Minerva se detuvo dentro de la sala de estar de Royce para coger aire y templar sus nervios. Una sombra en la habitación cambió de forma. Sus sentidos se aguzaron de repente.
Royce surgió de la penumbra, dejando atrás las sombras. Quitándose su capa, y el chaleco. Iba descalzo, pero aún tenía puesta camisa y pantalones. Soltó una copa vacía en una mesita auxiliar.
– Ya era hora.
No es que estuviera de mal humor, pero puso énfasis en cada una de las palabras a medida que se iba acercando a ella.
– Ah… -dijo, captando el mensaje, pero levantando las manos para mantener las distancias.
Aun así, él llegó a su lado, pero no hizo lo que ella esperaba. Sus manos la agarraron por detrás de la cabeza, la inclinó hacia atrás y bajó la suya para capturar su boca con sus labios.
Aquel beso la sobrecogió rebasando todos los límites, sumergiendo cualquier vestigio de racionalidad que le quedara en la marea ardiente del deseo. La pasión se desató. Las llamas del fuego de la atracción les lamieron, chisporroteando, hambrientas.
Ella, como siempre, cayó en la delicia de sentirse deseada con tanta fuerza, de aquella manera, a aquel nivel. Sus manos se cerraron tras su cabeza, mientras que su boca, sus labios, su lengua, la reclamaban y la poseían, vertiendo tal cantidad de pasión desenfrenada, de deseo desatado, a través de ella, que no hizo sino hundirla en el placer, para que ella instantáneamente respondiera con el cimbreo de su cuerpo.
Sus manos apretaron su torso, a través de la fina tela de su camisa, y sintió el calor de su cuerpo, y su dureza. Implacable, exigiendo, casi dirigiéndola, sintiendo que él era todo llamada y lujuria.
A través de su toque y la sujeción de sus manos, sorprendentemente, parecía que la deseara aún con más pasión que la noche anterior. Lejos de menguar, aquella ansia se fue asentando gradualmente, y el apetito de ambos tan solo creció y creció. De manera escalada, y profunda. Sus dedos se introdujeron por su camisa, besándole de nuevo, con una intensidad ecuánime al primero. Si parecía que él jamás podría saciarse de ella, a ella le ocurría lo mismo.
Aquel pensamiento le hizo recordar qué era lo que necesitaba en horas nocturnas. Qué era lo que más deseaba de él. Las otras le habían dado direcciones, no instrucciones. Ya sabía lo que tenía que conseguir, así como también sabía que tendría que improvisar.
¿Pero cómo?
Antes de tan siquiera poder pensarlo, Royce llevó la mano hasta su cabeza, extendiendo con sus manos el cabello de Minerva, para dejar que se entremetiera entre sus largos dedos. La capa de Minerva se deslizó de sus hombros, cayendo para formar un montón de tela detrás de ella. El se apartó de aquel dominante beso para tocar su cuerpo, justo en el momento en el que ella se estaba quedando sin tiempo para planificar su próximo movimiento.
– ¡No! -dijo dando un paso atrás, empujando con su mano el torso de él, intentando zafarse de su abrazo.
El paró, y la miró.
– Hoy quiero ser yo la que lleve el paso en este baile.
Aquel fue un punto crítico; tenía que dejarla hacer a ella, aceptar el rol pasivo, en lugar del dominante, cederle las riendas voluntariamente… y dejar que ella fuera la que condujera.
El nunca había compartido las riendas con ella, no por voluntad propia. Le había dejado explorar, pero siempre bajo su supervisión y permiso, por un tiempo limitado, todo sujeto a sus reglas. El era un señor feudal, un rey de sus dominios; ella nunca esperaría que él hiciera algo parecido a aquello.
Pero aquella noche ella le estaba pidiendo, exigiendo, que no compartiera, sino que cediera su corona. Aquella misma noche, en su habitación, en su cama.
