A la mañana siguiente, vestida con ropa de montar, Minerva estaba sentada en el salón de desayuno privado, tomando su tostada con mermelada tan rápidamente como podía; pretendía salir a dar un paseo con Rangonel tan pronto como fuera posible.
No había visto a Royce desde que la había enviado con su respuesta a la demanda de las grandes damas. No se había unido a los invitados que aún permanecían allí para la cena; a ella no le había sorprendido. Pero no tenía ninguna prisa por encontrarse con él, no hasta que volviera a ser ella misma, así que, debido a su cautela, terminó la tostada, se bebió su té, se levantó y se dirigió a los establos.
Retford le había confirmado que su Excelencia había desayunado antes y que se había marchado cabalgando; seguramente ya estaría lejos, pero Minerva no quería encontrarse con él si terminaba de cabalgar antes y volvía a la torre. Evitó el patio oeste, su ruta favorita, y salió por el ala este del castillo, atravesando los jardines. Había pasado una tarde intranquila, y una incluso más agitada noche, repasando en su mente las damas de la lista, intentando predecir a quién habría elegido. Había conocido a varias de ellas durante las temporadas que ella y su madre habían pasado en la capital; aunque no podía imaginarse a ninguna de ellas como su duquesa, esa falta de entusiasmo no explicaba el sentimiento de vacío que, en los últimos días, había estado creciendo en su interior.
Y que se había intensificado considerablemente después de haber entregado su declaración a las grandes damas, y de haberlas despedido a su marcha.
Ciertamente, haberse visto obligada a declarar en voz alta la infelicidad que le causaba dejar Wolverstone, haber dado voz a lo que sentía realmente, no había servido de ayuda. Cuando se retiró a sus aposentos aquella noche, aquella inesperada emoción estaba aproximándose a la desolación. Como si algo fuera horriblemente mal.
No tenía sentido. Ella había hecho lo que tenía que hacer (lo que sus promesas le habían obligado a hacer) y había tenido éxito. Aunque sus emociones habían tirado alocadamente en la dirección contraria; no sentía que hubiera ganado, sino que había perdido.
Que había perdido algo vital.
Era una tontería. Siempre había sabido que llegaría el momento en el que tendría que dejar Wolverstone.
Tenía que ser algún giro irracional de sus emociones provocado por la cada vez más tensa batalla que mantenía para que sus frustrantes e irritantes reacciones físicas, causadas por el encaprichamiento obsesivo que sentía por Royce, permanecieran totalmente ocultas… Tanto que ni siquiera él pudiera verlas.
Los establos estaban frente a ella. Caminó hasta el patio, y sonrió cuando vio a Rangonel ensillado y esperándola junto al peldaño de monta, con un mozo junto a su cabeza. Minerva se acercó a él… Y un relámpago gris y el sonido de unos cascos la hizo mirar a su alrededor.
Sable brincaba en el lado opuesto del patio, ensillado… Y esperando. Intentó convencerse de que Royce acababa de volver, pero el semental parecía fresco e impaciente por salir.
Entonces vio a Royce, alejándose del muro contra el que había estado apoyado mientras charlaba con Milbourne y Henry.
Henry se alejó para calmar a Sable y desatar sus riendas.
Milbourne se levantó del banco en el que había estado sentado.
Y Royce caminó hacia ella.
Apresurando el paso, se apoyó en el peldaño y subió, sin aliento, a su montura.
Royce se detuvo a algunos pasos de distancia y la miró.
– Tengo que hablar contigo.
Sin duda sobre su esposa. Sus pulmones se comprimieron; se sintió totalmente enferma.
Royce no esperó ningún acuerdo, sino que tomó las riendas que Henry le ofrecía y subió al lomo de Sable.
– Ah… Tenemos que hablar sobre el molino. Tenemos que tomar alguna decisión.
– Podremos hablar cuando nos detengamos para que los caballos descansen -Su oscura mirada la recorrió, y después condujo a Sable hasta la arcada. -Vamos.
Esta vez, él guiaba el paseo.
