Berlín me sorprendió. Me pareció una de las ciudades más interesantes de cuantas había conocido. Llena de vida, vanguardista, transgresora, bella. Me enamoré de ella a las tres horas de haber aterrizado y haberle pedido a un taxista que me diera una vuelta por la ciudad.
No sé por qué, pero decidí intentar por mis propios medios localizar a algún miembro de la familia Von Schumann, si es que quedaba alguno vivo. Me dije que si fracasaba en el intento, entonces llamaría al profesor Manfred Benz.
El conserje del hotel me facilitó una guía de teléfonos, y para mi sorpresa, encontré los números de varios Von Schumann. Opté por telefonear al primero que aparecía en la guía.
Crucé los dedos para que hablaran inglés. Me respondió una voz que me pareció de adolescente, y pregunté por herr Friedrich von Schumann.
– ¡Ah, pregunta por mi abuelo! Se ha confundido, él no vive aquí. ¿Quiere hablar con mi madre?
La cría hablaba un inglés con fuerte acento alemán. Claro que yo hablaba inglés con acento español; nos entendimos perfectamente. Estuve tentado en decirle que sí, que quería hablar con su madre, pero mi instinto me avisó de que era mejor no hacerlo.
– No te preocupes, imagino que me he equivocado al buscar el número en la guía.
– Si lo está buscando en la guía, mire donde pone una «F.» antes del Von Schumann y ése es el teléfono del abuelo.
Busqué el número y telefoneé. Reconozco que se me aceleró el pulso pensando en que efectivamente Friedrich von Schumann estuviera vivo, otra cosa es que quisiera hablar conmigo.
Una voz profunda me llegó a través de la línea del teléfono.
– Buenos días, quisiera hablar con el señor Von Schumann.
– ¿De parte de quién? -me preguntó la voz.
– Verá, él no me conoce, pero creo que sí conoció a un familiar mío, a mi bisabuela.
Se hizo un silencio en la línea, como si el hombre de la voz profunda estuviera pensando en lo que le acababa de decir.
– ¿Quién es usted? -me preguntó.
– Me llamo Guillermo Albi, y soy el bisnieto de Amelia Garayoa.
– Amelia… -La voz profunda se hizo susurro.
– Sí, Amelia Garayoa, ella… bueno, creo que ella conoció a herr Friedrich von Schumann.
– ¿Qué quiere? -Aquella voz impresionaba.
– Si herr Von Schumann me pudiera dedicar unos minutos, se lo explicaría personalmente.
– Yo soy Friedrich von Schumann; si le parece, venga esta tarde a mi casa, a las tres. Le daré la dirección.
Cuando colgué el teléfono no podía creer en mi buena suerte. Lo celebré dándome un paseo por Berlín con el mapa que me había dado el conserje. Hice lo que cualquier turista: hacerme una foto con la Puerta de Brandemburgo al fondo, buscar el famoso Checkpoint Charlie, intentar rastrear los restos del Muro…
La dirección pertenecía al que había sido Berlín Este. La casa estaba situada en un barrio limpio y bien cuidado, con algunas galerías de arte en la misma calle. Parecía un barrio burgués de cualquier ciudad europea.
Cuando pulsé el timbre del segundo piso, volví a notar que se me aceleraba el corazón. Abrió la puerta un hombre, con el cabello totalmente blanco y una mirada azul intensa. Vestía un pantalón negro y un suéter de cuello alto también negro. Calculé que tendría unos setenta años.
El hombre me miró un segundo con curiosidad antes de tenderme la mano.
– Soy Friedrich von Schumann.
– Y yo Guillermo Albi, no sabe cuánto le agradezco que me reciba.
– Me ha podido la curiosidad. Pase.
Me condujo a un despacho con las paredes forradas de libros. Unas puertas corredoras abiertas daban a una biblioteca.
– Siéntese -dijo señalando un sillón al otro lado de la mesa-. De manera que es usted bisnieto de Amelia; entonces, su abuelo será Javier, ¿no?
– Sí, efectivamente, mi abuelo materno se llamaba Javier.
– Bien, usted dirá qué desea.
Le expliqué que llevaba inmerso un tiempo rastreando la vida de Amelia, quiénes me habían ayudado, los países que había tenido que visitar, y que la última pista me había conducido a Berlín.
– Porque usted debe de ser el hijo del barón Von Schumann, Max, el amante de mi bisabuela.
– Así es, pero, por favor, no hable de la relación de mi padre y Amelia como la de amantes, fueron mucho más que eso. Además, para mí, Amelia fue mi madre, la única madre que realmente he conocido. Y ahora de repente aparece usted diciendo que sus primas Laura y Melita le han encargado que escriba la historia de Amelia… Ella las quería mucho, sobre todo a Laura. Nunca las conocí, pero Amelia me enseñaba fotos de ellas y de su hermana Antonietta.
Le pedí que me ayudara, porque sin su colaboración difícilmente podría seguir adelante. Antes de responderme, se levantó y me preguntó qué quería beber. Luego salió del despacho y cuando regresó lo hizo seguido de una mujer de su edad.
– Use, éste es el bisnieto de Amelia.
La mujer me tendió la mano mientras me sonreía. Tenía el aspecto afable que uno espera que tengan las abuelitas. También era alta, y a pesar de la edad, permanecía erguida. El cabello era igual de blanco que el de Friedrich.
– Mi esposa no ha podido resistir la curiosidad de conocerle. También conoció a Amelia y sentía afecto por ella.
– ¡Oh, era una mujer muy valiente! Aprendí mucho de ella.
– Sí, valiente sí debió de ser -respondí yo, ansioso por saber.
Ilse salió del despacho y regresó con una bandeja, una botella de whisky y una cubitera de hielo.
– Llamadme si me necesitáis y… bueno, quizá quiera compartir la cena con nosotros…
– No quiero molestarles…
– Usted es el bisnieto de Amelia, para mí es como si fuera de la familia, además… yo le debo la vida a Amelia -respondió Use.
Me sentía eufórico. No sólo había encontrado a Friedrich, sino que además parecía dispuesto a colaborar, e incluso su simpática mujer acababa de decirme que Amelia le había salvado la vida. De manera que me preparé para que ambos me sorprendieran.
Friedrich me escuchó atentamente cuanto le conté lo que había averiguado de la peripecia de Egipto.
– Creo que esa fue la etapa más feliz de mi niñez, y puede que de mi vida. Si por mí hubiera sido, habría continuado viviendo en El Cairo y no habríamos regresado a Alemania -comentó a modo de preámbulo.
– ¿Qué edad tenía?
– Cuando regresamos creo que debía de tener unos seis años.
– Así que se acuerda bien de lo sucedido en esa época.
– Más o menos, aunque naturalmente mis recuerdos posteriores son más concretos. Mi esposa, Use, también le puede hablar de ella. Ya ve, la quería mucho. En realidad yo conocí a Ilse a través de Amelia, y eso que ambos estudiábamos en la universidad. Yo estaba en medicina, siempre quise ser médico como mi padre, e Ilse estudiaba ciencias físicas. Pero antes de contarle nada, quiero que me dé su palabra de que manejará con cuidado la información. Me ha dicho que es periodista y… bueno, no me gustan demasiado los periodistas, tengo poca fe en los de su oficio.
– No me extraña, a mí me sucede lo mismo.
Friedrich von Schumann me miró con asombro y luego se echó a reír.
– Bueno, al menos tenemos algo en común, además de Amelia. Verá -se puso serio-, aunque hace más de veinte años que cayó el Muro, en realidad los que crecimos con él lo seguimos sintiendo en nuestra cabeza. Lo que le voy a contar no sólo tiene que ver con Amelia, sino que también afecta a otras personas a las que no les gustaría que se supieran las cosas que hicieron en su día. Y tienen derecho a que se respete su secreto, su intimidad. De manera que no le diré sus nombres auténticos; además, nada de lo que le cuente le autoriza a que se conozca más allá de su ámbito familiar. Nada de caer en la tentación de publicar la vida de su bisabuela. Si no se compromete por escrito, no le diré nada.
Acepté todas sus condiciones y firmé un documento que él mismo redactó.
– Para mí, cuando un hombre da su palabra, debería de ser suficiente garantía, pero desgraciadamente la vida me ha enseñado que el código de conducta que me inculcó mi padre no está en vigor.
Al mirarle me imaginaba a Max von Schumann. Porque Friedrich tenía el porte, los modales y la apostura que uno espera en un aristócrata. Además por partida doble, porque su madre, la condesa Ludovica von Waldheim, también había dejado su huella en él.
– Naturalmente, usted heredó el título de sus padres, es usted barón, ¿verdad? -le pregunté por curiosidad.
– Sí, así es, heredé el título de mi padre y el de mi madre. Creo que soy el único superviviente de las dos familias. Pero para mí los títulos no significan nada, absolutamente nada, recuerde que crecí en un país comunista. Me resultaría extraño que alguien me llamara «barón». No, realmente el título no significa nada para mí, ni tampoco para mis hijos.
Eran casi las cuatro cuando Friedrich comenzó a contarme lo que recordaba.
«Aún recuerdo el frío del día en que llegamos a Berlín. Pero sobre todo el impacto que me produjo el control en el aeropuerto. Por aquel entonces ya eran muy tensas las relaciones de los rusos con el resto de los aliados, y aunque todavía no habían levantado el Muro, sí había un muro psicológico. Ya había diferencias entre el Berlín que controlaban los soviéticos y el resto de la ciudad, que estaba en manos de los aliados. Nuestra casa desafortunadamente estaba en el lado soviético, pero cerca de la zona norteamericana; en realidad, existía una frontera invisible. Desde nuestras ventanas veíamos el sector norteamericano, casi podíamos tocarlo con la mano.
No era la mejor casa de la familia, sino un edificio de alquiler que había dado buenas rentas antes de la guerra. Cuando llegamos a nuestra casa e intentamos entrar nos encontramos con que la llave no abría la puerta, alguien había cambiado la cerradura. Amelia buscó a la portera para pedirle una explicación, pero una vecina nos informó de que la mujer ya no vivía allí, se había ido a casa de una hija en Berlín Occidental y que nuestra casa había sido puesta a disposición de otra familia. La mujer nos dijo que los soviéticos estaban haciendo un recuento de los pisos vacíos y de sus propietarios, y que cuando no los encontraban, los confiscaban para ponerlos a disposición del pueblo. Puede imaginar que en Berlín de 1948 había mucha gente que no tenía nada, que lo había perdido todo en los bombardeos. Las autoridades soviéticas realojaban a personas que les eran afines, miembros del que sería el Partido Comunista, en los mejores alojamientos que encontraban. Nuestro piso lo ocupaba un hombre que colaboraba con los soviéticos en la administración de su parte de la ciudad. El hombre vivía con su mujer y dos hijos, que en esos momentos no estaban en la casa. Todos nuestros muebles, nos explicó la vecina no sin cierta sorna, habían sido depositados en el sótano del edificio, un lugar no demasiado grande que servía de trastero a los vecinos. Antes de la guerra, los porteros guardaban allí los cubos de basura y todos sus utensilios, los niños también habían encontrado hueco para sus bicicletas, y algunos vecinos amontonaban muebles viejos de los que no se querían desprender. Al sótano se llegaba a través de unos pequeños escalones situados al lado de un rellano en el que había una única puerta, la de la vivienda del portero, que quedaba fuera de la vista de cualquiera que entrara en el portal. La portería propiamente dicha estaba junto al ascensor y era un pequeño cuartito, en el que apenas cabían una mesa y dos sillas.
Le cuento todo esto porque la vecina que nos informó había oído que si regresábamos, podíamos ocupar la que había sido vivienda de los porteros. Presumió de ser ella a quien habían hecho depositaria de la llave.
Mi padre no dijo nada, jamás se habría rebajado a manifestar una emoción delante de una vecina, y Amelia actuó igualmente con indiferencia, como si lo que nos estaba pasando fuera lo más natural del mundo y mi padre no fuera el propietario de todo el edificio. Cogió la llave que le entregó la vecina y entramos en la vivienda de los porteros sin saber qué nos encontraríamos.
La casa estaba vacía, no Había ningún mueble, ninguna huella de sus anteriores ocupantes. El polvo y la suciedad se acumulaban en el suelo y en las ventanas que daban al pequeño jardín que, a su vez, daba paso al edificio.
El rostro de mi padre reflejó la indignación que sentía.
– No podemos quedarnos aquí -dijo Max.
– Tendremos que hacerlo -replicó Amelia.
– No, no lo haremos. Ahora mismo acudiremos a las autoridades soviéticas para que nos devuelvan lo que es mío. Este edificio me pertenece, es lo único que queda en pie de cuanto tenía mi familia. Tengo el título de propiedad, no pueden echarme de mi casa.
– No sabes cómo son los soviéticos, Max, no nos lo devolverán.
– Iremos ahora mismo -insistió él, a pesar de lo cansados que estábamos del viaje.
– Quizá deberíamos hablar con Albert James, tal vez los norteamericanos puedan presionarles.
– Es mi casa, Amelia, y no me la pueden quitar. Si no me acompañas, lo hará Friedrich, él también es capaz de empujar la silla de ruedas.
Miré a Amelia, desolado. No me gustaba verlos discutir, sufría, y temí que en aquel instante se pelaran, pero no fue así. Amelia se encogió de hombros y aceptó que fuéramos al edificio donde los soviéticos habían instalado su Cuartel General.
Nadie parecía saber nada, solamente que había una orden de que los edificios que aún se mantuvieran intactos y en los que hubiera viviendas vacías fueran puestos a disposición de quienes pudieran acreditar que sus casas habían sido destruidas y, por tanto, carecían de un lugar donde vivir. Si habíamos dejado el piso vacío durante más de dos años era porque no lo necesitábamos, de manera que no teníamos nada que reclamar. Y si además disponíamos de otra vivienda en el mismo edificio, ¿a qué venían las quejas? ¿Es que no nos parecía digno vivir donde había vivido la portera? ¿Acaso nos creíamos mejores que ella?
Mi padre aseguró que presentaría una queja por escrito y que quería hablar con quien tuviera autoridad para resolver el asunto, pero sus protestas fueron inútiles.
Amelia se hizo cargo de la situación con una resignación que me asombró. Cuando llegamos a la casa, me envió a una tienda cercana a comprar algunas cosas de limpieza. Mientras fui a cumplir el recado, ella bajó al sótano para averiguar si realmente allí estaban nuestros muebles.
La casa era pequeña: una sala, una cocina, un baño minúsculo y dos habitaciones; de manera que no tardó en limpiarlo todo. Lo que más le preocupaba era cómo íbamos a subir los muebles del sótano, pero se le ocurrió una idea.
– Acompáñame a la calle, Friedrich, he visto que había unos cuantos crios desocupados cerca de aquí. Les daremos unas monedas si nos ayudan.
No pudimos subir todos los muebles, pues algunos eran muy pesados y otros no habrían cabido, de manera que tuvimos que conformarnos con lo imprescindible. Había caído la noche cuando Amelia dio por terminado el traslado. Mi padre apenas hablaba, tal era su desolación.
– Menos mal que ahora disponemos de dinero para vivir una buena temporada -dijo Amelia.
– No nos quedaremos aquí -afirmó mi padre sin convicción.
– Nos quedaremos mientras se arreglan las cosas, y no estaremos tan mal. Mira, la casa limpia y con nuestros muebles parece otra cosa. Creo que deberíamos pintarla. Yo misma lo haré con la ayuda de Friedrich.
– ¿Vamos a pintar nosotros la casa? -pregunté, incrédulo.
– ¿Por qué no? Será divertido.
Mi padre protestó. Decía que tendríamos que tener las ventanas abiertas y hacía demasiado frío. Pero ella se mostró firme. Nos sentiríamos mejor con las paredes limpias, pintadas de colores claros.
La acompañé a un almacén donde al final optó por comprar material para empapelar las paredes. El hombre que nos vendió los rollos aseguró que nosotros no podríamos hacerlo y que por una módica cantidad él podría ayudarnos. Amelia aceptó pero regateó el precio hasta que el hombre se dio por vencido.
Tres días después la casa parecía distinta, hasta mi padre tuvo que reconocerlo.
– ¿Ves?, ha sido una buena idea empapelarla en vez de pintarla, así no huele a pintura -le dijo Amelia.
Y aquella casa se convirtió en nuestro hogar, en el lugar donde viví hasta que me casé con Use. Creo que aquella casa de alguna manera marcó nuestro destino, porque muchas de las cosas que sucedieron habrían sido imposibles si no hubiéramos vivido allí.
Los soviéticos administraban Berlín como el resto de la Alemania que ya les pertenecía, y la brecha con las otras zonas de la ciudad en manos de norteamericanos, británicos y franceses aumentaba día a día. No hace falta que le recuerde la crisis del 48. Norteamericanos y británicos habían creado una bizona en Alemania Occidental, a la que se uniría Francia, creando lo que se conocía como la trizona en la que se situaría una Asamblea constituyente y el Gobierno Federal. Pero no fue eso lo que provocó la crisis, sino la reforma monetaria que para los soviéticos supuso un gran problema y les llevó a responder con su propia reforma monetaria y con el bloqueo de Berlín de junio de 1948 a mayo de 1949. Los norteamericanos salvaron el bloqueo soviético poniendo en marcha un puente aéreo. En realidad, la partición de Alemania había comenzado mucho antes, en la Conferencia de Yalta, y quizá incluso antes, en la de Teherán, cuando norteamericanos, británicos y soviéticos decidieron dividir Alemania en zonas de ocupación. Habían rediseñado el mapa, cambiando el curso de la frontera polaca, y todo lo que había sido Alemania central pasó a formar parte del imperio soviético, y Berlín quedaba como una isla con cuatro administradores, pero enclavada en el corazón de la Alemania en poder de los soviéticos.
De la misma manera que la política de apaciguamiento con Hitler había sido un desastre, las potencias occidentales comenzaron a hacer lo mismo con Stalin, permitiéndole que incumpliera todos los compromisos de Yalta: por ejemplo, el de que los pueblos liberados decidirían cómo querían gobernarse. Stalin no les dio opción. Fue un compromiso que nunca pensó cumplir.
Algunos periódicos defendían que había que comprender que Stalin quisiera unas fronteras «seguras», y que esa obsesión por la seguridad es lo que le llevaba a hacer determinadas políticas.
Pero no quiero distraerle con disquisiciones políticas. En aquella casa tan pequeña era difícil no escuchar largas conversaciones y algunas discusiones entre Amelia y mi padre.
Antes de que se cortaran las comunicaciones entre nuestro Berlín y el de los aliados, solía visitarnos con frecuencia Albert James.
Para mí, Albert James era como un tío que aparecía con bolsas de golosinas y juguetes ingleses y norteamericanos que eran la envidia de mis amigos.
Solía jugar al ajedrez con mi padre, hablaban de política y disertaban sobre el futuro.
En una de sus visitas, Albert les dijo que quería hacerles una propuesta. En realidad la propuesta era para Amelia.
– Necesitamos ojos en esta parte de Berlín.
– ¿Ojos? ¿Y para qué? -preguntó Amelia.
– Sin los soviéticos no se habría ganado la guerra, pero no se nos escapa que tenemos intereses diferentes. Churchill ha dicho que los soviéticos están extendiendo un «Telón de Acero» tras sus zonas de influencia, y tiene razón. Necesitamos saber qué sucede.
– De manera que ahora los rusos pasan a ser vuestros enemigos. -El tono de voz de mi padre estaba cargado de ironía.
– Tenemos intereses contrapuestos. Pueden ser un peligro para todos nosotros… ya lo liemos hablado otras veces.
– ¿Qué es lo que quieres, Albert? -preguntó Max, directamente.
– Quiero que trabajéis para la OSS, que os unáis a nosotros, al grupo que tenemos aquí.
– No, eso se acabó -respondió de manera tajante.
– Al menos me gustaría que lo pensarais.
– No hay nada que pensar -insistió Max.
– ¿Qué tendríamos que hacer? -preguntó Amelia sin mirar a Max.
– Eso os lo diría si aceptarais mi propuesta, y a nuestros amigos británicos no les importaría que tú, Amelia, trabajases para nosotros.
– Yo no pertenezco a los británicos -respondió airada.
– Lo sé, pero para ellos eres su agente, aunque hayas trabajado para nosotros en El Cairo. En cualquier caso, mantenemos relaciones excelentes, vamos en el mismo barco.
Cuando Albert se marchó, Amelia y mi padre discutieron.
– Te gusta el peligro, ¿verdad? No eres capaz de vivir como una persona normal, sólo te estimula caminar por el borde del abismo. En El Cairo me dijiste que habías terminado con este tipo de trabajo.
– Debemos ser realistas, Max. ¿De qué vamos a vivir cuando se acabe el dinero de El Cairo?
Max estuvo varios días sin apenas hablar a Amelia. Sólo se dirigían la palabra en mi presencia, y yo sufría viéndoles sufrir.
Creo que fue en mayo, antes de que los soviéticos cortaran las comunicaciones con Alemania Federal, cuando Albert James volvió a visitarnos.
Max se mostró frío con él y alegó dolor de cabeza para rechazar la partida de ajedrez, pero Amelia había tomado una decisión.
– Trabajaré para vosotros, pero con condiciones. No seré una agente de la OSS ni de nadie. Colaboraré en aquello que pueda, pero sin sentirme en la obligación de hacerlo si lo que me pedís estuviera fuera de mi alcance o pusiera en peligro a Max y a Friedrich. Además, parte de lo que me paguéis quiero que lo reciba mi familia en Madrid. No han de saber dónde estoy, ni lo que hago, sólo que cada cierto tiempo alguien acuda a casa de mis tíos y entregue un sobre con dinero.
– ¿Por qué no quieres que sepan dónde estás? -quiso saber Albert James.
– Porque sólo les causaría más dolor y preocupación. No, prefiero ayudarles sin causarles más sufrimiento. Hay una tercera condición: si por la causa que sea, decido dejarlo, me tienes que garantizar que podré hacerlo sin reproches ni problemas.
Albert aceptó todas las condiciones de Amelia. Max no dijo nada; una vez más, se sentía derrotado.
Pocos días después, Amelia comenzó a trabajar como ayudante de un funcionario local. Garin hablaba ruso y podía demostrar que había sido opositor a Hitler, ya que había formado parte del Partido Socialista antes de la guerra, además de haber estado prisionero en un campo. Eso le hacía aceptable para los soviéticos, quienes, no sin razón, desconfiaban de todos los alemanes. El hecho de que Amelia se manejara en ruso facilitó que Garin pudiera convencer a sus superiores de que necesitaba alguien que lo ayudara. Amelia también nos presentó a una nueva amiga, se llamaba Iris y trabajaba como taquígrafa en la oficina municipal.
