II ADOLESCENCIA

12 Espíritu Santo

A los diecisiete años Menegildo era un mozo rollizo y bien tallado. Sus músculos respondían a la labor impuesta como piezas de una excelente calidad humana. Su ascendencia carabalí lo había dotado de una pelambrera apretada e impeinable, cuyas pequeñas volutas se enlazaban hasta un vértice situado en el centro de la frente. Sus narices eran chatas como las de Piedra Fina, y, asomando entre dos gruesos labios violáceos, unos dientes sin tara eran la síntesis de su vida interior. Sus ojos, más córnea que iris, sólo sabían expresar alegría, sorpresa, indiferencia, dolor o expectación. A causa de sus largas cejas, los chicos del caserío lo habían apodado Cejas de Burro, burlándose de su previsto enojo, ya que Menegildo era susceptible en extremo y nada sensible al humorismo. Habitualmente cubrían sus anchos pectorales con una camiseta de listas purpurinas. Sus pantalones -blancos cuando salían de la batea hogareña- no tardaban en ser una mera embajada de todos los senderos de tierra colorada. Su sombrero estaba trenzado con el mismo material que la techumbre del bohío familiar. Se levantaba de madrugada, con Usebio y Tití, para enyugar los bueyes… Al caer la noche, cuando despertaban las lechuzas, era de los primeros en tumbarse en su mal oliente bastidor de sacos.

Salomé no había descuidado su vida espiritual. Unos meses antes, sentándolo ante el altar de la casa, lo había iniciado en los misterios de las “cosas grandes”, cuyos oscuros designios sobrepasan la comprensión del hombre… Menegildo escuchó en silencio y jamás volvió a hablar de ello. Sabía que era malo entablar conversaciones sobre semejantes temas. Sin embargo, pensaba muchas veces en la mitología que le había sido revelada, y se sorprendía, entonces, de su pequeñez y debilidad ante la vasta armonía de las fuerzas ocultas… En este mundo lo visible era bien poca cosa. Las criaturas vivian engañadas por un cúmulo de apariencias groseras, bajo la mirada compasiva de entidades superiores. ¡Oh, Yemayá, Shangó y Obatalá, espíritus de infinita perfección…! Pero entre los hombres existían vínculos secretos, potencias movilizables por el conocimiento de sus resortes arcanos. La pobre ciencia de Salomé desaparecía ante el saber profundísimo del viejo Beruá… Para este último, lo que contaba realmente era el vacío aparente. El espacio comprendido entre dos casas, entre dos sexos, entre una cabra y una niña, se mostraba lleno de fuerzas latentes, invisibles, fecundísimas, que era preciso poner en acción para obtener un fin cualquiera. El gallo negro que picotea una mazorca de maíz ignora que su cabeza, cortada por noche de luna y colocada sobre determinado número de granos sacados de su buche, puede reorganizar las realidades del universo. Un muñeco de madera, bautizado con el nombre de Menegildo, se vuelve el amo de su doble viviente. Si hay enemigos que hundan una puntilla enmohecida en el costado de la figura, el hombre recibirá la herida en su propia carne. Cuatro cabellos de mujer, debidamente trabajados a varias leguas de su bohío -mientras no medie el mar, la distancia no importa-, pueden amarrarla a un hecho de manera indefectible. La hembra celosa logra asegurarse la felicidad del amante empleando acertadamente el agua de sus íntimas abluciones… Así como los blancos han poblado la atmósfera de mensajes cifrados, tiempos de sinfonía y cursos de inglés, los hombres de color capaces de hacer perdurar la gran tradición de una ciencia legada durante siglos, de padres a hijos, de reyes a príncipes, de iniciadores a iniciados, saben que el aire es un tejido de hebras inconsútiles que transmite las fuerzas invocadas en ceremonias cuyo papel se reduce, en el fondo, al de condensar un misterio superior para dirigirlo contra algo o a favor de algo… Si se acepta como verdad indiscutible que un objeto pueda estar dotado de vida, ese objeto vivirá. La cadena de oro que se contrae, anunciará el peligro. La posesión de una plegaria impresa, preservará de mordeduras emponzoñadas… La pata de ave hallada en la mitad del camino se liga precisamente al que se detiene ante ella, ya que, entre cien, uno solo ha sido sensible a su aviso. El dibujo trazado por el soplo en un plato de harina responde a las preguntas que hacemos por virtudes de un determinismo oscuro. ¡Ley de cara o cruz, de estrella o escudo, sin apelación posible! Cuando el santo se digna regresar del más allá, para hablar por boca de un sujeto en estado dé éxtasis, aligera las palabras de todo lastre vulgar, de toda noción consciente, de toda ética falaz, opuestos a la expresión de su sentido integral. Es posible que, en realidad, el santo no hable nunca; pero la honda exaltación producida por una fe absoluta en su presencia, viene a dotar el verbo de su mágico poder creador, perdido desde las eras primitivas. La palabra, ritual en sí misma, receja entonces un próximo futuro que los sentidos han percibido ya, pero que la razón acapara todavía para su mejor control. Sin sospecharlo, Beruá conocía prácticas que excitaban los reflejos más profundos y primordiales del ser humano. Especulaba con el poder realizador de una convicción; la facultad de contagio de una idea fija; el prestigio fecundante de lo tabú; la acción de un ritmo asimétrico sobre los centros nerviosos… Bajo su influjo los tambores hablaban, los santos acudían, las profecías eran moneda cabal. Conocía el lenguaje de los árboles y el alma farmacéutica de las yerbas… Y, al amarrar a una mujer en beneficio de un cliente enamorado, sabía que el embó no dejaría de surtir el efecto deseado. La víctima, discretamente avisada por alguna combinación de objetos depositados al pie de su puerta, aceptaba la imposibilidad de oponerse a lo más fuerte que ella… Basta tener una concepción del mundo distinta a la generalmente inculcada para que los prodigios dejen de serlo y se sitúen dentro del orden de acontecimientos normalmente verificables.

