Capítulo Trece

– Comprobad que los hornos funcionan bien -dijo Jesse el lunes por la mañana al entrar, con un montón de cajas, en la parte trasera de la cocina que habían alquilado.

Era más pequeña que el obrador de la pastelería, pero sólo la iban a usar temporalmente. Un restaurante había cerrado, y el dueño se la alquilaba hasta que encontrara nuevo inquilino. Por el momento, era suficiente.

Sid abrió la puerta del horno superior y comprobó la temperatura.

– Va bien -dijo-. Doscientos grados.

– Estupendo.

Lo más importante era que los hornos funcionaran correctamente.

– ¿Dónde quieres que ponga esto? -preguntó Jasper, refiriéndose a dos ordenadores portátiles.

– Fuera, en el mostrador -le indicó Jesse-. Recibiremos allí los pedidos y haremos el embalaje en el restaurante. ¿Funcionan los teléfonos?

Jasper descolgó uno de ellos.

– ¡Tenemos línea! -gritó.

– La compañía de teléfonos dijo que comenzarían a pasarnos llamadas a partir de las nueve -dijo Jesse, y miró el reloj. Eran las ocho y media-. Llama al número antiguo y comprueba que siguen derivándonos las llamadas.

Jasper obedeció.

Jesse se movió por la cocina, estimulada por el trabajo y las posibilidades. Cuando el resto del género estuviera inventariado, podrían empezar a cocinar. Los brownies saldrían aquel mismo día, y a la mañana siguiente, alguien los estaría probando al otro lado del país, y su vida cambiaría para siempre. Por lo menos, ése era el plan.

– Caos controlado -dijo Nicole mientras se inclinaba sobre la encimera y miraba a su alrededor.

Jesse asintió.

– Nos han llegado los pedidos esta mañana -informó a su hermana-. He hecho una comprobación preliminar y parece que lo han enviado todo. ¿Has visto los embalajes para los envíos? Vendrán a hacer la primera recogida esta tarde.

Nicole frunció el ceño.

– ¿De qué estás hablando? ¿Qué recogida?

– La de los pedidos que nos han hecho a nosotros.

– ¿Cómo es posible que tengamos pedidos?

Jesse no entendió la pregunta.

– Te dije que la página web comenzó a funcionar ayer.

– Lo sé, pero ¿ya hay pedidos? ¿Es posible?

Jesse se echó a reír.

– Pues claro. Ven y te lo enseño.

Jesse se acercó al ordenador, se sentó y tecleó la dirección de la página. Se descargó rápidamente. Era una página limpia y atractiva, con fotografías de los brownies y de la famosa tarta de chocolate Keyes. Ella hizo clic en un pequeño icono que había en una de las esquinas inferiores y tecleó su nombre y la contraseña. La página cambió y mostró columnas de números.

– Aquí está la última información sobre las visitas que hemos tenido -dijo mientras señalaba-. Tenemos… -Jesse se detuvo y pestañeó-. Esto no puede ser correcto.

– ¿Qué? -preguntó Nicole, mirando por encima de su hombro-. ¿Qué ocurre?

– Aquí dice que tenemos mil visitas por hora. Eso no es posible.

– Claro que sí -intervino Sid-. ¿Es que no viste las noticias anoche?

– Estaba demasiado ocupada montando la página. ¿Salió el incendio?

– Sí. Un gran reportaje sobre la pastelería Keyes, que después de estar varias generaciones en manos de la familia, se ha quemado en una sola noche. Y hablaron de que vamos a usar la tecnología para continuar con el negocio. Y tú salías muy bien, Nicole.

Jesse miró fijamente a su hermana, que se irguió con una expresión de sentirse incómoda.

– ¿Te entrevistó la televisión y no me lo dijiste?

– Estaban cubriendo la noticia del incendio. Yo estaba conmocionada. Ni siquiera me acuerdo de lo que dije.

– Les dijiste que íbamos a vender por Internet, y que querías tener a tus empleados trabajando hasta que pudieras reconstruir la pastelería -le recordó Sid-. Que había muchos modelos de negocio, y que tú querías aprovechar lo que te ofrecía la era de la informática.