No tenía más opción que seguirlo. Debido al paso que marcó, necesitó toda su concentración; solo cuando aminoró la velocidad y comenzaron a subir Lord's Seat pudo comenzar a preguntarse qué era lo que iba a decirle exactamente.
Royce la guió hasta un puesto de observación, una plataforma cubierta de césped en la ladera de la colina donde un retazo de bosque rodeaba un claro semicircular. Tenía una de las mejores vistas de la zona: miraba al sur desde el desfiladero a través del cual el Coquet serpenteaba, hasta el castillo, bañado por la luz del sol y ubicado contra las montañas de Fondo más allá.
Royce había elegido aquel punto deliberadamente; tenía la mejor y más completa vista de la propiedad, de los campos, así como del castillo.
Condujo a Sable hasta los árboles, desmontó y anudó las riendas a una rama. Sobre su zaino, Minerva lo siguió más lentamente. Le dejó tiempo para que se deslizara de su grupa y atara su caballo, y cruzó la exuberante hierba en el borde del claro; miró sus tierras, y aprovechó el momento para ensayar sus argumentos una vez más.
Ella no quería dejar Wolverstone y, como testificaba la prístina condición de esferas armilares, sentía algo por él. Puede que no fuera equivalente al deseo que él sentía por ella, pero Minerva aún no había visto lo suficiente de él para haber desarrollado una admiración y una apreciación de su talento recíproca a la de él por ella. Pero era suficiente.
Suficiente para trabajar con ello, suficiente para que pudiera sugerirlo como base para su matrimonio. Era muchísimo mejor que la que posiblemente existía entre él y cualquiera de las señoritas de la lista de las grandes damas.
Estaba preparado para persuadirla.
Minerva tenía veintinueve años, y había admitido que ningún hombre le había ofrecido nada que valorara.
Valoraba Wolverstone y él podía ofrecérselo.
Efectivamente, estaba ansioso por ofrecerle cualquier cosa que estuviera en su poder proporcionarle, si es que de ese modo conseguía que aceptara ser su duquesa.
Quizá no tuviera tan buenos contactos o tan buena dote como las candidatas de la lista, pero su cuna y su fortuna eran más que suficientes para que no tuviera que temer que la sociedad considerara que la suya era una mala unión.
Además, al casarse con él, cumpliría las promesas que hizo a sus padres, indiscutiblemente, del modo más efectivo… Era la única mujer que alguna vez le había plantado cara, que alguna vez le había presentado oposición.
Como había demostrado el día anterior, le diría cualquier cosa que creyera que necesitaba oír a pesar de que él no quisiera oírlo. Y lo haría sabiendo que podía hacerla pedazos, sabiendo lo violento que podía ser su carácter. Ella ya lo sabía, se había mostrado segura de que él nunca los perdería con ella, ni sobre ella.
Minerva lo sabía todo de él. Y que tuviera el valor para actuar, a pesar de ese conocimiento, decía incluso más de ella.
Necesitaba a una duquesa que fuera algo más que una cifra, que un ornamento social para su brazo. Necesitaba una compañera, y ella era la única que estaba cualificada.
Su preocupación por el ducado, su relación con él, era el complemento al suyo; juntos, darían a Wolverstone (al castillo, al ducado, al título, y a la familia) la mejor administración que podría tener.
Y en lo que se refería a la cuestión crítica de sus herederos, tenerla en su cama era algo que ansiaba; la deseaba… Más de lo que podría desear a cualquiera de las candidatas de las grandes damas, sin importar lo hermosas que fueran. La belleza física era el menos importante de los atractivos para un hombre como él. Tenía que haber algo más, y en ese aspecto Minerva estaba sumamente bien dotada.
El día anterior, mientras el ama de llaves insistía en que complaciera a las grandes damas, Royce finalmente había aceptado que, si quería un matrimonio como el de sus amigos, entonces, sin importar lo que tuviera que hacer para convertirlo en realidad, era a Minerva a quien necesitaba como su esposa. Que, si quería algo más que un matrimonio sin amor, tendría que actuar y, como lo había hecho con su ayuda en otras cuestiones, intentar encontrar un nuevo camino.
Con ella.
