I INFANCIA

1 Paisaje (a)

Anguloso, sencillo de líneas como figura de teorema, el bloque del Central San Lucio se alzaba en el centro de un ancho valle orlado por una cresta de colinas azules. El viejo Usebio Cué había visto crecer el hongo de acero, palastro y concreto sobre las ruinas de trapiches antiguos, asistiendo año tras año, con una suerte de espanto admirativo, a las conquistas de espacio realizadas por la fábrica. Para él la caña no encerraba el menor misterio. Apenas asomaba entre los cuajarones de tierra negra, se seguía su desarrollo sin sorpresas. El saludo de la primera hoja; el saludo de la segunda hoja. Los canutos que se hinchan y alargan, dejando a veces un pequeño surco vertical para el “ojo”. El visible agradecimiento ante la lluvia anunciada por el vuelo bajo de las auras. El cogollo, que se alejará algún día, en el pomo de una albarda. Del limo a la savia hay encadenamiento perfecto. Pero hecho el corte, el hilo se rompe bajo el arco de la romana. Habla el fuego: “Por cada cien arrobas de caña que el colono entregue a la Compañía, recibirá el equivalente en moneda oficial de equis arrobas de azúcar centrífuga, polarización 96 grados, según el promedio quincenal correspondiente a la quincena en que se hayan molido las cañas que se liquidan…” La locomotora arrastra millares de sacos llenos de cristalitos rojos que todavía saben a tierra, pezuñas y malas palabras. La refinería extranjera los devolverá pálidos, sin vida, después de un viaje sobre mares descoloridos. De la disciplina de sol a la disciplina de manómetros. De la yunta terca, que entiende de voz de hombre, a la máquina espoleada por picos de alcuzas. Como tantos otros, Usebio Cué era siervo del Central. Su pequeña heredad no conocía ya otro cultivo que el de la “cristalina”. Y a pesar del trabajo intensivo de las colonias vecinas, la producción de la comarca entera bastaba apenas para saciar los apetitos del San Lucio, cuyas chimeneas y sirenas ejercían, en tiempos de zafra, una tiránica dictadura. Los latidos de sus émbolos -émbolos jadeantes, fundidos en tierras olientes a árbol de Navidad-, podían alterar a capricho el ritmo de vida de los hombres, bestias y plantas, imprimiéndole frenéticas trepidaciones o inmovilizándolo a veces de modo cruel… En torno a un vasto batey cuadrangular, un caserío disparatado albergaba a los braceros y dignatarios de la fábrica. Había largos hangares con techumbre roja, de hierro corrugado, y paredes enjalbegadas con cal, destinadas a los trabajadores ínfimos. Varias residencias burguesas promovían una competencia de columnitas catalanas y balaustres de melcocha. La botica de don Matías, que exhibía anacrónicas bolas de vidrio llenas de agua-tinta, estaba coronada por un anuncio de fotografía pueblerina, realzado por las siluetas de tres cañones coloniales y una jaula en que enflaquecía un mono roñoso. Más lejos, sonrientes y decentitas como alumnas de un colegio yanqui, se alineaban algunas casitas de piezas numeradas y tabiques de cartón, enviadas de La Habana la semana anterior y que serían ocupadas por los químicos y empleados de la administración. No faltaba un ridículo campanario semi-gótico, con estereotomía figurada, ni la glorieta de cemento llena de inscripciones obscenas y dibujos fálicos trazados a lápiz por los niños que, después de cantar el hilno, aullaban al salir de la escuela pública: “La bola del mundo se cayó en el mar; -ni tu padre ni tu madre se pudieron salvar…” Una calle algo apartada mostraba los bohíos que solían ocupar mujeres venidas cada año a “hacer la zafra”. Y de trecho en trecho se erguían aún viejas casonas de vivienda, de modelo antiguo, con sus anchos soportales guarnecidos de persianas, puntales de cuatro metros y triple capa de tejas criollas, onduladas y cubiertas de musgo.

También se veían dos o tres calles rectas, casi vírgenes de casas, desafiando los palmares con sus aceras rajadas y sus arbolitos tallados en bola. Varias carrileras estrechas se zambullían en la lejanía verde, partiendo de la boca del ingenio. Un terreno de pelota, feudo de la novena local, mostraba su trazado euclidiano invadido por los guizazos. Un zapato clavado en el home. Las romanas seccionaban el azur, semejantes a grandes testeros luminosos. Mil alcachofas de porcelana relucían en brazos de los postes telegráficos. Transbordadores, discos, agujas y mangas de agua presentaban armas de las guardarrayas. El balastro de las vías era un picadillo de hojas cortantes y secas. Surcando campos de caña, alguna locomotora arrojaba bufidos de humo en el espacio… Todavía existía en alguna parte, solitaria y hendida, la campana que había servido antaño para llamar a los esclavos.

Después de varios meses de calma -calma de alta mar sin brisa-, al final de un otoño calcinado por polvaredas y aguaceros tibios, una brusca actividad cundía por las campiñas en vísperas de Nochebuena. Los trenes venían cargados de cajas, piezas consteladas de tuercas, tambores de hierro. Cilindros rodantes, pintados de negro, se alineaban en las carrileras muertas. Los colonos iban y venían. En las tierras, en el caserío, sólo se pensaba en reparar carretas, afilar mochas, limpiar calderas y llenar de grasa las cazoletas de frotación. La piedra gemía bajo el filo del machete. Las bestias husmeaban con inquietud. Por las noches, a la luz de los quinqués, se veían danzar sombras de todos los bohíos… Entonces comenzaba la invasión. Tropeles de obreros. Capataces americanos mascando tabaco. El químico francés que maldecía cotidianamente al cocinero de la fonda. El pesador italiano, que comía guindillas con pan y aceite. El inevitable viajante judío, enviado por una casa de maquinaria yanqui. Y luego, la nueva plaga consentida por un decreto de Tiburón dos años antes: escuadrones de haitianos harapientos, que surgían del horizonte lejano trayendo sus hembras y gallos de pelea, dirigidos por algún condotiero negro con sombrero de guano y machete al cinto. Los campamentos de cortadores se organizaban alrededor de cabañas de fibra y hoja, que evocaban los primeros albergues de la Humanidad. Los rescoldos calentaban las bazofias de congrí que negros doctos en patuá engullirían durante semanas enteras. Después llegaban los de Jamaica, con mandíbulas cuadradas y over-alls descoloridos, sudando agrio en sus camisas de respiraderos. Con ellos venían madamas ampulosas, llevando anchos sombreros de plumas, tan arcaicos y complicados como los que todavía lucen en sus fotografías las princesas alemanas. El alcohol a fuertes dosis y el espíritu de la Salvation Army entraban en escena inmediatamente, en lógico encadenamiento de causas y efectos.

