– Minerva… quítate el camisón.
Las palabras resonaron en la penumbra entre ellos. Las había envuelto en más poder destilado, más orden directa, de la que nunca había usado con ella antes; su voz llenó sus oídos femeninos con primitiva amenaza y tácita promesa.
Un recordatorio no demasiado sutil de que era el tipo de noble que nadie piensa siquiera en contradecir. Ciertamente, no una mujer. Por voluntad propia, sus dedos recorrieron el delicado tejido que envolvía sus piernas.
Se dio cuenta y los detuvo, y después, introduciendo aire en unos pulmones que estaban repentinamente tensos, se incorporó, con las piernas flexionadas, lo miró, y entornó los ojos.
– No -Apretó la mandíbula, si no tan fuerte, al menos tan beligerante como él. -¿Ni siquiera me has mirado en toda la noche, y ahora quieres verme desnuda?
Su inexorabilidad no cedió ni un ápice. Se quitó el pañuelo y lo tiró.
– Sí -Pasó un segundo. -Ni quiera te he mirado… y soy bien consciente de que ha sido así durante toda la maldita noche, porque todo el mundo, absolutamente todo el mundo, estaba mirándome, estaba observando cómo interactuábamos Helen, mi última amante, y yo, y si en lugar de eso te hubiera mirado, todo el mundo lo hubiera hecho también. Y entonces se habrían preguntado por qué… por qué en lugar de mirar a mi reciente amante estaba mirándote a ti. Y ya que no están privados de inteligencia por completo, habrían adivinado, correctamente, que mi distracción en un momento como ese se debe a que tú estás compartiendo mi cama.
Se quitó la chaqueta.
– No te miré ni una vez en toda la noche porque quería evitar la especulación que sabía que seguiría, y que sé que a ti no te habría gustado -Bajó la mirada mientras dejaba caer el chaleco sobre su chaqueta; hizo una pausa, entonces levantó la cabeza y la miró a los ojos. -Además no quería que mis primos se hicieran ideas equivocadas sobre ti… y se las harían si supieran que estás compartiendo mi cama.
Cierto… era todo cierto. Escuchó que la verdad resonaba en cada precisa vocal y consonante. Y el pensamiento de sus primos aproximándose a ella (todos ellos eran hombres sexualmente agresivos como él) había sido lo que lo había afectado más poderosamente.
Antes de que ella pudiera considerar lo que eso hubiera significado, con un tirón Royce se sacó los faldones de la camisa de la cinturilla.
Su mirada bajó hasta el cuerpo de Minerva, al ofensivo camisón.
– Quítate ese maldito camisón. Si aún lo tienes puesto cuando llegue hasta ti, lo haré pedazos.
No era una advertencia, ni una amenaza, ni siquiera una promesa… solo una afirmación pragmática de un hecho.
Estaba apenas a dos yardas de distancia. Minerva se giró para retirar la colcha y poder deslizarse debajo de esta.
– No. Quédate dónde estás -Su voz había bajado el volumen, y se había hecho más grave; su tono envió un primitivo escalofrío por su espina dorsal. Habló cada vez más lentamente. -Quítate el vestido. Ahora.
Minerva se giró para mirarlo. Sus pulmones se habían estrechado de nuevo. Inhaló profundamente, y después cogió el borde del delicado camisón, y lo subió, exponiendo sus pantorrillas, sus rodillas, sus muslos, y después, aún sentada, con los ojos fijos en Royce, se retorció y tiró hasta que el largo camisón estuvo hecho un ovillo alrededor de su cintura.
La aspereza de su colcha brocada raspó la piel desnuda de sus piernas y su trasero… y de repente se le ocurrió por qué podría quererla desnuda sobre la cama, en lugar de bajo las sábanas.
Y ella no iba a discutir.
De cintura para abajo ya no estaba cubierta por el camisón, pero los pliegues protegían sus caderas, su estómago y el resto de ella, de su mirada.
Con la boca repentinamente seca, Minerva tragó saliva, y después dijo:
– Quítate la camisa, y yo me quitaré el camisón.
La mirada de Royce subió de sus muslos desnudos a sus ojos, donde se quedó un instante, y después cogió el borde de su camisa y se la sacó por la cabeza.
Minerva aprovechó el instante (el instante más fugaz) para deleitarse en la excitante visión de su ampliamente musculado pecho. Entonces Royce se liberó de las mangas, y tiró la camisa. Con sus dedos trabajando con los botones de su cintura, se dirigió a la cama.
Minerva cogió los pliegues de su camisón, tiró de ellos y se lo quitó.