La certeza que esto le había infundido no había palidecido; con el transcurrir de las horas se había hecho más intensa. Nunca se había sentido más seguro, más concentrado en su camino, con mayor confianza en que aquello era lo mejor para él.
Sin importar lo que tuviera que hacer… Sin importar los obstáculos que ella pudiera colocar en su camino, sin importar a dónde lo guiara aquel camino, o lo peligroso que pudiera ser el viaje, sin importar lo que ella o el mundo pudieran exigirle… Tenía que conseguir a Minerva.
No podía sentarse y esperar a que ocurriera; si esperaba más, tendría que casarse con otra persona. Así que haría lo que fuera necesario, se tragaría las partes de su orgullo que tuviera que tragarse, intentaría persuadirla, seducirla, atraerla… Hacer lo que fuera necesario para convencerla de que fuera suya.
Su mente y sus sentidos volvieron al presente, preparados para hablar; entonces la buscó… y se dio cuenta de que no se había unido a él.
Se giró y la vio aún montada en su caballo. Había girado al enorme zaino para apreciar las vistas. Con las manos entrelazadas ante ella, contemplaba el valle.
Royce se movió, intranquilo, y captó su atención. Le hizo una señal para que se acercara.
– Baja. Quiero hablar contigo.
Minerva lo miró un momento, y después guió a su caballo hacia delante. Lo detuvo junto al duque y lo miró desde su grupa.
– Estoy cómoda aquí. ¿De qué quieres hablar?
Royce la miró. Declararse mientras ella lo miraba desde arriba era absurdo.
– De nada que podamos discutir mientras estás ahí subida.
Minerva sacó sus botas de los estribos. El duque extendió los brazos y la ayudó a bajar de su grupa.
Minerva ahogó un gritó. Royce se había movido tan rápido que no había tenido tiempo para bloquearlo… Para evitar que cerrara sus manos alrededor de su cintura y la levantara.
La bajó hasta el suelo lentamente.
La mirada de su rostro (de una total y asombrada incredulidad) no habría tenido precio si ella hubiera sabido qué la había puesto allí.
Minerva había reaccionado ante su roce. Decisiva y definitivamente. Se había tensado. Sus pulmones se habían contraído; su respiración se había vuelto agitada. Concentrado en ella, con las manos apretando con fuerza su cintura, Royce no se había perdido ninguna de estas reveladoras señales.
Mucho antes de que sus pies tocaran el suelo, él ya había adivinado su secreto.
Lo sabía sin ninguna duda.
Ella había leído todo eso en el sutil cambio de sus rasgos, en la repentina resolución (en la implacable resolución), que ahora llameaba en sus ojos.
Entró en pánico. En el momento en el que sus pies tocaron el suelo, se obligó a tomar aire, abrió los labios…
Royce inclinó la cabeza y la besó.
No suavemente.
Fuerte. Vorazmente. Sus labios se habían separado, y su lengua llenó su boca sin haberle pedido permiso.
El duque la había asaltado y había tomado posesión de ella. Sus labios exigían, demandaban… tensando rapazmente sus entradas. Capturando sus sentidos.
El deseo la recorrió como una ardiente marea.
El de él, se dio cuenta fugazmente, no sólo el de ella.
El descubrimiento la aturdió totalmente; ¿desde cuándo la deseaba?
Aunque la habilidad para pensar, para razonar, para hacer algo que no fuera sentir y responder, había cesado.
Al principio no se dio cuenta de que estaba devolviéndole el beso; cuando lo hizo, intentó detenerse… Pero no pudo. No pudo apartar sus sentidos de su fascinación, de su ávida excitación; aquello era mejor de lo que esperaba. A pesar de toda su prudencia, no era capaz de separarse, ni de él, ni de aquello.
Royce se lo puso más difícil cuando inclinó la cabeza, sesgó los labios sobre los suyos, y profundizó el beso… No gradualmente, sino en un audaz salto que la hizo estremecerse.
