólo saber si estáis dispuestos a colaborar para que esta guerra termine cuanto antes.

– Soy periodista y mi única manera de colaborar contra la guerra es contándole a la gente lo que sucede.

– Ya te lo he dicho, Albert, en esta ocasión no podrás ser neutral. Por más que la política de Chamberlain ha sido la de contemporizar con Hitler, nos hemos visto abocados a la guerra. Desgraciadamente Hitler no se va a conformar con Polonia, sin olvidarnos de que los soviéticos, como supongo sabes, han decidido quedarse con Finlandia. Me temo que aún no sabemos realmente la dimensión que va a alcanzar esta guerra, pero mi obligación es suministrar a mis superiores información para que tomen las decisiones adecuadas. Tras la declaración de guerra hemos tenido que abandonar Alemania, pero necesitamos ojos y oídos allí.

– Y si no me equivoco, pretendes invitarnos a formar parte de esos grupos que estás organizando.

– Sí, así es. Tú eres estadounidense y puedes ir por todas partes sin despertar sospechas, y la señorita Garayoa es española. Su país es aliado de Hitler, y con su pasaporte puede viajar por Alemania sin despertar sospechas. Antes me hablabas del barón Von Schumann, cuyo papel como integrante de la oposición no me interesa tanto como el hecho de que es un militar de alta graduación bien considerado en el Ejército. Tiene acceso a información que puede sernos vital.

– Max von Schumann nunca traicionará a Alemania. Sólo quiere acabar con Hitler -terció Amelia.

– Pero eso, querida señora, no lo podrá hacer sin romper unos cuantos platos. Me temo que en estas circunstancias todos terminaremos haciendo lo que no nos gusta.

– Lo siento, tío Paul, no puedo ayudarte -declaró Albert.

Paul James miró a su sobrino con disgusto. Esperaba que la guerra le hubiera abierto los ojos pero Albert continuaba teniendo un sentido romántico del periodismo.

– Dígame, lord James, si Gran Bretaña gana la guerra a Alemania ¿qué efecto tendrá en el resto de Europa? -preguntó Amelia.

– No entiendo…

– Quiero saber si el fin de Hitler puede suponer que las potencias europeas decidan restablecer la democracia en España. Quiero saber si van a seguir apoyando y reconociendo a Franco.

A lord James le sorprendió la pregunta de Amelia. Era evidente que la joven sólo colaboraría si creía que eso podía beneficiar a España, de manera que se tomó unos segundos mientras buscaba las palabras adecuadas para responder a Amelia.

– No puedo asegurarle nada. Pero una Europa sin Hitler sería diferente. La posición del Duce no sería la misma en Italia, y en cuanto a España… es evidente que para Franco supondría un duro revés no contar con el apoyo germano. Su posición sería más débil.

– Bien, si es así, creo que estaría dispuesta a colaborar contra Hitler.

– ¡Estupendo! Una decisión muy atinada, querida Amelia.

– ¡Pero Amelia, no puedes hacerlo! Tío, no debes engañarla…

– ¿Engañar? No lo hago, Albert, no lo hago. Amelia ha hecho una ecuación y el resultado puede ser el que anhela. No se lo puedo garantizar, pero si ganamos esta guerra habrá consecuencias inmediatas en la política europea, naturalmente también en España.

– Para mí es suficiente que haya una sola posibilidad. ¿Qué quiere que haga? -dijo Amelia.

– ¡Oh! Por lo pronto prepararse. Necesita entrenamiento y seguramente reforzar las lenguas que habla. ¿Cuáles son? ¿Ruso, francés, alemán?

– Hablo francés igual que español; en alemán no tengo problemas, incluso dicen que mi acento es bastante bueno; en cuan-(o al ruso, la verdad es que sólo me defiendo. Tengo cierta facilidad con los idiomas.

– ¡Perfecto!, ¡perfecto! Trabajará sus conocimientos de ruso y pulirá aún más su alemán. Además aprenderá a enviar y descifrar mensajes y también algunas técnicas imprescindibles en el negocio de la información.

– Amelia, te pido que reconsideres el compromiso que estás adquiriendo. No tienes ni idea de dónde te estás metiendo. Y tú, lío Paul, no tienes derecho a embaucar a Amelia y a ponerla en peligro por una causa que no es la suya. Los dos sabemos que España no es una prioridad para la política exterior de Gran Bretaña, incluso Franco os molesta menos en el poder que si hubiera un gobierno comunista. No permitiré que engañes a Amelia.

– ¡Por favor, Albert! ¿Crees que la estoy engañando? No lo haría aunque sólo fuera por ti. Alemania se ha convertido en un gran peligro para todos, tenemos que ganar esta guerra. Yo no he dicho que si ganamos eso signifique la caída de Franco, sólo que sin Hitler las cosas no serán igual. Amelia es inteligente, sabe lo que da de sí la política.

– Es una apuesta, Albert, en la que en mi caso a lo mejor hay algo que ganar y nada que perder; ya lo he perdido todo -les interrumpió Amelia.

– Si trabajas para el tío Paul vivirás en un submundo del que no podrás escapar.

– No quiero tomar esta decisión sabiéndote en contra. Ayúdame. Albert, entiende por qué he dicho que sí.


Cuando se marcharon, lord James se tomó otro oporto. Estaba contento. Sabía que Amelia Garayoa era un diamante a la espera de pulir. Llevaba demasiado tiempo en la Inteligencia para saber quién tenía potencial para convertirse en un buen agente, y estaba seguro de las cualidades de aquella joven de frágil y delicada apariencia.

Aquella noche lord James durmió de un tirón pero Amelia y Albert la pasaron en vela, discutiendo.

A las siete de la mañana del día siguiente un coche del Almirantazgo pasó a recoger a Amelia.

Lord James llevaba uniforme de marino y pareció alegrarse al verla.

– Pase, pase, Amelia. Me satisface que no haya cambiado de opinión.

– Usted piensa en Inglaterra y yo en España, espero que podamos conciliar nuestros intereses -respondió ella.

– Desde luego, querida, también es mi deseo. Ahora le presentaré a la persona que se encargará de su instrucción, el comandante Murray. El la pondrá al tanto de todo. Antes debe firmar un documento comprometiéndose a una total confidencialidad. También fijaremos sus honorarios, porque esto es un trabajo.

El comandante Murray resultó ser un cuarentón afable que no ocultó su sorpresa al ver a Amelia.

– Pero ¿cuántos años tiene usted?

– Veintidós.

– ¡Si es una niña! ¿Lord James sabe su edad? ¡No podemos ganar la guerra con niños! -protestó.

– No soy una niña, se lo aseguro.

– Tengo una hija de quince años y un hijo de doce, casi tienen su edad -respondió él.

– No se preocupe por mí, comandante, estoy segura de que podré hacer lo que me pidan.

– El grupo que está a mi cargo está formado por hombres y mujeres de más edad, el que menos tiene treinta años, no sé qué voy a hacer con usted.

– Enseñarme todo lo que yo sea capaz de aprender.

Murray le presentó al resto del grupo: cuatro hombres y una mujer, todos británicos.

– Todos ustedes comparten una misma cualidad: el conocimiento de idiomas -les dijo Murray.

Dorothy, la otra mujer del grupo, había sido maestra hasta su reclutamiento. Morena, no muy alta, rondaba los cuarenta, tenía una sonrisa franca y abierta y enseguida simpatizó con Amelia.

Del resto de los integrantes, Scott era el más joven, tenía treinta años, Anthony y John pasaban de los cuarenta.

El comandante Murray les explicó el programa de entrenamiento.

– Aprenderán cosas en común y otras específicas en función de sus cualidades. Se trata de sacar lo mejor de ustedes mismos.

El comandante Murray les fue presentando a sus instructores y a la hora de comer los despidió, citándolos para el día siguiente a las siete en punto.

– Váyanse y descansen, lo van a necesitar.

– ¿Quieres que tomemos una taza de té? -propuso Dorothy a Amelia.

Amelia aceptó complacida. Deseaba regresar para hablar con Albert pero temía volver a discutir con él.

Dorothy resultó ser una persona muy agradable. Le contó a Amelia que era de Manchester pero que había estado casada con un alemán, de manera que hablaba con fluidez el idioma.

– Vivíamos en Stuttgart, pero mi marido murió hace cinco años de un ataque al corazón y decidí regresar a Inglaterra. Nada me ataba allí, porque no tuvimos hijos. No puedes imaginar cómo le echo de menos, pero así es la vida. Al menos creo estar haciendo lo que a él le hubiera gustado, no soportaba a Hitler.

También le puso al tanto de quiénes eran los integrantes del grupo.

– Scott está soltero, es hijo de un diplomático y nació en la India, aunque naturalmente es británico. Creció en Berlín porque su padre estuvo destinado allí. Ha estudiado lenguas clásicas en Oxford, ya sabes, hebreo, arameo… Además domina el alemán y también el francés, creo que por relaciones familiares. Pertenece a una familia distinguida. Anthony es profesor de alemán y está casado con una judía. En cuanto a John, estuvo en el Ejército y cuando se licenció montó un negocio: una academia de idiomas. Parece que tiene una facilidad asombrosa para hablar cualquier lengua. Un tío suyo se casó con una exiliada rusa que le ha enseñado su idioma, pero además habla español, pues estuvo con las Brigadas Internacionales durante la guerra de España, donde aprendió algo de húngaro, y también habla bastante bien el alemán. John no está casado, pero al parecer sí comprometido desde hace tiempo.

Cuando Amelia regresó a casa no encontró a Albert. Le esperó impaciente. Le necesitaba, sobre todo necesitaba su aprobación. Dependía de él más de lo que ella misma admitía, y aunque sabía que su relación no tenía futuro, se decía que mientras pudiera estaría con él.

Albert llegó más tarde de lo habitual, pero parecía de mejor humor que la víspera.

– Lo he conseguido: el primer ministro me recibe mañana, tengo que preparar la entrevista. La van a publicar varios periódicos, en Estados Unidos hay mucho interés por conocer cómo va a afrontar el Reino Unido esta guerra. Ya ti, ¿cómo te ha ido el día?

– Bien, supongo que lo duro comenzará mañana. Hoy he conocido al grupo con el que voy a trabajar, parecen buenas personas.

– Nunca perdonaré al tío Paul que te haya convencido para trabajar para él. La decisión que has tomado te marcará el resto de tu vida.

– Lo sé, pero no puedo quedarme cruzada de brazos después de lo que hemos visto en Alemania.

– No es tu guerra, Amelia.

– No, no es mi guerra, me temo que va a ser la de todos.


Durante los tres meses siguientes el comandante Murray preparó a Amelia para convertirla en una agente. Recibió clases exhaustivas de alemán y ruso, aprendió a preparar explosivos, a descifrar claves y a utilizar armas. Ella y el resto del grupo comenzaban el entrenamiento a las siete de la mañana y no regresaban a casa hasta bien entrada la noche.

Albert estaba preocupado porque la veía agotada, pero sabía que nada de lo que él dijera serviría para que ella diera marcha atrás. Amelia se había convencido a sí misma de que si Hitler era derrotado, Inglaterra ayudaría a España a deshacerse de Franco.

Durante aquellos meses Amelia mantuvo contacto permanente con su casa en Madrid. Puntualmente enviaba dinero a su tío Armando para ayudar a la manutención de su hermana Antonietta.

Amelia continuaba viviendo con Albert, pero pagaba sus gastos y eso le hacía sentirse independiente y casi feliz.

Mientras tanto, y tras una inopinada y heroica resistencia de los soldados fineses, el Ejército Rojo se hizo con Finlandia, lo que trajo como consecuencia la expulsión de la Unión Soviética de la Sociedad de Naciones.

Y aunque Inglaterra y Francia estaban oficialmente en guerra con Alemania desde la invasión de Polonia no fue hasta el año siguiente, hasta 1940, cuando de verdad comenzaron las hostilidades.»


– Bien, llegados a este punto quizá debería hablar usted con el mayor Hurley -me dijo lady Victoria-. Aunque aún me quedan algunas cosas que contarle, el mayor le puede informar con más precisión sobre las actividades de Amelia Garayoa en el Servicio de Inteligencia. ¡Ah, se me olvidaba! Antes le dije que Amelia continuaba manteniendo un contacto permanente con su familia y parece que les visitó en febrero de 1940. No estoy segura de ello, pero he encontrado una carta de Albert a su padre en la que le cuenta, entre otras cosas, que Amelia está en Madrid.

Me despedí de lady Victoria tras su promesa de que me volvería a recibir para seguir buceando en la vida de Amelia Garayoa.

Estaba impresionado por lo que me había contado, tanto como para pasar por alto el correo electrónico que me había enviado Pepe. Este me anunciaba que en vista de que no daba señales de vida ni respondía a sus correos electrónicos, el director había decidido prescindir de mis colaboraciones. En otras palabras: estaba despedido. La verdad es que no me importaba, sólo sentía la bronca que, seguro, mi madre no me ahorraría en cuanto se enterara.

Pese a mi insistencia en verle cuanto antes el mayor William Hurley me citó en su casa para una semana después.

Llamé a mi madre y tal y como me temía, me trató como si fuera un adolescente descarriado. Ya estaba al tanto de que me habían despedido porque Pepe, en vista de que yo no respondía a sus correos electrónicos, había llamado a casa de mi madre para preguntarle si seguía vivo.

– No sé lo que pretendes, pero te estás equivocando. ¿A quién le importa la vida de esa buena señora? -me volvió a reprochar.

– Esa buena señora era tu abuela, así que a ti misma podría interesarte.

– ¡Pero qué dices! ¿Crees que tengo el más mínimo interés en lo que hizo la tal Amelia? No es mi abuela.

– ¿Cómo que no es tu abuela? ¡Lo que me faltaba por oír!

– Esa señora abandonó a su hijo, a mi padre y desapareció. Nunca oí hablar de ella, ni nunca me interesó el porqué lo hizo. ¿En qué va a cambiar mi vida por enterarme?

– Te aseguro que la vida de tu abuela es de lo más heavy.

– Pues me alegro por ella, espero que lo pasara bien.

– ¡Vamos, mamá, no te enfades!

– ¿Que no me enfade? ¿Debo alegrarme por tener un hijo que es un cabeza de chorlito que en vez de tomarse en serio a sí mismo se dedica a investigar una historia familiar irrelevante?

– Te puedo asegurar que la historia de Amelia no es nada irrelevante. Debería importarte, al fin y al cabo es tu abuela.

– ¡Que no me hables más de esa señora! Mira, o dejas esa investigación o a mí no me vuelvas a llamar para que te saque de apuros. Tienes edad para ganarte la vida y si no lo haces es porque no quieres, de manera que ya estás avisado. De ahora en adelante lo único que haré por ti es ponerte un plato de comida cuando vengas a visitarme, pero no vuelvas a pedirme ningún préstamo para pagar la hipoteca del apartamento, no pienso darle ni un curo.

Desde su perspectiva de madre tenía razón, pero desde la mía yo no tenía más opción que continuar adelante. No sólo me había comprometido con doña Laura y doña Melita, sino que la investigación estaba resultando como un veneno al que era incapaz de resistirme.

7

Telefoneé desde el hotel al profesor Soler con ánimo de que me explicara, si es que lo recordaba, la visita de Amelia a Madrid en febrero de 1940. Don Pablo no se hizo de rogar y me pidió que fuera a Barcelona para hablar con más calma.

– ¿Quiere que le cuente lo que he ido averiguando? -le pregunté cuando me encontré sentado frente a él en su despacho.

– No es a mí a quien debe dar cuentas. Hay cosas que puede que las señoras no quieran que salga de la familia.

– Pero por lo que voy conociendo, ¡usted es casi de la familia!

– No, no se equivoque, joven. Les estaré eternamente agradecido por lo que hicieron por mí, pero no tengo ningún derecho a saber más de lo que ellas quieran que sepa. Usted continúe montando el puzzle y cuando lo tenga completo, entrégueselo.

Don Pablo, que evidentemente poseía una memoria prodigiosa, me contó aquella visita de Amelia. Una visita que calificó de «dramática»…


«Antonietta empeoró con la tuberculosis y don Armando y doña Hiena temieron por su vida. Tuvieron que ingresarla en el hospital, y don Armando pidió a Amelia que viniera a Madrid de inmediato.

Amelia había adelgazado, pero parecía más tranquila, más segura de sí misma. En cuanto llegó insistió en que quería ir de inmediato al hospital, y sus primos, Laura y Jesús, la acompañaron. Yo también fui, en realidad allí donde iba Jesús iba yo.

Doña Elena y Edurne cuidaban de ella, relevándose, y don Armando y Laura acudían al hospital en cuanto salían de sus trabajos. A Jesús no le permitían ir demasiado a menudo porque también había estado enfermo de tuberculosis y doña Elena temía que volviera a recaer.

Amelia abrazó a su hermana meciéndola como si fuera una niña. Antonietta lloró emocionada, quería mucho a Amelia y sufría por su ausencia, aunque jamás se quejó.

– ¡Qué bien que has venido! ¡Ahora sí que voy a ponerme buena!

– ¡Pues claro que te pondrás buena o de lo contrario me enfadaré contigo!

– ¡No me digas eso, que yo te quiero mucho! -protestó Antonietta.

Amelia habló con el médico que atendía a su hermana y le conminó a salvarla.

– Haga lo que tenga que hacer, déle cuanto necesite, pero si le pasa algo a mi hermana… ¡no sé lo que le haré!

– Pero, señorita, ¡cómo se atreve a amenazarme! -respondió el doctor, con evidente enfado.

– No le amenazo, Dios me libre de proferir amenazas, es que… Antonietta es lo único que me queda. Me han dejado sin familia, ¿me van a quitar también a mi hermana?

– Aquí no quitamos nada, hacemos lo que podemos por salvar vidas, pero su hermana está muy débil y responde mal al tratamiento.

– Dígame qué es lo que hay que hacer y lo haré, no lo dude.

– Es que no podemos hacer nada más de lo que hacemos, la vida de su hermana no está en nuestras manos sino en las de Dios. Si Él decide llamarla, no hay nada que nosotros podamos hacer.

– ¿Cómo dice?

– Que la vida de su hermana, como la de todos nosotros, depende de Dios.

– Pues yo no lo creo así. ¿De verdad piensa que Dios necesita la vida de mi hermana? ¿Para qué?

– ¡Por favor, Amelia, no te enfades con el doctor! -le pidió doña Elena, nerviosa por el cariz que estaba tomando la conversación.

– No me enfado, tía, sólo espero que Antonietta reciba los cuidados que necesita para superar la enfermedad, y no soporto esa resignación de que si muere es porque Dios así lo ha decidido.

– Pero, hija, el doctor tiene razón, es Nuestro Señor quien decide la hora de nuestra muerte.

– No, tía, no. No creo que Dios decidiera que mi padre muriera fusilado, y mi madre… bien sabes que murió enferma, sin fuerzas para afrontar la enfermedad a causa del hambre, del sufrimiento, de la miseria. A mi padre lo mataron unas balas fascistas, no Dios.

– ¡No quiero que hables de política! Ya hemos sufrido bastante por la política. ¿Quieres que te recuerde a mis muertos? ¿Sabes por qué no me he vuelto loca? Te lo diré, Amelia: porque creo en Dios y admito que Él tiene razones que yo no comprendo.

– Pues yo no voy a resignarme a que muera Antonietta. La cambiaremos de hospital, buscaremos otros médicos que la atiendan y no se laven las manos diciendo que la vida de mi hermana no es cosa suya sino de Dios. No metamos a Dios en esto.

Doña Elena estaba escandalizada por lo que Amelia decía. La miró como si fuera una desconocida; en realidad lo era. Aunque Amelia parecía frágil por su físico, de repente se nos mostraba diferente.

Aquella noche Amelia se quedó a velar a Antonietta, y doña Hiena y Edurne regresaron con nosotros a casa. Doña Elena se quejó a don Armando de la actitud de su sobrina.

– Si la hubieses escuchado… Te digo, Armando, que Amelia no es la misma… No sé, tiene una amargura de fondo…

– ¿Y te extraña? Es la misma amargura que tenemos nosotros. Hemos perdido a parte de nuestra familia, nos hemos quedado sin nada, ella está en el extranjero ganándose la vida, ¿pretendes que continúe siendo la dulce jovencita del pasado?

– Pero cuestionar la voluntad de Dios… eso, Armando, es demasiado.

– ¿Acaso quieres que Amelia acepte que es la voluntad de Dios que Antonietta se muera? No, no lo dices en serio. ¿Crees que fue voluntad de Dios que a tu pobre prima monja la torturan y asesinaran una banda de fanáticos? ¿Fue la voluntad de Dios que asesinaran a mi hermano?

– ¡Hablas como ella!

– Hablo desde la razón. Bien sabes que soy creyente, pero hay cosas… Amelia tiene razón, dejemos en paz a Dios y pidámosle que nos dé fuerzas para soportar todo el mal que nos rodea.


Amelia se empeñó en buscar otro hospital donde atendieran a su hermana. Visitó a un par de médicos y les pidió consejo, pero ambos le dijeron que tanto daba un hospital como otro, que la gente moría a diario de tuberculosis y otras enfermedades, que todo dependía de la fortaleza de la enferma. Pero Amelia no se resignaba e insistía en buscar quien le diera esperanzas.

Una tarde en que habíamos ido todos a ver a Antonietta, ésta se puso peor.

Aún recuerdo la escena… fue terrible… Amelia, abrazada a su hermana, pedía a gritos que alguien la ayudara.

Jesús se puso a temblar. Era un chico muy sensible que quería mucho a su prima Antonietta, y verla en aquel estado fue demasiado para él y se desmayó. Creo que el desvanecimiento de Jesús sirvió para que volviera por unos segundos la calma. Sus padres y su hermana Laura acudieron a socorrerle. Una de las monjas que cuidaban de las enfermas de aquella sala también acudió de inmediato. No sé si era o no buena enfermera, y no recuerdo su nombre, pero cuidaba con mimo de Antonietta y se sentó al lado de Amelia.

– Tu hermana tiene un ángel de la guarda que vela por ella -susurró- y Dios la va a ayudar, ahora déjanos a nosotras atenderla. -La monja empujó suavemente a Amelia para que soltara a su hermana.

Amelia no respondía, sólo lloraba, parecía no escucharla, pero acaso la voz dulce de la monja la tranquilizaba. El médico llegó flanqueado por dos monjas y nos pidió que saliéramos de la habitación.

Me quedé con Amelia en el pasillo, esperando a que el médico nos informara del estado de Antonietta. Tardó un buen rato, lo recuerdo porque les dio tiempo a regresar a doña Elena y a don Armando con Jesús, que estaba muy pálido, agarrado de la mano de su hermana Laura.

– ¿Cómo estás, Jesús? -se interesó Amelia hecha un manojo de nervios.

– Ya me encuentro mejor…

– No ha sido nada -dijo don Armando-, es que le ha dado impresión ver así a Antonietta.

Cuando el médico salió, Amelia se plantó delante de él temblando, temía lo que pudiera decir.

– Tranquilícense, ha sufrido un ataque, pero ya está mejor. Le he puesto una inyección que le aliviará el dolor y la opresión en el pecho. Ahora lo que le conviene es descansar, es mejor que no entren todos en la habitación, pues además le quitan el aire.

– Pero yo quiero quedarme con mi hermana.

– Y no hay inconveniente en que lo haga, pero no la agobie.

Don Armando decidió que lo mejor era que regresáramos a casa y Amelia se quedara con Antonietta.

– Pero mañana temprano vendrá Edurne a relevarte, o tú también caerás enferma.

La monja debía de tener razón respecto a que Antonietta tenía un ángel de la guarda velando por ella, porque empezó a recuperarse hasta quedar fuera de peligro. El día en que le dieron el alta y Amelia la trajo a casa, doña Elena había organizado una pequeña fiesta. Bueno, en realidad no es que hiciera una fiesta, sino que la buena mujer había conseguido harina y manteca y unas granadas, no sé de dónde, y había hecho un pastel.

Antonietta estaba muy débil pero se la veía feliz de estar de nuevo en casa, con su familia.

Doña Elena nos había aleccionado a Jesús y a mí para que no hiciéramos ninguna travesura que molestara a Antonietta, y a Edurne le había encargado un único cometido: cuidar de la enferma.

En cuanto Amelia vio que su hermana mejoraba, anunció que regresaba a Inglaterra.

– Tengo que trabajar y ahora más que nunca para que podáis comprar las medicinas que necesita Antonietta.


Amelia también se encargaba de mi manutención puesto que mi abuela seguía en el hospital, y Lola no daba señales de vida. Don Armando había hecho lo imposible por saber de Lola, pero sin ningún resultado. Algunos de sus antiguos camaradas estaban en prisión, y sus familiares comentaban de todo sobre Lola: unos, que la habían fusilado en Barcelona; otros, que había muerto durante la guerra; incluso había quien aseguraba que había huido. Pero esto último Amelia no se lo creía porque, decía, de haber sido así, Lola me habría buscado. En cuanto a mi padre, continuaba en la Legión Extranjera, de manera que tampoco sabíamos gran cosa de él.

Don Armando y doña Elena me trataban como a uno más de la familia; supongo que se habían resignado a tenerme con ellos. Eran demasiado buenos para haberse desentendido de mí; además, su hijo Jesús y yo hacíamos buenas migas.

Antes de regresar a Londres, Amelia pidió a Edurne que fuera a preguntar a Águeda si le permitiría ver a su hijo. Doña Elena dijo que no era una buena idea, que si Santiago se enteraba, pondríamos a Águeda en un compromiso, y a lo mejor hasta la despedirían. Don Armando intercedió por su sobrina.