Royce entendió muy bien qué era lo que le estaba pidiendo. Algo que nunca le había concedido a otra, y que nunca concedería, ni tan siquiera a ella, si tuviera opción, pero no era muy difícil de imaginar de dónde había sacado ella aquella idea, ni lo que, tanto en su mente como en la de las que le habían aconsejado, significaba. En resumen, lo que significaría aquella capitulación.
Y habían acertado de pleno.
Lo que significaba que no tenía opción. No si quería que ella llevara su diadema de duquesa.
El deseo ya se había encerrado en su cuerpo. Sentía como crecía en su interior, como su mandíbula se tensaba mientras mantenían la mirada, forzándole a asentir.
– Está bien.
Ella parpadeó. De todas formas, ella quería que dejara de cogerla siempre en brazos para llevarla hasta la cama. Podría desquebrajar su determinación y su discernimiento, pero aquella era una prueba, una que tendría que pasar. Apartándose, extendió ambos brazos.
– Bueno, ¿y ahora qué?
La parte más cerebral de él estaba intrigado por ver qué es lo que ella haría a continuación.
Ella, sintiendo aquel desafío tan sutil, entrecerró sus ojos, le cogió una mano, y tiró de él hacia su dormitorio.
La mirada de Royce se clavó en sus caderas, con aquel suave bamboleo que marcaban bajo la casi traslúcida popelina de un camisón blanco resplandeciente. Ninguno de sus otros camisones era tan provocativo como aquel, con aquellas largas y entalladas mangas, y aquel cuello cerrado con botones hasta su barbilla con pequeños botones, le parecía extremadamente recatado… y erótico.
Ya que conocía tan bien el cuerpo que había bajo aquel camisón, que aquella envoltura tan cerrada tan solo disparaba su imaginación al pensar qué era lo que ocultaba.
Ella lo condujo hasta el pie de su cama.
Soltándole, lo empujó sin mediar palabra para que cayera de espaldas, con sus muslos justo al borde del colchón. Ella lo posicionó en el centro de la cama de cuatro postes, y, agarrándole un brazo, se lo levantó, haciendo que su mano se posara contra la talla que tenía el poste más cercano de uno de sus lados.
– Agárrate ahí, y no te sueltes.
Hizo lo mismo con el otro brazo, poniéndole la mano a la altura del hombro, contra el otro poste tallado. La cama era ancha, pero sus hombros también, y sus brazos igualmente largos. Podía llegar a ambos brazos con facilidad.
Ella luego dio un paso hacia atrás, viendo la estampa, y asintió.
– Bien, así está bien.
¿Para qué? El estaba profundamente intrigado en lo que ella tenía planeado. En todo lo que llevaba ya recorrido en este campo, nunca había considerado nada desde la perspectiva de la mujer. Aquella era una experiencia totalmente nueva, inesperadamente intrigante, intrigante de una manera muy poco usual.
El ya estaba excitado desde el momento que había cerrado sus manos alrededor de su cabeza, desde que sus labios se habían encontrado. El la hubiera tomado contra la puerta de su sala de descanso si ella no lo hubiera detenido, y a pesar de que finalmente lo hizo, aquella peculiar proposición que había realizado hacía que el fuego de su sangre no se hubiera apagado.
Ella lo tenía atrapado en más de una manera.
– No debes soltarte de esos postes bajo ninguna circunstancia, no hasta que yo te deje ir.
Dándose la vuelta, se alejó de él, y el fuego de su interior ardió aún con más fuerza. La siguió con la vista a lo largo de toda la habitación, percatándose de cómo su hambre iba en aumento. La curiosidad se equilibró llegado a cierto nivel, dejándolo esperar con un gesto de paciencia.
Avanzando hasta donde él había dejado sus ropas colgadas en una silla, se agachó para rebuscar entre ellas, para luego enderezarse de nuevo.
El claro contraste entre las sombras que inundaban la habitación y la blancura de la luz de la luna iluminándolo como si fuera un foco le impedían ver qué era lo que ella traía en sus manos hasta que estuvo cerca.
Su pañuelo, metro y medio del más fino y blanco lino. Instintivamente, cargó su peso en sus talones, para salirse de la cama.
