CAPÍTULO 04

A la mañana siguiente, Royce entró en el salón del desayuno temprano y cazó a su ama de llaves justo cuando esta estaba terminando su té.

Con los ojos muy abiertos, fijos en él, bajó su taza; sin apartar su mirada del duque, la dejó sobre el platillo.

Sus instintos eran excelentes. La recorrió con la mirada.

– Bien… estás vestida para montar -Retford le había dicho que lo estaría mientras desayunaba, antes. -Puedes mostrarme esas casas.

Minerva elevó las cejas, considerándolo un momento, y después asintió.

– De acuerdo -Dejó la servilleta junto a su plato, se levantó, cogió sus guantes de montar y su fusta, y tranquilamente, se unió a él.

Aceptando su desafío.

Decidido, sufrió mientras seguía a la sonriente ama de llaves hasta el patio oeste. Sabía que sus hermanas desayunarían en sus habitaciones, y que sus esposos bajarían bastante más tarde, lo que le permitía raptarla sin tener que ocuparse de ninguno de ellos.

Había ordenado que ensillaran sus caballos. El duque puso rumbo hacia el exterior de la casa; mientras cruzaban el patio hacia los establos, miró a Minerva que, aparentemente imperturbable, caminaba a su lado. Había evitado hacer ningún comentario sobre su conversación de la noche anterior, pero ella diría algo, con seguridad. Para reafirmar su opinión de que él no tenía que manejar el ducado como su padre.

De que él debía romper con la tradición y hacer lo que creía que estaba bien.

Como había hecho dieciséis años antes.

A pesar de su silencio, su opinión le había llegado con claridad.

Royce se sentía como si Minerva estuviera manipulándolo.

Llegaron al establo y encontraron a Henry sosteniendo a Sable mientras Milbourne esperaba con el caballo del ama de llaves, un zaino castrado.

Mientras se acercaba a Milbourne, Minerva miró el nervioso caballo gris.

– Veo que lo has domado.

Royce cogió las riendas de las manos de Henry, plantó una bota sobre el estribo y pasó su pierna sobre el amplio lomo.

– Sí.

Del mismo modo que habría querido domarla a ella.

Apretó los dientes y reunió las riendas, conteniendo a Sable mientras contemplaba cómo Minerva se acomodaba en su silla. Después asintió, dándole las gracias a Milbourne, levantó las riendas y salió al trote.

Royce la miró a los ojos, y señaló las colinas con la cabeza.

– Guíanos.

Ella lo hizo, a un paso que eliminó parte de la tensión de su estado de ánimo. Era una magnífica amazona, con una excelente montura. Una vez que se hubo convencido de que la joven no iba a caerse, encontró otro sitio donde fijar su mirada. Minerva lo guió sobre el puente, después a través de los campos, saltando muros bajos de piedra mientras se dirigían al norte de la villa. Sable mantuvo el paso con facilidad; tuvo que contener al semental para evitar que tomara el liderazgo.

Pero una vez que alcanzaron el camino que serpenteaba a lo largo de las orillas del Usway Burn, un afluente del Coquet, aminoraron la velocidad, dejando que los caballos encontraran su propio paso a lo largo del rocoso e irregular campo. Ya que tenía menos experiencia que el zaino, Sable parecía satisfecho de seguir sus pasos. El camino era apenas lo suficientemente ancho para una carreta; siguieron su ruta hacia las colinas.

Las casas se levantaban en el centro del campo, en el lugar donde el valle se ampliaba en un prado de razonable tamaño. Era una propiedad pequeña, aunque fértil. Como Royce recordaba, siempre había sido próspera. Era una de las pocas propiedades del ducado dedicadas al maíz. Con la incertidumbre del suministro de aquel alimento básico, y el consecuente incremento en su precio, podía comprender el interés de Kelso y Falwell por incrementar los acres de cultivo, pero… El ducado siempre había producido suficiente maíz para alimentar a su gente; eso no había cambiado. No necesitaban plantar más.

Lo que necesitaban era conservar a granjeros como los Macgregor, que conocían la tierra que trabajaban.

Tres casas (una mayor, y dos más pequeñas) habían sido construidas en la ladera de una colina que daba al oeste. Cuando se acercaron a los edificios, la puerta de la más grande se abrió; un hombre anciano, encorvado y curtido por el sol salió. Apoyado en un firme bastón, los observó sin expresión mientras Royce tiraba de las riendas y desmontaba.

Minerva se liberó de los estribos y bajó al suelo; con las riendas en una mano, saludó al anciano.

– Buenos días, Macgregor. Su Excelencia ha venido para echar un vistazo a las casitas.

Macgregor inclinó la cabeza educadamente hacia ella. Mientras guiaba a su zaino hasta una valla cercana, cogió las riendas de Royce.

El duque caminó hacia delante, y se detuvo ante Macgregor. Sus viejos ojos del color de un cielo tormentoso mantuvieron su mirada con una tranquilidad y una arraigada seguridad que solo la edad puede proporcionar.

Royce sabía que su padre habría esperado, silenciosa e intimidatoriamente, un reconocimiento de su posición social, y que después, posiblemente, habría asentido con sequedad antes de exigir a Macgregor que le mostrara las casas.

Él le ofreció su mano.

– Macgregor.

Sus viejos ojos se abrieron de par en par. La mirada de Macgregor bajó hasta la mano de Royce; después de un instante de duda, cambió su bastón de mano, y agarró la mano que le extendía con un apretón sorprendentemente fuerte.

Macgregor levantó la mirada mientras sus manos se separaban.

– Bienvenido a casa, su Excelencia. Me alegro de verle.

– Te recuerdo… Sinceramente, me ha sorprendido que aún estés aquí.

– Sí, bueno, algunos de nosotros nos hacemos más viejos que los demás. Yo también me acuerdo de usted… Solía verle cabalgando como un loco sobre aquellas colinas.

– Me temo que mis días de salvajismo han pasado.

Macgregor hizo un sonido que denotaba una abyecta incredulidad.

Royce miró los edificios.

– Tengo entendido que hay un problema con esas casas.

Minerva se encontró siguiendo a la pareja, totalmente superflua, mientras Macgregor, conocido por su malhumor, mostraba a Royce los alrededores, señalando las grietas en los muros, y los lugares en los que las vigas y el techo ya no se encontraban.

