La bruma demoraba todavía en las hondonadas, cuando Menegildo fue conducido a la pequeña estación del Ingenio por una pareja de guardias rurales. El mozo se dejó caer en un banco de listones, haciendo descansar sus muñecas esposadas sobre las rodillas. El andén estaba desierto. El día se alzaba lentamente. De cuando en cuando, una locomotora, con los focos encendidos aún, se escurría sobre los rieles azules, arrastrando rejas de caña. Tanques rodantes de miel de purga, con grandes iniciales blancas sobre fondo opaco, descansaban en vía muerta, corno formidables salchichas de hierro. Un vagón frigorífico, con costillares en acordeón, aguardaba el momento de ser llevado hasta Chicago. Crecían mangas de agua y discos de señales en la luz naciente. Cadenas y ganchos aguardaban presa, dejando gotear el rocío sobre las hierbas mojadas. Una valla anunciadora mostraba un dirigible tirando de un pantalón irrompible. Un retrato de anciana con cuello de encajes, al que los chicos habían pintado bigotes y quevedos, pregonaba las virtudes de un compuesto vegetal destinado a aminorar los padecimientos de la menopausia.
Los semáforos verdes y rojos se apagaron. Los guardianes de Menegildo fumaban silenciosamente, con los máuseres atravesados en los muslos caqui. El mozo parecía sumido en un embrutecimiento absoluto. Interrogado por el Cabo dos días antes, comenzó por negar testarudamente lo de la agresión, para terminar diciendo “que el haitiano ese lo tenía muy salao”, aunque sin ofrecer más precisiones sobre lo ocurrido. Luego había devorado una cazuela de rancho, oyendo, por el camino de un tragaluz, los lamentos de su familia, reunida en el portal del cuartel. Ahora no reaccionaba. Se dejaba llevar mansamente, como buey que tiran del narigón… La estación se iba animando. Un empleado somnoliento pasó sus tickets en revitsa. Comenzó a llegar gente: un matrimonio japonés, horticultores del Central; una jamaiquina embarazada, cubierta por un gran sombrero de pajilla, de hombre, y montada en un par de medias de color canario. De pronto, una carreta atravesó la vía, detrás de la romana, y se detuvo junto al quiosco de la planta. Salomé, Usebio, Luí, los hermanos y hermanas de Menegildo, invadieron el andén con sus pies callosos, sus santos aliados y sus gemidos. Los guardias rurales se apartaron respetuosamente. Salomé se abrazó al mozo, mientras los niños se alineaban en un banco, como para una fotografía, sin saber de fijo por qué los habían traído.
– ¡Ay, Dio mío! ¡Ay, Dio mío!
Las lágrimas surcaban los rostros obscuros, brotando al ritmo de las mismas quejas, repetidas hasta la saciedad. Los viajeros contemplaban ese cuadro de desolación con tanta curiosidad como ganas de enterarse. Paula Macho, jamo al hombro, pasó por la carrilera, saltando sobre los polines como una cabra.
– ¡Anda, desgrasiá! ¡Salación! -masculló Salomé al verla aparecer.
Pero Paula no se detuvo, y el mal efecto de su presencia fue borrado por la llegada risueña y protectora del negro Antonio.
– ¡No llore, vieja! -declaró-. Yo tengo influencia allá en la ciudá. Lo brigada son amigo mío. Y voy a vel al Consejal Uñita pa que lo mande a soltal enseguía… Tota no le va a pasal ná… Cuando Come-en-cubo le dio una púсala al Rey-de-Eppaña, el Dotol mimo lo vino a sacal…
– ¡Dio te oiga! ¡Y la Vilgen te bendiga…!
Un pequeño ferrocarril, compuesto por dos vagones viejos y una locomotora de chumacera antigua, barrió la estación con sus bigotes de vapor. Los guardias hicieron levantar a Menegildo y lo arrancaron suavemente a los brazos y llantos maternos para hacerlo subir al tren. El convoy echó a rodar, después de un brusco sobresalto que repercutió en el lomo de los escasos viajeros. Atados aún al andén por las lágrimas de los suyos, Menegildo trató de lanzar una mirada hacia el lamentable grupo de los Cué. Pero el vagón había traspuesto ya el límite de la plataforma, y una silueta harto conocida se erguía ahora junto a la vía, detrás de la cerca de alambres de púas. ¡Longina! Sus ojos se clavaron en los de Menegildo. Con la mano se tocó el pecho y señaló el horizonte. Y la visión fue cortada por una pared de cemento que vino a alzarse brutalmente a un metro de la ventanilla, destruyendo toda posibilidad de aclaración.
“Huye alacrán, que te pica el gallo… Huye alacrán, que te pica el gallo…” Tal cantaban las viejas ruedas del vagón en el cerebro de Menegildo. Le era imposible deshacerse de ese ritmo, al tanto que la sensación de rodar le producía un placer insospechado. La aventura que estaba viviendo en aquel momento era algo tan al margen de la apacible y primitiva existencia que llevaba desde la niñez, que la inercia se aliaba en él con una suerte de inacabable estupor para hacerle posible la adaptación a un nuevo estado de cosas… “Huye alacrán, que te pica el gallo… Huye alacrán…” Estaba solo. Arrancado de raíz. Solo. Hollaba los umbrales del misterio. Era la primera vez que una acción no le exigía la menor voluntad. Lo llevaban. Tal vez hacia el mundo que al principio de cada zafra paría capataces americanos y hombres con las corbatas tornasoladas. Habría casas de siete pisos, barcos; grandes, el mar. En el cielo, globos en forma de tabaco, como el que aparecía en el anuncio del pantalón, irrompible. “Anoche te vi bailando, bailando con la puerta abierta.” Pero puerta abierta no se conocía en la cárcel. ¡Debían repartir más trancazos! Aunque el negro Antonio había estado y afirmaba que era un lugar destinado a los “machos de verdad”, donde la bolita y la charada china no conocían censura, ¡Pero no era lo mismo un rallo que una tentativa de omisidio! ¿Y quién lo había mandado a “jalar por el cuchillo” con el haitiano ese? ¡Seguro que sin las copas…! Y ahora Longina se iba quedando en los antípodas del mundo. ¡Lejos! ¡Lejos! ¡Todo había acabado! ¡Longina! ¡Qué duros son los bancos! “Huye alacrán, que te pica el gallo. Huye…”
El tren desdeñó la presencia de dos o tres estacioncillas y paraderos desiertos. Al fin se llegó a un entronque, situado en pleno campo, cuya plataforma de cemento estaba sucia de ramas y semillas. Varias cabras rumiaban a la sombra de un quiosco rosado, lleno de palancas y hongos de porcelana. Los soldados hicieron descender a Menegildo. Después de larga espera, bajo un sol que iba caldeando el cemento del piso y las tablas en que descansaban las asentadoras, un ferrocarril majestuoso asomó en la curva más próxima, arrastrando largos vagones amarillos, guarnecidos de inscripciones en inglés. ¡Nunca vagones tan hermosos se habían presentado ante las miradas de Menegildo! El preso subió a un carro de tercera, y sobre un ritmo más rápido que antes volvieron a colocarse las sílabas rumberas. “Huye alacrán, que te pica, que te pica, que te pica el gallo…”
Ahora el ferrocarril horadaba el denso bochorno del mediodía, arremolinando un aire tibio y tembloroso. El transparente incendio del sol se cernía sobre los campos. El abatimiento de Menegildo comenzaba a disiparse; lo repentino de esta entrada en una vida nueva iba inquietando en él los anhelos de placer que reclaman derechos en todo cambio de existencia. Bajo forma de curiosidad se revelaba su voluntad inconsciente de extraer ventajas de aquella aventura… El paisaje que se desarrollaba ante sus ojos era idéntico al que rodeaba el Central San Lucio. Había oleaje de cañas hasta el horizonte, palmas reales, bohíos de tabla o de yaguas en corros de árboles. Y más palmas y más cañas. Al fondo, las mismas colinas rocosas, azules, remotas. Pero bastaba la revelación del distinto recorrido de una cañada o el descubrimiento de una ceiba en lugar inesperado, para que todo aquello cobrara una prodigiosa novedad en las retinas de Menegildo. Viendo pasar una carreta guiada por un desconocido, exclamaba de pronto:
– ¡Qué yunta má buena!
En medio de la resplandeciente extensión verde, se dibujaba la fresca mancha de una laguna. Un guariao abanicaba la superficie con sus alas pardas.
– ¡Caballero! ¡Cómo debe habel biajacas ahí!
Una masa de caña era interrumpida bruscamente por el frente de avance de un corte. Negros con anchos sombreros blandían sus mochas pringosas de almíbar; un tajo en la base, otro para tumbar el cogollo y el tronco era lanzado al montón más próximo… Uno, dos, tres… Uno, dos, tres…
– ¡En tos laos e lo mismo! -observó Menegildo con la sorpresa de quien descubre un Rotary Club en Tananarivo.
Pero una muchedumbre de casitas blancas y azules, de techo de guano y tela alquitranada, rodeó el ferrocarril como un enjambre. Suspiraron los Westinghouse. La campana de la locomotora abanicó el humo. Y los frenos mordieron las ruedas en una vasta estación repleta de gente. Voceaban vendedores de tortas, de frutas, de periódicos. Bajo el ala de sus pamelas azules, las alumnas de un Conservatorio aguardaban a un profesor de la capital, luciendo una cinta de terciopelo atravesada en el pecho con las palabras “¡Viva la música!” grabadas en letras plateadas. Galleros con sus malayos rasurados en la mano. Mendigos y desocupados con un rezago en el colmillo. Colonos vestidos de dril blanco y guajiros esqueléticos despidiendo a una prima cargada de niños. En el centro del bullicio, varios descamisados daban vivas a un político con cara de besugo que abandonaba aparatosamente un vagón de primera, calándose la funda del revólver en una nalga.
Menegildo surcó el gentío, escoltado por sus guardianes. Dejó a sus espaldas una hilera de Fords destartalados y se vio en una calle guarnecida de comercios múltiples. El Café de Versalles, con sus pirámides de cocos y su vidriera llena de moscas. El Louvre, cuyo portal era feudo de limpiabotas. La ferretería de los Tres Hermanos -que habían embadurnado sus columnas con los colores de la bandera cubana. Y luego el desfile de ornamentaciones rupestres: los Reyes Magos del almacén de ropas; el gallo de la tienda mixta: la tijera de latón de la barbería. Brazo y Cerebro. La funeraria La Simpatía, con un rótulo que ostentaba un ángel casi obsceno envuelto en gasas transparentes. En un puesto de esquina tres chinos se abanicaban entre mameyes rojos y racimos de plátanos… Menegildo estaba maravillado por la cantidad de blancos elegantes, de automóviles, de caballitos con la cola trenzada que desfilaban por las calles de esa ciudad que se le antojaba enorme.
– ¡Mira, mamá! ¡Ahí llevan a Un negro preso! Otras voces repitieron como un eco, en distinto diapasón:
– Un negro preso, un negro preso.
Menegildo se mordió los labios. ¡Era cierto! ¡Negro y preso! Y sin volver la cabeza hacia el batallón de niños descalzos que se iba formando detrás de él, apretó rabiosamente el paso, fijando la mirada en el suelo. Su perfil era efigie de la testarudez.
La cárcel de la ciudad estaba instalada en una chata fortaleza española, coronada por torres y atalayas. Construida con bloques de roca marítima, sus paredones leprosos encerraban miríadas de caracoles petrificados. Un puente levadizo tendido sobre un foso inútil conducía a un ancho vestíbulo adornado con retratos de alcaides coloniales. El óleo había plasmado sus ojos bizcos, sus avariosis, sus pechos constelados de toisones, rosarios y medallas, así como sus escudos seccionados por campos y gules. Codicia, privilegios reales, escapularios, Tanto Monta y mal de Nбpoles. Ahora, al pie de estos varones ilustres dormitaban brigadas vestidos de añil claro, con las pantorrillas envainadas en ridículas polainas negras.
Toda noción de redondez debe abandonarse cuando suena el cerrojo de una prisión. El firmamento circular del marino, ya mordido por los dientes de la ciudad, se va desmenuzando en parcelas de luz dentro del edificio penitenciario, proyectándose en rectángulos cada vez más estrechos. Rectángulo mayor del patio, en que el sol da lecciones de Geometría descriptiva antes y después del mediodía; rectángulo del patio, visto por ventanas rectangulares. Ventanas divididas en casillas cuadradas por los barrotes de las rejas. Baldosas, peldaños molduras sin curva, corredores rectos, paralelas, estereotomía. Tablero de ajedrez en gris unido. Mundo de planos, cortes y aristas, capaz de dar extraordinario relieve al quepis oval de los brigadas, al ojo de una cerradura, al disco de una ducha. Súbitamente, el vasto cielo se ha vuelto una mera figura de teorema, surcada a veces por el rápido vuelo de un pájaro ya distante. Cielo con una muralla en cada punto cardinal; cielo distinto al que se cierne sobre tierras en que senos, ruedas, brújulas y tiovivos se hacen atributos de la libertad.
Después de que Menegildo hubo trazado una cruz en el denso registro de entradas, se le sometió al examen antropométrico. Cada cicatriz, cada matadura de su cuerpo fue localizada sin demora. Su retrato, en pies y pulgadas, capacidad craneana y enumeración de muelas cariadas, quedó trazado con pasmosa exactitud. Improntas, fotografías de frente y de perfil. Nunca el mozo pudo sospecharse que el encarcelamiento de un delincuente exigiera la movilización de tan complicado ritual. A pesar de su desconcierto, comenzaba a admirarse de la importancia concedida a su persona. ¿Quién hasta ahora -excepto Longina- le había consagrado nunca un momento de atención? No había pasado en toda su vida de ser un negro más en el caserío, un carretero más de los que hacían cola junto a la romana en tiempos de molienda. Ahora se le palpaba, se le pesaba, se le retrataba. Los cañones de Ramón Carreras tiraban salvas en su honor. Su delito lo hacía merecedor de aquella solicitud que la sociedad sólo sabe prodigar generalmente en favor de los creadores, los ricos, los profetas y los bandidos. A veces bastaba una puñalada certera para que un hombre surgiera de la masa anónima de los que sólo existen en función de sus votos, sus obediencias o sus futuros ataúdes, para destacarse con el relieve de individuo capaz de dar cuerpo a una decisión digna de litigio. Aun así, las leyes, tolerando difícilmente que un ser humano se tomara iniciativas contrarias a un estado de beatífico y alabado aplastamiento, ponían en tela de juicio la cuestión de responsabilidad. Monstruoso y bello como una orquídea javanesa, el delincuente debía manipularse con guantes de caucho, para tratar de no revolver demasiado en su cabeza las bolas de esa lotería obscura que colocaba a sus semejantes ante un gesto de peligrosa afirmación.