Garin había estudiado literatura rusa antes de la guerra; era moreno, alto, con los ojos negros y un gran bigote, y sobre todo era muy afable, le gustaba reír, comer y beber. Iris era rubia, de ojos azules, estatura media y muy delgada.
Al contrario que Garin, siempre estaba seria, preocupada. Había mantenido una relación con un joven ruso exiliado que al comienzo de la guerra desapareció sin despedirse. Ella ironizaba diciendo que al menos la relación le había servido para aprender un idioma.
En ese momento ninguno de los dos estaba situado en puesto clave alguno, pero formaban parte del ejército de «ojos» que Albert mantenía en Berlín Oriental.
Amelia estaba contenta con su nuevo trabajo, o eso creía yo. Al parecer, Garin se ocupaba de un departamento encargado de las actividades culturales de Berlín. En realidad no había dinero ni tiempo para esas actividades culturales, pero el departamento existía; además, el hecho de que Garin tuviera un pasado antifascista hacía que se fiaran de él.
A Max le costó aceptar la nueva realidad, pero terminó por rendirse a la evidencia, aunque recuerdo lo mucho que me impresionó una conversación que les oí una noche en la que creían que estaba dormido.
– Mi vida ya está destrozada, pero no te permitiré que pongas en peligro a mi hijo. Si a Friedrich le llegara a suceder algo por tu culpa… te juro que yo mismo te mataré.
Me puse a llorar en silencio. Adoraba a mi padre, pero también a Amelia.
Albert continuaba visitándonos, aunque no con tanta frecuencia. Oficialmente, era un periodista que trabajaba para una agencia de noticias norteamericana, de esta manera justificaba sus idas y venidas a Berlín.
En octubre de 1949 se constituyó la República Democrática Alemana. Oficialmente teníamos nuestro Gobierno, pero seguíamos perteneciendo a los soviéticos. Pocos días después de que se pusiera en marcha el nuevo Gobierno, Amelia regresó a casa eufórica. Trasladaban a Garin al Ministerio de Cultura. Iris pasaba a trabajar en el Ministerio de Exteriores a las órdenes de un funcionario que trabajaba para un departamento de enlace con el Ministerio de Exteriores soviético.
En realidad, la República Democrática era gobernada desde la embajada rusa en Berlín.
Al principio, mi padre se negaba a que Garin e Iris vinieran a casa, no quería conocerles, pero Amelia insistió tanto que al final aceptó.
Un día Garin se presentó con flores para Amelia y un libro para mi padre, e Iris con un bizcocho que ella misma había hecho.
Mi padre simpatizó con Garin; era imposible no hacerlo, porque desbordaba vitalidad y era muy positivo, como dicen los jóvenes de hoy en día. Iris era más discreta, menos parlanchina, pero parecía congeniar con Amelia.
– ¿Merece la pena que os juguéis la vida? -les preguntó mi padre.
– ¡Ya lo creo que sí! No podemos permanecer de brazos cruzados viendo lo que le están haciendo a nuestro país. Los rusos nos tratan como si fuéramos de su propiedad.
– Los responsables de lo que sucede son los aliados, primero nos entregan a los rusos y ahora… ahora quieren que defendamos sus intereses contra los rusos -se lamentó Max.
– Sí, tienes razón, los políticos son capaces de estas cosas, pero nosotros no podemos consentir que los soviéticos conviertan nuestro país en su patio trasero, Max. ¿Es que no te das cuenta de que somos sus criados? No tenemos ninguna autonomía, aquí no se hace nada sin que antes no lo ordene Moscú. No, no era para esto para lo que queríamos acabar con el III Reich -replicó Garin.
– Y tú, Iris, ¿por qué lo haces? ¿Por qué trabajas para los norteamericanos?
Garin le hizo un gesto a mi padre para evitar que terminara de hacer la pregunta, pero era demasiado tarde. Iris se puso tensa. Primero palideció, luego su rostro adquirió un tono rojizo, de rabia contenida.
– Mi padre era conservador, nunca le gustó Hitler, aunque no se opuso a él. Pero ¿quién lo hizo? Vivíamos bien hasta que comenzó la guerra. Mis padres murieron durante un bombardeo, y a mi hermano lo mataron en Stalingrado. Él no quería ir a la guerra, no quería luchar por el Reich, pero se lo llevaron. Sólo sobrevivimos mi hermana pequeña y yo. Recuerdo que mi padre decía que si alguna vez nos desembarazábamos de Hitler, luego tendríamos que hacerlo de los rusos, y lamentaba que los británicos no se dieran cuenta de que sus verdaderos enemigos eran los soviéticos. Pero en realidad no es por esto por lo que trabajo para los norteamericanos.
»Tuve un novio, era ruso, sus padres se exiliaron en Alemania cuando la Revolución de Octubre. En realidad él se crió en Berlín. A pesar de las ideas de sus padres, se acercó a los comunistas durante sus años en la universidad; simpatizaba con ellos y me decía que algún día iríamos a la Madre Rusia. Poco antes de la guerra desapareció. Me volví loca buscándolo, nadie sabía dónde estaba, ni sus padres, ni sus amigos… nadie. Sospecho que decidió regresar a Rusia, y para que sus padres no se lo impidieran, prefirió no decírselo ni a ellos ni a mí.
»Cuando murieron mis padres me hice cargo de mi hermana, sólo nos teníamos la una a la otra. La pobrecilla sufría convulsiones cada vez que escuchábamos el ruido de los aviones sobrevolando Berlín.
»Cuando los rusos entraron en la ciudad… algunos los recibían como libertadores, pero para nosotras fueron nuestros verdugos.
»Aquel día en que llegaron había mucha confusión, nadie sabía qué hacer, si debían esconderse o no. Nosotras estábamos en la calle buscando comida cuando vimos aparecer los primeros tanques y grupos de soldados rusos. Corrimos para refugiarnos entre los escombros de una casa derruida. Unos soldados nos vieron correr y vinieron tras nosotras, riendo. Uno de ellos agarró a mi hermana y la tiró contra el suelo. Allí mismo la violó, y luego le siguió otro, y otro. Yo… bueno, a mí me sucedió lo mismo, no sé si me violaron dos o tres soldados, porque cerré los ojos, no quería ver lo que me sucedía, no quería ver a mi hermana retorcerse pidiendo piedad. Ellos se reían. De pronto llegó un oficial. Les ordenó que nos dejaran y los llamó bestias inmundas. Intentó ayudar a mi hermana a incorporarse, pero ella estaba tan asustada que empezó a gritar, entonces se acercó a mí y en sus ojos pude leer la vergüenza por lo que habían hecho sus hombres, pero no pidió perdón, se dio media vuelta y se marchó. Los soldados decían que nos habían hecho lo mismo que los soldados alemanes les habían hecho a sus madres y a sus hermanas, y que teníamos suerte porque nos habían perdonado la vida.
»Mi hermana estaba tendida sobre un charco de sangre, su propia sangre. Sólo tenía doce años. La abracé para tranquilizarla, pero ella no parecía escucharme, lloraba y tenía la mirada perdida. Cuando intenté que se incorporara apenas podía moverse. Estuvimos un largo rato sentadas en el suelo hasta que logré levantarla y obligarla a caminar. Intentamos regresar a casa, pero había tanques y soldados por todas partes y mi hermana temblaba de miedo. De repente unos soldados nos vieron y se dirigieron hacia nosotras. Mi hermana gritó aterrorizada. No sé de dónde sacó fuerzas, pero corrió sin mirar lo que tenía delante. Tropezó y… cayó delante de un tanque que pasó por encima de ella. Grité, grité como un animal salvaje. Los soldados corrieron hacia ella, pero fue inútil, el tanque la había destrozado, sólo era un trozo de carne sanguinolenta. Los soldados también parecían impresionados, pero era mi hermana la que estaba muerta. ¿Alguien sabe cuántas mujeres alemanas han sido violadas? Yo tuve suerte porque sobreviví. Ahora tengo un hijito. Su padre es uno de los soldados que me violó. Cuando miro a mi hijo y veo en él rasgos que no son míos, sé que son los de su padre. El cabello oscuro, los ojos grises, la frente amplia, la boca carnosa… Cuando descubrí que estaba embarazada quise morirme. No quería tener a ese hijo, lo odiaba. Pero nació, y ahora… ahora lo quiero con toda mi alma, es lo único que tengo. Tiene dos años y se llama Walter.
Todos nos quedamos en silencio. Yo era muy pequeño, pero comprendía el dramatismo del momento. Amelia no había podido contener las lágrimas, Garin miraba al suelo y mi padre se sentía culpable por haber desencadenado la confesión de Iris.
– No sabía que habías sufrido tanto -murmuró Amelia, cogiendo la mano de Iris.
– Bueno, no suelo contárselo a nadie. No quiero que Walter crezca con el estigma de no saber quién es su padre.
– ¿Y qué le dirás cuando crezca? -quiso saber Amelia.
– Que su padre era un buen hombre que murió en la guerra.
– ¿Le dirás…? ¿Le dirás que era ruso…?
– No, ¿para qué? Ruso o alemán, no tiene padre, de manera que es mejor que crezca sin hacerse preguntas para las que no tendría respuesta.
Desde aquella noche Iris y Garin fueron bienvenidos a nuestra casa. Amelia siempre insistía en que Iris trajera a Walter con ella, y aunque era más pequeño que yo, solíamos jugar en mi cuarto mientras los mayores hablaban.
Albert pidió a Garin que se inscribiera en el Partido Comunista, al fin y al cabo el Partido Socialista se había unificado con el Partido Comunista. Como Garin conservaba algunos amigos comunistas de su paso por la universidad, encontró, sin despertar sospechas, los avales para su nueva militancia. Era un militante de base, sin importancia, pero Albert sabía que Garin sería capaz de ir ganándose la confianza de los jefes del partido.
En una ocasión escuché a Albert hablar con Amelia sobre Garin.
– ¿Qué te parece? -le preguntó.
– Es muy valiente e ingenioso, tiene autoridad sobre el grupo, todos le escuchamos y seguimos sus indicaciones de manera natural.
– ¿Sabes?, a veces me pregunto por qué está con nosotros.
– No le gusta que los soviéticos estén aquí.
– Ya, pero ¿eso es suficiente? Era socialista, tenía amigos comunistas, estuvo prisionero en un campo y de repente se ha vuelto anticomunista, ¿por qué?
– Fuiste tú quien le captó para la red, ¿por qué lo hiciste si no confiabas en él?
– Hay algo… algo que no sé qué es, pero que a veces me hace sospechar de Garin.
– ¿Crees que trabaja para los soviéticos?
– Quizá para el Komintern… ya sabes, les preparan para estas actividades.
– Pero te está entregando toda la información que pasa por sus manos.
– Hasta ahora nada de importancia, vuestro grupo no es el más importante de los que tenemos aquí.
– ¿Y por qué me haces trabajar con ellos?
– Porque quiero que vigiles a Garin.
– Pero expones a Max y a Friedrich a un gran peligro en caso de que él trabaje para los soviéticos… -se lamentó Amelia.
– Si en algún momento crees que mis sospechas son ciertas, os sacaré de aquí, vendréis conmigo al otro lado.
– Si estuvieras en lo cierto, no nos permitirían irnos.
– No tenemos por qué pedir permiso a los soviéticos, sabes que continuamente se pasa gente a nuestro lado y ellos no lo pueden evitar.
– Y qué hay de Otto y de Konrad -preguntó Amelia.
– De ellos me fío absolutamente. No te diré por qué, sólo que sé que son leales a nosotros.
Otto servía como traductor para la administración militar soviética, y Konrad era un prestigioso profesor de física. Ambos habían luchado en la guerra de España. Cuando terminó, Otto se fue a París, donde vivió el comienzo de la otra guerra. No quiso regresar a Alemania, y combatió con los aliados en una brigada de alemanes contrarios a Hitler. Por su parte, Konrad había destacado en la universidad por sus enfrentamientos con otros profesores nazis. Si no lo detuvieron fue porque sus experimentos interesaban sobremanera a Hitler, quien ordenó que lo obligaran a trabajar en un laboratorio junto a otros científicos, aunque desde el primer momento su actitud pasiva había desesperado a sus superiores, que no lograron más que una magra colaboración a lo largo de la guerra. Pero ni para Otto ni para Konrad el hecho de ser antifascistas significaba que les satisficiera ver a su país en manos de los soviéticos, y con la misma convicción que habían combatido a los nazis, lo hacían ahora contra los invasores.
También a Otto, al igual que a Garin, Albert le pidió que se afiliara al Partido Comunista. Nadie sospechó de él y le dieron la bienvenida.
Los miembros del grupo microfilmaban cuanto pasaba por sus manos fuera o no importante. Luego le entregaban los microfilms a Amelia y ésta a su vez se los entregaba a Albert.
Yo seguía añorando los días de El Cairo aunque no se lo decía a mi padre para no irritarlo. Él quería que fuera un buen alemán, aunque me estuvieran educando los comunistas.
– Son comunistas, sí, pero primero son alemanes -me decía- y saben lo que te tienen que enseñar.
Mi padre no tenía razón. La gente del partido era primero comunista y después todo lo demás, incluido el ser alemán, pero él no lo veía así. Tenía sublimada la idea de Alemania, y creía que era importante que me educaran como un buen alemán.
La vida transcurría con cierta monotonía para mi padre y para mí, pero no para Amelia.
Por la noche, después de mandarme a la cama, solía sentarse junto a mi padre para comentarle las novedades del día. Yo les escuchaba hablar, no porque les espiara, sino porque nunca he conseguido dormirme antes de las doce, de manera que leía hasta que Amelia entraba a apagar la luz, y después permanecía despierto pensando en historias fantásticas.
Creo que fue a principios de 1950. Una tarde Amelia llegó de trabajar, parecía muy agitada, y me envió a la cama antes de lo previsto. En cuanto se quedó sola con mi padre le contó lo que la preocupaba.
– Iris vendrá esta noche, ha llamado diciéndome que debíamos vernos. No sé qué sucede.
– Espero que no la hayan descubierto -respondió Max, preocupado.
– Si lo sospechara no vendría aquí. No, no es eso, no te preocupes.
Iris llegó pasadas las ocho. Llevaba a Walter en brazos. El niño estaba medio dormido.
– No he podido venir antes -se excusó.
– No te preocupes, ¿habéis cenado? -preguntó Amelia.
– Le he dado de cenar a Walter, yo no tengo hambre.
– Deja a Walter en nuestro cuarto -le indicó Amelia, acompañándola para que el niño pudiera dormir mientras hablaban.
– Creo que los soviéticos van a firmar un acuerdo con los chinos -contó Iris.
– ¿Estás segura? -Amelia parecía preocupada.
– Sí, creo que sí. Hace unos días se puso enferma una de las secretarias del ministro y me enviaron a mí para que echara una mano. Esta mañana escuché al ministro decirle a una de las chicas de la secretaría que telefoneara a nuestra embajada en Moscú; quería información, habló «sobre la visita de los chinos», y después añadió que los soviéticos estaban comportándose de manera muy misteriosa sobre el acuerdo que iban a firmar con Mao Tse-tung.
»A mí no me conoce porque era mi primer día allí, pero ni me miró cuando salió del despacho para dar esa orden. Yo continué escribiendo a máquina lo que me había ordenado sin levantar la cabeza, como si no hubiera oído nada.
– Me pondré en contacto con Albert. Mañana intentaré pasar a la zona de los norteamericanos.
– Tienes el pase, ¿verdad?
– Sí.
– Bueno, tampoco me parece extraordinario que los soviéticos se entiendan con los chinos, todos son comunistas -comentó Max.
– Sí, pero ¿a quién esperan en Moscú? Y si firman un tratado, ¿cuál puede ser su contenido? A mí me parece importante, en todo caso hay que decírselo a Albert -afirmó Iris mirando a Amelia.
El 14 de febrero Stalin y Mao firmaron un Tratado de Amistad y Asistencia mutua en caso de agresión por otra potencia.
El carácter de Iris fue determinante para que los burócratas del ministerio se fijaran en ella. Trabajaba sin descanso, era eficaz, discreta y silenciosa; la clase de secretaria que todo el mundo quiere tener. Esas cualidades le sirvieron para un ascenso y pasó al departamento encargado de los asuntos con la «otra» Alemania.
Mientras tanto, Otto había pasado a trabajar como asistente de un miembro del Politburó. El hecho de que hablara ruso, además de francés y algo de español, le había ayudado a situarse.
Periódicamente escribía un informe sobre los asuntos que preocupaban al Politburó, las relaciones de fuerza entre sus miembros o las discusiones en el Comité Central.
En cuanto a Konrad, era el líder indiscutible de los descontentos en la universidad.
Garin también había prosperado y con él, Amelia. Ahora trabajaban en el Departamento de Propaganda del Ministerio de Cultura, donde parecía estar como pez en el agua.
Amelia le vigilaba de cerca y solía comentarle a Albert que no encontraba nada sospechoso en el comportamiento de Garin. Si algún reproche se le podía hacer era que arriesgaba demasiado, y en ocasiones se quedaba trabajando después de que la mayoría de los funcionarios se hubieran ido, momento que él aprovechaba para introducirse en otros despachos y microfilmar cuanto encontrara a mano.
– Disfruta con el riesgo. A veces me enfado con él temiendo que nos descubran. La otra tarde estuvo a punto de ocurrir. Nos quedamos trabajando en el departamento, y cuando creyó que no había nadie, intentó forzar la puerta del director. Hizo tanto ruido que vinieron los guardias de seguridad. Les explicó que se nos había caído una máquina de escribir que estaba intentando reparar. Le creyeron, o al menos eso espero -relató Amelia.
Aunque a mi padre no le gustaba que se reunieran en casa, a veces lo consentía. Para mí, que aparecieran los «amigos» de Amelia, como mi padre decía, suponía romper la monotonía.
Garin seguía siendo mi favorito, ya que tanto Otto como Konrad apenas me prestaban atención. Yo era sólo un mocoso al que preferían no tener a la vista.
– Planificar la cultura. ¡Están locos! Como si fuera posible planificar el talento, la inspiración, la imaginación -se quejó Konrad.
– Nuestro departamento tiene el encargo de contribuir a que toda la sociedad se vaya empapando de la «verdad», para lograr un nuevo hombre socialista. Y esa verdad se encuentra en Marx en Engels, en Lenin y en Stalin -explicó Garin con ironía.
– Lo único que pretenden es el control de todos nosotros, incluido el control de nuestros pensamientos -continuó diciendo Konrad.
– El papel de la prensa es infame -añadió Otto-. ¿Es que no hay un solo periodista capaz de criticar lo que está pasando?
– Quienes lo podían hacer se han ido, y si queda alguno, ya se encarga la KVP de hacerle entrar en razón. Quienes critican al partido o a sus dirigentes son delincuentes que tratan de boicotear el triunfo del socialismo -explicó Amelia, indignada.
Pero lo que más les asustaba era ver cómo los socialdemócratas eran tratados como enemigos del pueblo. Poco a poco les habían ido apartando de cualquier actividad pública; muchos optaron por el exilio, y otros, los que no querían rendirse, terminaron en la cárcel o en campos de trabajo.
– Quieren imponer el pensamiento único, una sola ideología, de manera que los socialdemócratas son los más peligrosos para ellos porque les disputan la hegemonía -se quejó Konrad.
– Tienes que tener cuidado -le aconsejó Amelia- o terminarán deteniéndote.
– Lo que no sé es cómo has logrado ganarte su confianza -preguntó Otto a Garin-, al fin y al cabo estuviste en un campo por socialdemócrata.
– Pero he renunciado a mi pasado. Me han aceptado en el SED, ahora soy miembro del partido, incluso voy a participar en el III Congreso que se va a celebrar en julio -respondió Garin.
– No sé cómo no se te revuelven las tripas -insistió Konrad.
– Tenemos un trabajo que hacer. Precisamente porque no reniego de mi ideología, hago lo que hago. En realidad estoy copiando sus métodos de infiltración, es más fácil combatirlos desde dentro que desde fuera -insistió Garin.
– Yo creo que nuestro presidente, Wilhelm Pieck, no es como Walter Ulbricht ni como Otto Grotewohl -comentó Iris.
– ¿De verdad crees que es diferente? No, no te engañes, es igual de comunista, sólo que más amable -aseguró Amelia.
En 1951 se puso en marcha el servicio secreto más eficiente de cuantos actuaron en la Guerra Fría, el de la República Democrática. Si hasta aquel momento los controles sobre la población habían sido extenuantes, a partir de entonces todos los alemanes tenían la sensación de sentirse espiados por la Kasernierte Volkspolizei, conocida por las siglas KVP. Nadie se fiaba de nadie. A partir de ese momento, con la puesta en marcha de la Stasi, a todos nos dominó el miedo. La Stasi tenía informantes en todos los sitios, incluidas las propias familias. Instauraron un régimen de terror que llevaba a la gente a delatar a sus familiares y vecinos con tal de no estar ellos mismos bajo sospecha. Otros, claro, colaboraban por convicción.
Albert James quería que alguno de sus hombres se infiltrara en la Stasi, conocida antes como Directorio Principal de Inteligencia; pero fue una tarea inútil: el proceso de selección era extremadamente riguroso.
En 1953 estallaron las protestas contra el nuevo régimen. La «socialización» obligatoria chocaba contra los deseos mayoritarios de los alemanes.
Una noche Iris se presentó en casa. Ya era tarde y se notaba que había venido corriendo porque tenía el rostro enrojecido y la respiración agitada.
– Han detenido a Konrad. Su esposa ha enviado a mi casa a uno de sus hijos para decírmelo. Tenemos que hacer algo.
Amelia intentó calmarla. Luego le dijo a Max que iba a salir con Iris para buscar a Garin. Tenían que hacer algo para ayudar a Konrad.
– Lo único que vais a conseguir es que os detengan a todos. ¿Qué vais a hacer? ¿Presentaros en la comisaría pidiendo su libertad? -dijo Max preocupado.
– Lo único que no podemos hacer es sentarnos a esperar -le respondió Amelia.
Al nuevo régimen se le iba de las manos el dominio de la situación. No podía frenar los descontentos ni las manifestaciones y las huelgas. Incluso algunos edificios del partido, así como algunos coches de los jefazos, sufrieron desperfectos por parte de los manifestantes. Los soviéticos tuvieron que intervenir porque el Gobierno alemán no era capaz de controlar la explosión de ira de los ciudadanos, y decretaron el estado de emergencia en Berlín.
Seguramente los jerarcas del partido se asustaron, o puede que los soviéticos los animaran a ello, pero lo cierto es que el 21 de junio el Comité Central decidió aprobar un programa de mejoras; sin embargo, no lograron impedir que una nueva oleada de alemanes eligiera marcharse para siempre a la República Federal.