Royce estuvo sobre ella antes de que pudiera liberar sus manos. Con una ola de músculos la dejó acostada sobre la cama.
Antes de que Minerva pudiera parpadear estaba extendida, desnuda, sobre su espalda, sobre la colcha dorada y escarlata, con él encima de ella, y una pesada mano cerrada sobre las suyas sujetándola y dejándola con los brazos extendidos sobre su cabeza.
Se alzó sobre ella y colocó su cadera junto a la de Minerva; apoyándose en el brazo que mantenía sus manos cautivas, miró el cuerpo de la ama de llaves mientras esta yacía a la vista, desnuda y desvalida, para su deleite.
Para su posesión.
Levantó la mano libre y la colocó sobre su carne. La usó para excitarla de forma rápida, eficiente, implacable, hasta que ella se retorció, hasta que su cuerpo se arqueó y se elevó sin poder evitarlo bajo aquella mano demasiado conocida, anhelando, buscando.
Con la mano ahuecada entre sus muslos, ocupada en su resbaladizo e hinchado sexo, con dos largos dedos enterrados en su vagina profundamente, bajó la cabeza y posó su boca sobre un pecho.
Lamió, chupó, mordisqueó, y después atrajo el dolorido pezón hasta su boca y lo succionó tan ferozmente que, arqueando el cuerpo, Minerva gritó.
Liberó su torturada carne y la miró a la cara, atrapó sus ojos, e introdujo los dedos con fuerza en su interior… observó cómo jadeaba e instintivamente levantaba las caderas, queriendo, deseando, alcanzar la conclusión.
A través del latir de su corazón en sus oídos, escuchó que murmuraba algo profundo, oscuro y gutural… Minerva no pudo descifrar las palabras.
Su piel estaba tan dolorida, tan insoportablemente sensible, que parecía que estaba ardiendo… ardiendo totalmente con insaciable deseo. Habían pasado apenas unos minutos desde que Royce la había extendido sobre la cama, y ya la había reducido a aquello… a necesitarlo en su interior más de lo que necesitaba respirar.
Sus dedos se retiraron de ella. Minerva abrió los ojos que no sabía que había cerrado mientras él se movía sobre ella.
Minerva tiró, intentando liberar sus manos, pero Royce no se lo permitió.
– Después -gruñó.
Entonces su cuerpo bajó sobre el de Minerva y sus pulmones se quedaron paralizados.
Royce estaba desnudo hasta la cintura (el vello en su torso erosionaba sus pechos, manteniendo sus pezones dolorosamente erectos) pero aún tenía los pantalones puestos. La tela de lana, aunque estaba delicadamente trabajada, raspó la piel desnuda de sus piernas, y la hizo jadear mientras le arañaba el interior de los muslos cuando Royce, con sus piernas, separaba las de Minerva y colocaba sus caderas entre ellas.
La piel de su espalda ya estaba en carne viva, acariciada por la ruda textura de la colcha. Sus sentidos se tambalearon bajo el impacto concertado de tanta estimulación sensorial… de su peso clavándola a la cama, de la anticipación que aumentaba mientras sentía que él se movía entre sus muslos y liberaba su erección.
Colocó el amplio glande en su entrada, y después agarró su cadera y empujó con fuerza hacia ella. La llenó con una única y poderosa embestida, y después salió y la penetró de nuevo incluso más profundamente.
La sostuvo abajo y la cabalgó, con largas, poderosas y fuertes embestidas; cada empujón la movía en parte bajo él, cada centímetro de su piel, cada nervio, se erosionaba cada vez.
Royce la observó, observó su cuerpo ondulándose bajo el suyo, tomándolo en su interior, deseoso y aceptante. Contempló su rostro, vio la pasión rebasando el deseo, lo vio reunirse y atravesarla, capturarla en sus calientes volutas, los vio tensarse, agarrarse, dirigirse.
Esperó hasta que Minerva estuvo cerca del clímax. Liberó su cadera, cerró su mano sobre su pecho, bajó la cabeza y tomó su boca, la reclamó, la poseyó, allí, también, mientras su cuerpo se movía sobre el de ella.
Minerva llegó al orgasmo bajo él con más intensidad que nunca antes.
Jadeó, gimió mientras su mundo se fracturaba, pero el clímax siguió y siguió. Royce lo mantuvo así, introduciéndose con fuerza en su interior, haciendo que su cuerpo se moviera ligeramente contra la áspera tela, dejando que sus nervios ardieran incluso mientras la satisfacción interior la atravesaba.