Recordando el retrato ampliado al creyón que adornaba el bohío de Tranquilino Moya, Menegildo preguntó cándidamente si al salir de la prisión le darían aquellas fotos. Una orden breve lo dejó sin respuesta.
– ¡A la galera 17!
Un brigada lo empujó hacia un vestíbulo enrejado. Pero pronto lo hizo detenerse para dejar el paso a tres magistrados panzudos que culminaban lentamente el recorrido de la cárcel. Cada semana venían a exhibir sus togas, quevedos y verrugas ante los presos para recordarles que representaban a una señora de senos potentes que acumulaba polvo y telaraña en los platillos de sus balanzas de mármol, mientras su prole uniformada ganaba medallas y galones disolviendo manifestaciones proletarias a matracazos.
Nuevas rejas. El brigada entregó a Menegildo a la autoridad de Güititío, presidente de la galera 17, mulatón hercúleo que cumplía larga condena por “sacarle a uno el pescao por la barriga”.
– Uno nuevo…
– ¡Tá bien! Tiene un sitio allá en e fondo. El brigada sacaba ya la llave del cerrojo, cuando el “presidente” se volvió hacia él:
– ¡Ah! Se me olvidaba. Salió el 13 en la Charada. El guardián exclamó con desconsuelo:
– ¡Pavo real! ¡Y yo que jugué Caballo!
… Los inventores de la Charada China sólo habían necesitado 36 figuras para resumir las actividades y los. anhelos esenciales del hombre…
– ¡Hay que accotumbralse a la cársel, que la cársel se jizo pa los hombres! -afirmaba Güititío, mientras el “Sevillano”, rascando una guitarra imaginaria, clamaba:
¡Mi madre murió en el hopitaaaaaaa;
Mi padre fue ajusticiaooooooo;
Mi hermana é una rameraaaaaaa,
Y yo toy encarselaooooooo!
Pero la cuadrilla entraba ya en la plaza de toros:
Yo soy el mejol toreeeeero
Que vino Deanda-Lucííííía.
En su palco de honor adosado a una reja, bajo un baldaquín de periódicos charaderos, el “Rey de España” presidía la corrida. Sentados en círculo sobre las baldosas del patio, los presos aguardaban que el estafador de perfil borbónico diese la señal convenida para soltar el primer toro. El negro Matanzas estaba ya preparado. Con la cabeza encogollada por un cartucho de papel de estraza, en el que habían plantado dos pitones de leña, se precipitó en el ruedo con un mugido hondo. El chino Hoang-Wo oficiaba de banderillero, y el chulo Radamés de matador… Entre el primero y el segundo toro hubo una pausa. Por concesión, los brigadas habían dejado salir ese día al presidente de la galera de los “hombres-afroditas”, que respondía al apodo de “La Reina de Italia”. Con remilgos y evasivas, el viejo mulato de ojos de cabra aceptó un puesto a la derecha del “Rey de España”, y la corrida prosiguió sin tropiezos hasta que uno de los bichos soltó una trompada a un diestro.
Después, como no eran más que las siete y el brigada no había traído aún los resultados de la “charada”, algunos presos jugaron a “La tabla de maíz picado”, o a “Antón Perulero”, mientras otros recorrían el patio en comparsa arrollada, cantando con ritmo de ferrocarril:
A la con-tin-sén,
Y a la que con-tin-sén,
Y a la con-tin-sén,
Y a la que con-tin-sén…
Durante sus primeros días de encarcelamiento, Menegildo se había divertido enormemente con el espectáculo de aquellos juegos, habituales en los seis a ocho del recreo cotidiano. Pero ahora se iba cansando de ellos, tal vez a causa de la timidez que le impedía tomar parte eficiente en el holgorio. Prefería permanecer en un ángulo del patio, oyendo la charla de los cinco ñáñigos -miembros del Sexteto Boloña-, condenados por “bronca tumultuaria”. Además, para figurar en el programa de diversiones, era necesario pertenecer a la categoría superior de hombres cuyos delitos excedieran de un botellazo, una cartera robada o una “herida menos grave”. Los novatos, que apenas se iniciaban en la dialéctica de jaulas y cerrojos, eran considerados con profundo desprecio por los temporadistas impenitentes de la prisión chulos viejos parricidas, condenados de verdad, virtuosos de la puñalada, que gozaban de verdadero prestigio entre sus discípulos y guardianes. Primeros en la barbería, primeros en conocer el verso de la Charada, eran los primeros también en saber cuándo un pomo de ron andaba oculto por los caños de la ducha. Las requisas les tenían sin cuidado, ya que se las arreglaban para recibir contrabandos bajo las formas más ingeniosas. Pañuelos de seda, planchados después de un baño de heroína, y que sólo soltaban el zumo amargo en agua hirviente. Camisas caqui, teñidas con dross diluido, que permitían recuperar el licor de opio por el mismo procedimiento. Pero el desdén de estos fuertes por los delincuentes menudos era mayor aún en lo que se refería a los presos políticos. Los pretendidos comunistas que iban invadiendo la cárcel, de día en día, inspiraban el más franco desprecio. Eran “verracos” de la peor categoría. Aislados, dejados de lado, con sus manos limpias, sus cuellos, sus eternas imprecaciones contra el Gobierno del abyecto Machete, se les había asignado un lugar de reunión junto a la galera de los invertidos cuya reja, siempre cerrada por temor a complicaciones, era vigilada por un guardián especial. De este modo, La Santiaguera, Sexo Loco, Malvaloca, La Desquiciada, La Madrileña, tendrían a quien dirigir sus guiños con rimmel, cuando un baile, tolerado por el alcaide, no los retenía en el interior de aquella sala común, que olía a burdel y a polvos de arroz… Estos últimos presos eran, sin duda, los más afortunados, ya que las condenas “por ofensas a la moral” no solían prolongarse más allá de un mes. Con los “comunistas” la cosa cambiaba. Muchos desconocían la Internacional e ignoraban hasta el significado del término “materialismo histórico”, pero como los expertos habían declarado que pretendían imponer el régimen soviético, padecían los rigores de una cárcel-lotería preventiva, que podía traducirse, sin vaticinio posible, en cuestión de horas, de días, de meses o de olvido completo. Conque las autoridades hubiesen hallado en sus casas, después de un registro, algún volumen de cubierta roja -aunque se tratara del Kempis o Gamiani-, la situación se les complicaba. Pero poseer El Capital editado bajo portada blanca, no contribuía a agravar la reciente causa por sedición que un juez buen mozo, de cabellera plateada, ávido de popularidad, conducía con impúdico estrépito.
Las palabras de sus compañeros revelaban a Menegildo los hábitos y misterios de la ciudad. Ya le importaba saber si “me arrastro y soy soldado” era lombriz; “pelotero que no ve la bola” era anguila, o “gato que camina por los tejados sin romper las tejas” correspondía a la lengua del elefante, según decían. Guiado por esas definiciones sibilinas, imaginadas por los banqueros chinos para atraer al jugador, había arriesgado ya sus primeras monedas, a fijo o corrido, sobre las figuras del cooli charadero, o las de su compañera, la Manila de Matanzas. Gato en boca, marinero en oreja, cachimba en mano, el brujo amarillo y mostachudo había seducido también a Menegildo, con su cabeza hecha hipódromo de caballos, su gallo erguido sobre el esternón, su buque navegando a flor de vientre, su mono bebedor, su camarón colgado de la bragueta, y, por corazón, una ramera de gola y talle avispado. Si caracol era “guajiro que no iba al mercado”, pavo real “no alumbraba siendo faro”. Detrás de los hombros del mago-tablero-rifero, arlequín de bichos y cuadrillas, asomaban una monja cristiana y un venado como los títeres de un bululú. Además, los inventores de la Charada sólo habían necesitado 36 figuras para resumir las actividades y los anhelos esenciales del hombre. Y Radamés, que ahora jugaba a “Antón Perulero” con los machos de verdad, estaba simbólicamente representado en ese desfile de símbolos freudianos, luciendo una florida cola de pavo real.
La historia de Radamés, que ya Menegildo se sabía de memoria, era de las que se situaban en las fronteras de la mitología. ¡Cosas así no habían pasado ni en el Castillo de Campana-Salomón!… 1910. Un Tiburón ocupaba la silla presidencial. Junto al mar Caribe había una calle a la que el santo aguador había prestado su nombre. Calle con cien casas. En cada casa diez mujeres. En cada pierna una media. En cada media un centén. Bolas de celuloide danzaban en los surtidores del tiro al blanco; los “misterios del convento” eran revelados en un teatro cuyos primeros asientos estaban ocupados siempre por fondistas chinos. Y caída la tarde, los colores de la marinería convivían con el dril blanco de los elegantes tropicales. Desfilaban tatuajes y dientes de oro, quema-hocicos de barro y brevas de Vueltabajo. Las aceras angostas estaban guarnecidas de una doble hilera de bocas y de ligas, tan rojas las unas como las otras. Por una efigie de rey o un retrato de Washington, todo hombre podía disfrutar de un amor completo, con grabados de revistas francesas en las paredes, una rociada de alcohol profiláctico, y la inevitable canción, casta y sentimental, mientras se anudara la corbata. Había criollas, ufanas de acoger ciertas proposiciones con insultos sonoros; pardas, de las que cubren a San Lázaro con una enagua para que no se entere; francesas, hábiles como ningunas en el arte de economizar el minuto; polacas, de las que reúnen dinero para comprarle una botica al novio químico, allá en Varsovia, haciéndole creer que las damas de compañía se enriquecen en América. Desde la mujer perfumada con extractos de lujo o esencias violentas, hasta la que se dejó tatuar inscripciones conmemorativas en los muslos… Todas estas lectoras de Fierre Loti vivían bajo dominación de unos cuantos varones fuertes, Radamés y el chino Hoang-Wo presidían el trust de los nacionales, en pugna sangrienta con los franceses, que hacían gotear azucarillos en sus ajenjos siempre renovados. La frontera estaba trazada. A cien metros del Café de la Sirena se encontraba el trópico de la muerte, tan invisible y preciso como el de Capricornio. Quien se aventurara más allá, quedaría encogido en un bache como un caracol en su concha… Mario el Grande, Radamés y Hoang-Wo vivían en una casa cuadrangular, en cuyo patio se incendiaba, cada mañana, una planta de flores encarnadas. “¡Condenado sea quien viva solo!” -dijo el Profeta. Pero Mario el Grande, Radamés y Hoang-Wo no contrariaban la palabra venerada. Cada uno tenía cinco esposas fidelísimas, sin hablar de “Postalita”, la lesbiana maliciosa y eficiente que tenía el secreto de traer nuevas adeptas al hogar colectivo. Cuando los muñecos de organillo dejaban de martillear en sus campanitas doradas, después de la proyección final de Los misterios del convento; cuando los pianos-orquestas acababan de digerir estrepitosamente sus últimos níqueles, las mujeres volvían a la casa y, sentadas en torno a la mesa familiar, procedían a rendir cuentas. La que menos hubiera ganado en el día se levantaba mansamente y se dirigía al patio, después de despojarse de sus tacones Luis XV y de todo lo rompible que adornara su persona. Mario descolgaba un bambú. Y durante algunos minutos la letra entraba con sangre, y cada semilla de admonición hacía florecer un ancho morado. Estas siembras permitían cosechar trajes de dril 100, leontinas de oro, alfileres de corbata con perlas y herraduras platinadas, y otros adornos de buen ver…
Todo anduvo bien hasta el día en que Mario el Grande fue abatido a balazos por un marsellés que se aventuró en terreno prohibido. Esto abrió una era de vendetas, de luchas de clan, que aterrorizó a la misma policía. El capitán del barrio llegó a pedir garantías y dos pelotones de refuerzo. Las mujeres miraban a sus clientes con desconfianza, preguntándose si no calentaban un espía en el seno. Al fin, el peor adversario de los cubanos, monsieur Absalón, apareció una noche en el Café de la Sirena tratando de sujetar unos intestinos que se le iban a borbotones. Su entierro tuvo lugar en la tarde siguiente. Entierro de primera, con caballos emplumados, féretro de gala, lágrimas plateadas y dos zacatecas asturianos con las piernas enfundadas en calzones de franela adherente, adornados por un sol de amoniaco en el muslo izquierdo. Detrás de las coronas se iniciaba un interminable desfile de coches, llevando personajes con la cara marcada o un ojo de menos. Las plañideras venían después, con las caderas enormes, el pelo corto, los ojos llorosos de aguardiente y desesperación, todas enlutadas en tornasol, con atavíos teñidos de prisa, que no excluían calzado de hebillas cupleteras, adornos de mostacilla, lentejuelas y brillantes de vidrio tallado, bajo el ala de sombreros habitados por cuanta golondrina o ave del Paraíso habían podido atraparse en los zaldos de La Metafísica. Como Absalón era católico-apostólico-romano, un cura y dos sochantres inclinaban las tonsuras detrás de la chistera roñosa de un cochero… El cortejo había recorrido ya la avenida paralela al mar, cuando, al apuntar hacia el pórtico monumental del cementerio, los caballos del féretro doblaron los corvejones, cayendo sobre los costillares con gran desorden de bridas y penachos. Los compañeros de Mario el Grande, dirigidos por Radamés y Hoang-Wo, habían abierto recio tiroteo sobre el carro mortuorio, desde el portal de un cafetín destinado a los empleados de pompas fúnebres. Las mujeres corrieron a refugiarse en las furnias cercanas, mientras los nacionales y los franceses cargaban con pistolas y cuchillos. Al fin, las fuerzas de la policía entraron en acción, soltando una descarga de máuser a cada tres pasos… Y desde entonces, Radamés y su chino fiel vivían entre rejas, esperando que una amnistía les devolviera un puesto a la luz del sol.
A la con-tin-sén
Y a la que con-tin-sén.
– ¡Ese Radamé era un macho! -pensaba Menegildo.
La campana dio las ocho. Los presos rompieron sus grupos y regresaron a sus respectivas galeras, cuyas luces quedarían encendidas toda la noche para evitar unas violaciones que siempre tenían lugar, además, a pesar de las bombillas de cincuenta bujías y de todas las medidas dictadas por la moral del reglamento.
Cuando, aquel sábado, el negro Antonio vino a la prisión para ver a Menegildo y traerle dos cajetillas de cigarros y una lata de arroz con jaiba, quedó maravillado de la transformación que se había operado en el carácter del primo. Unas pocas semanas de obligada promiscuidad con hombres de otras costumbres y otros hábitos, habían raspado la costra de barro original que acorazaba al campesino contra una serie de tentaciones y desplantes. Después de haber maldecido mil veces el instante en que apuñaló aquel haitiano de rayos, sentía la necesidad, ahora, de blasonar de su valentía. Eran veinte cuchilladas las que le había dado, y si el otro seguía viviendo era porque le tuvo lástima. Con los dineros ganados en la charada acababa de comprarse una resplandeciente camisa de cuadros azules y anaranjados. Hablaba reciamente y gesticulaba con arrogancia. Antonio, hallándose frente a un hombre digno de estimación, sentenció:
– ¡Cuando sagga, te va a tenel que metel a ñáñigo! ¡Naiden podrá salarte má!
