Jesse comprendió que había cometido un error en cuanto llegó a Starbucks. El establecimiento estaba en Woodinville, junto a Top Foods. Era un lugar cálido y alegre con muchos asientos. Ella nunca había estado en aquél, pero había pasado varias veces en coche por delante. El problema no era el lugar, sino los recuerdos. Matt y ella se habían conocido en un Starbucks. Quizá hubieran pasado cinco años, pero lo recordaba todo perfectamente. El aspecto de Matt, lo que él había dicho, y cómo lo había seguido y se había ofrecido, atrevidamente, a cambiarle la vida. Como si ella tuviera la respuesta mágica a todos los problemas.
Había aprendido mucho desde entonces. Sabía que era muy capaz de cometer un error, de malinterpretar una situación. No había magia, sólo la posibilidad de que alguien le pisoteara el corazón.
– Un poco dramática, ¿no? -murmuró mientras salía del coche y se acercaba al Starbucks. Quizá una forma de pensar un poco más racional fuera de ayuda.
Entró en el local y miró a su alrededor. No vio a Matt al principio, pero sabía que tenía que estar allí. Había visto su coche en el aparcamiento. Lo encontró sentado en una mesa de la terraza. Pidió un té helado y se acercó a él.
Matt alzó la vista y la vio. Tenía unas profundas ojeras, y la tirantez de su expresión hablaba de dolor y tristeza. Ella casi se sintió mal por él, pero «él» era el problema, tenía que seguir recordándoselo. Tenía que recordar cómo se sentía cada minuto del día, al mismo tiempo que se acordaba de lo que había creído que tenía y de lo que había perdido.
– Jesse -dijo él. Se puso en pie y retiró una silla para ella-. Gracias por acceder a reunirte conmigo.
– Tenemos mucho de lo que hablar.
Él esperó hasta que ella estuvo sentada. Siempre había tenido buenos modales, pensó Jesse. Eso era mérito de Paula.
– ¿Te has enterado de que el otro día comí con Gabe? -le preguntó.
– Me lo contó tu madre. Por eso he venido. Tenemos que acordar algún horario de visitas. Gabe disfruta contigo, y es importante que haya coherencia.
– Estoy de acuerdo. Aceptaré el horario que tú quieras. Buscaré tiempo para estar con el niño.
Su mirada parecía más de tristeza que de enfado.
– Jesse, lo siento muchísimo. Tomé lo que me dabas y lo pisoteé. Es lo más estúpido que he hecho en mi vida. Quiero compensaros a Gabe y a ti.
– ¿Cómo? -preguntó ella, que se sentía muy cansada-. No puedes enmendar lo que ha pasado, Matt. Mira, Gabe quiere tener un padre, y tú quieres serlo. Muy bien. Vamos a avanzar desde ahí. Lo verás, y tendrás una relación con él.
– Pero no contigo.
– No. Conmigo no -dijo ella, y agarró con fuerza la taza de té-. Ojalá pudiera ser distinto.
– Puede serlo -Matt se inclinó hacia ella-. Todo puede ser distinto. Recibiste los papeles en los que te notificaba que no voy a presentar la petición de custodia, ¿no? Por favor, dame una oportunidad. Deja que te muestre quién soy.
De repente, a Jesse comenzaron a arderle los ojos, y se puso en pie rápidamente.
– Ya sé quién eres y lo que eres. Ya no puedo confiar en ti, me lo has demostrado del modo más claro posible, así que deja de intentarlo. Dime cuál es el horario que mejor te viene para estar con Gabe y después podemos acordar los detalles de tus visitas.
Él se levantó también.
– Esto no es el final. No voy a rendirme. Te quiero.
– La gente que está enamorada no hace lo que hiciste tú, Matt. Envíame por correo electrónico el horario y te responderé en un par de días.
– Jesse, no. Habla conmigo. Tiene que haber algo más.
Ella lo miró.
– Debería, pero esto es todo lo que tenemos ahora.
Después, ella se marchó, haciendo todo lo posible por no salir corriendo, por no demostrar debilidad. Pero era difícil caminar con los ojos llenos de lágrimas y el corazón suplicándole que le hiciera caso a Matt y le diera otra oportunidad.
El calendario de visitas de Matt llegó al correo de Jesse, junto a un aviso de su banco que le decía que había un depósito automático en su cuenta. Jesse miró la enorme cantidad de dinero y sospechó que iba a aparecer el mismo día todos los meses. Era la manutención del niño. Matt había encontrado la forma de darle un dinero.