Salieron de la casa más grande y cruzaron hacia la pequeña, a cuya izquierda oyeron el lejano sonido de los cascos de un caballo. Minerva se detuvo en el patio. Royce había oído al caballo aproximándose, pero no apartó su atención de Macgregor; ambos entraron en la casa más pequeña. El ama de llaves elevó una mano para protegerse los ojos y esperó en el patio.

El hijo mayor de Macgregor, Sean, apareció cabalgando una de sus bestias de carga. Aminoró la velocidad, se detuvo justo en el interior del patio y desmontó, dejando las sogas que había usado como riendas colgando. Se acercó rápidamente a Minerva.

– Los muchachos y yo estamos trabajando en las tierras de arriba. Te vimos llegar cabalgando -Miró la casita más pequeña. -¿Está el nuevo duque aquí, con papá?

– Sí, pero… -Antes de que pudiera asegurarle que su padre y el duque estaban entendiéndose a la perfección, Royce salió de la casa, agachándose para evitar el dintel. Miró a su espalda mientras Macgregor lo seguía, y después se acercó a ellos.

– Este es Sean Macgregor, el hijo mayor de Macgregor. Sean, Wolverstone -Minerva escondió una sonrisa ante la sorpresa de Sean cuando Royce asintió y, aparentemente sin pensar, le ofreció la mano.

Después de un momento de asombro, Sean la aceptó rápidamente y la apretó.

Liberado, Royce se dirigió a la última casita.

– Debería verlas todas ya que estoy aquí.

– Sí -Macgregor estaba perplejo. -Vamos, entonces. No hay mucha diferencia con las demás, pero esta tiene una esquina torcida.

Hizo una señal a Royce para que le siguiera, y este lo hizo.

Sean se quedó con la boca abierta, mirando cómo Royce se agachaba para atravesar la puerta de la casita detrás de su padre. Después de un momento, dijo:

– Está mirándolo de verdad.

– Por supuesto. Y cuando salga, sospecho que querrá hablar sobre lo que puede hacerse -Minerva miró a Sean. -¿Puedes hablar por tus hermanos?

Levantó la mirada hasta el rostro del ama de llaves, y asintió.

– Sí.

– En ese caso, sugiero que esperemos aquí.

Su profecía resultó ser correcta. Cuando Royce salió de la penumbra de la tercera casita, sus labios formaban una línea determinada. Miró a Minerva, y después se dirigió a Macgregor, que lo había seguido hasta el soleado exterior.

– Hablemos.

Royce, Minerva, Macgregor y Sean se sentaron en la mesa de negociaciones en la casa grande, y dibujaron un acuerdo que los satisfacía a todos. Aunque no aprobaba la solución de Kelso y Falwell, Royce dejó claro que no podía permitirse el precedente que se crearía si reparaba las casas bajo el contrato de arrendamiento actual; en lugar de eso les ofreció crear un nuevo contrato. Les llevó una hora ponerse de acuerdo en los principios básicos; decidir cómo hacer el trabajo apenas les llevó unos minutos.

Para sorpresa de Minerva, Royce se hizo cargo de todo.

– Tus muchachos necesitan dedicar su tiempo a la cosecha, antes de nada. Después de esto, pueden ayudarte con el edificio. Tú -Miró a Macgregor-lo supervisarás. Tu labor será asegurarte de que el trabajo se realiza como es debido. Yo vendré con Hancock -Miró a Minerva, -¿todavía es el constructor del castillo? -Cuando ella asintió, continuó. -Lo traeré aquí, y le mostraré lo que necesitamos que se haga. Tenemos menos de tres meses antes de las primeras nieves… Quiero que se demuelan las tres casas, y que se construyan tres totalmente nuevas antes de que llegue el invierno.

Macgregor parpadeó; Sean aún parecía aturdido.

Cuando dejaron la casa, Minerva estaba sonriendo, al igual que Macgregor y Sean. Royce, por el contrario, tenía puesta su inescrutable máscara.

El ama de llaves se apresuró a buscar su caballo, Rangonel. Había un tronco muy conveniente junto a la cerca para facilitar la monta; subió a su silla, y se colocó bien la falda del vestido.

Después de intercambiar un apretón de manos con los Macgregor, Royce echó una mirada a Minerva, y después recuperó a Sable y lo montó. La chica apresuró a Rangonel mientras Royce bajaba el camino.

Por último, se despidió de los Macgregor con la mano. Aún sonriendo, ellos le devolvieron el saludo. Echó un vistazo al duque.

– ¿Puedo decirte que estoy impresionada?

Royce gruñó.

Sonriendo, Minerva lo guió de vuelta al castillo.


– ¡Maldición!

Con los sonidos de un atardecer londinense (el traqueteo de las ruedas, el golpear de los cascos de los caballos, los estridentes gritos de los cocheros mientras bajaban la elegante Jermyn Street) llenando sus oídos, leyó la breve nota de nuevo, y después cogió el brandy que su hombre acababa de colocar en la mesa fortuitamente junto a su codo.

Tomó un largo trago, leyó la nota de nuevo y después la tiró sobre la mesa.

– El duque ha muerto. Tengo que ir al norte para asistir a su funeral.

No había remedio; si no aparecía, su ausencia se notaría. Pero no estaba demasiado entusiasmado por la perspectiva. Hasta aquel momento, su plan de supervivencia había girado alrededor de una total y completa evasión, pero un funeral ducal en la familia erradicaba aquella opción.

El duque estaba muerto. Es más, su némesis era ahora el décimo duque de Wolverstone.

Tendría que ocurrir en algún momento pero, ¿por qué demonios ahora? Royce apenas había tenido tiempo de sacudirse el polvo de Whitehall de los elegantes tacones de sus botas… Seguramente no se había olvidado del único traidor que no había conseguido entregar a la justicia.

Soltó una palabrota, y dejó que su cabeza cayera hacia atrás contra la silla. Siempre había dado por sentado que el tiempo (el simple transcurso de este) sería su salvación. Que el tiempo nublaría los recuerdos de Royce, y que su paso lo distraería con otras cosas.

Y ahora, de repente…

Se incorporó y tomó otro sorbo de brandy. Quizá tener un ducado que manejar (uno al que se había visto obligado inmediatamente después de un exilio de dieciséis años) era precisamente la distracción que Royce necesitaba para apartar su atención del pasado.

Royce siempre había tenido poder; haber heredado el título cambiaba poco en ese aspecto.