No se parecía a nada que hubieran compartido juntos antes. Más evidente, y más poderoso.
Más posesivo.
Minerva no se sorprendió del todo cuando, después de derrumbarse, agotada y exhausta, aunque con los nervios y los sentidos vivos, aún vibrando, él aminoró el ritmo, y después se detuvo y salió de ella.
Abandonó la cama, pero Minerva sabía que no había terminado aún con ella; no había reclamado aún su liberación. Por los sonidos que le llegaron, Royce estaba ocupándose de sus pantalones.
Cerró los ojos y se quedó allí extendida, desnuda y satisfecha, sobre su cama, esperando. No había liberado las manos de su camisón, no había podido reunir aún la energía suficiente.
Y entonces él volvió.
Se arrodilló sobre la cama, agarró sus caderas, y la giró. Minerva se dio la vuelta, preguntándose cómo… Flexionando sus piernas, deslizó una enorme mano sobre el vientre de Minerva, y entonces levantó sus caderas y su espalda de modo que quedó arrodillada ante él. Con las manos aún atrapadas, él tiró de sus brazos para que pudiera apoyarse en sus antebrazos. Se presionó tras ella, con sus rodillas contra la parte de atrás de las de ella, y entonces Minerva sintió la hinchada cabeza de su erección empujando en su entrada.
A continuación, la penetró.
La penetró más profundamente que nunca. Minerva se estremeció y entonces él se retiró y la penetró de nuevo, acomodándose incluso más profundamente en su interior.
Minerva luchó por recuperar su aliento, y perdió todo el que había ganado cuando él la penetró de nuevo con fuerza.
Sosteniéndola contra su cuerpo, abierta e indefensa, marcó un firme ritmo que hizo que tuviera que agarrarse a la colcha mientras él la embestía, y entonces varió la velocidad, luego la profundidad, luego el movimiento de sus caderas, acariciando de algún modo su interior.
Minerva habría jurado que lo había sentido en la garganta.
No estaba segura de que fuera a sobrevivir a aquello, no a aquel grado de escalofriante intimidad. A aquel grado absoluto de posesión física. Podía sentir el trueno en su sangre, podía sentir la ola de caliente necesidad y desesperación física levantarse y edificarse.
Cuando rompiese los arrastraría a los dos.
Jadeando frenéticamente, Minerva se aferró a la realidad cuando él se apoyó contra ella, con un puño hundiéndose en la cama junto a su hombro. Aún mantenía sus caderas arriba, sujetándola, manteniéndola cautiva para su implacable penetración.
Su vientre se curvó sobre la parte de atrás de sus caderas; Minerva podía sentir el calor de su pecho a lo largo de su espalda mientras Royce inclinaba la cabeza. Su aliento cortó su oído, y después se hundió en la curva de su cuello.
– Déjate llevar.
Minerva escuchó esas palabras desde muy lejos; sonaban como un ruego.
– Deja que ocurra… déjate llevar.
Escuchó que su respiración se detenía, y después se presionó profundamente en su interior, sus embestidas se hicieron más breves hasta que apenas se retiraba de ella.
El orgasmo la golpeó con fuerza, en tantos niveles, que gritó.
Su cuerpo parecía vibrar, y vibrar, y vibrar con las sucesivas olas de gloria, cada una de ellas más brillante, más nítida, más resplandeciente mientras la sensación se movía en espiral, entraba en erupción, se escindía, y después parpadeaba a través de cada nervio, se hundía y se mezclaba bajo cada centímetro de sensibilizada piel.
La terminación nunca había sido tan absoluta.
Royce la sostuvo a través de ella. Su erección se hundió más profundamente en el interior de su convulsionada vagina, sintió cada onda, cada glorioso momento de su liberación; con los ojos cerrados la saboreó, saboreó a Minerva, saboreó la realización que encontró en su cuerpo, y en ella.
Su propia liberación lo llamaba, lo tentaba, lo atrapaba, pero aunque había querido tomarla así, aún quería más.
Codiciosamente, pero…
Necesitó un esfuerzo para contener su excitado y hambriento cuerpo, para aminorar gradualmente la velocidad de sus profundas aunque cortas embestidas hasta que se quedó inmóvil en su interior. Se tomó un último momento para deleitarse en la sensación de su vagina agarrando su erección a lo largo de toda su rígida longitud, el ardiente guante de terciopelo que era la fantasía de todos los hombres.
Solo cuando estuvo seguro de que tenía su cuerpo bajo control se arriesgó a salir de ella.