Pronto aparecen los emigrantes gallegos. Arrastran alpargatas, y sus caras, cubiertas de granos, eliminan los vinillos ácidos de la montaña. Hacinados como arenques en el barco francés que los trajo de La Coruña, se apretujan de nuevo en los barracones que les son señalados. Algunos polacos tenaces se improvisan tenduchos sobre el vientre, ofreciendo mancuernas de hueso, cuellos de seda tornasolada, ligas púrpura y preservativos alemanes disimulados en cajas de cerillas. Los horticultores asiáticos se arrodillan en el huerto de la casa vivienda con gestos de cartomántica. Los almacenistas chinos invierten millares de dólares en balas y toneles que les son enviados por Sung-Sing-Lung -cacique alimenticio del barrio amarillo de la capital-, con el fin de librar ruda competencia a la bodega del Central, recientemente abierta para ordeñar al bracero las monedas que acaban de dársele. En las fondas se descargan placas de tasajo y secciones de bacalao; un saco roto deja caer garbanzos en cascada sobre un cerdo que chilla. Dos isleños luchan en una etiqueta de gofio. El hotel americano hace barnizar su bar de falsa caoba. Hay cigarrillos extranjeros con las figuras de príncipes bizcos. Ladrillos de andullo envueltos en papel plateado. Fátimas con odaliscas. Marcas que ostentan escudos reales, khedives o mocasines indios. Los cafetuchos y cantinas se aderezan. Cien alcoholes se sitúan en los estantes. La caña santa, que huele a tierra. Los rones “de garrafón”. Los escarchados turbios, cuyas botellas-acuarios encierran un retoño de azúcar candi. En algunas etiquetas bailan militares con sayo de whiskis escoceses. Carta blanca. Carta de oro. Las estrellas de coñac se vuelven constelaciones. Hay Torinos fabricados en Regla y anís en frascos patrioteros con cintas de romería. Medallas. La Exposición de París. El preferido. Una litografía que muestra una ecuyere con traje de lentejuelas y botas a media pierna, sentada en las rodillas de un anciano lujurioso y condecorado. No falta siquiera el Mu-kwe-ló de arroz, preso en ventrudos potes de barro obscuro que llegaron al caserío, después de cincuenta días de viaje, vía San Francisco, envueltos en manifiestos del partido nacionalista chino. La sed es epidémica. La bebida templa los nervios de los que entrarán cotidianamente en el vientre del gigante diabético.

Durante varios días, un estrépito creciente turba las calles del pueblo. Los himnos religiosos, aullados por jamaiquinas, alternan con puntos guajiros escandidos por un incisivo teclear de claves. El fonógrafo de la tienda china eyacula canciones de amor cantonesas. Las gaitas adiposas de algún gallego discuten con los acordeones asmáticos del haitiano. Las pieles de los bongóes vibran por simpatía, descubriendo el África en los cantos de la gente de Kingston. Se juega a todo: a los dados, a las barajas, al dominó, al ventilador considerado como ruleta, a las moscas volando sobre montículos de azúcar turbinada, a los gallos, a la sartén, a las tres chapitas, al “cochino ensebao…” (Los haitianos “se juegan el sol antes del alba”, opinan los guajiros cubanos.) Y un buen día hay una animación de nuevo aspecto en las calles del caserío. La disciplina se hace sentir en medio del desorden. El ambiente se empapa de una preocupación. La luz, los árboles, las bestias, parecen aguardar algo. La brisa se deja escuchar por última vez en los alrededores de la fábrica. Se espera…

Entonces rompe la zafra.

Las máquinas del Central -locomotoras sin rieles- despiertan progresivamente. Las agujas de válvulas comienzan a agitarse en sus pistas circulares. Los émbolos saltan hacia las techumbres sin poder soltar las amarras. Hay acoplamientos grasientos del hierro con el hierro. Ráfagas de acero se atorbellinan en torno a los ejes. Las trituradoras cierran rítmicamente sus mandíbulas de tiburón. Las dínamos se inmovilizan a fuerza de velocidad. Silban las calderas. Las cañas son atirabuzonadas, deshechas, molidas, reducidas a fibra. Su sangre corre, baja, se canaliza, en una constante caída hacia el fuego. Cunde el vaho de cazuelas fabulosas. Los hornos queman bagazo con carbón de Noruega. Los químicos extraen el licor ardiente, lo hacen recorrer laberintos de cristal, trastornan la sintaxis de la melaza, hacen la reacción Wasserman del monstruo que trepida y ensucia el paisaje. Cifras, grados, presiones. Cifras, grados. Grados. Un alud de cristales húmedos muere en sacos cubiertos de letras azules. Centrífuga, noventa y seis grados. “Por cada cien arrobas pagamos…” Sube el azúcar. Sube el promedio quincenal. Subirá más. “Hay guerra allá en Uropa.” Grados, presiones. El Kaise. Yofré. A corte y tiro en la colonia, amputaciones y tiros que nos cubrirán de oro. “Me siento alemán.” Casi tres centavos por libra. ¿Batiremos el récord del 93? ¿A cuatro? ¿A cinco? ¿A…? “¡Déme veinte mil pesos de brillantes!” “Por cada cien arrobas pagamos…” ¡Azúcar, azucara, azucarará! ¡El ingenio es de ley! Un olor animal, de aceite, de savia, de sudor, se estaciona en el paraninfo que jadea y tiembla. Los conductos y bielas tienen sacudidas y contracciones de intestinos metálicos. Una formidable batería de tambores redobla bajo tierra. Los hombres, asexuados, casi mecánicos, trepan por las escalas y recorren plataformas, sensibles a los menores fallos de los organismos atornillados que relucen y vibran bajo sudarios de vapor.

Afuera, las piscinas de resfriar el agua fingen cataratas en competencia. Diez mil arcoiris bailan en las duchas lechosas. ¡Pueden acariciarse con las manos…! Y el ingenio traga interminables caravanas de carretas, cargas de caña capaces de azucarar un océano. El “baculador” gime sin tregua. La cucaracha del Central alardea de locomotora verdadera. Crecen dunas de cachaza. La escoria de la miel engordará vacas americanas. Todo se crea; nada se pierde. La fábrica ronca, fuma, estertora, chifla. La vida se organiza de acuerdo con sus voluntades. Cada seis horas se le envían centenares de hombres. Ella los devuelve extenuados, pringosos, jadeantes. Por las noches arden en la obscuridad como un trasatlántico incendiado. Nadie contraría sus caprichos. Todos los relojes se ponen de acuerdo cuando suenan sus toques de sirena.

Y esto dura meses.

2 Paisaje (b)

Cuando las lentas carretas de caña, pesadas, renqueantes, llegaban frente al bohío del viejo Cué, las picas se alzaban, y se descansaba un instante al amparo del gran tamarindo con sombras de encaje. Belfos en tierra, los bueyes resoplaban como motores recalentados, abanicándose las ancas con la cola. Los hombres dejaban caer sus sombreros y, con dos dedos, se desprendían de la frente un lodo de sudor y polvos rojizos. Un vaho tembloroso se alzaba sobre las hierbas cálidas. Las palmeras estaban quietas como plantas de acuario. Las palmacanas crepitaban en sordina. Había huelga en el aserradero de los grillos. Al mediodía el sol era tan grande que llenaba todo el cielo.

Los guajiros se acercaban entonces a una claraboya tallada a machetazos en el seto de cardón, y saludaban a la comadre Salomé, que manipulaba trapos mojados junto al platanal. Ella inmovilizaba sus manos negras en el agua lechosa:

– ¿Y por allá? ¿Y lo’ muchacho…?