– Ya ta pensao -respondió Menegildo-. Ñangaíto, el del Sexteto Botona, tiene una libreta del Juego, y me está enseñando lengua. ¡Con toj Abonecue no hay quien puea! ¡Etá uno protegió pa toa la vía!
– ¡Yo voy a sel tu ecobio! -exclamó Antonio, bajando la voz-. ¡Tú va a sel de la Potencia del Enellegüellé! Te tiene que conseguil cuatro peso y un gallo negro. ¡Ya verá que con lo hermano nunca te faltará ná!
Y le repitió la historia de aquellas secretas asociaciones de masonería negra, remozadas en tiempos de bozales para proteger a los esclavos de la fosa común. En su relato vivieron los antecesores de los jefes de hoy, Obones de oro, que construyeron el primer tambor sagrado con la madera de tres árboles. El río cuyos manantiales están en el cielo, asistió a la iniciación de los “amanisones” fundadores… Hoy, en la ciudad que rodeaba a la prisión, existían juegos enemigos hereditarios: el Efó-Abacara y el Enellegüellé. Igualmente protegidos por el alcalde, que hallaba electores en sus filas, habían afirmado su prestigio con hechos de guerra. Los socios de ambos eran muy machos; no había pederasta entre ellos, y sabían buscarse aventuras por ahí, sin “dormirse” a las queridas o mujeres de los hermanos…
De pronto Menegildo pareció salir de un sueño:
– ¡Está muy bueno! Pero… ¿cuándo voy a salil de aquí?
– ¡Ni te ocupe! -exclamó Antonio-. Tu negocio etá fenómeno. ¡Ya tá arregláo! ¡E Consejal Uñita, que e ñáñigo, me dijo que cuando meno te lo eppere vas a vel e sielo redondo!
_¡No hay do negro iguale! Yo atrancándome en la colonia, con lo bueye y la carreta, cuando había un elemento como tú en la familia…
– ¡La influensia! ¡Ná má que la influensia! ¡Con el eppiritismo, la politica y e ñañiguismo, va uno pa’rriba como volador de a peso!
Una campana vació el locutorio. Menegildo regresó a la galera. A pesar de las noticias halagüeñas del negro Antonio, una tristeza invencible se apoderaba de su espíritu. Tristeza hostigada por el estado de irritación sexual en que se hallaba. ¿Y Longina? La última imagen de ella que quedó grabada en sus retinas le obsesionaba continuamente, y tanto más ahora que, por un inexplicable fenómeno, iba perdiendo precisión y contorno. ¿Cómo era, en realidad, la cara de Longina? Desgastada por el esfuerzo de las evocaciones, no era más que una forma obscura, sin nariz y sin boca. Pero lo que quedaba firme era el recuerdo físico de sus contactos, el calor de su piel, la suavidad de sus pliegues íntimos, el olor de sus senos. Además, este recuerdo era alimentado continuamente por el estado de celo en que vivían los presos. Conversaciones inacabables y siempre iguales sobre las mejores maneras de hacer el amor. Relatos de conquistas, más o menos deformados por imaginaciones caldeadas a fuerza de continencia. Y aquella fotografía de la “novia”, desnuda, carnosa y obscena, del presidente de la Galera, que este último alquilaba en cuarenta centavos por sesión limitada. ¡En un solo día aquel retrato, viajando por la galera de los chinos, había traído cinco dólares de beneficio neto a su dueño…! Una noche, después de dado el toque de silencio, un preso de la galera se levantó sigilosamente de su caballo de tubos y caños enmohecidos para atisbar, entre los barrotes de una claraboya, la fachada del hotel cuyas ventanas se abrían en los altos de la fonda. La Pescadora. Un verdadero alarido salió de su garganta:
– ¡Qué desprestigio, caballero!
Los presos se levantaron tumultuosamente, yendo a enmarcar los rostros entre las rejas para contemplar el interior de una habitación iluminada. Separada de ellos por unos cuantos metros de aire oliente a asfalto, una mujer rubia, americana sin duda, se iba despojando lentamente de su ajustador de encajes. Sus manos, yendo a reunirse entre los omóplatos, daban a sus brazos arabesco de alas. Luego, con gesto de quien pretendiera deshacerse de sus caderas, la mujer comenzó a evadirse de una ancha faja, que dos dedos tiraban hacia el suelo. Cerró el armario, y el espejo, colocado en un ángulo nuevo, reveló la presencia de un hombre acostado, que leía un periódico. La rubia, desnuda, se instaló a su lado, con brusco sobresalto del bastidor. Cincuenta miradas ansiosas convergían hacia el muslo que un pulgar rascaba levemente. Un seno rozó varias veces el codo del hombre sin que éste abandonara la hoja impresa. ¿Conferencia del desarme? ¿Cooperativismo? Los dedos de la mujer esbozaron mimos que no dieron el menor resultado. Se volvieron entonces hacia un pomo de caramelos que descansaba en la mesita de noche. En coro los presos aullaron:
– ¡Aprovecha…! ¡Verraco…! ¡Qué esperas…!
La obscuridad se hizo en la habitación. Los brigadas irrumpieron en la galera. Cada cual regresó a su “caballo”, soltando palabrotas y risotadas gruesas. Menegildo hundió el rostro en la almohada para prolongar la visión interior de aquella carne de hembra rubia -primera desnudez rosada que contempló en su vida. ¿Qué prestigio quedaban a las cartas de amor enviadas a muchos detenidos por los “hombre-afroditas” de la galera 7; a la fotografía de la novia de Güititío; a las “muchachas” -encarcelados demasiado hermosos, que los compañeros se encargaban de prostituir a la fuerza, con la complicidad de los brigadas-; a la caja de cigarros moscatel y otros aparatos eróticos, ante aquel cuadro viviente que cincuenta hombres exasperados habían visto aquella noche? ¡Ah, Longina, Longina!
A la mañana siguiente, después de la limpieza de los patios, Menegildo fue llamado al locutorio, a pesar de que no era día de visitas. Bajó las anchas escaleras de peldaños ulcerados, preguntándose quién vendría a verlo. Un rostro obscuro se dibujó detrás de las rejillas.
– ¡Longina!
– ¡Aquí toy! ¡Mi santo! ¡Mi marío!
– ¿Y cómo puditte venil?
– ¡Le llevé dié peso a Napolión cuando dolmía! Y arruché con la misma con los dos gallo malayo que etaba preparando pa la pelea del domingo. Me quiso vendel en dos monea a un amigo de la partida…
Longina alzó una jaba, en que cuatro patas de ave buscaban un imposible equilibrio.
– ¡Valen una pila de peso! Pa venderlo cuando tú sagga.
– Negra… ¡Tú ere e diablo! ¿Y la familia por ayá?
– A Ambarina dicen que le dio un aire y se pasmó, pero que ya tá buena. Salomé hizo limpial la casa con agua de tabaco, a ver si se quitaba la salasión y Dio te amparaba. Tu padre tuvo que vendel una yunta en veinte peso, porque la cosa está muy mala… Aquí te traigo uno tabaco y la et’tampa de la Vilgen…
– ¡Grasia!
– ¡Ah…! Y dise Antonio que supe dónde vivía y lo vi horita, que la semana que viene tú etará en la calle…
– ¡Dio te oiga!
– ¡Menegid’do santo! Yo que me quería moril, pensando que tú me había ov’vidao…
– Si no tuviera la reja, tú vería lo que iba a pasal aquí mim’mo…
– Ya faltan poco días. Antonio me va a lleval a un solar donde hay cuarto a do peso con colombina y batea. Yo sé laval y planchal y coso ag’guna vesse. Voy a buc’cal trabajo.
– ¡Negra, tú ere fenómeno!
Gracias a la intervención del concejal Uñita y a la defensa perfectamente ininteligible de un abogado con lengua de estopa, postulado para las elecciones y traído por el negro Antonio, Menegildo, agobiado por todas las taras de una herencia cargada, contaminado por el medio, víctima de “malos ejemplos”, salió “arsuelto”. Además, nadie pudo dar con Napolión, que emigró a un ingenio vecino, junto con su partida de negros desarrapados, sin dejar huellas… Después de uin almuerzo abundante en la fonda de chinos, con cebolla y café gratuitos, el mozo comenzó a recorrer la ciudad con Longina y el primo. Ciudad cuya vida gravitaba en torno al ombligo social representado por el parque central -parque de categoría glorieta, huérfano, por tradición, de árboles o flores. Allí, en horas de retreta, los habitantes paseaban en círculo, interminablemente, para oír el cornetín solista, “toro” en el arte de perfilar un aria de la Traviata o un final de danzón arrumbado. Los adinerados aprovechaban la ocasión para elevar sus automóviles a la categoría de caballos de tiovivo y estarse dando vueltas, durante horas, por los cuatro trozos de calle que orlaban la acera del parque. Bajo portales de arcos coloniales, los socios del Ateneo lucían sus calcetines de seda, mientras los bebedores se reclinaban en las barras del café de París o del hotel Yauco. A las once, cuando los músicos habían enfundado sus instrumentos y se vaciaban los cines, el parque era desertado con increíble rapidez. Entonces, los de la tertulia habitual arrimaban sillas al pie de la estatua de Plácido y se enfrascaban en conversaciones sin nervio, propias de quien no tiene nada que decirse, hasta las tres de la madrugada, hora en que los cinco verdaderos noctámbulos de la población iban a instalarse en el quiosco del Trianón, abierto toda la noche, en espera del alba.
A las dos de la tarde, aquel parque no pasaba de ser un desierto de cemento invadido por una reverberación de incendio -desierto que hasta los perros esquivaban por temor a quemarse las patas. Antonio condujo a Menegildo y Longina hacia la calle comercial, donde los dependientes dormitaban detrás de sus mostradores, entre percalinas y organdíes, en espera de clientes. Los confites se derretían en sus pomos; las camisas se descolorían tras de las vidrieras. El olor de la talabartería dominaba la calle entera. Y las muestras más inesperadas surgían de las fachadas o se recalentaban en las puertas: monos con zapatos de hebilla y catalejo en la diestra; perros plateados; Neptunos y Liborios de marmolina; negritos con la gorra eléctrica… A la izquierda de la catedral, Antonio tomó una calle en cuesta empinada que conducía a los muelles. La invisibilidad del mar constituía una peculiaridad de aquella población. Cuando ya se escuchaban empellones líquidos bajo el pilotaje de los espigones, los almacenes, hangares y vagones color de herrumbe se encargaban todavía de ocultar el agua verde con una barrera inacabable. Por fin, Menegildo percibió un olor de marisma y pudo apoyarse en un parapeto cuyos ángulos cobijaban diminutas playas de arena sucia llenas de cachuchas pesqueras.
– ¡Eto sí que e grande, caballero!
Allá, frente a la desembocadura del río, se abría el diorama del horizonte inmenso, salpicado de lentejuelas resplandecientes. Mar verde, sin espuma, con nervaduras de sal y paquetes de algas viajeras. Un buque de carga, humo a la ciudad, navegaba hacia un cielo en que nubes con barbas de anciano envolvían un arco de luna… (Sobre ese arco se habían posado los pies de la Virgen de la Caridad, cuando aplacó la tormenta que quiso beberse a Juan Odio, Juan Indio y Juan Esclavo. En el regazo de las Once Mil Vírgenes se bañaban las corzas, mientras el macho mordisqueaba semillas al pie de una “uva caleta”, cuyos abanicos aceleraban el correr de la brisa. El cangrejo, con patas de palo y ojos de peonía, guerreaba en sus fortines de dienteperro. Y un pez mujer, heredero de eras cuaternarias, moría de soledad centenaria en alguna ensenada arenosa. Sobre polvo y ruina de miríadas de caracoles, el manatí, bastardo de pez y jutía, se calentaba el vientre al sol, y los “majases” viejos, cubiertos de mataduras y pelos blancos, regresaban al Océano maldiciendo al hombre que no los mató cuando se atravesaron en su camino como liana viviente. ¡Madremar, madrenácar, madreámbar, madrecoral! Madreazul cuajada de estrellas temblorosas, cuando las barcas de pesca partían a media noche, llevando una vela encendida en la proa…) Las aletas de un escualo cortaron cinco olas niñas que rodaban hacia tierra asidas de la mano.
– ¿Utedes quieren dal un paseo en bote?
Un pescador tuerto, con los pantalones enrollados a media pierna, hacía señas a Menegildo desde su embarcación.
– ¿Por el mar…? ¡Pal cara!
– Por do peseta loj llevo hasta la cortina e San Luí.
Sin responder, Menegildo se alejó apresuradamente del parapeto seguido por Longina y el negro Antonio.
– ¡Si te cae en el mar, suet’ta to e pellejo! -dijo Menegildo sentenciosamente recordando lo que decían los guajiros de tierra adentro.
Siguieron los muelles, donde una grúa amontonaba sacos de azúcar en el vientre de un Marú japonés. Algunos marinos noruegos salían de una bodega con las pipas encajadas en la boca hasta el horno. Varias prostitutas, ajadas, miserables, llamaban a los transeúntes desde las puertas entornadas de sus accesorios de catre y palangana. Un aparato de radio dejaba caer sonoridades estridentes sobre las botellas de un bar. Y por todas partes, en bancos, bajo soportales, en la sombra de los quicios, grupos de hombres sin trabajo se refugiaban en el embrutecimiento de una miseria contemplativa que encontraba ya esfuerzo estéril en el gesto de implorar limosnas. Muchos dormían sus borracheras de alcoholes baratos… Cuando se llega a tal estado de abandono, el único modo de maniatar los últimos resabios de la dignidad está en invertir toda moneda en copas de aguardiente. También hay el alimento de aquellos que aún tienen esperanzas y restos de iniciativa: el “paicao”, las “tres chapitas”, el silo o el juego a espadas y bastos. Aquello tenía también su poesía:
Hagan juego, señores;
Hagan juego.
Veinte por una, el rey;
Veinte por una, el caballo,
Y la suya, veintiuna.
Oro, copa, espada y bastos;
Viene rendida y cansada.
¡Ay, ni una más!
¡Ay, ni una más!