Estaba claro que ni Menegildo, ni Salomé, ni Beruá habían emprendido nunca la ardua tarea de analizar las causas primeras. Pero tenían, por atavismo, una concepción del universo que aceptaba la posible índole mágica de cualquier hecho. Y en esto radicaba su confianza en una lógica superior y en el poder de desentrañar y de utilizar los elementos de esa lógica, que en nada se mostraba hostil. En las órficas sensaciones causadas por una ceremonia de brujería volvían a hallar la tradición milenaria -vieja como el perro que ladra a la luna-, que permitió al hombre, desnudo sobre una tierra aún mal repuesta de sus últimas convulsiones, encontrar en sí mismo unas defensas instintivas contra la ferocidad de todo lo creado. Conservaban la altísima sabiduría de admitir la existencia de las cosas en cuya existencia se cree. Y si alguna práctica de hechicería no daba los resultados apetecidos, la culpa debía achacarse a los fieles, que, buscándolo bien, olvidaban siempre un gesto, un atributo o una actitud esencial.

…Aun cuando Menegildo sólo tuviera unos centavos anudados en su pañuelo, jamás olvidaba traer del ingenio, cada semana, un panecillo, que ataba con una cinta detrás de la puerta del bohío, para que el Espíritu Santo chupara la miga.

Y cada siete días, cuando las tinieblas invadían los campos, el Espíritu Santo se corporizaba dentro del panecillo y aceptaba la humilde ofrenda de Menegildo Cué.

13 Paisaje (c)

Era raro que Menegildo saliera de noche. Conocía poca gente en el caserío y, además, para llegar allá, tenía que atravesar senderos muy obscuros, de los que se ven frecuentados por las “cosas malas”… Sin embargo, aquel 31 de diciembre, Menegildo se encaminó hacia el Central, a la caída de la tarde, para “ver el rebumbío”.

Algunas nubes mofletudas, anaranjadas por un agonizante rayo de sol, flotaban todavía en un cielo cuyos azules se iban entintando progresivamente. Las palmas parecían crecer en la calma infinita del paisaje. Sus troncos, escamados de estaño, retrocedían en la profundidad del valle. Dos ceibas solitarias brindaban manojos verdes en los extremos de sus largos brazos horizontales. Las frondas se iban confundiendo unas con otras, como vastas marañas de gasa. Un pavo real hacía sonar su claxon lúgubre desde el cauce de una cañada. El día tropical se desmayaba en lecho de brumas decadentes, agotado por catorce horas de orgasmo luminoso. Las estrellas ingenuas, como recortadas en papel plateado, iban apareciendo poco a poco, en tanto que la monótona respiración de la fábrica imponía su palpito de acero a la campiña… Menegildo tomó la ruta del Central. Unas pocas carretas se contoneaban entre sus altas ruedas. Otras, más lentas que andar de hombre, le venían al encuentro llevando familias de guajiros hacia alguna colonia vecina. Los campesinos, endomingados, lucían guayaberas crudas y rezagos en el colmillo. Instaladas en sillas y bancos, sus hijas, trigueñas, regordetas, vestidas con colores de pastelería, abrían ojos eternamente azorados en caras lindas y renegridas, llenas de cuajarones de polvos de arroz. De la rodante exposición de jipis, peinados grasientos y dentaduras averiadas, partía un saludo ruidoso:

– ¡Buena talde, camará!