Ella se detuvo, mirándolo a los ojos, esperando; entonces él rectificó, echándose de nuevo hacia atrás, y agarrando los postes más firmemente.
Ella soltó un pequeño "humph" de desaprobación y caminó hasta ponerse en uno de los lados de la cama. Los edredones produjeron un pequeño ruido mientras ella se subía, y luego se hizo el silencio. Ella estaba en la cama, un poco apartada de él, haciendo algo. Su mirada no estaba puesta sobre él.
– Olvidé decir… que no te está permitido hablar. Ni una palabra. Esta historia la escribo yo, y tú no tienes ninguna línea de diálogo.
Él resopló para sus adentros. Rara vez hablaba en estas situaciones. Las acciones hablan más que las palabras en según qué casos.
Luego ella se acercó a él. Este sintió cómo ella iba subiendo por sus rodillas. Su aliento rozó su oreja al murmurarle:
– Creo que será más fácil si… -dijo, mientras sus brazos se alzaban sobre su cabeza-no puedes… -Ahora, pudo ver su pañuelo, doblado, formando una banda -ver.
Minerva le puso la banda sobre los ojos, para luego enrollar el largo pañuelo varias veces alrededor de su cabeza antes de anudarlo en la parte de atrás.
Aquel pañuelo lo dejó totalmente a ciegas. El material le tapaba completamente la visión, apretándole los ojos. Ni siquiera podía abrir los párpados.
Ciego como estaba, sus otros sentidos se expandieron, haciéndose más agudos.
Ella le volvió a hablar al oído.
– Recuerda: ni hablar, ni soltarte de los postes.
Su esencia. Su cálido aliento en el lóbulo de su oreja. Interiormente, rió de manera cínica. ¿Cómo se las iba a ingeniar ella para quitarle la camisa?
Ella se deslizó fuera de la cama, poniéndose ante él.
Aquel sutil calor corporal. La ligera fragancia de su perfume. La aún más evocativa, si bien más primitiva, e infinitamente más excitante fragancia de ella, la única que deseaba con todo su cuerpo, y que es la que la mujer desprende para indicar que está lista para él. Aún tenía aquel sabor en su boca, y grabado a fuego en su cerebro.
Cada uno de los músculos de su cuerpo se endureció. Su erección se hizo aún más rígida.
Ella estaba apenas a un metro y medio de distancia. El, con sus manos sujetas a sus postes, le era imposible alcanzarla.
– Mmmmm… ¿Cómo empezamos?
Por mi pretina, y luego baja.
– Pues con lo más obvio.
Acercándose a él, apoyó parte de su cuerpo sobre el suyo, y tirándole de su cabeza hacia atrás, le besó.
Ella no le había dicho que no podía devolver los besos, así que entró en su boca con todas sus fuerzas, prendido de aquel sabor que tanto ansiaba. Por un momento, las piernas de ella flaquearon, cayendo, sin remedio, en la pasión que él había desatado, mientras que su cuerpo caía irremediablemente contra el suyo, doblegándose, prometiendo liberar la tensión que él sentía en la parte baja de su vientre. Sin aliento, ella se echó hacia atrás, rompiendo el beso.
Incapaz de ver, no pudo retomar lo que ella le había apartado.
Ella respiraba a toda velocidad.
– Estás hambriento.
Aquel era un hecho irrefutable.
El sofocó un gruñido cuando el cuerpo de ella se separó del suyo, apretando sus mandíbulas para controlar el impulso de agarrarla y traerla de nuevo hacia él.
Posando sus manos en sus hombros, fue bajándolas por su torso lentamente, hasta su abdomen, tanteándolo provocativamente. Para finalmente, detenerse en sus caderas, y luego continuar, hasta sus pantalones, contorneando su erección, hasta llegar a su amplio cénit con sus dedos, para luego agarrarla con toda su palma, cálida y flexible, en toda su pulsante longitud.
– Impresionante -dijo agarrándola con firmeza, y luego soltándola.
El soltó un siseo, mientras sus dedos se incrustaban en el poste tallado.
– Espera.