Amelia se lo planteó a mi padre.
– Creo que deberíamos irnos, cada día que pasa esto se parece más a la Unión Soviética.
– ¿Y dónde iríamos? ¿A la zona norteamericana? No, Amelia, aquí al menos tenemos una casa.
– No tenemos nada, Max. Este edificio ya no te pertenece.
– ¡Claro que sí! La Constitución reconoce la propiedad privada.
– Pero el partido actúa en nombre del pueblo, y por tanto decide lo que necesita el pueblo, es decir, lo que nos corresponde a cada uno. Vivimos en la portería, Max, y no me importa, hemos hecho de estas paredes un hogar, pero no te debes engañar.
– Siempre tendremos tiempo de cambiar de opinión, al fin y al cabo Berlín no es una ciudad cerrada, podemos irnos a otra zona cuando lo deseemos.
– No siempre será así, no pueden permitir que la gente continúe marchándose. Un día harán lo que sus jefes, los soviéticos, y no nos dejarán salir.
– ¡Qué tontería!
– Max, puedo hablar con Albert, él nos ayudará, quizá pueda serles útil en otra parte.
– Este edificio es la única herencia que puedo dejar a mi hijo. Mientras esté aquí no me lo quitarán.
– Ya te han quitado las tierras, las han «socializado» como dicen ellos… Max, ¿es que no te das cuenta de que esto tampoco es tuyo?
Pero no pudo convencer a mi padre. Yo escuchaba en silencio y estaba secretamente de acuerdo con Amelia. El adoctrinamiento al que nos sometían en la escuela se me antojaba insoportable. Creo que no era muy diferente al que recibían los escolares en tiempos de Hitler, sólo que habían cambiado los uniformes, los himnos y las consignas.
Konrad estuvo en la cárcel seis meses. Era tal su prestigio en la universidad, que hasta algunos profesores del partido intercedieron por él, y no por ayudarlo, sino porque veían que era mayor el perjuicio de tenerle encerrado. Los alumnos de Konrad y otros muchos estudiantes no dejaban de reclamar su libertad y la de otros profesores detenidos. Aún recuerdo la emoción de Amelia el día que Konrad salió de la prisión. Garin les había pedido que no fueran a esperarlo, porque todos los que lo hicieran serían identificados por la KVP. Amelia no pensaba hacerle caso y fue mi padre quien la conminó a no ponerse en peligro.
– Es un gesto inútil, Amelia. Un segundo y ya estarás fichada para siempre, entonces, ¿cómo podrás seguir trabajando para Albert? Garin tiene razón. Debéis ser discretos. Konrad no espera que os pongáis en evidencia, sabe lo que está en juego.
A regañadientes, obedeció. Sabía que mi padre y Garin tenían razón. Dejamos de ver a Konrad. Estaba señalado y cualquier casa que él visitara sería vigilada por la KVP, de manera que el grupo se reunía clandestinamente.
Un día Amelia regresó llorando a casa y le tendió a mi padre el recorte de un periódico. Él lo leyó y se encogió de hombros.
– ¿Te das cuenta de lo que significa? -dijo Amelia.
– La vida sigue, eso es lo que significa.
Amelia se puso en contacto con Albert y le pidió que viniera a verla con urgencia. Albert nos visitó al día siguiente, y nada más entrar, Amelia me envió a mi cuarto. Protesté. Estaba harto de que me enviaran a mi cuarto cada vez que venía alguien interesante. Además, tenía ganas de decirles que era inútil que me mandaran allí puesto que podía escuchar todo lo que decían. Pero preferí no hacerlo, no fuera a ser que se les ocurriera algo que me impidiera seguir escuchando.
– Se acabó, Albert, me retiro.
El se sorprendió. Veía la furia en los ojos de Amelia y no entendía por qué.
– ¿Qué sucede? Explícate.
– No, no soy yo quien tiene que explicarse. Eres tú quien tiene que explicarme cómo es posible que estéis permitiendo que en la República Federal los nazis ocupen cargos relevantes.
– ¡Pero qué estás diciendo! ¡Vamos, Amelia, espero que no te creas la propaganda soviética!
– No, no me creo la propaganda soviética. Me creo lo que dice el Daily Express. -Le tendió el recorte de un periódico, que Albert leyó por encima.
– Es un caso aislado -dijo él, incómodo.
– ¿De verdad? ¿Piensas que voy a creerte? El general Reinhard Gehlen, jefe de la inteligencia alemana. El muy distinguido general que durante el III Reich se había encargado del espionaje al Ejército Rojo, ahora trabaja para el Gobierno Adenauer.
– ¿Crees que a mí me gusta? Pero seríamos unos locos si rechazáramos a quienes tienen información, información muy valiosa que necesitamos. Tú conociste a Canaris, no era un fanático, muchos de sus agentes tampoco lo eran. Recuerda al coronel Oster. Los ejecutaron.
– ¡Por favor, Albert! ¿Me vas a decir que porque Canaris y Oster conspiraron en contra de Hitler, ninguno de sus agentes era nazi? Por lo que se ve, todo vale; a cambio de información borráis el pasado de la gente. Entonces, ¿para qué ha servido el juicio de Nuremberg? ¿Sólo para decirle al mundo que habéis castigado a los malos mientras por otro lado pactabais con ellos? ¿Para eso me he jugado la vida en Varsovia, en Atenas, en El Cairo, aquí en Berlín…? ¿Para que ahora me digas que hay nazis con los que debéis entenderos?
– ¡Basta, Amelia, no seas niña! El juicio de Nuremberg ha servido para mostrar al mundo el horror del nazismo, para decirnos que nunca más puede suceder algo así, para demostrar la malignidad del nacionalsocialismo.
– Y una vez hecha esa catarsis, borrón y cuenta nueva. ¿Me estás diciendo eso?
– Estás en este negocio antes que yo, y no hay nada inocente en él. Lo sabes bien. El Servicio de Información alemán era muy eficiente.
– ¿Y eso qué significa?
– Que ahora se va a librar otra guerra, una guerra sin tanques, sin aviones, sin bombas, pero una guerra. Las relaciones con los soviéticos son cada día más difíciles. Están construyendo un imperio. ¿No sabes lo que sucede? Han ido imponiendo gobiernos comunistas en todos los países que han quedado bajo su influencia. En todos. Y han colocado al frente a dirigentes comunistas, títeres que sirven a Stalin sin rechistar. Churchill ha denunciado la creación de un «Telón de Acero». Ahora los soviéticos son nuestros adversarios, debemos tener cuidado con ellos, saber qué hacen, qué pretenden, qué pasos van a dar.
– Y para eso utilizáis a antiguos espías nazis. El fin justifica los medios. ¿Es lo que me estás diciendo?
– Dímelo tú, Amelia. Dime tú si el fin justifica los medios. Eres una agente de campo, has tenido que tomar decisiones sobre la marcha.
– Nunca a favor de los nazis, eran nuestros enemigos, hemos luchado para derrotarles. Hay que extirpar a todos los nazis estén donde estén, se escondan donde se escondan.
– ¿De verdad crees que podemos hacerlo? ¿Hacemos un proceso a todos los alemanes y liquidamos a quien no pueda demostrar fehacientemente que estuvo luchando contra Hitler? Sería una locura que no llevaría a ninguna parte.
»¿Crees que los soviéticos no tratan con algunos ex miembros del Servicio de Inteligencia alemán? ¿Crees que desprecian lo que les puedan contar sólo porque no lucharon contra Hitler? No te importó que nos lleváramos a Fritz Winkler, y no temblaste cuando mataste a su hijo. ¿Es distinto un científico nazi a un agente secreto? Dime, ¿dónde está la diferencia? Dímelo y entonces comprenderé tus escrúpulos.
– Albert tiene razón. -Max les había estado escuchando en silencio, desde su silla de ruedas.
No solía intervenir cuando Amelia se reunía con Albert o sus amigos, le daba su opinión más tarde, cuando se quedaban solos, pero en aquella ocasión lo hizo.
– ¡Cómo puedes decir eso después de lo que hemos sufrido! -le reprochó ella.
– Si llevamos tu razonamiento hasta el final, entonces, ¿qué tendrían que hacer conmigo? Fui oficial de la Wehrmacht, juré lealtad al Führer aunque lo odiaba con toda mi alma. Luché, estuve en el frente, e hice cuanto pude para que ganáramos la guerra. Yo quería ver derrotado a Hitler, pero sin que eso implicara la derrota de Alemania; quería derrotarlo políticamente, o incluso haber acabado con su vida, pero jamás traicionando a mi país. No sé cuántos alemanes pensaban como yo, pero sí sé que quienes nos quedamos, quienes no nos fuimos, no tenemos coartada por haberlo hecho. Todos nosotros podemos ser acusados de ser partícipes del horror del nazismo. Yo también, Amelia, yo también.
Al escuchar la voz de mi padre, abrí la puerta de mi cuarto y por una rendija observé lo que sucedía en la sala. Amelia miraba a Max sin encontrar palabras con las que rebatir sus argumentos. Y Albert los observaba a ambos dominando su deseo de intervenir.
Transcurrió un rato antes de que Albert se decidiera a hablar.
– Habrá más, Amelia, habrá más nombres odiosos que te revolverán el estómago cuando leas en los periódicos que ocupan tal o cual cargo.
– Por eso apoyasteis a los democristianos. Los socialdemócratas jamás hubiesen consentido lo que está pasando.
– ¿Estás segura? Yo no lo sé, pero sí, tienes razón, ahora mismo supone una tranquilidad saber que Alemania está en manos de los democristianos. Adenauer es un gran hombre.
– Si tú lo crees…
– Sí, lo creo.
– Aquí, a los socialdemócratas los meten en la cárcel.
– Ya lo sé.
– Entonces tienes que saber que no continuaré trabajando para vosotros, que no me jugaré la vida para que la información que obtengo termine encima de la mesa de algún nazi.
– Tú trabajas para nosotros, no para el Gobierno alemán.
– Que son vuestros aliados, a los que ayudáis y sostenéis, como no puede ser de otra manera, y yo misma comprendía que debía ser así. Por tanto puede que la información que recogemos la compartáis con ellos, al fin y al cabo mucha de esa información se refiere a planes que tienen que ver con la República Federal. Y… ¿sabes, Albert?, tienes razón. Sí, he matado a hombres, he hecho cosas terribles en mi vida, pero ésta no la haré, Albert, no la haré en nombre de nada ni de nadie.
– Respetaré tu voluntad.
Cuando Albert se marchó, Max le preguntó a Amelia si realmente iba a dejar de trabajar para los norteamericanos. Ella no respondió, comenzó a llorar.
No sería la primera decepción que sufriría Amelia. El secretario de Estado en la oficina del canciller, Hans Globke, había sido un funcionario del Ministerio del Interior durante el III Reich, del que se sabía que había apoyado con entusiasmo la Solución Final, el plan de exterminio de todos los judíos de Alemania y de los países ocupados por los nazis.
Si a Amelia le quedaba algún resto de inocencia, lo perdió para siempre. También se mantuvo inflexible respecto a dejar de trabajar para los norteamericanos. Volvió a reunirse con Albert para reiterarle que ya no podían contar con ella. Él intentó convencerla, pero fue inútil; Amelia podía tener muchos defectos, pero nunca fue una cínica.
Dispuesta a llevar hasta el final su decisión, le dijo a Garin que la sustituyera. Era preciso que su puesto fuera cubierto por alguien del grupo de oposición dispuesto a trabajar para los norteamericanos. Pero Garin le pidió que se lo pensara un poco más y que mientras tanto se tomara unos días de descanso. Diría en el trabajo que estaba enferma.
Pero Amelia no volvió, pese a que tanto Garin, como Iris, Otto y Konrad intentaron convencerla para que no abandonara.
Era difícil comprender que a una mujer capaz de matar la hubiera afectado tanto que en la Alemania Occidental algunos ex miembros del Partido Nazi estuvieran colaborando con el Gobierno de Adenauer.
Garin se presentó un día en casa. Estaba preocupado.
– Te van a investigar -anunció.
– ¿Por qué? -preguntó Amelia con indiferencia.
– Has abandonado el trabajo y no pareces dispuesta a aceptar ningún otro… hay quien dice que no estás bien de la cabeza. Tienes que hacer algo o te mandarán a un hospital hasta que te restablezcas.
– ¿Un hospital? No estoy enferma. -En el tono de voz de Amelia había notas de miedo.
– Si no tienes ninguna enfermedad y rechazas trabajar es porque estás enferma de la cabeza. Déjame ayudarte, Amelia. Vuelve al departamento, te lo ruego.
– Les diré que Max está enfermo y que no podía dejarlo solo. No tenemos quien lo cuide, de manera que por eso he tenido que dejar de trabajar.
– Pueden decidir que si Max es un estorbo, mejor estará en un hospital. No hay excusas, Amelia, no te engañes.
– No quiero volver a trabajar para Albert.
– No te estoy diciendo que trabajes para él, sólo que trabajes. Puedo ayudarte. Tu puesto aún no está cubierto, pero me han dicho que mañana me enviarán a una persona. Preséntate, Amelia, o desencadenarás la desgracia en esta familia. Si te llevan a ti o se llevan a Max…
– No quiero trabajar para los norteamericanos, ni para los británicos, nunca más.
– No lo hagas, no es eso lo que te estoy pidiendo. Ahora me marcho, voy a casa de Iris, pero te espero mañana.
Mi padre y Amelia estuvieron hablando hasta la madrugada. Yo me dormí, pero me desperté sobresaltado, mientras ellos continuaban en la sala. No podía escuchar lo que decían, hablaban muy bajito, como si temieran que sus palabras pudieran traspasar el silencio de la noche.
Amelia me acompañó a la escuela como todos los días. Permanecimos callados y cuando estábamos llegando me atreví a hablarle.
– Irás a trabajar, ¿verdad? No dejarás que te lleven o que se lleven a mi padre.
Me abrazó e intentó evitar las lágrimas que pugnaban por resbalar desde sus ojos.
– ¡Dios mío, tienes miedo! No te preocupes, Friedrich, no pasará nada. ¡Claro que no permitiré que me lleven, ni mucho menos que le hagan nada a tu padre! ¡Cómo iba a permitirlo!
– Entonces prométeme que irás a trabajar -le supliqué.
Dudó unos segundos, después me besó y en susurros me dijo: «Te lo prometo».
Entré en la escuela más tranquilo. Confiaba en ella.
Durante unos cinco o seis años Amelia no colaboró ni con los norteamericanos ni con los británicos. Continuaba siendo amiga de los miembros de su antiguo grupo, pero ya no se veían tanto como antes, aunque en un par de ocasiones vinieron a casa a cenar, pero no hablaban de sus actividades, sólo de la marcha de la política y de la vida cotidiana.
Garin era su ángel de la guarda. Había dado la cara por ella y la mantenía su lado, pero nunca le pidió que le ayudara en sus actividades de espionaje.
En esos años, desde mitad de los cincuenta hasta los sesenta, Amelia perdió buena parte de su alegría. Todas las mañanas a las seis y media se despertaba, hacía el desayuno, recogía la casa, levantaba a Max, le ayudaba a asearse, y después salíamos juntos, me acompañaba hasta la escuela y ella se dirigía al Ministerio de Cultura. Regresaba a casa a mediodía con el tiempo justo para obligar a mi padre a que comiera algo, y luego regresaba al trabajo hasta las seis.
La rutina se había instalado en su vida y eso era una fuente de infelicidad. Durante muchos años había vivido en el borde del abismo y de repente se había quedado vacía.
Mi padre era feliz. Ya no sufría pensando en lo que le pudiera pasar a Amelia y, por tanto, a nosotros. Prefería la monotonía, el ir envejeciendo sin más sobresaltos que padecer la escasez como el resto de los alemanes, aunque gracias a que Otto trabajaba para el Politburó, a veces nos obsequiaba con productos que no habrían estado a nuestro alcance, pues eran de origen occidental y sólo se los podían permitir los miembros del Politburó.
Al igual que en la Unión Soviética, la Nomenklatura de la República Democrática tenía privilegios de los que carecían el resto de los ciudadanos. Garin era especialmente hábil a la hora de hacerse con algunos de estos productos que repartía generosamente entre sus amigos.
Según me iba haciendo mayor, más admiraba lo solícita que Amelia era con mi padre. Le cuidaba como si se tratara de su bien más preciado. Pensaba que debía de quererle mucho para compartir la vida con él cuando ella podría haber tenido una existencia mejor.
Amelia pasaba de los cuarenta años, pero conservaba un aspecto tan frágil que parecía más joven. Aún no tenía canas y estaba muy delgada. Cuando paseábamos, yo observaba cómo la miraban, era muy atractiva y creo que Garin estaba secretamente enamorado de ella. Incluso Konrad, que estaba casado y tenía dos hijos, la miraba de reojo cuando ella no se daba cuenta.
En realidad Amelia parecía ignorar el efecto que causaba en los demás, y esa lejanía creo que aumentaba su atractivo. Yo me sentía orgulloso de que una mujer así quisiera a mi padre.
Recuerdo que en 1960 celebraron con nosotros mi entrada en la Universidad Humboldt de Berlín Este. Konrad intentaba convencerme de que debía ser físico porque así tendría un gran futuro, pero yo estaba decidido a ser médico, como lo había sido mi padre.
– Cuidaré de él aunque no sea alumno mío -se comprometió Konrad con mi padre.
– Procura que no se meta en líos como tú -le rogó Amelia.
Para los jóvenes estudiantes de la universidad, cada día era más patente la diferencia entre Berlín Oriental y Berlín Occidental. Todos los días miles de berlineses iban a trabajar a Berlín Occidental, que los aliados estaban convirtiendo en un escaparate de propaganda del capitalismo. Imagínese la frustración, o mejor dicho, la esquizofrenia de vivir entre dos mundos con dos monedas diferentes.
Para la República Democrática, Berlín Occidental era más que un escaparate, era una gran base militar con más de doce mil soldados entre norteamericanos, británicos y franceses. Y no les gustaba tener aquella fuerza militar en la puerta de su casa.
La política oficial de Ulbricht venía siendo la de proponer la unificación de Alemania; en realidad proponía la formación de una confederación donde no hubiera tropas extranjeras. De esa manera aparecía ante los militantes izquierdistas del resto del mundo como un hombre de paz que hacía propuestas de paz que no se llevaban a cabo por la codicia de los imperialistas de Occidente. Pura propaganda, claro. Su idea de la reunificación alemana pasaba por sumir a la Alemania Federal en el mismo sistema colectivista en que vivía la República Democrática.
Pero de lo que sí era consciente era de la sangría que suponía que continuaran emigrando muchos alemanes de la República Democrática.
Nunca olvidaré la noche del 13 de agosto de 1961. Yo estaba en mi cuarto estudiando cuando un ruido me hizo levantar la vista y vi ante mis ojos a un grupo de soldados y militantes del Partido Comunista extendiendo una alambrada de espinos. Nuestra casa, ya se lo dije, era «frontera» con Berlín Occidental.
– ¡Papá! ¡Amelia! ¡Mirad por la ventana!
Los tres nos apretujamos mirando por la ventana de la sala cómo los soldados seguían extendiendo el alambre de espinos.
– La frontera -musitó Amelia.
– ¿Qué frontera? -pregunté yo, que no concebía que Berlín no fuera toda ella una única ciudad.
– Churchill hablaba de un Telón de Acero… bueno, pues bien, ese telón lo están extendiendo también en Berlín -respondió ella.
– Pero es ridículo. ¿Qué pretenden con ese alambre de espinos? Lo único que van a conseguir es dificultar el paso al otro lado, y son miles los berlineses de este lado que todos los días van a trabajar al otro sector -concluí yo.
Amelia me acarició el rostro con mimo, como si aún fuera un niño pequeño que no entendiera lo que estaba pasando.
Mi padre permanecía en silencio, con la mirada perdida en el ojo con el que aún veía, y un rictus de crispación en todo el rostro.
– Deberíamos irnos, tal vez aún podamos -dijo Amelia.
– No, no me iré, pero no te impediré que lo hagas -contestó mi padre, visiblemente alterado.
Ella no respondió. ¿Qué podía decirle? Él sabía que jamás nos abandonaría, pasara lo que pasase. Pero Amelia tenía razón, debimos irnos. ¿Qué sentido tenía allí nuestra vida? En realidad nunca entendí el empecinamiento de mi padre por que permaneciéramos en Berlín Este. A veces pensaba que necesitaba castigarse por haber pertenecido a la Wehrmacht y jurado lealtad a Hitler.
Al día siguiente, Garin le explicó a Amelia que se había enterado de que el alambre de espino era sólo el primer paso.
– Quieren construir un muro de más de tres metros de altura.
– Pero ¿qué van a conseguir con eso? La gente tendrá que continuar yendo a trabajar al otro lado.
– La separación definitiva de Alemania. Creo que van a preparar un documento diciendo que sólo hay una Alemania legítima, la nuestra. Y puede que se restrinja el paso a Berlín Oeste. Ya veremos.
Garin tuvo razón. Pasar al Oeste se convirtió en una pesadilla. Se necesitaba un permiso y sobre todo acreditar el porqué. Era más fácil entrar en nuestro Berlín, ya que los visitantes no tenían la menor intención de quedarse para siempre.
Vimos desde nuestra ventana cómo al alambre de espinos le siguió la construcción de un muro de cemento que alcanzó los tres metros de alto y un perímetro de cincuenta y cinco kilómetros. Ahora el único paisaje que teníamos ante los ojos era aquel bloque de hormigón ante el cual patrullaban día y noche los soldados. Había apenas un metro nada más salir del pequeño jardín que delimitaba el edificio donde vivíamos; a continuación estaba el alambre de espinos, y tras él, el Muro. Yo tenía la sensación de vivir en una cárcel, me ahogaba, lo mismo que Amelia, pero mi padre lo aceptó sin quejas.
– No pueden soportar que la gente continúe marchándose, eso está poniendo en jaque la economía -les justificaba.
Fue aquel otoño de 1961 cuando Amelia se encontró con Iván Vasiliev. Como todas las mañanas, salíamos juntos y caminábamos un trecho hasta separarnos, ella para ir al ministerio y yo a la universidad. Íbamos hablando en árabe. Nos gustaba hacerlo cuando estábamos a solas. Amelia decía que sólo hablándolo no lo olvidaríamos. Quizá fuera su instinto, quizá la mirada insistente del hombre, pero de repente Amelia aflojó el paso.
– Amelia, Amelia Garayoa -escuchamos decir a alguien a nuestra espalda.
Un hombre que debía rondar los sesenta años era quien había pronunciado el nombre de Amelia. Ella se le quedó mirando fijamente, intentando buscar en sus recuerdos a quién se correspondía aquel rostro.