Las manos de Minerva habían caído hasta sus hombros; los apretó con fuerza mientras sus bocas se fundían, mientras el duque, implacablemente, se abría camino, asolaba sus defensas y la arrastraba con él hacia aquel abrasador e íntimo intercambio. No podía comprender cómo sus ansiosos besos, sus duros y hambrientos labios, su audaz lengua, la habían capturado, atrapado, y después la habían hecho prisionera de su propia necesidad de responder. No era la voluntad de Royce la que la hacía besarlo con tal ansiedad, como si a pesar del buen juicio, no pudiera conseguir suficiente de su ligeramente oculta posesión.
Minerva siempre había sabido que el duque sería un amante agresivo; lo que no sabía, lo que nunca hubiera imaginado, era que respondería tan flagrante, tan seductivamente… Que recibiría aquella agresión con una bienvenida, que la aceptaría como si le perteneciera, y demandaría más.
Aunque eso era precisamente lo que estaba haciendo… Y no podía parar.
Su experiencia con los hombres era limitada, pero no inexistente, aunque aquello era algo que estaba totalmente más allá de su conocimiento.
Ningún otro hombre había hecho que su corazón galopara, ninguno había hecho que su sangre cantara, enviándola a toda velocidad a través de su cuerpo.
Con sus labios sobre los suyos, con solo un beso, Royce la había transformado en una mujer ávida y lasciva… Y alguna parte de su alma cantaba.
Royce lo sabía. Sentía su respuesta en cada fibra de su ser. Quería más… De ella, de su lujuriosa boca, de sus descaradamente invitadores labios. Aunque más allá de su propia ansia yacía la sorpresa ante la de ella, una tentación como ninguna otra, en cada uno de los instintos primitivos que poseía, se había concentrado, apresurándose con paso inquebrantable por la ruta más directa y segura para apaciguar sus propias y ya tumultuosas necesidades.
Hundido en su boca, no estaba pensando. Solo a través de los sentimientos registró (con un pinchazo de incredulidad cuando se dio cuenta de lo que ella había estado escondiendo) que ella, efectivamente, respondía ante él vibrantemente, instintivamente, y lo que era más importante, sin poder evitarlo.
A pesar de su experiencia, de sus habilidades, lo había engañado totalmente. Sintió una oleada de rabia porque las agonías que había sufrido durante las últimas semanas, mientras sometía su lujuria por ella, habían sido innecesarias. Si se hubiera rendido y la hubiera besado, ella habría cedido.
Como había cedido ahora.
Estaba esclavizada irremediablemente por el deseo, por la pasión que había entrado en erupción entre ellos, más poderosa, más intensa por haberla negado antes.
El alivio lo atravesó; ya no necesitaría seguir suprimiendo su deseo por ella. La expectación ardió ante la perspectiva de darle rienda suelta. De deleitarse a fondo. Con ella. En ella.
Un instante antes de besarla, la había mirado a la cara, a esos espléndidos ojos otoñales… y los había visto abrirse de par en par. No solo por la consciencia de que él había descubierto lo que ella había estado escondiendo, no sólo con aprensión por lo que él podría hacer a partir de ese momento, sino con una conmoción sensual. Aquello era lo que había hecho arder sus ojos, llenándolos de ricos tonos ocres y dorados; con más de la experiencia suficiente para reconocerlo, instantáneamente lo aprovechó.
Había visto que sus labios se separaban, comenzando a formar alguna palabra; no había tenido interés en escucharla. Y ahora… Ahora que estaba atrapada en la telaraña de sus deseos, Royce sólo estaba interesado en una cosa. En poseer lo que había deseado tomar los últimos días.
En poseerla.
Ella estaba colgada de sus labios, tan profundamente atrapada en su beso como él. Las rodillas de Minerva se habían debilitado; Royce tenía las manos alrededor de su cintura, con las duras palmas contra el terciopelo de su vestido, y deslizó las manos, lenta y deliberadamente, hacia arriba, sobre sus costillas, y las cerró posesivamente sobre sus pechos.
Rompió el beso, dejó que sus labios hambrientos se separaran apenas lo suficiente para captar el delicioso siseo interior de su aliento mientras disminuía la presión en sus manos, y después las cerraba de nuevo, amasándolas provocativamente. Justo lo suficiente para saborear su tenue gemido cuando encontró sus pezones y, a través de la tela, rodeó los tensos cimas con sus pulgares.
