Epílogo

Cepillé mi único traje. Quería estar presentable para ver a las dos ancianas. Incluso por la mañana me acerqué al peluquero.

El ama de llaves que me abrió la puerta me acompañó al salón y me indicó que esperara.

– La señora le recibirá enseguida.

No me senté. Estaba impaciente por entregar a las dos ancianas aquel trabajo que tanto me había costado.

Doña Laura entró apoyándose en un bastón. Había envejecido más, si es que eso puede decirse de una mujer que hacía tiempo que había traspasado ya los noventa años.

– Venga, Amelia está en la biblioteca.

La seguí acompasando mis pasos a los suyos, dispuesto a ver a su hermana Melita.

– Amelia, ha venido Guillermo.

– ¿Guillermo? ¿Quién es Guillermo?

Su mirada parecía perdida. Su delgadez era tal que parecía a punto de romperse.

– El chico al que le encargamos la investigación… ha terminado y ha escrito la historia que deseabas.

– Guillermo… sí, sí, Guillermo…

Pareció que sus ojos volvían al presente y me miró fijamente.

– ¿Lo has escrito todo?

– Sí, creo que sí…

– Acércate, Guillermo, y dime quién soy.


Me quedé mudo sin saber qué responder. Los ojos de la anciana eran una súplica.

– Guillermo, dime quién soy, lo he olvidado, ya no lo sé.


Busqué a doña Laura, que permanecía de pie apoyada en el bastón y observándonos a los dos.

– Yo… no entiendo -alcancé a decir.

– Dime quién soy, dime quién soy -insistió la anciana con desesperación.


Le tendí el libro encuadernado y ella lo cogió en sus manos y lo abrazó.

– Ahora podré saberlo. Recuerdo muchas cosas, pero otras se han nublado en mi memoria. Hay días que no sé nada, ni siquiera sé quién soy, ¿verdad, Laura?


De repente la anciana parecía perfectamente lúcida aunque no hablaba conmigo sino consigo misma, o quizá con sus propios fantasmas.

Yo no entendía nada o acaso empezaba a entenderlo todo, pero no acertaba a moverme, ni a decir nada.

– ¿Está todo en este libro? -me preguntó doña Laura.

– Sí, hasta el 9 de noviembre de 1989. Aquel día Amelia desapareció y… -dije.

– Sí, así fue -respondió doña Laura.

– Pero…

– Todo terminó aquella noche. No hay nada más que buscar, Guillermo.

– ¿Tú sabes quién soy, Guillermo? ¿Me lo dirás? -volvió a preguntarme la anciana, que seguía abrazada al libro.

– No hará falta, se lo he escrito todo, usted misma lo podrá leer.

– No quiero perder mis recuerdos, se los están llevando, Guillermo, ellos se van y yo… yo no sé dónde encontrarlos.

– Yo los he encontrado, y están todos aquí, ya nadie se los podrá quitar.

La anciana me sonrió y me tendió la mano. Se la cogí y la sentí frágil y firme al mismo tiempo.

Doña Laura me hizo una seña y salimos de la biblioteca.

– Ella es… ella es… Amelia -balbuceé.

– Sí. Ella es Amelia.

– Pero ¿no es Melita, su hermana…? Yo creía que era Melita, todo este tiempo lo he creído, usted me lo hizo creer.


Doña Laura se encogió de hombros con indiferencia. Tanto le daba lo que yo hubiera podido pensar.

– Entonces, ¿es mi bisabuela? -Fui capaz de decirlo sin tartamudear.

– Sí. Pero ahora debe olvidarse de ella. Recuerde su compromiso: haría este trabajo para nosotras, no para su familia, y se comprometió a guardar el secreto de cuanto averiguara. Lo mantendrá, ¿verdad?

– Sí, desde luego que sí. Pero ¿por qué han confiado en mí?

– El destino le trajo hasta nosotras, y Amelia, en sus momentos de lucidez, decía que se fiaba de usted, que la encontraría y guardaría el secreto. Ella cree en usted.

– Y no la traicionaré. No le diré a nadie que… bueno, que está viva.