De la cotidiana aplicación de esta mitología de naipes vivían casi todos los vecinos del Solar de la Lipidia, donde Longina había alquilado una habitación. Habitación con puertas azules que se abrían sobre un vasto patio lleno de sol, colillas de cigarros, chiquillos desnudos y horquetas de tendederas. Un letrero colocado en la entrada prohibía reuniones junto al biombo sucio, constelado de malas palabras, que servía de frontera entre la acera y el interior. Albañiles “sin pega”, politiqueros sin candidato, señeros faltos de baile, vendedores de periódicos, dulceros ambulantes, regían un gineceo pigmentado-achinado-canelo que removía al ambiente con sus batas, chales de azafrán, chancletas y aretes de celuloide. Quien no era alimentado por la plancha de la concubina, vivía de la invocación del milagro, en espera de que la faja con hebilla de oro o el flus fuese a parar a los estantes de la casa de empeños. Cuando, golpeando un cajón, alguien cantaba:
Yo tengo un reló
Longine Roskó.
¡Patente…!
hacía tiempo ya que el “Longine Roskó” estaba plegado en un bolsillo, en estado de papeleta de La Corona Imperial o El Féni. Sólo dos inquilinos hacían figura de ricos en aquella cuartería: Cándida Valdé, la mulata caliente, cuyo alquiler era pagado por un “peninsular”, dueño de tren de lavado, que había adornado la habitación con un baúl de tapa redonda guarnecido de calcomanías, y Crescencio Peñalver, negro presumido, que se desgañitaba cantando arias de ópera apenas la ducha comenzaba a gotear sobre su cabeza -cuando un capricho del “acuedulto” no dejaba a la ciudad entera sin agua. Su voz de barítono y su aire erudito y entendido le permitían vivir de las mujeres, en espera del día en que embarcara para Milán con el fin de “desarrollar la vó” y cantar Oteyo en la Escala. Pretendía seguir el ejemplo de aquel ilustre Gumersindo García-Limpo, pariente suyo, según decía, y que su imaginación había creado con tal relieve, que más de un cronita de las Sociedades de color citaba su nombre entre las figuras egregias de la raza. Crescencio Peñalver miraba con arrogancia a sus vecinos, ya que toda oportunidad le era favorable para exhibir un recorte del Semáforo, impreso con caracteres de punto desigual, en que se calificaba su interpretación del cuarteto de Rigoletto -que cantaba en solista- de “comparable a la de Gumersindo García-Limpo”. Pero esto no le impedía comer del puesto de chinos, como los demás, y hacer crujir la colombina de Cándida Valdé cuando el peninsular se iba a repartir la ropa, llevando una cesta elíptica a la cabeza.
Apenas Longina se dispuso a calentar el café para Antonio y Menegildo, comenzaron a llegar visitas. Soltando la plancha, las comadres invadieron la habitación. Ante sus ojos, la condición de excarcelado confería un mérito más al mozo. Casi todos los maríos habían pasado por ahí, y sabían lo que era eso. Como las sombras se alargaban en el patio, la tertulia se trasladó al fresco, junto a las bateas y barriles. Atraído por la botella de ron que un chiquillo traía por encargo de Menegildo, Crescencio Peñalver vino a contar su historia. Pronto cundieron sus calderones atronadores.
– ¡Cómo canta e negro ese! -exclamaba Menegildo.
…Cuando se encendieron las primeras bombillas, el corro reunía a todo el vecindario. Las botellas vacías se alineaban en un rincón del patio. Elpidio el albañil afinaba su guitarra, mientras los del Sexteto Física Popular, compañeros del negro Antonio, templaban sus tambores. Cándida Valdé contemplaba a Crescencio con incendiada hostilidad, viendo que todas sus sonrisas se dirigían a Candelaria, la hija de Mersé.
Una gritería general malaxaba conversaciones sobre política, los dolores del parto, el espiritismo, el velorio de mi difunto marío, el verso de la charada, la poca vergüenza del empeñista, la pelota y el “pasmo” de la plancha, al tanto que Crescencio, sin darse por vencido, dominaba el estrépito con las notas agudas de “lan dona emóbile, cuá pluma viento…” Pero los soneros se iban impacientando:
– ¡Delirio! ¡Opera…!
Crescencio, abatido en pleno vuelo, sentenció:
– ¡Qué incultura!
Cándida, que ya estallaba de celos, y recordaba que aquella misma mañana el desgraciado ese había saqueado el baúl de las calcomanías en busca de dinero, afianzó el puño en la cadera y gritó ásperamente:
– ¡No se ha mirao en el ep’pejo, y quiere hablal en italiano! ¡No cante má basura, compadre!
Dos bofetadas le incendieron las mejillas.
– ¡Desgraciado! ¡Te voy a picar la cara…! ¡Deja que venga mi marío!
– ¿E gallego ese?
– ¡Má macho que tú!
Tremolaron chales y brazos. El agua lechosa de una batea corrió por las vertientes del patio. Gritos y empellones. Mersé, gateando, trataba de salvar las ropas pisoteadas por los combatientes. Candelaria huyó hacia la calle, tocando “pito de auxilio”. Al fin, el policía de posta hizo su aparición. Crescencio se ocultó en las profundidades del solar, mientras Cándida caía en brazos de las mujeres, simulando un ataque. Los tambores del Sexteto comenzaron a sonar. “¡Una mala interpretación! ¡Aquí no ha pasao ná!” El vigilante, perplejo, acabó por aceptar una copa de ron.
Tanta lipidia por un medio de maní.
¡Tú lo pagate y yo lo comí!
A media noche, el policía volvió para reclamar el silencio. Antonio se despidió de Menegildo:
– Y no ov’vide que e rompimiento e pal sábado. Vete reuniendo los cuatro peso, y cómprate un gallo bien negro. Que no sea muy grande. ¡Ñangaíto y yo te presentamo!
El mozo, algo ebrio, se encerró en la habitación con Longina. Se desnudaron rápidamente. Afuera se oían los ecos de un claxon lejano, los ronquidos del heredero de Gumersindo García-Limpo y las quejas de cachorro de la mulata, narrándole al “peninsular” sus desventuras. Cuando la luna asomó sobre los tejados del solar, dos cuerpos se apretaban aún, tras de una puerta celeste, entre un jarro de café frío y una estampa de San Lázaro.
– ¿Veldá que no vamos a volvel al caserío, sssielo?
– ¡Aquí e donde se gosa!
El Ford renqueaba por carretera constelada de baches. Tuerto de focos, alumbraba débilmente una doble hilera de laureles polvorientos. Detrás, a ambos lados, se alzaba la caña, apretada, uniforme, como en todas partes… La “máquina” se detuvo al pie de una colina cubierta de maleza. El negro Antonio hizo bajar a Menegildo. Se cercioró de que el auto volvía a la ciudad y tomó un sendero abierto entre setos de cardón. De trecho en trecho un flamboyán mecía ramos de púrpura sobre sus cabezas.
Pronto alcanzaron un grupo de negros que andaban en la misma dirección:
– Enagüeriero.
– Enagüeriero.
Y un confuso retumbar de tambores comenzó a inquietar la noche surcada de efluvios tibios. Una batería sorda, misteriosa, que parecía colaborar con la naturaleza, repercutiendo en el tronco de los árboles; vago latido -imposible de localizar- que se cernía sobre las frondas y anclaba en los oídos… El ritmo metálico, inflexible, de la ciudad, se había borrado totalmente ante la encantación humana de los atabales. La tierra parecía escuchar con todos sus poros. Las hierbas estaban de puntillas. Las hojas se volvían hacia el ruido.
– Están tocando llanto -dijo alguien.
Cien dedos seguían auscultando las sombras.
El pequeño batey triangular, cercado de tablas, ramas y alambre de púas, estaba lleno de ecobios y neófitos. Se hablaba en voz baja. En el bohío del Iyamba se encontraban los altos dignatarios de la Potencia, haciendo sonar fúnebremente sus tambores en honor de los muertos que comerían al día siguiente. Un farol de vía, colocado en el suelo, iluminaba caras graves, haciendo crecer fantasmas de manos en las pencas del techo.
Junto al bohío, Menegildo observó una construcción cuadrada, de madera roja, cubierta de yaguas. En la puerta, cerrada, se ostentaba la firma del Juego trazada con tiza amarilla, tal cual se la había enseñado a dibujar el negro Antonio: un círculo, coronado por tres cruces, que encerraba dos triángulos, una palma y una culebra.
– ¡El Cuarto Fambá! -exclamó Menegildo sin poder desprender las miradas de aquella puerta que encerraba los secretos supremos, clave de las desconcertantes leyes de equilibrio que rigen la vida de los hombres, esa vida que podía torcerse o llenarse de ventura por la mera intervención de diez granos de maíz colocados de cierta manera.
– Dame el enkiko -dijo el negro Antonio.
El padrino dejó a Menegildo en un rincón del batey, y entró en el bohío con el gallo negro agarrado por las patas. Varias sombras entraron detrás de él, ocultando la llama del farol. Entonces callaron bruscamente los toques de llanto. En la casa se encendieron algunos quinqués. El negro Antonio reapareció, trayendo una venda y un trozo de yeso amarillo. Menegildo estaba trémulo de miedo. De buenas ganas hubiera echado a correr.
– ¡Antonio! -imploró.
Pero en aquel momento el negro Antonio estaba muy lejos de su marímbula y del Sexteto Física Popular, de su guante de pelota y de los Panteras de la Loma. No pensaba siquiera en la cálida María la O, ni en la causa pendiente por escándalo en el baile de Juana Lloviznita. La proximidad del juego esotérico le imprimía triple surco en el ceño. Hablaba con voz dura y profunda; el momento no era para bromas ni “rajaduras”:
– Hay que preparalse pal juramento -dijo.
Menegildo se despojó de su camiseta rayada y de sus zapatos de piel de cerdo. Se recogió los pantalones hasta las rodillas. Una medalla de San Lázaro relucía entre sus clavículas. El negro Antonio tomó el yeso y le dibujó una cruz en la frente; una en cada mano, dos en las espaldas, dos en el pecho, y una en cada tobillo. Luego, con gestos bruscos, vendó fuertemente al neófito. Menegildo se sintió asido por un brazo; anduvo hasta el centro del batey. Por el rumor de pasos adivinó que otros eran conducidos como él.
– ¡Jíncate!
Luego de hacerlo arrodillar, el negro Antonio le obligó a apoyar los codos en el suelo. Todos los nuevos estaban como él, agazapados en círculo.
Se adelantó el portero-Famballén, sosteniendo bajo el brazo un tamborcito adornado con una cola de gallo. La voz del enkiko inmolado comenzó a sonar en la percusión aguda del empegó. (En el corazón de una palma se abrió el ojo dorado de Motoriongo, primer gallo sacrificado por los ñáñigos de allá)… Una serie de golpes secos, entrecortados de pausas bruscas. Y una voz burlona que grita:
– Nazacó, sacó, sacó, sacó, querembá, masangará…
Un gorro puntiagudo, rematado por un penacho de paja, asomó a la puerta del bohío. Se ocultó. Volvió a salir. Desapareció otra vez.
– Nazacó, sacó, sacó…
Una voz gritó detrás de Menegildo:
– Ñámalo, Arencibia, que no quiere salil… Las falanges castigaron nuevamente el tambor.
– Ñámalo má…
La percusión se hizo furiosa, apremiante. Entonces un tremendo cucurucho negro surgió de la casa, seguido por un cuerpo en tablero de ajedrez. Ente sin rostro, con una alta cabezota triangular, fija en los hombros, en cuyo extremo miraban sin mirar dos pupilas de cartón pintado, cosidas con hilo blanco. Sobre el pecho, la extraña cogulla se deshacía en barbas de fibra amarilla. Detrás de la cabezota cónica colgaba un sombrero de copa chata, adornado por un triángulo y una cruz blanca… Cinturón de cencerros y cencerros en los tobillos. Cola de percalina enrollada al cinto. La escoba amarga en la diestra, y el Palo Macombo -cetro de exorcismos- en la siniestra. ¡Ireme, ireme! ¡La Potencia rompió, yamba-ó!
El Diablito se adelantó, brincando de lado como pájaro en celo, al ritmo cada vez más imperioso del tamborcito. Su danza remozaba tradiciones de grandes mascaradas tabúes y evocaba glorias de cabildos coloniales. Cayendo sin llegar a caer, proyectándose como saltador en cámara lenta, con repiqueteo de marugas y desgarres de rafia, la tarasca mágica saltó por encima del lomo tembloroso de cada neófito, pasándole el gallo tibio y babeante por los hombros, y envolviéndolo en un torbellino de vellón negro, piojillos y plumas.
Cuando hubo purificado a todos, el Diablito corrió hasta la entrada del batey, y arrojó el enkiko al camino. Luego se ocultó en el bohío. Calló el tamborcito invocador. Los nuevos se levantaron. Cada uno fue conducido por su padrino hasta la entrada de la choza, donde los esperaba el Munifambá de la Potencia. El guardián de los secretos los obligó a girar sobre sí mismos para hacerles perder el sentido de la orientación. Después se les hizo entrar en el bohío, siempre vendados. El Munifambá confió los neófitos al Iyamba. Este se dirigió gravemente al fondo, de la habitación y abrió una puerta secreta que conducía al Cuarto Fambá. Los neófitos fueron introducidos en el santuario, uno por uno, y se les hizo arrodillar ante un altar que no verían durante mucho tiempo todavía: Mesa cubierta de papel rojo, rodeada de flores de papel y ofrendas en jícaras y latas, todo bajo el signo de una cruz católica. Y en el centro, la garbosa arquitectura del Senseribó, con sus cuatro plumas de avestruces, negras, relucientes, plantadas en los puntos cardinales de un copón ciego, cubierto de conchas. ¡Secreto surtidor de hebras animales! ¡Pluma bengué, Pluma mogobión, Pluma abacuá, Pluma manantión! Cuatro plumas, porque cuatro fueron las hojas de aquellas palmas. Y donde cimbrea la palma, vive la fuerza de Ecue, que se venera cara al sol, cuando el chivo ha sido degollado entre cuatro colinas hostiles.