Abrazó su cuerpo con una mano, y con otra quitó las colchas, y después la levantó y la tumbó boca arriba. Su delicada y sonrosada piel se sintió aliviada por la fría seda de sus sábanas.
Se sentó sobre sus tobillos y la miró, con una primitiva parte de su psique deleitándose en ella. Fijó esa imagen en su mente… su cabello que era un arrugado velo de seda extendido sobre sus almohadas, su lujurioso cuerpo lacio y saciado, su piel aún sonrosada, sus pezones aún erectos, sus caderas y sus pechos portando las marcas delatoras de su posesión.
Exactamente como siempre había querido verla.
Inclinó la cabeza ligeramente sobre las almohadas; desde sus largas pestañas, sus dorados ojos brillaron cuando vio a Royce estudiándola. Su mirada recorrió lentamente su cuerpo.
Entonces Minerva levantó una mano, la extendió, y cerró sus dedos sobre su dolorosa erección. Lo acarició lentamente hacia abajo, y después hacia arriba.
Entonces lo liberó, se acomodó en los cojines, extendió los brazos hacia él, y separó las piernas completamente.
Él acudió a ella, entre sus brazos, se colocó entre sus muslos separados, y se hundió, tan fácilmente en su cuerpo, en su abrazo.
Allí donde pertenecía.
Ya no había duda de eso; enterró su rostro en el hueco entre su hombro y su garganta y con largas y lentas embestidas, se entregó a ella.
Sintió que ella lo aceptaba, con sus brazos rodeando sus hombros, y las manos extendidas sobre la espalda, sus piernas elevadas para agarrar sus costados mientras él inclinaba sus caderas y se introducía en ella aún más profundamente.
Mientras ella se abría a él, para que pudiera perderse en su interior incluso más profundamente.
Su orgasmo lo recorrió con largas y vibrantes oleadas.
Con los ojos cerrados, Minerva lo abrazó, sintiendo la dorada dicha de tal apasionada intimidad fluir y desbordarla. Y supo en su corazón, en su alma, que dejar que Royce se marchara iba a terminar con ella.
Iba a devastarla.
Siempre había sabido que aquel sería el precio por enamorarse de él.
Pero lo había hecho.
Podía maldecir su propia estupidez, pero nada cambiaría la realidad. Su realidad juntos, lo que significaba que se separarían.
El destino no se cambia con facilidad.
Royce se derrumbó sobre ella, más pesado de lo que hubiera imaginado, pero Minerva encontró su peso curiosamente consolador. Como si su anterior rendición física quedara equilibrada con la de él.
El calor combinado de sus pieles se disipó y el aire de la noche sopló sobre sus pieles. Retorciéndose, se las arregló para coger el borde de la colcha y, tirando, consiguió subirla hasta que los cubrió a ambos.
Cerró los ojos y dejó que la familiar calidez la envolviera, pero cuando él se agitó y se apartó de ella, Minerva estaba totalmente despierta.
Royce lo notó. La miró a los ojos, y después se dejó caer en los cojines junto a ella, extendió la mano para atraerla hacia él, hacia su lado, su cabeza sobre su hombro.
Así era como dormían normalmente, pero mientras ella lo dejaba envolverla en sus brazos, ella se incorporó para poder mirarlo a los ojos.
Al hacerlo, sintió cierta cautela, aunque, como siempre, su rostro no mostraba nada.
Se recordó a sí misma que estaba tratando con un Varisey (uno desnudo, además), y que por tanto las sutilezas eran un desperdicio, así que fue directa a la pregunta que quería hacer.
– ¿Qué ha pasado con tu regla de las cinco noches?
Royce parpadeó. Dos veces. Pero no apartó la mirada.
– Eso no se aplica a ti.
Minerva abrió los ojos de par en par.
– ¿Sí? ¿Y qué regla se aplica a mí? ¿La de las diez noches?
Los ojos de Royce se entornaron parcialmente.
– La única regla que se aplica a ti es que mi cama (esté donde esté) es la tuya. No hay ningún otro sitio donde vaya a permitirte dormir, excepto conmigo -Levantó una oscura ceja, abiertamente arrogante. -¿Está claro?
Minerva lo miró fijamente a sus oscuros ojos. No era tonto; él tenía que casarse… y ella no se quedaría allí; Royce lo sabía.
¿Pero lo había aceptado?
Después de un largo momento, le preguntó:
– ¿Qué es lo que no me estás contando?
No fue su rostro el que lo delató; fue la tenue aunque definitiva tensión que embargó al duro cuerpo bajo el suyo.