– Es lógico que quiera ver a Javier, por lo menos que lo intente, procurando ser discreta. Águeda es una buena mujer, seguro que hará lo posible para que Amelia vea a su hijo.

Sin embargo, doña Elena insistía en que Amelia no debía ir a ver a Javier, y tanta fue su insistencia, que don Armando terminó disgustándose con ella, y para sorpresa de todos, en especial de doña Elena, ordenó a Edurne que se acercara hasta la casa de Santiago para tratar de convencer a Águeda de que permitiera que Amelia viera al pequeño Javier.


Dos días estuvo Edurne merodeando cerca de la casa de Santiago hasta que vio a Águeda. Al principio la mujer se negó a que Amelia viera a Javier. Temía la reacción de Santiago, pero al final se ablandó, después de que Edurne le contara lo enferma que estaba Antonietta y cómo habían temido por su vida. En aquel momento no supimos por qué, pero cuando Edurne regresó de ver a Águeda, estaba nerviosa.

Águeda citó a Amelia para el día siguiente por la tarde en la puerta del Retiro como en la anterior ocasión. Laura dijo que iría con ella. Temiendo su reacción, no quería que su prima fuera sola a la cita y doña Elena decidió que Jesús y yo las acompañáramos.

Recuerdo que aquella tarde hacía frío, pero que a pesar de ser invierno, lucía el sol. Cuando llegamos a la puerta del parque, Águeda ya estaba allí. Llevaba el abrigo desabrochado, parecía que le quedaba pequeño porque había engordado. Llevaba a Javier cogido de la mano. El niño intentaba soltarse y echar a correr, pero Águeda no se lo permitía.


Laura tuvo que sujetar a Amelia para que no corriera hacia el niño.

– Por favor, contente y procura que el encuentro parezca casual, o de lo contrario Águeda no nos permitirá volver a acercarnos a Javier.

Las mujeres saludaron a Águeda y Amelia preguntó al niño si le quería dar un beso. Javier se lo pensó dos veces antes de mover la cabeza en señal de negación.

– Anda, hijo, dale un beso a esta señora tan guapa -le animó Águeda.

– No quiero, mamá -respondió Javier.

Amelia parecía que iba a llorar. Escuchar a Javier llamar «mamá» a Águeda le debió producir un enorme dolor. Pero su prima Laura le susurró al oído que se calmara.

– ¿Te portas bien, mi niño? -preguntó Amelia.

– Sí.

– ¿Y qué cosas te gusta hacer?

– Jugar con mi papá y con mi mamá. Y también jugaré con mi hermanito.

– ¿Tu hermanito? -Amelia estaba temblando.

– Sí, voy a tener un hermanito, ¿verdad, mamá?

Águeda miró angustiada a Amelia, y pudo ver lo mismo que vimos nosotros: desesperación y rabia.

– ¿Vas a tener un hijo, Águeda?

– Sí, señora.

– ¿Te has casado?

– No… no, señora.

– Entonces, ¿cómo vas a tener un hijo?

La mirada helada de Amelia hizo que Águeda bajara la cabeza avergonzada. Javier miraba a las dos mujeres sin entender lo que pasaba, pero, consciente de la tensión, empezó a hacer pucheros.

– Mamá, quiero ir a casa.

– Yo… lo siento, señora.

– ¿Duermes en mi cama?

– ¡Por Dios, señora, no me diga eso! ¿Qué quiere que haga? Yo… Don Santiago es muy bueno conmigo y yo quiero mucho al niño, y ya ve cómo el niño me quiere a mí. Estas cosas pasan, usted lo sabe bien… dejó a su marido.

– ¡Cómo te atreves a compararte conmigo! Yo no me he metido en la cama de ningún hombre casado ni le he robado a ninguna madre el cariño de su hijo.

Javier comenzó a llorar asustado por el tono de voz de Amelia, que apenas podía controlar su rabia.

– ¡Por Dios, señora, no hable así delante del niño!

– ¡Cómo te has atrevido! Te recomendaron a mis padres como una persona decente, pero no debimos fiarnos de ti, al fin y al cabo te habían dejado preñada sin estar casada.

– ¡Por favor, Amelia, no te rebajes así! -dijo Laura, intentando llevarse a su prima.

– Usted no es quién para juzgarme, no es mejor que yo, si no tiene el cariño de su hijo no es culpa mía, usted lo dejó.

Laura tuvo que sujetar a Amelia para impedir que abofeteara a Águeda. Jesús y yo nos habíamos quedado petrificados por la violencia de la escena.

– Vámonos, Amelia. Y tú, Águeda, no debes responder así a la señora, no olvides quién eres, no tienes ningún derecho a juzgarla y mucho menos a hablarle así de su hijo.

Águeda, pobre mujer, no sabía qué hacer, parecía a punto de llorar.

Laura agarró del brazo a su prima y tiró de ella obligándola a andar. Jesús y yo las seguimos sin atrevernos a hablar. Vimos perfectamente cómo temblaba Amelia. Cuando llegamos a casa, encontramos a doña Elena muy agitada discutiendo con don Armando. Se callaron al vernos entrar.

– ¡Tío, no sabe usted lo que ha pasado! -Amelia se echó llorando en brazos de don Armando.

– Me lo puedo imaginar, tu tía me acaba de contar algo que había estado guardando en secreto, por eso no quería que vieras a Águeda.

– Pero ¿usted sabía…? -Amelia miraba a doña Elena esperando una respuesta.

– Sí, hija, sí, yo sabía que Águeda está embarazada de Santiago, que se han amancebado. No te lo dije para no causarte dolor, bastante has sufrido ya.

– Pero, tía, debería habérmelo dicho -se lamentó Amelia.

– No me lo había dicho ni siquiera a mí -afirmó don Armando.

– No quería que nadie sufriera; si me he equivocado, pido perdón, pero mi intención ha sido buena -se excusó doña Elena.

– ¿Cómo lo ha sabido usted? -preguntó Amelia, a quien se le notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo para no enfrentarse a su tía.

– Porque son la comidilla de la gente. Me enteré durante una visita en casa de doña Piedad. Ya sabes que antes de la guerra doña Piedad y su marido tenían varias pastelerías en las que nos gustaba comprar. La guerra los dejó sin nada; la pobre mujer está viuda y enferma y de vez en cuando voy a verla. Allí me enteré de lo de Santiago con Águeda. Tu marido la ha convertido en la señora de la casa; aunque no la lleva con sus amistades, sí sale con ella y con Javier. Tu hijo cree que Águeda es su madre y Santiago consiente que lo crea.

– Sí, supongo que es su manera de castigarme. Sabe que no puedo quejarme de que Águeda se meta en mi cama, pero sí del daño que me hace al quitarme el cariño de mi hijo.

– Lo siento, Amelia -murmuró don Armando mientras abrazaba a su sobrina-, quizá deberías quedarte y luchar por tu hijo. Iremos a ver a Santiago, yo hablaré con él y le haré comprender que no puede dejar a Javier sin su verdadera madre. No creo que don Manuel y doña Blanca estén de acuerdo con lo que hace su hijo. Podríamos hablar con ellos…

– No, tío, es inútil. A Santiago le conozco bien. Me ha querido tanto que ha transformado su amor en odio y nunca me perdonará. Bien me lo merezco; además, yo tampoco me perdono a mí misma. De manera que ¿cómo podría exigirle a él que lo hiciera?

Me merecía un castigo y Dios me ha castigado con creces. Sólo espero que cuando Javier sea mayor, me escuche y me perdone.»Don Pablo se quedó en silencio, parecía estar reviviendo la escena.

Yo también me quedé callado a la espera de que me contara algo más.

– Bien, Guillermo, ahora deberá regresar de nuevo a Londres y continuar allí sus pesquisas -sentenció don Pablo.

– ¡Caramba con Amelia! Me ha sorprendido que tratara a Águeda como a una cualquiera. Y eso que mi abuela había sido comunista y era una mujer más que liberada para la época.

– ¿Va a juzgar a Amelia?

– No, no es ésa mi intención, sólo que me ha sorprendido que tratara así a la pobre Águeda, que, dicho sea de paso, es la que para mi madre es su abuela y para mí mi bisabuela.

– Amelia estaba profundamente herida y ella misma se juzgaba con dureza. Pero, al fin y al cabo, todos nosotros somos producto de nuestra época, y ella había sido educada como una señorita de la burguesía ilustrada.

– Educada, sí, pero ella misma había roto todas las convenciones sociales de su época.

– Sí, pero no dejaba de ser quien era, no podía sustraerse a la educación recibida. En cuanto a que su bisabuela fue comunista, yo no diría tanto. Se enamoró de Pierre Comte, que sí lo era, pero en realidad ella era una joven idealista con la cabeza llena de pájaros, y no tenía una idea cabal de lo que significaba ser comunista.


Regresé a Londres y telefoneé a lady Victoria y al mayor Hurley. Lady Victoria se encontraba en la Costa Azul en un campeonato de golf. ¡La muy traidora! En cuanto al mayor Hurley, me recibió tres días más tarde de lo previsto.

El mayor tenía información precisa de cuanto me había contado su pariente, lady Victoria; incluso me enseñó algunas notas que ella le había dejado por si le podían ser de utilidad cuando hablara conmigo. De manera que fue al grano y me recordó, una vez más con gesto sombrío, que no tenía tiempo que perder, lo que era una manera de decirme que lo estaba malgastando conmigo.

El mayor Hurley comenzó su relato.


«A mediados de marzo de 1940, Amelia Garayoa se incorporó a la unidad del comandante Murray. El Reino Unido atravesaba una situación muy delicada agravada por la guerra. Chamberlain y Halifax habían mantenido una política de apaciguamiento con Alemania que no había dado ningún resultado; si lo hicieron fue porque eran conscientes de que, aun en el caso de ganar una nueva guerra, eso significaría la ruina irremediable para la economía y las finanzas del país. Por eso, joven, algunos historiadores han emitido juicios demasiado severos al examinar esa política de entente que Chamberlain llevó a cabo con la Alemania de Hitler. Pero a pesar de esto que le digo, Churchill tenía razón: a largo plazo habría sido imposible mantener la política de entente con Alemania sencillamente porque Hitler ansiaba la guerra.

La señorita Garayoa se incorporó a su puesto donde continuó recibiendo entrenamiento y también su relación sentimental con Albert James. Durante un tiempo, los artículos de éste publicados en los periódicos británicos fueron los más duros y mordaces que se escribieron contra Hitler antes de la guerra.

El 9 de abril, sin previa declaración de guerra, el Ejército alemán invadió Dinamarca y Noruega; aquella invasión se conoció como «Operación Weserübung», y el 5 de mayo comenzó la ofensiva contra Francia. El 10 de mayo, el mismo día que Churchill se convertía en primer ministro, creando, además, la cartera de Defensa, Alemania invadió Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos. Aquello se conoció como la Blitzkrieg o «guerra relámpago». El 12 de mayo los alemanes rompieron la Línea Maginot y el 15 de mayo los Países Bajos se rindieron, y los alemanes llegaron hasta las afueras de París y bombardearon el sur de Inglaterra. ¿Se hace una idea de lo que sucedía en aquellos días?

Lord Paul James preguntó al comandante Murray si su unidad estaba lista para actuar, y la respuesta fue afirmativa. Antes de que terminara aquel año de 1940, Amelia participaría en dos operaciones. En junio, el comandante Murray reunió a los miembros del equipo para anunciarles que entraban en acción y darles las correspondientes órdenes.

– Ha llegado la hora de actuar. No hace falta que les explique lo que ha sucedido: las tropas de la Wehrmacht se han hecho con buena parte de Francia, Holanda y Bélgica. El primer ministro francés Paul Reynaud ha dimitido y le ha sustituido el mariscal Pétain. ¿Alguno de ustedes prefiere dejarlo ahora?

Todos respondieron que no, parecían estar deseando entrar en acción.

– Bien, me reuniré con cada uno de ustedes por separado. Ninguno debe saber lo que hacen los demás; a partir de este momento no pueden comentar a nadie, ni a su familia ni a sus amigos más íntimos el cometido de su misión.

Amelia fue la última en recibir las órdenes de Murray. Deliberadamente, la había dejado para el final, porque a pesar de que la encontraba capaz de llevar adelante la misión que le iba a encomendar, no dejaba de preocuparle su juventud.

– Quiero que regrese a Alemania.

– ¿A Alemania?

– Sí, usted allí tiene amistades importantes.

– Conozco a algunas personas, pero no sé si son importantes.

– Lord James me ha informado que conoce usted a un oficial del Ejército, el comandante Max von Schumann, un aristócrata casado con una mujer fanática de Hitler, aunque él forma parte de un grupo contrario al nacionalsocialismo, ¿me equivoco?

– No, es cierto.

– Creo que usted y Albert James, sobrino de lord James, trajeron un mensaje de ese grupo al que pertenece Von Schumann. También sé que ayudaron a una joven judía a escapar de la persecución.

– Sí, así es, yo no le había dicho nada porque no lo creí necesario.

– Pero mi obligación es conocer todo sobre los agentes con los que vamos a trabajar.

– Lo entiendo.

– Bien, es conveniente que regrese a Alemania y nos envíe toda la información que Max von Schumann pueda suministrarle sobre los movimientos del Ejército. Es de vital importancia saber si preparan la invasión de las islas. Después de que el Ejército alemán se haya hecho con Francia y de lo sucedido en Dunkerque, el primer ministro necesita tomar decisiones, y para ello es imprescindible la información.

– El barón Von Schumann jamás traicionará a su país; no creo posible que me confíe ninguna información relevante.

– Von Schumann y usted son viejos amigos, de manera que ya cuenta con su confianza.

– Pero nunca me confiará información que pueda comprometer a Alemania.

– No se trata de que usted se la pida. Vaya a Berlín, vea, escuche y saque conclusiones.

– ¿Debe saber que soy una agente?

– Por su propia seguridad y por la de él, lo mejor es que no sepa nada. Usted misma asegura que nunca colaboraría con nosotros. Debemos buscar una coartada que justifique su presencia en Berlín.

– Quizá… bueno, no sé si servirá, pero mi padre tenía negocios en Berlín, le expropiaron la empresa porque su socio era judío, pero el contable rescató unas cuantas máquinas que tiene alquiladas y parte de esas ganancias corresponden a mi familia…

– ¡Estupendo! No podríamos encontrar una excusa mejor para justificar su presencia en Berlín.

– ¿Cómo enviaré la información en caso de conseguirla?

– Escribirá cartas a una amiga en España en la que le contará cosas superficiales, naturalmente utilizando un código.

– ¿A una amiga en España?

– Esa amiga no existe. Usted enviará las cartas a una dirección donde las recibirá una mujer muy amable que colabora con nosotros. Ella nos pasará las cartas y nosotros las descodificaremos. Sólo escriba cuando tenga algo relevante que comunicar.

– ¿Cuánto tiempo deberé permanecer en Berlín?

– No lo sé. ¿Cree que podría viajar allí en un par de días, o necesita más tiempo para arreglar sus asuntos personales?

– ¿Cómo iré?

– Primero irá a Lisboa. De allí a Suiza donde cogerá un tren hacia Berlín.


Eran poco más de las cinco cuando regresó al apartamento y le sorprendió encontrar a Albert en la biblioteca escuchando música y bebiendo whisky.

– ¿Qué celebras? -le preguntó con curiosidad, puesto que Albert no solía beber a esa hora de la tarde.

– Tengo una gran noticia. Ven, te serviré una copa, tenemos algo que celebrar.

Amelia aceptó el whisky. Se dijo que lo iba a necesitar para decirle a Albert que en un par de días regresaría a Berlín para afrontar su primera misión como agente del Servicio de Inteligencia británico.

– Me ha telefoneado mi padre para decirme que Rajel llegó bien a Nueva York, y que gracias a los amigos que trabajan con el gobernador, se pudieron solventar los trámites de inmigración. A Dios gracias se encuentra sana y salva con su familia. ¿Es o no una gran noticia?

Lo era, y Amelia se alegró, sobre todo porque temía la reacción de Albert cuando ella le anunciara que se iba. Bebió un largo trago de whisky y después de charlar un rato sobre Rajel, le dijo que debía anunciarle algo.

– Espero que sea otra buena noticia, no me gustaría que me dijeras nada que empañara nuestra alegría por lo de Rajel.

– Me envían a Berlín, salgo dentro de dos días.

Albert se quedó mirándola fijamente sin saber qué decir.

– Tenía que suceder un día u otro -murmuró, apartando la mirada de Amelia.

– Yo no esperaba que fuera tan pronto… no sé qué decirte.

– Nada, no me digas nada. Quererte resulta una aventura complicada, pero no puedo cambiar mis sentimientos hacia ti. Desde el primer momento supe que no sería fácil nuestra relación, y te confieso que siempre he temido perderte. Eres tan impredecible… Nunca perdonaré al tío Paul que te haya convencido para enrolarte en el Servicio de Inteligencia, y si te llegara a pasar algo…

– No me pasará nada. Sólo quieren que vaya a Berlín, el objetivo es intentar saber si Hitler piensa invadir Inglaterra.

– ¡Así, como si fuera fácil! Ellos saben que ésa no es misión para una chiquilla. Deberían enviar a agentes experimentados. ¿Cómo vas a poder obtener esa información?

– Quieren que establezca contacto con Max y con su grupo. No olvides que Max es comandante del Ejército, seguro que él tiene acceso a ciertas informaciones que nos serán útiles.

– ¡Por favor, Amelia, no seas ingenua! ¿Crees que Max te contará lo que piensa hacer el Ejército? Veo que no le conoces.

– No te comprendo… Max es miembro de la oposición y odia a Hitler -respondió sin mucho convencimiento.

– Sí, y hará lo imposible por derrocarle, pero nunca traicionará a Alemania. Ése es el matiz que creo que no has comprendido.


Amelia no supo qué responder. Sabía que Albert tenía razón. Cuando el comandante Murray le estaba explicando la misión no le había parecido complicada, pero Albert la hacía enfrentarse con la realidad.

– Tengo que intentarlo.

– Sí, supongo que tienes que hacerlo. ¿Y qué hay de nosotros?

– No sé qué quieres decir…

– ¿Pretendes dedicarte al espionaje mientras yo te espero pacientemente rezando para que no te suceda nada hasta que vuelvas de cada misión?

– Yo… en realidad no pretendo nada, no te pido que me esperes…

– Creo que no has pensado en mí, ¿sabes por qué? Porque nunca lo has hecho, simplemente estoy aquí, pero si no estuviera, tampoco te darías demasiada cuenta.

– ¡No digas eso! ¡No es cierto! Yo… yo te quiero, quizá no como tú esperas ni como te mereces, pero te quiero, a mi manera te quiero.

– Ése es el problema, tu manera de quererme.


Amelia Garayoa llegó a Berlín el 10 de junio, el mismo día en que Italia declaró la guerra a Francia y el Reino Unido. Suspiró aliviada cuando salió de la estación de Berlín. La policía no pareció prestarle atención. Era una mujer más, cargada con una maleta y una bolsa. Amelia procuró andar con paso decidido. El comandante Murray la había advertido que si los alemanes llegaban a sospechar de ella, la fusilarían por espía.

Se dirigió directamente a casa de Helmut Keller, el contable de la empresa de su padre y de herr Itzhak. En los dos últimos días había trazado un plan preciso. Pensaba pedir a herr Helmut que le alquilara una habitación. No podía permitirse volver a hospedarse en el hotel Adlon, y se sentiría más segura viviendo en una casa; además, si él la acogía, le serviría de coartada, puesto que siempre podía pasar por una invitada de la familia y demostrar los viejos lazos que les unían, familiares pero también comerciales.

Herr Helmut se alegró de volver a verla. Su esposa, Greta, continuaba enferma y el buen hombre la cuidaba con mimo, haciéndose cargo, además, de las labores de la casa.

– Menos mal que ahora buena parte de mi trabajo como contable lo hago en casa; de lo contrario, no podría atender a Greta.

Le sorprendió la propuesta de Amelia, pero no dudó en aceptar tenerla como huésped.

– No hace falta que me pague nada, con lo que gano tengo suficiente.

– Usted me hace un gran favor acogiéndome en su casa, me sentiría muy sola en un hotel. No es que pueda pagarle mucho, pero al menos le vendrán bien unos cuantos marcos, y desde luego contribuiré a los gastos de comida, y le ayudaré cuanto pueda a cuidar a su esposa.


Greta tampoco puso ninguna objeción a tener a Amelia como huésped. La mujer sentía simpatía por la joven española, y aún recordaba a su padre, Don Juan, todo un caballero además de generoso. También tendría con quien charlar aparte de con su marido ahora que pasaba la mayor parte del tiempo en cama. Tenía asma y se cansaba apenas daba unos pasos.

El cuarto de Amelia era pequeño, antes había servido de trastero.

– Me gustaría que pudiera quedarse en la habitación de mi hijo Frank; pero aunque no viene a menudo porque está en el Ejército, su madre quiere que él continúe teniendo su cuarto como cuando vivía con nosotros.

– Estaré bien aquí, herr Helmut, no necesito mucho, salvo la cama y una mesa con una silla, el armario es amplio; de verdad que no necesito nada más.

Amelia les explicó que ahora que había estallado la guerra entre Inglaterra y Alemania, ella estaba pensando regresar a España y buscar trabajo, y puesto que Alemania se estaba convirtiendo en la nación más poderosa de Europa, había pensado en perfeccionar el alemán y tratar de volver a poner en marcha el viejo negocio familiar. Puesto que herr Helmut había salvado unas cuantas máquinas, quizá podría enseñarle cómo funcionaba el negocio antes de la guerra y la posibilidad de retomarlo. Además, les dio a entender que quería sobreponerse de un revés personal.

El buen hombre aceptó lo que le decía Amelia, aunque más tarde confesaría a su mujer que, en su opinión, la joven debía de estar escapando de algún fracaso sentimental, y se refirió al apuesto periodista norteamericano que la había acompañado en el viaje anterior.

La tarde del día siguiente de su llegada a Berlín Amelia se dirigió a casa del profesor Karl Schatzhauser. Pensaba que era mejor retomar el contacto con el jefe de aquel grupo de oposición en vez de hacerlo directamente con Max.

El profesor Schatzhauser no pareció demasiado sorprendido al verla. La hizo pasar a su despacho y le ofreció una taza de té.

– ¿Trae usted noticias de Londres? ¿Van a tomarnos en consideración? -le preguntó sin más preámbulos.

– Hemos trasladado cuanto nos dijeron. Naturalmente su primera preocupación son los planes que el Führer pueda tener con respecto a Inglaterra.

– Ya, los ingleses primero se preocupan de lo que les pueda pasar, ¿no es así?

– Difícilmente podrán ayudarles si no se pueden ayudar a ellos mismos, ¿no cree?

– ¿Y su amigo, el señor James? ¿Por qué no está él aquí?

– Albert es periodista y su compromiso con la libertad pasa por contar lo que ve. Le aseguro que sus artículos en los periódicos británicos y estadounidenses han tenido un gran impacto. Ha descrito a Hitler como el mayor peligro y le aseguro que en Estados Unidos sus crónicas han provocado una gran conmoción porque allí son muchos los que creen que no les concierne lo que sucede en Europa.

– De manera que usted trabaja para los británicos pero no así el señor James. ¡Lástima! Me pareció un hombre cabal en quien se podía confiar. Usted es muy joven y además española, ¿cómo es que trabaja para los británicos?

– ¡Oh, no, no crea que trabajo para los británicos ¡Sólo soy un correo. Y si hago esto es precisamente porque soy española y aspiro que esta guerra nos ayude a librarnos de Franco.

– ¿Usted quiere que la guerra se traslade también a España?

– Yo quiero que ustedes derroten a Hitler, y un Hitler derrotado significaría que Franco se quedaría sin su principal aliado después del Duce.

– Un fin muy loable, aunque permítame que le diga que no confíe demasiado.

– Y no lo hago, pero tampoco puedo quedarme de brazos cruzados.

– Bien, ahora explíqueme exactamente qué quieren sus amigos de Londres, y yo le diré a mi vez lo que nosotros esperamos de ellos.

Amelia fue lo bastante ambigua como para no comprometerse a nada ni tampoco pedir aquello que supiera que no podía obtener. Su misión poco tenía que ver con la suerte del grupo opositor que dirigía el profesor Karl Schatzhauser. Lo que el comandante Murray le había ordenado era averiguar cuanto pudiera, a través de Max von Schumann, de los movimientos de la Wehrmacht. Claro que para eso debía prestar atención al grupo del profesor Schatzhauser.

El profesor Schatzhauser le propuso que al día siguiente la acompañara a una cena.

– Cenaremos en casa de buenos amigos, asistirá también nuestro querido Max y el padre Müller, que siempre les estará agradecido a usted y al señor James por lo que hicieron por Rajel. Se alegrará de saber que está sana y salva en Nueva York.


Amelia estaba sorprendida por la alegría y la despreocupación en que parecían vivir los berlineses. En las calles de la ciudad, las mujeres paseaban con sus hijos ajenas a cualquier quebranto, los cabarets continuaban abarrotados y los comerciantes disponían sus mercancías ajenos a nada que no fuera contentar a su clientela.

Aunque en Londres la población era consciente de la guerra, y el reembarco de los soldados en las playas de Dunkerque había sido seguido con angustia.

De regreso a la casa de herr Helmut, Amelia entró en una tienda para comprar té y un pan dulce con idea de agradar a frau Greta. La mujer se mostraba amable y bien dispuesta hacia ella.