Bajo sus vendas, los ojos de los iniciados se dilataron. Los invadía un extraño malestar. Algo raro acontecía detrás de ellos, en un rincón del santuario… RRRRrrrruuuu… RRRRrrrruuuu… RRRRrrrruuuu… Algo como croar de sapo, lima que raspa cascos de mulo, siseo de culebra, queja de cuero torcido. Intermitente, neto pero inexplicable, el ruido persistía. Partía de una caja colocada al fondo del cuarto, cubierta por un trozo de yagua, y atada con bejucos. ¿Tambor, reptil, cosa mala, queja…? ¡El Ecue…! Menegildo sentía la carne de gallina subirse a sus espaldas, como manta movida por mano invisible. ¿No le había advertido el negro Antonio que aquello sí era grande? ¡El Ecue…! Ya debían estar surgiendo de la tierra, bajo las ramas de los árboles cercanos, los postes que hablan, cráneos trepadores, vísceras que andan, hechiceros con cuernos, llamadores de lluvia y pieles agoreras, que habían asistido, allá en Guinea, al nacimiento del primer aparato condensador del Ecue…
En aquellos tiempos los Obones eran tres, los tambores rituales eran tres, las firmas eran tres. El 4 no había revelado todavía su poder oculto. Tres Obones, ungidos ya por la divinidad, deliberaban misteriosamente, al pie de una palma con sombras de encaje. Pero les faltaba aún el signo divino que habría de darles fe en su misión… Ya los reyes y príncipes habían comenzado a trocar hombres negros por tricornios charolados, tiaras de abalorios, libreas y entorchados de segunda mano, traídos por marinos rapaces, señores de urcas y galeotas. Los Obones deliberaban, sin saber que un Nazacó, oculto detrás de un aromo, escuchaba sus palabras. Y he aquí que Sicanecua, negra linda, esposa del hechicero, se dirige al río Yecanebión, llevando su cántaro al hombro. Por esos años el mundo era más acogedor. Cada casa de fibra y palma se abría en la sabana como un Domingo de Ramos. Y Sicanecua cantaba la canción de las siete cebras que comieron siete hebras y siete lirios, cuando observó que algo bramaba, entre los juncos, como un buey. ¿Buey enano, duende buey? Y Sicanecua atrapa el prodigioso ser-instrumentos, y lo encierra en su cántaro amasado con barro de calveros. Era un pez roncador como nunca se viera otro en la comarca. La mujer corre a mostrar el hallazgo a su marido-nazacó. Este rompe el triángulo de los Obones, y les dice: “¡He aquí el signo esperado!” Con la piel del pez roncador se construye el primer Ecue-llamador. Y como ninguna hembra es capaz de guardar secretos, los tres Obones y el Nazacó degüellan a Sicanecua, y la entierran, con danzas y cantos, bajo el tronco de la palma. El número 4 había surgido. Y desde entonces, al amparo de Ecue, los Obones fueron cuatro, cuatro los tambores, cuatro los símbolos… RRRRrrrruuuu… RRRRrrrruuuu… RRRRrrrruuuu…
El Iyamba alzó una cazuela, donde el Diablito había dejado preparada la Mocuba. Mojó la cabeza de cada neófito con una gárgara del líquido santo, mezcla de sangre de gallo, pólvora, tabaco, pimienta, ajonjolí y aguardiente de caña. El Isué, segundo Obón de la Potencia, preguntó entonces:
– ¿Jura usté decil la verdá?
– ¡Sí señol!
– ¿Pa qué viene usté a esta Potencia?
– ¡Pa socorrel a mi’hemmanos!
El Isué declaró con voz sorda, monótona:
Endoco, endiminoco,
Aracoroko, árabe suá.
Enkiko Bagarofia Aguasiké,
El Bongó Obón.
Iyamba.
Y los iniciados se santiguaron, salmodiando en coro:
Sankantión, Manantión,
dirá.
Sankantión, Manantión,
yubé.
Los nuevos ecobios fueron sacados del Cuarto Fambá, donde el Ecue seguía sonando con insistencia inquietante -ruido que obsesionaría a Menegildo durante varias semanas. En la habitación principal del bohío cayeron las vendas. Los iniciados se vistieron, y se les presentó a cada miembro de la Potencia. Toparon pectorales. ¡Ya tos debían reconocelse y ayudalse! ¡Pa eso eran hemmanos…! Colgado de un testero, una imagen del Sagrado Corazón de Jesús son reía en sordina. Menegildo identificó al Iyamba de la Potencia: era el presidente del comité reeleccionista de su barrio.
Afuera, la música sagrada entonó un himno de gracia: porrazos en piel de chivo, síncopas y sacudidas.
Eribó, écue, écue,
Mosongoribó,
Écue, écue…
Una marcha de ritmos primarios, resueltos, clara de temas como la Marcha de Turena, cundió en la noche. Pero los cuatro tambores rituales comenzaron a desplazar acentos bajo la melodía demasiado sencilla. El estrépito de batería se fue organizando según las reglas: primer toque confiado al Bencomo; segundo, al Cosilleremá-tambor-de-orden; el Repicador irrumpió tumultuosamente sobre un tiempo débil, y, finalmente, golpeado en la faz y en los costados, el Boncó-Enchemllá-tambor-de-Nación hizo escuchar su bronca llamada. La voz de selvas ancestrales se filtró una vez más a través de los parches afinados con estaca.
Los miembros del Juego se colocaron en círculo, junto a la puerta del bohío. La música sagrada tronaba. Varias botellas de aguardiente y caña santa fueron vaciadas en gaznates resecos.
Eribó, écue, écue,
Mosongoribó,
Écue, écue…
Ahora, la percusión de los cuatro tambores era enriquecida por bramidos de botijos, tremolina de calabazas encajadas en embudos de mimbre, y chillar de esquilas oxidadas bajo el castigo de una varilla de metal… Salió un nuevo Diablito. La misma cogulla. Los mismos ojos artificiales, fijos, feroces. ¡Cencerros de latón, de paja la barba, de santo el bastón…! Estacazos en las cuñas de las atabales ñáñigos, que no podían templarse al fuego, como los instrumentos profanos. Ahora el tablero blanco y negro del Ireme se había vuelto azul sobre azul. El sombrerito redondo estaba bordado con hilo de oro. Hecho un garabato danzante, volvía hacia sus miembros las hebras purificadoras de la escoba amarga.
El Diablito se arrodilló a los pies del Iyamba, limpiándolo con la brocha santa. Después recorrió el círculo de iniciados, que se apretujaban codo a codo, andando sobre los pies desnudos que éstos adelantaban, colmados de honor. Bailó cara al levante, invitando al sol a salir; amenazó, bendijo… Parecía capaz de hacer rodar las piedras o llamar las larvas que se retorcían entre los linos de la laguna cercana.
Efimere bongó yamba-ó.
Efimere bongó yamba-ó.
Saltó otro Diablito, rosado esta vez. Y uno verde, de seda. Y uno escarlata. Bailaron tafetanes y oros, telas de saco e hilo blanco… Los tocadores en estado de trance, hipnotizados por el ritmo que producían sin tregua, manteniendo a brazo tendido un edificio de ruidos que a cada instante parecía presto a desplomarse, agitaban las manos como meras baquetas de carne, independizadas de sus cuerpos. Sus voces raspaban, más roncas, más alcoholizadas. A la altura de las sienes trepidaba el arsenal de cencerros, calabazas y gangarrias. Y la sinfonía casi arborescente, sinfonía de brujos y elegidos, inventaba nuevos contrapuntos, en tic tic de palitos, tam-tam de atabal, tambor de cajón y ecón con ecón.
Cuando la línea clara del amanecer se alzó detrás de las colinas, bailaba un Diablito tuerto, cuyo último ojo, feroz y descosido, evocaba las pupilas montadas en alambre del gran cangrejo de Regla.
Efimere bongó yamba-ó.
Efimere bongó yamba-ó.
El día echó a andar por el valle. Mil totís asomaron sus picos negros entre las hojas. Despertó el pescador noruego de un anuncio de la Emulsión, con su heráldico bacalao a cuestas; se hizo visible el rosado fumador de cigarrillos de Virginia, plantado en campiña cubana por hombres del norte. Las sirenas de la ciudad, las chimeneas del puerto, elevaron sus quejas en lejanía, sin que la fiesta detuviera su ímpetu. Los miembros del Juego seguían aullando himnos santos, sojuzgados por el implacable movimiento de la liturgia. lo único que había variado era la posición del círculo de ecobios que, como corazón de girasol, seguía la ascensión del astro de platino, para que el Diablito pudiera hacer sus oraciones gesticuladas con la frente vuelta hacia el cetro de Eribó… El ron no había faltado. Desde el alba, Menegildo gritaba ya corno los otros, aporreando parches al azar y sacudiendo maracas que comenzaban a rajarse… Hubo, sin embargo, una brusca pausa cuando apareció el portero-Famballén trayendo una enorme cazuela llena de cocido de gallo, con ñame, caña, maní, plátano, ajonjolí y pimienta. (Parte de ese Iriampo fue reservado para los muertos, en una vasija de barro, después de la condimentación ritual de palitos de tabaco y pólvora negra.) Los instrumentos rodaron entre las hierbas. Cuarenta manos callosas, de palma rosada, se hundieron en la salsa ácima. El viejo Dominguillo -que había sido lugarteniente de “Manita en el suelo” en los tiempos heroicos en que la Potencia “Tierra y arrastrados” pagó espuelas nuevas al Capitán General de España-, roía pechugas coriáceas, fijando en lo alto sus ojos llenos de nubes grises.
Mientras los nuevos permanecían recostados en el suelo, los antiguos comenzaron a acariciar los tambores. Había llegado el momento de entablar competencia de lengua, sosteniendo diálogos con las fórmulas ñáñigas apuntadas por los abuelos en las “libretas” del Juego. Escandiendo sus frases con toques sordos, Dominguillo inició la litúrgica justa:
– Quitarse el sombrero, que ha llegado un sabio de la tierra Efó.
Sobre bajos de repicador, el negro Antonio se acercó al anciano:
– Soy como tú porque mato gallo.
– ¿Después que te enseñé me quieres sacar los ojos?
– Sólo una vez se castra al chivo.
– Mi casa es un colegio de ilustración.
– Un palo solo no hace bosque. Uno de los antiguos intervino:
– El sol y la luna están peleando… El muerto llora en su tumba. Cuando me muera, ¿quién me va a cantar? El viejo Dominguillo respondió con ímpetu:
– Muy desprestigiado eres para hablar conmigo. Mata el gallo y echa su sangre en el gran tambor.
El negro Antonio se dirigió irreverentemente al viejo:
– Tu madre que era mona en Guinea, quiere ser gente aquí.
Fijando en él sus ojos sin vida, el anciano respondió con rapidez, aplastando a sus contendientes bajo el peso de cuatro fórmulas ñáñigas perfectas:
– Me tienen en un rincón como ñáñigo viejo. Pero en Guinea soy Rey. Dios en el cielo y yo en la tierra. Efí bautizó a Efó y Efó bautizó a Ef í.
Los nuevos aplaudieron. El Iyamba intervino con una frase de precaución ritual para cerrar el debate:
– Callen, imprudentes, que estamos en tierra de blancos.
Al atardecer, la orquesta santa tronó nuevamente para anunciar la prueba final. El Nazacó del Juego trazó un círculo con pólvora negra frente al templo de las ofrendas, en el lugar del suelo que estaba mejor apisonado por las danzas de los Diablitos. En el centro del misterioso teorema -engomobasoroko de la geometría ñáñiga- fue colocada la olla que contenía el cocido destinado a los muertos. Los nuevos iniciados se arrodillaron en el borde exterior del círculo, mirando la terrible ofrenda. El brujo dibujó siete cruces de pólvora en la zona tabú… Entonces la música se hizo lenta y tajante. Su canto solemne hubiera podido acompañarse con la pedal cristiana de la escena del Graal. El sol, ya rojo y redondo como disco del ferrocarril, parecía haberse detenido sobre el velo de brumas sucias que denunciaba la lejana presencia de la ciudad.
Cara al poniente el brujo gritó a voz en cuello:
Ya, yo, eee.
Ya, yo, eee.
Ya, yo, eee.
Ya,
yo,
ma, eee.
Un Diablito negro y rojo surgió del templo empuñando un enorme bastón. El Nazacó fue a agazaparse en uno de los rincones del batey. Cundieron nuevos ritmos de danza. Y el Diablito comenzó a brincar alrededor de la cazuela, haciendo zumbar el palo sobre las cabezas de los ecobios prosternados. ¡Amenaza furiosa! ¡Todos debían saber que los malos espíritus lo designaban como defensor de la bazofia necrológica…! Los músicos habían dejado de cantar. Los redobles de la batería, intermitentes, deshilvanados, jadeantes, creaban una atmósfera de expectación nerviosa que suspendía el latido en los corazones. ¿Quién iría a dar el gran salto de la muerte? El Diablito, iracundo, se agitaba convulsivamente, haciendo bailar su gualdrapa de cencerros.
Entonces el Nazacó encendió las cruces de pólvora con un tizón. Y entre los torbellinos de humo y rojos chisporroteos se vio al Diablito de pies desnudos dar saltos locos y hacer molinetes en el aire con su cetro… Rapidísimamente, Menegildo traspuso la frontera del círculo mágico, se zambulló en el fuego sagrado, asió la olla y corrió hacia la entrada del batey dando gritos. El Diablito se lanzó en su persecución. No pudiendo alcanzarlo, regresó al Cuarto Fambá… Los iniciados se levantaron. ¡La cazuela había sido arrojada entre las rocas de una barranca cercana! ¡Ya los muertos habían recibido diezmos y primicias de vivos!
La noche invadía los campos. Sólo unas nubecillas claras navegaban todavía en exiguo mar de azur. Los hermanos recorrieron el batey una vez más, en fila, cantando la marcha litúrgica:
Eribó, écue, écue,
Mosongoribó, écue Écue.
Y sin despedirse siquiera, se hundieron en la obscuridad, por grupos, extenuados, lacios, con los nervios desquiciados por dieciocho horas de percusión.
Sin embargo, al verse nuevamente en la ciudad, algunos tuvieron aún el ánimo de recorrer las calles del “Barrio de los Sapos” para admirar la procesión de la Virgen de Baraguá, cuya festividad se celebraba ese día. Erguida sobre una suerte de plataforma portátil, precedida por la murga de los Bomberos del Comercio y llevada entre dos policías, la sagrada imagen parecía bailar, a su vez, sobre las cabezas de la multitud. Cobres ensalivados y clarinetes afónicos entonaban en tiempo lento, como de epitalamio real, el aire de Mira, mamá, como está José.
En el portal de la barbería Brazo y Cerebro, alzando la brocha enjabonada como un ostensorio, don Dámaso sonreía a la patrona de su villa. Con las mejillas cubiertas de nieve perfumada, un político de color lo aguardaba rezongando herejías, mientras arañaba con furia el terciopelo verde de un sillón Koken, de marca norteamericana.