Ella no se molestó en preguntarse cómo había podido averiguar su número de cuenta. Un hombre como él podía hacer eso con facilidad. Los ordenadores eran su oficio, y tenía recursos ilimitados. Sin duda, en su banco estarían asombrados por el saldo.
Lo primero que pensó fue en apartar la mayor parte de aquel dinero para pagarle la universidad a Gabe, pero ¿para qué? Matt se ocuparía de eso. También podría ofrecerle un alquiler a Paula, aunque no creía que ésta lo aceptara. Gabe y ella acabarían por buscar un piso y mudarse, pero Paula había dejado bien claro que no quería que ocurriera pronto. Ella tampoco tenía prisa. Paula disfrutaba estando con su nieto, y Gabe disfrutaba de su atención. Ella valoraba el hecho de tener a otra persona adulta cerca, así que por el momento iba a quedarse.
Gabe entró corriendo a su habitación y se detuvo junto a la cama, donde ella estaba sentada con el ordenador en el regazo. El niño tenía los ojos muy abiertos y una expresión esperanzada.
– El sábado es el cumpleaños de la abuela -le dijo en un susurro-. Lo ha dicho el tío Bill. Hay que hacerle una fiesta a la abuela.
¿El cumpleaños de Paula? Jesse nunca había sabido la fecha. Dejó el ordenador a un lado y se puso en pie.
– Tienes razón -dijo a Gabe-. Tenemos que hacer una gran fiesta para la abuela -y, como tenía la sensación de que Bill querría llevar a Paula a cenar a algún sitio bonito, añadió-: ¿Qué te parece que sea a la hora de comer? Podemos poner globos de adorno, comprar regalos y traer una tarta.
– ¡Y helado! -exclamó su hijo, dando palmaditas-. Y regalos.
– Muchos regalos. Voy a contarle nuestro plan al tío Bill. Creo que debería ser una fiesta sorpresa.
Gabe sonrió.
– ¿Un secreto?
– Sí. Así que no puedes decir nada.
– No voy a decir nada.
Jesse tenía sus dudas. Normalmente, la emoción ganaba en un niño de cuatro años, pero de cualquier modo, Paula sabría que era querida y apreciada.
– ¿Puede venir papá de compras con nosotros? -preguntó Gabe.
Jesse vaciló.
– Él comprará sus regalos para la abuela.
Gabe alzó la barbilla, señal inequívoca de que iba a ponerse terco.
– Quiero que papá venga de compras con nosotros.
Cada vez que pensaba en Matt, a ella le dolía el corazón. Echaba de menos estar con él, su contacto, su risa y la forma en que la conocía y la entendía. Se decía a menudo que todo eso era lo que le había permitido destrozarla, pero no conseguía dejar de quererlo.
– Se lo preguntaré -prometió.
Gabe olisqueó una vez, y después estornudó.
– Este no, ¿verdad?
El niño arrugó la nariz.
– No huele a la abuela.
Jesse se inclinó y le acarició la mejilla a Gabe.
– ¿Estás seguro de que quieres comprarle un perfume? Puede que a la abuela el guste más un jersey bonito, o unos guantes para estar calentita en invierno.
Matt miró a la dependienta, que ya había preparado media docena de muestras de perfume y se las había entregado a Gabe.
– Lo siento -le dijo-. Deberíamos habérnoslo llevado antes.
La muchacha sonrió.
– No pasa nada. Es importante elegir bien la fragancia.
– ¿No te gusta ninguno de estos? -le preguntó Jesse a Gabe.
Gabe negó con la cabeza.
– ¿Ni siquiera éste? -preguntó Jesse, tomando la muestra del primero.
– No.
– Tal vez debamos tomarnos un descanso en la compra del perfume -le dijo Jesse al niño-. Quiero comprarle un jersey a la abuela, así que vamos a hacer eso y después lo intentaremos en otra tienda.
– De acuerdo -dijo Gabe, y le dio la mano a su madre-. A la abuela le gusta el rojo.
– Es cierto -dijo Jesse mirando a Matt-. ¿Te estás volviendo loco con todo esto?
– Todavía no.
Ella sonrió. Fue una sonrisa fácil que le transmitió a Matt, al menos por el momento, que ella había olvidado estar en guardia. Entonces la sonrisa se desvaneció y Jesse apartó la mirada.
– Vamos al piso de arriba -dijo-. Allí he visto jerséis.
Matt vaciló.
– Yo voy a buscar un café. ¿Quieres uno?
– No, gracias.
