Capítulo Doce

Jesse estaba junto a sus hermanas frente a las ruinas humeantes de lo que una vez fue la Pastelería Keyes. La mayoría de las llamas ya estaban apagadas, pero el olor a humo impregnaba el aire.

No se había salvado nada. Cuando ella había llegado, las llamas se alzaban con fuerza hacia el cielo, y el calor los mantenía a todos alejados del edificio. Ahora que todo había pasado, sólo quedaban ascuas y cenizas.

– No puedo creerme que haya desaparecido -susurró Nicole, tan aturdida como Jesse-. Así, sin más.

Claire estaba entre ellas, y tenía a sus hermanas tomadas del brazo.

– No ha habido daños personales -les dijo-. Eso es lo más importante. Lo demás puede sustituirse.

Jesse no se molestó en contener las lágrimas.

– Ya no va a salir en Buenos días, América. No queda mucha historia que contar.

«Pequeño negocio destruido por el fuego». ¿A quién le importaba eso?

– No es el fin del mundo -dijo Nicole-. Tenemos el seguro, lo reconstruiremos. Lo único malo es que tardaremos un poco.

Jesse no dijo nada. ¿De qué iba a servir? Ella había vuelto a Seattle a demostrar algo, y se había concedido seis meses para hacerlo: que podía formar parte del negocio y contribuir. Con la pastelería cerrada, eso era imposible.

– ¿Y qué vais a hacer hasta ese momento? -preguntó Claire.

– No lo sé -admitió Nicole-. Supervisar la construcción del nuevo local.

Era la muerte de su sueño, pensó Jesse con tristeza. Tendría que volver a Spokane y retomar su vida tranquila en el bar. Nunca iba a tener la oportunidad de demostrar que tenía buenas ideas y que servía. Era…

– Podemos alquilar una cocina -dijo sin pensarlo-. Tendríamos que dejar de vender algunos productos, pero no todos. Haremos correr la voz y, mientras, podemos utilizar ese tiempo para empezar a funcionar por Internet. Lo tengo todo preparado y puedo encontrar hospedaje mañana mismo. Así conservaríamos el negocio en marcha durante la reconstrucción.

Nicole negó con la cabeza.

– No funcionaría, Jesse. Sé que quieres hacerlo, pero no es posible. Además, éste no es el mejor momento. No se pueden enviar productos de bollería de un lado a otro del país. Son difíciles de empaquetar y no soportarían bien el traslado, y aunque resolvieras esos problemas, estarían duros cuando llegaran a su destino.

– Si hacemos envíos de un día para otro, no.

– Nadie va a pagar eso.

– ¿Cómo lo sabes?

– Llevo años en este negocio. Conozco a mis clientes.

– Conoces a la gente que entra en la tienda. No conoces al resto del país, y no sé por qué no puedes, ni siquiera, meditar la idea. Hay más vida de la que tú ves.

– Eso ya lo sé -dijo Nicole con los dientes apretados-, pero lo que tú quieres es imposible.

– Porque tú lo digas. Ni siquiera quieres intentarlo.

– Bueno, ya basta -intervino Claire, y las soltó a las dos. Se puso frente a ellas y dijo-: Se acabaron las peleas. Las cosas ya son bastante difíciles como para que os enfrentéis -miró a Nicole y prosiguió-: Volver a poner en marcha la pastelería va a llevar cierto tiempo; meses, quizá un par de años. ¿Y qué vas a hacer con tus empleados mientras tanto?, ¿los vas a perder?

Nicole cabeceó.

– No lo sé. Todavía no sé nada.

– Jesse tiene razón. Alquilar una cocina es una manera rápida, y no creo que suba mucho los costes de producción. Y lo mismo en cuanto a las ventas por Internet. Si ella ya tiene preparada la página web, sólo tendríamos que buscar un hospedaje. Eso no es caro, así que aunque las ventas no sean espectaculares, al menos habrá algunas, y podrás conservar a algunos de tus empleados.

Nicole suspiró.

– Tienes razón.

– Lo sé. En cuanto al resto del negocio, ¿por qué no vendéis a los restaurantes de la ciudad? ¿No habéis indagado nunca ese mercado? Entre la tarta de chocolate Keyes y los brownies, podríais generar buenos beneficios.

Jesse miró a Claire.

– Nunca se me había ocurrido pensar en los restaurantes.

– A mí tampoco -admitió Nicole.

– Soy mucho más que una cara bonita -les dijo Claire-. Tenedlo en cuenta.

Jesse sonrió.

Nicole se echó a reír.

– Está bien. Empezaremos por buscar una cocina para alquilar, y después pondremos a funcionar la página de Internet. Tengo que llamar a todo el mundo para decirle lo que ha pasado. ¿Qué hora es?

Jesse miró el reloj.