– Iván Vasiliev -dijo el hombre hablando en ruso mientras le tendía la mano-. ¿Recuerda Moscú? Yo trabajaba con Pierre Comte.
– ¡Dios mío! -exclamó ella.
– Sí, es toda una sorpresa que nos hayamos vuelto a encontrar.
– ¿Qué hace aquí?
– Bueno, eso estaba pensando yo cuando la he visto, ¿qué hace usted en Berlín?
– Vivo aquí, con mi familia.
– ¿Su familia? Bueno, es natural que haya rehecho su vida después de la muerte de Pierre.
– Así es. ¿Sigue usted…? Bueno… ¿Sigue trabajando en el mismo lugar…?
– ¿Quiere saber si formo parte de la KGB? Ésa es una pregunta que usted no me debe hacer, ni yo debo contestar. ¿Quién es este joven?
– Mi hijo. Friedrich, te presento a Iván Vasiliev…
El hombre me miró de arriba abajo, lo cual hizo que me sintiera incómodo. Era más alto que yo, más fuerte, y aunque vestía un traje, me pareció que tenía aspecto militar.
– Si tienen tiempo, les invito a un café -propuso Iván Vasiliev.
– Lo siento, Friedrich tiene que llegar a tiempo a clase y dentro de quince minutos yo he de estar trabajando.
– ¿Dónde trabaja usted?
– En un departamento del Ministerio de Cultura.
– Quizá me permita acompañarla, así recordaremos viejos tiempos.
Iba a despedirme, pero decidí que yo también acompañaría a Amelia al trabajo. Estaba tensa, pálida, como si aquel hombre fuera un fantasma.
– Siempre quise decirle que sentí mucho lo que pasó. Fue una imprudencia por parte de Pierre ir a Moscú.
– Le ordenaron hacerlo.
– Debió seguir las recomendaciones de Igor Krisov.
– ¿Ha vuelto a verle?
– ¿A Krisov? No, nunca. Puede que esté muerto. No lo sé.
– ¿Qué hace aquí? -insistió Amelia.
– Como usted sabe la Unión Soviética presta una valiosa ayuda a nuestros camaradas de la República Democrática. Me han destinado aquí como asesor en el Ministerio de Seguridad.
– De manera que ahora sí confían en usted.
– Sí.
– Incluso mucho, de lo contrario no le habrían enviado aquí…
– Bueno, ahora que ya cree saber que cuento con la confianza de los míos, ¿qué me dice de usted?
– No hay nada especial que contar. Vivo en Berlín.
– ¿Y por qué en este Berlín? Una joven como usted encajaría mejor en la otra zona.
– Usted no sabe nada de mí. ¿No recuerda que yo también era militante comunista?
– Tiene razón, apenas tuvimos tiempo de conocernos. Fue usted muy valiente intentando salvar a Pierre con ayuda de ese periodista norteamericano. Casi lo consigue.
Llegamos a la puerta del ministerio y se despidieron con un apretón de manos. Él le preguntó nuestra dirección para visitarnos, y Amelia no tuvo más remedio que proporcionársela.
Cuando ella se fue, aquel hombre volvió a mirarme de arriba abajo.
– Así que es usted hijo de Amelia…
– Bueno, en realidad… se podría decir que soy como su hijo, me ha criado ella. Mi padre y Amelia viven juntos hace una eternidad.
– ¿Y a qué se dedica su padre?
– Desgraciadamente fue herido durante la guerra, está inválido, no tiene piernas.
– Les visitaré una tarde de estas, espero que ni a usted ni a su padre les moleste.
– ¡Oh, no!, venga cuando quiera, los amigos de Amelia son siempre bienvenidos.
Cuando regresé a casa por la noche, encontré a Amelia contándole a mi padre lo sucedido. Fue en ese momento cuando descubrí que Amelia había estado enamorada de un agente soviético que se llamaba Pierre.
– Iván Vasiliev se portó bien conmigo, aunque tenía miedo -nos explicó Amelia-. Cuando fuimos a Moscú, a Pierre le pusieron a las órdenes de Vasiliev. Fue muy correcto con él, aunque Pierre me comentaba que parecía inseguro, pero que era un buen hombre. Fue él quien me dijo que habían detenido a Pierre porque sospechaban de él al haber sido uno de los agentes controlados por Igor Krisov, otro espía al que acusaban de traición por haber desertado. Cuando conocí a Iván Vasiliev era sobre todo un hombre con miedo; ahora parece cambiado, no sólo porque ha envejecido… es como si ahora le fuese bien.
– Me preocupa que sea un hombre de la KGB -afirmó Max.
– A mí también -aceptó Amelia.
Iván Vasiliev se presentó en nuestra casa dos días después. Trajo una botella de vino del Rin, un paquete de salchichas y un trozo de pastel.
Se mostró encantador, ayudó a Amelia a preparar las salchichas y a mí a poner la mesa, y jugó una partida de ajedrez con mi padre. Si le sorprendió que hubiera sido oficial de la Wehrmacht no lo dijo, aunque escuchó con interés cuando ella explicaba cómo Max había pertenecido a un grupo de oposición a Hitler.
– Una sola bala habría evitado la guerra, pero ninguno de nosotros se atrevió a dispararla contra el Führer -admitió mi padre.
– No creo que los rusos puedan sentirse muy orgullosos del Pacto Ribbentrop-Molotov -dijo Amelia, intentando provocar a Iván Vasiliev.
– Pura táctica. Stalin en aquel momento evitó la guerra -replicó aquel hombre.
– Solo la aplazó y destrozó la moral de miles de comunistas que jamás entendieron que la Unión Soviética pactara con Hitler -respondió Amelia.
– Sin nosotros jamás se hubiera derrotado a Hitler -sentenció Iván Vasiliev.
– Es cierto, pero si el Führer no hubiera invadido la Unión Soviética, ¿qué habrían hecho? ¿Le habrían permitido que continuara con sus atrocidades?
– La historia es la que es, no la que pudo ser o dejar de ser. Hitler se equivocó al atacarnos, lo mismo que Napoleón. Y aquí estamos.
No sé por qué, pero mi padre simpatizó con Iván Vasiliev y éste con él. Parecían sentirse cómodos el uno con el otro. Después de esa noche fueron otras muchas las que compartimos con Iván Vasiliev. Al principio Amelia estaba tensa, pero poco a poco se relajó. Era evidente que él era uno de los miembros de la KGB destinado en Berlín, luego debía de contar con la confianza absoluta de sus jefes. Si había sobrevivido a las purgas de Stalin es que era un hombre duro e inteligente.
Amelia le contó a Garin su reencuentro con Iván Vasiliev y le pidió que se lo dijera a Albert James.
– ¿Quieres volver a la acción? -le propuso Garin.
– No, de ninguna manera. Si te pido que se lo digas a Albert es porque ambos coincidimos con él en Moscú hace muchos años.
– De manera que hace mucho tiempo que os conocéis…
– Mucho más del que puedas imaginar.
– Tener como amigo a alguien de la KGB es una gran oportunidad…
– ¿Oportunidad para qué? Ya te he dicho que no quiero volver a trabajar ni para Albert ni para nadie. Estamos bien así, Max ahora es feliz, duerme tranquilo y yo también.
Pero la suerte no estaba de nuestra parte. Walter, el hijo de Iris, que ya era un jovencito que tenía trece o catorce años, se presentó una noche de improviso en nuestra casa. Estábamos en vísperas de Navidad, aunque el partido había desterrado la festividad sustituyéndola por vacaciones de invierno, de manera que no había clases.
– Mi madre me ha dicho que venga aquí y que avises a Garin. Cree que sospechan de ella y que la van a detener.
Walter estaba asustado y temblaba. Tenía el rostro enrojecido y hacía un gran esfuerzo para no llorar.
Amelia intentó tranquilizarle. Me mandó que le trajera un vaso de agua de la cocina y le pidió que se sosegara.
– Y ahora cuéntame lo que ha sucedido -le pidió a Walter.
– No lo sé. Mi madre lleva varios días nerviosa, dice que está segura de que la siguen. Se pasa las noches mirando a la calle a través de las cortinas. No quiere que responda al teléfono, y me ha prohibido que lleve a ningún amigo a casa. Esta tarde, cuando he llegado, la he encontrado con todas las luces apagadas. Me ha dado un dinero que tenía guardado, dólares norteamericanos, y me ha mandado aquí. Me ha dicho que no debía ponerme en contacto ni con Garin, ni con Konrad, ni con Otto, que eso ya lo harías tú, y que confiara en ti, que si alguien podía salvarme eras tú. Luego me ha dicho que viniera aquí pero no directamente, que debía coger varios autobuses en direcciones distintas, y también caminar, y cuando estuviera seguro de que nadie me seguía, venir a tu casa. No sé lo que pasa, sólo que ella estaba muy asustada.
– No puede quedarse aquí -intervino Max-. Si están siguiendo a Iris, tarde o temprano buscarán en casa de todos sus amigos y también vendrán aquí, y si encuentran a Walter, creerán que sabemos dónde está ella.
– Pues se quedará -respondió Amelia, plantándose ante Max con una furia que me sorprendió.
– No he dicho que no debamos ayudarle, sino que no debe estar aquí -respondió él muy serio.
– ¿Y dónde quieres que le lleve?
– Al sótano -intervine yo-, allí no le encontrarán.
En el sótano se acumulaban nuestros antiguos muebles y los trastos viejos de los vecinos. Nosotros teníamos la llave.
– Buena idea, Friedrich -dijo mi padre.
– Pero está todo sucio y la bombilla apenas alumbra -se quejó Amelia.
– Pero allí es fácil esconderle. Yo sé de un lugar en el sótano donde no le encontrarán -insistí.
– ¿Qué lugar? -preguntó Amelia con curiosidad.
– Cuando era pequeño me gustaba explorar el sótano. Iba con mi linterna, y bueno… un día casi me caí en un agujero que no había visto nunca porque estaba tapado con una madera muy fina. Descubrí un hueco, creo que ahí debían guardar carbón porque las paredes, que son de ladrillo, están muy sucias. Yo utilizaba para bajar una pequeña escalera de hierro que encontré entre los trastos viejos.
– Nunca nos hablaste de tu descubrimiento -me reprochó mi padre.
– Todos tenemos secretos, y ése era el mío.
– Pero Walter no estará bien allí… -protestó Amelia.
– Podemos preparar un escondite por si acaso la policía viniera aquí -insistí.
Aceptaron mi plan, y sin hacer ruido, cada uno con una linterna, fuimos al sótano Amelia, "Walter y yo. Walter puso cara de horror cuando vio el sótano oscuro y el hueco del que les había hablado. Pero Amelia nos envió a casa a por los utensilios de limpieza.
– Lo prepararemos solo por si te tienes que ocultar.
Cuando salió del agujero estaba tiznada de negro hasta el último cabello, pero parecía contenta.
– Bueno, ahora está mucho mejor. Y con esas mantas que he puesto en el suelo y esa almohada estarás bien si tienes que esconderte. No sé por dónde, pero entra aire. Mañana bajaremos para ver mejor, pero tengo la impresión de que ese hueco debe dar a alguna parte.
A la mañana siguiente, Amelia se levantó temprano para ir a trabajar, deseaba llegar cuanto antes para ver a Garin. A mí me encargó que cuidara de Walter y que no le permitiera salir con ninguna excusa.
– Garin, anoche Walter vino a casa. Nos ha contado que Iris cree que la siguen.
– Anoche fueron a detenerla.
– ¡Dios mío!
– Hace unos días Iris me dijo que creía que su jefe sospechaba de ella y estaba segura de que la seguían. Una tarde en la que su jefe se despidió hasta el día siguiente, Iris se quedó, como solía hacer, un rato más con la excusa de ordenar papeles. Era el momento que aprovechaba para microfilmar documentos. Pero él regresó a por algo que se le había olvidado, ella escuchó sus pasos y le dio tiempo a guardar la cámara, pero los papeles que estaba microfilmando no tuvo tiempo de esconderlos. Su jefe le preguntó qué hacía, y ella respondió que estaba buscando un documento que creía que se le había traspapelado. El no la creyó aunque se comportó como si aceptara la explicación.
– ¡Dónde está! ¡Dime dónde se la han llevado!
– A ninguna parte. Tenía una pastilla de cianuro como la tenemos todos nosotros por si nos detienen. Ya lo sabes, tú tenías una igual. No permitió que la detuvieran. Solía decir que ella no podría soportar que la torturasen. Cuando la policía fue a buscarla a su casa, tiró la puerta y la encontró muerta.
– ¿Cómo sabes todo esto?
– Por un amigo que trabaja en el Ministerio de Exteriores, cerca del departamento de Iris. Lo que ha pasado es un secreto a voces. Ahora están buscando a Walter.
– Está en mi casa, pero le esconderé.
– Hay que sacarle de Berlín. Es lo que Iris hubiera querido, siempre decía que algún día se marcharía con Walter para emprender una nueva vida. Estaba ahorrando para poder hacerlo. Soñaba con vivir en el otro Berlín, ya ves, tan lejos y tan cerca de aquí.
– Pero ¿cómo le sacaremos?
– No lo sé, tengo que ponerme en contacto con Albert. No es fácil salir de aquí, ya lo sabes.
– Pero debéis tener alguna ruta de escape…
– Todos los intentos de saltar el Muro ya sabes cómo terminan.
– Puede que nos estemos precipitando, contra Walter no tienen nada, es un niño.
– Un huérfano al que encerrarán en una institución del Estado y al que tratarán como al hijo de una traidora. ¿Te imaginas lo que eso significa? Eso no es lo que Iris hubiese querido y tú lo sabes. Si supone un problema para ti, trataré de sacarlo esta noche de tu casa, ya nos las arreglaremos. -El tono de voz de Garin era cortante.
– ¡Sabes que quiero a Walter! También quería a Iris, haré lo que sea.
– Entonces ocúltale hasta que yo te diga. Cuando sepa cómo sacarle de Berlín, te lo diré. Al menos estamos de suerte, en la escuela no le echarán en falta porque son las vacaciones de invierno.
– Pero la policía le estará buscando y lo harán en las casas de los amigos de Iris.
– Sí, es posible que alguno de nosotros recibamos alguna visita. Ya sabes que hemos procurado ser discretos y que no nos vieran juntos, pero es inevitable que alguien nos haya visto, de manera que debemos estar preparados para todo. Tú también.
– Hace mucho tiempo que no veía a Iris…
– Lo sé, pero eso no te librará de que la policía registre tu casa. ¿Dónde vas a esconderlo?
– Puedo ocultarlo en el sótano. Friedrich encontró un agujero donde debían de guardar el carbón. Creo que allí no le encontrarán.
– Procura actuar con naturalidad, hacer vuestra vida normal. Yo me pondré en contacto contigo cuando sepa cómo sacar a Walter.
– Quizá podría saltar el Muro, ya sabes que pasa por delante de mi casa.
– No se te ocurra hacer nada. Espera a que te avise.
Mi padre pidió que le colocáramos la silla de ruedas junto a la ventana para así poder estar atentos a cualquier cosa que se saliera de lo habitual.
Walter apenas salía de mi habitación. Yo procuraba estar con él todo el tiempo posible, pero Amelia me insistió en que debía salir y estar con mis amigos. No quería que me echaran en falta y alguno se presentara en casa. Ella misma acudía todos los días a trabajar puntualmente aguardando impaciente a que Garin le dijera qué hacer. Todos los días le preguntaba, pero él aún no tenía la respuesta.
Iván Vasiliev nos sorprendía a menudo presentándose en casa sin avisar. Solía excusar su presencia explicando que pasaba cerca y que había decidido acercarse a saludarnos. Siempre era bienvenido por mi padre, que disfrutaba con él jugando al ajedrez y compartiendo una copa de coñac de una botella que Iván Vasiliev le había regalado. Nunca venía con las manos vacías. Las tiendas especiales donde compraban los jerarcas estaban bien surtidas de productos de Occidente, de manera que no era raro verle llegar con mantequilla holandesa, vino español, aceite italiano o queso francés. Para nosotros eran lujos fuera de nuestro alcance y se lo agradecíamos sinceramente. Creo que para él éramos lo más parecido a una familia.
Pero en aquellos días, de quien menos queríamos recibir una visita era precisamente de Iván Vasiliev.
El timbre de la puerta nos sobresaltó. Amelia estaba haciendo la cena y Walter ponía la mesa. Empujé a Walter a mi habitación, ya no había tiempo de esconderle en el sótano.
Iván Vasiliev me entregó sonriente un par de botellas que traía en la mano.
– ¡Ah, querido Friedrich, no he podido resistir la tentación de pasar a visitaros para traer este pequeño obsequio a Amelia!
Eran dos botellas de aceite de oliva español que Amelia le agradeció sinceramente.
– ¿Te quedarás a cenar? Estoy preparando una tortilla, y ahora con este aceite… ya verás, el sabor será mucho mejor.
– Tenía la esperanza de que te apiadaras de este pobre hombre solitario -respondió Iván Vasiliev mientras buscaba acomodo junto a Max.
Amelia parecía tranquila, como si fuera una noche cualquiera, pero mi padre y yo estábamos nerviosos y nos costaba ocultarlo. Aún recuerdo cómo temía que Walter hiciera algún ruido que le delatara, y me preguntaba que si eso sucedía, qué haría Iván Vasiliev, ¿nos haría detener?
– Max, amigo mío, te veo preocupado. Y a ti también, Friedrich ¿Sucede algo?
– Nada de importancia, pero ya sabes cómo somos los padres respecto al futuro de los hijos. Friedrich quiere especializarse en medicina interna, y Max le dice que debe ser más ambicioso.
– Pues creo que tu padre tiene razón. Eres un alumno brillante que puede aspirar a más que a ser un médico generalista. Un buen cirujano, un neurólogo, un especialista, siempre tiene más peso.
– ¿Para qué? Prefiero hacer lo que me gusta, y lo que me gusta es ser como mi padre -respondí yo, siguiendo el juego de Amelia.
– No quiere hacerme caso -se lamentó Max.
– O sea que no he llegado en un buen momento…
– ¡Claro que sí! Gracias a ti se ha acabado la discusión, y así podremos cenar tranquilos. -Amelia le sonreía con una inocencia tal que parecía auténtica.
La tortilla estaba buenísima, e Iván Vasiliev le prometió a Amelia que volvería a conseguir más botellas de aceite de oliva español con la condición de que le invitara a degustar lo que condimentara con el aceite. Después jugó una partida de ajedrez con mi padre, pero éste estaba distraído y no lograba centrarse, de manera que Iván Vasiliev no insistió en darle la revancha.
– Volveré pronto, queridos amigos. Y… cuídate mucho, Amelia.
– Sí, claro, ya lo hago.
Cuando Iván Vasiliev se marchó, nos preguntamos por aquella recomendación. Mi padre sugirió que aquella visita no había sido casual, como tampoco las últimas palabras del soviético. Pero Amelia no nos permitió seguir especulando.
El pobre Walter se había quedado sin cena, y tuvo que conformarse con una taza de leche y un bizcocho.
– Tenemos que estar más atentos, hoy ha sido Iván Vasiliev quien nos ha cogido desprevenidos, pero ¿y si llega ha ser la KVP…? -advirtió mi padre.
– Nuestra casa está encima del sótano, quizá deberíamos hacer un agujero y conectarlos -propuse yo.
– ¡Estás loco! Se enteraría todo el vecindario si comenzamos a dar golpes para hacer un agujero en el suelo, y además no sabemos lo sólido que es, ni con qué nos vamos a encontrar -objetó mi padre.
– Creo que Friedrich tiene razón -replicó Amelia, a quien las objeciones de Max no habían convencido-, si alguien se presenta de improviso, no nos daría tiempo a sacar de aquí a Walter. Tampoco podemos confinarle todo el tiempo en ese agujero oscuro del sótano. Comunicaremos nuestra casa con el sótano; lo haremos nosotros mismos con cuidado, procurando no hacer demasiado ruido. Si los vecinos preguntan, diremos que estamos haciendo una pequeña obra porque la casa está un poco deteriorada.
– ¿Cuándo empezamos? -Yo estaba entusiasmado con que Amelia hubiera aceptado mi propuesta.
– Ahora mismo, pero haremos el agujero desde abajo. Veremos si se oye el ruido.
Walter y yo bajamos al sótano con una linterna y calculamos el lugar que creíamos que se correspondía con la cocina. Empezamos a picar el techo del sótano. Amelia bajó al cabo de unos minutos asegurando que no se oía demasiado ruido, pero que aun así debíamos tener cuidado. Envolvimos las herramientas en trapos para amortiguar el ruido de los golpes, y trabajamos un buen rato, hasta que Amelia nos mandó ir a dormir.
En un par de días habíamos hecho el agujero. Podíamos haberlo terminado la noche que comenzamos, pero Amelia no nos lo permitió. Prefería que fuéramos despacio para no llamar la atención. El agujero en el techo del sótano coincidía con una pequeña despensa junto a la cocina donde Amelia guardaba la escoba, el recogedor, la plancha y otros utensilios de la casa. Disimulamos lo mejor que pudimos el agujero, pero antes comprobamos que Walter cabía por él y colocamos en el sótano un viejo colchón para que cuando se deslizara no se rompiera una pierna. Casi deseaba que Iván Vasiliev nos volviera a visitar para comprobar la efectividad de mi idea.
Garin le dijo a Amelia que Albert ya estaba al tanto de la situación y que se había comprometido a hacerse cargo de Walter.
Una tarde en la que Amelia cogió el autobús para regresar a casa, un hombre se sentó a su lado. Parecía un trabajador de alguna fábrica. Cabello gris, bigote, gorra calada, gafas, gruesos guantes y bufanda, y un abrigo desgastado por el uso.
– Ni hables ni te muevas.
A Amelia le costó no hacerlo. Reconocía la voz de Albert James en aquel hombre cuyo aspecto la resultaba desconocido.
– Hemos comprobado que nadie vigila tu casa. Hacía mucho tiempo que no veías a Iris, quizá sea por eso, o quizá porque no se atreven a vigilar a una amiga del coronel de la KGB Iván Vasiliev.
– Le pedí a Garin que te explicara la aparición de Iván Vasiliev.
– Y lo hizo. Recuerdo bien lo de Moscú, pero entonces tú decías que era un pusilánime, un hombre asustado. Ahora es todo un coronel, con una medalla al valor conseguida en el frente. Y uno de los hombres más peligrosos que existen. Sabemos que ha colocado topos en lugares estratégicos de Occidente, pero no sabemos dónde. Sólo que hay información sensible que llega a sus manos. Es amigo tuyo, y por tanto puedes ayudarnos.
– ¿A traicionarle? No, no lo voy a hacer.