En realidad, quizá había sido bueno que ocurriera aquello.

El tiempo, como siempre, lo diría, pero, inesperadamente, ese tiempo era ahora.

Pensó, consideró; al final supo que no tenía elección.

– ¡Smith! Haz mis maletas. Tengo que ir a Wolverstone.


En el salón del desayuno, la mañana siguiente, Royce estaba disfrutando de su segunda taza de café y examinando despreocupadamente las últimas noticias del periódico cuando Margaret y Aurelia aparecieron.

Ambas estaban arregladas, y llevaban cofia. Con vagas sonrisas en su dirección, se dirigieron al aparador.

Royce miró el reloj sobre la repisa de la chimenea, confirmando que era temprano, no precisamente el amanecer, pero paradlas…

Su cinismo creció cuando se acercaron a la mesa, con los platos en la mano. El estaba en la cabecera de la mesa; dejando un espacio vacío a cada lado, Margaret se sentó a su izquierda, y Aurelia a su derecha.

Tomó otro sorbo de café, y mantuvo su atención en el periódico, porque con seguridad descubriría lo que querían, antes o después.

Las cuatro hermanas de su padre y sus esposos, y los hermanos de su madre y sus esposas, así como los distintos primos, habían comenzado a llegar el día anterior; la marea continuaría durante varios días. Y una vez que la familia estuviera en la residencia, los conocidos y amigos invitados a permanecer en el castillo para el funeral comenzarían a llegar; el personal estaría ocupado durante toda la semana siguiente.

Afortunadamente, la torre estaba reservada para la familia inmediata; ni siquiera sus tíos paternos tenían habitación en el ala central. Aquel salón de desayuno, también en la planta baja de la torre, era solo para la familia, y eso le proporcionaba un ápice de privacidad, un área de relativa tranquilidad en el centro de la tormenta.

Margaret y Aurelia sorbieron su té y mordisquearon tostaditas. Charlaron sobre sus hijos, con la presumible intención de informarlo de la existencia de sus sobrinos y sobrinas. Royce, aplicadamente, mantuvo la mirada en el periódico. Finalmente sus hermanas aceptaron que, después de dieciséis años de desconocimiento, no iba a desarrollar un interés en esa dirección repentinamente.

Incluso sin mirar, sintió la mirada que habían intercambiado, y escuchó que Margaret tomaba aire para una de sus portentosas exhalaciones.

Su ama de llaves entró en el salón.

– Buenos días, Margaret, Aurelia -Su tono sugería que le había sorprendido encontrarlas allí abajo tan temprano.

Su entrada desequilibró a sus hermanas; murmuraron un buenos días, y se quedaron en silencio.

Con los ojos, Royce siguió a Minerva hasta el aparador, deteniéndose en su sencillo vestido verde. Trevor le había informado de que los sábados por la mañana se abstenía de montar a favor de dar un paseo por los jardines acompañando al jardinero jefe.

Royce dirigió de nuevo su mirada al periódico, ignorando la parte de él que susurraba: "Es una pena". No es que no estuviera contento con ella; solo era que entonces, cuando saliera a cabalgar, no podría encontrarse con ella al recorrer las colinas y valles, ni podría quedarse con ella a solas, en la intimidad del bosque.

Pero un encuentro así no haría nada para aliviar su constante dolor.

Mientras Minerva tomaba asiento más allá, en la mesa, Margaret se aclaró la garganta y se dirigió a Royce.

– Nos preguntábamos, Royce, si tenías alguna idea concreta sobre la dama que podría ocupar el puesto de duquesa.

Él se quedó inmóvil durante un instante, y después cerró el periódico, miró primero a Margaret, y después a Aurelia. Nunca se había quedado boquiabierto, en su vida, pero…

– Nuestro padre no está aún bajo tierra, ¿y ya estáis hablando sobre mi boda?

Royce miró a su ama de llaves. Tenía la cabeza gacha, con la mirada fija en su plato.

– Tendrás que pensar en esa cuestión antes o después -Margaret dejó su tenedor en el plato. -¡La clase alta no va a permitir que el duque más casadero de Inglaterra permanezca soltero!

– La sociedad no tendrá elección. No tengo planes inmediatos de casarme.

Aurelia se inclinó un poco más.

– Pero Royce…

– Si me disculpáis -Se levantó, tirando el periódico y su servilleta sobre la mesa, -voy a montar -Su tono dejaba claro que no había otra posibilidad.

Rodeó la mesa, y miró a Minerva cuando pasó a su lado.

Se detuvo; cuando el ama de llaves levantó la mirada, él atrapó sus ojos otoñales. Con los suyos entornados, la señaló.

– Te veré en el estudio cuando vuelva.

Cuando hubo cabalgado lo suficientemente lejos, lo suficientemente fuerte, para recuperar el control de la tempestad de rabia y lujuria que lo embargaba, volvió a los establos.


Para el mediodía del domingo ya estaba a punto de estrangular a sus hermanas mayores, a sus tíos y a los maridos de sus tías, ya que ninguno tenía, al parecer, ningún pensamiento en el que ocupar sus cabezas que no fuera quién, qué dama, sería más adecuada para ser su esposa.

Para ser la próxima duquesa de Wolverstone.

Había desayunado al amanecer para evitarlas. Ahora, en la estela de los maleducados comentarios que había hecho la noche anterior, silenciando cualquier charla en la mesa, habían concebido la alegre idea de discutir sobre las damas, que todas resultaban ser jóvenes, de buena familia y casaderas, comparando sus características, sopesando sus fortunas y contactos, aparentemente con la errónea creencia de que omitiendo las palabras "Royce", "matrimonio" y "duquesa" de sus comentarios evitarían que se enfadase.

Estaba muy, muy cerca de perder los estribos… y se acercaba más a su límite cada segundo que pasaba.

¿En qué estaban pensando? Minerva no podía concebir lo que las tías de Margaret, Aurelia y Royce esperaban conseguir… Excepto una devastadora reprimenda que parecía acercarse más cada minuto.

Si uno poseía aunque solamente fuera medio dedo de frente, no provocaba a un Varisey. No más allá del punto en el que se quedan totalmente en silencio, y sus rostros se vuelven como piedras, y (la advertencia final) sus dedos se tensan sobre lo que sea que estén agarrando hasta que sus nudillos se vuelven blancos.