– ¡Buena talde…! ¿Va pal caserío? ¿A eperal el año?

Frases amables. El chiste, insaciablemente repetido, del anciano que estaba muy grave. Y Menegildo se volvía a encontrar solo. Sin ser capaz de analizar su estado de ánimo, se sentía invadido por una leve congoja. Hoy -como le ocurría a veces en la cabaña que lo albergaba con sus padres y hermanos- pensaba vagamente en las cosas de que disfrutaban otros que no eran mejores que él. Los tocadores amigos de Usebio eran una palpitante emanación de buena vida, y se jactaban continuamente de haberse corrido rumbas en compañía de unas negras que eran el diablo. Menegildo imaginaba sobre todo, Como un héroe de romance, a aquel Antonio, primo suyo, que vivía en la ciudad cercana, y que, según contaban, era fuerte pelotero y marimbulero de un sexteto famoso, a más de benemérito limpiabotas. ¡El Antonio ese debía ser el gran salao…! Haciendo excepción de estas admiraciones, el mozo había considerado siempre sin envidia a los que osaban aventurarse más allá de las colinas que circundaban al San Lucio. No teniendo “ná que buscal” en esas lejanías, y pensando que, al fin y al cabo, bastaba la voluntad de ensillar una yegua para conocer el universo, evocaba con incomprensión profunda a los individuos, con corbatas de colorines, que invadían el caserío cada año, al comienzo de la zafra, para desaparecer después, sorbidos por las portezuelas de un ferrocarril. Pero más que todos los demás, los yanquis, mascadores de andullo, causaban su estupefacción. Le resultaban menos humanos que una tapia, con el hablao ese que ni Dio entendía. Además, era sabido que despreciaban a los negros… ¿Y qué tenían los negros? ¿No eran hombres como los demás? ¿Acaso valía menos un negro que un americano? Por lo menos, los negros no chivaban a nadie ni andaban robando tierras a los guajiros, obligándoles a vendérselas por tres pesetas. ¿Los americanos? ¡Saramambiche…! Ante ellos llegaba a tener un verdadero orgullo de su vida primitiva, llena de pequeñas complicaciones y de argucias mágicas que los hombres del Norte no conocerían nunca.

Menegildo era demasiado jíbaro para trabar amistad con los mozos de su edad que llevaban brillante existencia en el caserío, entre copas de ron y partidas de dominó en la bodega de Canuto, enamorando a las deslumbradoras muchachas obscuras, coloreteadas y emperifolladas, embellecidas por aretes y medias “colol calne”, que el adolescente solía admirar de lejos, como caza prohibida e inalcanzable. Nunca los hombros de Menegildo habían conocido el peso de una americana. Como vestimenta de lujo sólo poseía un larguísimo gabán de forros descosidos, dado por un pariente “pa que se lo pusiera por el tiempo frío”. Fuera de unos íntimos de su padre, nadie estaba enterado de sus habilidades coreográficas, ya que sólo desde el exterior había entrevisto los bailes ofrecidos por la Sociedad de Color del caserío.

Sintiéndose hombre, comenzaba a tener un poderoso anhelo de mujer. El franco deseo no era ajeno a estas inquietudes. Pero en ellas había también una miaja de sentimentalismo: a veces soñaba verse acompañado por alguna de las muchachas que se sentaban, al atardecer, en los portales del pueblo. La habría devorado con sus grandes ojos infantiles, sin saber qué decirle. Luego, le “habría pedido un beso”, de acuerdo con el hábito campesino, que cohíbe las iniciativas del macho… Pero todo esto era bien remoto. Jamás había pensado seriamente en la posibilidad de hablar con una mujer para otros fines que el de transmitir los recados que Salomé enviaba a sus vecinas. Por ello, sus incipientes ideales amorosos adoptaban las formas románticas de las pasiones descritas en los sones que conocía. Sus nociones en esta materia eran cándidamente voluptuosas. El amor era algo que permitía estrecharse bajo las palmas o los flamboyanes incendiados. Después venía una revelación de senos y de turbadoras intimidades. Pero la mujer era siempre cerrera, y cuando se iba con otro quedaba uno hecho la gran basura… Sin embargo, una necesidad de dominación quedaba satisfecha, y quien no hubiese casado por ahí, no podía llamarse un hombre -¡un hombre como ese negro Antonio, que le zumbaba el mango…!