– Es curioso, no te importó engañar a Max y tienes escrúpulos para hacerlo con el coronel Vasiliev.
– Sé que es muy sutil la línea entre la mentira y la traición, pero yo nunca sentí que traicionaba a Max. Sabía que queríamos lo mismo, acabar con Hitler. Pero no voy a discutir eso contigo. Ya no trabajo para ti. Creía que estabas aquí para sacar a Walter.
– Sí, a eso he venido, pero también para pedirte que nos ayudes a descubrir a un topo que Vasiliev ha infiltrado no sabemos dónde, pero que tiene acceso a información nuestra y de los británicos.
– Con quienes seguís compartiéndolo todo.
– Casi todo. Son nuestros primos hermanos.
– Ya te he dicho que no voy a volver a trabajar para vosotros.
– Piénsalo. Iré a por Walter esta noche.
– ¿Cómo le sacarás?
– Eso permíteme que no te lo diga.
Cuando Amelia llegó a casa, pidió a Walter que se preparara.
– Te irás esta noche.
– Yo… yo quiero quedarme aquí, con vosotros.
– No es posible y tú lo sabes. Estarás bien, ya lo verás y cumplirás los sueños de tu madre. Vas a tener una buena vida, te lo prometo.
Pero Walter se echó a llorar, esta vez no reprimió las lágrimas tantas veces silenciadas desde la muerte de su madre.
Max vigilaba la calle y no vio a ningún coche ni a nadie sospechoso. Pero de repente creyó ver una sombra acercarse al jardín que daba acceso al edificio.
– Puede que sea Albert. Ojalá, dentro de dos minutos los focos de los guardias iluminarán la zona.
Mi padre tenía cronometrado cada cuánto tiempo los focos iluminaban nuestra zona por las noches, y lo que tardaban las patrullas en pasar.
Amelia salió al portal y abrió la puerta, esperaba que fuera Albert y se quedó esperando en la oscuridad.
Era él. Entró con paso rápido en nuestra casa. Al igual que le había pasado a Amelia, también a nosotros nos costó reconocerle.
Walter se había escondido en la despensa y tenía la trampilla levantada por si tenía que esconderse en el sótano.
– Muy ingenioso -admitió Albert cuando le contamos lo que habíamos hecho.
Amelia le explicó que sólo nosotros teníamos llave del sótano, y que yo había encontrado un hueco en el suelo que podía servir de escondite.
– Hay aire, lo que no sé es de dónde proviene.
– ¿Me dejas una linterna para echar un vistazo? -pidió Albert-. Sí, claro que sí, pero ¿no se hará tarde? -preguntó Amelia, nerviosa de que pasara el tiempo y eso dificultara que pudiera llevarse a Walter.
Acompañé a Albert al sótano, deslizándonos por el agujero que habíamos hecho en la despensa. Le ayudé a examinar el hueco que había en el suelo del sótano. Encendió una cerilla para ver de dónde llegaba el aire y descubrimos una fisura en una pared.
– Es un muro delgado que da a alguna parte, incluso… no sé, pero parece que se escucha algún ruido, puede que haya algún túnel de metro cerca de aquí…
– Lo mismo es la cloaca, en el jardín que da al edificio hay una alcantarilla, está disimulada por las plantas. La tapa no se puede levantar. Cuando era pequeño lo intenté en varias ocasiones. Me gustaba jugar a descubridor de tesoros, y bajar a las alcantarillas me parecía toda una aventura. Pero no lo conseguí.
Subimos a casa, y Albert preguntó cuántos metros nos separaban del Muro.
– Dos metros de la alambrada y veinte del Muro, pero si tienes razón y en ese hueco del sótano se filtra aire de las alcantarillas, debes saber que han tapiado todas las compuertas que dan al otro lado de la ciudad, y que hay patrullas vigilando continuamente las cloacas. Imagino que si Friedrich tiene razón y en el jardín hay una rejilla que da entrada a las cloacas, este tramo debe de estar aún más vigilado puesto que nos encontramos cerca del Muro -comentó mi padre.
– Me gustaría volver a echarle un vistazo. Veré si me puedo hacer con un mapa de cómo estaban las cloacas de Berlín antes de la guerra. Si fuera así… quizá nos podría servir para sacar a gente de aquí.
– Ya te he dicho que no trabajo para ti. -Amelia hablaba en voz baja pero con furia.
– ¿Te negarías a salvar vidas? Porque a veces es de lo que se trata, de salvar la vida de alguien. No imaginas lo difícil que es sacar a la gente de aquí, cada vez más. Hemos desarrollado nuestro ingenio, pero no más que los rusos o los de la KVP. ¿No lees los periódicos? Hace dos semanas murió otro hombre intentando saltar el Muro. ¿Cuántos más crees que van a morir?
– Se te hace tarde -le cortó mi padre.
– Sí, tienes razón. Gracias por haber cuidado de Walter.
– No me des las gracias, le queremos -dijo Amelia.
Salieron de casa y se perdieron entre las sombras de la noche. No sé si Amelia llegó a saber cómo le sacaron de Berlín. Y si lo supo, nunca nos lo dijo.
La posibilidad de que nuestro sótano conectara con las cloacas había prendido en Amelia. De manera que en cuanto pudo, ella misma comenzó a intentar hacer un agujero en la pared del hueco del sótano por donde creíamos que se filtraba aire. Yo la ayudé, pese a las protestas de mi padre, que nos conminaba a que lo dejáramos estar. No nos costó mucho hacer un pequeño agujero, pero la negrura era absoluta, de manera que con un haz de luz de la linterna iluminamos la oscuridad temiendo lo que podíamos encontrar. Oíamos ruido de agua y pudimos ver que el agujero daba a otro hueco que a su vez conectaba con las cloacas.
– No se escucha nada, de manera que abriremos más la brecha en la pared y me deslizaré al otro lado con una linterna, quiero ver adonde llega -dijo Amelia.
– Ya has oído a mi padre, los soldados patrullan las cloacas y con más motivo en los lugares cercanos al Muro. Es peligroso.
– Sí, ya lo sé, pero mientras lo hago, ves pensando en cómo podemos disimular el agujero. Si los soldados pasan, no creo que se metan en este hueco que da al nuestro; pero aun así, debemos disimularlo lo mejor posible.
– Pero ¿para qué quieres hacer esto? -pregunté, nervioso.
– No lo sé, quién sabe si algún día lo podemos necesitar.
– Déjame que te acompañe, habrá ratas.
– No, iré sola. No es la primera vez que ando por las cloacas. Ya sé cómo huelen y qué me puedo encontrar.
Fuimos quitando los ladrillos con cuidado, hasta que Amelia pudo saltar al otro lado. Vi cómo se perdía en las profundidades del subsuelo berlinés con tan sólo un haz de luz. Pasó cerca de una hora y me asusté porque a lo lejos escuché pisadas fuertes y voces. No respiré tranquilo hasta que la vi regresar. Olía a suciedad, tenía las manos raspadas y las botas mojadas, pero parecía contenta.
– ¿Se te ha ocurrido algo para disimular el paso?
– Sí, haremos un bloque con los ladrillos que hemos ido quitando, luego los volveremos a poner, y así, en caso de necesidad, será fácil levantarlos. Pero dime, ¿qué ha pasado? He escuchado voces.
– Y yo también, casi me muero del susto. Tuve que apagar la linterna. Había una patrulla, creo que eran cinco o seis hombres, hablaban entre ellos, pasaron cerca de mí, pero no me vieron. Me quedé muy quieta hasta que les oí alejarse.
– De manera que mi padre tiene razón y hay soldados patrullando las cloacas…
– Así es. Ahora vayamos a casa, mañana volveré a bajar.
– ¿Para qué?
– Quién sabe si encontramos la manera de llegar al otro lado…
– Es imposible, mi padre ha dicho que han cegado todas las compuertas.
– Ya, pero las aguas residuales continúan pasando…
– ¡No pretenderás meterte en esas aguas! -exclamé, horrorizado.
– Ya veremos, ya veremos…
Unos días después, mientras Amelia estaba en el archivo ordenando unas carpetas, Garin se acercó a ella. Estaban lejos de las miradas del resto de los funcionarios del departamento, de manera que podían hablar tranquilos.
– Walter ha llegado bien, quería que lo supieras.
– ¡Gracias a Dios!
– Albert se ha arriesgado mucho.
– ¿Cómo le sacó?
– No lo sé.
– ¡Vamos, Garin!
– Lo que sí me ha pedido Albert es que te diga que irá a visitarte. Al parecer tienes un sótano muy interesante.
– Ya le dije que se olvidase de mí.
Garin sonrió, se encogió de hombros y salió del archivo.
Ni mi padre ni Amelia sabían que yo pertenecía a un grupo de estudiantes que se reunía periódicamente con Konrad. Hablábamos de política y organizábamos actividades dentro de la universidad en las que, con mucha cautela, intentábamos burlar la censura.
Obras de teatro, lecturas de textos, música… todo nos servía para creer que estábamos haciendo una dura oposición a las autoridades de la República Democrática. Sin duda en la universidad había informadores de la policía, pero estábamos convencidos de que nuestro grupo era impenetrable.
Nadie entraba sin el visto bueno de Konrad, de manera que cuando él se presentó con dos chicas a los ensayos de una obra de teatro que estábamos preparando, no desconfiamos de ellas.
– Os presento a Ilse y a Magda, son dos de mis mejores alumnas.
Además de la obra de teatro, estábamos organizando una jornada de protesta en la universidad. Íbamos a reclamar más libertad, y que liberaran a un profesor de historia al que habían detenido acusándole de actividades contrarias a la República Democrática.
Pensábamos organizar una marcha silenciosa por el campus y llevar pancartas con una sola palabra escrita: «Libertad». No se gritarían consignas, marcharíamos en silencio. Creíamos que una manifestación silenciosa sería muy efectista. También preparábamos octavillas reclamando la libertad del profesor detenido con las que pensábamos inundar todo el recinto.
Me quedé prendado de Ilse nada más verla. Parecía una valkiria: rubia, alta, delgada, con los ojos azul oscuro… Era una belleza. Magda también, aunque era diferente a Use. El cabello de Magda era negro, la piel muy blanca, los ojos verdes. No era tan alta como Use, ni tan delgada, pero era imposible no fijarse en ella.
Se acercaba la fecha de la manifestación y Konrad había previsto una reunión en la pequeña imprenta en la que imprimía nuestro material clandestino. Ninguno de nosotros sabía dónde estaba la imprenta, pero lo más importante es que a la reunión iba a acudir la plana mayor que dirigía la oposición en la universidad y en los círculos intelectuales que apoyaba el movimiento clandestino.
– Creo que Ilse y Magda deberían venir a la reunión. Así conocerán al resto de la gente. Friedrich, tú irás a buscarlas -dijo Konrad.
– Pero no sé dónde está la imprenta -respondí yo.
– Ya lo sé, una vez que estés con las chicas, iréis al parque y allí os encontraréis con otro grupo. No os preocupéis, alguien aparecerá para guiaros.
Ilse y Magda aceptaron encantadas. Estaban deseando conocer al resto del grupo.
Aquella noche dormí mal y a la mañana siguiente Amelia notó mis ojeras.
– ¿No has dormido bien?
– Supongo que estoy nervioso por los exámenes.
Salimos de casa como todas las mañanas y fuimos andando hasta la parada de autobús en la que nos separábamos. Cuando llegué a la universidad me encontré con Use, y hablamos de la reunión de la tarde. Estaba esperando a Magda para entrar en clase, pero se estaba retrasando.
Cuando salí a mediodía para ir a casa, Ilse me alcanzó. Estaba pálida, nerviosa, parecía fuera de sí.
– Ha ocurrido algo… yo… no sé si tiene importancia pero estoy preocupada… Estoy buscando a Konrad pero ya se ha marchado y no tengo el teléfono de su casa, ni su dirección, no sé qué hacer…
– Cálmate y dime qué ha pasado.
– Magda ha llegado tarde esta mañana. Me dijo que se había encontrado mal y que se había quedado un rato más en la cama. No parecía enferma, pero pensé que a lo mejor se había indispuesto por algo pasajero. Pero nos cruzamos con un compañero que le preguntó: «Vaya, Magda, ¿dónde ibas esta mañana tan temprano y con tanta prisa? te llamé pero ni me oíste… claro que yo también voy deprisa cuando paso delante de la KVP… pero me pareció que tú ibas allí…», y luego él se echó a reír y ella hizo lo mismo; pero yo, que la conozco, sé que se había puesto nerviosa.
– ¿Desde cuándo sois amigas?
– La conozco desde que comenzamos la carrera, pero nos hemos hecho amigas este curso. Es muy inteligente, de hecho es la mejor alumna de Konrad.
– Y tú crees…
– No sé, Friedrich… pero me he asustado. Hay informadores por todas partes, sabemos que no debemos fiarnos de nadie… Puede que esté siendo injusta con Magda, es lo más seguro, pero no me quedaba tranquila si no se lo decía a alguien, y como no he encontrado a Konrad… Yo… la verdad es que nunca debí meterme en este lío, no sé, yo no creo que las cosas vayan tan mal como dice Magda, pero aun así… en fin, no me gustaría que a nadie le pasara nada…
– Y yo tengo que ir a buscaros esta tarde a su casa… -me lamenté.
– Bueno, Magda me ha dicho que a lo mejor iríamos solas. Me ha pedido que vaya a buscarla a su casa.
– ¿Y cómo pensáis llegar si no sabéis dónde está la imprenta?
– Quiere que tú también vayas a su casa. No sé, Friedrich pero me encuentro mal… no sé qué pensar…
Yo tampoco sabía ni qué pensar ni mucho menos qué hacer. Telefoneé a Konrad pero en su casa me dijeron que no iría a almorzar. Tampoco me atrevía a hablar con otros compañeros y a sembrar dudas sobre Magda. No sabía si Ilse era una paranoica, o si tenía envidia de Magda, o si, por el contrario, sus sospechas estaban fundadas.
Tomé una decisión que resultó ser la acertada. Cuando llegué a casa, le hice una seña a Amelia y cerré la puerta de la cocina. Mi padre estaba adormilado y no nos prestó atención. Le conté todo lo que sucedía, y pude ver su disgusto cuando se enteró de que yo participaba en las actividades de la oposición universitaria.
– No debes ir a casa de esa Magda, puede ser una trampa.
– O puede no ser nada.
– ¿Tienes la dirección?
– Sí…
– ¿Y a qué hora debes estar allí?
– A las seis.
– Iremos antes.
– ¿Iremos?
– Sí, yo iré contigo.
– Pero…
– ¡No hay peros! Harás lo que yo te diga.
No protesté y acepté de buena gana. Salimos de casa nada más terminar de comer.
Fuimos andando hasta la dirección de Magda y desde lejos Amelia estuvo vigilando para ver si veía algún movimiento extraño. Faltaban tres horas para la cita y ella parecía dispuesta a que esperáramos allí. Yo ya estaba aburrido cuando vimos pararse un coche cerca de la casa de Magda. La vi descender del vehículo seguida de un hombre y dirigirse a su casa; parecía preocupada. El hombre no estuvo mucho tiempo, porque volvió a salir al cabo de media hora.
– Quédate aquí y no te muevas -me ordenó Amelia.
– ¿Dónde vas?
– Tú vigila si ves algo sospechoso, no tardaré mucho.
El tiempo se me hizo eterno, y estaba distraído cuando escuché la voz de Amelia junto a mí.
– No estás atento.
La miré pero no parecía ella. Llevaba unas gafas de cristal grueso que le cubrían parte del rostro, y un gorro gris que nunca antes había visto y que le cubría todo el cabello. Tampoco reconocí el abrigo.
– Pero…
– Cállate y espera. No te muevas pase lo que pase. Dame tu palabra.
– Pero…
– ¡Dame tu palabra!
– Sí, te la doy, pero no te entiendo… te has disfrazado y… ¿dónde vas?
– Voy a casa de esa tal Magda.
– Voy contigo.
– No, tú no te moverás de aquí o me pondrás en peligro, y no sólo a mí, tú también lo estarás, y tu padre, y todos tus amigos.
La vi entrar en el portal de Magda. No salió hasta media hora después.
– Llamarás a tu amiga Ilse y le dirás que te has puesto enfermo, y que ella también debería descansar puesto que está acatarrada. Espero que sea lo suficientemente lista como para entender que no debe salir de casa.
– Es mejor que vaya yo a su casa…
– No, no irás a decírselo personalmente. La llamarás y le aconsejarás que se meta en la cama y le diga a todo el mundo que está enferma. ¿Lo has entendido?
– Sí, pero…
– ¡Obedece! Tengo que encontrar a Konrad, esa reunión no se puede celebrar.
Y desapareció. Se perdió entre la gente. Obedecí. Llegué a casa y telefoneé a Use. Podía notar su estupor cuando le dije que debía meterse en la cama hasta que se restableciera del catarro.
– Pero… ¿y la cita?
– Haz lo que te digo, ya hablaremos.
Me metí en mi cuarto para evitar que mi padre notara mi nerviosismo.
Amelia llegó más tarde que de costumbre, mi padre estaba nervioso por la espera.
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó mi padre cuando la oyó cerrar la puerta.
– Mucho trabajo, ya sabes que se va a organizar un Congreso por la Paz, y a nuestro departamento lo han cargado de trabajo. Garin no puede con todo y me ha pedido que me quedara para ayudarle.
Yo había salido de mi cuarto y la miré asombrado de que volviera a ser ella. Las gafas, el gorro de lana, el abrigo… todo había desaparecido.
Cuando entró en la cocina para hacer la cena oímos sonar el timbre. Ambos nos sobresaltamos, pero fue ella quien acudió a abrir la puerta.
– No sé si soy inoportuno… -dijo Iván Vasiliev mostrando su mejor sonrisa.
– ¡Claro que no, Iván! Pasa, llegas a tiempo para la cena.
– Gracias, Amelia. Si no fuera por ti, me olvidaría de lo que significa una buena comida. Hoy no he tenido tiempo de traer nada. Estos jovencitos de la universidad han dado mucho trabajo a mis amigos de la KVP -dijo mirándome a los ojos.
– ¿Ah sí? ¿Qué han hecho? -preguntó Max con curiosidad.
– En la KVP los ánimos están alterados. Alguien ha asesinado a uno de sus informadores. La Stasi exige que la investigación pase a ellos, pero en la KVP se niegan. En fin, las peleas habituales entre departamentos.
– ¿Y eso qué tiene que ver con la universidad? -Max seguía interesado en que Iván Vasiliev contara la historia.
– Los jóvenes estaban preparando una manifestación, ¿no has oído nada, Friedrich? Bueno, una manifestación silenciosa pidiendo libertad y sobre todo que se libere a uno de sus profesores que está detenido. Cosas de estudiantes. La policía lo sabía, claro, y tenían preparada una redada. Habrían cogido a una docena de jóvenes y no habría pasado nada más. Pero al parecer los alborotadores tenían prevista una reunión con toda la plana mayor de los activistas universitarios, profesores incluidos. Una buena ocasión para detener a los profesores que corrompen las cabezas de los chicos. Pero el informador debió de cometer algún error y ha aparecido muerto, y curiosamente la reunión no se ha celebrado. En fin, me he pasado la tarde trabajando.
– ¿Ahora te dedicas a perseguir estudiantes? -El tono de Amelia estaba cargado de ironía.
– No, querida, a eso no, pero aunque no es asunto mío me gustaría saber quién disparó al informador de la KVP. Lo hizo con un arma occidental, una Walter PPK, de pequeño calibre. Un arma de mujer, según dicen los expertos. Pero un arma es un arma, no importa su tamaño. El asesino tiene buena puntería, un tiro en el corazón. Murió de inmediato. Ya te digo que debió de ser un profesional. Lo que nos lleva a pensar que estos estudiantes revoltosos y sus profesores tienen buenos amigos en Occidente, ¿no crees?
– Pero cualquiera puede tener un arma así -respondió ella.
– ¿Cualquiera? ¿Tú qué crees, Friedrich…? ¿Has ido esta tarde a la universidad? No sé si sabes que ha habido una redada… Me alegro de que no estés entre los detenidos.
– ¿Y por qué habría de estarlo? Mi hijo ha estado aquí conmigo, y Friedrich sabe que nunca debe meterse en política, nunca; me ha dado su palabra y sé que la cumplirá -le interrumpió oportunamente Max.
– Pero los jóvenes son díscolos y tienen ideas propias, mi querido amigo, aunque me alegro de que Friedrich estuviera aquí, y no tenga nada que ver con los alborotadores.
– Cualquiera puede tener que ver con los alborotadores, todo el mundo se conoce en la universidad -terció Amelia.
– Dejemos hablar a Friedrich -pidió Iván Vasiliev.
Yo debía de estar lívido. Sentía la mirada del coronel traspasarme como si pudiera leer todos mis pensamientos.
– Yo… la verdad es que me ha puesto nervioso lo que ha contado. No es una buena noticia saber que ha habido una redada, que se han podido llevar a gente que conozco… Y… si puedo ser sincero diré que cuando uno es joven sueña con construir un futuro mejor y eso no puede ser un delito.
No sé de dónde saqué fuerzas para esa parrafada, pero pareció impresionar a Iván Vasiliev.
– Vaya, veo que eres valiente saliendo en defensa de tus compañeros. ¿Sabes?, tienes razón, cuando uno es joven quiere cambiar el mundo, sólo que el mundo ya lo cambiamos los de mi generación. Gobierna el pueblo y son los hijos del pueblo quienes ahora van a las universidades; todos somos iguales, y estamos construyendo un mundo mejor para todos. Vosotros los jóvenes lo único que tenéis que hacer es caminar en la misma dirección.
Me quedé callado, me costaba aguantar la mirada de Iván Vasiliev pero también la de mi padre.
– Hay un profesor, un tal Konrad… ha desaparecido, le están buscando. Parece ser que es el principal agitador. Tú le conoces, ¿verdad, Friedrich?
– Es uno de los profesores más queridos de la universidad.
– Nosotros también lo conocemos, incluso en alguna ocasión ha estado en casa, de eso hace mucho tiempo -dijo Amelia con naturalidad.
– ¿Y cómo es que lo conocéis, querida?
– Cuando regresamos a Berlín nos lo presentó un amigo, aún no había Muro… y una noche le trajo a cenar. Fue muy amable, y no me pareció un revolucionario peligroso. Pero de eso hace más de quince años.
– ¿Y quién era ese amigo que os lo presentó?
– Alguien que desgraciadamente ha muerto. Pero en todo caso vivía en Berlín Occidental. Hace unos años las cosas eran diferentes, los berlineses no estaban separados por ningún muro y la gente iba de un sector a otro… no era tan importante cómo pensara cada uno. Entonces los alemanes de este lado no se habían vuelto todos comunistas.