– Casi las tres.

– Sid está al llegar -dijo Nicole con un suspiro-. Esto va a ser muy duro para todos.

Jesse no dijo nada. Aunque estaba contenta por el hecho de Nicole hubiera entrado en razón, lamentaba que su hermana hubiera pensado en la idea de la cocina alquilada cuando Claire lo había mencionado, y no cuando lo había propuesto ella.

– ¿Nicole? ¿Jesse?

Jesse se volvió y vio a Sid caminando hacia ellas. Iba vestido de blanco de pies a cabeza.

– ¿Qué demonios…?

Jesse y Nicole se acercaron a él.

– No había nadie dentro -dijo Nicole-. Todavía no sabemos cómo se originó el fuego. Iba a llamaros, pero no tengo aquí los números de teléfono de ninguno.

Sid observó las ascuas.

– No me lo puedo creer. Todo el edificio ha desaparecido.

– Vamos a alquilar una cocina -anunció Jesse-. Sólo tardaremos un par de días en poner en funcionamiento otra vez el negocio.

– ¿Qué? -Sid agitó la cabeza-. Sí, claro, alquilar una cocina. Tiene lógica. Dios, ¿cómo ha podido pasar algo semejante?

Ninguna supo responderle. Siguieron hablando con calma hasta que llegaron más empleados, y después les dieron las noticias a todos. Jesse se acurrucó en la oscuridad, sin ganas de marcharse. Alrededor de las cuatro apareció Matt con vasos de café.

Jesse se acercó a él, contenta de que hubiera ido.

– ¿Qué haces aquí? Es de madrugada.

– Me imaginaba que todavía estarías aquí -dijo mientras le entregaba uno de los cafés-. Me desperté y no podía volver a conciliar el sueño, así que vine para ver si puedo ayudar en algo.

Ella tomó el vaso de plástico.

– Gracias.

Matt miró a su alrededor.

– ¿No han podido salvar nada? Ha debido ser un incendio enorme.

– Ha sido horrible.

– Nicole tiene seguro, ¿no?

– Sí.

– Entonces podrá reconstruir el edificio, aunque va a tardar un tiempo.

– Lo sé. Ahora estamos haciendo un plan -dijo Jesse y, de repente, se dio cuenta de que tenía que hacer esfuerzos por seguir despierta-. Disculpa. No tengo mucha energía.

– Es una reacción al estrés y la conmoción -le dijo él, y la tomó del brazo-. Ven a mi casa. Puedes ducharte y dormir un poco. Yo te traeré por la mañana para que recojas tu coche.

– Debo volver a casa de Paula.

– Son las cuatro de la mañana. Vas a despertarlos a los dos.

Sí, buena observación.

– Voy a decírselo a Nicole y a Claire.

Jesse habló con sus hermanas y después se dirigió hacia el Mercedes biplaza de Matt. Cuando se sentó en el asiento del acompañante, Matt le preguntó:

– ¿Te sientes bien para hacer el trayecto?

– Sí. Sólo necesito una ducha y descansar un poco.

En circunstancias normales se habría saltado la ducha, pero olía a humo, y no necesitaba aquel recordatorio tan visceral de que sus sueños habían quedado reducidos a cenizas.

– Quizá no -murmuró para sí-. Si comenzamos a trabajar en la cocina alquilada y a vender por Internet, todavía puedo tener una oportunidad.

– ¿De demostrarte algo a ti misma? -preguntó él mientras conducía por las calles desiertas hacia su casa.

– Sí -respondió Jesse, que apoyó la cabeza en el respaldo del coche-. Me he concedido seis meses para arreglar la situación. ¿Por qué tenía que pasar lo del incendio ahora, no podía haber sido dentro de un año?

– No es nada personal, Jess. Ha sucedido, y ya está.

– A mí me da la sensación de que sí es personal. El fuego me odia -dijo. Estaba empezando a dejarse vencer por el sueño-. Nicole todavía me odia, pero Claire ha conseguido que tome en cuenta algunas de mis ideas.

– Tu hermana no te odia.

– ¡Ja! Sí, me odia. Y tú también.

– No, no te odio.

– Estás enfadado. Sé que estás enfadado, pero estás haciendo las cosas bien con Gabe, y él es mucho más importante que yo.

– ¿Porque lo quieres?

– Es mi hijo. Moriría por él.

El coche se detuvo. Jesse abrió los ojos para ver si ya habían llegado a casa de Matt, pero sólo se trataba de un semáforo en rojo. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que Matt la estaba observando.

– ¿Qué? -le preguntó.

– No eres lo que yo me esperaba.

– Es que no me esperabas. Soy una sorpresa.

– En más sentidos de los que te imaginas.