Ella lo dejó, poniéndose en la parte de atrás de la cama, justo detrás de él. Tiró de la parte de debajo de su camisa, subiéndosela desde la cintura, sacándosela de la pretina. Sin abrirla, metió sus manos por debajo de la tela, pasando sus manos por su espalda, muy lentamente, hasta sus hombros, y luego por su torso. Las cimas de sus pechos turgentes acariciaban la parte de atrás de su camisa, mientras que con las rodillas se sujetaba a las caderas.
Ella aún estaba totalmente vestida, al igual que él, aunque él, totalmente cegado, y con sus otros sentidos alerta, aquellas caricias se le hacían infinitamente más eróticas.
El era un esclavo, y ella su ama, intentando poseerlo por primera vez. El tomó una larga aspiración, mientras su torso sudaba copiosamente bajo sus manos. Esparciéndolo por ambos lados, luego recorrió la parte superior de su pecho hasta llegar a su cintura.
Ella siguió acariciando su sensibilizada piel, pasando sus manos por todo su cuerpo, libres debajo de una camisa que ahora estaba totalmente suelta de su cintura.
Ciego como estaba, él intentó girar su cabeza para sentirla mejor. Viendo aquel movimiento, ella sonrió. Aún detrás de él, se sentó sobre sus tobillos, y cogiendo la costura lateral de su camisa, dijo:
– ¿Sabías que incluso los mejores sastres siempre usan un hilo muy débil en las costuras de sus camisas, así si la camisa se engancha, o sufre u tirón, lo que cede es la costura en lugar de la tela?
El se quedó totalmente quieto. Ella le dio primero un tirón de prueba, y la costura cedió, con un sonido que se le hizo muy satisfactorio. Tirando más, rompió la costura lateral, y la de la manga, hasta el puño. Deshaciendo los cordones, ya tenía uno de los lados de la camisa abierto.
Repitió el ejercicio en el otro lado, para luego darle la vuelta a la cama, apartando los retales sueltos que quedaban de los lados de la camisa.
– Me pregunto qué es lo que pensará Trevor cuando la vea.
Totalmente complacida, ella ahora desató los lazos que quedaban en su cuello. La excitación chisporroteó en sus ojos cuando ella finalmente puso ambas manos sobre la costura central.
– Bueno, veamos ahora…
Pegando un fuerte tirón, la camisa se partió en dos, de arriba abajo.
– Oh, sí -dijo ella, deleitándose ante la visión de su torso desnudo, mientras que dejaba que los restos de la ahora destrozada prenda se deslizaran, enmarcando toda aquella superficie musculosa.
Bañado por la plateada luz de la luna, cada una de sus curvas brillaba, y cada perfil de hueso y tendones quedaba claramente marcado.
El aspiró, y sus músculos se tensaron, mientras que sus manos se sujetaban aún con más fuerza.
Lentamente, ella se volvió a subir en la cama, se puso de nuevo de rodillas detrás de él, y cogiendo la camisa por los hombros, la lanzó al suelo.
A pesar de que su espalda estaba entre sombras, había luz suficiente para poder verlo. Los enormes músculos, flexibles y poderosos, la quintaesencia de la escultura masculina esculpida en músculo y hueso, y cubierta de piel cálida. Ella repasó con un dedo cada una de las partes. Su tensión aumentó. Abrazando su espalda, tocó con sus labios su hombro, siguiendo una línea de nuevo con sus dedos hasta llegar a su cintura.
Su estómago se contrajo, dejando que sus dedos desabrocharan los botones. Mientras que los labios seguían la curva de su hombro, abrió por fin la mitad alta del pantalón, dejando libre su erección. Teniendo mucho cuidado de no tocarla, tiró de sus pantalones hacia abajo, más allá de su cadera, hasta sus muslos, hasta que finalmente, cayeron al suelo.
Con su cuerpo desnudo a la luz de la luna, con los brazos extendidos, y los músculos tensos mientras él seguía sujeto a los postes. La única cosa que todavía llevaba era aquella venda sobre los ojos.