El duque se encogió de hombros, y después intentó que ella se recostara entre sus brazos de nuevo.
– Antes, cuando no estabas aquí, pensé que te habías enfurruñado.
Un cambio de tema, no una respuesta.
– Después de enterarme de tu regla de las cinco noches, y de que me hayas ignorado durante toda la velada como si yo no existiera, pensaba que habías terminado conmigo -Su tono dejaba muy claro cómo se sentía sobre eso.
Después de aliviar la rabia que aún perduraba, Minerva se dejó caer en sus brazos y colocó la cabeza sobre su hombro.
– No -Su voz era grave; sus labios acariciaron sus sienes. -Eso nunca.
Las últimas palabras fueron suaves, pero definitivas… y la tensión delatora no lo había abandonado.
¿Nunca?
¿Qué estaba planeando?
Dado como se sentía ahora, tenía que saberlo. Colocó las manos sobre su pecho y se incorporó de nuevo. Lo intentó, pero los brazos de Royce no la dejaron. Minerva se retorció, y no consiguió nada, así que lo pellizcó. Con fuerza.
Royce se agitó, murmuró algo que era poco halagüeño, pero dejó que ella levantara sus hombros lo suficiente para mirarlo a la cara.
Estudió sus ojos, repasó todo lo que había dicho, y cómo lo había dicho. Su plan para ella, fuera el que fuera, giraba en torno a una pregunta. Entornó los ojos al mirarlo.
– ¿Con quién has decidido casarte?
Si conseguía que él le contara aquello, lo aceptaría, lo reconocería como un hecho, y se prepararía para entregarle las llaves, para ceder su lugar en su cama a otra, y dejar Wolverstone. Aquel era su destino, pero mientras él se negara a nombrar a su novia, podría arrastrar su aventura indefinidamente, y ella se vería atrapada en un amor incluso mayor… de modo que cuando tuviera que marcharse, dejarlo la destrozaría.
Tenía que conseguir que él definiera el final de su aventura.
Royce mantuvo su mirada, totalmente inexpresivo. Totalmente implacable.
Minerva se negó a retroceder.
– Lady Ashton me confirmó que tu fracaso al hacer el prometido anuncio había sido ampliamente notado. Vas a tener que hacerlo pronto, o tendremos a lady Osbaldestone de vuelta aquí, y de mal humor. Y en caso de que te lo estés preguntando, su mal humor será mayor que tu mal carácter. Te hará sentir tan pequeño como un guisante. Así que deja de fingir que puedes cambiar tu destino, y dime el nombre para que podamos anunciarlo.
Para que pueda organizar su separación de él.
Royce era demasiado hábil leyendo entre líneas para no darse cuenta de sus pensamientos subyacentes… pero tenía que decírselo. Ella acababa de proporcionarle la entradilla perfecta para decírselo y proponérselo, pero… pero no quería hacerlo aún. No estaba seguro de su respuesta. No estaba seguro de ella.
Bajo las colchas, Minerva se movió, y deslizó una larga pierna sobre la cintura de Royce, y después se impulsó y se sentó sobre él, para mirar mejor su rostro. Sus ojos, del color del glorioso otoño, estaban aún oscurecidos por la reciente pasión, entornados y enterrados en los suyos, con destellos dorados de voluntad y determinación ardiendo en sus profundidades.
– ¿Has escogido a tu esposa?
Eso podía contestarlo.
– Sí.
– ¿Has contactado con ella?
– Estoy negociando con ella ahora mismo.
– ¿Quién es? ¿La conozco?
No iba a dejar que se escapara sin contestar de nuevo. Con decisión, con los ojos fijos en los de Minerva, gruñó:
– Sí.
Como no dijo nada más, Minerva agarró sus antebrazos como si fuera a agitarlo… o como si lo sostuviera para que no pudiera escapar.
– ¿Cómo se llama?
Sus ojos lo atraparon. Iba a tener que hablar en ese momento. Iba a tener que pedírselo ahora. Iba a tener que encontrar algún otro modo… algún camino más a través de la ciénaga… Examinó sus ojos, desesperado por encontrar alguna pista.
Los dedos de Minerva se tensaron, sus uñas se clavaron en su carne, y entonces pronunció un sonido de frustración; lo liberó y levantó las palmas, así como su rostro, hacia el techo.
– ¿Por qué demonios estás haciendo todo esto tan difícil?
– Porque es difícil.
Minerva bajó la cabeza; clavo sus ojos en los de Royce.
– ¿Por qué, por el amor de Dios? ¿Quién es ella?