A media tarde una sombra transparente llenaba de silencio algunas casas de la cuadra. Las aldabas de las puertas se calentaban al sol y la calle era surcada a veces por la sombra de un aura. Mientras la usina de batea, espuma y plancha zumbaba a sus espaldas, con revuelo de faldas y sucedidos de comadres, Menegildo, sentado frente al solar en el borde de la acera, se divertía interminablemente contemplando los juegos de los niños. Fuera del “dale al que no te da”, de “su madre el último” y “con la peste…”, elementos constantes, las modas más imprevistas solían variar de día en día el carácter de esos entretenimientos. Una mañana todos los chicos amanecían alzados en coturnos, como trágicos antiguos, con una lata de leche condensada debajo de cada pie. Más tarde, las estacas de la quimbumbia iban a encajarse, con chasquido húmedo, en un medio barril lleno de lodo. Luego, el anhelo de ver el mundo desde lo alto se traducía en una fabricación de zancos, en espera del regreso a los “papalotes” de cuchilla, que combatían en el poniente dándose violentos cabezazos de costado… Pero en ciertas ocasiones, los juguetes y tarabillas eran repentinamente olvidados. Los nueve negritos del solar se reunían gravemente en la esquina, junto al Cayuco. El jefe de la partida, arqueando las piernas sobre la reja de la alcantarilla, dictaba órdenes misteriosas. Y los niños partían en fila india, rozando los muros con los dedos, siguiendo aceras altas y accidentadas como senda de montaña.
(…Por el hueco de una tapia penetraban a gatas en un jardín lleno de frutales sin podar y yerbas malas, donde puñados de mariposas blancas se alzaban en vuelo medroso. Los cráneos rapados surgían como pelotas de cuero pardo entre anchas calabazas color de cobre viejo. Cada flor era herida por un prendedor de libélula. Listada de azufre, las avispas gravitaban entre campanas con bordón de azúcar. Olía a almendras verdes y a guayaba fermentada… Los niños se arrastraban hacia el zaguán de la casa desierta y mal custodiada. El Cayuco arrancaba una alcayata, empujaba la puerta y todos entraban en un cobertizo lleno de aire caliente. Sacos de afrecho, dispuestos en tongas asimétricas, formaban una escalera que alcanzaba el borde de un tabique de tablas. Del otro lado, un alto aparador permitía invadir una habitación llena de muebles carcomidos y periódicos amarillos. Era aquélla la Cueva de las Jaibas. Pescando en la costa, los chicos habían envidiado muchas veces a los cangrejos, que solían ocultarse en antros de roca llenos de sombras glaucas y misteriosas dependencias. ¡Cuánto hubieran dado por tener el alto de un erizo y poder penetrar también en esos laberintos de paz! Ahora, en esa casa inhabitada hallaban el escondrijo apetecido. Cada cual era “jaiba” y aceptaba que aquella habitación se encontraba en el fondo del mar. Si alguno abriera las ventanas, todos morirían ahogados… El hallazgo de la cueva había conferido a los que estaban en el secreto una superioridad sobre todos los chicos del barrio. Los otros adivinaban que los fieles de Cayuco disfrutaban de extraordinarios privilegios. El rumor de que “poseían una cueva en el mar”, sus desapariciones durante tardes enteras, la arcana alegría que nimbaba sus regresos, quitaban el sueño a muchos envidiosos del vecindario, poniendo en la atmósfera un olor de prodigio. Se multiplicaban las cábalas y tabúes, las aldabas brujas, los grafitos absurdos, la inexplicable necesidad de tocar el caracol que estaba incrustado en la muralla de la frutería cada vez que se pasara por ahí… Pero la Cueva de las Jaibas seguía ignorada. Sus propietarios habrían linchado fríamente al miembro de un clan opuesto que se hubiese aventurado, por casualidad, en terreno prohibido. Y más ahora, que habían encontrado a su reina en una gaveta llena de papeles. Era un grabado de revista francesa que mostraba a una mujer desnuda erguida en una playa. Sus ojos, dibujados de frente, seguían siempre al observador, cualquiera que fuera el ángulo en que se colocara. Los niños obsesionados por esa mirada, que venía acompañada de una turbadora revelación anatómica. Después de un primer choque con sus sentidos nacientes, esa emoción física había derivado hacia un culto de una pureza sorprendente. Todos la amaban con mágico respeto. La imagen venía a llenar en ellos una necesidad de fervor religioso. Ninguno se atrevía a pronunciar malas palabras u orinar en su presencia. La contemplaban interminablemente en esa atmósfera sofocante, solos en el planeta, hasta que el Cayuco, haciendo sonar ritualmente los elásticos de un corsé deshilachado, sentenciaba:
– ¡Se cerró!
La reina volvía a su gaveta. Los chicos trepaban al aparador, descendían los peldaños de sacos, cerraban la puerta y se zambullían entre las calabazas para reaparecer como ludiones negros en el boquete de la tapia…)
En los momentos en que se estimaba necesario “dejar descansar la cueva”, la pandilla del Cayuco variaba de aspecto, volviéndose de una vulgaridad desesperante. El carácter nocivo del niño criollo salía a flote, con su ausencia de respeto por las propiedades, pudores, árboles o bestias. La cola de los cometas se llenaba de navajas Gillette y filos de vidrio. Se combatía a golpe de inmundicias. Cuando los chicos se desperdigaban por alguna propiedad de las inmediaciones, asolaban huertas y jardines, apedreando los mangos, desgarrando flores y destruyendo plantíos de calabazas para fabricarse “pitos” con los tallos huecos. Durante días y días se consagraban, con enojosa insistencia, a lanzar guijarros a los alumnos del Colegio Metodista cuando regresaban de clase, o a abrirse la bragueta al paso de las niñas bien peinadas y con calcetines limpios, que emprendían una fuga digna, apretando nerviosamente sus libros de inglés sobre el pecho. Sabiendo que un vecino tenía una hermana loca encerrada en una habitación de su casa, tiraban latas y palos al tejado para enfurecer a la demente. Y cuando aún sonaban sus aullidos detrás del muro, la pandilla de descamisados lograba encolerizar a un pobre de espíritu, a quien el apodo absurdo de Caldo de Gallo era capaz de hacer cometer asesinatos. El viejo tonto desenvainaba un cuchillo y se daba a agotar imprecaciones, mientras el puñado de cabezas negras asomaba en una esquina clamando:
– ¡Caldo e Gallo! ¡Caldo e Gallo!
– ¡Eto muchacho son un diablo! -pensaba Menegildo conteniendo difícilmente la risa.
Menegildo se reía. Se reía anchamente de esas travesuras. De no pensar que “estaba muy grande pa eso”, habría acompañado gustosamente a la pandilla en sus recorridos de piratería. Ahora que la ciudad lograba borrar en él todo recuerdo de la vida rural, con las disciplinas de sol, de savias y de luna que impone a quienes pisan tierra, el mozo se adaptaba maravillosamente a una existencia indolente cuyas perezas se iban adentrando en su carne. El cuarto estaba pagado con la venta de los gallos malayos. Longina planchaba para el amante de Cándida Valdés. Mientras hubiera para lo superfluo, nadie pensaba en los problemas esenciales, que no tardarían en plantearse. Carente de toda conciencia de clase, Menegildo tenía, en cambio, una conciencia total de su facultad de existir. Se sentía a sí mismo, pleno, duro, llenando su piel sin espacio perdido, con esa realidad esencial que es la del calor o del frío. Como le fuese permitido “tomar el fresco”, fumar algunos vegueros o hacer el amor, sus músculos, sus bronquios, su sexo, le daban una sensación de vivir que excluía toda angustia metafísica. Y ni siquiera un escrúpulo de vagancia lograba inquietarlo, ya que desde el día de su iniciación, los “ecobios” ñáñigos le daban de cuando en cuando la oportunidad de demostrarle a la gente del solar que trabajaba, y que el niño que comenzaba a crecer en el vientre de Longina estaría al amparo de penurias. No era raro que uno de los músicos del Sexteto Física Popular viniera a verlo de parte del negro Antonio:
– Elpidio etá detenío. Necesitamo que venga a toca bongó eta noche.
– ¿Adonde?
– En casa e Juana Lloviznita. ¡Hay baile allá!
– ¿Pagan?
– No. Hay ñusa y comía. Pero no te ocupe, que buc’camo alguno peso con lo político…
– ¡Barín!
A la caída de la tarde, el contrabajo, la marímbula, el bongó, el güiro y las maracas doblaban la esquina y penetraban en fila en una casa llena de gente. Los músicos se instalaban en el patio, bajo farolillos de color, y el primer son cundía como una marejada por sobre los techos vecinos. Los hombres, en mangas de camisa, luciendo tirantes tornasolados y cinturón de hebilla dorada, comenzaban a girar lentamente, abrazados a las mujeres de trata conseguidas por la dueña. Se bailaba en la sala, en el comedor y en la habitación dé Juana, en cuya cama yacían, revueltos, sombreros, cuellos y americanas. La fiesta seguía sus fases previstas, en una atmósfera de bestialidad y lujuria triste, hasta que algún borracho comenzara a ponerse pesado… Los músicos no eran privados de arroz con pollo ni ron. Pero, para obtener algunos pesos, había que hacer el elogio cantado de algún invitado. El concejal Uñita, Aniceto Quirino (“para senador”), y el representante Juan Pendiente eran sujetos siempre propicios. Pronto nacía un montuno laudatorio:
Juan Pendiente,
Futuro Presidente…
Muchas vocaciones de estadistas brotaban de este modo en los bailes de Juana Lloviznita. Y Menegildo regresaba al solar con dos pesos en el pañuelo. Había trabajado y se “había diveltío”, que era lo principal.
Cristalina Valdés, madre de Cándida, vivía en las afueras de la ciudad, en los confines de un barrio que ya olía a vacas y espartillo quemado. Había dos mamoncillos en su patio, un pozo profundísimo, un busto de Lenin y un rosal. En su casa, de catadura colonial, con pisos de baldosas encarnadas, reinaba una continua penumbra. En ménsulas y cornisas de armarios -puntos elevados de aquel interior- se encontraban tinajitas, tazas y vasos llenos de agua. En la sala, un retrato de Allán Kardek se avecinaba con un triángulo masónico, un Cristo italiano, el clásico San Lázaro cubano “printed in Switzerland”, una efigie de Maceo y una máscara de Víctor Hugo. Según Cristalina Valdés, todos los “hombres grandes” eran transmisores. Transmisores de una fuerza cósmica, indefinible, tan presente en el sol como en la fecundación de un óvulo o una catástrofe ferroviaria. Por ello, cualquier retrato, busto, modelo, caricatura o fotografía de hombre famoso y muerto que le cayera bajo la vista, venía a enriquecer el archivo iconográfico de su “Centro Espiritista”. Bajo el signo de Allán Kardek, todas las místicas hallaban una justificación. Catolicismo, prácticas de revival, brujería y hasta lejanas alusiones a Mahoma, el “santo” que unos pocos esclavos habían venerado en los barracones criollos… Además, Cristalina sabía. Sabía cuentos con músicas, de esos que ya casi nadie era capaz de narrar en el ritmo tradicional. El cuento del viejo de la talanquera que se casó con la Reina de España. El cuento del negro vago cuyo campo fue arado por tres jicoteas. El cuento del negro listo que metió dos bichos de cada clase en una canoa grande cuando la bola del mundo se cayó al mar… Cristalina sabía. Tanto sabía, que si anunciaba: “Esta talde naiden pasará por frente a mi casa”, el callejón permanecía desierto hasta la puesta del sol. Cada domingo, al final del día, Cándida traía fieles a las sesiones del Centro. Elpidio, el albañil, Crescencio Peñalver, Menegildo y Longina llegaban a la “guagua” de Las Delicias del Carmelo. Frontera entre el campo y la ciudad, la casa de Cristalina recibía visita de guajiros cuyos machetes estaban pringosos de zumo de caña. Como el “Cuarto Fambá” del Enellegüellé quedaba cerca, Menegildo reconocía algunos escobios entre los presentes. Un gramófono preparaba los ánimos, tocando “música de iglesia”. Cantaban las cuerdas el preludio de Lohengrín, misteriosamente extraviadas en el trópico, y se procedía a formar la cadena… Una de las asiduas al Centro era mal vista por Cristalina: Atilana, mulatica arribista, cuyas pretensiones a la mediunidad constituían un continuo peligro para el prestigio de aquellas veladas. Apenas el ambiente se hacía propicio para acoger los mensajes de la orilla obscura, la intrusa fingía caer en trance, echando a perder un trabajo preparado por Cristalina durante varios años… Aquella vez volvió a producirse el engorroso episodio. Cuando un silencio cargado de efluvios de axilas pareció anunciar una levitación de objetos, una rotación de mesas, la voz de Atilana rompió la paz:
– ¡Hem’mano mío! ¡Yo soy el ep’píritu del Apostólo Martí!
Un zumbido colérico se alzó en el fondo de la sala.
Alguien exclamó:
– ¡Deja que Cristalina caiga en transe! Tú ni eres medio ni eres ná.
– El ep’píritu del Apostólo, el ep’píritu del Apostólo…
Cristalina ordenó:
– ¡Rompan la cadena!
Las manos sudorosas perdieron contacto. Pero Atilana proseguía imperturbablemente, fijando en lo alto sus pupilas dilatadas:
– …He venido entre vosotros, hem’mano mío… Un policía, sentado al lado de Cristalina, creyó hallar un procedimiento decisivo para hacer callar a “la sujeto”:
– Échenle agua malnética.
Cristalina tomó un vaso de agua que estaba colocado en la cornisa de un armario y comenzó a rociar a la muchacha en la frente, en los hombros, en los brazos. Atilana tuvo un sobresalto nervioso. Crispó los dedos y, bajando los párpados, gritó con voz tajante:
– ¡Aguanten! ¡Que el instrumento ha tostao café!…
Ante el temor de pasmarse -¡y con lo malo que es eso!-, la médium cerró la boca para sumirse en un abatimiento rabioso. La cadena se construyó nuevamente. Pero como ningún espíritu condescendía en responder a las llamadas, se procedió a invocar el de Rosendo… Sesión poco interesante la de aquella noche, pero sesión que transformó a Menegildo en verdugo de San Juan Bautista, ya que el negocio le fue ofrecido por el negro Antonio en la “guagua” del regreso, bajo la claridad temblorosa del quinqué de carburo, cuya llama en tridente moría y renacía en cada bache de la calzada.
El parque de diversiones fue inaugurado en las inmediaciones de la gran carpa de circo que visitaba la ciudad, cada año, en otoño. Por la tarde, una parada, integrada por un elefante sucio, un camello con la giba caída, tres hienas y un león enjaulado, a más de algunos coches llenos de acróbatas vestidos de mallas descoloridas, recorrió la calle principal, seguida por la pandilla del Cayuco. Al romperse el cortejo se tiraron voladores, y la multitud invadió un yermo cercado, en que veinte barracas y una montaña rusa habían surgido del suelo. Un Bataclán avecindaba con una choza en que una boca del Orinoco adormecía su aburrimiento interminable. Más lejos, un enano proponía pelotas para “bañar al negro” que tiritaba sin ira en lo alto de una escalera plegadiza. Un museo reservado exhibía maniquíes enfermos de sífilis, a dos pasos del panóptico de fenómenos, cuyo organillo no cesaba de moler una giratoria sinfonía de siete notas.