De repente, sus pulmones se tensaron cuando ella acarició lentamente sus hombros, siguiendo los enormes músculos; de su columna hasta llegar a la curva que empezaba a formar su trasero. Pivotando ahora sus manos a través de las tensas nalgas, las llevó más allá, apoyando sus brazos en el colchón para llegar y acariciar sus muslos hasta donde pudo llegar.
Royce echó su cabeza hacia atrás, con la respiración entrecortada.
Ahora, retirando sus manos, cogió los lados de sus caderas, haciendo que sus muslos se relajaran, acercándose aún más a su espalda. Apoyó su mejilla contra su hombro, acariciando ahora más allá de su abdomen. Cerrando los ojos, encontró su erección, cerrando su mano a lo largo de toda su longitud.
El duque se quedó sin respiración, en una exhalación corta y seca, mientras ella subía y bajaba su mano, mientras con la otra, llegaba aún más allá, acariciando sus duros testículos, sopesándolos.
Los pulmones de Royce se hincharon, y su cuerpo se puso tan tenso como su erección, mientras ella seguía ocupada en ella con una mano mientras que la otra seguía en su masculinidad, acariciándolas y jugando con ellas. La sensación de posesión fue in crescendo. Apretó los dientes, reprimiendo una maldición.
Nunca había sentido nada parecido. Sin poder ver nada, todas sus reacciones estaban provocadas por sus toques, y su imaginación. Sus actos lascivos le habían hecho imaginar la figura de una lasciva y seductora sirena, que se había apropiado de su voluntad, y que podía hacer con su cuerpo lo que ella quisiera, con total impunidad.
Fue él quien le otorgó ese poder, con sus manos firmemente incrustadas en los postes, sin moverlas, mientras que sus dedos parecían fusionados con la madera, añadiendo con aquello otra capa a la ya de por sí rebosante sensualidad.
Su mano se cerró firmemente. Su cuerpo se estremeció, mientras que sus mandíbulas volvían a apretarse dolorosamente, luchando contra el impulso de bombear con sus caderas, haciendo que su erección se moviera en su mano apretada. Ansiaba desesperadamente girarse, romperle el camisón, dejando expuesta toda su anatomía de sirena, antes de ponerse encima de ella y penetrarla.
Royce ardía en deseos de poseerla con la misma intensidad calculada con la que ella le estaba poseyendo a él. A lo largo de las noches pasadas, ella había aprendido qué caricias y qué cosas le causaban más placer, y ahora estaba aplicando ese conocimiento… demasiado bien.
Echando la cabeza hacia atrás, luchó, con cada músculo en tensión.
– ¡Minerva! -dijo en una súplica que no pudo reprimir.
Su asidero se aligeró, así como sus caricias. Su mano dejó sus testículos, y así pudo respirar de nuevo.
– No se puede hablar, recuerda, a menos que quieras suplicar.
– Es lo que estoy haciendo -dijo él, casi sin voz.
Se hizo un silencio, y luego ella rió. Una risa potente, bochornosa, de sirena.
– Oh, Royce, qué mentiroso. Lo único que quieres es tomar el control, pero esta vez, no.
Minerva cambió de posición, cambiando también su sujeción.
– No esta noche. Esta noche, me has cedido el control -Levantando la cabeza, le murmuró en el oído. -Esta noche, tú eres mío -Sus dedos se cerraron definitivamente sobre su erección. -Mío para tomarte, mío para saciarme.
Su aliento ahora le refrescaba la oreja, mientras ella le repasaba con el pulgar la cabeza de su miembro.
– Todo mío.
Las sensaciones se dispararon en su interior. Royce juntó sus rodillas en un espasmo, aspirando profundamente. Había aceptado aquello, y ahora, lo único que podía hacer era intentar resistir.
Aflojando su sujeción, pero sin dejar de sostener su erección, se deslizó por debajo de su brazo y se subió a la cama. Tomando el miembro férreamente de nuevo, se puso ante su virilidad. Los dobladillos de su camisón oscilaban sobre sus pies. Acercándose más hacia él, llegó hasta su cabeza, besándole profundamente. Entre ellos, su mano seguía agarrando su erección. El la dejó seguir al mando, sin hacer nada salvo seguirla. Ella sonrió dentro de su boca, para luego juntar de nuevo sus labios.