Amelia se dijo que había sido un acierto alojarse en aquella casa. Eso le permitía pasar más inadvertida, aunque en el Berlín de aquellos días miles de ojos parecían escrutar hasta el interior de las casas.

Greta se mostró agradecida por el té y el pan dulce y le propuso a Amelia tomarlo juntas. Herr Helmut aún no había regresado a casa ya que había acudido a llevar los libros de cuentas a una tienda a la que llevaba la contabilidad. El buen hombre trabajaba cuanto podía para ganar lo suficiente para mantener a Greta, sobre todo por lo costoso del tratamiento de su enfermedad.

El profesor Schartzhauser acudió a casa de los Keller a recoger a Amelia. Herr Helmut le abrió la puerta y le invitó a pasar, pero Amelia ya estaba lista, de manera que se marcharon de inmediato.

Amelia había explicado a los Keller que el profesor Schartzhauser era un viejo amigo de su padre, y que amablemente se había ofrecido para ayudarla en cuanto fuera necesario durante su estancia en Berlín.

El profesor Schatzhauser conducía un viejo coche de color negro y no parecía muy comunicativo.

– ¿Está preocupado? -preguntó Amelia.

– Max me ha avisado de que acudirán dos invitados importantes, el almirante Canaris y su ayudante, Hans Oster. Son dos hombres importantes dada su jerarquía militar y su posición social.

– ¿Qué les dirá de mí?

– Nada que no deban saber, aunque naturalmente intentarán conocer por sus propios medios, que son muchos, todo sobre usted.

– ¿Eso supone un peligro?

– Espero que no, confiamos en que no, incluso en alguna ocasión nos han ayudado. En cualquier caso, querida, no hay nada mejor que decir la verdad, y puesto que usted está en Berlín con una misión muy loable, que es intentar recuperar el negocio familiar, no deberíamos preocuparnos, ¿no cree?


La casa de Manfred Kasten estaba cerca de Charlottenburg. Era una mansión de dos plantas de estilo neoclásico rodeada de un jardín donde reinaban varios sauces y algunos abetos.

Les recibió la esposa del anfitrión, la señora Kasten, una mujer que pasaba de los sesenta años, tenía el cabello blanco y era alta y delgada.

– ¡Profesor Schatzhauser, qué alegría volver a verle! Viene usted acompañado por una joven muy bella… pasen, pasen. Encontrará a Manfred en la biblioteca conversando con un amigo suyo, el barón Von Schumann. Espero que esta noche disfruten de la velada y no se enzarcen ustedes en discusiones políticas, ¿me lo promete?

Helga Kasten sonrió confiada mientras les ofrecía una copa de champán. Inmediatamente les dejó para atender a otros invitados.

El profesor tomó del brazo a Amelia y se dirigió con ella hacia la biblioteca, pero Ludovica von Waldheim les salió al paso.

– ¡Vaya, si es el querido profesor Schatzhauser y la señorita Garayoa! No sabía que estaba usted en Berlín…

– Acabo de llegar.

– ¿Ha abandonado al apuesto señor James? Yo de usted no lo haría, no abundan los hombres como él.

– Albert tiene compromisos profesionales, pero en cuanto pueda se reunirá conmigo.

– ¿Y cómo es que le ha permitido venir sola?

– Estoy invitada por viejos amigos de mis padres. Mi padre importaba máquinas alemanas y voy a tratar de recuperar el negocio familiar -explicó Amelia incómoda por el interrogatorio al que le estaba sometiendo Ludovica-. ¿Cómo está el barón, su esposo? -preguntó a su vez.

– Mi esposo está bien, gracias. Ahora se encuentra en la biblioteca charlando de política con sus amigos. ¿A usted le interesa la política?

– Lo imprescindible, baronesa.

– ¡Así me gusta! Los hombres lo enredan todo, son incapaces de disfrutar de la vida. Tiene que venir a nuestra casa, hablaremos de nuestras cosas, ¿le parece bien?

– Desde luego, estaré encantada.

– Se aloja en el Adlon, ¿verdad?

– No, ya le he dicho que estoy invitada por unos amigos de mis padres, y soy su huésped.

– Tanto da, mándeme recado cuando le venga bien -dijo Ludovica mientras se alejaba de ellos.

– Tenga cuidado con la baronesa -advirtió el profesor Schatzhauser-, es evidente que no se fía de usted.

– Yo tampoco me fío de ella.

– Hace bien, si la baronesa supiese de nuestras actividades puede que nos denunciara.

– No podría hacerlo, tendría que denunciar a su marido.

– Llegado el caso puede que lo hiciera. Es una nazi convencida. Ha sido una temeridad por parte de Max traerla a esta cena, aunque supongo que no ha tenido otra opción, al fin y al cabo es su esposa.

El almirante Wilhelm Canaris resultó ser un hombre encantador, que parecía estar leyendo dentro de Amelia mientras la escudriñaba con la mirada. Demostró conocer bien la situación española y la sometió a un interrogatorio sutil intentando averiguar de qué lado estaba.

También el coronel Hans Oster pareció interesarse por Amelia, cuya presencia llamaba la atención en aquella velada.

Ambos hombres parecían estar muy compenetrados e intercambiaban fugaces miradas a través de las cuales se hablaban. Si Amelia esperaba escucharles alguna crítica al nazismo se equivocó, pues ninguno de los dos hombres dijo nada que permitiese sospechar que no estaban de acuerdo con el Führer.

Amelia se alegró de volver a encontrarse con el padre Müller, el sacerdote que les había confiado la vida de Rajel, e hicieron un discreto aparte para hablar sin ser escuchados por el resto de los invitados.

– Nunca les podré agradecer lo que hicieron. Es un alivio saber que Rajel está sana y salva.

– Dígame, padre. ¿Cree que hay suficientes alemanes en contra de Hitler?

– ¡Qué pregunta! ¡Ojalá pudiera responderle que somos miles los que vemos el peligro que Hitler representa, pero me temo que no es así. Alemania sólo aspira a volver a ser grande, a ocupar el lugar que cree que le arrebataron tras la guerra.

– ¿Y ustedes qué pueden hacer?

– No lo sé, Amelia. En mi caso, colaborar en cuanto me pidan, pero soy un sacerdote, un jesuita que sólo se representa a sí mismo. Creo que lo único que podemos hacer es convencer a quienes están a nuestro alrededor de la maldad intrínseca del nazismo.

– Padre, y en su opinión, ¿hasta dónde quiere llegar Hitler?

– Hasta convertirse en el amo de Europa, no parará hasta conseguirlo.

Max se acercó a ellos con paso distraído, apenas había saludado a Amelia, sabiendo que Ludovica no le perdía de vista. Aunque su esposa nada le había dicho sobre la española, sabía que sentía celos de ella.

– ¿Cuánto tiempo te quedarás en Berlín?

– Aún no lo sé, depende de lo que pueda hacer aquí.

– El profesor Schatzhauser me ha contado que te envían los británicos… -dijo, bajando la voz.

– No, no es así, estoy en Berlín por otros motivos, pero me pidieron que hiciera de correo con vuestro grupo. Quieren saber qué pensáis hacer ahora que la guerra parece haber prendido en toda Europa.

– No es mucho lo que podemos hacer. ¿Qué quieren los británicos?

– Quieren saber hasta dónde está dispuesto a llegar Hitler.

Si tiene intención de invadir Gran Bretaña -preguntó Amelia directamente.

Max carraspeó. Pareció sentirse incómodo por la pregunta y miró a su alrededor antes de responder.

– Podría atreverse, aunque, por lo que sé, preferiría entenderse con los británicos, eso es al menos lo que acaba de contarme nuestro anfitrión. Manfred Kasten es un diplomático retirado, pero conserva exquisitas relaciones en el Ministerio de Exteriores y suele tener excelente información sobre los pasos que da el ministro Ribbentrop.

– ¿Cuándo podré verte?

– Quizá dentro de un par o tres de días. Mañana tengo que recibir órdenes sobre mi destino inmediato. Puede que me envíen a Polonia o a cualquier otro lugar, no lo sé, aunque preferiría quedarme en Berlín, al menos por ahora. Pero eso no depende de mí. Te avisaré a través del doctor Schatzhauser, podemos vernos en su casa. Por cierto, ¿dónde te alojas?

– En casa de herr Helmut Keller.

Amelia le dio un teléfono y una dirección que Max memorizó. Sabía que Ludovica solía curiosear en los bolsillos de sus chaquetas y pantalones.


El 22 de junio Francia firmó un armisticio con Alemania y dos días más tarde con Italia. Hitler visitó París el 23 de junio y quedó prendado del edificio de la Ópera y del Panteón de los Inválidos, donde reposan los restos de Napoleón.

Amelia convirtió en rutina sus visitas en casa del profesor Schatzhauser, quien organizaba habitualmente reuniones a las que asistían distintos miembros del pequeño grupo opositor, a los que escuchaba atentamente. Muchos de ellos eran personas de cierta relevancia social, bien situados en lugares estratégicos de la Administración, de manera que tenían acceso a informaciones que, aunque no eran relevantes, a Amelia le servían para explicar a Londres los preparativos para la nueva fase de la guerra. Fue en una de esas reuniones donde Amelia volvió a encontrarse con Manfred Kasten, el viejo diplomático que aborrecía con todas sus fuerzas a Hitler.

En aquella ocasión no eran muchos los que participaban en la reunión. Además del profesor Schatzhauser, asistían dos colegas de la universidad, un diplomático suizo, el padre Müller, el pastor Ludwig Schmidt, un funcionario del Ministerio de Agricultura y otro del de Exteriores, amén de Max von Schumann y su ayudante, el capitán Henke.

Manfred Kasten comentó que un amigo bien relacionado con el partido le había dicho que se estaba trabajando en un plan que consistía en desplazar a los judíos a un territorio fuera de Europa.

– Pero ¿con qué fin? -preguntó el doctor Schatzhauser.

– Amigo mío, Hitler y sus secuaces dicen que los judíos son los peores enemigos de la raza aria y del Reich. La Oficina Principal para la Seguridad del Reich, creada por Himmler y su acólito Reinhard Heydrich no es ajena a la ocurrencia descabellada de deportar a miles de judíos fuera de Alemania como parte de la solución para deshacerse de todos ellos, y no sólo los alemanes, sino también los polacos y cuantos haya en los países ocupados por la Wehrmacht.

– ¿Dónde piensan enviarlos? -preguntó Max, alarmado.

– Se les ha ocurrido la peregrina idea de deportarlos a algún país africano.

– ¡Están locos! -exclamó el padre Müller.

– Mucho peor, los locos no son tan peligrosos -sentenció el pastor Ludwig Schmidt.

– Pero ¿pueden hacerlo? -insistió Amelia.

– Están estudiando cómo hacerlo. Dentro de unos días asistiré a una cena en casa del embajador japonés, allí me encontraré con un amigo que quizá pueda darme más detalles de la operación.

– Creo que tenemos algún asunto más que tratar, ¿no es así, Max? -dijo el profesor Schatzhauser.

– Os quiero anunciar que me han encargado supervisar las condiciones sanitarias de nuestro Ejército allá donde se vaya desplazando. De manera que comenzaré a viajar de un lado a otro, pero esté donde esté, continuaré con vosotros, sabéis que podéis contar conmigo para cuanto sea necesario -anunció Von Schumann.

– ¿Estarás fuera mucho tiempo? -quiso saber Manfred Kasten.

– Serán estancias con una duración indeterminada. Tengo que inspeccionar a las tropas, comprobar la intendencia médica y escribir informes sobre las carencias médicas en el campo de batalla. Tengo la impresión de que mis superiores quieren tenerme ocupado.

– ¿Crees que sospechan algo? -preguntó alarmado el profesor Schatzhauser.

– Espero que no. Supongo que no les gusta mi escaso entusiasmo ante lo que está pasando. Me toleran por ser quien soy y por pertenecer a una vieja familia de soldados, y porque saben que nunca traicionaré ni a Alemania ni al Ejército.

– Procura disimular tus sentimientos, no arreglas nada mostrando lo que de verdad piensas, incluso nos pondrías en peligro a todos nosotros -pidió el pastor Schmidt.

– No se preocupe, lo hago. Sé que camino sobre arenas movedizas, aunque hay momentos en los que me cuesta disimular el desprecio que siento por algunos jefes militares, grandes soldados que sin embargo parecen adolescentes asustados ante el führer -añadió Max.

– No los juzgues con dureza, ¿quién no quiere sobrevivir en estos días en los que el poder de la Gestapo no tiene límites y convierte en sospechoso a cualquiera? -concluyó Kasten.


Unos días más tarde, Amelia recibió un aviso del profesor Schatzhauser para invitarla a tomar el té. Cuando llegó a la casa del profesor, Amelia se encontró a Manfred Kasten.

– Le estaba contando al profesor que, como les anuncié, he asistido a una cena en casa del embajador de Japón y allí me he encontrado con un amigo que precisamente está trabajando en ese plan descabellado para deportar a los judíos fuera de Europa. El plan está siendo supervisado por el mismísimo Heinrich Himmler.

– ¿Dónde los llevarán? -se interesó Amelia.

– A Madagascar. Eso es lo que me asegura este amigo. Al parecer, pretenden llevar allí a todos los judíos europeos.

– ¿Tienen una fecha para hacerlo?

– Aún no, están estudiando la logística. No es fácil desplazar a cientos de miles de personas desde Europa hasta el sur de África, hacen falta medios.

– ¿Y qué harían con los judíos en Madagascar? -preguntó el profesor Schatzhauser.

– Tenerles en campos de trabajo. En realidad quieren convertir aquella isla en una gran prisión. Mi amigo cree que el plan es descabellado pero me asegura que Hitler en persona ha dado su bendición y ha conminado para resolver cuanto antes los problemas logísticos de la operación.

– ¡Pero necesitarán cientos de barcos para trasladar a tantos judíos! -afirmó Amelia, que no salía de su asombro-. No les será fácil -prosiguió-, Alemania no tiene el dominio del mar.

– Eso es evidente, y lo que están tratando es de desarrollar el plan con el menor riesgo y coste. Dígame, ¿informará a Londres?


Durante unos segundos Amelia guardó silencio. Las órdenes del comandante Murray habían sido claras: no debía confiar a nadie su misión en Berlín. Reiteradamente le había asegurado al profesor Schatzhauser, y también a Max, que nada tenía que ver con los británicos, pero se daba cuenta de que el profesor confiaba en que ella no les estuviera diciendo la verdad.

– Siento defraudarle, herr Kasten, pero no trabajo para los británicos -aseguró con convicción.

– Pero Max nos ha dicho que su amigo Albert James está bien relacionado con el Almirantazgo -afirmó el profesor Schatzhauser.

– Así es, pero es una relación familiar, y yo… bueno, intentaré que Albert se entere de lo que me han contado, él sabrá qué hacer…


Amelia solía aprovechar la noche para escribir a su inexistente amiga española las cartas codificadas. Después de cenar con los Keller, escuchaban la radio, que emitía la propaganda del régimen, y luego se retiraba a su habitación. Llevaba ya dos meses en Berlín, y aunque los Keller parecían encantados de tenerla como huésped, notaba que les extrañaba su presencia, de manera que una tarde en que se encontraban solas, confesó a Greta que si había regresado a Berlín era para poner distancia con su amante, Albert James. No tuvo ningún reparo en explicar que los padres de Albert se oponían a la relación, y que ella estaba dispuesta a sacrificarse con tal de que él fuera feliz.

– Conmigo no tiene futuro, ya sabe que estoy casada.

Greta Keller la consolaba y le aseguraba que estaba segura de que Albert iría a buscarla.

Para dar verosimilitud a su estancia, se había matriculado en una escuela de idiomas adonde acudía a diario a perfeccionar su alemán. El resto del tiempo lo pasaba en casa del profesor Schatzhauser, además de visitar al padre Müller, con quien había ¡do consolidando una buena amistad.

El padre Müller no era mucho mayor que Amelia, y el hecho de que ésta hubiera ayudado a Rajel había establecido entre ellos un vínculo especial. A veces discutían sobre la posición de la Iglesia respecto al nazismo. Amelia criticaba al Papa por no oponerse abiertamente a Hitler, mientras que el sacerdote intentaba convencerla de que si Pío XII decidiera enfrentarse públicamente al Führer pondría en peligro a los católicos alemanes y a los de lodos aquellos países en los que, decía él, se había establecido la ocupación alemana.

– Tú misma estás haciéndote pasar por una chica despreocupada cuando en realidad estás aquí por otros motivos -la provocaba.

– ¿Qué motivos? Sólo pretendo perfeccionar mi alemán ahora que parece que los alemanes nos vais a dominar a todos, y no habrá más remedio que conocer bien vuestro idioma -bromeaba ella.

Muchas tardes Amelia acudía a la parroquia donde el padre Müller decía misa. El sacerdote ayudaba a un jesuita entrado en años y enfermo pero que se resistía a abandonar a sus feligreses en aquellos momentos de gran tribulación. El viejo sacerdote no era tan osado como el padre Müller y aparentaba no saber nada de las reuniones conspiratorias del joven sacerdote, aunque en realidad aprobaba su actitud. Tampoco ponía objeción a la amistad cada día más sólida entre el padre Müller y el pastor Ludwig Schmidt; achacaba al pastor la cada vez más apasionada politización del joven, aunque bien sabía que lo que había impulsado al padre Müller a tomar partido contra Hitler había sido la situación de aquella familia judía a la que tan unido se sentía. Rajel había sido como una hermana para él y para Hanna. Tanto Irene, la madre del padre Müller, como Hanna no habían dudado en ocultarla en su casa. Un día le dijo que Rajel estaba a salvo; no le explicó cómo, ni tampoco él había preguntado. Ahora observaba cómo el padre Müller pasaba cada vez más tiempo con la joven española y se preguntaba en qué estarían metidos ambos, pero no les preguntaba, prefería ignorarlo. El viejo sacerdote se decía que lo mejor era no saber demasiado acerca de las actividades de su ayudante.

Amelia solía acudir a casa del padre Müller a escuchar las emisiones de la BBC. Siempre era bien recibida por Irene, y por Hanna. Ambas mujeres simpatizaban con la española y le estaban agradecidas por haber salvado a Rajel.

Fue el 10 de julio, en casa del padre Müller, donde Amelia conoció la noticia de la decisión del gobierno colaboracionista de Pétain de romper relaciones con Inglaterra. La Asamblea de Vichy había otorgado plenos poderes al mariscal de Francia. Y esto sucedía tan sólo unos días después de que el puerto de Dover hubiera sido bombardeado.


Amelia volvió a ver al almirante Canaris y al coronel Oster en otro par de ocasiones en actos sociales a los que acompañó al profesor Schatzhauser, el último de ellos a mediados de agosto en casa de Max, ya que Ludovica había organizado una cena de despedida a su marido antes de marchar a Polonia.

Ludovica había invitado además de a Goering y a Himmler, a todo aquel que era alguien en Berlín, y a regañadientes aceptó invitar a los amigos que su marido insistió en que invitara.

Aquella noche, Manfred Kasten se acercó a Amelia muy sonriente.

– Querida, me he enterado de algunos detalles de la «Operación Madagascar», sólo falta que el Führer dé su aprobación final. Quizá pueda usted visitarnos a mi esposa y a mí mañana para tomar el té.

Amelia aceptó de inmediato. Era una información que esperaban en Londres, no tanto porque les pudiera preocupar la suerte de los judíos, como porque un plan de tanta envergadura comprometía la movilización de grandes recursos y el control y dominio de las rutas marítimas del océano Atlántico, unas aguas hasta la fecha dominadas por los británicos. Precisamente Winston Churchill intentaba convencer a Estados Unidos de que si Inglaterra era derrotada por Hitler, el dominio del Atlántico pasaría a manos de Alemania. De manera que la información sobre dicha operación podía servir a la Inteligencia británica para calibrar hasta dónde podía llegar el poder marítimo de Alemania.

Pese a la incomodidad que ambos sentían por las miradas inquisitivas de Ludovica, Max también aprovechó para despedirse de Amelia.

– Me hubiera gustado verte a solas, pero me ha sido imposible, mis obligaciones militares y familiares me lo han impedido.

– Lo sé, no te preocupes. Supongo que cuando regreses aún estaré aquí. ¿Sabes dónde te destinan exactamente?

– En principio iré a Varsovia, pero he de visitar a nuestras tropas desplegadas por todo el país, de manera que estaré moviéndome de un lado a otro.

– ¿El capitán Henke te acompaña?

– Sí, y supondrá un alivio. Hans es oficial de intendencia, y es quien debe tramitar mis órdenes sobre las necesidades médicas en el frente.

– Al menos estarás con un amigo.

– No imaginas lo difícil que es poder confiar en alguien. En el Ejército hay algunos oficiales más que piensan como nosotros, pero no se atreven a dar ningún paso. Ya saben de lo que son capaces de hacer los nazis contra quienes se inmiscuyen en sus planes; temen que les pueda suceder lo que a Walter von Frisch, jefe del Ejército, al que Goering, a través de la Gestapo, acusó de homosexualidad. O al mariscal Blomberg, que fue obligado a dimitir como ministro de la Guerra tras presionarle a cuenta del pasado de su esposa. Tampoco son ningún secreto las opiniones de Ludwig Beck; fue nuestro Jefe de Estado Mayor hasta hace un par de años, cuando dimitió por discrepancias con el Führer. Hay generales como Witzleben y Stülpangel que en el pasado han apoyado a Beck. También empiezan a surgir enfrentamientos entre algunos mandos del Ejército y la jefatura de las SS, cuya influencia va en aumento. Parece que durante la campaña de Polonia han surgido algunas discrepancias entre el general Blaskovitz y las SS. Tanto el general Von Tresckow como Von Schlabrendorff están preocupados por la actual deriva de la política alemana.

– ¿Por qué me cuentas todo esto?

– Porque creo que puedo confiar en ti y me importa lo que opines; no quiero que creas que en Alemania todos somos nazis: hay gente a la que le repugna lo que el nazismo significa, y sobre todo no quieren otra guerra europea.

– ¿Tan difícil es derrocar a Hitler?

– Ésa es una acción que no se puede improvisar. Quizá cuando termine la guerra…

– A lo mejor es demasiado tarde…

– Nunca será tarde para volver a convertir a Alemania en una democracia, devolverle sus instituciones. Estamos contra Hitler, pero nunca traicionaremos a nuestro país. ¿Sigues en contacto con lord Paul James?

– Sabes que sólo le he visto en un par de ocasiones acompañando a Albert, que es su sobrino.

– Me preocupa que Londres vea a Alemania como un bloque compacto alrededor de Hitler, no es así. Somos muchos los que estamos dispuestos a dar nuestra vida para acabar con esta pesadilla.

Ludovica se acercó a ellos seguida por un camarero que llevaba una bandeja con copas de champán.

– Querido, ¿no te gustaría que brindáramos con Amelia por un nuevo encuentro en Berlín? -El tono de voz de Ludovica estaba repleto de ironía y su mirada llena de ira.

– Una excelente idea -respondió Max-, brindemos porque volvamos a estar juntos tan alegres como hoy.

Max ofreció una copa a Amelia y secundaron el brindis de Ludovica. Luego Max hizo caso de la petición de su esposa, que le reclamó para que atendiera a sus invitados.

Aquella noche Amelia no pudo dormir. Debía regresar a Londres e intentar hablar personalmente con lord Paul James, pero ¿querría recibirla? Sabía que a quien debía informar era a su jefe, el comandante Murray, pero Max le había preguntado expresamente por lord James. Sólo tenía una manera de acercarse a él: a través de Albert. Sí, tendría que pedirle que organizara algún encuentro social con su tío antes de que ella se presentara en las oficinas del Almirantazgo para ponerse a las órdenes del comandante Murray. No sería fácil convencer a Albert, pero esperaba poder hacerlo. Claro que antes necesitaba el permiso de Murray para regresar a Londres, y tendría que convencerle de que lo que tenía que transmitir era tan importante como para dejar Berlín.

Se levantó temprano y encontró a herr Helmut preparando el desayuno para Greta.

– Tengo que salir. ¿Querrá usted terminar de preparar el té y llevárselo a mi esposa a la cama? Sé que es mucho pedir, pero ¿podría ayudarla a levantarse y acomodarla en el sillón que está junto a la ventana? Parece que se encuentra un poco mejor.

– Váyase tranquilo, herr Helmut, que yo cuidaré de Greta.

– ¿No tiene que ir a clase?

– Sí, pero tengo de tiempo de sobra.


Por la tarde Amelia acudió a casa de Manfred Kasten. Fue su esposa Helga quien abrió la puerta y la condujo al despacho de su marido. El viejo diplomático la aguardaba impaciente; la invitó a sentarse y le entregó una carpeta que contenía información sobre el plan de Madagascar. Amelia leyó ávidamente sin decir palabra, aunque su rostro reflejaba el asombro que le producía lo descabellado de la operación.

– ¿Puedo llevarme estos papeles?

– Sería peligroso. La Gestapo tiene ojos y oídos en todas partes y es posible que sepa más de nuestro grupo de lo que imaginamos. Desconfía de todo el mundo. Es mejor que estos documentos no salgan de aquí, por su propia seguridad y la nuestra.

Amelia se enfrascó de nuevo en la lectura de aquellos documentos intentando memorizar los pormenores. El redactor de aquel plan había precisado el número de barcos que se necesitarían para trasladar a todos los judíos de Alemania a Madagascar y también los buques de apoyo necesarios para llevar a buen término la operación. Amén del número de barcos estimados para llevar a cabo la deportación, el documento especificaba la situación de la flota mercante del Reich. La información podía ser fundamental para el Almirantazgo, de manera que Amelia se reafirmó en su decisión de regresar de inmediato a Londres.