Royce apretó los labios y fijó su mirada en la de Minerva.
– Tú.
La expresión huyó de su rostro, de sus ojos.
– ¿Qué?
– Tú -Vertió cada gramo de su certeza, de su determinación, en aquella palabra. -Te he elegido a ti.
Abrió los ojos de par en par; Royce no pudo descifrar su expresión. Minerva comenzó a retroceder, a apartarse del duque; él la atrapó por la cintura.
– No -La palabra fue débil, y tenía los ojos aún completamente abiertos. Su expresión era extrañamente sombría. Abruptamente, tomó aire y agitó la cabeza. -No, no, no. Te dije…
– Sí, lo sé -pronunció las palabras lo suficientemente lacónicas para interrumpirla. -Pero hay algo, algunas cosas, que tú no sabes -La miró a los ojos. -Te llevé al mirador de Lord's Seat, pero no llegué a decirte por qué. Te llevé allí para pedirte matrimonio… pero me distraje. Dejé que me distrajeras con lo de meterte en mi cama primero… y después convertiste tu virginidad, el hecho de que yo la hubiera tomado, en un obstáculo incluso mayor.
Minerva parpadeó.
– ¿Ibas a pedírmelo entonces?
– Lo tenía planeado… en Lord's Seat, y después aquí en aquella primera noche. Pero tu declaración… -Se detuvo.
Los ojos de Minerva se entornaron de nuevo; sus labios se estrecharon.
– Tú no te rendiste… Nunca te rindes. Estás intentando manipularme… eso es lo que es esto -Agitó los brazos, señalando la enorme cama, -¿no? ¡Has estado intentando hacerme cambiar de idea!
Con un resoplido de disgusto, Minerva intentó apartarse de él. Royce sujetó mejor su cintura, manteniéndola exactamente donde estaba, sobre él. Minerva trató de liberarse, de apartar las manos del duque, se agitó y retorció.
– No -El duque pronunció la palabra con la suficiente fuerza para hacer que ella lo mirara de nuevo… y se quedara quieta. Atrapó su mirada y la sostuvo. -No es así… yo nunca he intentado manipularte. Yo no quiero tenerte a la fuerza… yo quiero que aceptes por voluntad propia. Todo esto ha sido para convencerte. Para mostrarte lo bien que encajas en el puesto de mi duquesa.
A través de sus manos, sintió que ella se tranquilizaba, sintió que había captado su atención, aunque a regañadientes. Royce inhaló.
– Ahora que me has obligado a decirlo, lo menos que puedes hacer es escuchar. Escucha por qué creo que encajaríamos… por qué quiero que tú, y solo tú, seas mi esposa.
Atrapada en sus oscuros ojos, Minerva no sabía qué pensar. No sabía qué era lo que sentía; las emociones giraban y tropezaban y se arremolinaban en su interior. Sabía que Royce estaba diciéndole la verdad; había veracidad en su tono de voz. El duque rara vez mentía, y estaba hablando en términos que eran totalmente inequívocos.
Tomó su silencio como consentimiento. Aún manteniéndola cautiva, aún sosteniendo su mirada, continuó:
– Te quiero como mi esposa porque tú (y solo tú) puedes darme todo lo que necesito, y quiero, en mi duquesa. Los aspectos socialmente prescritos son lo de menos… tu origen es más que adecuado, así como tu fortuna. Aunque el anuncio de nuestro matrimonio tomaría a muchos por sorpresa, en ningún caso sería considerada una mala unión… desde la perspectiva de la sociedad, eres totalmente adecuada.
Se detuvo, cogió aliento, pero sus ojos nunca dejaron los de Minerva; ella nunca antes se había sentido un foco tan absoluto de su atención, de su voluntad, de todo su ser.
– Aunque hay muchas damas que serían adecuadas teniendo en cuenta ambos aspectos, es en el resto de cuestiones en las que tú destacas. Yo necesito (y ha quedado demostrado) una dama a mi lado que comprenda la responsabilidad política y social y las dinámicas del ducado que, gracias a mi exilio, yo no comprendo. Necesito a alguien en quien pueda confiar para que me guíe a través de los bancos de arena… como hiciste en el funeral. Necesito a una dama en la que pueda confiar para que tenga el valor de enfrentarse a mí cuando esté equivocado… alguien que no tenga miedo de mi temperamento. Casi todo el mundo lo tiene, pero tú nunca lo has tenido… entre todas las mujeres esas cosas te hacen única solo a ti.
Royce no se atrevió a apartar sus ojos de los de Minerva. Ella estaba escuchándolo, siguiéndolo… comprendiéndolo.