Debía de haberse quedado dormida, porque de repente, se dio cuenta de que Matt la estaba ayudando a salir del coche. La llevó hasta el dormitorio principal. Allí había una cama enorme y mobiliario hecho a medida. Matt la tomó de la mano y le enseñó el baño. Tenía chimenea, pantalla plana de televisión sobre una bañera de hidromasaje y una ducha con muchos chorros integrados en la pared, y quién sabía qué más cosas.

– ¿Estás lo suficientemente despierta como para arreglártelas sola? -preguntó él mientras dejaba varias toallas sobre la encimera de mármol-. No quiero que te ahogues en mi ducha.

– Yo tampoco -dijo Jesse mirando los controles de la ducha-. ¿Cómo se pone a funcionar?

Él se acercó a un panel de control que había en la pared.

– ¿Serán suficientes veinte minutos?

Ella se despertó de la sorpresa.

– ¿Tienes una ducha por control remoto?

– Con este panel controlo la temperatura, la presión del agua y el número de grifos que se quieren usar. Yo lo programaré. Te va a gustar mucho.

Entró en un enorme armario y sacó un albornoz de color granate.

– Deja la ropa aquí. La echaré a lavar mientras duermes.

– Qué buen servicio -dijo ella.

Él apretó el botón de encendido de la ducha.

– Deja la ropa junto a las toallas -le dijo, y se marchó.

Quince minutos después, ella estaba limpia y olía a jabón y a champú. Se las arregló para cerrar los grifos antes de salir y tomó una de las toallas. Su ropa no estaba, lo que quería decir que Matt había entrado en el baño mientras ella se estaba duchando. ¿Habría mirado? Quizá ni siquiera hubiera tenido la tentación. Ella no quería hacerse aquel tipo de preguntas.

Había pasado mucho tiempo…, cinco años para ser exactos, pero ésa no era razón para que deseara que estuvieran juntos. Matt era el único que había tocado su alma. Ella lo había querido, y eso hacía que todo fuera distinto.

Se puso el albornoz, se secó el pelo y salió a la habitación. Matt entró desde el pasillo con una taza de café.

– He echado tu ropa a lavar -dijo él.

– Ya lo he visto. Gracias.

Jesse le dio un sorbito al café. Se sentía azorada y exhausta al mismo tiempo.

– Creo que me va a explotar la cabeza.

– Ven -dijo Matt, llevándola hasta la cama-. Intenta dormir un poco, aunque sólo sean dos horas.

Apartó el embozo y se irguió.

– ¿Podrías prestarme una camiseta? -le preguntó ella.

Él fue a su armario, lo abrió y sacó una camiseta suave, desgastada, de los Seahawks. Cuando iba a dársela, emitió un juramento, la tiró sobre la cama, agarró a Jesse por el cuello del albornoz, la atrajo hacia sí y la besó.

No fue un beso suave. Había determinación, deseo. Matt exigía con los labios, la excitaba con la lengua y, demonios, lo conseguía.

Ella se apoyó en él, devolviéndole los besos con tanta intensidad como la que él demostraba. La pasión que hubo una vez entre ellos volvió, y los consumía a los dos. De repente, él se apartó y la miró.

– Estás ahí, tan tranquila y tan razonable -le susurró, con los ojos oscurecidos por el deseo-. Estás desnuda, Jess, y yo no dejo de pensar en ello.

– Llevo un albornoz.

– Mi albornoz. ¿Cómo piensas que me siento?

– El problema del albornoz es fácil de resolver -murmuró ella, y se lo quitó.

La pesada tela cayó al suelo y formó una pila a sus pies. Él siseó en voz baja y, al instante, le estaba acariciando todo el cuerpo, dibujando su cuerpo con las manos. Ella se entregó, besándolo, acariciándolo, sintiendo su cuerpo tan maravillosamente familiar.

Él se abrió la camisa, se la quitó y la arrojó al suelo. Rápidamente, se desprendió de los zapatos, los calcetines, los pantalones vaqueros y la ropa interior. Agarró por la cintura a Jesse y tiró de ambos hacia la cama.

Cayeron sobre las sábanas suaves con piernas y cuerpos entrelazados. La erección de él presionaba el vientre de ella, y sus manos le acariciaban los senos. Había calor en todos los lugares. Ella ya estaba húmeda e inflamada, sólo por estar cerca de él. Era como si se ahogara entre tantas sensaciones. La combinación del pasado y del presente era demasiado intensa, y exactamente lo que ella deseaba.

Matt se movió y se apoyó en el colchón, mirándola.

– Eres tan preciosa… -dijo mientras le acariciaba el pelo-. Eso no ha cambiado.

– Matt -susurró ella.

Él se rozó contra su muslo y emitió un gruñido.

– Siempre has tenido este poder sobre mí. ¿Qué es?

– No lo sé. Química.

– Algo.