En un movimiento sinuoso, flagrante y claramente erótico, sus pechos, caderas y muslos lo acariciaron, llenando sus sentidos con imágenes de sus contorsiones, libertinas, llenas de las mismas ansias, con la misma urgencia y la misma desesperación que él sentía.
Minerva separó sus labios, y fue bajando, marcando su camino con sus labios, y él, con la cabeza hacia atrás y las mandíbulas apretadas, esperó, rezando, deseando… y temiendo.
El ama de llaves empezó a bajar sus labios lentamente por su erección, muy despacio, introduciéndosela lentamente en el interior de su boca, cada vez más profundamente, hasta que él sintió las húmedas calidades de su garganta hasta sus testículos.
Lenta y deliberadamente, ella le redujo a un mero cuerpo desesperado y tembloroso.
Y no podía detenerla.
El seguía sin tener el control. Estaba a su merced, completa y absolutamente.
Con las manos sobre los postes, incapaz de ver, tenía que rendirse ante ella, ceder su cuerpo y sus sentidos para que ella hiciera lo que quisiera con él.
A un latido del punto de no retorno, ella aminoró su ritmo, y se separó.
Su pecho exhaló de nuevo. El aire de la noche se sentía frío contra su piel húmeda y cálida. Ella lo liberó, se dio la vuelta, y se alzó. Los dedos finalmente soltaron su enhiesta erección, subiendo de nuevo hacia arriba para echar su cabeza hacia atrás, besándole, pero brevemente, mordiendo levemente su labio inferior, tirando de él con suavidad, y trayendo de nuevo su atención sobre ella.
– Tienes que elegir. ¿Prefieres ver, o prefieres tocar?
El quería con todas sus fuerzas poner sus manos sobre ella, quería sentir su piel, sus curvas, pero si no podía ver…
– Quítame la venda de los ojos.
Minerva volvió a sonreír. Si tan solo miraba, la cosa duraría, pero con sus manos libres, el control que tenía sobre él no duraría demasiado.
Y ella quería mantenerlo durante más tiempo.
El ambiente se estaba condensando, la esencia de la pasión y el deseo formaban un miasma a su alrededor. El sabor salado de su despertar dejaba un frescor en su lengua. Quería tentarlo hasta su culmen, pero aquel dolor hueco que tenía entre sus muslos era ya irresistible. Ella lo necesitaba ya, desesperadamente, y él quería que ella se sentara sobre su erección. El uno necesitaba al otro para completar su culminación. Minerva subió hasta su boca hasta que él bajó su cabeza. Cogió el nudo de la venda de sus ojos, y, asiendo una de sus puntas, tiró de él, desanudándolo, y dio un paso atrás. El parpadeó, intentando recuperar la visión.
Sus ojos le escocían, y le punzaban.
Ella lo tomó, intentando no pensar en su fuerza, de que era su control el que le otorgaba a ella ciertos momentos de control.
– Junta las muñecas y ponías frente a ti.
Lentamente, él soltó los postes que hasta ahora había estado agarrando con aquella fuerza, flexionó sus brazos, y luego juntó sus muñecas, tal y como se lo había pedido.
Ella le ató ambas manos con el pañuelo. Luego, abriendo sus palmas, posó sus huellas sobre su pecho, empujándole levemente.
– Siéntate, y luego túmbate sobre tu espalda.
El se sentó, y luego se echó de espaldas sobre la colcha escarlata ribeteada con oro.
Sujetándose sobre uno de los postes, y levantándose el camisón, se subió sobre él, con las rodillas a ambos lados de su cuerpo, mirándolo desde arriba.
– Ahora pon tus manos en la parte superior de la cama, por encima de la cabeza.
En pocos segundos, él yacía totalmente estirado sobre la cama, con las manos por encima de su cabeza, con los pies saliéndosele del colchón.