Entonces volvió al beso, reclamó su boca, hizo girar sus entrañas de nuevo mientras preparaba sus manos para aprender todo lo que necesitaban saber para reducirla a la mujer sensual que tenía toda la intención de sacar de ella.
Minerva la tenía en su interior. Royce lo sabía.
Incluso a través de ese beso, el duque supo sin duda que no solo era más receptiva que cualquier otra mujer que hubiera conocido, sino concretamente más receptiva a él. Si la manejaba correctamente, si la educaba adecuadamente, de buena gana cedería ante él en todo, en cualquier cosa y en todo lo que quisiera de ella; lo sabía en su interior.
No había nada que el antiguo señor de su interior encontrara más seductor que la perspectiva de una rendición absoluta.
Saqueó su boca, y se deleitó en el conocimiento de que, pronto, ella sería suya. De que, muy pronto, ella yacería en su cama junto a él, caliente y obediente mientras Royce se introducía en ella.
Cuando la tomara, la reclamaría y la haría suya.
Ni siquiera necesitaría ir lentamente; ella no se sentiría sorprendida por sus demandas. Lo conocía bien, sabía lo que podía esperar de él.
Cerró las manos posesivamente alrededor de sus pechos, apretando sus dilatados pezones entre sus dedos, y movió sus caderas para que el largo músculo se moviera más definitivamente contra la suave carne en el vértice de las de ella, captando su atenuado gemido, y sosteniéndola, con los labios y la lengua apretándola incluso con más fuerza en el cada vez más explícito intercambio.
Atrayéndola incluso con más fuerza por el camino hasta su objetivo.
Minerva conocía esta dirección, la sentía (y le dolía) con cada músculo, con cada tenso nervio, mientras la mayor parte de su mente estaba siguiéndolo delirantemente, abandonándose lascivamente a su deseo y al de ella, y una pequeña parte permanecía lúcida, separada, y gritando que aquello era más que peligroso, más que desastroso… Que era una desgracia a punto de ocurrir.
No importaba; no podía apartarse de él. Su mente estaba abrumada, seducida en todos los sentidos.
El, su beso, era todo poder y pasión, entrelazado, entrecruzado, inseparable.
El sabor de él, de la combinación de sus sentidos, invalidaba su buen juicio con una facilidad devastadora. El afilado deseo que había en su beso, peligroso e inflexible, la atraía. El la devoraba, la atrapaba, la reclamaba… Y ella lo besaba, queriendo más, invitando a más; sus manos sobre su cuerpo, duras y posesivas, habían provocado un fuego en su interior que sabía que él sofocaría.
Necesitaba sentirlo, aquel fuego, aquella vida… necesitaba arder en sus llamas.
Minerva lo sabía, lo anhelaba, a pesar de que sabía que con él, ese fuego abrasaría, llagaría, y por último, dejaría cicatriz y marcaría para toda la vida.
Aunque el hecho de que Royce la deseara -y ella sabía lo suficiente para saber que su deseo era tan honesto y real como el de ella -venció y destruyó totalmente sus cuidadosamente construidas defensas. Su necesidad, su cruda ansia, era el arma más poderosa que podía blandir contra ella… Si es que necesitaba alguna.
Minerva sabía que era tonta por permitir que el beso la inflamara. Pero no tenía ni idea de qué podría haber hecho para detenerlo. Incluso sabiendo lo imprudente que era aceptar tan lascivamente cada potente caricia, y despreocupadamente (abandonando el buen juicio) pedir más, no podía evitar disfrutar de aquello, de aquel momento, con ambas manos, y sacar de él todo lo que pudiera. Estaba colgada del duque, saboreando cada matiz, cada evocativo y provocativo roce de su lengua, de sus dedos, tomando tanto como se atrevía, rindiéndose a cualquier cosa que él pidiera. Tomando de él, en ese momento, tanto como podía.
Porque aquello no iba a volver a ocurrir.
Fue él quien rompió el beso, quien levantó sus labios de los de ella. Ambos estaban jadeando aceleradamente. Después de varias inhalaciones, sus sentidos volvieron lo suficiente para informarla de lo caliente, lo maleable y lo débil que se había vuelto.