Los carreteros trepaban nuevamente por las escalas redondas de las altas ruedas. Las bestias empujaban el yugo. Y se rodaba, cuesta abajo, hacia la carretera del Central, arrancando lamentaciones a las maderas mal encajadas. Volando muy alto, las auras parecían sostener las nubes petrificadas sobre sus alas abiertas.

3 Natividad

Aquella mañana Salomé trabajaba rudamente. Sus gruesas manos arremolinaban la espuma de la batea, amasando paños con ruido de mascar melcocha.

– ¡Demonio! ¡Lo que es laval guayaberas embarrás de tierra colorá!

De cuando en cuando un mocoso prorrumpía en sollozos dentro del bohío.

– ¡Barbarita, sinbelgüenza; suet’ta a tu em’manito!

Pero los chillidos volvían a oírse con una intermitencia monótona. Cerdos negros y huesudos gruñían melancólicamente en el batey, mordisqueando semillas secas y haciendo rodar viejas latas de leche condensada. Junto al platanal, una choza de guano cobijaba restos de tinajas rotas y una “pipa” de agua, hirviente de gusarapos, montada en rastra triangular.

Salomé se sentía nerviosa y adolorida. Ya se disponía a tender la ropa al sol, llevándola sobre su vientre abultado, cuando sintió unas punzadas que conocía de sobra. Era como si le ladraran en las entrañas. Algo comenzaba a desplazarse dentro de ella; algo que, buscando un nuevo equilibrio, promovía linfas, desgarres y resabios de la carne… Soltó el fardo y corrió hacia la cabaña. Se dejó caer sobre su cama de sacos, rodeada por el cloqueo de las gallinas que acudían en bandadas.

– Barbarita, corre a buscal a Luisa y dile que venga enseguía, que voy a dal a lú…

La rapaza echó a correr, haciendo sonar sordamente sus pies desnudos en el suelo de tierra apisonada.

Cuando apareció la vieja Luisa, acompañada de su prole curiosa, Salomé restregaba con el borde de sus faldas un horrendo trozo de carne amoratada. Un nuevo cristiano enriquecía la ya generosa estirpe de los Cué.

– ¡Ay, comadre! ¿Cómo no me mandó a llamal ante?

¡No había cuidado! Esta era materia harto repasada por Salomé. Lo que sí le pediría a la comadre era que alineara a lo largo de una cuerda, junto al almacigo, las ropas mojadas que había dejado abandonadas entre las hierbas.

– Lo cochino, sinbelgüenza, deben haberla ensuciao toa con e’jocico.

El quejido de una sirena lejana se abrió sobre las campiñas como un abanico. El turno de 12-6 comenzaba en el Central.

– Comadre… Y póngame a sancochal las viandas. ¡Que orita vienen Usebio y Luí!

Luego, las dos mujeres comenzaron a cuidar del rorro. La escena era presidida por un Sagrado Corazón de Jesús, pegado en un calendario de hacía diez años, que mostraba la divina herida descolorida por la luz. Un olor de leña quemada se desprendía de las paredes de yaguas resecas. Barbarita y Tití contemplaban silenciosamente a su madre, desde la puerta, alzando dedos llenos de saliva, como mudas interrogaciones. Una lagartija, fallando el salto a una mosca, fue a caer sobre el vientre de la criatura arrugada y húmeda. El recién nacido esbozó una queja.

– ¡Cállate, Menegildo!

En la entrada del batey se oyó el ladrido de Palomo Era el viejo Luí, que regresaba del caserío, con un mazo de cogollos atravesado en el pomo de la albarda.

4 Iniciación (a)

Cuando se cansó de explorar el bastidor de sacos que hasta entonces había constituido su único horizonte verdadero, Menegildo quiso seguir a sus hermanos, que lo miraban con los ojos y los dientes. Rodó sobre el borde del lecho. El topetazo de su cabeza en la comba de una jícara interrumpió un amoroso coloquio de alacranes, cuyas colas, voluptuosamente adheridas, dibujaban un corazón de naipes al revés. Como nadie escuchaba sus gemidos, emprendió, a gatas, un largo viaje a través del bohío… En sus primeros años de vida, Menegildo aprendería, como todos los niños, que las bellezas de una vivienda se ocultan en la parte inferior de los muebles. Las superficies visibles, patinadas por el hábito y el vapor de las sopas, han perdido todo poder de atracción. Las que se ocultan, en cambio, se muestran llenas de pequeños prodigios. Pero las rodillas adultas no tienen ojos. Cuando una mesa se hace techo, ese techo está constelado de nervaduras, de vetas, que participan del mármol y de la ola. La tabla más tosca sabe ser mar tormentoso, como un maelstrom en cada nudo. Hay una cabeza de caimán, una niña desnuda y un caballo de medalla cuyas patas se esfuman en el alma de la madera. Eclipses y nubes en la piel de un taburete iluminada por el sol. Durante el día, una paz de santuario reina debajo de las camas… Pero el gran misterio se ha refugiado al pie de los armarios. El polvo transforma estas regiones en cuevas antiquísimas, con estalactitas de hilo animal que oscilan como péndulos blandos. Los insectos han trazado senderos, fuera de cuyos itinerarios se inicia el terrero de las tierras sombrías, habitadas por arañas carnívoras. Allí suelen encontrarse tesoros insospechados, ocultos por el polen estéril de la materia desgastada: un centavo de cobre, una aguja, una bola de papel plateado… Desde ahí, el mundo se muestra como una selva de pilares, que sostienen plataformas, mesetas y cornisas pobladas de discos, filos y trozos de bestias muertas… Menegildo sentía, palpaba, golpeaba, al lanzar su primera ojeada sobre el universo. Descansó un instante al abrigo de una silla, antes de culminar el periplo de la pesada albarda criolla que yacía abandonada en un rincón. El sudor de los caballos sabe a sal. Es grato llenarse la boca de tierra. Pero la saliva no derretirá nunca la estrella fría de una espuela. Menegildo cortó el viviente cordón de una procesión de bibijaguas que portaban banderitas verdes. Más allá, un lechón lo empujó con el hocico. Los perros lo lamieron, acorralándolo debajo de un fogón ruinoso. Una gallina enfurecida le arañó el vientre. Las hormigas bravas le encendieron las nalgas. Menegildo chilló, intentó levantarse, se llenó de astillas. Pero, de pronto, un maravilloso descubrimiento trocó su llanto por alborozo: desde una mesa baja lo espiaban unas estatuillas cubiertas de oro y colorines. Había un anciano, apuntalado por unas muletas, seguido de dos canes con la lengua roja. Una mujer coronada, vestida de raso blanco, con un niño mofletudo entre los brazos. Un muñeco negro que blandía un hacha de hierro. Collares de cuentas verdes. Un panecillo atado con una cinta.

Un plato lleno de piedrecitas redondas. Mágico teatro, alumbrado levemente por unas candilejas diminutas colocadas dentro de tacitas blancas… Menegildo alzó los brazos hacia los santos juguetes, asiéndose del borde de un mantel.

– ¡Suet’ta eso, muchacho! -gritó Salomé, que entraba en la habitación-. ¡Suet’ta! ¿Cómo te apeat’te de la cama, muchacho?… ¡Y etá tó arañao!…

Aquella noche, para preservar al rorro de nuevos peligros, la madre encendió una velita de Santa Teresa ante la imagen de San Lázaro que presidía el altar.