La mano derecha de Royce estaba apretada sobre su cuchillo con tanta fuerza que sus cuatro nudillos brillaban.

Minerva tenía que hacer algo… Aunque no es que sus familiares se merecieran que las salvara. Si hubiera sido por ella, le habría dejado atacarlas, pero… Tenía dos promesas a las que honrar, lo que significaba que tenía que verlo casado… Y sus equivocadas familiares estaban convirtiendo el asunto de su matrimonio en uno que estaba a punto de declarar innombrable en su presencia.

Podía hacer eso (y lo haría), y esperaría, e insistiría, y se aseguraría de que esta advertencia fuera obedecida.

Y eso haría su tarea mucho más difícil.

Parecían haber olvidado quién era él… Parecían haber olvidado que era Wolverstone.

Minerva miró a su alrededor; necesitaba ayuda para desviar la conversación.

No había mucha ayuda a mano. La mayoría de los hombres habían escapado, habían cogido armas y perros y salido para una sesión matinal de tiro. Susannah estaba allí; sentada a la derecha de Royce, estaba conteniendo su lengua prudentemente, y no estaba contribuyendo a la ira de su hermano de ningún modo.

Desafortunadamente, estaba demasiado lejos del lugar donde estaba Minerva, y no podía atraer su atención.

El único conspirador potencial restante era Hubert, que estaba sentado frente a Minerva. No tenía una opinión demasiado elevada de la inteligencia de Hubert, pero estaba desesperada. Se inclinó hacia delante y lo miró a los ojos.

– ¿Y dices que has visto a la princesa Charlotte y al príncipe Leopold en Londres?

La princesa era muy querida en Inglaterra; su reciente matrimonio con el príncipe Leopold era el único tema que Minerva pensaba que podía apartar la atención de la novia de Royce. Había imbuido la pregunta con todo el interés que había podido fingir… Y fue recompensada con un instante de silencio.

Todas las cabezas se giraron hacia el centro de la mesa, todos los ojos femeninos siguieron su mirada a Hubert.

Este la miró, con sus ojos mostrando la sorpresa de un conejo asustado. Silenciosamente, le pidió que contestara con una afirmativa; él parpadeó, y luego sonrió.

– Los vi, efectivamente.

– ¿Dónde? -Estaba mintiendo (ella lo sabía), pero estaba deseando bailar al son que Minerva le marcara.

– En Bond Street.

– ¿En una de las joyerías?

Lentamente, Hubert asintió.

– En Aspreys.

La tía Emma, que estaba sentada junto a Minerva, se inclinó hacia delante.

– ¿Viste lo que estaban mirando?

– Pasaron algo de tiempo mirando los broches. Vi que el dependiente les sacó una bandeja.

Minerva se echó hacia atrás en su asiento, con una sonrisa vacía en su rostro, y dejó que Hubert continuara. Iba lanzado, y con una esposa como Susannah, su conocimiento sobre las joyas que pueden encontrarse en Aspreys sería extenso.

Toda la atención estaba sobre él.

Y Royce pudo terminar su comida sin mayor irritación; no necesitó que le animaran para concentrarse en la tarea.

Hubert acababa de pasar a los collares que la pareja real supuestamente había examinado cuando Royce apartó su plato, rechazó con un gesto el cuenco de fruta que le ofrecía Retford, tiró su servilleta junto a su plato y se levantó.

El movimiento rompió el hechizo de Hubert. Toda la atención volvió a pasar a Royce.

No se molestó en sonreír.

– Si me disculpan, señoras, tengo un ducado que gobernar -Comenzó a atravesar la habitación en su camino hacia la puerta. Sobre las cabezas de las demás, asintió a Hubert. -Continúa, Un poco más adelante su mirada se clavó en Minerva.

– Te veré en el estudio cuando estés libre.

Era libre en ese momento. Mientras Royce salía de la habitación, se limpió los labios con la servilleta, separó su silla y esperó a que el lacayo la retirara para ella. Sonrió a Hubert mientras se levantaba.

– Sé que me arrepentiré de no escuchar el resto de tu historia… Es como un cuento de hadas.

El sonrió.

– No te preocupes. No hay mucho más que contar.

Minerva contuvo una carcajada, y luchó por parecer adecuadamente decepcionada mientras se apresuraba a salir de la habitación tras los pasos de Royce.

Este ya había desaparecido escaleras arriba; Minerva las subió, y después caminó rápidamente hasta el estudio, preguntándose por qué parte del ducado elegiría interrogarla aquel día.

Desde su visita a Usway Burn el viernes, la había hecho sentarse ante su escritorio un par de horas cada día, para que le hablara de las granjas arrendadas del ducado y de las familias que las ocupaban. No le preguntó por beneficios, cosechas o producción, ninguna de las cosas de las que Kelso o Falwell eran responsables, sino por las granjas en sí mismas, por la tierra, por los granjeros y sus esposas, por sus hijos. Quién interactuaba con quién, las dinámicas humanas del ducado; sobre aquellas cosas era por lo que le preguntaba.

Cuando le transmitió las últimas palabras de su padre no había sabido si realmente tenía en sí mismo la posibilidad de ser diferente; los Varisey tienden a ser genéticamente puros, y junto al resto de sus características principales, su cabezonería era legendaria.

Era por eso por lo que no le había entregado el mensaje inmediatamente. Había querido que Royce viera y supiera lo que su padre había querido decir, en lugar de que sólo oyera las palabras. Las palabras fuera de contexto son fáciles de desestimar, de olvidar… y de ignorar.

Pero ahora que él las había oído, ahora que las había absorbido y había hecho el esfuerzo, respondió a la necesidad y buscó un nuevo camino en el problema con los Macgregor. Minerva había sido demasiado prudente para comentar nada, ni siquiera para animarlo; Royce había esperado que ella dijera algo, pero el ama de llaves había retrocedido y lo había dejado definir su propio camino.

Con habilidad y suerte, uno puede guiar a los Varisey; pero es imposible dirigirlos.

Jeffers estaba en el exterior del estudio. Abrió la puerta y Minerva entró.

Royce estaba caminando de un lado a otro ante la ventana junto al escritorio, mirando sus tierras, con cada una de sus zancadas investida de la gracia letal de un gato montés enjaulado, con los músculos ligeramente tensos, moviéndose bajo el fino tejido de su chaqueta y sus apretados pantalones de piel de ante.