– No tendría sentido. Para su familia sería un shock descubrir que sigue viva, y para ella… bueno, Amelia no resistiría enfrentarse a sus nietas. Ya es demasiado tarde.

– ¿Cuándo regresó?

– En noviembre de 1989. Se presentó sin avisar. Edurne abrió la puerta y pegó un grito desgarrador. Corrimos a ver qué sucedía. Yo también reconocí a Amelia. ¡Figúrate! Tenía veintitantos años la última vez que la habíamos visto y regresaba con más de setenta, pero la reconocimos de inmediato.

– Y… bueno, ¿qué explicación les dio…?

– Ninguna. Tampoco se la pedimos. Bastante doloroso fue contarle que Antonietta había muerto al poco de marcharse ella. O que Jesús, mi hermano, también había fallecido en un accidente de tráfico junto a su mujer. En cuanto a Javier, su abuelo, vivía, pero estaba enfermo.

– ¿Cómo lo sabe?

– Nunca dejamos de saber sobre él, por si algún día Amelia regresaba. Supimos de su boda, de sus éxitos, de sus hijos, aunque no nos acercábamos. Cuando Santiago murió, fui con mi hermana Melita a ver a Javier, pero nos dejó claro que prefería no tener nada que ver con nosotras. Tenía razón, ¿qué podíamos decirnos?

– De manera que ustedes siempre han estado ahí, sabiendo todo de nosotros, pero nosotros nada sabíamos de esta parte de la familia.

– Esa fue la voluntad de su bisabuelo Santiago, y de su abuelo Javier; nunca pudo superar saberse abandonado por su madre. No le culpo por ello. Lo terrible es que Amelia le sobrevivió. Acudimos a su funeral, nadie nos vio porque nos subimos al coro de la iglesia. Amelia lloró con desesperación.

– Y usted, ¿no tiene familia, hijos, nietos?

– Mi hermana Melita murió hace dos años, poco después de quedarse viuda. Sus hijos Isabel y Juanito están casados y viven en Burgos, pero nos visitan con frecuencia. El accidente de mi hermano Jesús y de su mujer fue al año y medio de casarse y de tener un hijo. Me hice cargo de mi sobrino, que fue para mí como un hijo. Desgraciadamente murió de un infarto. Era el padre de mi sobrina Amelia María, la que vive con nosotras.

– De manera que usted renunció a su propia vida…

– No, no renuncié a nada, elegí la vida que quería vivir, la que he vivido y con la que he sido feliz.

– No comprendo cómo no le preguntaron nada, ni cómo ella tampoco les contó dónde había estado todos esos años.

– Sé que es difícil de comprender, pero es así.

– Desde cuándo… bueno, ¿desde cuándo le falla la memoria…?

– ¿Desde cuándo tiene Alzheimer? Comenzó hace poco más de dos años. Un día me dijo que no se acordaba de algunas cosas. Fuimos al médico y aunque no pronunció la palabra «Alzheimer», nos dio a entender que el proceso era irreversible. Entonces Amelia comenzó a angustiarse. Le desesperaba sentir cómo se le iban borrando los recuerdos. Yo no podía ayudarla porque nada sé de lo que fue su vida. Y de repente apareció usted. Fue ella quien tuvo la idea de encargarle a usted que recuperara sus recuerdos. La intenté persuadir de que era una locura, de que al fin y al cabo usted era un extraño, pero siempre ha hecho lo que ha querido… de manera que le encargamos que investigara cuanto pudiera. He de reconocer que me sorprendió cuando me llamó para decirme que había podido investigar hasta 1989.

– ¿Y por qué no se lo encargaron al profesor Soler…? -pregunté.

– A Pablo… le queremos mucho, es uno más de la familia, pero Amelia se empecinó en que debía ser usted.

– Supongo que no quiere que vuelva por aquí.

– ¿Lo cree necesario? En mi opinión, está todo dicho, y ha hecho algo impagable por su bisabuela. Recuperar su memoria es más de lo que podía esperar. Y usted se la ha devuelto. Creo que hemos llegado al final. Siempre hay que saber cuándo llega ese momento y aceptarlo. ¿No lo cree así?


Y salí de sus vidas para siempre, convirtiéndome en una de las últimas líneas de su historia.

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