5 Terapéutica (a)

Al cumplir tres años, Menegildo fue mordido por un cangrejo ciguato que arrastraba sus patas de palo en la cocina. El viejo Beruá, médico de la familia desde hacía cuatro generaciones, acudió al bohío para “echar los caracoles” y aplicar con sus manos callosas tres onzas de manteca de majá sobre el vientre del enfermo. Después, sentado en la cabecera del niño, recitó por él la oración al Justo Juez: “Ea, Señor, mis enemigos veo venir y tres veces repito: cución de hombres y alimañas:

“Hay leones y leones que vienen contra mí. Deténgase en sí propio, como se detuvo el Señor Jesucristo con el Dominusdeo, y le dijo al Justo Juez: ’Ea, Señor, mis enemigos veo venir y tres veces repito: ojos tengan, no me vean; manos tengan, no me toquen.; boca tengan, no me hablen; pies tengan, no me alcancen. Con los dos miro, con tres les hablo. La sangre les bebo y el corazón les parto. Por aquella santa camisa en que tu Santísimo Hijo fue envuelto. Es la misma que traigo puesta, y por ella me he de ver libre de prisiones, de malas lenguas, de hechicerías, de daños, de muertes repentinas, de puñaladas, de mordeduras de animales feroces y envenenados, para lo cual me encomiendo a todo lo angélico y sacrosanto y me han de amparar los Santos Evangelios, pues primero nació el Hijo de Dios, y ustedes llegaron derribados a mí, como el Señor derribó el día de Pascuas a sus enemigos. De quién se fía es de la Virgen María, de la hostia consagrada que se ha de celebrar con la leche de los pechos virginales de la Madre. Por eso me he de ver libre de prisiones, ni seré herido ni atropellado, ni mi sangre derramada, ni moriré de muerte repentina, y también me encomiendo a la Santa Veracruz. Dios conmigo y yo con Él; Dios delante, yo detrás de Él. Jesús, María y José.”

6 Bueyes

Hacía tiempo ya que una obscura tragedia se cernía sobre los campos que rodeaban el Central San Lucio. A medida que subía el azúcar, a medida que sus cifras iban creciendo en las pizarras de Wall Street, las tierras adquiridas por el ingenio formaban una mancha mayor en el mapa de la provincia. Una serie de pequeños cultivadores se habían dejado convencer por las ofertas tentadoras de la compañía americana, cediendo heredades cuyos títulos de propiedad se remontaban a más de un siglo. Las fincas de don Chicho Castañón, las de Ramón Rizo, las de Tranquilino Moya y muchas más habían pasado ya a manos de la empresa extranjera… Usebio terminó por verse rodeado de plantíos hostiles, cuyas cañas, trabajadas por administración, gozaban siempre del derecho de prioridad en tiempos de molienda. No le habían faltado proposiciones de compra. Pero cada vez que “le venían con el cuento” Usebio respondía, sin saber exactamente por qué, con la testarudez del hombre apegado al suelo que le pertenece:

– Ya veremo… Ya veremo… Deje que pase e’ tiempo…

Dejaron pasar el tiempo. Y un año en que la caña había crecido particularmente vigorosa y apretada, Usebio se encontró ante un problema que se le planteaba por primera vez: la Compañía declaraba tener bastante con las cañas cultivadas en tierras propias, y se negaba a comprarle las suyas. ¡Y sólo con el San Lucio podía contarse, ya que los otros ingenios estaban demasiado lejos y no había más ferrocarriles disponibles que los de la empresa misma…! Después de una noche de furor y maldiciones, durante la cual pidió al cielo que las madres de todos los americanos amanecieran entre cuatro velas, Usebio ensilló la yegua y fue al ingenio, resuelto a vender su finca. ¡Pero ahora resultaba que ya sus tierras no interesaban a la Compañía yanqui…! Luego de mucha discusión, Usebio tuvo que contentarse con la mitad de la suma propuesta el año anterior, suma otorgada como un favor digno de agradecimiento. ¡Y eso que el azúcar, después de alcanzar cotizaciones sin precedente, estaba todavía a más de tres centavos libra y aún no habían muerto del todo las miríficas “vacas gordas”, incluidas para siempre en el panteón de la mitología antillana! Así fue como la finca de los Cué se redujo, del día a la mañana, a un simple batey con un potrero. Por temor a las asechanzas del futuro y presintiendo que su magra fortuna se le iría en conservas americanas, tasajos porteños y garbanzos españoles. Usebio invirtió parte del dinero recibido en un negocio cuyas acciones -a su parecer sin alzas ni bajas- conservaba para su prole: la compra de dos carretas y dos yuntas de bueyes… Las bestias eran majestuosas y tenaces; sus flancos vibraban eléctricamente al contacto de las guasasas y mil pajuelas doradas flotaban en el agua de sus ojos sin malicia. Habían sido castradas entre dos piedras, y, siguiendo una criollísima tradición bucólica, las de la primera pareja se llamaban Grano de Oro y Piedra Fina; las de la segunda, Marinero y Artillero. Obedecían a la palabra. Muy pocas veces había que hincarlas con la aguijada.

– ¡Arriba, Grano de Oro! ¡Arriba, Piedra Fina…!

Grano de Oro era amarillo como las arenas bajo el sol. Una suave nevada parecía haber caído sobre el pelo de castañas maduras de Piedra Fina. Artillero era negro azul, con una chispa blanca en la frente. Marinero había sido tallado en un hermoso tronco de caoba… Los hombres que lo mutilaron eran perdonados por la mansedumbre infinita de Grano de Oro. Piedra Fina solía mostrarse perezoso y soñador. En la primavera, Artillero tenía tímidos resabios de toro. Y Marinero era una síntesis de buen juicio, honestidad y calma. Eran bien queridos por los pajares judíos que cazaban garrapatas en los prados. Durante las largas esperas ante la romana, mientras los carreteros “tomaban la mañana”, el peso del yugo acababa por crear en ellos una suerte de somnolencia reflexiva. Con los ojos apenas abiertos, parecían atender el llamado de voces interiores, sin preocuparse por los impacientes estornudos de unos colegas, llamados Ojinegro y Flor de Mayo, Coliblanco y Guayacán. Profundos suspiros inflaban sus costillares. Las relucientes anillas que colgaban de sus narigones evocaban coqueterías de reinas abisinias. Usebio estaba satisfecho de sus bestias.

Cuando se ha dejado de ser propietario, el oficio de carretero ofrece todavía algunas ventajas. No se está obligado a trabajar en la fábrica, donde se suda hasta las visceras. Tampoco se alterna con la morralla haitiana que se agita en los cortes. La férula de la sirena no se hace tan dura y puede mirarse con suficiencia, desde lo alto del pescante, a los jamaiquinos con sombrero de fieltro, que inspiran el más franco desprecio, a pesar de que tengan el orgullo de declararse “ciudadanos del Reino Unido de Gran Bretaña…”

A los ocho años, cuando su sexo comenzaba a definirse bajo la forma de inofensivas erecciones, Menegildo acompañó a su padre al caserío. Con voz autoritaria condujo a Grano de Oro y Piedra Fina hacia el Central, siguiendo guardarrayas talladas en las ondas elásticas de los campos de caña. Terco el testuz, los bueyes resoplaban aparatosamente, hundiendo las pezuñas en huellas de otras pezuñas fijadas en el barro por la seca.