– Le agradezco su confianza, herr Kasten -dijo al terminar de leer los papeles.

– Soy cristiano, Amelia, y me considero un buen alemán al que le repugna lo que algunos hombres están haciendo con mi país. ¡Deportar a los judíos! ¡Confinarles en una isla como si fueran apestados!

Ya era tarde cuando Amelia regresó a casa de los Keller. Greta estaba dormida y su marido estaba en la cocina, revisando unos libros de contabilidad.

Amelia le explicó que pensaba regresar a casa.

– ¿Ha sucedido algo? -se interesó el hombre.

– No, pero ya sabe que mi hermana Antonietta está enferma, y no quiero pasar demasiado tiempo alejada de ella. Pero volveré, herr Helmut y si usted me hace la bondad de continuar alquilándome la habitación, le estaré muy agradecida. Creo que puedo encontrar trabajo en Berlín, he conocido a algunas personas que necesitan a alguien que hable bien español. Ya sabe de la colaboración de Hitler y Franco, nuestros dos países son aliados…


Helmut Keller asintió. Nunca había hablado de política con Amelia; los dos habían evitado cualquier referencia sobre lo que pasaba. A él le sorprendía que Amelia no hiciera ninguna alusión sobre el nazismo, y más teniendo en cuenta que su padre había perdido su fortuna a causa del nuevo régimen, pero tampoco se atrevía a declarar delante de la muchacha su odio al Führer, porque bien sabía que las ideas de los padres no las heredan los hijos. Su propio hijo, Frank, parecía estar contento en el Ejército; decía que Hitler estaba devolviendo su grandeza a Alemania. Al principio discutían, y después padre e hijo evitaron hablar de política para no disgustar a Greta, que sufría al verles pelear.


Los siguientes días Amelia los dedicó a despedirse del profesor Karl Schatzhauser, del padre Müller y de otros miembros de aquella célula de oposición. Les aseguró que regresaría en breve. También tomó una decisión: se confesaría con el padre Müller y en esa confesión incluiría su colaboración con los británicos.

– Eso no es pecado -le reprochó él.

– Lo sé, pero necesito asegurarme de que no compartirás esta información con nadie.

– No puedo hacerlo, estoy obligado por el secreto de confesión- respondió él, con fastidio-. ¿Dime por qué me lo has confesado?

– Porque necesito ayuda, además de confiar en alguien.

Al día siguiente fue a visitar al sacerdote a su casa. Le adiestró para que encriptara en clave cualquier información que pudiera tener relevancia y le pidió que, una vez encriptada la información y convertida en una vulgar e insulsa carta, la enviara a la misma dirección en Madrid adonde ella enviaba sus propias cartas.

– Con esta clave, cualquiera que lea tus cartas pensará que escribes a una vieja amiga.

– ¿Y no deberías instruir a alguien más por si a mí me sucediera algo? -preguntó con preocupación el padre Müller.

– No te va a pasar nada, y además no es conveniente que todos conozcan este sistema de cifrar mensajes. No olvides que las cartas llegarán a Madrid, donde hay numerosos espías alemanes. Podríamos poner en peligro a la persona que recibe las misivas.

Fue el padre Müller quien acompañó a Amelia a la estación y la ayudó a acomodarse en su compartimento, que para alivio de ambos estaba ocupado por una mujer con tres niños pequeños.

– ¿Cuándo volverás? -quiso saber el sacerdote.

– No depende de mí… Si por mí fuera, muy pronto: creo que puedo ser útil en Berlín.


El destino de Amelia no fue Madrid, sino Lisboa, desde donde podía llegar a Londres. Sabía que la capital británica estaba sufriendo los bombardeos alemanes, y que se estaban produciendo grandes pérdidas materiales y humanas, y ansiaba con volver a encontrarse con Albert y comprobar que estaba bien.

En Lisboa se instaló en un pequeño hotel situado cerca del puerto. La elección no era caprichosa. El comandante Murray le había dado aquella dirección tras asegurarle que si necesitaba ayuda o quería ponerse en contacto con él, el dueño del hotel sabría cómo contactar con las personas adecuadas.

El hotel Oriente era pequeño y limpio, y su dueño resultó ser un británico, John Brown, que estaba casado con una portuguesa, doña Mencia. Amelia pensó que ambos debían de trabajar para el Servicio Secreto británico.

Les dijo que quería viajar a Londres, y les preguntó la mejor manera de hacerlo. Pronunció la contraseña que le había proporcionado Murray: «Tengo asuntos que resolver, pero sobre todo añoro la niebla».

John Brown asintió sin decir palabra, y unas horas después mandó a su esposa al cuarto de Amelia para informarle de que un barco pesquero la llevaría hasta Inglaterra. Dejó Portugal dos días después de que Léon Trotski fuera asesinado en México. Había escuchado la noticia por la BBC y recordó el viaje que no hacía tanto tiempo había realizado junto a Albert. Recordaba bien a Trotski, su mirada inquisitiva, sus ademanes desconfiados, en definitiva, su temor a ser asesinado.

Y se estremeció pensando cuan largo era el brazo de Moscú, y cómo ella parecía haberse zafado de aquel peligro.

8

Para sorpresa de Amelia, Albert no se encontraba en Londres. El apartamento estaba helado y con una capa de polvo. Encontró una nota sobre la mesa de trabajo del despacho de Albert. Llevaba fecha del 10 de julio.


Querida Amelia:

No sé cuándo leerás esta nota, ni siquiera si llegarás a leerla. He preguntado al tío Paul hasta cuándo te tendrá fuera de Londres, pero no ha querido darme una respuesta. Por si acaso regresaras estando yo ausente, quiero que sepas que me voy a Nueva York. Tengo cosas que hacer allí: ver a los directores de los periódicos en los que escribo, comprobar el estado de mis cuentas, charlar con mi padre y discutir con mi madre… Creo que también buscaré a Rajel para comprobar que está bien. No sé aún cuánto tiempo me quedaré en Nueva York, pero ya sabes cómo ponerte en contacto conmigo.

El apartamento queda a tu disposición. La señora O'Hara irá de vez en cuando a hacer limpieza.

En fin, querida, yo que escribo tantas páginas para los demás no sé bien cómo escribirte a ti.

Tuyo, Albert James


El comandante Murray pareció alegrarse cuando Amelia entró en su despacho.

– Buen trabajo -le dijo a modo de saludo.

– ¿Usted cree?

– Desde luego que sí.

– En realidad no les he enviado ninguna información sustancial, aunque traigo conmigo los pormenores de una operación que creo que puede ser de vital importancia.

– Lo supongo puesto que ha tomado la decisión de regresar sin mi permiso.

– Lo siento, pero creo que cuando le explique en qué consiste la «Operación Madagascar», convendrá conmigo en que es un asunto importante.

Murray pidió a su secretaria que les preparara un té. Luego se sentó frente a Amelia dispuesto a escuchar.

– Veamos lo que me tiene que decir.

Amelia le explicó detalladamente cuanto había hecho desde su llegada a Berlín hasta el día de su regreso. Los contactos establecidos, el grupo de oposición con el que venía trabajando, el plan de la «Operación Madagascar», además de todo lo que Max von Schumann le había explicado respecto al descontento en algunos sectores del Ejército.

El comandante la escuchaba en silencio, y sólo la interrumpió para que le precisara algún dato. Cuando Amelia terminó, Murray se levantó de su sillón y durante unos minutos paseó por el despacho sin decir palabra, ignorando la incomodidad creciente de Amelia.

– De manera que ha establecido usted una pequeña red en el corazón del III Reich. Ahora tenemos un grupo de amigos bien dispuestos en Berlín que nos irán informando, y un lugar al que acudir. La verdad es que no esperaba tanto de usted. En cuanto a las informaciones que le ha facilitado el barón Von Schumann, no diré que nos vaya a ayudar a ganar la guerra, pero al menos nos da una idea de lo que está pasando. Sus valoraciones políticas sobre los pasos que va dando Hitler son más valiosas de lo que usted puede suponer… Es interesante saber que no todos los alemanes están con el Führer.

– No son muchos -puntualizó Amelia.

– Sí, sí, claro… muy interesante. Querida, nos ha traído usted informaciones muy valiosas. Quiero que todo lo que me ha contado lo ponga por escrito, y lo quiero para dentro de dos horas. Precisamente tengo que despachar con lord James. Creo que le satisfará saber que ha tenido usted éxito en la misión encomendada, mucho más que otros agentes que están trabajando al mismo tiempo que usted en Berlín.

Amelia dio un respingo y miró desafiante a Murray.

– ¿Envió otros agentes a Berlín?

– Naturalmente, ¿no pensará que sólo la hemos enviado a usted? Cuantas más redes se pongan en marcha, mejor. Comprenderá que es mejor que no tengan relación las unas con las otras hasta que no sea necesario. Y no sólo por segundad.

– De manera que ahora mismo hay otros agentes en Berlín… -insistió Amelia.

– En Berlín y en otros puntos de Alemania. ¡Por favor, no me diga que le sorprende!

No lo dijo, pero en realidad así era. Fue entonces cuando comenzó a comprender que en el mundo de la Inteligencia nada es lo que parece y que los agentes están solos porque sólo son una pieza más en manos de sus jefes.

– ¿Debo regresar a Berlín?

– Escriba el informe para dentro de un par de horas. Luego váyase a casa y descanse. Hoy es viernes, tómese un par de días de descanso y el lunes preséntese a las nueve a recibir nuevas órdenes.


Amelia siguió las instrucciones de Murray al pie de la letra. Dedicó el fin de semana a escribir a Albert y a poner en orden el apartamento. No tenía ganas de ver a nadie; además, las personas que conocía en Londres no eran sus amigos sino los de Albert.

El lunes a las nueve en punto se presentó en el despacho del comandante Murray, quien parecía malhumorado.

– Los ataques de la Luftwaffe son cada vez más precisos… -se lamentó Murray.

– Lo sé, señor.

– Hay que devolverles la visita en Berlín.

Amelia asintió al tiempo que no pudo dejar de sentir un estremecimiento pensando en todos los amigos que había dejado allí, todos ellos opositores a Hitler, dispuestos a jugarse la vida para acabar con el III Reich.

– Bien, tengo otra misión para usted. Debe partir de inmediato para Italia.

– ¿Italia? Pero… bueno… yo creía que iba a regresar a Berlín.

– Nos será más útil en Italia. Es información reservada la que le voy a dar, pero hace unos días un submarino desconocido ha hundido el crucero Helle. Creemos que ese submarino es italiano.

– Pero ¿por qué he de ir yo a Italia? Insisto en que soy más útil en Berlín.

– Tiene que ir a Italia porque es usted amiga de Carla Alessandrini.

– Sí, soy amiga de Carla, pero…

– No hay «pero» que valga -la interrumpió Murray-. Ya sabe que el Duce nos ha declarado la guerra. No es que nos preocupe demasiado, pero no hay enemigo pequeño. La señora Alessandrini la ayudará a introducirse en la alta sociedad. Lo único que quiero es que escuche, que tome nota de cuanto crea de interés y nos lo comunique. Se trata del mismo trabajo que ha hecho en Berlín. Usted es una joven agraciada, bien educada, y con una gran capacidad de relación, no desentona en los ambientes elegantes, ni en los ambientes de poder.

– ¡Pero yo no puedo utilizar a Carla!

– No le estoy pidiendo que la utilice; por lo que sé de su amiga, no es partidaria del Duce y además tiene contactos con la Resistencia…

– ¿Carla? ¡No es posible! Ella es una gran cantante de ópera, y es cierto que se opone al fascismo, pero eso no significa que quiera meterse en líos.

– ¿Y no le parece que ya lo hizo ayudando a escapar a esa chica judía? Rajel, creo que se llama, ¿me equivoco?

– Pero eso fue en una circunstancia muy especial -protestó Amelia.

– Vaya a Milán, o a donde quiera que en este momento se encuentre la gran Carla Alessandrini, y cuéntenos qué se dice en la «corte» del Duce. Ésa es su misión. Necesitamos que la señora Alessandrini colabore con nosotros. Ella tiene libre acceso a todos los centros de poder en Italia. El Duce es su primer admirador.

– ¿Y qué le diré a Carla?

– No le mienta, pero tampoco le diga toda la verdad.

– ¿Y eso cómo se hace?

– Por ahora lo viene haciendo usted muy bien.

– Pero ¿qué es lo que quiere usted saber?

– No lo sé, ya me lo dirá usted.

– ¿Cómo me pondré en contacto con Londres?

– Le daré otra dirección en Madrid a la que tendrá que escribir. Allí enviará usted cartas aparentemente dirigidas a otra amiga. El código cifrado será diferente al que utilizó desde Berlín. Le enseñaremos otro nuevo, no creo que tarde mucho en aprenderlo. Si tuviera que comunicarnos algo de manera urgente, viajará usted a Madrid, siempre tiene la excusa de que su familia le necesita, y se pondrá en contacto con el comandante Finley, Jim Finley. Trabaja en la embajada como funcionario de rango menor, pero está con nosotros. Antes de que se vaya le diré cómo ponerse en contacto con él. En una semana la quiero en Italia. No creo que necesite ninguna cobertura especial si va usted en calidad de amiga invitada por la Carla Alessandrini.

»Por cierto, me he permitido mandarle un telegrama en su nombre anunciándole que irá a verla, y ha respondido entusiasmada.

– ¡Ha utilizado mi nombre para ponerse en contacto con Carla! -protestó Amelia.

– He aligerado algunos trámites, eso es todo.


En realidad a Amelia no le había sorprendido tanto como había aparentado saber que Carla tenía relación con la Resistencia. Su amiga era una mujer apasionada, con ideas políticas precisas sobre lo que significaba el fascismo y cuánto le repugnaba.

El comandante había dispuesto que viajara a Roma vía Lisboa, y accedió a regañadientes a la petición de Amelia para que le permitiera pasar un par de días en Madrid visitando a su familia.

Llegó a Madrid el 1 de septiembre. Detrás dejaba a una Inglaterra sufriendo estoicamente los cruentos ataques de la Luftwaffe no sólo en Londres, sino también en muchas otras ciudades: Liverpool, Manchester, Bristol, Worcester, Durham, Gloucester, Portsmouht, se encontraban entre las damnificadas. Claro que la RAF respondía ojo por ojo a los ataques de la Luftwaffe: los bombardeos en Berlín se intensificaban cada día más.

Mientras, Winston Churchill continuaba su trabajo de diplomacia secreta con Estados Unidos intentando convencer al presidente Roosevelt de que Inglaterra no sólo no estaba siendo derrotada, sino que además podía ganar la guerra; aunque, eso sí, para lograr la victoria necesitaban la ayuda material de Estados Unidos. Churchill dibujaba a Roosevelt un futuro que podía resultar sombrío si la ayuda no llegaba y Hitler conseguía hacerse el amo del Atlántico amenazando directamente a Estados Unidos. De manera que Churchill insistía a Roosevelt en que el triunfo del Reino Unido resultaba vital para su país.

La situación financiera del Reino Unido era cada vez más crítica y tuvo que llegar a la bancarrota para que Estados Unidos asumiera que, o bien les ayudaba o bien se encontrarían a Hitler en sus propias costas.

El 2 de septiembre de 1940 Estados Unidos prestó cincuenta destructores a Inglaterra a cambio de bases en todo el mundo…»El mayor Hurley carraspeó. Parecía haber llegado al final de su relato. Observó sin disimulo el reloj. Me pregunté si el mayor me iba a despedir sin darme más información, o si volvería a remitirme a lady Victoria, pero opté por no decir nada.

Había escuchado en silencio atrapado por el relato y ni siquiera le había hecho una sola pregunta.

– Su bisabuela también tuvo un papel destacado en Italia. Pero, Guillermo, quizá quiera usted saber algo de lo que hizo cuando regresó a Madrid. Desgraciadamente yo no puedo informarle al respecto. En cuanto a lo de Italia, con mucho gusto le podré dar alguna información del trabajo que en aquellos días llevó a cabo Amelia, aunque desgraciadamente la información no podrá ser muy exhaustiva porque no he encontrado grandes cosas en los archivos. Claro que usted mismo me contó que había conocido a una profesora experta en la vida de Carla Alessandrini; puede que ella le dé más detalles al respecto. O puede que no… En todo caso, ahora tengo que irme y no podré recibirle de nuevo hasta dentro de unos días.


Estuve a punto de protestar. Pero me dije que al mayor William Hurley poco le iban a importar mis protestas. Él disponía de la información que a mí me interesaba obtener y la suministraba como quería, de manera que terminé por decirle que contaba con mi eterno agradecimiento por la ayuda que me estaba prestando.

– Sin usted no podría llevar adelante mi investigación -dije para halagarle.

– Desde luego que no, pero como puede comprender, tengo otros deberes y responsabilidades; de manera que hasta dentro de unos días, pongamos el miércoles de la próxima semana, no volveré a recibirle. Telefonee el martes a mi secretaria para confirmar si estoy disponible.

Salí malhumorado de casa del mayor. Pensé eso de que no hay mal que por bien no venga, porque podía llamar a Francesca, reprocharle que no me hubiese dicho ni una palabra sobre las actividades políticas de Carla Alessandrini y con tal excusa ir a verla a Roma. No quería abusar de los medios que doña Laura estaba poniendo a mi disposición para que investigara sobre Amelia, pero me convencí de que el viaje a Roma estaba más que justificado. Me pasaba como a mi bisabuela: no me terminaba de encontrar en Londres.

Llamé a mi madre dispuesto a la bronca de rigor, y la encontré sarcástica y distante.

– ¿Así que eres Guillermo? Pues me alegro.

– ¡Vaya, mamá!, no te veo muy contenta de saber que estoy bien.

– Bueno, supongo que lo estarás, ya eres mayorcito, de manera que para qué vas a llamarme, con que me felicites las Navidades y por mi cumpleaños es suficiente, claro que para eso tendrías que acordarte, y como estás abrumado de trabajo…

¡Ahí estaba el problema! ¡Había sido su cumpleaños y yo no la había felicitado. Mi madre no me lo iba a perdonar porque entre sus ritos inalterables estaban las cenas del día de su cumpleaños, del mío y la de Nochebuena. El resto de las noches del niño le daban igual, pero esas tres para ella eran sagradas.

– Perdona, mamá, pero es que no sabes lo liado que estoy investigando a tu abuela.

– Ya te he dicho que a mí me da lo mismo lo que hiciera esa buena señora, y no te disculpes, no tienes por qué, eres muy libre de llamar a quien quieras y cuando quieras.

– Pues había pensado en ir a Madrid e invitarte a cenar -mentí, improvisando.

– ¿No me digas? ¡Qué considerado!

– Mira, mañana estaré en Madrid y a las nueve te voy a buscar. Piensa dónde te apetece que te invite a cenar.

9

Cuando entré en mi apartamento sentí la alegría de estar de nuevo en casa. Pensé en lo reconfortante que me resultaban aquellas cuatro paredes decoradas con muebles de Ikea. Llevaba tanto tiempo yendo de un lugar a otro en busca de Amelia Garayoa, que apenas había estado en casa. Bastó un solo vistazo para darme cuenta de que el apartamento necesitaba una limpieza urgente, y me prometí que debía convencer a mi madre para que me mandara a su asistenta con la promesa expresa de pagarla yo.

Me di una ducha y luego me tumbé en la cama. ¡Cuánto echaba de menos mi cama! Me quedé dormido en el acto. Mi ángel de la guarda decidió despertarme para librarme de la ira de mi madre porque si aquel día no me hubiera presentado en su casa para invitarla a cenar habría sido capaz de no volverme a hablar durante el resto de su vida. Me desperté sobresaltado buscando el reloj. ¡Las ocho y media de la tarde! Me levanté de un salto y volví a meterme en la ducha. A las nueve en punto, con el pelo empapado, me presenté en su casa.

– ¡Menuda pinta tienes! -me dijo a modo de saludo, sin ni siquiera darme un beso.

– ¿No te gusta? Pues yo a ti te encuentro guapísima.

– Ya, ya, pues tú estás hecho un desastre. ¿Sabes para qué sirven las planchas? Seguro que sí, porque listo lo eres un rato.

Me fastidió la ironía de mi madre por más que tuviera razón y la camisa que llevaba estuviera arrugada y los pantalones vaqueros necesitaran una pasada por la lavadora.

– Apenas he tenido tiempo de deshacer la maleta. Pero lo importante es que estoy aquí, no sabes las ganas que tenía de verte.

– ¡Agua! ¡Por favor, que me traigan agua! -gritó mi madre.

– ¡Pero qué te sucede! -pregunté alarmado.

– Que me producen palpitaciones la cara dura que tienes.

– ¡Vaya susto que me has dado!

Fuimos al restaurante que ella había elegido. La conversación transcurrió en el mismo tono el resto de la velada. La verdad es que me arrepentí de haberla invitado a cenar. Además, para zarandear mi débil economía, mi madre decidió, ella que era prácticamente abstemia, acompañar la cena con champán, y como si de una gaseosa se tratara, pidió una botella de Bollinger.

Por la mañana telefoneé a doña Laura y le pregunté si quería que fuese a su casa a contarle todo lo averiguado hasta el momento.

– Prefiero que me entregue la historia por escrito cuando la tenga completa.

– Es para que usted compruebe lo que voy avanzando. Le aseguro que la vida de Amelia Garayoa es digna de una novela.

– Bien, bien, pues cuando ya lo sepa todo, la escribe y me la trae. Es lo que hemos acordado, ¿no?

– Desde luego, doña Laura, y así lo haré.

– ¿Necesita algo más?

– No, por ahora me voy arreglando. El profesor Soler está siendo de gran ayuda. Por cierto, que me he ofrecido a contarle lo que voy investigando, pero me ha dicho que no quiere saber nada salvo lo imprescindible para ayudarme.

– Y así debe ser. Pablo es un buen amigo de la familia pero no es de la familia, y hay cosas… en fin, que ni él ni nadie tienen porqué saber.

– Pues tengo que llamarle porque necesito que me cuente si Amelia estuvo en Madrid a principios de septiembre de 1940.

– Si quiere puede hablar con Edurne, ella puede ayudarle.

– Y usted, doña Laura, ¿no recuerda nada de esas fechas?

– ¡Pues claro que sí! Pero no quiero que sea mi memoria la que dicte lo que sucedió, sino la memoria neutral de quienes estuvieron con nosotros.

– Y Edurne, ¿recordará? A la pobre mujer parece que le afecta mucho tener que recordar.

– Es lógico, a los viejos no nos gusta que hurguen en nuestros recuerdos. Edurne es muy pudorosa y leal y no le resulta fácil contarle cosas de la familia a un extraño.

– Yo soy de la familia, no se olvide que Amelia era mi bisabuela. Usted misma es una especie de tía bisabuela.

– ¡No diga usted tonterías! En fin, creo que debería de hablar con Edurne. Si le parece bien, pase por casa mañana temprano, que es cuando ella tiene la cabeza más despejada.


No sé por qué doña Laura se empeñaba en que Edurne hablara conmigo. La pobre mujer no podía ocultar su incomodidad al tener que contarle a un extraño aspectos íntimos de la familia a la que había dedicado toda su vida.

Cuando llegué a casa de las Garayoa, el ama de llaves me anunció que Edurne me esperaba pero que antes debía pasar al salón a ver a las señoras.

Allí estaba doña Laura y doña Melita. Me pareció que esta última no tenía muy buen aspecto, se la veía cansada.

– ¿Le está costando mucho juntar la historia? -me preguntó con un hilo de voz.

– No está resultando fácil, doña Melita, pero no se preocupe, creo que al menos lograré conocer los hechos más importantes de la vida de mi bisabuela.

Doña Laura se movió incómoda en el sofá y me ordenó que procurara no perder el tiempo.

– No es sólo por los gastos que todo esto nos está acarreando, es que somos demasiado viejas para esperar.

– No se preocupen, que soy el primer interesado en terminar cuanto antes esta investigación. Tengo abandonado el periodismo y mi madre está a punto de dejarme de hablar.

– ¿Tiene madre? -me preguntó doña Melita, y su pregunta me sorprendió puesto que ya les había explicado mis circunstancias familiares.

– Sí, sí, afortunadamente aún tengo madre -respondí desconcertado.

– Ya. Pues qué suerte, yo perdí a la mía cuando era muy joven.

– Bueno, basta de cháchara -interrumpió doña Laura-. Guillermo está aquí para trabajar, de manera que vaya usted a hablar con Edurne, lo espera en la biblioteca.

Edurne estaba sentada en un sillón y parecía dormitar. Se sobresaltó cuando me oyó entrar.

– ¿Cómo se encuentra usted?

– Bien, bien -respondió azorada.

– No quiero molestarla mucho, pero a lo mejor se acuerda usted de una visita que Amelia hizo a Madrid en septiembre de 1940. Creo que iba camino de Roma, pero antes vino a ver a su familia.

– Amelia siempre iba y venía y muchas veces no nos decía ni de dónde venía ni adonde iba.

– Pero ¿recuerda usted qué pasó en aquella ocasión? Era septiembre de 1940 y creo que vino sola, sin Albert James, el periodista. En su visita anterior fue cuando descubrió que Águeda estaba embarazada…

– ¡Ya, ya me acuerdo! Pobre Amelia. ¡Qué disgusto se llevó! Águeda había llevado a Javier a la puerta del Retiro para que Amelia pudiera verlo, pero se le abrió el abrigo y vimos que estaba gorda, gorda de embarazo…

– Sí, todo eso ya lo sé, pero yo quiero saber qué pasó la siguiente vez que Amelia les visitó.