Él esperó hasta que ellos llegaron al ascensor y después volvió al mostrador de los perfumes, donde adquirió el que le había gustado a Jesse. Quizá demostrarle que había prestado atención fuera de ayuda.
Los alcanzó junto a la zona de jerséis y chaquetas.
– Creo éste le sentaría muy bien a Paula. ¿Tú que piensas?
– Estoy de acuerdo.
Ella miró el precio y pestañeó. Después de encogió de hombros.
– Se lo merece.
Matt quería decirle que con el dinero que él le había depositado en la cuenta bancaria podía estar cómoda, pero pensó que no era un buen movimiento. Tampoco se ofreció a pagar el jersey. Jesse podía tomárselo como un insulto.
– ¿Vamos a comprar ahora el perfume? -preguntó Gabe mientras se ponían a la cola para pagar.
Jesse asintió.
– Hay un Sephora en este centro comercial. Vamos a intentarlo allí. Quizá te gusten las esencias de la Filosofía -dijo, y miró a Matt-. Son limpias y atractivas.
– Entonces vamos allí.
Jesse pagó el jersey. Después, Matt tomó la bolsa de manos de la cajera.
– Yo lo llevaré.
Jesse vaciló.
– Gracias.
Volvieron al ascensor. Cuando se detuvieron para esperar a que un par de señoras pasaran delante de ellos. Matt posó la mano en su espalda, a la altura de la cintura. Sintió el calor de su cuerpo a través de la tela de su camiseta de manga larga. Ella no reaccionó en absoluto. ¿Habría sentido su contacto, estaba aguantándose por Gabe? ¿Qué pensaba cuando lo miraba?, ¿consideraba la posibilidad de perdonarlo?
Paso a paso. Había hecho un plan y había resultado un desastre. En aquella ocasión iba a vivir el momento, haciendo todo lo posible por demostrar que sus intenciones eran sinceras.
Salieron del centro comercial y Matt señaló la joyería Ben Bridge.
– Tengo que entrar aquí.
Jesse arqueó las cejas.
– ¿De veras?
– Quiero comprarle unos pendientes a mi madre.
No mencionó el hecho de que durante los cinco años anteriores no se había molestado en comprarle un regalo a Paula. Estaba demasiado enfadado como para intentarlo. Otra relación que tenía que arreglar, pensó. Aunque Paula había aceptado sus disculpas sin reservas.
Jesse siguió a Matt al interior de la joyería. Las preciosas piezas brillaban y despedían destellos desde sus vitrinas protectoras. Con Gabe tomado de la mano, siguió a Matt mientras éste se acercaba al dependiente que había tras el mostrador.
– Me gustaría ver lo que tiene con perlas negras de Tahiti -dijo con decisión.
Jesse parpadeó. Eso sí que era un hombre que sabía lo que quería. Ella no estaba muy segura de lo que eran las perlas de Tahiti.
– Por aquí, señor -dijo el hombre, y se movió hacia la izquierda. Abrió la parte trasera de una vitrina y sacó varios pares de pendientes.
Ella observó las perlas negras. Eran preciosas y sofisticadas. Matt señaló el par que tenía la perla más grande, acompañadas de unos brillantes de buen tamaño.
– ¿Qué te parecen? -le preguntó Matt.
– Son maravillosos -le dijo ella-. Las perlas oscuras le quedarán muy bien a Paula.
– Me los llevo.
– Mamá, mira -dijo Gabe, tirándole de la mano, y señaló hacia una vitrina de pulseras de diamantes. Algunas de ellas parecían tan caras como un coche pequeño.
– Son bonitas.
– Me gusta ésa.
Ella miró el aro de oro blanco con brillantes.
– Es muy bonita.
Matt se acercó a ella.
– ¿Cuál es la que te gusta? -le preguntó a Gabe.
El niño la señaló.
– Deberías probártela, Jesse.
Ella dio un paso atrás.
– No, gracias.
– ¿No es tu estilo?
Era demasiado bonita como para que ella dijera eso.
– No tendría ocasión de lucirla.
El vendedor sacó la pulsera de la vitrina.
– Hoy en día, las mujeres llevan pulseras como ésta habitualmente.
En su mundo no, pensó ella. Soltó a Gabe y puso las manos detrás de la espalda.
– Gracias por enseñárnosla -dijo.
– Sólo pruébatela -insistió Matt-. Para ver cómo es.
– Yo… -los tres hombres la estaban mirando fijamente. Jesse suspiró-. Está bien. Me la probaré.