Matt se inclinó y atrapó uno de los pezones con la boca. Su lengua y su boca hicieron que ella arqueara la espalda. El cuerpo se le contraía de impaciencia. El deseo se hizo más intenso, junto a la presión.

Él se movió hacia el otro pecho, y ella comenzó a retorcerse y a recordar lo bueno que podía ser aquello. Él lamió su pezón erecto, y succionó, y ella jadeó sin poder evitarlo. Cada vez que él la atrapaba profundamente en su boca, Jesse notaba un latido de respuesta en el vientre. Se daba cuenta de lo inflamada que estaba, de lo cerca del orgasmo que se hallaba, pero quería sentir si las cosas eran iguales entre ellos dos.

– Entra en mí -le susurró.

Él asintió y se puso un preservativo, y ella separó las piernas. Entonces la llenó centímetro a centímetro, expandiéndola. Era como si pudiera llegar a tocarle el alma.

Matt se retiró y embistió de nuevo. Jesse se puso tensa mientras se preparaba para alcanzar el clímax. Él incrementó el ritmo, la intensidad, e introdujo la mano entre los dos para acariciarle el punto más sensible del cuerpo. La llevó al límite en cuestión de segundos. Cuando el orgasmo se apoderó de ella, el placer fue interminable, y tuvo que aferrarse a él, jadeando, para poder respirar. Él la siguió a los pocos instantes.

Se retiró y se tendió a su lado sobre la cama. Se miraron el uno al otro, como habían hecho muchas veces antes. Ella quería creer que veía algo en sus ojos, algo que significaba que él también había sentido el tirón del pasado. Sin embargo, sabía que aquello sólo era un anhelo por su parte. Nada más.

– Esto ha sido inesperado -dijo Matt, y sonrió-. Aunque no tengo ninguna queja.

– Yo tampoco.

Él le acarició la mejilla, un gesto tierno que le atenazó la garganta.

– Jesse…

Ella esperó, sin tomar aire, rogando que Matt dijera algo, cualquier cosa, que le diera a entender que todavía quedaba algo entre ellos. Que se arrepentía de haber dejado que se marchara cinco años atrás. Que se había equivocado al juzgarla, y que quería compensarla por ello.

Él retiró la mano.

– Siento lo del incendio.

Claro. El incendio. Durante unos minutos, ella había conseguido olvidarse de la destrucción. Se tumbó de espaldas y se tapó con las sábanas.

– Tenemos un plan. Ya veremos si funciona.

– Lo conseguiréis -dijo él, y ella asintió.

– No puedo creer que Gabe y yo estuviéramos aquí anoche. Parece que fue hace semanas.

– Gracias por traerlo. Quiero llegar a conocerlo mejor.

Ella lo miró y sonrió.

– Lo estás haciendo mucho mejor.

– Es un niño estupendo.

Las palabras correctas, pero ¿lo pensaba de verdad? ¿Veía ya a Gabe como hijo suyo? ¿Habían conseguido aquellos años de separación destruir la relación que podían haber tenido? ¿Y era culpa suya?

– ¿Quieres intentar pasar tiempo a solas con él? -le preguntó, dispuesta a conseguir que forjaran un vínculo de padre e hijo-. Puedes llevarlo al acuario.

Matt se incorporó.

– ¿Crees que ya estoy preparado para eso?

– Seguramente no, pero te vas a preparar haciéndolo. El acuario te dará tema de conversación. Gabe es pequeño, así que no aguantará mucho. Vas a pasar más tiempo conduciendo de aquí hacia allí y de vuelta que mirando los peces.

Jesse frunció el ceño.

– Supongo que tendrás que llevarte mi coche, o el coche de Paula, que es más nuevo que el mío. Tu Mercedes no es seguro para un niño.

Él negó con la cabeza.

– Voy a comprar uno. ¿Cuál es el coche más seguro que hay? ¿Un Volvo? Voy a buscar información por Internet.

En esa ocasión fue ella la que se incorporó.

– Matt, no tienes por qué comprar un coche para sacar a pasear a Gabe. Eso es una locura.

– ¿Por qué? Es mi hijo. Voy a verlo más. Necesitaré un coche más seguro. Voy a comprar uno esta misma semana.

Claro. Para él, comprar un coche nuevo era como para ella comprar unos chicles.

Volvió a tumbarse en la cama y suspiró. Todo era distinto. Podía parecer que era igual, pero sólo se trataba de una ilusión. Todos habían cambiado, y fingir lo contrario no alteraba la realidad.

– ¿Jesse?

– ¿Mmm?

Matt la besó. Le dio un beso lento, que le recordó cómo habían sido las cosas. Un beso que hizo que recuperara la esperanza.

– Duerme un poco -aconsejó él-. Te despertaré dentro de un par de horas.

Después se marchó y la dejó sola en aquella gran cama.

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