Minerva se detuvo, incapaz de apartar la mirada; el instinto no le permitía apartar los ojos de tal visión predatoria.

Y mirar no era una condena.

Podía sentir su fustigante temperamento, sabía que podía estallar, aunque estaba totalmente segura de que él nunca le haría daño. Ni a ella, ni a ninguna otra mujer. Aunque los turbulentos sentimientos de su interior, que se arremolinaban en poderosas corrientes a su alrededor, hubieran hecho que la mayoría de las mujeres -y la mayoría de los hombres-se alejaran de él.

Pero ella no. Ella se sentía atraída por su energía, por el salvaje e irresistible poder que era una parte tan intrínseca del duque.

Aquel era el peligroso secreto de Minerva.

Esperó. La puerta se había cerrado; el duque sabía que estaba allí. Como no hizo ninguna señal, el ama de llaves avanzó y se sentó en la silla.

De repente, Royce se detuvo. Tomó aire profundamente, y después se giró y se dejó caer en su butaca.

– La granja de Linshields. ¿Quién la ocupa ahora? ¿Aún son los Carew?

– Sí, pero creo que seguramente recordarás a Carew padre. Quien lleva ahora la granja es su hijo.

El duque mantuvo a Minerva hablando la siguiente hora, presionándola y haciéndole preguntas a toda velocidad.

Royce intentaba mantener su mente totalmente concentrada en el trabajo (en la información que obtenía de ella), aunque sus respuestas fluían tan despreocupadamente que tenía tiempo para escucharla de verdad, no sólo lo que estaba diciendo, sino su voz, el timbre, la tenue aspereza, la subida y la caída de las emociones mientras ella las dejaba colorear sus palabras.

Minerva no tenía reticencia ni corazas, ni en aquel aspecto ni en ningún otro. No necesitaba buscar señales de falsedad en ella, ni de reserva.

De modo que sus sentidos más amplios habían tenido tiempo de detenerse en el levantamiento y en la caída de sus pechos, en el modo que un rizo errante caía sobre su frente; había tenido tiempo de notar los destellos dorados que cobraban vida en sus ojos cuando sonreía al narrar algún incidente.

Finalmente, sus preguntas terminaron. Con su mal carácter disipado, se echó hacia atrás en su butaca. Físicamente relajado, e interiormente pensativo. Con la mirada sobre ella.

– No te he dado las gracias por salvarme durante el almuerzo.

Minerva sonrió.

– Hubert ha sido toda una sorpresa. Y es a tus familiares a quienes he salvado, no a ti.

Royce hizo una mueca y extendió la mano para reubicar un lápiz que había rodado sobre el vade.

– Tienen razón en que necesito casarme, pero no entiendo por qué están tan obcecadas en sacar el tema en este momento -La miró, con una pregunta en sus ojos.

– Yo tampoco tengo ni idea. Había esperado que postergaran ese tema durante al menos un par de meses, por el luto y todo eso. Aunque supongo que, si te casaras durante este año, no se levantaría ninguna ceja.

Su mirada se hizo más afilada mientras golpeaba el vade con los dedos de una mano.

– No tengo intención de dejar que dicten, ni siquiera que sugieran, mi futuro. Sin embargo, quizá sería inteligente coger algunas ideas sobre las potenciales… candidatas.

Minerva dudó, y después preguntó:

– ¿En qué estilo de candidata estás pensando?

Royce le dedicó una mirada que decía que ella lo sabía mejor que nadie.

– El estilo acostumbrado… una típica esposa Varisey. ¿Eso qué quiere decir? Buen linaje, posición, contactos, una fortuna adecuada, una belleza pasable y una inteligencia opcional -Frunció el ceño. -¿Olvido algo?

Minerva luchó por mantener sus labios rectos.

– No. Esa es más o menos la descripción completa.

No importaba que pudiera diferir de su padre en el modo en el que manejaba a la gente y al ducado, no se diferenciaba en nada en sus exigencias para una esposa. La tradición de los matrimonios de los Varisey antedataba al ducado en incontables generaciones e, incluso más, encajaban con su temperamento.

No vio ninguna razón para estar en desacuerdo con su valoración. La nueva moda de las uniones por amor entre la nobleza tenía poco que ofrecer a los Varisey. Ellos no amaban. Minerva había pasado más de veinte años entre ellos, y nunca había sido testigo de una evidencia de lo contrario. Eran así, sencillamente; el amor había sido eliminado de sus genes hacía siglos… Si es que alguna vez había estado mezclado con ellos.

– Si lo deseas, puedo hacer una lista con las candidatas que tus familiares (y sin duda las grandes damas que vendrán para el funeral) mencionen.

El duque asintió.

– Al menos así sus cotilleos servirían para algo. Añade cualquier cosa relevante que descubras o que oigas de fuentes fiables -La miró a los ojos. -Y, sin duda, añade tu opinión, también.

Minerva sonrió dulcemente.

– No, no lo haré. En lo que a mí concierne, elegir a tu esposa es asunto tuyo por completo. Yo no voy a vivir con ella.

Royce le dedicó otra de sus miradas cargadas de intención.

– Yo tampoco.

El ama de llaves inclinó la cabeza, reconociendo ese hecho.

– Sin embargo, tu novia no es un tema en el que yo deba influenciarte.

– Supongo que no quieres promulgar ese punto de vista entre mis hermanas.

– Lo siento, pero debo declinar esa oferta… Sería una pérdida de tiempo.

El duque gruñó.

– Si no hay nada más, debería bajar y ver quién más ha llegado. Cranny, Dios la bendiga, necesita saber cuántos seremos para cenar.

Cuando el duque asintió, Minerva se levantó y se dirigió a la puerta. Al llegar hasta ella, miró a su espalda, y lo vio repanchingado sobre su butaca, con aquella pensativa mirada en su rostro.

– Si tienes tiempo, podrías revisar el diezmo de las fincas más pequeñas. Actualmente, está establecido como una cantidad absoluta, pero un porcentaje de las ganancias sería más provechoso para todo el mundo.

Royce arqueó una ceja.

– ¿Otra de tus ideas radicales?

Minerva se encogió de hombros y cerró la puerta.

– Solo es una sugerencia.

De modo que estaba en Wolverstone, bajo el mismo techo que su némesis. Sobre el mismo y amplísimo techo, en aquella esquina distante de Northumbría, que era un punto, ahora se daba cuenta, que trabajaba en su favor.