– Es un brazalete Journey. Dos quilates de brillantes engarzados en oro blanco -dijo el dependiente, y se la ajustó en el brazo.
Le quedaba perfectamente, y era increíble. Jesse nunca se había puesto nada tan bonito en su vida. Los diamantes eran perfectos, tan brillantes que irradiaban arco iris cuando atrapaban la luz.
– Nos la llevamos -dijo Matt.
Ella soltó un jadeo.
– No, claro que no.
– ¿Por qué no? Te gusta y te queda perfectamente bien.
– Es una locura. No puedo llevarme esto.
– Tu pulsera es muy bonita, mamá -dijo Gabe.
Era demasiado. Significaba algo…, ella no sabía qué, pero algo.
Matt se inclinó hacia ella.
– Que un hombre le regale algo a la madre de su hijo es una tradición.
– Sí, pero cuando nace el niño -murmuró ella-. No puedo. Y aunque pudiera, esto es un despilfarro.
– Es tu regalo con intereses. Por favor, Jesse. Quiero regalártela.
– No demuestra nada -susurró Jesse-. No vas a conseguir caerme mejor.
Aquellas palabras sonaron con más aspereza de la que ella hubiera querido, pero antes de que pudiera disculparse, él asintió.
– Te conozco lo suficientemente bien como para creerlo. Acepta la pulsera, porque es casi tan preciosa como tú. Por favor.
Parecía que él podía ver el interior de su alma con aquella mirada oscura, que podía llegar al lugar que todavía quería creer en él.
– Matt, yo… -con un suspiro, Jesse asintió-. Gracias.
– De nada.
Él se puso contento. No victorioso, sino contento. Lo cual no debería haber conseguido que Jesse se sintiera mejor, pero así era.
El sábado por la mañana, Bill se llevó a Paula a hacer unos cuantos recados para que el resto pudiera preparar la fiesta. Matt llegó puntualmente a las diez y media, con los brazos llenos de bolsas y paquetes.
– Tengo la tarta en el coche -dijo mientras lo depositaba todo sobre la encimera de la cocina. Después tomó a Gabe en brazos-. ¿Cómo está mi niño?
Gabe se echó a reír.
– Hemos comprado helado.
– He intentado esconderlo al fondo de la nevera -dijo Jesse, tratando de mantener un tono despreocupado, para que no se le notara lo mucho que le gustaba verlo-. ¿Por qué no vas a buscar la tarta mientras yo ordeno todo esto?
– Claro -respondió Matt.
Le revolvió el pelo a Gabe y después salió al coche de nuevo. Jesse desempaquetó el contenido de las bolsas. Había sándwiches, flores y un paquete pequeño que contenía el regalo que le había comprado a Paula. También había un paquete con una pancarta de felicitación de cumpleaños y sorpresas de regalo.
Jesse comenzó a abrir las últimas, y Gabe las separó para que pudieran hacer las bolsitas para los invitados. Matt volvió con la tarta.
Trabajaron juntos, poniendo la mesa y cortando los sándwiches. Matt infló los globos y colgó la pancarta. Gabe enredó bastante, pero Matt tuvo paciencia con él. Jesse los observó, dándose cuenta del parecido que había entre ellos, en sus ojos y en su forma de moverse. Se sintió inundada de amor por el hijo y por el padre. Después recordó lo que había hecho Matt y se dio la vuelta.
Paula y Bill llegaron a mediodía. Jesse, Gabe y Matt, junto a los vecinos y los amigos de Paula, estaban escondidos en la cocina y, al oírlos, salieron todos juntos y gritaron: «¡Sorpresa!».
Paula se quedó sorprendida y después, encantada.
– ¿Una fiesta para mí? No he tenido una fiesta desde hace años -dijo.
Les dio un abrazo a cada uno y después se sentaron a comer.
Luego, antes de que Paula abriera sus regalos, Bill se llevó aparte a Jesse.
– ¿Cómo estás? -le preguntó.
– Mejor.
– ¿Todavía dolida?
Ella se encogió de hombros. Nadie quería oír la verdad. Ella no quería vivirla, pero no tenía escapatoria.
Bill le puso una mano en el brazo.
– No sé si es el mejor momento o no, pero voy a pedirle a Paula que se case conmigo. Hoy, durante la cena.
Jesse se echó a reír.
– ¿De verdad? Sí que ha sido rápido.
Él estaba muy complacido.
– Lo supe en el mismo momento en que la conocí. Somos lo suficientemente viejos como para saber lo que queremos. Ya he hablado de ello con Matt. No para pedirle permiso, exactamente, sino para comunicarle mis intenciones.