Jesse tuvo la sensación de que le habían dado un puñetazo en el estómago. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Su hermana podía emocionarse por lo que iban a hacer cuando ella no estaba presente, y cuando sí estaba, comportarse de manera difícil y poco colaboradora?

– Fue un buen reportaje -prosiguió Sid-. Tal vez lo retransmitieran por otras cadenas locales. Ya sabes que siempre están deseando llenar el tiempo, sobre todo durante los fines de semana. Eso puede explicar por qué tenemos tantas visitas.

Alguna explicación tenía que haber, pensó Jesse. Hizo clic en la página de los pedidos y soltó un jadeo.

– ¡Tenemos ciento veinte pedidos!

– No es posible -susurró Nicole.

– Parece que sí. La mayoría son de brownies, lo cual es bueno. Son más rápidos de hacer. Hay unas cuantas tartas, también. Tenemos que revisar los pedidos y pensar qué vamos a hacer primero. La recogida para el reparto de mañana es a las cinco y media. Tenemos que sacar adelante la mayor parte de estos pedidos hoy -dijo Jesse, y miró a Nicole-. Vamos a necesitar más ayuda.

– Voy a llamar a Hawk. Tal vez algunos de sus jugadores, o de sus amigos, quieran un trabajo temporal.

– Yo haré el inventario para que podamos empezar. Tenemos que atender los pedidos.

Las dos hermanas fueron en direcciones distintas.

Mientras Jesse contaba las grandes botellas de vainilla y las latas de nueces, no podía dejar de pensar en Matt y en lo que había ocurrido unos cuantos días antes…, después del incendio. No quería pensar en él. Era demasiado desconcertante.

Miró el ordenador. El número de pedidos aumentaba minuto a minuto. Sintió una inyección de adrenalina. Por fin, una crisis que ella podía solucionar.


Matt esperó con azoramiento mientras Gabe saltaba del asiento del coche al suelo. Su nuevo BMW 5 Series tenía los últimos adelantos en seguridad, incluyendo air bags laterales. Y él había conducido hasta el acuario sin sobrepasar el límite de velocidad ni una sola vez.

– Yo me encargo de la puerta -dijo a Gabe, y la cerró-. Eh…, he estado investigando un poco en Internet. Hay una zona donde se pueden tocar muchas cosas. Plantas y animales. Bueno, animales no. Vida marina. Estrellas de mar.

Gabe lo miró cuando se detuvieron junto a un semáforo.

– ¿Vamos a cruzar la calle?

– Sí.

– Tienes que tomarme de la mano.

– Oh, claro.

Matt agarró la manita de su hijo. Se sentía superado e inepto. ¿En qué estaba pensando al querer estar un rato a solas con Gabe? No sabía lo que estaba haciendo, ni siquiera había sabido qué silla para el coche tenía que comprarle. Había tenido que ayudarle su madre.

El semáforo se abrió y cruzaron la calle. Cuando llegaron al acuario. Matt sacó las entradas, tomó un mapa y entró.

– Hay charlas durante todo el día -dijo-. He pensado que a lo mejor te gustaría ir a la de los pulpos.

A Gabe se le iluminó la cara.

– Sí. Eso me gusta.

Matt señaló el mapa.

– ¿Qué más te interesa?

Gabe miró el folleto desplegado y después miró a Matt. El brillo de sus ojos se apagó un poco.

– No sé leer, papá.

Matt maldijo en silencio.

– Lo siento -murmuró, sintiéndose como un idiota-. Vamos a dar un paseo y buscamos algo divertido.

Gabe suspiró y siguió caminando a su lado.

Las cosas no deberían ser así. Matt se sentía más y más frustrado a cada minuto que pasaba. Era su hijo. Debería ser posible que pasaran un par de horas juntos sin tener ningún roce.

Sin saber qué otra cosa podía hacer, Matt siguió las indicaciones hacia la Cúpula Submarina. Entraron por un túnel que se abría a una zona en mitad del inmenso acuario. Estaban rodeados de agua y de peces. Gabe señaló y corrió hacia el cristal.