De lo desvalida que estaba entre sus brazos.
Royce miró a la izquierda, luego a la derecha. Después soltó una palabrota.
– Aquí no.
Sus entrañas se precipitaron cuando se dio cuenta de a qué se refería. Su pánico se elevó mientras miraba dónde estaba, y se daba cuenta de que debía su escape al pesado rocío que había dejado la exuberante hierba empapada.
Si no fuera por eso…
Sofocó un escalofrío mientras él volvía.
Royce lo sintió (lo sintió en su espalda), pero tomó medidas drásticas sobre su inevitable reacción. La hierba estaba demasiado mojada, y los árboles tenían todos la corteza áspera y profundamente tallada; pero aparte de esas dificultades logísticas, unas que podría haber superado, esa parte de él gobernada por su ser más primitivo estaba insistiendo, dictatorialmente, en que la primera vez que se hundiera en su ama de llaves ella debería estar tumbada, desnuda, bajo su cuerpo, en su cama ducal… En la enorme cama con dosel de su habitación. Después de su abstinencia de las semanas anteriores, que había resultado ser innecesaria, no estaba de humor para privarse de nada.
Retrocedió y esperó hasta que ella estuvo de pie, y después la guió hasta su caballo y la subió hasta su grupa.
Sorprendida, Minerva intentó desesperadamente reordenar sus sentidos y sus emociones. Mientras Royce desataba las riendas de Sable y subía al lomo del semental gris, ella deslizó sus botas en los estribos, y le pidió sus riendas.
Con solo una mirada que decía claramente "Sígueme", giró a Sable y guió el camino. Afortunadamente, tuvieron que bajar lentamente la ladera; cuando alcanzaron el llano y los caballos comenzaran a galopar, Minerva ya se había recuperado lo suficiente para apañárselas sola.
Sin embargo, se sorprendería si era capaz de volver al castillo sin un solo tropiezo. Para cuando los establos se alzaron ante ellos, había aclarado su mente y sus entrañas habían vuelto a reunirse. Tenía los labios aún hinchados y el cuerpo aún caliente y, si pensaba demasiado, si recordaba demasiado, se ruborizaría, pero sabía lo que tenía que hacer.
Llegaron al establo y Royce desmontó ágilmente. Para cuando ella detuvo a Rangonel y liberó sus pies de los estribos, él ya estaba a su lado; Minerva se rindió a lo inevitable y dejó que él la bajara.
Y descubrió que, si no hubiera estado tensa, luchando para suprimir su reacción, la sensación de sus manos aferradas a su cintura, ese instante de estar totalmente en su poder mientras él la alzaba, contenía más delicia que trauma.
Se recordó a sí misma que, en lo que se refería al duque, ya no tenía nada que esconder. Aun así, cuando cogió su mano, envolviéndola con la suya, hubiera tirado para recuperarla… De no ser porque Royce la apretó más, le lanzó una mirada y procedió a caminar con ella a su lado, mientras salían del patio y saludaban con un asentimiento seco a Milbourne.
Decidiendo que tener una lucha de posesión sobre su mano con su Excelencia, el duque de Wolverstone, en su propio establo, mientras eran observados por varios empleados tic su servicio, no era un esfuerzo del que fuera a obtener nada, contuvo su lengua y caminó hacia la torre a su lado.
Tenía que elegir el momento, su momento. Su campo de batalla.
Él la guió hasta la casa por el patio oeste; pero en lugar de tomar su ruta habitual hasta el vestíbulo frontal y las escaleras principales, giró hacia el otro lado; Minerva se dio cuenta de que se dirigían a la escalera oeste de la torre, una escalera que apenas se usaba y desde la que podían llegar a la galería, que no estaba lejos de sus habitaciones.
Hasta que se dirigió hacia allí, Minerva no había estado segura de lo que Royce pretendía, pero dada su preferencia por la escalera secundaria… La estaba llevando a su habitación.