LA DECAPITASIÓN DEL VAUTISTA
EL ASOMBRO DE LA SIENSIA
Entrada: 10 centavos
En el extremo del parque, en pleno vapor de cebolla frita, la barraca roja se alzaba, solitaria, con sus pinturas bárbaras, cabezas cortadas y troncos manando sangre como pellejos acuchillados. En un estrado de tablas, cubierto por un turbante, vestido con una larga bata roja, Menegildo se paseaba como fiera acosada, llevando un hacha de cartón en el hombro. De cuando en cuando lanzaba un grito estridente, se arrodillaba cara al público, y besaba el hacha, alzándola después en gesto de ofrenda. Se le había explicado que debía representar “la salasión de uno que le arrancó la cabeza a un santo”. Y Menegildo, consciente de su Papel, daba muestras de un talento dramático que maravillaba al mismo negro Antonio. El mozo desempeñaba su oficio de verdugo con una convicción absoluta. En horas de trabajo habría decapitado al propio Bautista si el santo, vestido de vellón de oveja, se hubiera aparecido entre los curiosos que rodeaban la barraca. Poco importaba que Crescendo Peñalver, envidioso, declarara que aquello “no era alte ni era ná”, y que el mozo estaba “sirviendo de mono”. Menegildo se había vuelto personaje en el solar. Medio Pilato, medio actor, se daba buena vida con el peso ganado diariamente en la barraca de los suplicios. El vientre de Longina crecía de día en día. El matrimonio prosperaba. El recuerdo del Central San Lucio iba perdiéndose en cendales de bruma. La casa de los Cué desaparecía entre las cañas, abismándose en un pasado de miseria, de barro y de aislamiento… Todavía debía durar allá el terrible tiempo muerto de calma canicular, de polvo, de tedio, de silencio, a la orilla de plantíos cuyos canutos acababan de hincharse lentamente. El ingenio permanecía mudo. Los relojes tenían doce horas. Se escuchaban las confidencias de la brisa y los vientres estaban apretados…
Una noche, al salir del parque de diversiones, Menegildo se encaminó hacia la casa de Juana Lloviznita, donde debía haber fiesta. Al llegar a la esquina de Pajarito y Agua Tibia, vio una aglomeración anormal en las aceras. Antes de poder enterarse de lo ocurrido, dos jaulas de la policía pasaron a toda velocidad por su lado. En uno de los carruajes divisó a los miembros del Sexteto Física Popular. El segundo estaba lleno de negros que no le eran conocidos. Erguida en el umbral de su casa, gesticulando y escupiendo, Juana lanzaba imprecaciones y mentadas de madre, mientras sus protegidas se marchaban apresuradamente, con los sombreros en la mano. Acababa de pasar lo que más de uno esperaba. Cuando mejor estaba el baile, los desgraciados del Sexteto Alma Tropical se habían aparecido por la cuadra. Comenzaron a tocar y cantar frente a la casa. Los del Física Popular delegaron a un emisario amenazador para desalojar a los músicos rivales. Recibido a empellones, la pelea se entabló entre los miembros de las dos orquestas. Volaron tambores, reventaron botijas, se astilló el contrabajo y las guitarras quedaron despedazadas. Los uniformes azules aparecían con la primera sangre, prendiendo a todo el mundo.
– ¡No tienen fundamento! ¡No tienen fundamento! -sollozaba Juana Lloviznita.
Cuando Menegildo regresó al solar, la noticia había despertado a todo el mundo. Las comadres se mesaban los cabellos. Las maldiciones se perfilaban en la noche del patio lleno de bateas. Y lo grave era qué el suceso venía a despertar viejas rencillas, olvidadas desde hacía meses. Chivos eran los habitantes de la ciudad alta, cuyas últimas casas se dispersaban entre las lomas circundantes. Sapos, los vecinos de las calles que terminaban a la orilla del agua salada. Chivos y sapos rivalizaban en las parrandas de Carnaval por presentar los altares más rutilantes y emperifollados. Y sapos todos eran los miembros de la Potencia ñáñiga del Enellegüellé, a la que pertenecía Menegildo, el negro Antonio, Elpidio y los del Sexteto Física Popular. Los chivos tenían su Ebión también: el Efó-Abacara, Potencia de antiguos, cuyo diablito era el maraquero del Alma Tropical. La ortodoxia y el liberalismo volvían a encontrarse frente a frente. Los antiguos sabían más lengua que los nuevos. Respetaban rituales que éstos pasaban por alto. Eran más estrictos en la admisión de nuevos “ecobios”… Ahora la guerra estaba declarada. ¡Yamba-ó! ¡Retumbarían las tumbas, renacerían las firmas, el yeso amarillo y el Cuarto Fambá…!
Un sinnúmero de batallas sordas se libraba ya en la ciudad. Mañana día de lotería. Los vendedores de periódicos, acostados al pie de las rotativas bajo frazadas de papel impreso, se miraban con ojos torvos. Bastarían una leve “mala interpretación” para provocar encuentros. Las jícaras de brujería florecerían ahora en los umbrales de las casas de la ciudad alta y de la ciudad baja. Los domingos tronaban los cuatro tambores rituales junto a los Cuartos Fambás. La fidelidad a los Ebiones se recrudecería al calor de las hostilidades. Y como la policía estaba sobre aviso, los primeros rompimientos se llevaron a cabo con el mayor secreto. Encerrados en una habitación del solar, los fieles percutían en cajones y sombreros de paja, entre cuatro paredes adornadas con pinturas de un día, representando los atributos y moradas rituales. Los grafitos mostraban la palma de Sicanecua, el pez roncador y el curso sinuoso del río Yecanebión. Entre dos firmas se erguía un Senseribó en miniatura, hecho con un brazalete de cobre y cuatro plumas de gallina. El Diablito era figurado por un muñeco montado en un disco de cartón.
Efimere bongó,
¡yamba-ó!
Efimere bongó,
¡yamba-ó!
Como la temporada del circo había terminado y el Bautista se estaba haciendo decapitar bajo otros cielos, Menegildo no faltaba a las reuniones de su grupo. Había olor a sangre en la atmósfera, aunque ningún combate hubiese opuesto todavía las fuerzas del Efó-Abacara a la del Enellegüellé.
Nubes de tormenta se cernían sobre la guerra invisible. Los truenos del otoño habían velado el cielo aquella tarde, enfundando el sol y dejando luz de eclipse en la ciudad. Todavía el horizonte no olía a lluvia, y las olas del mar eran tan pesadas que no llevaban espuma. Menegildo estaba tumbado en la colombina, con el pecho húmedo de sudor, cuando el Cayuco entró en la habitación.
– Dice e negro Antonio que vaya pal parque en seguía, que hay un asunto malo por aya.
– Voy.
Menegildo se abotonó la camisa, se apretó el cinturón y ocultó el cuchillo en uno de sus bolsillos. Bajo el portal del Café de París, el negro Antonio le aguardaba al pie de su sillón de limpiabotas. Tenía el ceño fruncido.
– ¿Qué hubo? -preguntó Menegildo.
– ¡Quédate por aquí, que puede pasal algo!
– ¿Y eso?
– Hay uno del Efó-Abacara que va a venil a buccalme bronca. Si viene con otro le caemo entre lo do. Tú hatte el bobo.
– ¡Ya sabe que aquí hay un macho!
Comenzó una espera silenciosa. Antonio lustró dos pares de zapatos, con aire distraído, atisbando de tiempo en tiempo los cuatro costados de la plaza. De pronto exclamó entre dientes:
– ¡Ahí vienen!
Tres negros, que Menegildo veía por primera vez, se habían detenido en la esquina más próxima. Uno de ellos se separó del grupo, acercándose al limpiabotas. Antonio tomó una expresión distante y hostil, mirando hacia la gaveta de cepillos y latas de betún. El enemigo apoyó un brazo en el sillón, con aire de desafío. Antonio comentó, sin inmutarse:
– Hay mucho sitio donde podel uno descansal. El negro apoyó el otro brazo:
– ¡Aquí e donde se está cómodo!
– ¡Así se clavó uno!
– ¡No se ocupe, que yo no me clavo!
Hubo un instante de expectación. Menegildo se preguntaba lo que estaba esperando el primo para “caerle” a ese desgraciao, cuando Antonio se levantó súbitamente, echándose una mano al bolsillo:
– ¡Mira cómo está el diablo!
En sus dedos crispados, entre uñas rosadas, un pequeño collar de cuentas negras se retorcía como una culebra herida. Lentamente, Antonio alzó la mano hasta las narices del adversario, cuyos ojos espantados fijaban el extraño objeto viviente. Dio un salto atrás:
– ¡Oye! ¡El diablo está duro!
Y volviéndoles las espaldas fue a reunirse con sus compañeros en la esquina. Los tres se alejaron rápidamente. El diablo regresó al bolsillo, mientras Menegildo contemplaba, al primo con admiración.
– ¡El collar está trabajao en forma! -exclamó Antonio-. ¡Con eso no hay quien puea!
Menegildo reconstruía mentalmente la ceremonia de preparación de aquellos talismanes. El brujo, sentado detrás de una mesa de madera desnuda, sacando de jícaras llenas de un líquido espeso aquellos collares, aquellas cadenas, que se doblaban en espiral, formaba el 8, dibujaban un círculo, se arrastraban y palpitaban sobre el corazón del hombre con una vida tan real como la que hacía palpitar el corazón del hombre.
– ¡Me voy a tenel que comprar un muerto! -sentenció Antonio para sí mismo.
– ¿Un muerto?
– Sí. En el sementerio.
Menegildo sintió un escalofrío en la base del cráneo. Paula Macho. Los haitianos de la colonia Adela. Los que manosean huesos. El ciclón. Lo que el viejo Usebio había visto la noche aquella… Pero con Antonio las cosas cambiaban. Las fuerzas malas podían domarse en bien de uno. La niña Zoila mudaba de color y de significado según la orilla en que volara su ánima…
– ¡Voy a il esta mima noche! -proseguía Antonio-. Santa Teresa, que es macho un día y hembra al otro día, es la dueña de todos los muertos. Hay que hablarle: “Santa, ¡véndeme un ser!”
– ¿Y dipué? -preguntó Menegildo con tono inseguro.
– Tú no pué entendel de eso… Aggún día tú me dirá: “Antonio, ¡tú sabe!”… Uno saca un ser que está malo. ¡Malo! ¡Que no haiga descansao entodavía! Te lo llevas contigo y se lo echa a tu enemigo…
– ¿Se lo echa?
– Sí. ¡Se lo suelta!
– Y él lo ve?
– ¡Ni él, ni tú tampoco! ¡Pero ahí está! Lo coge por el pescuezo y se lo lleva pal sementerio… Y ya el ser puede descansal…
– ¿Y si le echan un muelto a uno?
– ¡Pa eso traigo el diablo! Antonio se palpó el bolsillo:
– ¡Y está duro!
Su voz cambió de entonación:
– Bueno, ya te puede il. Ellos no vuelven.
– Adió, entonce.
– Adió.
Menegildo se alejó del negro Antonio. Estaba angustiado. ¿Quién podría asegurarle que el adversario de hace rato, al salao ñáñigo ese, no traía un ser consigo? ¿No lo llevaría montado en el cogote, como un güije, espíritu malo…? Pero, ¡no! El diablo había estado demasiado cerca. El collar trabajado era.una barrera que los mismos muertos no escalaban. Recinto mágico que ponía a los fuertes en situación de sitiados, pero nunca de vencidos.
El día de Nochebuena Cristalina Valdés reunió a todos sus amigos en el Centro Espírita. Estaba convencida que, una vez al año, era necesario crear una corriente de simpatía en su favor para cargar con ese fluido propicio los invisibles acumuladores de la ventura. ¡Que sus invitados comieran, bebieran y bailaran bajo su tejado! Ya el chino de la charada y los terminales de la lotería se encargarían de desquitarla de los gastos. Aquella vez había llevado la magnificencia hasta matar un lechoncillo. Abierto sobre un lecho de hojas de guayaba, colocado sobre un hoyo lleno de rescoldos, el cerdo iba dorándose apetitosamente bajo una constante lluvia de zumo de naranja agria, orégano y ajos machacados… La gente del solar llegó al atardecer, seguida por la pandilla del Cayuco. Traídos por Menegildo y el negro Antonio, casi todos los miembros del Enellegüellé estaban presentes. Al entrar, algunos depositaban en la cocina botellas de vino dulce, frascos de ron o paquetes de galleticas de María envueltos en papel transparente. Hacía fresco. Varias guitarras, los bongóes, cuatro maracas y una enorme marímbula se alinearon a lo largo de las tapias del traspatio. Los transmisores de Cristalina habían salido por una vez de las penumbras de la casa de las ánimas. Lenin, Napoleón, Lincoln, Allán Kardek y el Crucificado estaban alineados en una mesa, en busto y efigie, para presidir la fiesta… Cada invitado se sentó donde pudo. Los primeros tragos fueron servidos en un jarrito de lata que se sacudía antes de pasarlo a otra boca. Se encendieron algunos vegueros. Y el ritmo nació en la tarde. Reinaba una paz inmensa en el ambiente. Para conmemorar el nacimiento del Señor, las fábricas de la ciudad habían suspendido sus resoplidos de asno y buey. En el patio, los chicos jugaban a la lunita.
Con motivo de la fiesta, Longina se había envuelto la cabeza en un hermoso pañuelo de seda amarilla. Dos aros de celuloide rojo pendían de sus lóbulos. Cándida Valdés estrenaba zapatos encarnados, y Crescencio llevaba un alfiler de corbata con una clave de sol prendido en la solapa de la americana. Antonio lucía jipi nuevo. Menegildo se había rociado el cráneo con alcohol-colonia. Algunos invitados traían faroles que se colocaron en tierra alrededor de los músicos. El son comenzó a pasar de la afinación al canto. Después de vibrar en frío, los percutores sonaban con más vigor. Cundió un hai-kai tropicalísimo:
Son de Oriente,
son caliente,
mi son de Oriente.
Y todas las voces partieron sobre un mismo ritmo. Las claves se entrechocaban en tres largas y dos breves. Los sonidos se subían a la cabeza como un licor artero. Cada vez más fuerte. Se gritaba ya, sacudiendo los hombros en un anhelo físico de movimiento. El negro Antonio comenzó a bailar solo, tirando de las puntas de un pañuelo tornasolado. Se hizo un círculo alrededor de él.
¡Oye cómo suenan las maracas!
¡Oye cómo suenan los timbales!