– ¡Mira! ¡Mira!

Fue corriendo de un lado a otro, incapaz de asimilarlo todo. Matt lo observó y se relajó un poco. Quizá todo saliera bien.

Pasaron un largo rato en la Cúpula. Después, le preguntó al niño:

– ¿Quieres un helado?

Gabe asintió.

Compraron helado y un refresco, y después fueron a la charla sobre pulpos. Gabe escuchó atentamente durante quince minutos, mientras comía su helado y se manchaba la camiseta. Después comenzó a moverse con inquietud. Matt lo sacó de la charla y le preguntó adonde quería ir después, pero Gabe se inclinó, se agarró el estómago y vomitó sobre el suelo de cemento.

Una mujer con el uniforme del acuario se acercó a ellos.

– Pobre niño. Demasiado helado, ¿no? El baño está por allí. Voy a llamar al servicio de limpieza.

Gabe se quedó allí plantado con cara de consternación. Matt no sabía qué hacer.

– Vamos -le dijo, mientras lo guiaba hacia los baños-. ¿Has terminado? ¿Necesitas vomitar más?

Gabe negó con la cabeza. Matt tomó toallas de papel, las humedeció y comenzó a limpiarle la cara a Gabe. No sabía qué decir. El helado era un poco grande. Él no se había terminado el suyo, en cambio Gabe sí; y después se había tomado el refresco. Había sido un error.

¿Quién le compraba a un niño de cuatro años un helado y un refresco a la vez? Sólo un idiota. Era un idiota, no podía estar a solas con su propio hijo. En aquella ocasión había conseguido que se pusiera enfermo; la próxima vez podría ser peor.

Frustrado y enfadado, le frotó los brazos a Gabe, y después las manos, mientras seguía despotricando contra sí mismo.

De repente, un pequeño sollozo le llamó la atención. Miró a Gabe y se dio cuenta de que se le estaban cayendo unas lágrimas muy gruesas por las mejillas.

– ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo, necesitas ir al hospital? Dime, ¿qué te pasa?

Gabe lloró más. Matt se agachó frente a él, impotente.

– ¿Por qué lloras, pequeño?

– Estás enfadado conmigo -dijo Gabe entre sollozos.

– ¿Cómo? No. ¿Por qué dices eso?

– Me estás haciendo daño -dijo el niño, y señaló una mancha roja que tenía en el brazo, donde Matt le había frotado con fuerza-. Parece que estás enfadado, y no hablas conmigo.

Hubo más lágrimas, y un par de sollozos desgarradores.

Matt se sintió horriblemente mal. Mientras estaba fustigándose, no se había preocupado de su hijo. Otra manera más de ser un peligro para el niño.

– Claro que no estoy enfadado contigo. Estoy enfadado conmigo mismo.

Eso captó la atención de Gabe. El niño se limpió la nariz con el dorso de la mano.

– ¿Por qué?

– Porque has vomitado por mi culpa. Quería comprarte algo que te gustara, pero no me di cuenta de que todavía estás creciendo. No sabía que te iba a hacer vomitar. Y el refresco no ha ayudado mucho. Me sentí mal, y me enfadé conmigo mismo.

– ¿No estás enfadado conmigo?

– No. Me lo estoy pasando muy bien contigo.

Gabe sonrió entre las lágrimas.

– Yo también -susurró, y después se arrojó en brazos de Matt.

Su cuerpo era pequeño y delgado. Matt sentía sus huesos. El peso que se apoyaba en él era desconocido, pero perfecto. Le devolvió el abrazo al niño, y notó que unos brazos delgados le rodeaban el cuello. Notó los latidos del corazón de Gabe.

Aquél era su hijo. Lo entendió por primera vez. Su hijo. Él era responsable de que aquel niño estuviera vivo.

Lo estrechó con fuerza, pero rápidamente, relajó los brazos para no hacerle daño. Gabe se quedó pegado a él.