– También necesito (y quiero) una duquesa que esté en consonancia con los intereses del ducado, y con los míos propios. Que esté dedicada al ducado, a su gente, a la comunidad. Wolverstone no es solo un castillo… nunca lo ha sido. Necesito una dama que entienda eso, que esté tan comprometida con ello como yo mismo. Como tú ya lo estás.
Cogió aire una vez más; tenía los pulmones tensos, sentía el pecho comprimido, pero tenía que decir el resto…
– Por último, yo… -Examinó sus ojos otoñales -Necesito, y quiero, una dama a la que proteger. No quiero la habitual esposa Varisey. Quiero… intentar tener un matrimonio más completo… uno basado en algo más que el interés y la conveniencia. Para eso necesito a una dama con la que pueda pasar mi vida, una con la que pueda compartir mi vida de ahora en adelante. No quiero visitar ocasionalmente la cama de mi duquesa… yo la quiero en mi cama, en esta cama, cada noche, durante todas las noches que estén por venir -Se detuvo, y luego dijo: -Por todas estas razones, te necesito a ti como mi esposa. De todas las mujeres que podría tener, no valdría ninguna otra. No puedo imaginarme… sintiendo esto por ninguna otra. Nunca ha habido otra con quien haya dormido durante la noche, nunca ha habido otra a la que haya querido tener conmigo hasta el alba -Mantuvo su mirada. -Te quiero a ti, te deseo a ti… y solo tú puedes serlo.
Mirando sus oscuros ojos, Minerva sintió que sus emociones crecían repentinamente; estaba en unas aguas muy profundas, y había peligro de que la engulleran. La atracción de sus palabras, de su aliciente, era tan fuerte… lo suficientemente fuerte para tentarla, incluso a ella, a pesar de que conocía el precio… frunció, el ceño.
– ¿Estás diciendo que permanecerás fiel a tu duquesa?
– A mi duquesa no. A ti, sí.
Oh, una respuesta inteligente; su corazón se saltó un latido. Lo miró a los ojos, vio su implacable e inamovible voluntad… y la habitación giró. Inhaló con dificultad; los planetas acababan de re-alinearse. Un Varisey estaba prometiendo fidelidad.
– ¿Por qué has decidido esto?
¿Qué demonio había sido lo suficientemente fuerte para provocar este cambio en él?
Royce no respondió inmediatamente, pero sus ojos permanecieron firmes sobre los de Minerva.
Finalmente, dijo:
– A través de los años he visto que Rupert, Miles y Gerald encontraban a Rose, Eleanor y Alice. He pasado más tiempo en sus hogares que aquí… y lo que ellos tienen es lo que yo quiero. Recientemente he visto que mis ex compañeros encontraban a sus esposas… y ellos, también, encontraron mujeres y matrimonios que les ofrecían más que conveniencia y avance dinástico.
Se movió ligeramente bajo ella, y tensó la mandíbula.
– Cuando las grandes damas vinieron y dejaron claro lo que esperaban… y nadie pensó que yo podría querer, o que podría merecer, algo mejor que el habitual matrimonio Varisey -Su voz se hizo más dura. -Pero estaban equivocadas. Te quiero a ti… y quiero más.
Minerva se estremeció. Habría jurado que no lo había exteriorizado, pero sus manos, hasta entonces cálidas y fuertes alrededor de su cintura, la dejaron, y cogieron la colcha, y la extendieron hasta cubrir sus hombros. Minerva cogió los bordes y tiró de ellos. No tenía frío; estaba tiritando emocionalmente.
De los pies a la cabeza.
– Yo… -Volvió a concentrarse en él.
Royce estaba mirando sus manos mientras ajustaba la colcha alrededor de Minerva.
– Antes de que digas nada… hoy he ido a ver a Hamish, le he pedido consejo sobre lo que podría decirte para convencerte de que aceptaras mi propuesta -Levantó los ojos y los fijó en los de Minerva. -Me dijo que debería decirte que te quiero.
Minerva no podía respirar; estaba atrapada en la insondable oscuridad de sus ojos.
Estos permanecían concentrados en los de ella.
– Me dijo que tú querrías que te lo dijera… que afirmara que te quería -Tomó aliento, y continuó: -Yo nunca te voy a mentir… Si te dijera que te amo, lo haría. Haré cualquier cosa que sea necesaria para hacerte mía, para que seas mi duquesa… excepto mentirte.
Royce parecía tener tantos problemas para respirar como ella. Exhaló mientras sus ojos examinaban los de Minerva.