Yacía allí, desnudo, delicioso, totalmente excitado, listo para que ella lo tomara.
Mirándolo fijamente, volvió a agarrar su erección con una mano, y con la otra se levantó el camisón para poder sentarse sobre su cadera. Bajando sus rodillas, se abrió el camisón. Los pliegues cayeron sobre su vientre. El seguía todas sus acciones mientras ella guiaba la palpitante cima de su virilidad entre aquellos pliegues de su ropa, y luego se inclinó un poco hacia atrás. Ella fue bajando poco, y hacia atrás, introduciendo lentamente toda aquella túrgida longitud en su cuerpo.
Ella bajó más aún, hasta que lo tomó completamente, sentada sobre sus caderas, empalada, llena de él. Él le empujó con la cadera, la completó. La longitud y fortaleza de él le hacía sentir increíblemente bien en su mismo corazón.
Ella lo volvió a mirar a los ojos, se levantó lentamente, y luego lentamente volvió a bajar.
Sus dedos se clavaron en su pecho, y ella cambió de ángulo, y de ritmo, hasta que encontró el que ella quería, uno que pudiera mantener, dejando que él se introdujera en ella profundamente, y después dejando que saliera casi completamente. El apretó su mandíbula, y sus puños. Sus músculos se endurecieron, tensándose, mientras que ella se dedicaba a dar cada ápice de placer que podía darle.
Pero no era suficiente.
Atrapada en su vista, totalmente alerta de todo lo que podía ver en las oscuras profundidades de sus ojos, mientras que su cuerpo se estiraba, luchaba contra su control, mientras también lo hacía contra sus propios instintos para no darle todo lo que realmente deseaba darle.
En ese momento, ella lo sabía. Tanto por ella, como por él, que nunca tendrían suficiente. Ella tenía que darle, que enseñarle todo lo que ella era, todo de lo que era capaz, y todo lo que él podía ser por ella.
Todo lo que podía otorgarle.
Todo lo que estaba floreciendo en su interior.
Cogiendo su camisón, tiró de él, sacándoselo por arriba y lanzándolo al aire. Su vista inmediatamente bajó hacia el punto por el que estaban unidos. Ella no podía ver lo que él sí veía, pero podía imaginar lo suficiente. El calor entre sus piernas casi le quemaba. Entre ellos, él creció, endureciéndose. Sintió el cambio entre sus muslos, en la profundidad de sus entrañas. El miró brevemente su rostro, luego volvió a bajar su vista. Sus caderas ondulaban bajo las suyas. Ella debería haberle dicho que parara, que se estuviera quieto, pero no lo hizo. El aliento se le secaba en la garganta, arqueándose hacia atrás. Levantando la cabeza, cruzó los brazos tras de ella, con el pelo cayéndole en cascada sobre sus hombros, los ojos cerrados, dejándose llevar por aquel placer sobrecogedor, cabalgándolo cada vez con más y más fuerza.
Y aún no era suficiente. Lo necesitaba más en su interior.
Ella gimió, desesperada.
El blasfemó. Pasó sus manos anudadas por detrás de la cabeza de ella, atrapándola entre sus brazos. Dándole la vuelta a sus palmas, las puso contra su espalda, mirándola fijamente a los ojos, moviéndose entre sus muslos, y luego acelerando su movimiento, penetrándola cada vez más, alzándola con la fuerza de su empuje.
Luego se asentó en un ritmo fuerte. Su mirada bajó hasta sus labios, a centímetros de los suyos.
– Todavía tienes el control -dijo mirándole de nuevo a los ojos. -Dime si te gusta.
Royce se inclinó, poniendo sus labios sobre su pezón. Minerva gimió de placer. El duque la lamió, y ella se quedó sin aire. Hundiendo sus manos en su pelo, lo atrajo aún más hacia su cuerpo. Lo sujetó mientras seguía con aquel movimiento de bombeo, dándole placer, mientras iban acercándose juntos, y los sonidos y las esencias de su unión llenaban su cerebro, excitándolos aún más, reconfortándolos.
Ella quería más.
Más de él.