Edurne, con voz cansada, comenzó a hablar.

«No la esperábamos. Se presentó sin avisar. Algo que en ella se convirtió en costumbre. Nunca sabíamos cuándo iba a venir. Antonietta estaba mejor, gracias al dinero que Amelia enviaba y que le permitía a don Armando comprar medicinas… bueno, medicinas y comida, porque Antonietta necesitaba alimentarse bien. El dinero que enviaba Amelia no daba para lujos, pero sí para comer. En aquella época podías encontrar cosas buenas en el estraperlo, pero cobraban fortunas.

Creo que era por la noche cuando Amelia se presentó en casa; sí, sí, era por la noche porque yo estaba en la cocina haciendo la cena y abrió la puerta el señorito Jesús.

– ¡Mamá, mamá, ven, que es la prima Amelia!

Salimos todos al recibidor y allí estaba ella, abrazando a Jesús.

– ¡Pero qué guapo estás, primo! Has crecido un montón y tienes mejor cara, estás menos pálido.

Jesús también estaba recuperándose. Siempre había sido un niño debilucho y el pobre enfermó durante la guerra. Pero en aquellos días había mejorado. Las medicinas, y sobre todo la comida, hacen milagros.

Antonietta se abrazó a su hermana y no había modo de separarlas.

La señorita Laura comenzó a llorar de emoción y don Armando a duras penas aguantaba las lágrimas. Todos queríamos abrazarla y besarla. Fue doña Elena la que con su sentido práctico puso orden entre tanto abrazo y nos hizo entrar a todos en el salón. Mandó a Pablo llevar la maleta de Amelia a la habitación de Antonietta y a mí me mandó terminar de hacer la cena y colocar un plato más en la mesa.

Amelia estuvo muy cariñosa con todos nosotros; a mí me dio un par de besos, lo mismo que a Pablo.

Jesús y Pablo eran buenos amigos, y ahora que Jesús estaba mejor, doña Elena había colocado la cama de Pablo en la habitación de su hijo porque decía que el chico estaba creciendo y no estaba bien que durmiera en mi cuarto.

Esa noche cenamos arroz con tomate y unas lonchas de tocino frito. El tocino lo había comprado yo esa misma tarde a un tipo que se dedicaba al estraperlo y me pretendía.

Rufino, que así se llamaba el hombre, me había mandado aviso de que tenía tocino fresco; así que doña Elena me envió a comprarlo. ¿Por dónde iba? Sí… ya me acuerdo… Amelia nos dijo que no se iba a quedar mucho tiempo, solamente dos o tres días porque tenía que trabajar. Era la ayudante de Albert James, el periodista americano que al parecer estaba en Nueva York pero que le había encargado que fuera a Roma para un reportaje que estaba haciendo, no recuerdo sobre qué, pero fue una suerte que la mandara a Roma y así poder pasar por Madrid de camino.

– ¿Por dónde has venido desde Londres? -le preguntó don Armando.

– Por Lisboa, es lo más seguro.

– Los ingleses no ven mal a Franco -comentó don Armando.

– Los ingleses no pueden luchar contra Hitler y contra Franco, primero tienen que derrotar a Alemania, después vendrá todo lo demás.

– ¿Estás segura? Inglaterra sigue concediendo a Franco los navicerts para que nos llegue gasolina y trigo; no es que llegue mucho, pero algo llega.

– Ya verás como las cosas cambian cuando derroten a Hitler.

La pusimos al tanto de las novedades en la familia. Antonietta le dijo a su hermana que le gustaría trabajar, pero que doña Elena no se lo permitía.

– No me deja ni ayudar en la cocina -protestó Antonietta.

– ¡Pues claro que no, aún no estás recuperada del todo! -afirmó, enfadada, doña Elena.

– La tía tiene razón. La mejor ayuda que puedes prestar a la familia es curarte del todo -respondió Amelia.

– Y el médico nos ha dicho que debemos tener cuidado con rila porque puede recaer -añadió don Armando.

– Y tú, Laura, ¿sigues en el colegio?

– Sí, este curso voy a dar clases de francés. Las monjas se portan muy bien conmigo. Han cambiado a la madre superiora; no está sor Encarnación, la pobre murió de pulmonía y han elegido a sor María de las Virtudes, la que fue nuestra profesora de piano, ¿te acuerdas?

– ¡Sí, sí! Era muy cariñosa con nosotras, una buena mujer.

– Dice que en el colegio ninguna monja habla el francés como yo, de manera que este curso daré francés, y en cuanto Antonietta mejore y pueda trabajar, lo mismo puedo convencer a sor María para que la deje dar clases de piano… pero antes tiene que recuperarse del todo…

– ¡Eso estaría muy bien! ¿Ves, Antonietta, como sí podrás trabajar? Pero tienes que curarte. Hasta que los tíos no me digan que estás bien, te prohíbo hacer nada.

Don Armando comentó cómo le iba en el despacho, en su nuevo trabajo de pasante.

– Tengo que aguantar mucho, pero no me quejo porque al fin y al cabo lo que gano nos permite ir tirando. Estoy fichado por «rojo», de manera que no me dejan defender casos en los tribunales, pero al menos trabajo de lo que sé, preparando los casos que defienden otros.

– Le explotan, todos los días trae trabajo a casa y no tiene ni sábados ni domingos -se quejó doña Elena.

– Sí, pero tengo un empleo, que ya es mucho si consideramos que hace unos meses estuvieron a punto de fusilarme. No, no me quejo, Amelia me salvó la vida y tengo un trabajo, es más de lo que soñaba cuando estaba en la cárcel. Además, con tu ayuda, Amelia, nos arreglamos bien.

– ¿Sabéis algo de Lola? -preguntó Amelia mirando a Pablo.

– Pues no, no se sabe nada de ella. Pablo va a ver a su abuela al hospital, pero la pobre mujer está cada día peor. Su padre le escribe de vez en cuando, pero de Lola no hay ni rastro -explicó Laura.

– Los chicos van a la escuela -añadió don Armando-. Son listos y sacan buenas notas. A Jesús se le dan muy bien las matemáticas y a Pablo el latín y la historia, de manera que se ayudan el uno al otro. Son como hermanos, incluso a veces se pelean como lo hacen los hermanos.

– ¡Pero qué nos vamos a pelear! -protestó Jesús.

– Bueno, yo diría que alguna vez he escuchado algún grito que salía de vuestra habitación -continuó don Armando.

– ¡Pero por tonterías! No te preocupes, Amelia, que yo me llevo bien con Pablo. No sé qué haría sin él en esta casa con tantas mujeres y tan mandonas -respondió Jesús, riendo.

– Yo… bueno… yo estoy muy agradecido porque me tengáis aquí… -susurró Pablo.

– ¡Qué tontería! Nada de agradecimientos, eres uno más de la familia -cortó tajante don Armando.


Amelia pasó dos días pendiente de la familia. Fue a hablar con el médico que atendía a Antonietta, y pidió a la señorita Laura que la acompañara a saludar a sor María de las Virtudes, a la que entregó un pequeño donativo «para comprar flores para la Virgen de la capilla», y como todos nos temíamos, insistió en ver a su hijo, al pequeño Javier.

Doña Elena se resistía a enviarme a merodear por los alrededores de la casa de Santiago, pero fue tanta la insistencia de Amelia, que terminó por ceder.

– Después de lo que ocurrió la última vez, puede que Águeda se niegue a dejarte ver al niño -dijo doña Elena.

– Es mi hijo y necesito verlo. ¿No lo entiendes, tía? No puedo estar en Madrid y no hacer nada por verle. Si supieras cuánto me arrepiento de haberle abandonado…

Amelia le contó a la señorita Laura que sufría de pesadillas, y que muchas noches se despertaba gritando porque veía a una mujer corriendo llevando en brazos a Javier.

Un día me planté en la esquina de la casa de don Santiago esperando la salida de Águeda, y así pasé todo el día. Regresé a casa bien avanzada la noche. Sólo había visto a don Santiago salir de buena mañana y regresar por la tarde, pero ni rastro de Águeda ni de Javier.

Doña Elena se puso nerviosa y nos dijo que lo mejor era dejarlo para otra ocasión, pero Amelia insistió; no podía quedarse mucho más tiempo en Madrid, llevaba tres días, pero no se marcharía sin ver a su hijo. Al final doña Elena rompió a llorar.

– Pero, Elena, ¿qué te sucede? -don Armando estaba alarmado por las lágrimas de su mujer.

– Tía… tía… no llores, no quiero causarte penas -se excusó Amelia.

La señorita Laura abrazaba a su madre sin saber cómo consolarla. Cuando doña Elena se calmó se hizo el silencio.

– ¡Si es que eres una cabezota, Amelia! Yo no te lo quería decir para que no sufrieras… pero insistes e insistes…

– ¿Qué pasa, tía? No le habrá sucedido nada a mi hijo… -preguntó Amelia, alarmada.

– No, qué va, Javier está bien, y por lo que sé, está con tus suegros.

– ¿Con don Manuel y doña Blanca? Pero ¿por qué?

– Porque Águeda ha tenido una niña, de esto hace una semana, y parece que tuvo dificultades en el parto y está en el hospital. Santiago ha llevado a Javier a casa de sus padres hasta que Águeda esté en condiciones de volver a su casa con la niña. Yo no quería decírtelo para que no te llevaras un disgusto.


Amelia no lloró. Temblaba, haciendo un gran esfuerzo por controlarse, tragándose las lágrimas, y lo consiguió. Cuando pudo hablar, apenas con un hilo de voz, preguntó a su tía:

– ¿Desde cuándo lo sabes?

– Ya te lo he dicho, desde hace una semana; me encontré con una amiga a la que le faltó tiempo para decirme que Águeda había parido una niña a la que van a bautizar con el nombre de Paloma. Me contó que el parto se había complicado y la mujer estuvo casi dos días gritando hasta que nació la niña. Santiago no se separó de su lado. También me dijo que desde que Águeda se quedó embarazada, Santiago había contratado otra criada para que se hiciera cargo de los quehaceres domésticos y que de hecho Águeda se ha convertido en la señora de la casa. Ya no lleva puesto el delantal, y aunque Santiago todavía no la lleva cuando visita a sus amistades, todo el mundo sabe que viven juntos.

– No puedo reprocharle nada. No tengo ningún derecho a hacerlo -musitó Amelia.

– Tienes razón, por duro que te resulte, no puedes hacerlo. Santiago es un hombre… un hombre joven, no puede guardarte ausencia -dijo don Armando.

– No tiene por qué hacerlo, tío. Fui yo quien lo abandoné y la que se marchó con otro, dejándolo con un niño de meses. ¡Ojalá algún día fuera capaz de perdonarme a mí misma!

– Si quieres, puedo llamar a don Manuel y doña Blanca y pedirles que te dejen ver a Javier… -propuso don Armando.

– No hace falta que te humilles, tío. Sabes bien que no me permitirán acercarme a mi hijo. Confiaba en que Águeda…

– Te acompañaré, iremos a casa de tus suegros. Esperaremos hasta que saquen al niño y al menos lo verás de lejos -se ofreció Laura.

– Me parece una buena idea, quizá pueda verlo de lejos. Retrasaré el viaje un día más, espero que… bueno espero que Albert no se enfade por el retraso.

Doña Elena me ordenó que acompañara a las dos primas. No quería que Amelia y la señorita Laura fueran solas, temía lo que pudiera pasar. Nos presentamos de buena mañana cerca de la casa de los padres de Santiago, y no tuvimos que esperar mucho porque a eso de las once vimos salir a doña Blanca llevando de la mano a Javier. El niño había pegado un buen estirón y parecía contento con su abuela.

La señorita Laura iba agarrada del brazo de Amelia, pero no pudo evitar que se soltara y corriera hacia su hijo.

– ¡Javier! ¡Javier! ¡Hijo, soy mamá! -exclamó Amelia.

Doña Blanca se paró en seco y enrojeció, yo creo que de ira.

– ¡Pero cómo te atreves! -gritó a Amelia-. ¡Cómo te atreves a presentarte aquí! ¡Vete! ¡Vete!

Pero Amelia había cogido a Javier en brazos y le apretaba con fuerza cubriéndolo de besos.

– ¡Mi hijito! ¡Pero qué guapo estás! ¡Cómo has crecido! ¡Te quiero mucho, Javier; mamá te quiere mucho!

Asustado, Javier comenzó a llorar. Doña Blanca quería quitarle al niño pero Amelia no lo soltaba. La señorita Laura y yo no sabíamos qué hacer.

– ¡Por favor, doña Blanca, sea usted buena! -suplicó la señorita Laura-. Póngase en su lugar, es la madre del niño y tiene derecho a verle.

– ¡Menuda pécora! Si quisiera a su hijo no lo habría abandonado dejándolos a él y a su marido para irse con otro hombre. ¡Suéltale, pécora! -gritó al tiempo que tiraba del brazo de Javier.

– ¡Doña Blanca, usted es madre, deje que Amelia pueda besar a su hijo! -insistió la señorita Laura.

– Si no suelta al niño gritaré más fuerte, llamaré a un guardia y la denunciaré. ¿No se fue con un comunista? Todos vosotros erais comunistas y deberíais estar en la cárcel. Las rojas son todas unas putas… ¿Crees que no se sabe cómo salió tu padre del penal de Ocaña? Pero a ésta ya le da lo mismo uno que cien -gritó señalando a Amelia.

La señorita Laura se había puesto roja como un tomate e hizo algo totalmente insólito en ella. Agarró del brazo a doña Blanca y, retorciéndoselo, la separó de Amelia y de Javier. Luego la empujó contra la pared y, sujetándola, sin atender a los gritos de doña Blanca, le dio un pisotón.

– ¡Cállese, bruja! Usted sí que es una pécora. No vuelva a insultar a mi prima, no lo haga o… le juro que se arrepentirá. Mi padre vive gracias a Amelia, porque ustedes los nacionales son una panda de asquerosos… son escoria… usted y los suyos no nos llegan ni a la suela de los zapatos. En cuanto a putas, los nacionales han convertido en putas a muchas mujeres decentes, vaya usted por la Gran Vía y vea cuántas madres de familia están arriba y abajo vendiéndose para poder dar de comer a sus hijos. ¿Ésa es la prosperidad de Franco? Pero, claro, a usted no le falta de nada, sus amigos han ganado la guerra… y eso que estuvieron a punto de matar a su hijo, porque Santiago no era un fascista, no lo era, a Dios gracias.

Doña Blanca se zafó de la señorita Laura propinándole un buen empujón. Mientras, Amelia intentaba calmar a Javier, deshecho en lágrimas, asustado al ver cómo trataban a su abuela aquellas dos mujeres que para él eran dos desconocidas.

– Lo quiera usted o no, es mi hijo y no pueden engañarlo diciéndole que tiene otra madre. Yo seré la peor madre del mundo y no me merezco a Javier, pero es mi hijo y ustedes no me lo pueden arrebatar -dijo Amelia, enfrentándose a su suegra.

– Cuando Santiago se entere de lo que habéis hecho… Todas las rojas sois unas putas, ¡putas! ¡Dejadnos en paz, ya habéis hecho bastante daño!

Amelia dejó a Javier en el suelo y le dio un último beso.

– Hijo mío -dijo-, te quiero mucho, y digan lo que digan, no olvides nunca que yo soy tu madre.

Ya en brazos de doña Blanca, el niño empezó a calmarse. La mujer volvió a meterse en el portal de su casa con paso rápido.

Nosotras regresamos temiendo lo que a continuación pudiera pasar. Conociendo a Santiago, era seguro que no iba a quedarse de brazos cruzados cuando su madre le contara lo ocurrido.

Don Armando intentó tranquilizar a Amelia y a la señorita Laura, y les aseguró que no permitiría que Santiago hiciera nada. Pero doña Elena no las tenía todas consigo, así que pasamos el resto de la mañana y parte de la tarde esperando que sucediera algo. Y sucedió. Claro que sucedió. Eran las nueve y media y estábamos cenando cuando el timbre sonó con insistencia.

Doña Elena me mandó abrir y yo fui temblando porque estaba segura de que era Santiago.

Abrí la puerta y allí estaba él. Santiago tenía el rostro contraído por la ira y se notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo por contenerse. Le acompañaba su padre.

– Anuncie que estamos aquí -me dijo sin más preámbulo.

Entré en el comedor y, tartamudeando, anuncié a don Santiago. Don Armando nos dijo que no nos moviéramos de donde estábamos, que él hablaría con Santiago. Nos quedamos muy quietos, sin hablar, temiendo lo que pudiera pasar.

– Buena noches, Santiago, don Manuel… ¿En qué puedo servirles?

– Quiero que de una vez para siempre su sobrina se aleje de mi familia. No tiene ningún derecho a asustar a mi hijo. Y quiero que sepa que no toleraré que se trate a mi madre como hoy lo ha hecho su hija Laura. -Santiago a duras penas podía contener la ira.

– Si alguien vuelve a poner un dedo encima de mi esposa o de mi nieto, irá a la cárcel, le aseguro que moveré todo lo que tenga que mover para que así sea -apostilló don Manuel.

– No tengo duda de que podrían conseguirlo, pero nadie le ha puesto un dedo encima a doña Blanca. Por lo que Laura me ha contado, lo que hizo fue apartarla de Amelia para que ella pudiera coger en brazos a su hijo. No le han faltado el respeto a doña Blanca, pero ella sí lo ha hecho, no sólo con Amelia y Laura, sino que también nos ha insultado a toda la familia.

– Mi esposa es una señora y siempre actúa como tal, algo que no se puede decir de su sobrina -dijo don Manuel.

– ¡Por favor, papá, eso no es necesario…! -dijo Santiago, molesto con el comentario de su padre.

– Si vienen aquí a insultarnos, es mejor que se marchen. No consiento ni una palabra contra Amelia. Lo que pasó, pasado está. Y tú, Santiago, no tienes derecho a privarla de ver a su hijo, y a confundir a Javier diciéndole que su madre es Águeda, eso es una crueldad, algún día tendrás que decirle la verdad, ¿y crees que Javier te perdonará? ¿Que perdonará el que hayas negado a su madre el derecho de verlo?

– No vengo a discutir con usted mis decisiones, sino a informarle de que no consentiré otra escena como la de esta mañana. Mi hijo está creciendo, es feliz, tiene una familia, y no soy yo quien lo dejó sin madre.

– Don Armando -interrumpió don Manuel-, advertido queda de que moveré todos los hilos para dejarles en la ruina más absoluta. Usted perderá su empleo y también puedo hacer que se revise su sentencia para que vuelva a la cárcel. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe cómo consiguió salir, una manzana podrida hay en todas partes, y quien facilitó que usted saliera a cambio de los favores de Amelia es una manzana sin importancia.

– ¡Cómo se atreve a insultarla! Sí, estoy libre gracias a ella, gracias al dinero que tuvo que pagar a un corrupto que cambia vidas por dinero, ésa es la clase de gentuza que hay entre los nacionales. ¡Pero no se atreva a decir ni una sola palabra insultando a Amelia!

– Padre, ¡lo que ha dicho era innecesario! -recriminó Santiago a su padre.

– ¡Ah!, pero ¿es que no lo sabe? ¡No puedo creer que no sepa lo que sabe todo Madrid! Pregunte a su sobrina con qué pagó, además de con dinero, para sacarle a usted de Ocaña -insistió don Manuel.

En ese momento Amelia apareció en el umbral de la puerta del vestíbulo y se colocó entre don Armando y Santiago y su padre.

– Pueden insultarme cuanto quieran. No les niego ese derecho después de lo que hice, pero eres tú, Santiago, quien debe dejar a mi familia en paz. Ellos nada te han hecho. En cuanto a Javier… es mi hijo por más que te pese, y eso no lo puedes cambiar. No puedo dar marcha atrás, pero si pudiera te aseguro que no habría hecho lo que hice, que estoy arrepentida y que no me lo perdonaré el resto de mi vida, pero no puedo cambiar lo que hice.

– Amelia, por favor, vete dentro, déjame resolver esto a mí. No tienen ningún derecho a insultarte, no voy a tolerarles esas insinuaciones.

– No, tío, soy yo la que no puede permitir que te insulten ni te amenacen. Le hacía de otra manera, don Manuel, siempre le tuve por un caballero incapaz de una bajeza como la que acaba de perpetrar diciendo lo que ha dicho. No soy yo la indecente por salvar a mi tío del paredón de ejecución. A sus amigos los nacionales no les ha bastado con ganar la guerra, sino que se están vengando de quienes combatieron en ella en el bando republicano. Por cierto, ése era tu bando, Santiago, aunque nunca lo fue de tu padre. ¿Franco será más fuerte por fusilar a miles de hombres que combatieron en el otro lado? No, no lo será; le temerán y le odiarán, pero eso no lo hará más fuerte.

– Aléjate de mi hijo -dijo Santiago, mirándola con furia.

– No, no voy a alejarme de Javier; intentaré mil veces, las que sean necesarias, verlo, estar unos minutos con él, recordarle que soy su madre, decirle que pese a lo que hice le quiero con toda mi alma. Y continuaré rezando todos los días pidiendo perdón a Dios y pidiéndole también que algún día Javier me perdone.

– Mantengo todo lo que he dicho: no permitiré que ningún miembro de esta familia se acerque a la mía. Que quede claro; de lo contrario, habrá consecuencias -sentenció don Manuel.

Santiago se dio media vuelta y cogió a su padre por el brazo obligándolo a salir de la casa sin decir ni adiós.

Salimos todos al vestíbulo. Don Armando miraba fijamente a Amelia con lágrimas en los ojos.

– Pero ¿qué hiciste para sacarme de Ocaña? -preguntó temiendo la respuesta.

– Nada que me deshonre. Pagué el precio que me estipuló aquel canalla de Agapito que hizo de intermediario. Y no es el que paga un precio el que comete la falta, sino el que lo exige.

– Amelia, por Dios, ¡quiero saber qué hiciste! -insistió don Armando.

– ¡Por favor, tío! Hice lo que me exigía mi sentido del deber contigo a quien tanto quiero. Y no me arrepiento, haría cualquier cosa por salvar una vida. Nunca es demasiado grande el precio a pagar por una vida, y menos por una vida de alguien a quien quieres.

Don Armando estaba desolado. Doña Elena lo abrazó intentando transmitirle todo el amor que en ese momento precisaba.

– Amelia ha sido muy buena con nosotros, no la avergüences preguntándole -le pidió a su marido-. Siempre tendremos que agradecerle que continúes con vida.

– ¡Pero no a cualquier precio!

– ¡No digas eso! No sé lo que hizo Amelia salvo dar dinero a aquel sinvergüenza, pero te juro que yo misma hubiera hecho cualquier cosa que me hubieran exigido por salvarte.

Amelia rogó a la familia que se reuniera en el salón.

– Lo que ha sugerido Santiago… bien, es verdad, nadie lo sabía excepto Laura, o al menos eso es lo que yo creía, pero por lo que se ve el canalla que hizo de intermediario, el tal Agapito, ha ido contando que me entregué a él a cambio de que te conmutaran la pena de muerte. Hubiera querido que ni tú ni nadie de la familia os hubierais enterado, y te juro, tío, que yo ya lo he olvidado.

– ¡Dios mío, Amelia! ¡Dios mío! ¡Cómo habría sufrido tu padre de haber sabido una cosa así! Yo… yo no merezco vivir a costa de un sacrificio tan grande… nunca podré pagártelo…

– Por favor, tío, ¡no me digas estas cosas! No me debes nada, nada, no hay deudas entre las personas que se quieren. Y te repito que no me arrepiento de lo que hice, que ni un solo día me ha remordido la conciencia, y que si algo siento por ese Agapito, es un odio profundo y el deseo de que le peguen la sífilis y se muera. Pero yo no me siento sucia, de manera que no me reproches nada. Sé que tú habrías dado tu vida por haber salvado la mía y yo sólo le he concedido unos minutos de mi vida a un desalmado.

Aquella noche ninguno pudimos dormir. Escuché a Amelia hablar con Laura y Antonietta hasta la madrugada. Doña Elena se levantó a hacer una tila para don Armando, y Jesús y Pablo estuvieron murmurando en voz baja. Estábamos conmocionados.

Amelia se marchó al día siguiente y tardó un tiempo en volver».

Edurne se calló y cerró los ojos. Se notaba que sufría. Me daba pena que doña Laura la obligara a recordar. No sé por qué lo hice pero le cogí la mano y me incliné ante ella.

– Muchas gracias, no sabe cómo le agradezco su ayuda, sin usted no podría reconstruir la vida de mi bisabuela.

– ¿Y por qué ha de reconstruirla? Si usted no hubiera aparecido en esta casa, todo seguiría igual y nos moriríamos tranquilas sin mirar al pasado.

– Lo siento, Edurne, de veras que lo siento.

– ¿Tendré que volver a hablar con usted?

– Procuraré no molestarla más, se lo prometo.

Quise despedirme de las dos ancianas, pero el ama de llaves me dijo que las señoras habían salido. No la creí, pero acepté la excusa. No sólo me estaban pagando un sueldo, sino que sin su ayuda jamás habría podido dar un paso en dirección a Amelia. Tenían derecho a pasar de mí.

Salí de la casa con una sensación extraña, como de desazón. No sabía muy bien por qué, supongo que el relato de Edurne me había afectado. Me caía mal el tal don Manuel; me fastidiaba tener que reconocer que, aunque lejano, tenía yo algún parentesco con él puesto que si era abuelo de mi abuelo, a pesar de todo éramos familia.

Me fui a mi apartamento con la intención de escribir sobre lo que había averiguado en las últimas semanas. Era tanto el material acumulado que decidí transcribir las cintas y ordenar mis notas antes de que me perdiera en ellas.