Minerva escogió el pequeño vestíbulo a los pies de la escalera de la torre para oponer resistencia. Allí cerca no había sirvientes, ni nadie que pudiera verlos, y ni mucho menos interrumpirlos. Cuando llegó a la escalera, se detuvo. Se mantuvo firme cuando él intentó atraerla hacia delante. Royce miró a su alrededor, y después a sus ojos… Y vio su determinación. Arqueó una ceja.
– Lo que tienes en mente no va a ocurrir -Hizo aquella afirmación claramente, sin alterar la voz. No era un desafío, sino la afirmación de un hecho. Quería que soltara su mano, perder la sensación de sus largos y fuertes dedos cerrados sobre los suyos, pero sabía el mejor modo de provocar esta reacción. En lugar de eso, lo miró a los ojos decididamente. -Ni siquiera volverás a besarme.
Los ojos de Royce se entornaron; girando su rostro hacia ella, abrió la boca…
– No. No lo harás. Puede que me desees, pero eso es, como ambos sabemos, solo una reacción por haberte visto obligado a nombrar a tu esposa. Te durará un día o dos, a lo sumo, ¿y después qué? Es posible que la única razón por la que te has fijado en mí sea que soy una de las pocas damas de la casa que no forman parte de tu familia. Pero no voy a caer en tu cama sólo porque tú hayas decidido que te apetece. Soy tu ama de llaves, no tu amante -Cogió aire, y sostuvo su mirada. -Así que vamos a fingir, vamos a comportarnos como si lo que acaba de pasar en Lord's Seat… No hubiera ocurrido.
Aquel era el único modo en el que podía pensar para sobrevivir, con el corazón intacto, al tiempo que le restaba siendo su ama de llaves, para cumplir con la promesa de sus padres, y después dejar Wolverstone y empezar una nueva vida.
En alguna parte.
En alguna parte muy lejos de Royce, para que nunca pudiera encontrárselo de nuevo, ni siquiera poner sus ojos otra vez en él. Porque después de lo que acababa de ocurrir en Lord's Seat, iba a arrepentirse de no haber dejado que las cosas siguieran su curso, iba a arrepentirse de no haber dejado que él la llevara a su cama.
Y ese arrepentimiento duraría para siempre.
Royce vio que su negativa se formaba en sus labios… Unos labios que acababa de besar, de poseer, y que ahora sabía sin duda que eran suyos. Escuchó las palabras, les encontró sentido, pero las reacciones que pedían lo dejaron tambaleándose interiormente. Como si Minerva hubiera levantado un sable y lo hubiera blandido sobre su cabeza.
No podía estar hablando en serio… Aunque veía que así era.
Royce había dejado de pensar racionalmente en el mismo instante en que había poseído sus labios, en el momento en que se introdujo en su boca y la besó. Cuando la reclamó. Había pasado el camino a casa anticipando su reclamación sobre ella de un modo más absoluto, y más bíblico… Y ahora ella se negaba.
Más aún, insistía en que ignoraran aquel incendiario beso, como si no lo hubiera correspondido.
Y lo que era peor, lo acusaba de seducirla sin desearla… De que la llevaría a su cama sin ningún sentimiento, como si ella fuera solo un cuerpo femenino para él. Interiormente, frunció el ceño. Se sentía ofendido, aunque…
Era un Varisey, hasta ahora, en su esfera, arquetípicamente… Minerva tenía razones para creer que cualquier mujer le serviría.
Pero no serviría ninguna otra. Lo sabía en su interior.
Mantuvo su mirada.
– Me deseas tanto como yo te deseo a ti.
Minerva levantó la barbilla.
– Quizá. ¿Pero recuerdas la razón por la que no he aceptado ninguna oferta (de ningún tipo) de ningún caballero? Porque no me ofrecieron nada que yo deseara -Lo miró directamente a los ojos. -En este caso, nada que yo desee lo suficiente.
Su última palabra resonó en el hueco de la escalera, llenando el silencio que había caído entre ellos.
Era un claro e inequívoco desafío.
Uno que lo llamaba a un nivel que no podía negarse, pero podía ver en sus ojos, en su semblante de tranquila resolución, que no era consciente de que él lo aceptaría.
El antiguo señor de su interior ronroneó de anticipación. Interiormente, sonrió; exteriormente, mantuvo su expresión inasible.