– ¿Y qué ha dicho?
– Que se alegraba por nosotros -dijo Bill, y le apretó suavemente el brazo-. Voy a vender el bar. Paula y yo hemos estado hablando de comprar una autocaravana grande y recorrer el país durante un par de años. Volveremos a veros cada dos meses, y después nos estableceremos aquí definitivamente, cuando hayamos terminado de ver todo lo que queremos conocer.
Jesse no quería que se fueran, pero sabía que eran sus amigos y, por supuesto, quería que fueran felices.
– Se lo he dicho a Matt -prosiguió Bill-. Quiere comprar la casa y regalártela. Así siempre tendrás un lugar propio. Paula y yo compraremos otra casa para nosotros más tarde.
Ella no sabía qué pensar.
– No puede comprarme una casa.
Jesse ya pensaba que el brazalete era demasiado.
– Es para arreglar las cosas. Quiere cuidar de ti y de Gabe.
Jesse no podía creer lo que estaba oyendo.
– ¿Es que te ha convencido?
– No, nada de eso. El chico cometió un error. Va a pasar un tiempo hasta que tú vuelvas a confiar en él, pero eso no significa que no pueda intentar hacer lo correcto.
– No puedo volver a creer en él otra vez -susurró Jesse-. Es que… yo… necesito un minuto.
Pasó por delante de él y salió de la casa.
La brisa estaba en calma y había una buena temperatura. Todavía estaban en verano, pero pronto, los días se acortarían y llegaría el otoño. Ella ya había apuntado a Gabe en la escuela de preescolar. El tiempo pasaba, por mucho que quisiera dar la vuelta.
Oyó unos pasos tras ella, y entonces notó que unas manos fuertes se posaban en sus hombros.
– ¿Estás bien? -preguntó Matt.
Estaba muy cerca, pensó Jesse con melancolía. Lo único que tenía que hacer era relajarse y se apoyaría en él. Sólo tenía que dejar que Matt se hiciera cargo de su vida. La idea era tentadora, y muy estúpida.
– Bill me ha dicho que le va a pedir a Paula que se case con él -comentó.
– Pero tú no has salido aquí por eso. Estás disgustada por lo de la casa.
Jesse se volvió a mirarlo. Él dejó caer las manos y ella deseó, con desesperación, que volviera a ponerlas en sus hombros.
– No puedes hacerlo. No puedes comprarme cosas con la esperanza de que todo se arregle. No va a suceder.
– Quiero cuidar de ti. Mi madre va a vender la casa, y tú necesitas un sitio donde vivir. Y no vas a venir a vivir conmigo.
No, no iba a hacer eso.
– Matt…
– Pondré la casa a nombre de Gabe, si te sientes mejor -dijo él, interrumpiéndola-. La pondré en fideicomiso hasta que cumpla veinticinco años. Quiero que sepas que siempre tendrás un lugar al que ir -dijo, y le acarició la mejilla-. No puedo enmendar el pasado, pero voy a hacer lo que sea necesario para demostrarte que te quiero. Lo único que necesito es que me des una oportunidad. Tú todavía me quieres. Soy el padre de tu hijo, nos pertenecemos el uno al otro, Jesse. No me voy a rendir, te lo demostraré.
Ella quería creerlo con todo su corazón, pero no podía. Se dio la vuelta para entrar en la casa, pero él la agarró del brazo y la besó. Sin querer, Jesse se dejó besar. Cerró los ojos mientras él presionaba sus labios contra los de ella, haciendo que lo deseara más que al propio aire. La pasión se desató. Jesse se echó a temblar de deseo y esperanza y, finalmente, de desesperación.
Se apartó.
Él tenía los ojos llenos de pasión y la respiración entrecortada.
– Ya has gastado tu segunda oportunidad -susurró ella-. No puedes decir ni hacer nada para que vuelva a confiar en ti.
– No voy a rendirme -insistió él-. Me he pasado cinco años echándote de menos. Hacía todo lo posible por distraerme, pero no sirvió de nada. Te quiero, Jesse. Prefiero pasarme el resto de la vida intentando que cambies de opinión a estar con otra mujer. No me voy a marchar a ningún lado. Será mejor que te acostumbres.
Ella se quedó tan sorprendida que no pudo moverse, así que fue él quien entró en casa. Jesse cerró los ojos y rogó al cielo que todo lo que le había dicho fuera cierto, y que ella pudiera, un día, perdonarlo.