Trabajé el resto del día, y buena parte de la noche. Quería irme cuanto antes a Roma para hablar con Francesca Venezziani.

Antes de irme llamé a Pepe para ver cómo iban las cosas por el periódico digital. Me habían despedido, pero lo mismo se compadecían y me readmitían.

– ¡Que no, Guillermo, que no! Que el jefe no quiere saber nada de ti. Dice que eres un informal y tiene razón. Yo estoy harto de defenderte, así que búscate la vida, tío.

No quería preocuparme, pero mi madre tenía razón: cuando terminara mi investigación sobre Amelia y una vez escrita la historia, a lo peor no volvía a encontrar trabajo. Me dije que ya no había vuelta atrás y decidí hacer mía la frase de Julio César en los comentarios a la Guerra de las Galias: «Cuando lleguemos a ese río ya hablaremos de ese puente». De manera que ya me preocuparía más adelante de mí mismo y de mi futuro.

10

Me alojé en el hotel d'Inghilterra, justo al lado de la piazza di Spagna y a un paso de la casa de Francesca.

Estaba seguro de que me invitaría a cenar y así fue, de manera que compré una botella de chianti y acudí puntual.

Ciao, caro, come vai! -dijo a modo de saludo.

– Yo diría que por ahora bastante bien -respondí con una sonrisa.

Le reproché que no me hubiera contado que Carla Alessandrini había hecho incursiones en la política.

– Ya te advertí que Carla era una mujer singular -me respondió a modo de excusa.

– Singular me parece poco. Ayudó a escapar de Berlín a una chica judía cruzando con ella media Europa, y al parecer tuvo contactos con los partisanos, de manera que la gran diva hacía algo más que gorgoritos.

– Sí, sí, todo eso es verdad. Carla fue una mujer extraordinaria.

– Ya, pero no me dijiste nada de su participación en la política.

– No me lo preguntaste.

– Bueno, pues para dejar las cosas claras: quiero saberlo todo, absolutamente todo sobre Carla Alessandrini, me da igual que se trate de política o de jardinería, todo es todo.

– No sé si podré contarte todo al mismo tiempo.

– ¿Ah, no? ¿Y por qué? -pregunté, enfadado.

– Porque el profesor Soler me dijo que tenías que investigar paso a paso, que debías encontrar un hilo conductor y seguirlo, y enterarte de todo por su orden. Yo no sé cuál es el orden de tu investigación, pero no dudes que en cada ocasión que aparezca Carla podrás recurrir a mí.

– ¡Ésta sí que es buena! Estoy un poco harto de que me muevan como a una marioneta.

Francesca se encogió de hombros, dejando claro que el asunto no iba con ella.

– ¿Qué quieres saber?

– Quiero saber qué hacía la gran Carla en septiembre de 1940 cuando mi bisabuela se presentó a verla en Roma, y quiero que me digas si lo que sabes de esa época se lo has contado a alguien, porque en el libro sobre la Alessandrini no dices ni una palabra.

– ¿Y por qué tendría que haber relatado hechos que nada tenían que ver con su arte?

– Eres su biógrafa.

– Soy algo más, soy la guardiana de su memoria. Bueno, te confesaré un secreto: estoy escribiendo un nuevo libro sobre Carla, pero me llevará tiempo, no sé mucho de lo que hizo durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Empezamos?


«Amelia llegó a Milán el 5 de septiembre de 1940. Vittorio Leonardi, el marido de Carla, fue a buscarla a la estación.

– ¡Qué alegría tenerte aquí! Carla está deseando verte, tienes que contarnos qué ha sido de Rajel…

En la puerta de la estación los esperaba el chófer con un Fiat último modelo.

Carla estaba contenta de tener a Amelia con ella. Desde que había recibido el telegrama anunciando su llegada se había dedicado a redecorar una de las habitaciones de su mansión pensando en los gustos de Amelia.

Mientras la doncella deshacía el equipaje, las dos mujeres no pararon de hablar.

Amelia le explicó que sus relaciones con Albert no atravesaban un buen momento y Carla le aconsejó que si no le quería, le dejara.

– Es un buen hombre, no merece sufrir, ni siquiera por ti, cara. Se parece a Vittorio, sólo que mi marido es feliz así, pero Albert aspira a tener todo tu amor, y si no se lo puedes dar, por lo menos dale la oportunidad de que lo encuentre con otra.

– Tienes razón, pero aunque no lo creas, yo le quiero, a mi manera, pero le quiero.

– Ya te lo dije en Berlín: no es que le quieras, le necesitas, es un refugio seguro. Pero tú no necesitas refugiarte en ningún hombre para sentirte segura, nos tienes a Vittorio y a mí, sabes que te queremos como a una hija. Y ahora dime, ¿cómo es que te has decidido a venir?


Carla era demasiado inteligente para creer que Amelia estaba allí sólo para verla. La diva era una mujer apasionada y franca y no soportaba las medias tintas. Amelia se sinceró con ella.

– Después de que ayudáramos a Rajel a huir de Berlín, el tío de Albert, que trabaja en el Almirantazgo, me propuso hacer algunos trabajos para él. Acepté. Regresé a Berlín y a través de Max pude saber que hay grupos de oposición a Hitler desperdigados por toda Alemania; algunos son grupos cristianos, otros son socialistas, anarquistas, pero no están organizados entre sí, cada uno funciona a su manera, lo que les resta fuerza. Pero saber que hay opositores a Hitler, aunque sean pocos, es un alivio, y para los británicos constituye una información fundamental.

– Churchill es un hombre extraordinario. Hablé con él en una ocasión: despotricaba de la política de apaciguamiento. Derrotará a Hitler, no me cabe la menor duda. Si él dirige la guerra, ganará.

– En esa guerra se juega el futuro de toda Europa. Yo espero que si derrotan a Hitler, las potencias europeas nos salven de Franco.

– Pobrecilla, ¡qué ingenua! Vamos, Amelia, Franco no les molesta, lo prefieren al Gobierno del Frente Popular. No quieren a los rusos dentro de casa, no permitirán que España sea una base de la Unión Soviética.

– Yo tampoco lo querría, pero sí una democracia como la inglesa.

– ¡Ojalá! Entiendo que soportar el régimen de Franco debe de ser como para nosotros soportar al Duce.

– Los ingleses dicen que tienes contactos con los partisanos…

– ¿Eso dicen? Puede ser, ¿y qué?

– Pues que creen que eres antifascista y que ayudarás a quien luche contra el fascismo en Italia y contra Hitler en Europa.

– No es tan sencillo. Amo a mi país, no viviría en otro lugar del mundo, aquí está mi casa y cuando viajo ya estoy pensando en el regreso. Nunca traicionaría a Italia, pero el Duce… ¡No le soporto! Es un fatuo que sabe cómo enardecer a las masas. Me da vergüenza que nos represente, nos ha metido en la guerra de manera vergonzosa. Así que ayudaré a mi país a librarse de él, y… sé que no te va a gustar, pero tengo simpatías por los comunistas, aunque eso signifique tirar piedras contra mi propio tejado; si ellos gobernaran, ¡qué sería de mí! Pero eso no es lo importante ahora, sino acabar con el Duce y sacar a Italia de esta guerra.

– ¿Puedo saber cómo has llegado a tener contacto con los partisanos?

– La gente me conoce, confía en mí. Ellos se han puesto en contacto conmigo para pedirme algunos favores… nada importante, por el momento. En fin, te diré que mi viejo profesor de canto es comunista. Le debo mucho: en realidad, todo lo que soy. Ya te lo presentaré. Se llama Mateo, Mateo Marchetti, y es una leyenda entre los cantantes de ópera. Hace poco me pidió que escondiera a un importante partisano, era el contacto con gente de fuera y la policía le tenía acorralado. Le escondí en mi casa y logré llevarle a Suiza. Hice algo parecido a lo tuyo con Rajel. ¿Y a ti qué es lo que te ha pedido el tío de Albert?

– Quiere saber qué piensa hacer el Duce, hasta dónde va a implicarse en esta guerra. Me ha pedido que venga; sabe que tú te mueves en las altas esferas, y quiere que yo pegue el oído. Puede que me entere de algo relevante.

– Así que te has convertido en una pequeña espía -dijo Carla, riéndose.

– ¡No lo digas así! No, no me siento una espía, hasta ahora lo único que he hecho es escuchar y fijarme en lo que sucede a mi alrededor. Ni siquiera sé si lo que hago tiene importancia.

– Bien, organizaré una cena e invitaré a alguno de esos gerifaltes que tanto aborrezco. Espero que alguno te diga algo que merezca la pena, porque te aseguro que me repugna pensar en tenerles en mi casa.


Carla organizó una fiesta a la que asistieron muchos de sus amigos y un buen número de sus enemigos. Ninguno era capaz de resistirse a la llamada de Carla Alessandrini, sobre todo cuando, como en esa ocasión, se trataba de una fiesta en su propia casa.

En Milán la diva vivía en un palazzo de tres plantas lujosamente decorado. Aquella noche la casa estaba iluminada sólo con velas y Carla había dispuesto que la única bebida fuera champán.

Vittorio Leonardi no terminaba de comprender el porqué de tanto dispendio por parte de su esposa, pero no protestó cuando Carla, imperiosa, le dijo que ella no podía dar una fiesta si no era por todo lo alto.

Vestida con un traje rojo de seda y encaje, la diva recibió a sus invitados en la puerta dél palazzo, junto a Vitorio y Amelia.

– Debes estar a mi lado, porque así será más fácil presentarte a todos los invitados.

Entre las más de doscientas personas invitadas, Carla señaló a Amelia a una pareja a la que recibió sin ningún entusiasmo.

– Son amigos de Galeazzo Ciano, el yerno del Duce. Si les caes bien, te abrirán las puertas del entorno más íntimo de Mussolini.


Amelia desplegó todo su encanto para que Guido Gallotti y su esposa Cecilia se fijaran en ella.

Guido era diplomático y uno de los consejeros de Ciano, el ministro de Exteriores. Ya había cumplido los cuarenta; su esposa, en cambio, debía de tener la edad de Amelia.

Cecilia era hija de un comerciante textil adinerado, con buenos contactos, ferviente seguidor del Duce, a cuya sombra empezaba a hacer buenos negocios, entre ellos casar a su hija con aquel diplomático tan cercano a la familia del propio Mussolini; un matrimonio que había convenido a ambos contrayentes. Guido Gallotti aportaba estatus social a Cecilia y a su familia, y ésta, una cuenta corriente saneada que les permitía todos los caprichos.

– Conozco España, estuve antes de la guerra civil. Tienen suerte de contar con Franco. Es un gran estadista, como nuestro Duce -le dijo Guido Gallotti.

Amelia dio un respingo. No soportaba escuchar a nadie mostrar admiración por Franco, pero Carla la pellizcó en el brazo y Amelia dibujó una sonrisa.

– Estoy deseando que Guido me lleve a España, me lo ha prometido. Mi marido se enamoró de su país -añadió Cecilia.

– Me alegro de que le gustara, y desde luego debería llevar a su esposa, estoy segura de que también le gustaría -respondió Amelia.

Carla marchó para atender a otros invitados, y Amelia se dedicó a entretener a la pareja contándoles cómo estaba Madrid después de la guerra, procurando obviar cualquier referencia política. Vittorio se acercó a ellos.

– Esta niña nos es muy querida -dijo Vittorio, guiñando un ojo a Amelia.

Cecilia parecía impresionada por la amistad de Amelia con la Alessandrini. No eran muchas las personas que podían presumir de formar parte del círculo íntimo de la diva. Carla tenía una legión de admiradores repartidos por todo el mundo, pero era muy exigente a la hora de seleccionar a sus amigos. Además, no era ningún secreto la opinión que tenía del régimen de Mussolini, y que no se privaba de criticar al propio Duce. Por eso el matrimonio Gallotti se había visto sorprendido, no sólo por la invitación de Carla, sino también porque aquella noche la diva había invitado a algunas personas cuyo compromiso con el fascismo era absoluto.

– Tiene que visitarnos en Roma. Será bienvenida a nuestra casa. ¿Se quedará mucho tiempo en Milán? -preguntó Cecilia.

– Aún no lo sé, desde luego no me iré antes del estreno de Tristán e Isolda. Por nada del mundo me perdería escuchar a Carla en el papel de Isolda en la Scala.

– ¡Estupendo! Yo soy de Milán, mi padre tiene una fábrica cerca de la ciudad. De manera que venimos a menudo a ver a mis padres. Además, tenemos previsto asistir a la ópera, tampoco queremos perdernos ver a la gran Carla. ¿Verdad, querido?


Guido ocultó con una sonrisa la sorpresa que le produjo la afirmación de su esposa. A Cecilia no le gustaba la ópera, en realidad no entendía nada del bel canto, pero ansiaba codearse con gente como Carla.

– Será un placer volver a verla, y naturalmente esperamos que sea nuestra huésped en Roma.


Más tarde Amelia les contó a Carla y a Vittorio que había logrado que el matrimonio Gallotti la invitara a la capital.

– ¿No habrás aceptado?

– Bueno, no me he comprometido a nada.

– Ni debes hacerlo todavía. Deja que insistan. Ellos saben que el Duce no es santo de mi devoción, y aunque Cecilia es medio tonta, Guido es astuto como un zorro.

– ¿Tan mala opinión tienes de Cecilia?

– Es una arribista. Bueno, en realidad los dos lo son, pero se complementan: Guido aporta contactos sociales, y ella el dinero. Están hechos el uno para el otro.

– ¿No crees que estén enamorados?

– Sí, claro que sí. Guido ama apasionadamente el dinero de Cecilia, quien permite que se lo gaste sin freno con el grupo de amigos que rodean a Galeazzo Ciano, y ella ama el estatus de Guido. De Cecilia no tienes nada que temer, pero de él sí. No lo olvides.

– Además, es un mujeriego empedernido -intervino Vittorio- y no me ha gustado nada cómo te miraba. Ni Carla ni yo queremos que te conviertas en un trofeo de caza para el matrimonio.

– ¡Un trofeo de caza! Qué exagerado eres, Vittorio, yo no soy nadie -dijo Amelia riendo.

– Eres amiga de Carla, de manera que Cecilia puede presumir de tener como amiga a alguien muy cercano a la gran diva. En cuanto a él, estoy seguro de que no le importaría añadirte a la lista de mujeres hermosas a las que ha cortejado.

– Tendré mucho cuidado, os lo prometo.


El estreno de Tristán e Isolda estaba previsto para mediados de octubre. Carla asistía todos los días a los ensayos, además de pasar dos o tres horas cantando en su casa bajo la dirección de su maestro Mateo Marchetti.

Por su parte, Amelia, aconsejada por Carla y Vittorio, aceptó varias invitaciones de algunos de los amigos de la pareja. En especial, se interesó por el viejo Marchetti, puesto que parecía ser algo más que un simple militante comunista.

Al principio el hombre se mostraba distante y desconfiado, pero Carla le insistía en que Amelia era de fiar, y, poco a poco fue cediendo en su resistencia.

En ocasiones se quedaba a cenar cuando terminaba sus clases con la diva. Hablaban sobre todo de política, y rara era la ocasión en la que Marchetti no le pedía a Carla algún favor para alguno de sus camaradas.

Amelia solía guardar silencio puesto que sólo chapurreaba el italiano y se sentía insegura a la hora de mantener una conversación con cierto calado; sin embargo, Carla y Vittorio insistían en que participara sin pudor de las charlas.

Una noche, mientras cenaban, Carla sorprendió a su viejo maestro hablando con Amelia sobre los días que había pasado en Moscú.

El profesor se mostró muy interesado en conocer la opinión de la joven sobre los logros de la revolución, y a duras penas pudo contenerse cuando escuchó a Amelia describir la vida en la Rusia de Stalin.

– Usted no entiende nada -le dijo Marchetti-, es muy joven y seguramente no se ha dado cuenta de lo que la revolución ha significado. El mundo no volverá a ser el mismo. ¿Que hay problemas? ¡Cómo no habría de haberlos! ¿Que las cosas aún no funcionan como quiere Stalin? No me extraña, en Rusia aún quedan muchos contrarrevolucionarios que no están dispuestos a perder sus privilegios. Usted acusa a Stalin de perseguir a todos aquellos que no están con la revolución. ¡Naturalmente! ¿Qué otra cosa debería hacer? La Unión Soviética se ha convertido en el faro al que todos dirigimos nuestras miradas, sabiendo que está alumbrando un mundo nuevo, un hombre nuevo. Los contrarrevolucionarios deben ser liquidados porque representan un peligro para el mundo que queremos crear.


Amelia refutaba su arenga contando pequeñas historias cotidianas durante su estancia en Moscú; sin embargo, el profesor Marchetti se mostraba inflexible en sus opiniones y la acusaba de carecer de la pasión de una verdadera revolucionaria.

– ¿Revolución no es democracia? -le preguntó Amelia.

– ¡Pero qué tiene que ver la revolución con la democracia burguesa! ¡Pues claro que no! Stalin sabe lo que hace, tiene que dirigir casi un continente, convencer a millones de personas que ante todo son comunistas, que no importa dónde hayan nacido, que todos son iguales, que no hay más principios que los que marca el partido.

– Sabe, he conocido a muchos comunistas y lo que me asombra es que han convertido el comunismo en un dogma y al partido en su Iglesia -replicó Amelia.

A pesar de las continuas disputas, ambos terminaron por congeniar y a instancias de Carla, Marchetti comenzó a hablar con confianza delante de Amelia, de manera que ésta empezó a conocer cómo se organizaba en la clandestinidad el Partido Comunista, cómo eran sus relaciones con los socialistas y otros grupos opositores al Duce, y sobre todo, cómo en ocasiones, desde Moscú se enviaban instrucciones que eran recogidas en Suiza.

La firma del Pacto Tripartito rubricado el 27 de septiembre por Alemania, Japón e Italia, supuso un paso más en el camino hacia la guerra total.


Los ensayos habían transcurrido sin contratiempos hasta que el 2 de octubre Carla amaneció con fiebre y tuvieron que suspenderse las clases con el profesor Marchetti.

Carla estaba enfurecida consigo misma por ser víctima de lo que en principio parecía una vulgar gripe que cursaba con afonía. El médico le ordenó guardar reposo para acelerar su recuperación, pero la diva era una enferma rebelde que, a pesar de las protestas de Vittorio para que se abrigara, se pasaba la mayor parte del día yendo de un lado para otro de la casa, envuelta en ligeras batas de seda. El día 8 de octubre Carla estaba sin voz. Una fuerte afonía se había adueñado de su garganta, lo que suponía una seria amenaza para el estreno de Tristán e Isolda previsto para el día 20.

Marchetti aconsejó a Vittorio que llamaran a un viejo otorrino ya retirado, el doctor Biancho. El único problema es que éste vivía en Roma.

Vittorio se puso en contacto con él y le insistió en que viajara a Milán para atender a Carla, pero la esposa del médico se mostró inflexible:

– Mi marido está retirado, tiene artrosis y no voy a permitir que se ponga a viajar por nadie. Lo máximo que puede hacer es recibir a la señora Alessandrini aquí, en nuestra casa.


Fue tanta la insistencia de Marchetti sobre las habilidades del doctor Bianchi, que al final convenció a Carla para que viajara a Roma.

La diva apenas podía hablar y seguía con fiebre, pero finalmente aceptó ir a Roma temiendo que, de lo contrario, hubiera que retrasar el estreno de Tristán e Isolda.

La mañana del 10 de octubre salieron en coche en dirección a Roma. Amelia acompañaba a Carla en el asiento de atrás, mientras que Vittorio conducía y el profesor Marchetti iba a su lado.

El viaje resultó agotador para la enferma, y cuando llegaron a Roma le había subido la fiebre.

A Amelia le sorprendió el maravilloso ático que Carla tenía junto a la piazza di Spagna. El piso era espacioso y disponía de las mejores vistas de la ciudad.

Dos doncellas se ocupaban de que la casa estuviera en orden durante todo el año, y cuando llegaron todo estaba dispuesto para acogerles.

Amelia y Marchetti fueron acomodados en sus respectivas habitaciones de invitados. El profesor no perdió el tiempo en deshacer el equipaje, sino que telefoneó al doctor Bianchi conminándole a visitar de inmediato a la enferma.

– ¡Pero si son las nueve de la noche! -protestó al otro lado de la línea la esposa de Bianchi.

– ¡Como si son las cuatro de la mañana! Carla Alessandrini ha viajado para ser atendida por su esposo y el viaje ha agravado su estado. Tiene fiebre muy alta, suya será la responsabilidad si algo le sucede.

Una hora más tarde, el doctor Bianchi examinaba a la enferma.

– Tiene una gran infección en las cuerdas vocales. Necesita medicinas y reposo absoluto, no debe ni hablar.

– Pero ¿podrá cantar el día veinte? -preguntó Marchetti, temeroso de la respuesta.

– No lo creo, está muy mal.

– ¡Hemos venido para que la cure! -protestó el maestro de canto.

– Y eso pretendo, pero no hago milagros -respondió el doctor Bianchi.

– ¡Claro que los hace! Recuerdo que en 1920 usted logró curar en sólo tres días una terrible afonía que sufría Fabia Girolami.

– La señora Alessandrini no tiene una simple gripe acompañada de afonía, sino una gran infección en la garganta, en la faringe, en las cuerdas vocales, y eso requiere un tiempo de curación. Les haré una receta con los medicamentos que debe tomar, pero me preocupa la fiebre; si en un par de horas no le ha bajado, habría que trasladarla a un hospital. Ha sido una temeridad traerla desde Milán.

– ¡Pero si ha sido por su culpa! -gritó Marchetti-. Si usted hubiera venido a Milán, ella no habría empeorado.

El doctor Bianchi aceptó quedarse un par de horas cerca de la enferma, pero se mantuvo inflexible: si no remitía la fiebre, habría que hospitalizarla.

A las doce de la noche Carla pareció caer en un delirio. La fiebre había aumentado y Vittorio no dudó en trasladarla al hospital, adonde llegaron acompañados del doctor Bianchi.

Éste expuso su juicio clínico a sus colegas del hospital, y sabiendo que estaba en buenas manos, se despidió prometiendo visitarla al día siguiente.

Ni Vittorio ni Amelia ni Marchetti se movieron de la habitación de Carla, que parecía debatirse entre la vida y la muerte. Hasta bien entrada la mañana del día siguiente los médicos no lograron bajarle la fiebre.

El doctor Bianchi cumplió con su compromiso de visitar a Carla todos los días.

Para Vittorio era evidente que Carla tardaría algún tiempo en estar en condiciones de cantar, de manera que canceló los compromisos adquiridos para los dos meses siguientes.

– Y ya veremos lo que pasa -dijo apenado.


El profesor Marchetti no quiso regresar a Milán. Se sentía responsable de Carla, era su padre musical, y le pidió a Vittorio que le permitiera permanecer en Roma. Amelia por supuesto no dudó ni un segundo en decidir que su lugar estaba al lado de su amiga, y no se movería del hospital.

La noticia sobre el estado de Carla se publicó en todos los periódicos. La diva no podía inaugurar la temporada de ópera de la Scala y además había cancelado otros muchos compromisos, de manera que la prensa estuvo muy pendiente de su enfermedad. Todos los días Vittorio informaba a los periodistas de la evolución de Carla, mientras que cientos de ramos de flores enviados por amigos y admiradores se amontonaban por todo el hospital.

El 18 de octubre Cecila Gallotti se presentó en el hospital insistiendo en ver a Amelia. Por entonces Carla seguía ingresada, pero fuera de peligro. Cuando una enfermera asustada entró para decir que la señora Gallotti amenazaba con no irse del hospital hasta ver a la señorita Garayoa, Carla primero se enfadó, pero luego pareció recapacitar.

– Niña, ves a verla, o esa mujer es capaz de instalarse en el pasillo -dijo con apenas un hilo de voz.

– ¡Por Dios, no hables! -le suplicó Amelia-. Te han dicho que no intentes hablar. ¡Pero si apenas tienes voz! Además, yo no quiero ver ni a Cecilia ni a nadie; ahora lo único importante es que te pongas bien.


Carla insistió. Sufría cada vez que enunciaba una palabra, pero logró convencer a Amelia.

– Si me obligas a insistir me pondré peor.

Amelia bajó malhumorada al vestíbulo del hospital donde aguardaba Cecilia.

– ¡Querida Amelia! ¡Me alegra volver a verla! Supongo que Carla habrá recibido las flores que le enviamos. Guido y yo estamos muy apenados por lo sucedido ¡Nos hacía tanta ilusión verla en el papel de Isolda! Pero se recuperará, seguro que se recuperará. Y usted, querida, ¿ha podido ver algo de Roma? He venido para invitarla a una cena en mi casa. Vendrá un grupo de amigos, personas de mucha confianza, y me gustaría tanto tenerla con nosotros…

Cecilia hablaba sin parar y parecía entusiasmada de poder contar con Amelia como invitada.

– Nos encantaría poder contar también con Carla y su esposo, pero estando como está la pobre, ni me lo planteo. ¿Tiene para mucho? Esperemos que no y pronto pueda recuperarse. Pero ¿usted vendrá? Por favor, Amelia, ¡dígame que vendrá!

En aquel momento llegó Vittorio, que venía de hablar con los médicos, y se acercó a saludar a las dos mujeres.

– ¿Con quién está Carla? -preguntó preocupado.

– El profesor Marchetti se ha quedado en la habitación -respondió Amelia-. Pero ahora mismo subo con ella.