Desde ese día Menegildo comenzó a trabajar con Usebio, mientras Salomé lavaba camisas y seguía arrojando al mundo sus rorros de tez obscura. Fue inútil que un guardia rural insinuara que el chico debía concurrir a las aulas de la escuela pública. Usebio declaró enérgicamente que su hijo le resultaba insustituible para ayudarlo en las faenas del campo, desplegando tal elocuencia en el debate que el soldado acabó por alejarse tímidamente del bohío, preguntándose si en realidad la instrucción pública era cosa tan útil como decían algunos.

7 Ritmos

Era cierto que Menegildo no sabía leer, ignorando hasta el arte de firmar con una cruz. Pero en cambio era ya doctor en gestos y cadencias. El sentido del ritmo latía con su sangre. Cuando golpeaba una caja carcomida o un tronco horadado por los comejenes, reinventaba las músicas de los hombres. De su gaznate surgían melodías rudimentarias, reciamente escandidas. Y los balanceos de sus hombros y de su vientre enriquecían estos primeros ensayos de composición con un elocuente contrapunto mímico.

Los días del santo de Usebio sus compinches invadían el portal del bohío, preludiando un templar de bongóes y afinar de guitarras con ásperas libaciones a pico de botella… Los sones y rumbas se anunciaban gravemente, haciendo asomar hocicos negros en las rendijas del corral. Una guitarra perezosa y el agrio tres esbozaban un motivo. El idioma de toques y porrazos nacía en los percutores. Los ruidos entraban en la ronda, sucesivamente, como las voces en una fuga. La marímbula, clavicordio de la manigua, diseñaba un acompañamiento sordo. Luego, los labios del botijero improvisaban un bajo continuo en una comba de barro, con resonancia de bordón. El güiro zumbaba con estridencia bajo el implacable masaje de una varilla inflexible. Varios tambores, presos entre las rodillas, respondían a las palmadas dadas en sus caras de piel de chivo atesadas al fuego. Un tocador sacudía rabiosamente sus maracas a la altura de las sienes, haciéndolas alternar con cencerros de latón. Para salpimentar la sinfonía de monosílabos, una baqueta de hierro golpeaba pausadamente un pico de arado, con cadencia alejandrina, mientras otro de los virtuosos rascaba la dentadura de una quijada de buey rellena de perdigones. Palitos vibrantes fingían un seco entrechocar de tibias, avecindando con el bucráneo filarmónico, y el envase de chicle transformado en cajón. Música de cuero, madera, huesos y metal, ¡música de materias elementales!… A media legua de las chimeneas azucareras, esa música emergía de edades remotas, preñadas de intuiciones y de misterio. Los instrumentos casi animales y las letanías negras se acoplaban bajo el signo de una selva invisible. Retardado por alguna invocación insospechada, el sol demoraba sobre el horizonte. En las frondas, las gallinas alargaban un ojo amarillo hacia el corro de sombras entregadas al extraño maleficio sonoro. Un hondo canto, con algo de encantación y de aleluya, cundía sobre el andamiaje del ritmo. La garganta más hábil declaraba una suerte de recitativos. Las otras entonaban el estribillo, en coro, borrándose de pronto para dejar solo al director del orfeón:

Señores,

Señores:

Los familiares del difunto

Me han confiado

Para que despida el duelo

Del que en vida fue

Papá Montero.

Se pellizcaba una cuerda, redoblaba el atabal y clamaban los demás:

¡A llorar a Papá Montero!

¡Zumba!

¡Canalla rumbero!

Y las variaciones del allegro primitivo se inventaban sin cesar, hasta que las interrumpiera el cansancio de los músicos… ¡Papá Montero, marimbulero, ñáñigo, chulo y buen bailador! La gesta maravillosa había corrido de boca en boca. ¡Papá Montero, hijo de Chévere y Goyito, amante de María la O! Su silueta parecía revolotear entre las palmas quietas, respondiendo a la llamada del son. La gran época de Manica en el Suelo, los Curros del Manglar y la Bodega del Cangrejo, se remozaba en las tornasoladas estrofas. Cara negra, anilla de oro en el lóbulo, camisa con mangas de vuelos, pañuelo morado en el cuello, chancleta ligera, jipi ladeado y ancho cinturón de piel de majá, como los que aplicaba el sabio Beruá para curar indigestiones… Papá Montero era de los que abayuncaban en las grandes ciudades que el padre de Menegildo no había visto nunca. Por los cuentos sabía que eran pueblos con muchas casas, mucha política, rumbas y mujeres a montones… ¡Las mujeres eran el diablo! ¡Había que tener el temple de Papá Montero para andarse con ellas! Las décimas y coplas conocidas vivían de lamentaciones por perfidias y engaños… ¿María Luisa, Aurora, Candita la Loca, la negrita Amelia? ¡Eran el diablo!

Anoche te vi bailando,

Bailando con la puerta abierta.

El pobre trovadol adoptaba casi siempre acento de víctima:

¡Virgen de Regla,

Compadécete de mí,

De mí!

Junto a la historia del gran chévere se alzaba el lamento de las cosechas magras:

Yo no tumbo caña,

¡Que la tumbe el viento!,

¡O que la tumben las mujeres

Con su movimiento!

Pero el espíritu de Papá Montero, síntesis de criollismo, hablaba de nuevo por boca de los cantadores:

Mujeres,

No se duerman,

Mujeres,

No se duerman,

Que yo me voy

Por la madruga,

A Palma Soriano,

A bailar el son.

Con la lengua encendida por el ron de Oriente, los tocadores aullaban:

A Palma Soriano

A bailar el son.

A buscar mujeres,

Por la madruga;

A Palma Soriano,

Por la madruga;

En tren que sale,

Por la madruga;

A formar la rumba.

Por la madruga;

A templar tambores.

Por la madruga…

Y las palabras se improvisaban con las variantes. La repetición de temas creaba una suerte de hipnosis.

Jadeantes, sudorosos, enronquecidos, los músicos se miraban como gallos prestos a reñir. La percusión tronaba furiosamente, siguiendo varios ritmos entrecortados, desiguales, que lograban fundirse en un conjunto tan arbitrario como prodigiosamente equilibrado. Palpitante arquitectura de sonidos con lejanas tristezas de un éxodo impuesto con latigazos y cepos; música de pueblos en marcha, que sabían dar intensidad de tragedia a toscas evocaciones de un hecho local:

¡Fuego, fuego, fuego!

¡Se quema la planta eléctrica!

¡Si los bomberos no acuden,

Se quema la planta eléctrica!

En estas veladas musicales, Menegildo aprendió todos los toques de tambor, incluso los secretos. Y una noche se aventuró en el círculo magnético de la batería, moviendo las caderas con tal acierto que los soneros lanzaron gritos de júbilo, castigando los parches con nuevo ímpetu. Por herencias de raza conocía el yambú, los sones largos y montunos, y adivinaba la ciencia que hacía “bajar el santo”. En una rumba nerviosa producía todas las fases de un acoplamiento con su sombra. Liviano de cascos, grave la mirada y con los brazos en biela, dejaba gravitar sus hombros hacia un eje invisible enclavado en su ombligo. Daba saltos bruscos. Sus manos se abrían, palmas hacia el suelo. Sus pies se escurrían sobre la tierra apisonada del portal y la gráfica de su cuerpo se renovaba con cada paso. ¡Anatomía sometida a la danza del instinto ancestral!