El ducado estaba tan lejos de Londres que muchos de los visitantes, sobre todo aquellos que eran familia, se quedarían un tiempo; el castillo era tan grande que podría acomodar a un pequeño ejército. De modo que tenía -y continuaría teniendo -cobertura de sobra; estaría lo suficientemente seguro.

Estaba junto a la ventana de la agradable habitación que le había dado en el ala este, mirando los jardines del castillo, hermosamente presentados y rebosantes de colorida vida en el último aliento del corto verano norteño.

Sabía apreciar las cosas hermosas, tenía un ojo que lo había guiado a amasar una exquisita colección con los artículos más valiosos que los franceses habían tenido para ofrecerle. A cambio, él les había dado información, información que, siempre que había podido, había jugado directamente contra la comisión de Royce.

Siempre que había sido posible, había intentado dañar a Royce… No directamente, sino a través de los hombres bajo su mando.

Pero, por lo que podía deducir, había fracasado, lamentablemente. Igual que había fracasado, a través de los años, todas las veces que había conspirado contra Royce, todas las veces que se había medido con su maravilloso primo y no había dado la talla. Ante su padre, ante su tío y, sobre todo, ante su abuelo.

Sus labios se curvaron; sus atractivos rasgos se distorsionaron en un gruñido.

Lo peor de todo era que Royce había conseguido su premio, su tesoro cuidadosamente escondido. Se lo había robado, negándole incluso eso. Durante todos sus años de servicio para los franceses, no había recibido nada concreto…

Ni siquiera la satisfacción de saber que había causado dolor a Royce.

En el mundo de los hombres, y sobre todo entre la clase alta, Royce era un éxito celebrado. Y ahora Royce era Wolverstone, por si fuera poco.

Mientras que él… El era una ramita sin importancia en el árbol familiar.

No debía ser así.

Tomó aliento y exhaló lentamente, para que sus rasgos volvieran a convertirse en la atractiva máscara que mostraba al mundo. Girándose, miró a su alrededor.

Su ojo recayó en un pequeño cuenco que estaba sobre la chimenea. No era de Sévres, sino de porcelana china, bastante delicado.

Atravesó la habitación, cogió el cuenco, sintió su ligereza y examinó su belleza.

Después abrió sus dedos, y lo dejó caer.

Golpeó el suelo, haciéndose añicos.


El miércoles a última hora de la tarde toda la familia estaba en la residencia, y los primeros invitados que habían sido invitados a quedarse en el castillo habían comenzado a llegar.

Royce había sido instruido por su ama de llaves para que estuviera a mano en el momento de recibir a los más importantes; cuando Jeffers lo llamó, apretó los dientes y bajó al vestíbulo para recibir a la duquesa de St. Ivés, lady Horatia Cynster, y a lord George Cynster. Aunque el ducado de St. Ivés estaba en el sur, los dos ducados compartían una historia similar y las familias se habían apoyado mutuamente a través de los siglos.

– ¡Royce! -Su Excelencia, Helena, la duquesa de St. Ivés (o la duquesa regente, como había oído que prefería llamarse a sí misma) lo había visto. Se acercó para recibirlo mientras él bajaba las escaleras. -Mon ami, qué momento tan triste.

Royce tomó su mano, hizo una reverencia y posó un beso sobre sus nudillos… Solo para escucharla maldecir en francés, hacer que se levantara, alzarse sobre sus puntillas, y presionar un beso primero en una de sus mejillas, y luego en la otra. Royce lo permitió, y después sonrió.

– Bienvenida a Wolverstone, su Excelencia. Los años te han hecho más hermosa.

Unos enormes y pálidos ojos verdes lo miraron.

– Así es -Sonrió, con una gloriosa expresión que iluminó todo su rostro, y después dejó que su mirada lo recorriera atentamente. -Y tú… -Murmuró algo en francés coloquial que él no entendió, y después volvió al inglés para decir. -Esperábamos tenerte pronto de vuelta en nuestros salones… En lugar de eso, ahora estás aquí, y sin duda planeas quedarte aquí escondido y solo -Agitó un delicado dedo ante él. -No lo permitiré. Eres mayor que mi recalcitrante hijo, y debes casarte pronto.

Se giró para incluir a la dama junto a ella.

– Horatia… Dile que debe dejarnos que elijamos a su esposa tout de suite.

– Y me prestará tanta atención a mí como lo hará contigo -Lady Horatia Cynster, alta, morena y decidida, le sonrió. -Mis condolencias, Royce… ¿O debería decir Wolverstone? -Le tendió la mano y, como Helena, lo acercó para rozar sus mejillas. -A pesar de lo que tú puedas desear, el funeral de tu padre va a atraer incluso más atención sobre tu urgente necesidad de esposa.

– Deja que el pobre chico se adapte -Lord George Cynster, el esposo de Horatia, ofreció a Royce su mano. Después de un firme apretón, ahuyentó a su esposa y a su cuñada. -Allí está Minerva, abrumada, intentando poner en orden vuestro equipaje… Deberíais ayudarla, o acabaréis cada una con los vestidos de la otra.

La mención de los vestidos atrajo la atención de las damas. Mientras se movían hacia donde Minerva se encontraba, rodeada por un apabullante lote de baúles y cajas, George suspiró.

– Tienen buena intención, pero es justo advertirte que esto es lo que te espera.

Royce levantó las cejas.

– ¿St. Ivés no ha venido con vosotros?

– Viene en su propio caballo. Teniendo en cuenta lo que acabas de experimentar, comprenderás por qué ha preferido la lluvia, el aguanieve e incluso la nieve, a pasar varios días en el mismo carruaje que su madre.

Royce se rió.

– Verdad -Tras las puertas abiertas, vio que se acercaba una procesión de tres carruajes. -Si me disculpas, han llegado algunos más.

– Por supuesto, hijo -George le dio una palmadita en la espalda. -Escapa mientras puedas.

Royce lo hizo, salió a través de las enormes puertas que estaban abiertas para la bienvenida y bajó los peldaños hasta el lugar donde los tres carruajes estaban dejando a sus pasajeros y su respectivo equipaje en un caos de lacayos y mozos.

Una hermosa rubia con una elegante capa estaba dirigiéndose a un lacayo para que se hiciera cargos de sus baúles, ajena a que Royce estaba aproximándose.

– Alice… Bienvenida.