– Querido Vittorio -interrumpió Cecilia-, he venido para interesarme por su esposa, ya sabe cuánto la apreciamos. Sentimos tanto que no sea ella quien inaugure la temporada… Pero Amelia me dice que está mucho mejor y eso es una gran noticia. Precisamente he venido para invitar a Amelia a asistir a una cena en mi casa mañana. Una cena selecta, con amigos muy escogidos. ¿Cree que podrán prescindir de Amelia durante unas horas? Enviaré un coche a recogerla. ¿Le parece bien?

Amelia intentó protestar, sin éxito, y Vittorio, cansado de la cháchara de Cecilia, deseoso de que se marchara cuanto antes, se la quitó de encima asintiendo a todo lo que decía.

– Bien, bien… que Amelia vaya a su casa… le servirá de distracción… por mino hay inconveniente.

Carla opinó lo mismo cuando le contaron el motivo de la visita de Cecilia.

– Tienes que ir -le dijo en un tono de voz que apenas era un susurro-, no olvides para lo que estás aquí.

– No tengo nada que hacer más importante que estar a tu lado -respondió con sinceridad Amelia.

– Lo sé, lo sé, pero debes ir.


A la hora prevista, el coche de los Gallotti pasó a recoger a Amelia para llevarla a la mansión que poseían en la via Appia Antiqua, una lujosa residencia protegida por un muro de las miradas indiscretas.

Los Gallotti habían reunido a quince personas alrededor de su mesa. Amelia se fijó en que era el mayordomo quien parecía ocuparse de todos los detalles y que Cecilia actuaba despreocupada, dejándole hacer.

Según le fueron presentando al resto de los invitados, fue dándose cuenta de que allí estaba reunida la flor y nata de la diplomacia del Duce.

Cecilia presentaba a Amelia como si de un trofeo se tratase.

– Permítame que le presente a la señorita Garayoa, es íntima de Carla Alessandrini, se aloja en su casa, ¿verdad, querida? Afortunadamente Amelia nos trae buenas noticias del estado de salud de Carla.

Amelia apretaba los dientes, molesta por la utilización que Cecilia hacía de Carla, y a duras penas contuvo el deseo de marcharse y dejar plantada a su anfitriona.

En los primeros momentos la conversación se centró en asuntos triviales, y no sería hasta bien mediada la cena cuando Guido, a preguntas de uno de sus amigos, hizo una revelación que puso en alerta a Amelia.

– El Duce le ha dicho a su yerno, nuestro querido Galeazzo, que está pensando en dar una buena lección a Grecia. Pero caballeros, les pido discreción. Nuestro Duce pretende sorprender a Hitler.

– ¡Pero eso enfurecerá al Führer! -respondió un hombre de cabello canoso y bastante entrado en años.

– Sin duda, conde Filiberto, sin duda, pero el Duce sabe lo que hace. Quiere dejar claro al Führer que nosotros somos sus aliados, pero que también tenemos nuestros propios intereses.

– ¿Y qué opina Galeazzo? -preguntó la mujer que estaba sentada junto al conde Filiberto.

– ¡Pues qué cree usted! Naturalmente, apoya la decisión del Duce. Galeazzo está seguro de que Grecia no va a encontrar grandes apoyos. Desde luego, no puede contar ni con Turquía ni con Yugoslavia; en cuanto a los búlgaros, su rey apoya al Eje -respondió Guido Gallotti.

– Pero ¿y los ingleses? ¿Cree que los ingleses permanecerán de brazos cruzados? -preguntó otro de los comensales, un diplomático de mediana edad que respondía al nombre de Enrico.

– Cuando se enteren será demasiado tarde; además, bastante tienen con defender Londres de los ataques de la Luftwaffe -respondió Guido.

– Pero aún es una potencia naval… -murmuró el conde Filiberto.

– Pero Grecia está muy lejos de sus costas. No, no debéis temer nada, amigos míos, el Duce sabe lo que hace -Guido se mostraba eufórico y tajante.

Amelia no se atrevía a decir palabra. Entendía más italiano del que sus anfitriones y los invitados a la cena creían, pero ella procuraba que pensaran que apenas les entendía porque eso les hacía hablar con más tranquilidad.

– ¿Y qué opinan de esta aventura los jefes del Ejército? -preguntó otra de las invitadas, una mujer madura, con los brazos llenos de pulseras y las manos cargadas de sortijas.

– Romana, ¡tú siempre tan perspicaz! -comentó Enrico.

– No dudo de la clarividencia del Duce -respondió Romana con un deje de ironía en la voz, pero es el Ejército quien debe decir si estamos o no en condiciones de enfrentarnos a los griegos; las batallas son para ganarlas, si no, mejor quedarse en casa.

– ¡Vamos, vamos! Les contaré cómo están las cosas, pero insisto en que mantengan la confidencialidad. Tenemos agentes en Grecia que han comprado voluntades; sí, queridos amigos, un dinero que ha llegado a las manos adecuadas, y eso ayudará a que se produzca una reacción en favor de Italia -añadió Guido con una mueca de complicidad.

– El dinero puede comprar algunas voluntades pero no todas. Conozco bien a los griegos, ya sabéis que durante años hemos veraneado en Grecia, y dudo mucho que vayan a recibirnos con vítores y aplausos. Lo harán los que hayan recibido sobornos, pero no el resto. Los griegos son muy patriotas -replicó la mujer.

– Confidencia por confidencia, yo también puedo contaros algo -quien así habló fue un hombre que hasta ese momento había permanecido prudentemente callado y que respondía al nombre de Lorenzo.

– ¡Ah! ¿Y qué es eso que sabes que ni siquiera a mí me lo has contado? -preguntó una mujer de aspecto imponente moviendo su negra melena y clavando los ojos color carbón en el hombre que acababa de hablar, y que resultó ser su esposo.

– No sabía que… en fin, pensaba que la decisión del Duce era alto secreto -afirmó el tal Lorenzo a su esposa.

– Bueno, pues cuéntanos… -le instó su esposa.

– Por lo que sé, en el Estado Mayor del Ejército hay alguna reticencia a la operación -dijo Lorenzo.

– ¿Por qué? -se interesó Romana.

– Entre otras razones, porque los informes de nuestro embajador en Atenas no son tan optimistas como los de nuestro querido Galeazzo, y creen que será necesaria una fuerza de ataque muy importante -respondió Lorenzo.

– ¿Y para cuándo está prevista la operación? -quiso saber Enrico.

– Es cuestión de días -reveló Guido.

– Lo que no termino de entender es por qué el Duce no se lo dice a Hitler -insistió el conde Filiberto.

– Está harto; sí, está harto de que el Führer haga una política de hechos consumados. Somos sus aliados, pero jamás cuenta con nosotros a la hora de actuar, nos enteramos cuando él quiere. El Duce va a darle de su misma medicina. Además, Hitler no tendrá más remedio que apoyarnos. Pero tranquilícese, conde; por lo que sé, el Duce va a escribir a Hitler anunciándole el ataque, aunque cuando la carta llegue a Berlín ya estaremos en Grecia.

– ¡Que Dios nos coja confesados! -murmuró Romana.

Amelia llegó a la casa de Carla en la cercana piazza di Spagna después de medianoche. Temblorosa, no sabía qué hacer. Era consciente de la importancia de aquella información. Pero ¿cómo iba a dejar a Carla en esas circunstancias?

A primera hora se presentó en el hospital para ver a Carla. Vittorio se frotó los ojos enrojecidos cuando la vio.

– Qué bien que has venido tan temprano; si me relevas, iré a casa a dormir un poco y a cambiarme de ropa -le dijo a modo de saludo.

Cuando Vittorio se marchó, Amelia se acercó a la cama de Carla.

– Lo siento, pero debo ir a Madrid de inmediato.

Carla entreabrió los ojos y los clavó en Amelia. Le tendió la mano y Amelia la cogió entre las suyas y la apretó.

– ¿Volverás? -preguntó la enferma con un hilo de voz.

– Sí, al menos es lo que pretendo.

– ¿Qué ha pasado?

– Anoche escuché en casa de Guido y Cecilia que el Duce es partidario de llevar a cabo una operación contra Grecia.

– Ese hombre es un loco… -musitó Carla.

– ¿Me perdonas?

– ¿Qué he de perdonarte? Cuanto antes te vayas, antes podrás regresar -la animó Carla, esforzándose por sonreír.

Amelia tuvo suerte, porque dos días después volaba un avión a Madrid. Cuando llegó, se dirigió de inmediato a la dirección que le había dado el comandante Murray, una casa situada cerca del paseo de la Castellana, la misma a la que enviaba sus cartas.

Amelia se preguntó quién viviría realmente en aquella casa. Para su sorpresa, le abrió la puerta una mujer entrada en años con un ligero acento que no supo identificar.

– ¿La señora Rodríguez? -preguntó Amelia a aquella mujer que la observaba en silencio.

– Soy yo, ¿y usted quién es?

– Amelia Garayoa.

– Pase, pase, no se quede en la puerta.

La mujer la invitó a entrar y le pidió que la siguiera hasta un amplio salón desde cuyos ventanales se divisaba la calle. La estancia estaba sobriamente decorada: un sofá, un par de sillones orejeros, una chimenea y mesitas bajas en las que sobresalían marcos de plata con fotografías.

– ¿Tomará usted el té? -preguntó la señora Rodríguez.

– No quiero causarle molestias.

– No se preocupe, lo prepararé en un momento.

La mujer desapareció y regresó al cabo de unos minutos con una bandeja con el té y un plato de plum cake.

– Pruébelo, lo hago yo misma.

– Creo que usted puede ponerme en contacto con un amigo… el señor Finley -dijo Amelia, bajando la voz.

– Desde luego, ¿cuándo quiere verle?

– Si pudiera ser hoy mismo…

– ¿Tan urgente es?

– Sí.

– Bien, entonces haré cuanto pueda. Si lo desea puede esperarme aquí.

– ¿Aquí? Había pensado en ir a mi casa…

– Si es tan urgente, seguramente el señor Finley vendrá a verla de inmediato, y no es conveniente ir de un lado a otro. En Madrid hay muchos ojos que ven lo que ni siquiera suponemos. Le diré a mi doncella que la atienda mientras estoy fuera, que no será por mucho tiempo. Es mejor así.

La señora Rodríguez agitó una campanilla de plata y poco después acudió una doncella perfectamente uniformada.

– Luisita, voy a salir un momento. Atiende a la señora, no tardaré mucho.

La doncella asintió aguardando que Amelia le diera alguna instrucción, pero ella le aseguró que no necesitaba nada y que esperaría el regreso de la dueña de la casa.

La espera se le hizo eterna. La señora Rodríguez tardó una hora en regresar y encontró a Amelia preocupada.

– Estése tranquila, el señor Finley vendrá a visitarla.

– ¿Aquí?

– Sí, aquí. Es lo más discreto. En esta casa no hay ojos extraños. Mejor así. ¿Quiere tomar otro té o cualquier otra cosa?

– No, no… quizá… bueno, no…

– ¿Qué me quiere preguntar? -Parecía que la señora Rodríguez pudiera leer el pensamiento de Amelia.

– Es sólo curiosidad, pero ¿es usted de aquí?

– ¿Española? No, no lo soy, aunque hace más de cuarenta años que vivo en Madrid. Mi esposo era español, pero yo soy inglesa. Algunas personas aún notan un ligero acento cuando hablo.

– Pero es casi imperceptible, y si usted me hubiese dicho que era madrileña, la habría creído a pies juntillas.

– En realidad es como si lo fuera. Cuarenta años en un país hacen que lo sientas como tuyo. Sólo he estado fuera durante la guerra. Mi marido se empeñó en que regresáramos a Londres y, desgraciadamente, cuando regresamos murió.

– Y usted colabora con…

– Sí, un viejo amigo de la familia me pidió si podía ayudarles permitiendo que llegaran a mi domicilio ciertas cartas que yo debería entregar al señor Finley. Acepté sin dudarlo. Sé que lo que está ocurriendo en estos momentos es más importante de lo que pensamos. Además, soy una ferviente admiradora de Churchill.

Un buen rato después, la doncella anunció al señor Finley.

– Pase, pase, señor Finley, quiero presentarle a una amiga, la señorita Garayoa.

– Soy el comandante Jim Finley, es una sorpresa conocerla.

– Bien, les dejo para que hablen -dijo la señora Rodríguez, saliendo del salón.

Cuando se quedaron a solas, Amelia no perdió ni un segundo y le contó a Finley lo que había escuchado en casa de los Gallotti.

Cuando concluyó su relato, Jim Finley le hizo un sinfín de preguntas hasta estar seguro de que había entendido en su justa dimensión la información de Amelia.

– ¿Qué debo hacer ahora? -quiso saber ella.

– Regresar a Roma. Ha hecho bien viniendo aquí. La información es muy importante y debe intentar completarla cuanto antes -respondió Finley.

– Lo intentaré, pero no sé si tendré tanta suerte como para poder escuchar otra confidencia como la que les he trasladado.

– Cultive su amistad con la señora Gallotti, seguro que a ella le gustará presumir ante usted de que sabe lo que está pasando.

– No sé si Guido Gallotti le contará a Cecilia los pormenores de su trabajo.

– Tiene que intentarlo. Pero ahora vaya a ver a su familia, es su mejor coartada para justificar el viaje a Madrid. Los italianos no son tan neuróticos como los alemanes con la seguridad, pero mejor evitarse sorpresas. Claro que no podrá quedarse más que el tiempo imprescindible para asegurar su coartada. Debe regresar a Roma cuanto antes.

– La próxima vez que tenga una información urgente, ¿qué debo hacer?

– Tengo el teléfono de un amigo en Roma, pero sólo debe utilizarlo en caso de que le sea imposible venir a Madrid y ponerse en contacto conmigo directamente.

– ¿Quién es ese amigo?

– Un artista que adora Roma. Es pintor, escultor… hace de todo un poco.

– ¿Italiano?

– Suizo.

– ¿Suizo?

– Sí, su hermano pertenece a la Guardia Suiza. La familia se instaló en Roma hace años. Él es el artista de la familia.

– ¿Y trabaja para el Almirantazgo?

– Es un hombre singular, que tiene principios… y que además le pagamos bien. Pero le insisto en que sólo debe establecer contacto con él si la situación es extraordinaria; de lo contrario, es mejor que venga a España.

Amelia siguió las instrucciones al pie de la letra y, muy a su pesar, sólo permaneció una semana con su familia. Como Finley había dicho, eran su coartada.


Cuando regresó a Roma, Carla aún permanecía en el hospital, aunque en las últimas horas parecía haber mejorado.

Vittorio mostró gran alegría cuando vio entrar a Amelia en la habitación. Carla echaba de menos los cuidados de su amiga; tenerla cerca le alegraba el corazón.

Mateo Marchetti también pareció alegrarse con el regreso de Amelia.

– Llevo dos días sin discutir con nadie -dijo a modo de saludo, sonriendo.

Carla pidió a los dos hombres que se fueran a descansar y la dejaran con su amiga. Estaba ansiosa por saber qué había pasado.

– Me han pedido que profundice la relación con los Gallotti. Los británicos creen que una acción de Italia contra Grecia prolongaría aún más la guerra.

– Tendríamos que impedirlo -murmuró Carla.

– ¿Crees que si llamo a Cecilia sospechará algo?

– No lo creo, estará encantada de que lo hagas. Dile que quieres invitarla a almorzar como cortesía por su invitación a cenar. Seguro que te cuenta todo lo que quieras.

– Si es que sabe algo…

– Seguro que sí, no conozco a ningún hombre maduro que no se pavonee delante de una mujer más joven.

– Pero Cecilia es su mujer -respondió Amelia, riendo.

– Sí, la que le da de comer, de manera que le viene bien hacerse el importante delante de ella.


Siguiendo el consejo de Carla, Amelia invitó a almorzar a Cecilia Gallotti. La mujer aceptó encantada.

Amelia eligió un restaurante muy popular del Aventino, el Checchino dal 1887, a través de cuyos cristales se filtraban los últimos rayos del sol otoñal.

Tras interesarse por la salud de Carla Alessandrini, las dos mujeres hablaron de asuntos intrascendentes. Amelia no sabía cómo dirigir la conversación para que Cecilia le hiciera alguna confidencia de cariz político; sin embargo, fue la propia italiana la que abordó la cuestión.

– No sabe cómo me alegro de que me haya invitado a almorzar precisamente hoy. Guido lleva dos días encerrado en el ministerio, están preparando… bueno, a usted se lo puedo decir, en realidad fue Guido quien lo contó en casa. Vamos a invadir Grecia. Además, está dejando de ser un secreto, ya hay mucha gente que está en el ajo.

– ¿Y cree que Italia está preparada para esta empresa? Atacar a Grecia significa entrar de lleno en la guerra.

– Sí, será pan comido. Por lo que le he oído decir a Guido, atacarán por el Épiro… sí, creo que se llama Épiro por donde van a atacar. Y tenemos fuerzas suficientes para hacerlo; imagina que para una cosa así se necesitan al menos una veintena de divisiones, pero los griegos están tan atrasados que no harán falta más que seis divisiones.

– ¡Cuánto sabe de estrategia militar!

– No crea, nada sé de la guerra, ni me interesa, pero a fuerza de escuchar, algo queda. El otro día Guido discutía con el conde Filiberto sobre lo de las divisiones, y mi marido dijo que el Estado Mayor cree que no son necesarias más que las seis divisiones que están en Albania al mando del general Visconti Prasca. Le aseguro que es un gran general.

– ¿Y qué dirá Hitler?

– El Duce es un genio. Le ha enviado una carta para informarle, pero como Hitler está en París, no la recibirá hasta su regreso. El no podrá reprochar a Mussolini que no le haya informado, pero al mismo tiempo el Duce ha tomado la decisión más conveniente para Italia y sin el permiso del Führer. Ya verá cómo en pocas semanas nos hemos hecho con Grecia. Le he dicho a Guido que, en cuanto la ocupación sea un hecho, debemos ir de viaje. Siempre he sentido una gran curiosidad por visitar el Partenón, ¿y usted?

– Desde luego, me encantaría.

– ¡Entonces lo haremos! ¡Iremos a Grecia juntas! Todos los amigos de Guido son tan mayores… Me gusta tener cerca a alguien de mi edad. Pero ¿podrá dejar a Carla?

– Espero que continúe recuperándose, ya le he dicho que ha mejorado mucho en los dos últimos días; si sigue así, el médico pronto le dará el alta. Confío que sea cierto.

– ¿Y no podría venir con nosotras? Le vendría bien un viaje después de lo que ha sufrido, ¿por qué no se lo dice?

– Buena idea, lo haré, aunque dependerá de lo que le permitan hacer los médicos, está muy débil…


Al terminar el almuerzo, Amelia se dirigió a casa de Carla. Allí escribió en clave cuanto le había contado Cecilia. Era necesario que el comandante Murray supiera cuanto antes que el Duce planeaba invadir Grecia por el Épiro. Al terminar de escribir el mensaje, no dudó en dirigirse hacia el Trastévere; allí buscó la piazza di San Cosimato, donde Jim Finley le había indicado que vivía el suizo cuyo hermano era guardia del Papa.

El estudio artístico de Rudolf Webel ocupaba la planta baja de un edificio que parecía a punto de derrumbarse. La puerta estaba entreabierta y Amelia la empujó. Se encontró a un hombre de mediana edad, alto, de ojos azules, con la barba tan rubia como el cabello, ensimismado mirando a una mujer cuyo cuerpo cubría una tela púrpura.

– ¿Quieres estarte quieta, Renata? Así no puedo trabajar -gruñó el hombre.

¡Caro, tienes visita! -indicó Renata, estirando cuanto pudo la tela.

– Pues que se vaya, porque ahora estoy ocupado -respondió el suizo sin siquiera mirar a la intrusa.

– Perdone, señor Webel, pero ¿podría hablar con usted? -pidió Amelia.

– No, no puede. Lárguese por donde ha venido. ¿No ve que estoy trabajando?

– Siento molestarle, pero insisto en hablar con usted. Me envía un amigo suyo de Madrid.

– ¿De Madrid? No tengo amigos allí, o a lo mejor sí, pero ahora lo único que quiero es que se largue. Vuelva otro día.

– Si no le importa, esperaré aquí hasta que termine -respondió Amelia con terquedad.

Rudolf Webel se volvió enfurecido para mirarla. Nunca había permitido que nadie le contrariara en lo más mínimo. Se extrañó al encontrar a una mujer joven que le plantaba cara, dispuesta a no ceder.

– No es bienvenida, ¿cómo quiere que se lo diga?

– No pretendo que me dé la bienvenida, sólo que me escuche.

– Pero ¿por qué no la escuchas? -le gritó Renata.

– ¡Porque sólo hablo cuando quiero y con quien quiero!

– No lo creo, señor Webel, estoy segura de que hasta usted a veces tiene que hablar con quien no lo desea. Y no me haga insistir más. Tengo algo urgente que comentarle. Le aseguro que si por mí fuera nunca le habría elegido como interlocutor.

– ¡Me ha cortado la inspiración! -gritó él.

Amelia se encogió de hombros al tiempo que la modelo se ponía en pie envuelta en la tela púrpura.

– Habla con la signorina y déjame descansar un rato. Además, tengo frío. Quizá deberías hacer las esculturas de desnudos en verano.

– Pero ¿tú te crees que un artista se tiene que adaptar a las exigencias de la modelo? ¡Si tienes frío te aguantas, para eso te pago!

– ¿Pagarme? Pero si la pasta que hemos comido hoy la ha traído mi madre. Si fuera por ti, estaríamos muertos de hambre.

Renata salió de la sala y los dejó a solas. Webel siguió sin prestar atención a Amelia, observando el bloque de mármol que estaba convirtiendo en el cuerpo pálido de la modelo.

– ¿Me va a escuchar o no? -insistió Amelia.

– ¿Qué quiere?

– Jim Finley me dijo que viniera a verle si no tenía otra opción, y desgraciadamente no la tengo.

– Ese Finley es un liante.

– Dígaselo a él, lo que me extraña es que confíe en usted.

– Y no lo hace, digamos que no tiene demasiadas opciones en esta ciudad, de manera que tendrá que arreglárselas conmigo. Y ahora dígame qué quiere.

– Tiene usted que llevar una carta a Suiza, hoy mismo.

– Hoy no puedo -respondió, desafiante.

– Señor Webel, a mí no me impresiona nada su actitud, de manera que deje de interpretar su papel de artista y haga lo que le estoy pidiendo. Esto no es un juego y usted lo sabe.


A Webel le sorprendió el tono enérgico de Amelia. Le clavó los ojos y lo que vio fue a una mujer joven, sí, pero con una mirada que reflejaba lo mucho que había vivido.

– Está bien, llevaré su carta a Berna. ¿La tiene aquí?

Amelia le entregó la carta, pero Weber ni siquiera la miró. Se la guardó en el bolsillo del pantalón.

– ¿Dónde la buscó si hay respuesta?

– Le buscaré yo a usted. Si le parece, pasaré por aquí dentro de unos días.

– No me gusta que vengan a husmear en mi casa.

– No siento ningún deseo de husmear nada y menos si tiene que ver con usted. Y ahora le repito que no se entretenga, es necesario que esa carta llegue cuanto antes a su destino.

Web el le dio la espalda mientras se perdía en el fondo de la estancia. Amelia salió cerrando la puerta y preguntándose cómo Finley podía confiar en un hombre como aquél.


En la madrugada del 28 de octubre, el embajador italiano en Atenas se presentó en la residencia del presidente Metaxas para entregar una notificación formal instando a que autorizaran la entrada de tropas italianas en el territorio heleno. La respuesta del presidente griego fue inequívoca: No.

Pero el general Metaxas hizo algo más que decir «no» a la demanda de los italianos: también solicitó la ayuda de Gran Bretaña. Mientras tanto, la División Julia cruzaba la frontera entre Albania y Grecia. El plan del Estado Mayor italiano consistía en enviar a parte de sus fuerzas a través de la cordillera del Pindó en dirección a la Tesalia, al tiempo que otras divisiones se dirigían directamente hacia Ioánnina para, desde allí, controlar el Épiro, las restantes tropas iniciaron la marcha hacia Macedonia.

Mussolini estaba eufórico. Por fin podía presentarse ante el Führer y presumir de la iniciativa tomada.

Con lo que no contaba el Duce era con que los griegos lucharan heroicamente para defender la independencia de su patria. El jefe del Estado Mayor griego, el general Alexandro Papagos, había concentrado en Macedonia el grueso de sus tropas e hizo retroceder a las unidades italianas. Aunque las fuerzas italianas avanzaban en el Épiro, Papagos consiguió cercar a la famosa División Julia, diezmándola.

A principios de noviembre la ayuda británica se materializó atacando y destruyendo parte de la flota italiana que estaba fondeada en el puerto de Tarento.

La Royal Navy mandó despegar del portaviones Illustrious a algunos de sus biplanos, los Fairey Swordfish, que se apuntaron un gran éxito al destruir buena parte de los barcos de la Marina Real Británica.

A mediados de noviembre ya era evidente que el Duce podía perder su guerra contra Grecia.


Carla Alessandrini continuaba su recuperación, pero ya en su casa de Roma. Amelia permanecía a su lado mientras seguía cultivando la amistad del matrimonio Gallotti. Cecilia se había convertido en una inagotable fuente de información y Guido parecía contento de la amistad de su mujer con la española, a la que consideraba una franquista convencida. En realidad lo dio por supuesto porque Amelia siempre evitaba hablar de política, prefería hacerles creer que no le interesaba demasiado.