Aquella vez los músicos se marcharon a media noche, ebrios de percusión y de alcohol. Una luna desinflada y herpética subía como globo fláccido detrás de los mangos en flor. Al llegar a la ruta del ingenio, estalló una ruidosa discusión. Cutuco se proclamó “el único macho”. Los tambores rodaron en la hierba mojada. Se habló de “enterrar el cuchillo…” Al fin, la fiesta terminó alegremente ante el mostrador de Li-Yi, que esperaba el relevo de las doce para cerrar sus puertas pintadas de azul celeste.

Esa misma noche, no pudiendo dormir a causa de la excitación nerviosa, Menegildo tuvo la revelación de que ciertas palabras dichas en la obscuridad del bohío, seguidas por unas actividades misteriosas, lo iban a dotar de un nuevo hermano. Sintió un malestar indefinible, una leve crispación de asco, a la que se mezclaba un asomo de cólera contra su padre. Le pareció que, a dos pasos de su cama, se estaba cometiendo un acto de violencia inútil. Tuvo ganas de llorar. Pero acabó por cerrar los ojos… Y por vez primera su sueño no fue sueño de niño.

8 Temporal (a)

Cuando Paula Macho supo que venía el ciclón y que el cuartel de la guardia rural había destacado parejas para advertir a los vecinos que, salvo recurva improbable, el huracán pasaría esa misma noche, aquella desprestigiaísima estimó buena la oportunidad para hacer subir sus valores bien menguados. Se colgó un jamo de pesca al hombro y echó a andar por los alrededores del caserío, empujando talanqueras y golpeando puertas para anunciar lo que ya era conocido de sobra:

– ¡E’ siclón! Que ya viene…

En todas partes Paula Macho era recibida con ojos torvos y mentadas de madre en trasdientes. Desde el entierro de su difunto marido, el carnicero Atilano, no había mozo en el pueblo al cual no hubiese desflorado en las cunetas de la carretera. Era una trastorná, y “de contra” cebadora de mal de ojo e invocadora de ánimas solas. Además, nadie olvidaba aquel lío, bastante inquietante, en que se vio envuelta, cuando los haitianos de la colonia Adela profanaron el cementerio para robar un cráneo y varios huesos, destinados a brujería, que nunca fueron encontrados en las viviendas de los acusados. ¿Mujer que había andado manoseando muertos? ¡Sola vaya con su tierra de sementerio…!

El pañuelo que Paula llevaba siempre anudado a la cabeza, se iba haciendo visible en el camino que conducía a la casa de Usebio. A cada paso sus pies desnudos se hundían en el barro rojo. Hacía tres días que un cielo plomizo, muy denso, muy bajo, parecía apoyarse en los linderos del valle. La cumbre de un pan lejano era barrido constantemente por las nubes. Violentas ráfagas de lluvia se habían sucedido sin tregua, en un ritmo cada vez más acelerado, hasta aquel mediodía en que un silencio vasto, cargado de amenazas, comenzó a pesar sobre los campos. El calor lastimaba los nervios. Tras del horizonte rodaban piedras de trueno. Los ríos, ya crecidos, acarreaban postes y pencas cubiertos de lodo. El tronco de las palmas estaba surcado por cintas de humedad desde la copa a la raíz. Olía a escaramujos y a maderas podridas. Las auras habían abandonado el paisaje.

– ¡Pasa, perro!

Los ladridos de Palomo anunciaban visita. El rostro de Salomé apareció en la entrada de la cocina, envuelto en un cendal de humo acre.

– Buena’ talde, Paula. ¿Qué la trae por acá?

– E siclón. ¡Que ya viene!

Salomé hizo una mueca. La noticia adquiría relieves de cataclismo en la mala boca de Paula.

– ¡Ya pasó la pareja! -comentó secamente.

– ¡Ay, vieja…! Si lo sé, no vengo… ¡Qué desgrasia! Dio quiera que la casa le aguante e temporal…

– Ya aguantó el de lo cinco día. ¡Será lo que Dio mande!

La trastorná insinuó:

– Otra má fuelte se jan caío… Viendo que estas palabras habían producido en Salomé un previsible malestar, Paula puso en evidencia el jamo, que ya contenía algunas dádivas arrancadas a los vecinos.

– Me voy, entonse…; No tendrá una poquita de ssá? ¿Y una vianda, si tiene?

Salomé dejó caer dos boniatos en el jamo, maldiciendo interiormente la hora en que había nacido la visitante indeseable. Paula se despidió con un “San Lásaro loj acompañe”, y se alejó del bohío por el camino encharcado. Salomé inspeccionó los alrededores de la casa para ver si la desprestigiada no había dejado brujería por alguna parte.

– ¡Donde quiera que se mete, trae la salación! Paula había desaparecido detrás de una arboleda mascullando insultos:

– ¡Ni café le dan a uno! ¡Quiera Elegná que se les caiga la casa en la cabeza!

Y pensando en la gente que la despreciaba, forjó mil proyectos de venganza para el día en que fuera rica. Y no por lotería, ni por números leídos en las alas de una mariposa nocturna. Todo estaba en que emprendiera viaje a la Bana, para matar la lechuza eme estaba posá en la cabeza del presidente de la República…

Al final de la tarde, la familia se reunió gravemente alrededor de la mesa, que sostenía una palangana azul llena de viandas salcochadas. Una calma exagerada ponía pedal de angustia en el ambiente. Por el camino, algunos guajiros regresaban apresuradamente a sus casas, enfangándose hasta la cintura, sin detenerse siquiera para dejar caer un tímido saludo por el hueco de la cerca. Una temperatura sofocante petrificaba los árboles, haciendo jadear los perros, que se ocultaban bajo los muebles con la cola gacha. Usebio había trabajado todo el día en cavar una fosa al pie de la ceiba, para resguardar, en ella a Menegildo, Barbarita, Tití, Andresito, Ambarina y Rupelto, si el vendaval se llevaba las pencas del techo. ¡Ya se habían visto casos de cristianos arrastrados por el viento! ¡Todavía recordaba el cuento del gallego que había pasado sobre el pueblo como un volador de a peso! ¡Y aquel negro del tiempo antiguo que recorrió tres cuadras agarrado de un cañón y que, al caer, soltaba chispas por el pellejo! ¡Y el ternero que apareció dentro de la pila de agua bendita de una iglesia! ¿Lo siclone? ¡Mala comía…!

Terminada la cena, la familia se encerró en la casa. Usebio claveteó las ventanas, volvió a asegurar las vigas y atravesó tres enormes trancas detrás de cada puerta. Los niños lloriqueaban en las camas. El viejo apagó el tabaco en su palma ensalivada y se tumbó sin hablar. Salomé se entregó a sus oraciones ante las imágenes del altar doméstico…

La lluvia comenzó a caer a media noche, recia, apretada, azotando el bohío por los cuatro costados. Un primer golpe de ariete hizo temblar las paredes. ¡Que venía, venía…!