Alice Carlisle, vizcondesa de Middlethorpe, se giró, sorprendida.

– ¡Royce! -Lo abrazó, y tiró de él hacia abajo para plantar un beso en su mejilla. -Qué suceso tan inesperado… Y antes de que hubieras vuelto, además.

Gerald, su esposo, heredero del condado de Fyfe, bajó del carruaje, con el chal de Alice en una mano.

– Royce -Le tendió la otra mano. -Lo siento, amigo.

Los demás lo habían oído, y rápidamente se reunieron, ofreciéndole las condolencias con manos fuertes u olorosas mejillas y cálidos abrazos… Miles Folliot, barón de Sedgewíck, heredero del ducado de Wrexham, y su esposa, Eleanor, y el honorable Rupert Trelawny, heredero al marquesado de Riddlesdale, y su esposa, Rose.

Eran los mejores amigos de Royce; los tres hombres habían estado en Eton con él, y los cuatro habían permanecido cerca a través de los siguientes años. Durante su exilio social auto-impuesto, los de ellos habían sido los únicos eventos (cenas y veladas selectas) a los que había asistido. Durante la última década, había encontrado a todas sus numerosas amantes en una u otra de las casas de estas tres damas, un hecho del que estaba seguro que estaban al tanto.

Estos seis constituían su círculo íntimo, la gente en la que confiaba, aquellos a los que conocía desde hacía más tiempo. Había otros (los miembros del club Bastión, y ahora sus esposas), en quienes también confiaba con el corazón, pero estas tres parejas eran las personas que tenían un vínculo más íntimo con él; eran de su círculo, y comprendían las presiones a las que se enfrentaba, su temperamento… lo comprendían a él.

Ahora podía añadir a este círculo a Minerva; ella también lo comprendía. Desafortunadamente, como recordaba cada vez que la veía, necesitaba mantenerla a distancia.

Con Miles, Rupert y Gerald allí, se sentía mucho más… él. Mucho más seguro de quién era en realidad, de quién era realmente. De lo que era importante para él.

Durante los siguientes minutos, se deslizó en la usual cacofonía que resultaba siempre que las tres parejas y él estaban juntas. Los guió al interior y los presentó a su ama de llaves, y se sintió aliviado cuando se hizo obvio que Minerva y Alice, Eleanor y Rose se llevarían bien. Se aseguraría de que sus tres amigos tuvieran entretenimiento, pero dado el modo en el que se presentaban los siguientes días, estaba planeando evitar todas las reuniones de mujeres; saber que Minerva cuidaría de las esposas de sus amigos significaba que su entretenimiento estaba, además, asegurado, y que su estancia en Wolverstone sería tan cómoda como las circunstancias permitieran.

Estaba a punto de acompañarlos por la escalera principal cuando el traqueteo de las ruedas de un carruaje hizo que mirara hacia el patio. Lentamente, un carruaje apareció y después se detuvo; reconoció el escudo de armas de la puerta.

Apretó el brazo de Miles.

– ¿Te acuerdas de la sala de billar?

Miles, Gerald y Rupert lo habían visitado antes, hacía mucho tiempo. Miles arqueó una ceja.

– ¿Cómo voy a olvidar el sitio donde te he vencido tantas veces?

– Te falla la memoria… Esas derrotas eran tuyas -Royce vio a Gerald y a Rupert mirándolo, con una pregunta en sus ojos. -Me encontraré allí con vosotros cuando os hayáis acomodado. Ha llegado alguien más, y tengo que recibirlo.

Con asentimientos y señales, los hombres siguieron a sus esposas escaleras arriba. Royce volvió al vestíbulo delantero. Estaban llegando más invitados; Minerva tenía las manos ocupadas. El vestíbulo estaba inundado continuamente de baúles y cajas, a pesar de que un grupo de lacayos estaba constantemente transportándolos hasta las plantas superiores.

Royce salió al exterior. Había visto a la pareja que estaba descendiendo del último carruaje apenas un par de semanas antes; se había perdido su boda, deliberadamente, pero sabía que acudirían al norte para apoyarlo.

La dama se giró y lo vio. El extendió una mano.

– Letitia.

– Royce -Lady Letitia Allardyce, marquesa de Dearne, tomó su mano y besó su mejilla; era lo suficientemente alta para hacerlo sin necesitar que él se agachara. -La noticia ha sido una conmoción.

Retrocedió mientras intercambiaba un saludo con su marido, Christian, uno de sus antiguos compañeros, un hombre de tendencias similares a las suyas, uno que había lidiado con secretos, violencia y muerte, en la defensa de su país.

Los tres caminaron hacia los peldaños de entrada del castillo, con ambos hombres flanqueando a Letitia. Esta miró el rostro de Royce.

– No esperabas conseguir el ducado de este modo. ¿Cómo lo llevas?

Era una de las pocas personas que se atreverían a preguntarle eso. Le echó una mirada de reojo poco alentadora.

Ella sonrió y le dio unas palmaditas en el brazo.

– Si quieres algún consejo sobre cómo contener tu carácter, pregunta a la experta.

Royce agitó la cabeza.

– Tu carácter es dramático. El mío… no.

Su temperamento era destructivo, y mucho más poderoso.

– Sí, bueno -Fijó su mirada en la puerta, que se acercaba a ellos rápidamente. -Sé que esto no es lo que quieres oír, pero los próximos días van a ser mucho peores de lo que te imaginas. Pronto descubrirás por qué, si no lo has hecho ya. Y respecto a eso, querido Royce, mi consejo es que aprietes los clientes y que refuerces las riendas sobre tu carácter, porque pronto van a ponerte a prueba como nunca antes.

Se quedó mirándola fijamente, sin expresión.

Ella le sonrió brillantemente en respuesta.

– ¿Continuamos?

Minerva vio la entrada del trío, y caminó hacia ellos para dar la bienvenida a los recién llegados. Letitia y ella se conocían bien, lo que, se dio cuenta, sorprendió a Royce. El ama de llaves no conocía a Dearne, pero tenía buena opinión de él, y especialmente de su declaración de que estaba allí en parte representando a los antiguos compañeros de Royce de sus años en Whitehall.

– Los demás nos pidieron que te diéramos recuerdos -dijo, dirigiéndose a Royce.

Royce asintió; a pesar de su perpetua máscara, Minerva sintió que estaba… conmovido. Que apreciaba el apoyo que le ofrecían.