El deseo, la lujuria y la necesidad aún galopaban a través de sus venas, pero dio rienda suelta a las tempestuosas emociones de su interior. La deseaba, y estaba decidido a tenerla. Había acudido al mirador totalmente decidido a hacer cualquier cosa que fuera necesaria para convencerla de que fuera suya… En todas las esferas relevantes, de la que aquello era solo una. Su primera prueba, aparentemente, era convencerla de que lo deseaba lo suficiente… A saber, mucho más de lo que ella creía.
La perspectiva de esforzarse para conseguir a una mujer era extraña, pero decidió dejar a un lado sus inquietudes.
Pretendía ofrecerle el ducado, el puesto de su duquesa; jugó con la idea de preguntarle si eso sería suficiente. Pero el desafío que ella le había planteado estaba basado en lo físico, no en lo material; debía contestarle en el mismo plano. Habría tiempo suficiente una vez que ella estuviera ocupando su cama para informarle de la posición permanente que pretendía que ella cubriera.
Su mirada bajó hasta su mano, que aún descansaba sobre la de Royce. Tenía que dejarla ir… por ahora.
Obligando a sus dedos a aliviar la presión, dejó que su mano, sus dedos, escaparan de entre los suyos. Vio, porque estaba observándola atentamente, que había liberado el aliento que había estado manteniendo. No retrocedió; bajó su brazo, pero por lo demás permaneció inmóvil. Observándolo.
Acertadamente; su lado más primitivo no estaba satisfecho dejándola ir, y estaba esperando solo una excusa para hacer caso omiso de sus deseos y del consejo de su yo más prudente.
Demasiado consciente del ser primitivo que rondaba bajo su piel, se obligó a girarse, y comenzó a subir las escaleras. Habló sin girarse.
– Te veré en el estudio en media hora, para hablar del molino.
Aquella tarde, el último traidor de Royce yacía desnudo sobre su espalda en la cama de la hermana menor de Royce.
Igualmente desnuda, Susannah estaba sobre su estómago, junto a él.
– Envié esa nota con el último correo de ayer… llegará a la ciudad hoy.
– Bien -Levantó un brazo y recorrió con sus dedos la exquisita curva de su trasero. -Será divertido ver si nuestra querida Helen acepta tu amable invitación.
– Pobre Royce, obligado por las grandes damas a elegir una esposa… Lo menos que puedo hacer es proporcionarle un poco de diversión.
– Con un poco de suerte, la hermosa condesa estará aquí el domingo.
– Uhm -Susannah parecía pensativa. -Realmente no puedo imaginármelo corriendo para anunciar su boda; no si no se ve obligado a ello. Cuando ella llegue, lo aplazará indefinidamente.
– O puede que cambie de idea. ¿De verdad no tienes ni idea de a quién ha escogido?
– No. Nadie lo sabe. Ni siquiera Minerva, lo que, como puedes suponer, la está sacando de quicio.
– ¿No puedes sacárselo tú? Después de todo, eres su hermana favorita.
Susannah resopló.
– Estamos hablando de Royce Varisey. Puede que me mire con mayor amabilidad de lo que lo hace con Margaret o Aurelia (y de verdad, ¿quién no lo haría?), pero "sacarle" algo sería literalmente el equivalente a sacar sangre de una piedra.
– Oh, bueno… Parece que tendremos que esperar con todos los demás para escucharlo. Una semana, más o menos… no es tanto.
Susannah se sentó.
– Espera un momento. Dijo que la demora de una semana era para conseguir el acuerdo de la dama -Se giró hacia él. -Si supiéramos con qué dama ha contactado…
Fue su turno de resoplar con sorna.
– Ni siquiera yo sugeriría que indujeras a Retford a que te contara con quién se está escribiendo su nuevo señor.
Susannah se golpeó el pecho con el dorso de la mano.
– Yo no, tonto… Minerva. Apuesto a que ella ya lo ha pensado -Sonrió, y después se deslizó sinuosa y sensualmente entre sus brazos. -Se lo pediré… después.
El la atrajo sobre su cuerpo, lamió sus labios, y deslizó una mano entre sus muslos.
– Por supuesto. Después.