9 Temporal (b)

…(La fricción de vientos contrarios se produjo sobre un gran viñedo de sargazos, donde pececillos de cristal, tirados por un elástico, saltaban de ola en ola. Punto. Anillo. Lente. Disco. Circo. Cráter. Órbita. Espiral de aire en rotación infinita. Del zafiro al gris, del gris al plomo, del plomo a la sombra opaca. Los peces se desbandaron hacia las frondas submarinas, en cuyas ramas se mecen cadáveres de bergantines. Los hipocampos galoparon verticalmente, levantando nubes de burbujas con sus casquillos de escamas. El serrucho y la espada forzaron la barrera de las bajas presiones. Vientres blancos de tintoreras y cazones, revueltos en las oquedades de las rocas. Una estela de esperma señaló la ruta del éxodo. Cilindros palpitantes, discos de luz, elipses con cola, emigraban en la noche de la tormenta, mientras los barcos se desplazaban hacia la izquierda de los mapas. Fuga de áncoras y aletas, de hélices y fosforescencias, ante la repentina demencia de la Rosa de los Vientos. Un vasto terror antiguo descendía sobre el océano con un bramido inmenso. Terror de Ulises, del holandés errante, de la carraca y del astrolabio, del corsario y de la bestia presa en el entrepuente. Danza del agua y del aire en la obscuridad incendiada por los relámpagos. Lejana solidaridad del sirocco, del tebbad y del tifón ante el pánico de los barómetros. Colear de la gran serpiente de plumas arrastrando trombas de algas y ámbares. Las olas se rompieron contra el cielo y la noche se llenó de sal. Viraje constante que prepara el próximo latigazo. Círculo en progresión vertiginosa. Ronda asoladora, ronda de arietes, ronda de bólidos transparentes bajo el llanto de las estrellas enlutadas. Zumbido de élitros imposibles. Ronda. Ronda que ulula, derriba e inunda. A terremoto del mar, temblor de firmamento. Santa Bárbara y sus diez mil caballos con cascos de bronce galopan sobre un rosario de islas desamparadas.

¡Temporal, temporal,

Qué tremendo temporal!

¡Cuando veo a mi casita,

Me dan ganas de lloral!

cantarán después los negros de Puerto Rico… Ya los ríos acarrean reses muertas. El mar avanza por las calles de las ciudades. Las viviendas se rajan como troncos al fuego. Los árboles extranjeros caen, uno tras otro, mientras las ceibas y los júcaros resisten a pie firme. Las vigas de un futuro rascacielos se torcieron como alambre de florista. CIGARROS, se lee todavía en un anuncio lumínico, huérfano de fluido, cuyas letras echarán a volar dentro de un instante, transformando el cielo en alfabeto. COLON, responde otro rótulo en el lado opuesto de la plaza martirizada. El ataúd de un niño navega por la calle de las Animas. Encajándose en el tronco de una palma, un trozo de riel ha dibujado una cruz. La prostituta polaca, olvidada en un barco-prisión, empieza a reír. CI. A. ROS. Las letras que caen cortan el asfalto como hachazos. Rotas sus amarras, los buques comienzan a reñir en el puerto a golpes de espolón y de quilla. Las goletas de pesca viajan por racimos, llevando marineros ahogados en sus cordajes entremezclados. Las olas hacen bailar cadáveres encogidos como fetos gigantescos. Hay ojos vidriosos que emergen por un segundo; bocas que quisieran gritar, presintiendo ya las horrendas tenazas del cangrejal. Cada mástil vencido pone un estampido en la sinfonía del meteoro. Cada virgen del gran campanario se desploma con fragor de explosión subterránea. Su cabeza coronada rueda, Reina abajo, como un lingote de plomo. CI… C. LON, dicen todavía los rótulos. CI… C. LO, dirán ahora. Mil toneles huyen a lo largo de un muelle, bajo los empellones del alud que gira. La torre de un ingenio se quiebra como porcelana, despidiendo astillas de cemento. Las ranas de una charca ascienden por la columna de agua que aspira una boca monstruosa. [Caerán, tres días más tarde, en el corazón del Gulf Stream] Cielo en ruinas. Está constelado de estacas, timones, plumas, banderas y tanques de hierro rojo. Un carro de pompas fúnebres vaga sin rumbo, guiado por tres ángeles heridos… En la plaza sólo ha quedado el ojo vacío de una O, porque dejó pasar el viento por el hueco de su órbita.

Temporal, temporal,

¡Qué tremendo temporal!

…El ciclón ha pasado, ensangrentando aves y dejando un balandro anclado en el techo de una catedral.)

10 Temporal (c)

Cuando ya parecía haber resistido a lo más recio del huracán, la casa se desarmó como un rompecabezas chino, en gran desorden de pencas y de yaguas.

– ¡Ay, Dio mío! ¡Ay, Dio mío! -aulló Salomé en el fragor de la tempestad.

El viento corría con furia, sin intermitencias de presión, como una masa compacta que pesara sobre el flanco oeste de todo lo existente. Los árboles, las hierbas, los horcones, todo estaba inclinado en una misma dirección. Los pararrayos caían hacia el Oeste; las tejas volaban hacia el Oeste; las bestias agonizantes rodaban hacia el Oeste. Al Oeste, las planchas de palastro arrancadas a la techumbre del San Lucio; al Oeste, las latas cilíndricas de la lechería; al Oeste, los postes del telégrafo; al Oeste, en un foso de la vía, un vagón frigorífico derribado con su carga de jamones yanquis… Las tinieblas estaban amasadas con agua del mar. Olas del Atlántico, que llegaban en lluvia a las Once Mil Vírgenes, después de pulverizarse sobre el inmenso desamparo de las tierras. De las plantas acosadas, del arroyo hecho torrente, de las hendeduras y de los filos, de las grietas y de los alambres doblados, se alzaba un coro de quejas -quejas de la materia torturada- que esfumaba en su vastedad el bramido del azote.

– ¡Ay, Dio mío! ¡Ay, Dio mío!

Usebio gateó entre los restos del bohío. Empuñó a Menegildo y Andresito por las piernas y se lanzó corriendo hacia la fosa abierta al pie de la ceiba. Cuatro veces más y, al fin, se dejó rodar en la cavidad que el agua salada había transformado en lodazal. Salomé llegó después, apretando a Ruperto contra su cuello. Las manos del rorro se agarraban desesperadamente a sus orejas. Barbarita apareció con Ambarina entre los brazos. Luí venía detrás de ella, con Tití, arrastrando el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, que el aire le arrancaba a cada paso. Agazapados, revueltos, boca en tierra como los camellos ante la tempestad de arena, grandes y chicos se preparaban a resistir hasta el agotamiento. Vacíos de toda idea, sólo dominaba en ellos un desesperado instinto de defensa. El ancho tronco del árbol los protegía un poco. Sus raíces centenarias mantenían la tierra reblandecida del hueco. Las tinieblas fragorosas amordazaban las bocas, haciendo más trágica la sensación de absoluto abandono. Los niños gemían. Palomo se había escurrido también en la trinchera, ocultando la cabeza bajo las piernas huesudas del abuelo. El temblor del perro se había contagiado a los hombres.