Ya le había asignado habitaciones a todos los que esperaban; dejó que Retford guiara a Letitia y a Dearne escaleras arriba, y los observó mientras subían. Sentía la mirada de Royce sobre su rostro.

– Conozco a Letitia de los años que pasé con tu madre en Londres.

El duque asintió casi imperceptiblemente; aquello era lo que quería saber.

Minerva había conocido a Miles, Rupert y Gerald cuando visitaron el castillo hacía años, y los había encontrado con sus esposas en momentos más recientes, aunque solo de paso, en entretenimientos de la clase alta. Se había sentido intrigada, y aliviada, al descubrir que habían mantenido el contacto con Royce a través de los años. A menudo se había preguntado si no estaría solo. No lo había estado completamente, gracias a Dios, aunque estaba empezando a sospechar que, con excepción de sus amigos, no era tan hábil socialmente como iba a necesitar ser.

Los siguientes días iban a ser una prueba para él, en más sentidos de los que ella creía que Royce esperaba.

Dio la espalda a las escaleras y examinó el vestíbulo, que aún era un hervidero de actividad. Al menos, ya no había invitados esperando que los recibieran; por el momento, Royce y ella estaban solos entre el mar de equipaje.

– Deberías saber -murmuró-que hay algo en marcha respecto a tu boda. Aún no he descubierto qué es exactamente… Y las esposas de tus amigos no lo saben, tampoco, pero mantendrán los ojos abiertos. Estoy segura de que Letitia lo hará -Miró su rostro. -Si me entero de algo concreto, te lo haré saber.

Los labios del duque se curvaron en una mueca parcialmente suprimida.

– Letitia me advirtió de que algo que no me iba a gustar venía de camino… No especificó qué. Sonaba como si ella tampoco estuviera totalmente segura.

Minerva asintió.

– Hablaré con ella más tarde. Juntos quizá podamos descubrirlo.

Otro carruaje se detuvo más allá de los peldaños; Minerva echó una mirada a Royce, y después salieron a recibir a sus invitados.

Más tarde aquella noche, al volver a su habitación después de derrotar flagrantemente a Miles en el billar, Royce se quitó la chaqueta y se la tiró a Trevor.

– Quiero que estés atento a cualquier conversación sobre el asunto de mi matrimonio.

Trevor levantó las cejas, y cogió su chaleco.

– Concretamente -Royce dedicó toda su atención a deshacer el lazo de su pañuelo, -sobre mi novia -Buscó la mirada de Trevor en el espejo sobre la cómoda. -A ver de lo que puedes enterarte… Esta noche, si es posible.

– Por supuesto, su Excelencia -Trevor sonrió. -Mañana le llevaré toda la información pertinente con el agua del afeitado.

El día siguiente era el día antes del funeral. Royce pasó la mañana cabalgando con sus amigos; al volver a los establos, se detuvo para hablar con Milbourne mientras los otros se adelantaban. Un par de minutos después los siguió de vuelta al castillo, aprovechando el momento sin compañía para examinar la información que Trevor le había transmitido aquella mañana.

Las grandes damas estaban obsesionadas con la necesidad de que se casase y proporcionarse un heredero. Lo que ni Trevor ni su ama de llaves, a quien había visto después del desayuno, habían descubierto aún era el motivo de tal intensidad, casi un aire de urgencia bajo la posición de las damas de mayor edad.

Algo definitivamente estaba en marcha; su instinto, perfeccionado por años de conspiraciones, evasiones y tejemanejes militares, era más que afilado.

– Buenos días, Wolverstone.

El determinado tono femenino lo sacó de sus pensamientos. Su mirada se encontró con un par de impresionantes ojos avellana. Necesitó un instante para ubicarlos… Un hecho que la dama notó con algo parecido a la exasperación.

– Lady Augusta -Se acercó a ella, tomó la mano que le ofreció, e hizo una ligera reverencia.

Al caballero junto a ella, le ofreció la mano.

– Señor.

El marqués de Huntly sonrió benignamente.

– Ha pasado mucho tiempo, Royce. Es una lástima que tengamos que encontrarnos de nuevo en tales circunstancias.

– Así es -Lady Augusta, marquesa de Huntly, una de las damas más influyentes de la clase alta, lo miró calculadoramente. -Pero, dejando a un lado las circunstancias, tenemos que hablar, muchacho, sobre tu esposa. Debes casarte, y pronto… Llevas postergando la decisión toda una década, pero ahora ha llegado el momento, y tienes que elegir.

– Estamos aquí para enterrar a mi padre -El tono de Royce hizo que la afirmación pareciera una reprimenda no demasiado sutil.

Lady Augusta resopló.

– Así es -Le clavó un dedo en el pecho. -Ese es precisamente mi punto de vista. Nada de luto para ti… En estas circunstancias, la sociedad te excusará, y de buena gana.

– ¡Lady Augusta! -Minerva bajó corriendo la escalera principal. -La esperábamos ayer, y me preguntaba qué había pasado.

– Hubert fue lo que pasó, o mejor llamémoslo Westminster. Se retrasó, de modo que nos pusimos en camino más tarde de lo que yo habría deseado -Augusta se giró para envolverla en un cálido abrazo. -¿Y tú cómo estás, niña? Arreglándotelas con el hijo tan bien como lo hacías con el padre, ¿eh?

Minerva echó a Royce una mirada, y rezó por que mantuviera la boca cerrada.

– No estoy segura de eso, pero subamos las escaleras -Enlazó su brazo con el de Augusta, y después hizo lo mismo con Hubert en el otro lado. -Helena y Horatia ya han llegado. Están en el salón de la planta de arriba, el del ala oeste.

Charlando despreocupadamente, empujó a la pareja escaleras arriba con determinación. Mientras entraban en la galería, Minerva miró hacia abajo y vio a Royce de pie donde lo había dejado, con una expresión que era como un cumulonimbo sobre su generalmente impasible rostro.

Cuando sus ojos se encontraron, el ama de llaves se encogió de hombros y alzó las cejas; aún tenía que descubrir lo que estaba alimentando el ávido interés de las grandes damas en el asunto de su esposa.

Interpretando su mirada, Royce contempló cómo guiaba a la pareja hasta perderles de vista, y estuvo incluso más seguro de que Letitia había tenido razón.

Fuera lo que fuese lo que se acercaba, no iba a gustarle.

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