– Pues el profesor Konrad es ahora el hombre más buscado de Berlín…
– Lo encontrarán, seguro que lo encontrarán. -Amelia hizo esta afirmación con rotundidad.
– Bien, me alegro de que Friedrich no tenga nada que ver con los alborotadores. Ahora debo marcharme, la cena exquisita, como siempre, querida Amelia.
– Gracias, Iván.
– Cuidaos, mis queridos amigos, cuidaos.
Hasta que Iván Vasiliev no se marchó, no respiré tranquilo. Mi padre parecía desconcertado.
– ¡Qué raro! No sé, tengo la impresión de que Iván quería decirnos algo… Espero, Friedrich, que no tengas nada que ver con esos activistas de la universidad…
– No te preocupes, papá.
– Y tú, Amelia… no te comprendo. ¿Por qué le has dicho que conocemos a Konrad? Hace años que no lo vemos.
– Porque él ya lo sabe, o si no lo sabe, lo sabrá. Es mejor que vea que no tenemos nada que ocultar. Deben de estar investigando a todos los que conocen a Konrad y en algún momento alguien puede acordarse de que nosotros también lo conocimos.
Como todas las noches ayudé a Amelia a acostar a mi padre y luego me ofrecí para fregar los platos.
– ¿Qué ha pasado? -le pregunté cuando estuvimos solos en la cocina.
– Nada, sólo que has de tener cuidado.
– Ha dicho que han matado a Magda… aunque se ha referido a un informador… se trataba de ella, estoy seguro.
– Eso no nos concierne.
– Con un arma pequeña, de mujer… es lo que ha dicho.
– De eso ni tú ni yo sabemos nada y yo no tengo ningún interés en saberlo.
– Subiste a casa de Magda…
– No.
– Pero te vi entrar en el portal disfrazada de esa manera y tardaste en salir…
– Estuve vigilando, quería saber si salía de la casa alguien a quien no hubiéramos visto. Me marché porque no vi a nadie sospechoso.
– ¿No subiste a su piso?
– No, claro que no, ¡qué tontería! -me mintió.
– ¿Y adonde fuiste después…?
– A buscar a unos amigos que pudieran avisar a Konrad.
– Lo conseguiste.
– Parece ser que sí. Lo están buscando y aún no lo han encontrado.
Aquella noche tampoco dormí. No supe hasta unos días después que Konrad estaba en nuestro sótano. Y pasaron años hasta que Amelia me contó lo sucedido aquella tarde.
Durante unos días ni Max ni Amelia me permitieron ir a la universidad. Aunque me animaban a que hablara con mis amigos por teléfono para decirles que mi padre no quería que fuera. Todos sabíamos que los teléfonos estaban intervenidos, así que nadie decía una palabra de más, sólo preguntaban cuándo iría.
Una noche, cuando mi padre estaba durmiendo y yo tenía la luz del cuarto apagada, oí un ruido en la cocina. Me levanté pensando que sería Amelia quien se habría levantado a por un vaso de agua. Estaba en la despensa levantando la trampilla.
– ¿Dónde vas?
– Vuelve a la cama.
– Dime dónde vas -insistí.
– No te metas en esto. Vete a la cama.
– Por favor… confía en mí.
– Está bien, ven conmigo.
La seguí a través de la trampilla hasta el sótano. Luego descubrió el hueco y lo iluminó con la pequeña linterna. Allí estaba Konrad. Amelia colocó la escalera y bajamos los dos. Le abrace con alivio.
– ¡Estabas aquí!
– Sí, aquí estoy, convirtiéndome en un topo, creo que de estar a oscuras me voy a quedar ciego.
– He venido a decirte que mañana intentaremos pasar al otro lado. Garin nos ayudará. Albert ha estudiado los planos. Si todo es como asegura, estamos a unos cinco o seis kilómetros del otro lado, mejor dicho, de una salida de alcantarilla del Berlín Occidental. Allí te estará esperando.
– Si alguien ve entrar a Garin en esta casa… -Konrad estaba preocupado.
– Trabajamos juntos, no es tan extraño que pueda venir a cenar. Intentaremos que nadie le vea entrar. Habrá gente vigilando. En realidad llevan días haciéndolo para saber si la policía o la Stasi nos siguen los pasos. No han visto nada sospechoso. Parece que no estamos entre sus prioridades.
– Puede que te salve ser amiga de ese coronel de la KGB.
– No lo sé, en todo caso lo intentaremos mañana. Ahora come esto que te he traído y descansa.
Cuando regresamos a la cocina yo estaba alterado.
– De manera que tienes a Konrad ahí escondido y no me habías dicho nada.
– ¡Cállate, Friedrich! Esto no es un juego. Tú y tus amigos os habéis metido en un problema muy serio. Ya sabes que a algunos los han enviado a campos de trabajo. ¿Crees que no han hablado? Claro que lo han hecho, y habrán dado nombres, el tuyo entre otros. Por eso vino aquella noche Iván Vasiliev. Es él quien te ha salvado. Pensó que tu participación no era importante, que eras uno más del grupo de estudiantes rebeldes. Pero nos dio un aviso. No habrá más chiquilladas por tu parte.
– Tampoco han detenido a Use, y ella era la amiga de Magda.
– ¿Cómo iban a detener a la sobrina de un miembro del Comité Central? Además, Ilse no sabía nada, os había conocido el día anterior cuando Konrad os la presentó junto a Magda.
– ¿Su tío es miembro del Comité Central?
– Sí, ¿no lo sabías? Por esta vez os habéis librado los dos, pero no podéis volver a tentar a la suerte. Creen que Ilse se asustó en el último momento y decidió no ir a esa reunión. Es lo que ha mantenido su tío. Además, en los informes de Magda no había nada contra Ilse. Magda la utilizó como gancho para acercarse a Konrad. La KVP infiltró a Magda sabiendo la debilidad de Konrad por las mujeres guapas, pero no se interesó por ella, sino que parecía tener fijación por Use, de manera que Magda se hizo amiga de Use. La sondeaba para saber qué pensaba, pero Ilse no parecía muy preocupada por las cosas de la política, a su familia les va bien, son parte de la Nomenklatura. Pero Magda insistió tanto, que se dejó convencer para acercarse a Konrad. Él no desconfió de ellas, Magda fue muy convincente respecto a su rechazo al régimen, de manera que bajó la guardia y cometió un gran error invitándolas a participar en esa reunión en la imprenta donde se iba a reunir la plana mayor del comité de dirección de la oposición en la universidad y de los círculos intelectuales.
– ¿Y cómo sabes todo esto?
– Por un amigo.
– ¿Mi padre sabe algo?
– Tu padre no sabe nada ¿Es que quieres darle un disgusto? No, no le digas nada.
– ¿Han interrogado a Use?
– Le han dado un aviso, nada más.
– Mañana os ayudaré a buscar la salida de las cloacas.
– No, es mejor que te quedes en casa. Si tu padre se despertar a o alguien viniera…
– ¿Por qué nos traicionó Magda?
– No os traicionó, estaba haciendo su trabajo. Era una agente de la KVP. Llevaba dos años en la universidad intentando introducirse en los círculos de oposición. No tenía prisa, quería coger a la plana mayor de la organización, y a fe que estuvo a punto de conseguirlo. Si Konrad no hubiera actuado con tanta ligereza… pero siempre le han perdido las mujeres guapas como Use.
Estaba asustado, y mucho. De repente me daba cuenta de lo cerca que había estado del abismo y admiré aún más a Amelia por su sangre fría. Desde pequeño supe que ella era especial y que hacía cosas especiales, pero ahora descubría hasta dónde era capaz de llegar, y sobre todo me asombraba su frialdad.
Amelia actuaba como si nuestra vida no se hubiera salido del cauce de la cotidianidad de manera que mi padre no sospechara nada.
Al día siguiente Garin se presentó a cenar. Hacía mucho tiempo que no lo hacía.
Le abrí yo la puerta y me sonrió.
– Hola, Friedrich, hacía tiempo que no nos veíamos. ¡Vaya, ya eres un hombre!
Mi padre le dio la bienvenida y mientras Amelia preparaba la cena, le retó a una partida de ajedrez. No es lo que más le gustaba a Garin, pero aceptó.
Cuando terminamos de cenar, charlamos un rato sobre el trabajo de Amelia y de Garin y del Congreso por la Paz que estaban ayudando a organizar.
– Vendrán jóvenes de todo el mundo. ¡Pobrecillos! De verdad creen que están haciendo algo por la paz, pero en realidad son títeres de Moscú, como lo somos todos nosotros -se lamentó Garin.
– Pero los jóvenes actúan de buena voluntad -les defendió Max.
– Sí, y se manifiestan en sus países por todo aquello por lo que nunca les permitirían manifestarse ni aquí ni en la Unión Soviética. Los agentes de la agitprop son auténticos maestros que han convencido a los movimientos de izquierdas de la maldad intrínseca de la burguesía. Pero están logrando su propósito, que es el de controlar el pensamiento de estos colectivos y dirigirles hacia el objetivo final que es una sociedad enteramente comunista.
»Por eso desconfían de los intelectuales, es decir, de todo aquel que piensa por sí mismo y no sigue las directrices marcadas por Moscú. El partido no puede permitir que los escritores o los artistas decidan lo que el Estado necesita en materia cultural. Es el Estado quien debe decidir qué es lo que hay que crear, cómo y cuándo -explicó Garin.
– ¡Menuda aberración! -No pude reprimir mi opinión.
Mi padre dijo que estaba cansado y ayudé a Amelia a llevarle a la cama mientras Garin quitaba la mesa y llevaba los platos a la cocina.
– No te quedes hasta muy tarde, mañana tienes clase -me recomendó mi padre.
– No te preocupes, estudiaré un rato y enseguida me iré a dormir.
Cerré la puerta de la habitación y seguí a Amelia hasta la cocina, donde Garin había comenzado a lavar los platos.
– ¿Te has encontrado con algún vecino al entrar? -le preguntó a Garin.
– No, y no había nadie en la calle, ningún coche, nadie. Mi gente lleva todo el día vigilando la casa y los alrededores, dicen que no han visto nada sospechoso, de manera que podemos estar tranquilos.
– Estar tranquilos sería una insensatez -respondió Amelia.
Les ayudé a abrir la trampilla que daba al sótano y les vi deslizarse y oí el golpe seco amortiguado por el colchón que habíamos puesto debajo. Lo que sucedió a continuación me lo contaron después.
Konrad estaba adormilado, pero enseguida se espabiló y les ayudó a quitar el bloque de ladrillos que permitía acceder a las cloacas.
Llevaban linternas y una cuerda, y también pistolas por lo que pudiera pasar. Amelia se había cargado al hombro una bolsa con algunas herramientas.
Ella les guió por las cloacas siguiendo el mapa que Albert le había proporcionado a Garin. En dos ocasiones estuvieron a punto de encontrarse de frente con los soldados que patrullaban por allí, pero pudieron esconderse.
– Éste es el punto en el que, según el mapa, las cloacas continúan hacia el otro lado -señaló Amelia.
– Pero la pared está tapiada y han colocado una reja en el agua… no sé cómo podremos pasar.
– Si hacemos un hueco en el Muro, los soldados podrían oírnos -dijo Konrad.
– Sí, por eso creo que lo más conveniente es que intentemos romper la reja y pasar nadando -indicó Amelia.
– ¿Nadando entre estas aguas fétidas? -Konrad parecía asustado.
– Es la mejor solución. Hemos traído herramientas para intentar forzar la reja -insistió Amelia.
Garin palpó la pared, intentando calibrar su densidad.
– Creo que Amelia tiene razón. Ayúdame, intentaré ver si puedo mover la reja.
Amelia ató la cuerda en la cintura de Garin y sacó de la bolsa unas gafas de buceo que eran mías.
– Móntelas, a lo mejor las necesitas.
– ¿De dónde las has sacado? -preguntó Garin.
– Son de Friedrich, te irán bien.
– ¿Es profundo? -quiso saber Konrad.
– Me temo que sí, al menos creo que los pies no me llegan al fondo. Creo que voy a vomitar, el olor es insoportable.
Se colocó las gafas de buceo y metió la cabeza en el agua. Al cabo de un minuto la volvió a sacar.
– ¡Qué asco! Dame las herramientas, intentaré cortar la reja, pero el hueco no es demasiado ancho, espero que no nos quedemos atascados al pasar.
– ¿Quieres que te ayude? -se ofreció Konrad.
– Sí, será más fácil si intentamos romperla entre los dos.
Estaban intentando forzar la reja cuando a los lejos oyeron las voces y los pasos rotundos de los soldados.
– Vienen directos hacia aquí, y no hay ningún lugar donde escondernos -advirtió Amelia.
– ¡Ven aquí! -Garin le tendió la mano y Amelia no se lo pensó y se metió en aquellas aguas negras.
– Cuando les escuchemos más cerca meteremos dentro la cabeza -indicó Garin.
– No podré -se quejó Konrad.
– O lo hacemos o nos descubrirán y nos matarán aquí mismo. Y te aseguro que no es una manera gloriosa de morir. Aguantaremos arriba hasta el último segundo, y luego tendremos que permanecer aquí debajo hasta que se vayan -insistió Garin.
Sin decir ni una palabra, Amelia se acercó a Konrad y le anudó en la cintura la cuerda que sujetaba a Garin, después se la ató también ella.
– ¡Pero qué haces! -En el tono de voz de Konrad había una nota de histeria.
– Es mejor que permanezcamos juntos, si uno tiene la tentación de salir, los otros no lo permitirán.
Se quedaron en silencio y con la linterna apagada mientras escuchaban cómo los pasos de la patrulla retumbaban cada vez más cerca. Un haz de luz iluminó el agua y ellos se sumergieron.
Garin conservaba las gafas de buceo pero Amelia y Konrad no tenían nada que les protegiera el rostro.
Apenas podían aguantar un segundo más bajo el agua. Amelia sentía que la cabeza le iba a explotar, y Konrad hacía esfuerzos por salir del agua, pero Garin y ella se lo impedían sujetándole por las muñecas. De repente Garin soltó a Konrad y tiró de ellos hacia arriba. Volvía a reinar la oscuridad y permanecieron en silencio unos minutos que les parecieron eternos. No querían encender la linterna por si acaso los soldados seguían cerca. Cuando por fin lo hicieron, los tres temblaban de frío y de asco.
– Hay que intentar romper la reja como sea. -Garin volvió a meter la cabeza bajo el agua. Tardaron más de una hora hasta que lograron romper varios barrotes que dejaban un hueco por el que se podía pasar.
– Quién sabe lo que nos encontraremos más adelante. -Konrad estaba preocupado.
– Sea lo que sea, no tenemos otra opción que seguir. Esperemos que los soldados no se den cuenta de que hay tres barrotes sueltos -contestó Garin.
Nadaron un buen rato hasta llegar a una isleta. Amelia consultó el mapa de Albert.
– Diez metros a la derecha deberíamos de encontrar unas escaleras de hierro que suben a la superficie hasta la boca de una alcantarilla. Espero que no nos hayamos equivocado y salgamos delante de la sede de la Stasi -bromeó Amelia.
Caminaron en silencio esos diez metros y encontraron las viejas escaleras de hierro que llevaban hacia la superficie.
Garin subió primero seguido por Konrad, y detrás Amelia.
Tal y como había acordado, Garin golpeó cuatro veces la tapa de la alcantarilla y ésta comenzó a levantarse.
– ¡Gracias a Dios que estáis aquí! -escucharon decir a Albert James.
Unos hombres aguardaban junto a dos coches aparcados al lado de la boca de la alcantarilla, y uno de ellos se acercó con una manta que puso sobre los hombros de Konrad.
– Hemos de volver -afirmó Amelia mirando a Garin.
– ¿Ha sido difícil? -quiso saber Albert.
– Sobre todo repugnante -y Garin acompañó con una risa su respuesta.
– Gracias, Amelia. -El tono de voz de Albert era sincero.
– No tienes por qué darme las gracias. Si de mí depende, no permitiré que nadie caiga en manos de la Stasi.
Amelia y Garin abrazaron a Konrad y le desearon suerte.
– Imagínate cómo se van a poner los sabuesos cuando descubran que estás aquí. -Garin parecía feliz de imaginarlo.
– Creo que deberíais de ser prudentes y no anunciarlo demasiado pronto o eso les volverá locos y empezarán a detener a gente -les aconsejó Amelia.
– No te preocupes, seremos prudentes y… bueno, un día de estos iré a verte -se despidió Albert.
Les recorrió un escalofrío cuando sintieron cómo se cerraba la rejilla de la alcantarilla sobre sus cabezas mientras bajaban a la profundidad de las cloacas.
– ¿Sabes, Amelia?, me sorprende que no estés aterrada andando por este lugar, yo he tenido ganas de gritar unas cuantas veces -admitió Garin.
– No es la primera vez que ando por las cloacas… llegué a conocer muy bien las de Varsovia. Unos amigos me enseñaron a no tener miedo.
– Siempre logras sorprenderme. Viéndote… bueno… nadie diría que eres capaz de hacer nada de lo que haces.
Tuvieron suerte y no se toparon con ninguna patrulla, aunque Garin tardó más de lo previsto en colocar las rejas para que parecieran fijas. Cuando les vi subir por la trampilla del sótano que daba a la cocina respiré tranquilo.
– Son las seis de la mañana, pensaba que os había pasado algo.
– ¿Por qué no preparas café mientras nos quitamos toda esta mierda? -me pidió Amelia.
Le dio a Garin una toalla y entró en el baño con la recomendación de que no hiciera ruido para no despertar a Max. Tuve que entrar a pedirle que saliera de la ducha para que pudiera entrar Amelia, que parecía agotada.
– Creo que tardaré años en quitarme este olor. Ahora salgo.
Mientras Garin bebía una taza de café, Amelia aprovechó su turno para la ducha.
– Lo más complicado será que salgas sin que nadie te vea -dije yo, preocupado, y sin dejar de mirar por la ventana.
– Si hubiera alguien sospechoso afuera, ya nos habrían avisado. Mi gente tenía órdenes de permanecer cerca toda la noche hasta que yo apareciera.
Se marchó un poco antes de que lo hiciéramos Amelia y yo.
– Estás agotada, hoy no deberías ir a trabajar.
– ¿Y qué excusa doy? Es mejor comportarnos con normalidad.
El camino hacia las cloacas desde nuestro sótano era un lugar demasiado importante como para que Albert James no intentara utilizarlo en otras ocasiones. Así que no había pasado un mes desde la fuga de Konrad cuando Albert James fue en busca de Amelia.
Salía del ministerio cuando un anciano que caminaba con un bastón y unas gafas oscuras tropezó con ella.
– Disculpe -le pidió el anciano.
– No se preocupe… no ha sido nada…
– ¿Puede ayudarme a cruzar la calle? -le pidió el anciano que parecía estar ciego.
– Desde luego, ¿en qué dirección va?
El se lo explicó y ella se ofreció a acompañarle un trecho hasta dejarle en un lugar seguro. No habían terminado de cruzar la calle cuando la voz del anciano se transformó en la de Albert James.
– Me alegro de verte.
Ella se sobresaltó y a punto estuvo de soltarle del brazo, pero se contuvo.
– Veo que te has convertido en un experto en disfraces.
– Bueno, tú también los has utilizado.
– ¿Qué quieres?
– Que vuelvas.
– No, ya te lo dije, no insistas.
– Ayudaste a Konrad.
– Konrad es un amigo, tenía la obligación de hacerlo. ¿Cómo está?
– Feliz, como te puedes imaginar. Dentro de unos días aparecerá públicamente y recibirá la bienvenida de nuestra universidad.
– Me alegro por él.
– Necesitamos ese acceso a las cloacas.
– Es muy peligroso, terminarán descubriendo que algunos barrotes de la reja están sueltos. Y cuando lo hagan, preparan una trampa para cogernos, y tú lo sabes.
– Debemos correr ese riesgo.
– Pero es que yo no quiero correr ese riesgo.
– Puedes salvar vidas…
– ¡Vamos, Albert! No intentes conmoverme.
– Ayúdanos, Amelia, te pagaremos bien; el doble de lo que recibías.
– No, y no insistas.
– Tengo que hacerlo.
– Pues no lo hagas, y ahora he de irme, creo que podrás encontrar el camino solo -le dijo con ironía.
– Necesito tu sótano, Amelia.
– Y Max y Friedrich me necesitan a mí. Y además no estoy dispuesta a ayudar a tus amigos alemanes del Oeste, no mientras tengan a su lado a gente que colaboró con Hitler.
Pero Amelia terminó cediendo y no por la insistencia de Albert James, sino para hacer un favor a Otto.
Otto había intimado con el ayudante de un destacado miembro del Comité Central, que decía no compartir los designios de la Alemania de la República Democrática.
El hombre gozaba de algunos privilegios, pero no había podido soportar ver cómo algunos de sus amigos habían terminado en campos de trabajo por haber mostrado alguna opinión discrepante ante oídos afectos al régimen. Tenía miedo e información, una combinación que resultaba propicia para que Otto le convenciera de que se pasara a la República Federal.
– Lleva muchos años trabajando en el Comité Central, conoce todos sus entresijos, y tiene información estratégica que puede ser muy útil -le explicó Otto a Amelia.
– ¿Y yo qué tengo que ver con esto?
– Garin me ha dicho que tú puedes ayudarme a sacarle de aquí. Albert está esperando a que te decidas.
– ¡Por Dios, Otto, me estás poniendo entre la espada y la pared!
– Veras, él es un hombre muy especial, tiene alma de artista a pesar de trabajar como burócrata. Es… bueno, es homosexual, aunque pocos lo saben; para el partido ésa es una debilidad imperdonable. Tenía un amigo escritor que un buen día desapareció. Ha podido averiguar que está en un campo de trabajo donde le están reeducando. Teme que ni siquiera su posición le salve de las sospechas de la Stasi. Ayúdame a sacarle de Berlín.
– ¿Y si es una trampa? ¿Y si te está engañando para conocer el alcance de la red y para que la Stasi os detenga a todos?
– No, no lo es. Además, no me he comprometido a nada. Sólo le he dicho que le presentaré a un amigo que le puede ayudar. Le sacaremos sin que él sepa adonde va. Cuando quiera darse cuenta, ya estará en el otro lado.
– No es tan fácil pasar al otro lado.
– Lo sé, pero en todo caso él no sabrá cuándo va a pasar. Amelia, creo que le siguen los pasos. Su amigo el escritor no se ha recatado criticando a nuestros políticos, bien es verdad que lo ha hecho en círculos restringidos, pero ya sabes que la Stasi tiene ojos y oídos en todas partes.
– Lo pensaré.