Inesperadamente, una mañana, Albert James se presentó en la casa de Carla en Roma. Amelia sintió una gran alegría al verle. Carla, generosa como era, insistió en acogerlo como invitado. Albert se resistió cuanto pudo, deseaba estar a solas con Amelia, pero pronto él comprendió que para Carla era importante tener cerca a Amelia, a quien quería como si fuera una hija.

Cuando por fin pudieron estar a solas Albert le confesó que estaba allí para llevarla de vuelta a Londres.

– Ahora no me puedo ir -se excusó Amelia-; no sólo es por mi misión, también por Carla.

– Creo que mi tío Paul debe de tener otros planes. No me los desveló, pero me envió al comandante Murray con una carta para ti.

– ¿Y has venido por eso?

– No, he venido para verte, para estar contigo, porque te quiero. Nada más. Pero debo confesarte que me alegra que te ordenen regresar a Londres, aunque conociendo al tío Paul y a Murray, supongo que no te van a dejar mucho tiempo tranquila.


Amelia presentó a Albert a los Gallotti, quienes se mostraron entusiasmados de conocer al famoso periodista a pesar de que Guido había leído algunos de sus artículos y sabía de sus críticas a Hitler y al propio Mussolini. Aun así, la pareja parecía complacida de poder mostrarse con un periodista norteamericano. Guido incluso le gestionó una entrevista con el ministro de Exteriores yerno de Mussolini, Galeazzo Ciano.

Amelia no pudo ignorar las órdenes recibidas en la carta del comandante Murray. Tenía que regresar a Londres por más que le costase separarse de Carla.

– ¿Por qué no lo dejas todo y vives con nosotros? -le propuso ésta.

– ¿Me vas a adoptar? -respondió Amelia riendo.

– ¡Ojalá! No me importaría, ni tampoco a Vittorio. Eres la hija que nos hubiera gustado tener. Vamos, piénsatelo, puedes hacer muchas cosas a mi lado, y ser igual de útil a tus amigos de Londres desde Roma. En cuanto a Albert… no te propondría que te quedaras si supiera que estás enamorada de él, pero no lo estás, le quieres, sí, pero no como quisiste a Pierre.


Amelia sintió una punzada de dolor. Sí, había amado a Pierre, y le había amado tanto que sabía que ya nunca más podría querer de igual modo a ningún otro hombre, aunque Pierre había destrozado su inocencia, había pisoteado el amor que le profesaba y le había dejado una cicatriz tan profunda en su corazón que le dolería el resto de su vida.

– Haré todo lo posible por regresar. Como tú dices, puedo ser útil desde Italia.

– Estoy segura de que ya lo has sido -respondió Carla.»Fin de la historia.

Francesca bostezó. Parecía cansada. Yo no la había interrumpido ni un solo segundo, dejando que se explayara.

– Bueno, Guillermo, ahora tienes que seguir buscándote la vida.

– ¿Esto es todo?

– Al menos por ahora. Por lo que sé, tienes que reconstruir la historia de Amelia Garayoa paso a paso, sin saltarte nada. Bueno, pues ya te he contado qué es lo que hizo tu bisabuela a finales de 1940 en Italia. Te aseguro que no tengo ni idea de lo que pasó a continuación. Naturalmente, te puedo contar lo que hizo Carla, que al fin y al cabo es quien a mí me importa.

– ¿Amelia volvió a Roma?

– Se marchó en diciembre de 1940. Si continúas avanzando, es posible que vuelva a verte. Pero para que la investigación tenga sentido, no puedes dar un salto en el tiempo.

– El profesor Soler te tiene muy bien aleccionada -protesté yo.

– Lo único que me ha pedido es que te ayude todo cuanto pueda, pero que no te cuente nada que te haga dar saltos cronológicos, porque lo importante es que seas capaz de relatar todas y cada una de las cosas que hizo Amelia Garayoa.

– Pero sería más fácil que tú me contaras todo lo que sabes de ella, luego ya me encargaré yo de montar el puzzle.

– Pues no lo voy a hacer, de manera que…

De manera que me despidió aunque ambos sabíamos que volveríamos a vernos. Regresé a Londres sin pasar por España. Prefería intentar avanzar en la investigación. Además, había recibido una llamada de lady Victoria anunciándome que estaba a mi disposición para volver a hablar de nuevo conmigo y teniendo en cuenta que su prioridad era el golf, yo no podía desaprovechar su buena disposición.

11

En esta ocasión lady Victoria me invitó a almorzar en su casa porque me dijo que así dispondríamos de más tiempo para hablar.

Al verla volví a pensar que se trataba de una mujer impresionante. Parecía sincera al interesarse por mi investigación. Le conté hasta el punto donde me había dejado Francesca.

– Así que se ha quedado usted en diciembre de 1940… -murmuró mientras revisaba un cuaderno.

– Sí, creo que Amelia regresó a Londres con Albert James.

– Sí, así fue, y luego se fueron a Estados Unidos.

– ¿A Estados Unidos? Pero ¿por qué? -pregunté irritado. Me fastidiaba el trajín de mi bisabuela de un lugar a otro. Me estaba resultando agotador seguir sus pasos por medio mundo.

– Pues porque lord James le pidió un favor a su sobrino y éste insistió en que sólo se lo haría si lo acompañaba Amelia. Está todo aquí, en este cuaderno -dijo lady Victoria señalando la cubierta.

– ¿Puedo verlo?

– En realidad es parte del diario de lady Eugenie, la madre de Albert. Gracias a ellas tenemos la información de lo que pasó. No sé si se lo he dicho, pero Eugenie escribía todos los días en estos cuadernos. Era su manera de desahogarse. Albert no dejaba de darle disgustos por su negativa a romper con Amelia para casarse con lady Mary Brian. ¿Está preparado?

Asentí. Sabía que lo mejor que podía hacer era escuchar sin interrumpirla hasta que se cansara de hablar.

«Winston Churchill estaba empeñado en lograr la colaboración de Estados Unidos. Sabía que Gran Bretaña no podía ganar la guerra sin su ayuda e intentaba convencer por todos los medios al presidente Roosevelt de que les prestara su apoyo. El Reino Unido estaba en quiebra y necesitaba dinero con urgencia para hacer frente a los cuantiosos gastos de la guerra.

Lord James había pensado que puesto que su hermano Ernest era un próspero hombre de negocios en Estados Unidos, su cuñada Eugenie reunía en su salón a lo más granado de la sociedad neoyorquina y Albert era un periodista influyente, pues que podía utilizar a su familia para convencer a los prohombres de Washington de que su ayuda era imprescindible para vencer a Hitler.

Ernest y Eugenie aceptaron con entusiasmo convertirse en embajadores extraordinarios de su patria, en tanto que Albert se comprometió a dar una serie de conferencias por todo Estados Unidos para hablar del peligro que significaba Hitler, pero insistió en que Amelia debía acompañarle.

Escuche lo que Eugenie escribió en su diario:

«Albert llega mañana. Mi cuñado Paul lo ha convencido. ¡Menos mal! Incluso Ernest, tan comprensivo siempre con nuestro hijo estaba furioso por su negativa a implicarse en lo que está pasando. Claro que nos hace pagar un precio gravoso: viene con esa Amelia que para mí se ha convertido en una pesadilla. ¿Cómo la presentaré a nuestras amistades? No puedo decir que es la prometida de Albert, puesto que es una mujer casada. Tampoco quiero presentarla como una amiga de la familia. No sabemos nada de ella y, por lo que a mí respecta, opino que es sólo una aventurera por más que Paul le haya dicho a Ernest que Amelia ha hecho algunas cosas útiles. No sé qué cosas, pero seguro que no serán tan importantes como Paul le ha hecho creer a Ernest. Sea lo que sea que haya hecho esta chica, eso no la exime de no ser una don nadie. Albert dice que Amelia es de buena familia, pero ¿qué clase de familia es la que le permite a una hija abandonar a su marido y a su hijo?

No será fácil soportar los chismorreos sobre Albert por su cabezonería insistiendo en instalar a Amelia en su apartamento de Nueva York, lo mismo que hizo en Londres. Mi hijo amancebado con esa española… ¡lo que llegarán a decir!»


«Si no fuera porque es mi hijo, no le recibiría nunca más. Se ha presentado en casa con Amelia y eso que su padre le había insistido en que tenían que hablar a solas. Pero Albert es así de cabezota. El almuerzo me ha resultado insoportable. Esa chica no dejaba de mirarme y Albert sólo está pendiente de ella. Lo peor es que Ernest se ha reunido a solas con Albert y he tenido que estar cerca de una hora con esa cualquiera. Le he preguntado si había leído a Shakespeare y me ha dicho que no. Me lo imaginaba. Sus gustos musicales tampoco son extraordinarios, aunque al parecer es capaz de interpretar al piano algunas piezas de Mozart, Chopin y Lizt. No sé qué es lo que mi hijo ve en esta mujer. Es desesperante.»


«Ernest me ha dicho que Albert ha tenido un gran éxito en Washington. Han acudido a escucharle algunos amigos del presidente Roosevelt y también algunos hombres de su equipo. Creo que se han quedado preocupados por lo que le han oído contar. Parece mentira que a los norteamericanos les cueste entender que Hitler es un peligro también para ellos. Si no fuera por Winston Churchill, Hitler se convertiría en el amo del mundo, es lo que aquí no quieren ver, aunque Ernest me asegura que Roosevelt se muestra muy receptivo a cuanto le dice Churchill.»


«¡Qué vergüenza! La señora Smith ha venido a verme. La muy bruja sólo quería decirme lo que yo ya sé, que la presencia de Amelia es un escándalo y que Albert debería tener respeto a las buenas familias y no presentarse con ella en todas partes.

Le he dicho a la señora Smith que quizá debería preocuparse de lo que hace su hija Mary Jo, porque en la cena de los Vanderbilt no dejó de coquetear con el mayor de los hijos de los Miller. Sé que no me perdonará el comentario, pero no se me ocurría otra cosa para pararle los pies. No puedo consentir que venga a mi casa a criticar a mi hijo.»


«Si no me lo hubiera contado Ernest, jamás lo habría creído. Albert le ha pedido a Amelia que también ella dé charlas sobre lo que está pasando en Europa. Al parecer se llenan las salas para escucharla, aunque sé bien que es por verla a ella, para saber qué clase de mujer es la que ha hecho perder la cabeza a Albert.

Ernest dice que la buena sociedad de San Francisco se ha rendido a Amelia y que la reciben en todas las casas importantes. Parece que Amelia está dando charlas en los clubes femeninos porque Albert cree que las esposas somos capaces de convencer de cualquier cosa a nuestros maridos.

Dentro de dos días regresarán a Nueva York. Ernest quiere que organice una gran cena para invitar a todos nuestros conocidos y quiere que Albert haga un discurso.»


«La cena ha sido un éxito, aunque estoy agotada. Ha venido todo el mundo; creo que, salvo Roosevelt, hemos tenido a todo aquel que es alguien en la Casa Blanca.

Albert ha estado sublime. ¡Qué manera de explicar lo que es ese cabo austríaco, Adolf Hitler! A las señoras las ha asustado y a los caballeros les ha dado que pensar. Ernest dice que Roosevelt necesita que le den unos cuantos empujoncitos para que se muestre más dispuesto a ayudar a Inglaterra. En realidad ya ha comenzado a hacerlo. Para algunos de nuestros amigos la guerra es una buena oportunidad para hacer negocios, porque naturalmente la ayuda que se preste a Inglaterra de una u otra manera tendrán que pagarla. Los norteamericanos son muy prácticos, pero yo me alegro de que mi hijo les haya dado argumentos para que entiendan lo que está pasando en Europa.

Albert les habla como si fuera uno de ellos, y es que este hijo mío es más norteamericano que irlandés y eso que toda su sangre viene de Irlanda. Incluso dice que comprende a Roosevelt porque un gobernante debe evitar la guerra a no ser que sea inevitable.

Lo que no me esperaba es que en esta ocasión le pidiera a Amelia que hablara, y ella, que no muestra ningún pudor, no ha dudado en dirigirse a nuestros invitados. En mi opinión, ha estado poco acertada contando la historia de esa amiga suya, Yla, hija del socio de su padre, que tuvo que huir de Berlín, o de esa Rajel. Parece que Amelia sólo tiene amigas judías. No es que yo tenga nada en contra de los judíos, muchos de nuestros mejores amigos lo son, pero tal y como cuenta las cosas Amelia parece que lo peor de Hitler es que no le gustan los judíos. La española simplifica mucho.

He tenido que cortar varios comentarios sobre Amelia y Albert, y es que la gente se empeña en preguntar si son algo más que buenos amigos, como si no fuera evidente que ella es la amante de mi hijo. Toda esta situación es muy desagradable, pero Albert se niega a escuchar ni una sola palabra sobre Amelia.»


«Qué bochorno: Albert se ha peleado con el mayor de los Miller, y además en su casa. Los Miller habían organizado una cena de despedida para Albert, que en unos días regresa a Londres. Todo iba perfectamente hasta que Bob, el hijo mayor de la familia, ha insistido a Amelia para que bailara con él. El chico estaba un poco bebido pero Amelia se ha comportado como una virgen negándose a bailar. Bob no se ha conformado con la negativa, la ha agarrado de un brazo y ha insistido para que bailara con él. Amelia se ha puesto histérica pidiendo que la soltara y Albert ha acudido en su ayuda propinándole un puñetazo a Bob. Mi hijo se ha puesto en evidencia, nos ha avergonzado a todos. La fiesta no ha podido terminar peor. El señor Miller y Ernest han tenido que intervenir para parar la pelea, y nos hemos tenido que ir en medio de los murmullos de los invitados. Amelia estaba pálida, aunque no creo que sienta en absoluto lo sucedido. Ahora todos nos criticarán y lo peor es que esto llegará hasta Londres. Nuestros amigos son muy generosos aceptando que Albert se presente en sus casas con Amelia, pero después de este incidente seguro que no volverán a invitarnos más.»«Le pedí a mi hijo que viniera a verme y hoy ha venido para despedirse. Menos mal que ha tenido el acierto de no traer a Amelia. Aunque Ernest me había pedido que no discutiera con Albert, ninguno de los dos hemos podido evitarlo. Le he rogado que termine de una vez con esta situación, que no puede pretender respeto para una mujer que no se respeta a sí misma. Mi hijo me ha dicho que jamás me perdonará que diga eso de Amelia, que según él es la mujer más íntegra y valiente que ha conocido.

No sé que le ha dado para tenerle así, pero está desconocido, sólo le preocupa ella.

Mi hijo me ha dicho que si no acepto su situación con Amelia, dejará de visitarnos. Lo peor es que ha sido sincero cuando me lo ha dicho. Esa mujer nos va a destruir a todos. Ya lo está haciendo con Albert y ahora quiere destruir a nuestra familia.

Albert se ha ido sin darme un beso, es la primera vez en toda su vida que al despedirse no me lo da. Mañana regresan a Londres.»


Albert y Amelia regresaron a Londres a principios de marzo de 1941. Su viaje fue un éxito, o así lo creyó lord Paul James. En las altas esferas políticas y económicas de Washington parecía que muchas de las ideas expuestas por Albert habían calado hondo.

La pareja volvió a instalarse en el apartamento de Albert sabiendo que en cualquier momento Amelia podía ser enviada a una nueva misión fuera de Inglaterra. Albert se enfrentó con su tío Paul pidiéndole que dejara de utilizar a Amelia, pero éste daba por cumplido su compromiso con su sobrino al haber permitido que Amelia le acompañara a Estados Unidos.

El comandante Murray no tardó en pedir a Amelia que regresara a Alemania.

– Usted me dijo que su amigo Max von Schumann había sido trasladado a Polonia -le recordó.

– Sí, así es.

– No nos vendrá mal saber qué está pasando allí. Tenemos algunos informes, pero nos gustaría completarlos.

– ¿Tienen gente en Polonia? -quiso saber Amelia.

– Eso, querida, no es de su incumbencia. Lo que usted debe hacer es ponerse en contacto con Von Schumann y tratar de ir a verle donde esté destinado en Polonia.

– ¿Con qué excusa?

– Eso depende de usted. Le enseñamos durante el entrenamiento que son los agentes de campo los que tienen que concebir las coartadas, difícilmente lo podemos hacer desde un despacho en Londres. Dígame qué necesita y se lo facilitaré, pero es usted quien sabe cómo acercarse a Von Schumann. Tenemos entendido que el barón siente una gran atracción por usted.


Amelia se puso rígida. La insinuación del comandante Murray resultaba ofensiva.

– Cómo se atreve… -El tono de Amelia era de indignación.

– No es mi intención ofenderla. Tengo por usted el máximo respeto y consideración, pero no olvide que es una agente con una misión, y cuando la preparábamos para hacer este trabajo se le dijo, lo mismo que al resto de sus compañeros, que tendría que mentir, incluso matar si era necesario, que se vería obligada a hacer cosas que en condiciones normales le repugnarían, pero que en la guerra son necesarias. De manera que no se ofenda, no estamos en un salón de té sino en las oficinas del Almirantazgo. Si usted no puede con este trabajo, dígamelo, pero no me haga una escena de dama ofendida. Naturalmente que usted es una señora respetable, pero también una agente, y por tanto tendrá que hacer lo que nunca imaginó que podía llegar a hacer. En cualquier caso, yo no le he ordenado nada en concreto, sólo le he recordado lo que es evidente: el barón se siente atraído por usted y ésa puede ser una baza para su trabajo; es usted quien deberá decidir cómo afrontar la operación.


Durante unos segundos permanecieron en silencio mirándose de frente, midiéndose el uno al otro. El comandante Murray era un caballero, pero también un soldado dedicado a un oficio, el del espionaje, donde no hay normas ni límites. No había pretendido ofenderla, desde el primer momento había sentido por ella una secreta simpatía pero la trataba con la misma dureza que al resto de sus hombres. Estaban en guerra y no había lugar para los convencionalismos sociales.

– Iré a Berlín, ya me las arreglaré para encontrar en Polonia al barón Von Schumann -dijo, por fin, Amelia.

– Puede que tenga que pegarse a él durante un tiempo, nos interesa tener una fuente tan destacada en el ejército. A pesar de su oposición a Hitler, es un militar de cierta graduación con acceso a otros militares de rango superior.

– Odia a Hitler, pero es un patriota, jamás dirá nada que pueda poner en peligro la vida de soldados alemanes.

– Así es, sin duda, pero se trata de que usted obtenga esa información sin que él tenga la sensación de estar traicionando a su patria. En esta ocasión podrá contar con ayuda. Hay una persona que usted conoce y que está en Berlín.

– ¿Quién es?

– Una compañera de entrenamiento, ¿recuerda a Dorothy?

– Sí, nos hicimos amigas.

– El marido de Dorothy era alemán, de Stuttgart, murió de un ataque al corazón. Ella habla alemán casi tan perfectamente como Jan.

– ¿Jan? Creo que no le conozco…

– No, a Jan no le conoce. Es británico, pero su madre era alemana. Se crió con su abuela materna porque se quedó huérfano siendo niño. Conoce Berlín como la palma de la mano. Vivió en la ciudad hasta los catorce años, cuando la familia de su padre le reclamó para darle aquí una educación más adecuada.

– ¿Con qué cobertura cuentan en Berlín?

– Se hacen pasar por un feliz matrimonio. Jan es un hombre que ya ha cumplido los sesenta; trabajó para el Almirantazgo, y aunque está cerca de la jubilación, se ha ofrecido voluntario para esta misión. Le hemos fabricado una identidad falsa: oficialmente, sus padres eran alemanes emigrados a Estados Unidos, y ahora el hijo pródigo ha querido volver a la patria atraído por el magnetismo de Hitler, y lo ha hecho con su encantadora esposa, una mujer con unos cuantos años menos que él. Disponen de medios suficientes para vivir aunque sin llamar la atención. El hecho de que Jan sea ingeniero nos es de gran utilidad; de manera que le hemos enviado con una radio especial, muy potente, aunque naturalmente tiene que esquivar las escuchas de la Gestapo. De ahora en adelante, cuando obtenga una información relevante, se la dará a ellos. También recibirá mis instrucciones a través de Dorothy y de Jan. Debe estar alerta para que nadie la siga cuando vaya a verles, y al menos por el momento es mejor que no hable con nadie de su existencia, ni siquiera a sus amigos, tampoco al barón Von Schumann.


El comandante Murray se alargó más de una hora explicándole a Amelia lo que se esperaba de ella.

Murray aceptó su petición de viajar a Alemania desde España. Sabía que lo único que no le podía negar, si quería seguir contando con su ayuda, era poder visitar de vez en cuando a su familia. Además, sólo podía viajar a Alemania desde un país amigo del Reich, y España lo era.


– No quiero que vayas -le dijo Albert cuando Amelia le anunció que debía regresar a Alemania.

– Es mi trabajo, Albert.

– ¿Tu trabajo? No, Amelia, lo que estás haciendo no es un trabajo. Te has metido en algo que no puedes controlar, eres una peonza que se mueve al antojo de otros. Cuando quieras recuperar el control sobre tu vida será demasiado tarde, ya no te pertenecerás. Déjalo, no te lo pido por mí sino por ti, déjalo antes de que te destruyan.

– ¿Crees que lo que hago no sirve para nada? -respondió Amelia, airada.

– No dudo de que los frutos del espionaje sean imprescindibles para ganar la guerra, pero ¿de verdad crees que estás preparada para ese juego sólo porque has hecho un cursillo en el Almirantazgo? Te están utilizando, Amelia, te dan cuerda diciendo que acaso cuando derroten a Hitler pensarán en hacer algo contra Franco, pero no lo harán, le prefieren a él antes de que España tenga un gobierno como el del Frente Popular ¿no te das cuenta?

– Nadie me ha prometido nada, pero creo firmemente que una vez que derroten a Hitler el régimen de Franco se tambaleará. Se quedará sin aliados. Siento que me veas tan insignificante, tan incapaz de hacer este trabajo, pero voy a continuar con mi misión, pondré lo mejor de mí misma para hacerlo bien.

– Entonces debemos replantearnos nuestra relación.


Amelia sintió una punzada de dolor en la boca del estómago. No estaba enamorada de Albert, pero desde la muerte de Pierre él era el pilar en el que se apoyaba, donde se sentía segura y no estaba preparada para perderle. Aun así, al responderle pudo más su orgullo.

– Si es eso lo que quieres…

– Lo que quiero es que vivamos juntos, que intentemos ser felices. Eso es lo que quiero.

– Yo también, pero siempre y cuando respetes lo que hago.

– Te respeto a ti, Amelia, claro que te respeto, pero por eso te pido que hables con el comandante Murray y le digas que lo dejas, que no vas a seguir adelante.

– No voy a hacer eso, Albert, voy a cumplir mi compromiso con el Almirantazgo. Para mí es compatible ese compromiso con mi relación contigo…

– Lo siento, Amelia. Si ésa es tu última palabra, lo siento pero no podemos seguir.

Se separaron. Dos días más tarde Amelia salía de casa de Albert con dos maletas donde llevaba todas sus pertenencias. Un coche del Almirantazgo la esperaba en la puerta. El comandante Murray había dispuesto su paso por España camino de Berlín.»-Bien, querido Guillermo -concluyó lady Victoria-, sé que Amelia pasó varios días en Madrid, supongo que estuvo con su familia. He hablado con el mayor Hurley y le tengo preparada una sorpresa. El mayor ha aceptado venir a cenar mañana a mi casa. Me ha dicho que hay algunos documentos desclasificados sobre ese viaje de Amelia a Alemania y nos dará algunos detalles durante la cena.

– Menuda suerte tengo de que usted y el mayor Hurley sean parientes -contesté con ironía.

– Sí, tiene usted suerte, y mucho más de que yo esté casada con un nieto de lord Paul James; de lo contrario, le sería muy difícil reconstruir lo que sucedió aquellos días.


Dejé la casa de lady Victoria con el compromiso de acudir a cenar al día siguiente a las seis. Cuando llegué al hotel telefoneé al profesor Soler. Le pedí que recordara si Amelia había pasado por Madrid a mediados de marzo de 1941, el profesor pareció dudar.

– Voy a consultar mis notas y le llamo. Amelia viajaba a menudo a Madrid, a veces estaba unos días, en otras ocasiones se quedaba más tiempo. La verdad es que no recuerdo que sucediera nada extraordinario en marzo de 1941.

– ¿Ella no les contaba nada de lo que hacía?

– No, nunca lo hizo. Ni siquiera a su prima Laura. Amelia aparecía y desaparecía sin decir nada. Su tío Armando intentaba saber cómo se ganaba la vida, pero Amelia le decía que confiara en ella porque se la ganaba de manera honorable. Sabíamos que vivía con Albert y en realidad pensábamos que era él quien la mantenía.

– Así que ni siquiera usted sabe bien lo que hizo Amelia… -le dije con desconfianza.

– Su bisabuela nunca ha sido objeto de mis investigaciones históricas, ¿por qué debería haberlo sido?

Una hora más tarde me telefoneó para decirme que no encontraba ninguna nota sobre aquellas fechas, de manera que ambos coincidimos en que Amelia habría pasado por Madrid y que, más allá de ver a la familia, no había acontecido nada nuevo.

No tenía más remedio que esperar a ver qué me deparaba la cena con el mayor Hurley en casa de lady Victoria. Tengo que confesar que me desesperaba un poco tanta formalidad. No entendía por qué el mayor Hurley y la propia lady Victoria no me contaban lo que sabían de un tirón, en vez de darme la información con cuentagotas. Pero eran ellos los que tenían la sartén por el mango, así que no tenía otra opción que acomodarme a lo que dispusieran.

Загрузка...