Exclamaciones parecidas a las que se lanzan en las vallas de gallos alentaron al bailador, cuya cintura se volvía talle de avispa a fuerza de elasticidad. Sus caderas se contoneaban con cadencia erótica. Arrojó el pañuelo al suelo y, sin perder un paso, girando en espiral, lo recogió con los dientes. Hubo gritos de entusiasmo.
La música se exaltaba. Menegildo entró en el círculo. Los dos bailadores se miraron como bestias que van a reñir. Comenzaron a dar vueltas, balanceando los hombros y los brazos con movimiento desigual. Se perseguían, se esquivaban, trocaban los sexos alternativamente, reproduciendo un ritual de fuga de la hembra ante el macho en celo.
– ¡Castiga! ¡Quémalo! -gritaban los músicos.
Y la persecución circular cobró más sentido aún. Cada cual trataba de no quedar de espaldas frente al otro, evitando el ser hembra si era alcanzado con un paso rápido que simbolizaba la más anormal de las violaciones. Menegildo, ya un poco ebrio, bailaba con tanto estilo que lo dejaron solo… Cuatro manos preludiaron un toque ñáñigo. El súbito anhelo de reafirmar fidelidad al Juego amenazado por la insolencia reciente de los Chivos, inducía a los músicos a profanar por unos instantes el ritmo sagrado. ¡Ojalá el viento llevara esos toques a oídos enemigos! ¡Ya sabrían que los machos de verdad no se dormían como camarón que se lleva la corriente…! Una botella fue colocada en el centro del círculo -eje de una ceremonia que remozaría prácticas de inspirado. Grave, con las cejas arqueadas, la frente contraída, Menegildo esbozó los pasos del Diablito, limpiándose las espaldas y los hombros con escoba de cinco dedos y blandiendo una rama a modo de Palo de Macombo. Gravitaba sobre sí mismo, con los pies casi inmóviles, perfilando saludos circulares de trompo cansado. De pronto su cuerpo se inmovilizó, y un estremecimiento bajó a lo largo de sus miembros hasta sus tobillos Parecía una momia rígida, cuyos pies, únicamente, fuesen movidos por una vibración eléctrica. Entonces sus plantas se deslizaron sobre el suelo, temblando vertiginosamente como alas de moscardón. Con los ojos fijos y muy abiertos, los brazos plegados sobre el cuerpo, dueño de misteriosas propiedades para hacer andar una estatua, resbaló literalmente en torno a la botella, trazando tres círculos completos. Dos tambores, golpeados con baqueta, acompañaron esta práctica encantatoria.
Se le aclamó. El Cayuco trajo a Menegildo un vaso lleno de agua. El mozo lo afianzó entre las espumas obscuras de su cabeza y repitió la danza. Ni un hilo del líquido bajó por sus mejillas.
– ¡Caballo fino! -le gritaron, comparándolo con esos caballitos criollos cuyo gualtrapeo es tan picado y nervioso que pueda llevarse un vaso de agua en el pomo de la albarda sin que se derrame una gota.
Menegildo se secó el sudor. El jarro de lata recorrió la concurrencia. Se blandieron costillas de lechón tres veces roídas. El vino dulce y el ron se habían mezclado hasta el mareo. Se reía de todo y de nada. ¡Aquello sí era fiesta! Los mismos transmisores parecían divertirse. El rosal, movido por la brisa, acariciaba la testa de Allán Kardek con sus espinas pardas. Lenin parecía meditar bajo el brazo izquierdo de la cruz… La música tronó nuevamente. Esta vez todo el mundo bailó. El Cayuco y sus compañeros inventaban la rumba a treinta pulgadas del suelo. Pero un acuerdo mudo, instintivo, determinó el carácter de una nueva danza. Cristalina, muy excitada, detuvo el impulso de los demás con un gesto y empezó a bailar sola, moviéndose apenas y levantando los pies alternativamente. Todos los invitados comenzaron a andar en círculo alrededor de ella. Las unidades de un primer anillo humano, girando de izquierda a derecha, con todos los brazos levantados y ligeramente inclinados hacia adelante. Las del segundo anillo andaban en sentido contrario, sosteniéndose por la cintura. Entonces los músicos profanaron un ritmo sagrado y toques que sólo corresponden a los tambores religiosos se hicieron escuchar en instrumentos de juerga. Intermitentes y subterráneos, los golpes se encadenaban en una caída de ritmos cuyo equilibrio era roto cada vez y cada vez encontrado. Las voces se alzaron, roncas, en un unísono perfecto:
Oleli,
Olelá.
Oleli,
Olelá.
Oleli,
Olelá.
Oleli,
Olelá.
Un solista declamó lentamente, acentuando cada sílaba:
Jesú-Cristo, transmisol,
Santa Bárbara, transmisol,
Allán Kardek, transmisol,
Olulú, transmisol,
Jesu-Cristo, transmisol,
Yemayá, transmisol…
Y cundía de nuevo la invocación a la vasta fuerza cósmica, que era transmitida por todos los santos de sangre, santos de gracia, santos de Ostensorio, santos de sexo, santos de hostia, santos clavados, santos de ola, santos de vino, santos de llaga, santos de mesa, santos de hacha, santos de alas, santos de burbuja, santos de Olelí.
Olelí,
Olelá.
Olelí,
Olelá.
Y Olelí,
Y Olelá.
Y Olelí,
Y Olelá.
Los cuerpos giraban, sudorosos, jadeantes, en un rito evocador de magias asirías. Olelí. Las manos se crispaban. Olelá. La carne se excitaba en el contacto de la carne. Olelí… La misma frase, frase rudimentaria, terriblemente primitiva, hecha de algunas notas ungidas, era repetida en intensidad creciente. Los círculos magnéticos se apretaban; los pies casi no hollaban el suelo. Con geometría de sistema planetario, las dos ruedas de carne gravitaban, una dentro de la otra, como dos cilindros concéntricos. Las voces raspaban; los ojos rodaban, atontados. Fuera de los halos vivientes, las manos, multiplicadas, se encendían sobre pieles de buey y de cabra, impulsadas por una frenética necesidad de ruido. Un brusco silencio habría sido más temible que la muerte. Los animadores del rito giratorio habían dejado de pertenecer al mundo. Sus camisas, empapadas, caían al suelo. Olelí. Los golpes de tambor les repercutían en las entrañas. Olelá. El aliento de alcohol, un vaho de vientres, de ingles, se malaxaban en un hálito acre y animal. La gran fuerza bajaría de un instante a otro. Todos lo presentían. La sangre movía péndulos en las arterias tensas. Los transmisores bailaban ya una ronda invisible encima de los árboles. Santa Bárbara, Jesucristo y Allán Kardek arrastraban lo que debía venir hacia el grupo de invocadores. La puerta arcana se entreabría. Las voces de la maquinaria humana se extraviaban en licantropía de bramido, gemido, grito agudo. ¡Olelelelí! ¡Olelelelelelelelá! Los pechos se apretaban sobre espaldas erizadas. Se corrían más pronto, en una caída continua hacia un orgasmo constelado de estrellas. La puerta se abría. Nevaban hojas. El santo llegaba. ¡Llegaba! ¡Era! Y eran aullidos en el eje de los círculos. La vieja Cristalina se retorcía en tierra, con los ojos abiertos y la boca llena de espuma. Las convulsiones la encogían y estiraban como un resorte. Callaron los tambores.
– ¡El santo! ¡Ya le bajó el santo!
La ronda se detuvo.
La mujer, mostrando sus muslos fláccidos, continuaba gritando, puestos los brazos en cruz. ¡El santo la poseía! Era casi divina. Era tragaluz abierto sobre los misterios del más allá. Por ella hubiera sido posible penetrar en el mundo desconocido cuyas fronteras se adelgazaban hasta tener el espesor de un tenue velo de agua… La llevaron al cuarto principal de la casa. Sentada en un taburete, rodeada de vasos magnéticos, contestó como un autómata a las preguntas que se le hicieron al oído. ¡En aquel instante podía dictar líneas de conducta, predecir el futuro, denunciar enemigos, anticipar percances y venturas, hacer llover como los taitas de Allá…!
Pero el misterio no debía prolongarse. Milagro que dura deja de ser milagro. Cándida Valdés hizo salir a los invitados y se entregó a una gesticulación mágica para reanimar a la posesa. El santo se preparó para emprender el vuelo. La puerta se cerraba. Cuando el son se hizo oír nuevamente, la puerta estaba cerrada. Había que borrar cuanto antes las emociones de la ceremonia peligrosa:
Camina como chévere
y mató a su padre…
El negro Antonio, Menegildo y Crescencio, esbozaron un “arrollao” para animar a los presentes. El grupo de bailadores, seguido por el Cayuco y la pandilla, recorrió el patio cajo las frondas de los mamoncillos, despertando a las gallinas que dormían en una escalera de mano.
Entonces sonó un ruido extraño: el ruido de las cosas anormales, que altera los ritmos del corazón. Longina, aterrorizada sin saber por qué, se agazapó detrás del barril de agua. Cristalina y Cándida echaron a correr, desapareciendo en la obscuridad. Hacia el son se veían saltar sombras en una confusión de torsos y de brazos alumbrados por los faroles cuyos bombillos estallaban. Una bandada de negros había surgido de la noche, arrojándose sobre los invitados. Los tambores y calabazas volaren en el aire. Las mochas cortaron guitarras en dos. Se blandieron cuchillos y palos. Las luces fueron risoteadas. Cien gritos hendieron las tinieblas. Algunos dedos tocaron sangre.
– ¡Efó! ¡Efó! -grito Antonio.
Menegildo reconoció gente del Juego enemigo a la luz del último quinqué, que fue apagado de una patada. El mozo se arrojó en el montón, cuchillo en mano.
Hubo carreras y choques. El hierro topó con el acero. Y cedió el empuje. Longina vio pasar siluetas espigadas por el pánico. Un negrazo pasó junto al barril sin verla. Blandía un machete. Parecía buscar algo. Entró en la casa. Golpeó las paredes y la cama. Cortó el cuero de los taburetes. Gritó varias veces:
– ¡No se escondan, desgraciaos! ¡No se escondan!…
Pero viéndose sola, esta sombra acabó también por desaparecer en la obscuridad.
El silencio se llenó de grillos.
Un bulto se movía entre las hierbas. Longina se acercó a gatas. Menegildo yacía de bruces, cubierto de sangre tibia.
– Menegid’do. ¡Qué te pasa, Dio mío…!
El no contestaba. Trató de alzarse sobre los codos. Cayó nuevamente. Su frente rebotó en la tierra. Longina tocó con sus dedos ana ancha herida que le hendía el cuello.
Tuvo un miedo terrible. Se levantó. Giró sobre sí misma, llevándose las manos a la cabeza. Luego corrió hacia el callejón gritando. Pedía luz, gente, ayuda divina. Llamaba a Dios en la noche.
Regresó un momento más tarde, seguida por un vecino que traía un quinqué. El hombre inclinó la luz, colocando una mano cerca de la llama para ver mejor. Longina se arrodilló junto al cuerpo inerte.
Menegildo estaba gris, vaciado de sangre, con la yugular cortada por una cuchillada. Su herida se había llenado de hormigas.
Salomé lavaba trapos a la sombra del platanal de hojas impermeables. Las lentas carretas que renqueaban camino de la romana, se detenían siempre al pie del viejo tamarindo.
Cerdos negros y huesudos en el batey; auras girando bajo las nubes; tierra roja, caña y sol.
– ¿Y por allá, bien…?
La invariable pregunta surcaba una vez más el aire tibio, oliente a hierbas calientes y a melaza.
¿Pero quién sería la negra harapienta y sucia que entraba con paso tan resuelto en el dominio rectangular de los Cué? Salomé inmovilizó sus manos en el agua de horchata.
– Señoa Salomé… ¡Yo soy la mujer de Menegid’do!
La mujer miraba a Salomé con aire de perro azotado. Estaba encorvada. Tenía la cara cubierta de polvo y grasa. Su vientre abultado le daba una silueta a la vez grotesca y lamentable… La vieja estalló:
– ¡Ah, desgracia! ¡Hija de mala madre! ¡Tú ere la que me salaste a mi hijo! ¡Antonio me lo metió en líos, y tú me lo llevat’te! ¡Desgracia! ¡Sinbelgüenza! ¿Y aónde está mi jijo?
– ¡Lo han matao! ¡Lo han matao! Salomé gritó:
– ¡Ay, Dio mío! ¡Ya sabía yo que le había pasao una desgrasia! ¡Y tó por curpa tuya! ¡Ay, ay! ¡Salación…!
Los hermanitos de Menegildo, sin comprender, hacían un círculo en torno a las dos mujeres, con las manos metidas en la boca. Salomé se deshacía en imprecaciones contra Longina. Y ambas lloraban estrepitosamente, frente a frente, repitiendo absurdamente las mismas palabras… Al fin, Longina, con frases deshilvanadas, narró lo que había pasado la noche del santo. Luego, el velorio, el entierro. Sin un centavo, desesperada, atontada, queriendo cumplir un obscuro deber, había salido de la ciudad, había echado a andar y, tres días más tarde, sin saber cómo, con orientación instintiva de gato perdido, se encontraba aquí, junto a las torres del San Lucio. Tenía hambre. Sólo había comido sobras regaladas en las bodegas del camino. ¡Pero daba lo mismo! ¡Se quería morir!
Salomé la interrumpió duramente:
– ¡Vete a moril a otro lao! ¡No quiero salaciones aquí!
Longina bajó la cabeza. Atravesó el batey sosteniendo su vientre con las dos manos. Cuando tiraba de la talanquera, Salomé la detuvo:
– Entra en el bohío y coge la cazuela con arró que hay en el fogón de la cocina… ¡Y métete en un rincón pa que no te vea má…! ¡No quiero que por mí se muera el jijo de Menegid’do! ¡Sinbelgüenza! ¡Por ti se saló el muchacho! ¡Desgracia!
Longina entró en el bohío. Las gallinas salieron revoloteando, en señal de protesta contra la presencia de aquella intrusa. Agazapada junto a la cazuela, Longina engulló los granos mal cocidos a mano llena… Afuera, Salomé secó los brazos en la hierba:
– Oye. ¡Y pon a sancochal las viandas pal almuerzo! ¡Orita vienen Usebio y Luí…!
Las sombras del humo del Central corrían sobre el suelo como un rebaño de gasas obscuras.
Tres meses después, Menegildo tenía un mes. Era un rorro negro, de ojos saltones y ombligo agresivo. Se retorcía, llorando, en su cama de sacos, bajo las miradas complacidas de Salomé, Longina y el sabio Beruá.
Para preservarlo de daños, una velita de Santa Teresa ardía en su honor ante la cristianísima imagen de San Lázaro-Babayú-Ayé.
Primera versión: Cárcel de La Habana, agosto 19 de 1927.
Versión definitiva: Paris, enero-agosto de 1933.