A Amelia le fastidiaba dar marcha atrás en lo que le había dicho al periodista: que nunca más trabajaría para ningún servicio secreto. Después de darle muchas vueltas llegó a un acuerdo consigo misma y con Albert.
– No cobraré ni un marco por ayudar a sacar gente de Berlín. Lo haré cuando yo quiera y dirigiré yo cada operación, desde el día y la hora hasta quién vendrá conmigo para ayudarme.
Albert intentó convencerla para que aceptara alguna remuneración, pero ella se negó en redondo.
Tras sacar al burócrata del Comité Central, otros hombres pasaron por el sótano de nuestra casa. Hasta que Amelia decidió cegar aquella vía de escape después de una de las visitas de Vasiliev.
Creo que fue a principios de los años setenta cuando Iván nos anunció que regresaba a Moscú.
Se había presentado de improviso cargado de bolsas con regalos de despedida.
Dos botellas de coñac para Max, otra de vodka, aceite de oliva, jabón suave, mantequilla, mermelada, unos vaqueros para mí… Parecía el Abuelo Invierno repartiendo sus regalos de Año Nuevo.
– He venido a despedirme, regreso a Moscú.
Le preguntamos, preocupados, qué había pasado para que tuviera que regresar.
– La edad, amigos míos, tengo que jubilarme.
– Pero ¿por qué? ¡Aún eres joven! -exclamó Amelia.
– No, no lo soy, voy a cumplir setenta y cinco, ya es hora de descansar. En realidad debería haber regresado hace tiempo.
– El camarada Leónidas Brézhnev tampoco es un niño -dije yo, pesaroso por la marcha de Iván Vasiliev, a quien había llegado a apreciar a pesar de ser de la KGB.
– ¡Ah, mi querido Friedrich! Para los políticos no rigen las mismas consideraciones que para el resto de los hombres. Nuestro líder está en la cumbre; tras el cese de Nikolái Podgorni, es el primer dirigente que se convierte en jefe del Estado a la vez que secretario general del partido. Todo el poder está en sus manos. Espero llegar a tiempo para celebrar el sesenta aniversario de la revolución. Dicen que el camarada Brézhnev está preparando una celebración extraordinaria.
Jugó la última partida de ajedrez con Max como siempre hacía, y alabó la tortilla de patatas de Amelia. Después de la cena, mientras tomábamos un vaso de vodka, buscó la mirada de ella.
– ¿Sabes?, nuestros amigos de la Stasi están preocupados por algunas de las últimas fugas. Se preguntan qué vía de escape, que aún no han descubierto, estarán utilizando los norteamericanos para sacar a algunos traidores de Berlín. Hay un joven comandante que dice tener una idea de lo que puede estar pasando.
Puede que sí o puede que no. Los jóvenes son ambiciosos, pero a veces aciertan. ¿Sabes lo que cree? Pues que pueden estar utilizando las cloacas. ¡Imagínate! De manera que van a vigilarlas noche y día hasta comprobar si el comandante tiene razón. ¿Y sabes por qué nuestro comandante ha llegado a esa conclusión? Te lo diré, porque un periódico sensacionalista alemán ha dejado entrever entre líneas que hay un paso secreto entre los dos Berlinés que sólo tiene un problema: el mal olor. Hace años que descubrí que no es necesario tener muchos agentes en Occidente, basta con leer los periódicos. Los periodistas occidentales creen que su sacrosanta obligación es contar cuanto saben. Y yo se lo agradezco. En fin, muy pronto darán con ese paso secreto maloliente, si es que existe. Si de mí hubiera dependido, creo que hace mucho tiempo habría cazado a ese ratón tan escurridizo. Pero nuestros amigos de la Stasi son autosuficientes, en realidad aceptan nuestros consejos y colaboración pero no nos necesitan. Son el mejor servicio de espionaje del mundo… a excepción de la KGB, claro está. Pero la realidad es que para nosotros Alemania es una buena plataforma desde la cual actuar en el resto del mundo. Esto no es ningún secreto para nadie, ¿no os parece?
– ¿Crees que de verdad podrías haber cazado a ese ratón? -preguntó Amelia con curiosidad, poniéndome a mí nervioso.
– Claro que sí, pero a veces nuestros amigos se muestran demasiado orgullosos y no quieren que metamos las narices en sus asuntos. Aunque creo que ese joven comandante va a empezar a dar los pasos que yo habría dado.
– ¿Y qué habrías hecho con el ratón? -insistió Amelia.
Iván extendió la mano y luego cerró el puño antes de soltar una carcajada.
– Mi querida Amelia, en este juego la obligación del ratón es intentar burlar al gato, y la obligación del gato es comerse al ratón. Ambos lo saben, es parte de su razón de ser. Sí, te aseguro que yo me habría comido al ratón.
– ¿Fuera quien fuese?
Se miraron durante unos segundos. Amelia sostuvo la mirada fría de Iván Vasiliev esperando la respuesta.
– Sí.
– Lo entiendo.
Yo me había quedado inmóvil, aterrado por el alcance de la conversación. No entendía lo que Amelia estaba haciendo. Mi padre también la miraba sorprendido.
– Continúas siendo un buen comunista.
– Nunca he dejado de creer.
– ¿A pesar de Stalin?
– Cometió errores, persiguió a inocentes, pero hizo a Rusia grande, y por eso se le recordará.
– También por sus crímenes, Iván, también por sus crímenes.
– Ni siquiera él consiguió que yo dejara de creer que en el comunismo está la verdad.
Iván Vasiliev se despidió de nosotros con afecto. Creo que de verdad sentía la que iba a ser una separación definitiva.
– No he entendido ese duelo que habéis mantenido sobre el ratón y el gato. -Max estaba pidiendo una explicación.
– No era ningún duelo, sólo curiosidad.
– Parecía… no sé, como si uno de los dos fuera el ratón y el otro el gato… no me ha gustado… no sé… -Max estaba preocupado.
– No tienes por qué inquietarte, era sólo un juego.
– Y lo de las cloacas… No he podido evitar recordar que tú llegabas al gueto de Varsovia a través de las cloacas, de manera que no es descabellado que aquí a alguien se le haya ocurrido lo mismo.
Después de que acostáramos a Max, le hice una señal a Amelia para que fuéramos a hablar a la cocina.
– ¿Crees que sabe algo? -pregunté, nervioso.
– Puede ser, o quizá sólo tiene sospechas.
– Pero lo que ha dicho es que él no habría dudado en acabar con quien sea que se ha dedicado a sacar a la gente a través de las cloacas.
– Sí, lo habría hecho, y estaría en su derecho.
– Aunque se tratara de ti…
– Sí, naturalmente. Él tiene que cumplir con su deber, de la misma manera que nosotros cumplimos con el nuestro. Cada uno actúa de acuerdo con sus principios.
– He pasado un miedo horrible… no entiendo cómo has podido plantear la conversación en esos términos.
– Era algo que ambos teníamos que decirnos. ¿Sabes?, le echaré mucho de menos.
Amelia habló con Garin para advertirle de que nunca más utilizarían el sótano de nuestra casa para llegar a las cloacas.
– Se acabó, o nos descubrirán. Friedrich va a tapiar el hueco de nuestro sótano que daba paso a las cloacas. Lo siento, pero no voy a poner en peligro a mi familia.
Albert James no tuvo más remedio que aceptar la decisión de Amelia; además, no le quedaban demasiadas fuerzas para pelear con ella. Le habían diagnosticado un cáncer en el pulmón y se retiraba del servicio.
Una tarde vino a casa. Cuando oímos el sonido del timbre, no podíamos imaginar que podía ser él.
Iba disfrazado de pastor luterano, y llevaba una peluca que le ocultaba buena parte de la frente. Fui yo quien abrió la puerta y me quedé inmóvil al no saber quién era.
Nos pidió a mi padre y a mí que le permitiéramos hablar a solas con Amelia. Llevé a mi padre a su cuarto y cerré la puerta, pero dejé entreabierta la de mi habitación. No me resignaba a no poder escuchar lo que tuviera que decir a Amelia.
Le describió la enfermedad, el dolor agudo que le quemaba el pecho, y le dijo que los médicos no eran optimistas en cuanto al tiempo que le quedaba de vida.
– No sé si serán meses o un par de años, pero el tiempo que me quede lo pasaré con Mery.
– ¿Lady Mery?
– Mi esposa.
Amelia se quedó unos segundos en silencio.
– No me has hablado de ella… No sabía que te habías casado.
– No te lo he dicho, ¿para qué? Tu vida y la mía tomaron rumbos diferentes. En realidad debo agradecerte que me dejaras por Max. No sé si habría soportado todo lo que he hecho sin el apoyo de Mery. Ella me daba fuerzas, y ante cada operación, ante cada peligro, siempre me decía que tenía que salir bien para volver con ella.
– Tus padres estarían contentos, es lo que querían para ti.
– Y tenían razón, tú y yo nunca habríamos sido felices, y no sólo porque no me querías lo suficiente.
– ¿Sabes?, hace años que quiero preguntarte algo: ¿qué es lo que te ha hecho cambiar tanto?
– La guerra, Amelia, la guerra. Tú tenías razón, no se podía ser neutral, te lo reconocí hace unos años cuando nos encontramos después de la guerra. Me metí en esto y cuando quise darme cuenta, ni podía ni debía volver atrás.
– Y has venido para despedirte…
– Todos estos años hemos trabajado juntos, pero nuestra relación ha sido tensa, como si estuviéramos enfrentados por algo. Nunca he sabido por qué. Tú estabas con Max y yo con Mery, los dos habíamos elegido, y sin embargo no hemos sido capaces de ser amigos. Ahora que tengo la certeza sobre la cercanía de mi muerte no quiero irme sin reconciliarme contigo. Has sido muy importante en mi vida; antes de casarme con Mery, fuiste la mujer que más he querido y me parecía imposible amar a nadie como te amaba a ti. Después descubrí un amor superior y diferente y te estuve agradecido por haberme abandonado. Pero eres parte de mi historia, Amelia, mi vida no la puedo contar sin ti, y necesito reconciliarme contigo para poder morir en paz conmigo mismo.
Se abrazaron. I estuvieron abrazados, Amelia lloraba y a Albert se le notaba que hacía esfuerzos para reprimir las lágrimas.
– Ya somos mayores, Amelia, es hora de descansar. Hazlo tú también y… sé que no debería decírtelo, pero ¿no has pensado en regresar a España para estar con los tuyos?
– No hay un solo día en que no piense en mi hijo, en mi hermana, en mis tíos, en Laura… pero no puedo dar marcha atrás. El día en que me fui con Pierre… ese día terminé con lo mejor de mí misma. Claro que les echo de menos, Javier será un hombre, se habrá casado, tendrá hijos y se habrá preguntado por qué le abandoné…
– Si quieres, puedo intentar sacarte de aquí; será peligroso, pero podemos intentarlo.
– No, nunca dejaré a Max, nunca.
– Has sacrificado tu vida por él.
– Yo le quité la suya, es justo que le dé la mía.
– No continúes atormentándote por lo que sucedió en Atenas, tú no sabías que Max iba en ese convoy, no tuviste la culpa.
– Yo apreté el detonador, fui yo quien apretó el detonador a su paso.
– En la guerra hay víctimas inocentes; miles de niños, mujeres y hombres han perdido su vida. Al menos Max está vivo.
– ¿Vivo? No, tú sabes que murió aquel día. Le quité la vida. ¿Cómo puedes decir que está vivo? Vive confinado a esa silla de ruedas, sin salir de esa habitación. No le queda familia y tampoco ha querido que buscáramos a alguno de sus antiguos amigos. Sé que la mayoría están muertos, pero acaso quede alguien… Sin embargo no ha querido, no soportaría que nadie que le conociera del pasado le viese reducido a un pedazo de carne sobre una silla de ruedas. Y yo he sido quien le ha condenado a estar en esa silla de ruedas.
Amelia fue en busca de mi padre para que se despidiese de Albert, y luego me llamó a mí. Hice un esfuerzo para no evidenciar mis sentimientos. Estaba en estado de shock: acababa de saber que Amelia había causado la desgracia de mi padre. Yo sabía que él había perdido las piernas en un acto de sabotaje de la Resistencia griega, pero ahora también sabía que quien había apretado el detonador había sido Amelia.
A duras penas logré apretar la mano de Albert para la despedida. Cuando se marchó me encerré en mi habitación y comencé a llorar. La odiaba, la odiaba con toda mi alma, y la quería, la quería con toda mi alma, y me odiaba a mí mismo por quererla.
Tomé una decisión. Hacía tiempo que había terminado la carrera y trabajaba como médico en el hospital de Berlín. En aquellos años había consolidado mi relación con Use, quien me insistía en que nos casáramos o nos fuéramos a vivir juntos. Yo me resistía porque me parecía que dejar a Amelia y a Max era tanto como desertar. El era un inválido cuya salud empeoraba día a día y Amelia le dedicaba cada minuto de su vida. Hasta aquella noche había creído que les unía un amor que no conocía límites, pero ahora sabía que lo que les unía era más fuerte y doloroso que el amor.
Hacía tiempo que Ilse había dejado de vivir con sus padres, y decidí marcharme a su casa aquella misma noche. Busqué un par de bolsas y metí algo de ropa. Salí de la casa sin hacer ruido.
Al día siguiente fui con Ilse a recoger el resto de mis cosas. Mi padre no entendía que hubiera adoptado una decisión tan repentina.
– Me parece bien, pero así… sin decirnos nada -se lamentó.
– O lo hago así o nunca seré capaz de marcharme.
– Friedrich tiene derecho a buscar su propio camino y a tener su propia vida. Hemos tenido la suerte de tenerle con nosotros más tiempo del que podíamos esperar -intervino Amelia-, pero te echaremos de menos.
Me callé y no dije que yo también les extrañaría a ellos, porque en aquel momento necesitaba alejarme.
– Vendremos a menudo, ¿verdad, Use? -Pues claro que sí. Además, mi estudio no está tan lejos de aquí, andando no se tarda más de media hora.
Pero mis visitas fueron espaciándose, y me sentía culpable por ello. Necesitaba encontrarme a mí mismo, poner en orden mis sentimientos. Sabía que mi padre sufría porque no iba a verle y que eso deterioraba su salud, pero no era capaz de cambiar mi actitud. Incluso cuando nació mi primer hijo tampoco hice nada para que mi padre disfrutara de su condición de abuelo.
Una noche, Amelia me telefoneó alarmada. Mi padre parecía estar sufriendo un ataque y me pedía que fuera cuanto antes.
Cuando llegué creía que se moría, estaba sufriendo una crisis cardíaca, afortunadamente llegamos a tiempo al hospital.
Mis colegas del departamento de cardiología me habían advertido de que no tuviera muchas esperanzas, pero no contaban con la voluntad de mi padre de seguir viviendo. Estuvo hospitalizado un mes y luego le dieron el alta. A partir de ese momento me impuse a mí mismo no hacerle sufrir más de lo que ya sufría y convertí en costumbre visitarle todas las tardes cuando salía del hospital y antes de ir a casa.
Con Amelia mi relación había cambiado desde la noche en que la oí hablar con Albert, y me daba rabia que ella no me reprochara mi cambio de actitud. Simplemente lo aceptaba como parecía aceptar todo lo que le había sucedido a lo largo de su vida.
A mi padre le alegró que Ilse y yo comenzáramos a llevar a los niños con frecuencia. Le gustaba leerles cuentos y enseñarles a jugar al ajedrez. Amelia, por su parte, ejercía como la mejor de las abuelas. Pero ella seguía siendo algo más que una apacible abuela.
Ilse trabajaba en un instituto de Investigación, donde algunos de sus compañeros científicos eran contrarios al régimen. Ella conocía y simpatizaba con muchos de los opositores, pero se mantenía alejada de sus actividades.
Hasta que un día se vio implicada en un suceso.
Fue a primera hora de la mañana, porque a Ilse siempre le gustaba llegar una hora antes que el resto de sus compañeros, decía que así tenía tiempo para organizar la jornada. Creía estar sola, cuando uno de sus colegas entró en la sala.
– Hola, Erich. ¿Qué haces tan temprano aquí?
El no respondió y cayó al suelo desmayado. Ilse se asustó, se acercó a él y vio que estaba sangrando. Le incorporó como pudo e intentó reanimarle.
– No avises a nadie -le suplicó él con apenas un hilo de voz.
– Estás herido, necesitas un médico.
– ¡Por favor, no lo hagas!
– Pero…
– ¡Por favor! Ayúdame a esconderme. ¡Te lo ruego!
Se puso nerviosa, sin saber qué hacer. Pensó en telefonearme al hospital, pero sabía que los teléfonos estaban intervenidos, y si me pedía que acudiera de inmediato, sospecharían.
Sin saber cómo, Ilse logró llevarle hasta un cuarto que servía de almacén.
– Tendré que buscar a alguien para que nos ayude a sacarte de aquí. ¿Puedes decirme qué ha sucedido?
– Una redada… han disparado… pero he logrado huir.
Ilse no sabía qué hacer, no quería comprometerme, pero tampoco confiaba en nadie lo suficiente como para pedir ayuda. Sin embargo sabía que había una persona en quien sí podía confiar, que no preguntaría nada, que la ayudaría.
Encerró a Erich en el cuarto, y salió corriendo del Instituto de las Ciencias para ir a casa de Amelia y de Max.
Amelia abrió la puerta y vio la desesperación y el miedo en el rostro de Ilse.
– ¡Ayúdame! No sé qué hacer.
Le contó lo que sucedía y Amelia le pidió que se tranquilizara y que aguardara unos minutos.
La acompañó al instituto, donde a aquellas horas ya empezaban a llegar científicos y empleados. Entraron caminando tranquilamente. Amelia le pidió a Ilse que actuara con naturalidad.
Llegaron hasta el almacén e Ilse abrió la puerta.
Le sorprendió que Amelia sacara del bolso una venda y que después de examinar de dónde provenía la sangre, vendara fuertemente el torso de Erich.
– ¿Podrá andar?
– No lo sé…
– Tendrá que hacerlo si quiere salir de aquí.
Escucharon ruidos y gritos.
– Ahora ve a averiguar qué pasa y cuando lo sepas, vuelve aquí -le ordenó.
Ilse salió tambaleándose, estaba muerta de miedo. Se encontró en el pasillo a su jefe.
– ¡Vaya, Use, estás aquí…! Menuda se está armando. Tenemos que ir todos al salón de actos. Al parecer la policía está siguiendo la pista a alguien que podría haberse escondido aquí.
– ¿Aquí?
– Sí, anoche hubo una reunión de esas en las que la gente se dedica a despotricar contra el Gobierno. Como siempre, algún infiltrado puso en alerta a la KVP y hubo una redada. Alguien disparó y mató a un policía, y puedes imaginar cómo están. Hay cientos de detenidos.
– Pero aquí…
– Parece ser que a primera hora de la mañana una mujer vio por los alrededores a un hombre que apenas podía andar, se lo ha dicho a un vigilante y éste ha llamado a la policía, que ya estará a punto de llegar. El director ha ordenado que vayamos todos al salón de actos para identificarnos.
– Ahora voy, estaba en el baño y he salido al oír ruido, pero me he dejado el bolso allí.
Regresó al pequeño almacén y cuando les explicó a Amelia y Erich lo que estaba pasando, éste dijo que se entregaría.
– De ninguna manera, te matarán -afirmó Amelia.
– No tengo otra salida.
– Ya veremos.
A través de la megafonía se instaba a todos los empleados a acudir al salón de actos para identificarse antes de que llegara la policía.
– No tenemos más remedio que salir de aquí, y tú tendrás que mantenerte erguido aunque te duela.
Salieron del almacén, Ilse y Amelia sujetaban a Erich una por cada costado. En el pasillo ya no había nadie. Oyeron pasos que se acercaban y casi se dieron de bruces con un vigilante del edificio, un hombre del que todos sospechaban que era informante de la Stasi.
– Ustedes… ¿por qué no están con todo el mundo?… -les preguntó el vigilante.
– Trabajamos… -Ilse iba a sacar su identificación del bolso.
El vigilante dirigió la mirada a Erich y se dio cuenta de que le traspasaba la sangre a través de la chaqueta. Ilse estaba buscando su identificación pero el hombre debió de pensar que iba a sacar un arma. Fue él quien sacó su pistola y la encañonó, pero un segundo después cayó desplomado ante el estupor de la propia Ilse y de Erich.
En la mano de Amelia había un arma con silenciador.
– ¡Dios mío! -gritó Use.
– ¡Cállate! Si no le disparo te habría matado, creía que ibas a sacar un arma. Y ahora, andando.
Ilse estaba aterrorizada, lo mismo que Erich, pero la obedecieron. Estaban en la segunda planta y llegaron a la primera, en la calle se encontraron a los primeros empleados que, tras ser identificados, abandonaban el edificio quedándose en la puerta.
– ¿Qué hay en la planta de abajo?
– Laboratorios…
– ¿Alguna puerta que dé a ese jardín?
– Sí, sí…
– Iremos abajo, buscaremos una salida o saldremos por una ventana, ahí no se ve policía, procuraremos mezclarnos con los que han salido, luego nos dirigiremos a tu coche. ¿Lo habéis comprendido?
Erich e Ilse asintieron. Hicieron cuanto les dijo, salieron por una puerta lateral al jardín trasero y caminaron hacia donde estaban el resto de los empleados.
– Sonríe, Erich, y procura que la bufanda te tape esa parte de la chaqueta. A pesar de que te he apretado el vendaje, sangras.
Ilse aún no sabe cómo fueron capaces de llegar al aparcamiento. Amelia les llevó a casa, y cuando pudieron tumbar a Erich en la cama, él se desmayó. Tuvieron que explicarle a Max lo sucedido.
– Tienes que ayudar a este hombre, tú eres médico -le pidió Amelia.
– No puedo, sabes que no puedo. Hace más de cuarenta años que dejé de ser médico. Además, no tendría con qué hacerlo.
– Improvisa, Max, dime qué puedes necesitar, buscaré el botiquín, algo habrá…
– Se está desangrando…
– Examina la herida, al menos sabrás si le ha afectado algún órgano vital.
– ¿Cómo voy a hacerlo desde esta silla?
– Max, si no lo haces, este hombre morirá. Tú juraste hace muchos años que salvarías vidas, pues hazlo.
Entre Ilse y Amelia ayudaron a mi padre a colocarse cerca de Erich. Le examinó y dijo que la bala había salido, pero no pudo asegurar que no tuviera ningún órgano afectado. Les dijo cómo limpiar y cauterizar la herida, aunque les advirtió que necesitaría una transfusión de sangre cuanto antes porque, de lo contrario, no resistiría.
– Eso no podrá ser -respondió Amelia-, al menos por ahora.