Todo de él.
Quería lo que le estaba haciendo.
Cogiéndole la cabeza entre las manos, le obligó a mirar hacia arriba.
Cuando lo hizo, sus ojos oscuros llameaban, y sus labios estaban formando una mueca picara y sucia. Ella musitó:
– Suficiente. Por favor, tómame, y termina con esto.
Su ritmo entre sus piernas no disminuyó. El miró la penetración.
– ¿Estás segura?
– Sí.
Estaba más segura que cualquier cosa en el mundo. Ella, disminuyendo su propio ritmo, decidió perderse en sus ojos.
– Cuando lo desees, cuando quieras.
Por un largo instante, él mantuvo su mirada.
Y luego ella se tumbó de espaldas, dejándose caer sobre la cama, colgando de la cordura mientras sus muslos apretaban aún con más fuerza, mientras él mantenía sus manos enlazadas detrás de su cabeza, mientras él empujaba más fuerte y más profundamente en su interior.
La cordura finalmente se fracturó mientras ella llegaba al clímax.
Royce se quedó sin aire, luchando por aguantar, para que él pudiera saborear su liberación, pero las contracciones eran tan fuertes, tan bruscas, que le provocaron, hasta que en un amortiguado rugido él la siguió al éxtasis, liberándose, después de reprimirse durante tanto tiempo, rodando, arrastrándose, explotando, dejándolo totalmente sin fuerzas, un cascarón vacío en una marea emocional, volviendo a la vida mientras la gloria se escurría, llenándole.
Mientras su corazón volvía a tener un ritmo normal, y él recuperaba la respiración, a través de las neblinas de su cerebro, él sintió cómo sus labios besaban suavemente su sien.
– Gracias.
Las palabras eran meros susurros, pero él las oyó, y lentamente, sonrió.
Era él el que tenía que agradecérselo.
Un tiempo después, finalmente consiguió reunir las fuerzas suficientes para levantarse de encima de ella, rodar y ponerse de espaldas, y con los dientes, se desató las manos.
Ella yacía junto a él, pero no estaba dormida. Todavía sonriendo, él la alzó, sacándola de entre las sábanas, para dejarse caer entre los almohadones, sosteniéndola todavía entre sus brazos, y echar los cobertores por encima de ellos. Sin mediar palabra, ella se acomodó en su pecho, totalmente relajada.
El placer, de un una profundidad y una calidad que jamás hubiera podido imaginar que se pudiera sentir, lo atravesó de nuevo, asentándose en sus huesos.
Ladeando su cabeza, miró al rostro de ella.
– ¿He pasado la prueba?
– Humph, yo diría más que eso -dijo, yendo muy despacio hasta el otro extremo de la cama. -Me he dado cuenta que más bien era una prueba para mí, más que para ti.
Sus labios se curvaron formando una sonrisa más profunda. El se preguntó si ella sería capaz de verla. Con la cabeza mucho más lúcida, recordó todo lo que había ocurrido, y más aún, lo que había sentido, todo lo que habían compartido, utilizado y revelado en esta última hora.
Ella aún estaba despierta, esperando oír lo que él quería decir.
Entonces fue él quien la besó en la sien.
– Tienes que saber -dijo en un tono de voz que hacía que escuchara todo lo que él quisiera decirle, -que te lo daré todo, todo lo que tengo para dar. No hay nada que me puedas pedir que no te quiera otorgar. Todo lo que tengo, y todo lo que soy, es tuyo.
Cada una de aquellas palabras sonó con un absoluto e inamovible convencimiento.
Pasó otro largo rato en silencio.
– ¿Me crees?
– Sí.
Ella dio la respuesta sin dudarlo.
– Bien -dijo sonriendo, y dejando caer su cabeza en la almohada, abrazándola. -Ahora duérmete.
El sabía que aquello había sonado a orden, pero no importaba. Oyó su suspiro, sintiendo cómo ella tenía el último estremecimiento, hasta que el sueño la acogió.
Haciendo caso a su propio consejo, estiró sus piernas y se dejó llevar por el sueño.