– ¿Cómo te sientes? -le preguntó.

– Bien -dijo Gabe-. Cansado.

Llevaban poco más de una hora en el acuario, pero quizá a los cuatro años, eso era más que suficiente.

– ¿Quieres que volvamos a casa? -le preguntó.

Gabe asintió.

Matt esperó, pero el niño no lo soltó. Entonces dijo:

– ¿Quieres que te lleve en brazos?

Gabe asintió.

Matt lo llevó hasta el coche. Gabe se aferraba a él como si no quisiera soltarlo nunca. Matt lo mantuvo junto a su corazón, y se juró que pasara lo que pasara, protegería a aquel niño. Lo cuidaría. Notó que unas emociones desconocidas luchaban por ocupar espacio en su corazón, pero la que más atención acaparaba era la ira ardiente que sentía por lo que había perdido.


Gabe fue durmiendo durante la mayor parte del trayecto. Se despertó justo cuando Matt detuvo el coche frente a la casa de Paula. Matt lo ayudó a bajar del coche. El niño corrió hacia la puerta, donde esperaba su abuela, y comenzó a hablar de la excursión. Entonces apareció Jesse; lo abrazó y después caminó hacia Matt.

Tenía aspecto de estar cansada. Su madre le había dicho que el negocio temporal estaba funcionando muy bien, y que tenían muchos pedidos por Internet. Jesse estaba haciendo el primer turno. Llegaba al restaurante a las cuatro y se quedaba allí durante más de doce horas.

– Parece que se lo ha pasado muy bien -dijo al acercarse a él.

– Ha vomitado. Le compré un helado demasiado grande, y vomitó.

Ella hizo un gesto de consternación.

– A esta edad es muy común. ¿Se recuperó pronto?

Matt asintió.

– Entonces no tiene importancia -aseguró ella-. ¿Te asustaste? Tenía que haberte dicho que podía suceder.

– No, no deberías haber tenido que advertírmelo. Yo debería haberlo sabido.

– Pero… ¿cómo ibas a saberlo? Casi no has pasado tiempo con Gabe.

– Exacto. ¿Y de quién es la culpa? ¿Quién se aseguró de que yo no conociera a mi hijo?

Ella dio un paso atrás y se cruzó de brazos.

– Tú -le dijo-. Te negaste a creer que el bebé era tuyo, así que no me eches la culpa.

– Es más que eso -continuó él-. Sabías que no había manera de que te creyera después de lo que había averiguado.

– No -saltó Jesse-. No después de lo que habías averiguado, después de lo que te dijeron. Yo no me acosté con Drew. No tenías nada que averiguar.

– Muy bien. Sabías que yo no iba a creerte después de lo que me habían dicho. Sabías que iba a pensar que habías vuelto a tus viejos hábitos, si acaso alguna vez los habías abandonado. Sin embargo, tú no intentaste convencerme. Tampoco te molestaste en ponerte en contacto conmigo después de que naciera Gabe.

– Tú no viniste a buscarme. No te molestaste en averiguarlo.

– Tú eras la que estaba embarazada -gritó Matt-. Tú eras la responsable de darme la oportunidad de ser padre. Me lo arrebataste. Me has robado cuatro años de la vida de mi hijo, y no hay forma de que los recupere. No tenías derecho a hacer algo así, Jesse.

Ella se encogió.

– Quería que lo conocieras -dijo mientras reprimía las lágrimas.

– No, no es cierto. Te gustaba ser madre soltera. Te gustaba tener la razón, y pensar que yo sólo era un canalla que te había abandonado. Te hiciste la víctima. Me has mantenido apartado de mi hijo a propósito, para castigarme por no creerte.

– Quizá sí -dijo ella-. Puede que sí. Me hiciste mucho daño, Matt. Me habías dicho que me querías, y que siempre estarías a mi lado, pero al menor problema, preferiste librarte de mí. Nunca me dijiste la verdad.

– Eso es una idiotez, y lo sabes. Tú eres la que no sabía cómo tomarte nuestra relación. Tú eres la que salió corriendo.