– Me preocupo de ti de un modo y con una profundidad con la que no me he preocupado por nadie más. Pero ambos sabemos que no puedo decir que te ame. Ambos sabemos por qué. Soy un Varisey, y no sé nada sobre amor, y mucho menos sobre cómo hacer que suceda. Ni siquiera sé si esa emoción existe en mi interior. Pero lo que sí puedo prometerte, y lo haré, es que lo intentaré. Por ti, intentaré darte todo lo que tenga en mí, pero no puedo prometerte que vaya a ser suficiente. Puedo prometerte que lo intentaré, pero no puedo prometerte que tendré éxito -Mantuvo su mirada inquebrantablemente. -No puedo prometerte que te amaré porque no sé si puedo hacerlo.
Los minutos pasaron; Minerva permaneció sumergida en sus ojos, viendo, escuchando, descubriendo. Finalmente, inhaló lenta y profundamente, volvió a concentrarse en el rostro de Royce, miró de nuevo esos oscuros y tempestuosos ojos.
– Si acepto casarme contigo, ¿me prometerás eso? ¿Me prometerás que permanecerás fiel a mí, y que lo intentarás?
La respuesta fue inmediata, inflexible.
– Sí. Por ti, te lo prometeré, del modo y con las palabras que desees.
Minerva se sentía emocionalmente tensa… de pie en un alambre sobre un abismo. Evaluar su tensión la hizo ser consciente de la de Royce; debajo de sus muslos, de su trasero, los músculos del duque eran acero… de no ser por eso lo habría escondido bien, su incertidumbre.
Minerva tomó aire, y se apartó de Royce.
– Tengo que pensar -Repasó sus palabras, y arqueó una ceja. -En realidad no me lo has propuesto.
Royce se quedó en silencio un momento, y después declaró sucintamente:
– Te lo propondré cuando estés preparada para aceptar.
– Aún no lo estoy.
– Lo sé.
Minerva lo examinó, sintió su incertidumbre, pero incluso más su inquebrantable determinación.
– Me has sorprendido -Minerva había pensado en casarse con él, había fantaseado y soñado con ello, pero nunca había pensado que llegaría a hacerse realidad… no más de lo que había pensado que compartir su cama, y mucho menos regularmente, pero allí estaba. -Una gran parte de mí quiere decir sí, por favor, pídemelo, pero convertirme en tu duquesa no es algo que pueda decidir por un impulso.
Royce le había ofrecido todo lo que su corazón podía desear… excepto prometerle el suyo. En un arrogante movimiento, la había dejado en un paisaje que nunca había imaginado que podría existir…y en el que no había edificios conocidos.
– Me has dejado en la más completa de las confusiones mentales -Sus pensamientos eran caóticos, sus emociones más aún; su mente era un bullente caldero en el que los miedos bien conocidos batallaban con inesperadas esperanzas, deseos sin catalogar y necesidades insospechadas.
Royce no dijo nada, era demasiado prudente para presionarla más.
Efectivamente. Minerva no iba a dejar que la empujara hacia aquello… un matrimonio que, si iba mal, garantizaba la obliteración emocional.
– Vas a tener que darme tiempo. Necesito pensar.
Royce no protestó.
Minerva tomó aliento, le echó una mirada de advertencia, y entonces se apartó de él, y volvió a su lado de la cama; se giró hacia su lado, dándole la espalda, tiró de las colchas sobre sus hombros y se acurrucó.
Después de un momento contemplándola en la oscuridad, Royce se giró y se deslizó en la cama, abrazándola desde atrás. Deslizó su brazo alrededor de su cintura, y se acurrucó con su espalda contra su pecho.
Minerva suspiró suavemente, y después se movió hacia atrás, colocando sus caderas contra su abdomen. Volvió a suspirar y se relajó ligeramente.
Royce estaba aún tenso, su vientre seguía dando vueltas. Una gran parte de su vida, de su futuro, pendía de aquello, de ella; acababa de colocar su vida en manos de Minerva… al menos no se la había devuelto.
Lo que, siendo realista, era todo lo que podía pedirle en aquel momento.
Apartó su cabello a un lado y besó su nuca.
– Duérmete. Puedes tomarte todo el tiempo que necesites para pensar.
Después de un momento, murmuró:
– Pero cuando lady Osbaldestone vuelva y me exija el nombre de la mujer a la que he elegido como esposa, tendré que decírselo.
Minerva resopló. Sonriendo, contra toda expectativa, hizo lo que Royce le había pedido y cayó rápidamente dormida.