Amelia mandó a Ilse que fuera nuestra casa y se ocupara de los niños.
– Cuando llegue Friedrich, dile que venga. Mientras, no hables con nadie; si te llama alguien de tu oficina, dile que te asustaste y te fuiste a casa.
– Pero la policía encontrará a ese hombre…
– Claro que lo encontrará.
– Y nos buscará.
– No. Nadie nos vio. Tienes que estar tranquila, y mañana cuando vayas al trabajo comportarte como los demás, muestra curiosidad y horror por lo que ha pasado.
– Yo… quiero darte las gracias, por mi culpa estás en este lío.
– No me des las gracias, Friedrich nunca me hubiese perdonado que no cuidara de ti.
– La pistola… ¿por qué llevaste una pistola? No sabía que tenías una…
– Es mejor prevenir. Y ahora márchate, yo cuidaré de Erich.
Mi padre apenas podía creer lo que estaba escuchando. Cuando Ilse se marchó, miró enfadado a Amelia.
– Otra vez… ¿no puedes terminar nunca?
– ¿Hubieras preferido que no ayudara a Ilse o incluso que hubiera permitido que la mataran? No tuve elección.
– ¡Sí, claro que tuviste elección! Llevas años justificando lo que haces con esa frase: no tuve elección. Pero siempre hay elección, Amelia, siempre.
– No para mí, Max, no para mí. ¿Crees que morirá? -le preguntó señalando a Erich.
– Ha perdido mucha sangre, necesita una transfusión, de lo contrario le puede fallar el corazón.
– No podemos hacer más que esperar, puede que cuando venga Friedrich sepa qué más podemos hacer.
– Es peligroso que se quede aquí, deben de estar buscándolo por todo Berlín.
– Pero nadie le relaciona con nosotros.
– ¿Estás segura de que ningún vecino os ha visto entrar?
– No, no estoy segura. Creo que no, pero no estoy segura.
– Somos demasiado viejos para que nos torturen o nos manden a un campo de trabajo. Supongo que si te descubren, nos matarán. -Max parecía desesperado.
– A ti no te harán nada, es obvio que no has podido participar en la fuga de este hombre, yo soy la única responsable.
– ¿Crees que puedo vivir sin ti?
– Sí, claro que puedes. Tienes a Friedrich y a Ilse y a tus nietos que te quieren. No me necesitas tanto como crees.
– Mi vida se reduce a ti.
– No, Max, he sido yo quien ha reducido tu vida.
Me asusté al llegar a casa y ver el estado de nervios de Use. Había escuchado a lo largo de todo el día rumores sobre lo sucedido, incluso la había telefoneado para preguntarle si estaba bien. Me pareció asustada, pero creí que era porque todo había sucedido en el edificio en el que trabajaba.
Ilse insistió en que fuera a casa de mi padre. Erich estaba muy grave pese a los esfuerzos de Amelia y de Max. Cuando llegué, le puse una inyección y le di un calmante más potente que los que le había suministrado Amelia.
– O le llevamos a un hospital o no sé qué puede pasar -les dije, aunque en realidad sí lo sabía.
Erich entreabrió los párpados e intentó hablar aunque estaba muy débil.
– Avisad a mis amigos, ellos…
– De ninguna manera. Tus amigos y tú os habéis comportado como aficionados. Si les llamamos, terminaremos todos en las dependencias de la KVP o de la Stasi -le cortó Amelia.
– Entonces, ¿qué vamos a hacer? -pregunté yo, preocupado.
– Tú mantenle con vida, 70 procuraré que pueda ir a algún lugar seguro.
– En el sótano no resistiría -dije yo, temiendo que le quisiera trasladar al agujero de allí abajo.
– No, no es ahí donde quiero llevarle. Aún no es muy tarde, voy a telefonear a un amigo.
Media hora después Garin llegaba a casa de mi padre. Hacía años que no le veía y me impresionó verle convertido en un anciano, aunque aún conservaba el porte recio y el bigote, a pesar de que ahora era totalmente canoso.
Amelia le contó lo sucedido. Primero rió, y después le dio una palmada en la espalda.
– Eres imprevisible, siempre lo has sido. Llevas años retirada, y de repente matas a un vigilante y te traes a casa a un fugitivo. ¿Qué quieres que haga?
– Sálvale, y si es posible, sácale de Berlín.
– Lo que me pides no se hace de un día para otro, hay que prepararlo todo, y no es fácil. Tengo que consultar a mi gente, arriesgamos mucho.
– No sólo está en juego su vida -Amelia señaló a Erich-, sino la de mi familia: Friedrich, mi nuera, los niños. Si no fuera por ellos no te lo pediría. Tienes que hacerme este favor, Garin. Me lo debes.
Durante unos minutos permaneció en silencio. Después se encogió de hombros, en lo que parecía un gesto de resignación. -Haré lo que pueda, no te prometo nada. Pero tendrás que esconderle hasta que podamos sacarle de aquí.
– ¿Cuánto tiempo? -quiso saber Amelia.
– No lo sé, dos o tres días, quizá más.
– Puede que no aguante tanto.
– Bueno, si se muere, asunto terminado; será más fácil desprendernos del cadáver que sacarle vivo de Berlín.
– ¡Cómo podéis hablar así! -Max no podía contener la furia.
– Vamos, viejo amigo, en mi negocio no caben los sentimentalismos. Haré lo que pueda por ayudar a salvar el cuello de Amelia, es ella quien ha matado a un vigilante para salvar a tu nuera y a su amigo. Y ella me ha recordado que le debo algo, de manera que tengo que pagar la deuda y así estaremos en paz.
No podía quedarme sentado esperando a que Erich se muriera, ni permitir que Amelia corriera con todos los riesgos. Regresé al hospital con la excusa de examinar a uno de mis enfermos que estaba en cuidados intensivos.
Robé un par de bolsas de sangre y unas cuantas agujas hipodérmicas, así como otro material que pensaba me podía ser útil, y me dispuse a regresar a casa de mi padre. Estaba a punto de salir del hospital cuando me encontré con el director médico que estaba de guardia.
– ¿Qué haces por aquí?
– He venido a ver a un paciente, llevo años tratándole y le han operado esta tarde. Prometí a su esposa que vendría a interesarme por su estado.
– Pareces preocupado…
– Lo estoy, mi padre no se encuentra bien, está muy débil. Hace un rato estuve con él y no le encontré demasiado bien, puede que antes de ir a casa vaya a echarle otro vistazo.
La transfusión de sangre reanimó a Erich, aunque seguía teniendo fiebre alta. Volví a inyectarle antibióticos. No podía hacer más, no había manera de saber si tenía una hemorragia interna o el pulmón destrozado.
Durante dos días Erich estuvo entre la vida y la muerte, hasta que apareció Garin.
– Un amigo vendrá dentro de media hora con una camioneta, pero ¿cómo le sacaremos de aquí?
– Ya he pensado en eso. Le bajaremos al sótano y le meteremos en un viejo arcón. Ya lo he preparado, he puesto un colchón dentro, y he hecho un par de agujeros en un lado para que pueda respirar.
– Has pensado en todo. -Garin parecía admirado de la propuesta de Amelia.
– Eso creo. Friedrich me ayudará a bajarle por la trampilla que une la cocina con el sótano.
Seguimos las instrucciones de Amelia. Si algún vecino husmeaba, se encontraría a unos hombres llevándose unos cuantos muebles viejos del sótano.
No pude resistir la tentación de preguntarle a Garin cómo iban a trasladar a Erich.
– Esa es una pregunta que yo no te voy a contestar y que tú no deberías hacerme.
– Al menos podremos avisar a su familia de que se encuentra a salvo…
No pude terminar la frase, Amelia y Garin se enfurecieron, parecían a punto de pegarme.
– ¡Estás loco! Nos pondrías en peligro a todos. Le salvamos la vida, le llevamos al otro lado, y tendrá que estar calladito al menos durante un año. Ya se le pasará a su familia el sufrimiento cuando puedan saber que está vivo. Pero ahora no debes acercarte a nadie que le conozca, ni familia ni amigos. Díselo a Ilse o de lo contrario… -El tono de Garin era amenazante.
Ilse aún tiembla cuando recuerda lo que sucedió. Si Amelia no hubiera disparado, ahora estaría muerta. De manera que siempre le agradeceremos a Amelia que hiciera lo que hizo. Era la segunda vez que nos salvaba a los dos, porque si a Ilse le hubiera sucedido algo… no sé qué habría hecho yo.
Unos días más tarde fui a ver a mi padre. Estaba en la cama, no se sentía demasiado bien.
– No ha querido levantarse -comentó Amelia.
Había sufrido dos infartos, tenía un problema grave de circulación, y en su mirada se notaba el cansancio de una larga vida confinado en un cuerpo mutilado. Pensé que mi padre se estaba rindiendo, que le abandonaba el deseo de vivir.
Mientras dormitaba, sentí los ojos de Amelia clavarse en mi rostro.
– Escuchaste mi última conversación con Albert James… -No me lo preguntaba, era una afirmación.
– Sí -no quise mentirle.
– Lo sé. Te gustaba escuchar detrás de las puertas, intentar entender algunas de las cosas extrañas que veías. Tu padre y yo lo sabíamos y nos cuidamos de no hablar demasiado cuando estabas despierto. Aquella noche sabía que estabas escuchándonos. Y para mí supuso un alivio que lo hicieras. Necesitaba que supieras lo que le hice a tu padre, no imaginas las veces que le pedí a Max que te dijera la verdad, pero él se negaba, decía que saber la verdad te haría daño. ¿Sabes?, me sentía una impostora contigo.
– Te he odiado por lo que le hiciste a mi padre.
– Es justo. No podías hacer otra cosa.
– ¿No te importa?
– Me importa más no pagar mis deudas y haber tenido que arrastrar esa impostura sobre mi conciencia.
– Eres una mujer extraña, Amelia.
– Ahora estamos en paz.
La vida continuó transcurriendo con la monotonía de la cotidianidad. Yo tuve otros dos hijos, mientras mi padre se moría un poco más todos los días.
A finales de los ochenta, los alemanes del Este sentíamos que algo iba a cambiar, la Perestroika rusa estaba trastocando lo que parecía un orden inalterable.
En octubre de 1989, cuando nos disponíamos a celebrar el cuadragésimo aniversario de la República Democrática de Alemania, las manifestaciones y protestas se sucedían por las calles. Por si fuera poco, Gorbachov llegó a decir que sólo continuaría apoyando a la Alemania de la República Democrática si iniciaba una vía de reformas. Aquel día entendimos que estábamos ante el fin de una época.
Los dirigentes del partido comenzaron a preocuparse; tanto, que incluso hicieron público un documento anunciando ciertas reformas. De esa manera trataban de acotar el deseo de cambio de los alemanes. Pero Erich Honecker no estaba de acuerdo y se empeñaba en mantener una línea dura, utilizando la policía para reprimir el descontento que se evidenciaba en las calles.
Un grupo de dirigentes del partido decidió que había que jubilar a Honecker y hacerse con el control del país. El 17 de octubre de 1989 se celebró una reunión del Politburó en el que se fijaron las bases para destituir a Honecker. Al final tuvo que ceder y presentar su dimisión bajo el eufemismo de «motivos de salud». El Comité Central designó a Egon Krenz como secretario general del partido, presidente del Consejo de Estado y del Comité de Defensa Nacional.
Sin embargo, la elección de Krenz no fue recibida como una señal de apertura, y aunque propuso iniciar una nueva etapa no logró que la gente confiara en él.
Todos nosotros seguíamos los acontecimientos con el anhelo del cambio, y empezábamos a atrevernos a hablar con menos cuidado.
A mi padre todos estos acontecimientos parecían dejarle indiferente. Algunos días, tras desayunar, permanecía absorto escuchando las emisoras extranjeras a través de una radio de onda corta que Amelia guardaba como un tesoro. Pero ni los comentarios de ella ni los nuestros parecían interesarle.
El 1 de noviembre recayó y le llevamos al hospital, pero mis colegas dijeron que no había nada que se pudiera hacer y que era mejor dejarle morir tranquilo en casa, de manera que le volvimos a trasladar.
Amelia no se separaba de él ni un minuto. Creo que aquellos días envejeció rápidamente. Hasta entonces, a pesar de que ya tenía setenta y dos años, parecía más joven. Siempre iba correctamente vestida y con el cabello blanco recogido en un moño.
La tarde del 9 de noviembre Amelia me telefoneó para pedirme que fuera de inmediato a casa. Mi padre estaba comenzando a agonizar.
La agonía duró unas horas, con períodos de lucidez en los que pude despedirme de él y decirle cuánto le quería y lo feliz que había sido a su lado.
– No habría querido otra vida que la que he vivido contigo -le dije a mi padre.
Había anochecido y en la calle cientos de personas iban de un lado a otro. Las autoridades habían anunciado que a partir de medianoche se permitiría traspasar la frontera sin permisos especiales.
Miré el muro que se alzaba frente a nuestra casa, ya me había acostumbrado a él y pensé en lo extraño del destino. Mi padre se moría y en la calle miles de personas parecían celebrar algo.
Era cerca de la medianoche cuando Amelia me hizo un gesto para que me acercara a la cama de mi padre. Había abierto los ojos y cogido la mano de Amelia, vi amor en su mirada, luego mi padre me cogió también a mí la mano, y uniendo las de los tres sobre su pecho, expiró.
Amelia y yo permanecimos sin movernos, con nuestras manos sobre su pecho, el pecho de mi padre. Su corazón había dejado de latir y los nuestros latían acelerados por la emoción del momento. Los gritos de la calle nos sacaron de nuestro ensimismamiento. Amelia suavemente le besó en los labios.
Volvimos a escuchar más alboroto y nos acercamos a la ventana. No podíamos creer lo que estábamos viendo. Eran miles de personas acercándose al Muro, muchos llevaban en las manos picos, martillos y cinceles, y comenzaban a golpearlo con fuerza ante la mirada de los soldados. Permanecimos en silencio viendo aquel espectáculo, hasta que Amelia me miró a los ojos.
– Te vas -dije sabiendo que eso es lo que iba a hacer.
– Sí. Ya no tengo nada que hacer aquí.
– Lo entiendo.
Cogió una bolsa y metió algunas prendas de vestir. Luego abrió un cajón de la cómoda y buscó una caja que me entregó.
– Aquí está todo el dinero que gané cuando trabajaba para los norteamericanos. Son dólares, te vendrán bien. También están los documentos que acreditan las posesiones que tuvo tu familia. Quién sabe…
Se acercó a la cama y se puso de rodillas junto al cuerpo de Max. Le acarició el rostro y colocó su cabeza sobre su pecho. Cerró los ojos durante unos segundos, luego se levantó. Nos abrazamos y sentí que mis lágrimas mojaban sus mejillas y que las suyas empapaban las mías.
Se marchó sin que nos dijéramos adiós, aunque ambos sabíamos que se iba para siempre.
La vi salir del portal y acercarse al Muro. Se unió a los miles de berlineses que estaban derribándolo y con sus propias manos comenzó a arrancar pedazos de hormigón y de ladrillo. Al fin los manifestantes habían hecho un gran agujero, y buena parte del Muro estaba derruido. Observé cómo saltaba entre los cascotes y caminaba erguida hacia el otro lado de Berlín donde otros berlineses gritaban y cantaban de alegría. No se volvió, aunque estoy convencido de que sabía que yo estaría mirando. No me moví de allí hasta que la vi perderse entre la gente.»Friedrich se quedó en silencio. Estaba emocionado y había logrado que yo también lo estuviera. Me di cuenta de que Ilse nos observaba desde la puerta, no sé cuánto tiempo llevaba allí.
– Y nunca más volvió -concluyó Use.
– No, nunca más.
– Pero ¿no le dijo adonde iba, o qué pensaba hacer?
– No, no dijo nada, simplemente se marchó.
– Alguna vez le ha escrito, le ha telefoneado…
– No, nunca. Tampoco lo esperaba. Aquella noche ella también recuperó la libertad.
Cené con Friedrich von Schumann y su esposa Ilse y especulamos sobre dónde podía haber ido Amelia, pero como decía Friedrich, mi bisabuela era imprevisible.
– No tengo ni idea de dónde murió ni dónde está enterrada. Si lo supiera, iría a poner flores sobre su tumba y a rezar -me aseguró Friedrich.
Les di las gracias a los dos por su generosidad al recibirme, y sobre todo por lo que me habían contado. Les prometí que si averiguaba el lugar donde estaba la tumba de Amelia, se lo comunicaría.
No podía hacer mucho más en Berlín. Nadie podía darme razón de dónde se había ido mi bisabuela, de manera que regresé a Londres convencido de que si le insistía al mayor Hurley y a lady Victoria, terminarían contándome qué había sido de Amelia. Estaba seguro de que ellos lo sabían.
El mayor Hurley pareció sorprendido cuando le telefoneé.
– Ya le dije que no podía contarle nada más. No puedo desvelar secretos oficiales.
– No le pido que me desvele ningún secreto de Estado, sólo que me oriente sobre adonde se fue mi bisabuela. Como comprenderá, a estas alturas a nadie le importa lo que pudiera hacer en 1989 una señora de setenta y dos años que ya estará muerta.
– No insista, Guillermo. No tengo más que decirle.
Lady Victoria se mostró más amable pero igualmente contundente en su negativa.
– Le aseguro que no sé qué fue de Amelia Garayoa, me gustaría ayudarle, pero no puedo.
– Quizá usted pueda convencer al mayor Hurley…
– ¡Oh, imposible! El mayor cumple con su deber.
– Pero se trata de saber dónde está enterrada mi bisabuela, no creo que eso sea un secreto de Estado.
– Si el mayor Hurley no le quiere decir más, sus motivos tendrá.
No conseguí una nueva cita ni con el mayor Hurley ni con lady Victoria. El mayor me anunció que se iba unos días a cazar el zorro y lady Victoria pensaba marcharse a California a un torneo de golf.
Durante los días siguientes, ya de vuelta a mi ciudad, telefoneé a todas las personas que me habían ayudado a averiguar las peripecias de Amelia, pero nadie parecía saber nada de lo que había sido de ella, parecía que se la había tragado la tierra.
Opté por contactar con Washington para conseguir un permiso y buscar alguna pista en los archivos del Congreso.
Recordé que Avi Meir me había hablado de un amigo suyo que era sacerdote y había estado en Berlín en el 46, que ahora vivía en Nueva York y, según me había dicho, era toda una autoridad en lo que se refería a la Segunda Guerra Mundial.
Avi pareció alegrarse de mi llamada y me dio la dirección y el teléfono de su amigo.
Robert Stuart resultó ser un anciano tan encantador como Avi Meir, y sobre todo una enciclopedia andante.
Realizó todo tipo de gestiones, incluso consiguió que me recibiera un tipo de la CIA ya retirado, al que había conocido en Alemania en el 46. Pero todo resultó inútil. Si los británicos eran extremadamente cuidadosos con sus secretos, los norteamericanos aún lo eran más. Aunque habían desclasificado algunos de los papeles con nombres de personas que habían trabajado para la OSS, otros nombres todavía permanecían en secreto. Lo más que conseguí fue que un amigo de aquel ex agente que ya estaba retirado confirmara que durante la Guerra Fría había una española que colaboró con ellos desde Berlín Este.
Desesperado, decidí probar suerte con el profesor Soler. Sin avisarle de mi llegada, me presenté en su casa en Barcelona.
– Profesor, he llegado a un punto ciego, no puedo seguir salvo que usted me ayude.
– ¿Qué sucede? -me preguntó, interesado.
– Amelia desapareció de Berlín Este el 9 de noviembre de 1989. ¿Le dice algo la fecha?
– Sí, claro, la caída del Muro…
– Pues parece que se la tragó la noche, a partir de ese momento es imposible encontrar rastro de ella. Me temo que he fracasado.
– No sea pesimista, Guillermo. Lo que debe hacer es hablar don doña Laura.
– Pensará que soy un desastre.
– Puede ser, pero tendrá que decirle que no puede continuar con la investigación.
– Le aseguro que lo estoy intentando todo. Ni en internet hay rastro suyo -dije.
– Pues lo que no está en internet es que no existe -respondió él con ironía.
– ¿Y ahora qué hago?
– Ya se lo he dicho, llame a doña Laura y explíquele que ha llegado a un punto en el que no puede avanzar más.
– Después de tanto tiempo y todo el dinero que me he gastado… me da vergüenza.
– Pero es mejor que le diga la verdad cuanto antes, a no ser que crea que puede encontrar alguna pista.
– Si usted no me ayuda…
– Es que no sé cómo hacerlo, ya le he puesto en contacto con todas las personas que podían ayudarle.
Me tuve que tomar dos copas antes de llamar a doña Laura. Ella me escuchó en silencio mientras le daba cuenta de mis pesquisas y de cómo había perdido la pista de Amelia el 9 de noviembre de 1989.
– Lo siento, me hubiera gustado poder decirle dónde está enterrada -me disculpé.
– Póngase a escribir todo lo que ha averiguado, y en cuanto termine, llámeme.
– ¿A escribir? Pero la historia está inacabada…
– No pretendo imposibles. Si ha llegado hasta 1989, bien está. Póngase a escribir y procure hacerlo con un poco de celeridad. A nuestra edad no podemos seguir esperando mucho más.
Llevaba tiempo sin ver a Ruth; entre mis viajes y los suyos, no había manera de coincidir. Y a mi madre fui a verla nada más llegar a Madrid, pero estaba tan enfadada que ni siquiera me invitó a cenar. Le anuncié que había terminado mi investigación, pero no logré conmoverla.
– Llevas mucho tiempo haciendo el idiota, de manera que tanto me da que lo hagas un poco más. Menos mal que mi hermana se ha olvidado de la idea de regalarnos por Navidad esta absurda historia.
La verdad es que durante aquellos meses no sólo había ido investigando, sino que había ido escribiendo todos los episodios que me habían ido contando sobre la vida de Amelia Garayoa, de manera que la historia la tenía ya casi toda negro sobre blanco.
Tardé tres semanas en ponerla en orden, corregirla e imprimirla. Luego la llevé a una imprenta para que le pusieran unas tapas de piel. Quería que el trabajo estuviera presentable y no decepcionar demasiado a las dos ancianas Garayoa que habían sido tan generosas conmigo.
Doña Laura se sorprendió cuando la telefoneé para decirle que ya tenía toda la historia escrita.
– ¡Qué rapidez!
– Bueno, es que he ido escribiendo mientras investigaba.
– Venga usted mañana a las cuatro.
Me sentía satisfecho a la vez que un poco melancólico. Mi trabajo había terminado y una vez que hubiera entregado el libreto, tendría que reencontrar mi propia vida y olvidarme de Amelia Garayoa.