Ella se estremeció.

– Puede ser, pero tú no viniste a buscarme, y sé por qué. Ya te habías arrepentido de lo nuestro. Querías dejarlo, y yo te proporcioné la mejor excusa posible.

Matt pensó que no podía estar más confundida. Recordó lo que había sentido al oír cómo su madre le explicaba que Jesse lo había estado engañando durante toda su relación. Él no habría creído a Paula, porque sabía que quería que Jesse se marchara. Sin embargo, al saber que Nicole la había echado de casa por acostarse con su marido, todo le había parecido real.

Se había quedado destrozado. La traición de Jesse había hecho que cuestionara todo lo que habían compartido, que se cuestionara a sí mismo. En medio del dolor oscuro y feo que había sentido al perderla, se había jurado que nunca volvería a querer a nadie.

– Si crees que yo quería dejarlo, no me conoces en absoluto.

– Tú tampoco me conoces a mí.

– Te equivocaste al no darme una oportunidad con Gabe, Jesse. Nada de lo que yo hice justifica lo que hiciste tú.

A ella comenzaron a caérsele las lágrimas. Empezó a hablar, pero se calló y sacudió la cabeza. Él sintió su dolor e hizo lo posible para que no le importara. Ella misma se lo había ganado.

– No fue lo que tú pensabas -dijo Jesse.

– ¿Y tiene importancia? El resultado, al final, fue el mismo.

Una furgoneta aparcó justo detrás del coche de Matt. Éste apenas se dio cuenta. Jesse se enjugó las lágrimas y se volvió al oír la puerta del vehículo. Entonces, Matt se quedó asombrado, porque ella salió corriendo y se lanzó hacia el hombre que acababa de bajar de la furgoneta.

Vio cómo se abrazaban y se enfureció. Y más todavía al ver cómo el tipo le secaba la cara con la mano y le besaba la frente.

Se acercó, dispuesto a pelearse, pero se detuvo cuando se giraron hacia él.

– ¿Eres tú el culpable de hacer llorar a mi chica favorita? -preguntó el amigo de Jesse.

Matt lo observó. Aquel tipo era lo suficientemente mayor como para ser su abuelo, aunque seguía alto y erguido. En otras circunstancias, le habría caído bien instintivamente.

– Ella misma se lo ha buscado -respondió.

Jesse se limpió el resto de las lágrimas.

– Matt, te presento a Bill. Bill, éste es Matt.

El recién llegado miró fijamente a Matt.

– Debió ser una buena sorpresa. ¿Cómo lo estás llevando?

– No muy bien.

– Jesse ha hecho todo lo que ha podido.

Así que tenía un defensor, pensó Matt. No le gustaba nada aquella situación.

– Ella tenía la responsabilidad de decirme la verdad.

Bill miró a Jesse.

– ¿Es idiota? ¿Tengo que darle una paliza?

– No, no -dijo Jesse-. Estamos solucionando las cosas.

– Si tú lo dices, cariño…

Bill la rodeaba con el brazo y ella parecía muy cómoda a su lado. Sin embargo, al mirarlos, Matt supo que no había nada entre ellos. El tipo mayor era lo que ella había dicho que era: un amigo.

Lo cual debería haber hecho que se sintiera mejor, pero no fue así.

Bill y Jesse se dirigieron a la casa, y Matt los siguió.

Entraron, y entonces Gabe apareció corriendo en el vestíbulo y se arrojó a los brazos de Bill.

– ¡Tío Bill! ¡Tío Bill!

La alegría del niño era evidente. Jesse miró a Matt. En su rostro no se reflejaba ninguna emoción, pero ella percibió la tensión de su mandíbula y la rigidez de su cuerpo. Bill conocía a Gabe desde su nacimiento, había formado parte de todo lo que Matt se había perdido. Y quizá ella tuviera parte de la culpa.

Le tocó el brazo.

– Matt, lo siento.

Él la fulminó con la mirada.

– ¿Y te crees que eso es suficiente?

Se dio la vuelta y se marchó.

Загрузка...