Varias horas duró la espera. En la proximidad del alba, el viento comenzó a ceder. La continuidad de su impulso se transformó en una sucesión de latigazos bruscos, escandidos por breves instantes de flaqueza. Sosteniendo a los niños, Salomé y el abuelo estaban hundidos en el lodo tibio hasta el vientre. Sobre ellos no habían cesado de caer hojas, ramas rotas y semillas de palmiche. Empapados, tiritantes, los hombres parecían listos a colaborar con la incipiente podredumbre de los escombros vegetales. Menegildo estaba cubierto de golpes y arañazos. Una mano de Usebio sangraba.

Hacía tiempo ya que una imagen se había apoderado de su cerebro con febril insistencia: la casa, tan blanca y nueva, de la colonia, debía haber resistido a la tormenta, gracias a sus fuertes muros de mampostería. Estaba a menos de media legua. Ahí estaba el refugio contra el agua, los palos y las bofetadas de aliento atroz. ¡Pero eran nueve! ¿Cómo emprender esa expedición en la noche terrible, sin estar seguros de hallar el techo deseado? El viento pareció debilitarse una vez más. Usebio tomó una repentina determinación. Saltó fuera de la fosa y echó a correr, doblado sobre sí mismo, en dirección de la colonia.

– ¡Usebio! -gritó Salomé-. ¡Usebio…!

Una ráfaga, seca como un trallazo, la obligó a agachar la cabeza.

11 Temporal (d)

Usebio corría a campo traviesa, sostenido por la sola voluntad de llegar. Saltaba sobre los restos de cercas derribadas. Sus tobillos estaban cubiertos de heridas, causadas por los alambres de púas. Los troncos tumbados se le atravesaban en el camino. Caía en fangales y rodaba a veces a lo largo de las cuestas. Avanzaba en zig-zag, con la cabeza baja, embistiendo el aire. Sus mangas rotas, los jirones de su camisa tremolaban a sus espaldas como cintas batidas por los monzones marítimos… Al fin. cubierto de tierra, jadeante, con los dientes apretados y la boca seca, creyó divisar las paredes blancas de la casa vivienda. Aligeró el paso, haciendo un postrer esfuerzo.

De la casa sólo quedaban tres murallas hundidas, un cementerio de camas y armarios cubierto por un millar de tejas quebradas. Al caer, un bloque de piedra había aplastado a un ternero, cuyas patas se agitaban todavía, convulsivamente, en un inmundo hervor de intestinos morados… ¡Nadie! Los habitantes habían huido, sin duda, ante el temor de perecer bajo los escombros de la casa, que aún tenía la audacia de erguirse hacia el cielo implacable.

Usebio andaba extraviado. Su voluntad de antes había cedido lugar a un desaliento doloroso. Una bandada de auras imposibles ponía sombras de cruces en el fondo de sus retinas. Dos velas, un sombrero sobre su ataúd. Lo bailarían y se acabó. Lo bailarían, sí; lo bailarían, no. Lo bailarían, sí; lo bailarían, no.

Lo bailarían,

Lo bailarían,

Que sí,

Que no.

Lo bailarían,

Y se acabó.

Se

a-

ca-

bó…

La fiebre había anclado un ritmo absurdo en su cerebro y sus oídos. Un coro de rumberos fantasmales, de los que zarandeaban ataúdes en funerales ñáñigos, se alzaba ahora desde el macizo central de su ser. Lo bailarían. Lo bailarían. ¡Lo bailarían y se acabó…! Sin convicción, intentó volver hacia el bohío, brincando, corriendo, gateando. Tenía la sensación de no llegar jamás. Los guías -árboles, cercas, veredas- que hubieran podido conducirlo, estaban tan arruinados que sus ojos no lograban reconocerlos en la penumbra. Un alba de ejecución capital se hizo sentir a través del velo vertiginoso de la tormenta. Usebio cayó de bruces, vencido. ¡Se acabó! ¡Se a-ca-bó…! Estaba muy lejos del batey, y lo sabía. ¿Tití? ¿Barbarita? ¿Menegildo? ¿Ambarina? ¿Rupelto? ¿Andresito? ¿Salomé? ¿El viejo…? La evocación de la fosa encharcada lo hizo levantarse una vez más. Ahora le obsesionaba, menos el recuerdo de los suyos que el deseo desesperado de no saberse tan solo, tan miserable, sobre esta tierra agotada, arada por el trueno, surcada de estrías sanguinolentas como el cerebro de un buey degollado… Entonces el prodigio vino a su encuentro. Alzando los ojos, se vio de pronto ante una construcción de piedra, larga como hangar, con ventanas claveteadas, que el ciclón parecía haber respetado. Era un barracón del ingenio antiguo, cuyos restos, veteranos de tormentas, se alzaban un poco más lejos. Estaba habitado por algunos haitianos que se habían quedado en la colonia después de la última zafra… Usebio anduvo a lo largo del edificio. En el costado contrario al viento había una puerta cerrada. Asiendo una estaca, golpeó furiosamente las tablas de madera dura. Golpeó sin tregua hasta oír un ruido que provenía del interior. La puerta se movió apenas y una cara oscura se mostró en el intersticio. Intentaron cerrar. Pero Usebio se precipitó con todo su peso contra la hoja, cayendo cara al suelo, en el interior del barracón, entre unos negros que blandían mochas. Uno de ellos, singularmente ataviado, llevaba una larga levita azul sobre un vestido blanco de mujer. Su cara estaba desfigurada por anchos espejuelos ahumados. Un gorro tubular, de terciopelo verde, le ceñía la frente.

Usebio se incorporó. Lo bailarían, sí; lo bailarían, no… En el fondo del barracón había una suerte de altar, alumbrado con velas, que sostenía un cráneo en cuya boca relucían tres dientes de oro. Varias cornamentas de buey y espuelas de aves estaban dispuestas alrededor de la calavera. Collares de llaves oxidadas, un fémur y algunos huesos pequeños. Un rosario de muelas. Dos brazos y dos manos de madera negra. En el centro, una estatuilla con cabellera de clavos, que sostenía una larga vara de metal. Tambores y botellas… Y un grupo de haitianos que lo miraban con malos ojos. En un rincón, Usebio reconoció a Paula Macho, luciendo una corona de flores de papel. Su semblante, sin expresión, estaba como paralizado.

– ¡Lo’ muelto! ¡Lo’ muelto! ¡Han sacao a lo’ muelto! -aulló Usebio.

Barrido por una resaca de terror, por un pánico descendido de los orígenes del mundo, el padre huyó del barracón sin pensar ya en la tormenta. ¡Lo’ muelto! ¡Lo’ muelto del sementerio! ¡Y Paula Macho, la bruja, la dañosa, oficiando con los haitianos de la colonia Adela…!

Usebio corría aún, cuando una luz glauca, luz de acuario, invadió los campos arruinados… Salomé, los niños y el viejo estaban todavía acurrucados en el fondo de la fosa. Lloraban, con los nervios rotos, sin que se supiera de quién eran realmente las lágrimas que rodaban por sus mejillas. El viento había cesado… Del bohío sólo quedaban tres horcones de jagüey, un taburete patas arriba y el colador del café.

Cerca de allí, milagrosamente perdonado, un rosal se mantenía enhiesto. En la gota de agua que brillaba sobre su única flor, apenas deshojada, había nacido un diminuto arco iris.

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