Sin ser casto, Menegildo era puro. Nunca se había aventurado en los bohíos de las forasteras que venían, en época de la zafra, a sincronizar sus caricias con los émbolos del ingenio. Tampoco era capaz de acudir a los buenos oficios de Paula Macho desde que su padre le contó que la desprestigiada andaba manoseando muertos con los haitianos de la colonia Adela. Hasta ahora, su deseo sólo había conocido mansas cabras pintas, con largas perillas de yesca y ojos tiernamente confiados.

14 Fiesta (a)

El caserío estaba de fiesta. La fábrica trepidaba como de costumbre, pero un estrépito inhabitual cundía a su alrededor. Las calles estaban llenas de jamaiquinos, luciendo chaquetas de un azul intenso. Sus mujeres llevaban anchas sayas blancas, y en más de una sonrisa brillaba el sol de un diente de oro. Un inglés de yea y ovezea topaba con el patuá de los haitianos, que regresaban a sus barracones y campamentos con los brazos cargados de botellas y los faldones de la camisa anudados sobre la barriga. Algunos traían banzas, chachas y tambores combos, como si se prepararan a invocar las divinidades del vaudú. En el umbral de su tienda, el polaco Kamín se erguía entre frascos y calcetines, esperando a los clientes deseosos de embellecerse a la salida del trabajo. La luz de una bombilla iluminaba crudamente sus panoplias de corbatas y las ligas de hombre estiradas sobre un modelo de pierna, impreso en tinta azul. Todos estos artículos disfrutaban de un éxito extraordinario entre los habitantes del caserío. Más de un jamaiquino había visto su honor de marido seriamente comprometido, por culpa de los pañuelos de seda amarilla o los pomos de Coty expuestos en el único escaparate de La Nueva Varsovia.

Menegildo atravesó varias callejuelas animadas… Se sentía extraño entre tantos negros de otras costumbres y otros idiomas. ¡Los jamaiquinos eran unos “presumíos” y unos animales! ¡Los haitianos eran unos animales y unos salvajes! ¡Los hijos de Tranquilino Moya estaban sin trabajo desde que los braceros de Haití aceptaban jornales increíblemente bajos! Por esa misma razón, más de un niño moría tísico, a dos pasos del ingenio gigantesco. ¿De qué había servido la Guerra de Independencia, que tanto mentaban los oradores políticos, si continuamente era uno desalojado por estos hijos de la gran perra…? Una sonrisa de simpatía se dibujaba espontáneamente en el rostro de Menegildo cuando divisaba algún guajiro cubano, vestido de dril blanco, surcando la multitud en su caballito huesudo y nervioso. ¡Ese, por lo menos, hablaba como los cristianos!

Un ruido singular se produjo al fondo de una plazoleta, no lejos del parque, frente a una barraca de tablas ocupada por la modesta iglesia presbiteriana. Los transeúntes se habían agrupado para ver a una jamaiquina, que entonaba himnos religiosos, acompañada por dos negrazos que exhibían las gorras de la Salvation Army. Una caja pintada de rojo y un cornetín desafinado escoltaban el canto:

Dejad que os salvemos,

Como salvó Jesús a la pecadora.

Cantad con nosotros

El himno de los arrepentidos…

Era una inesperada versión de la escena a que se asiste, cada domingo, en las calles más sucias y neblinosas de las ciudades sajonas. La hermana invitaba los presentes a penetrar en el templo, con esos ademanes prometedores que hacen pensar en los gestos prodigados a la entrada de los burdeles… La letanía se hacía quejosa, o bien autoritaria y llena de amenazas. El Señor misericordioso sabía encolerizarse. Quien no montara en su ferrocarril bendito, corría el peligro de no conocer el Paraíso… Los perros del vecindario ladraron desesperadamente, y los graciosos soltaron trompetillas. Una vaca, en trance de parto, lanzó mugidos terroríficos detrás del santuario. Los cantantes, impasibles, se prosternaron, viendo tal vez al Todopoderoso y su gospeltrain bienaventurado a través de las nubes de humo bermejo que salían de las torres del ingenio. Y el cántico estalló nuevamente en los gaznates de papel de lija. Una mandíbula de lechón a medio roer produjo una ruidosa estrella de grasa en el tambor del trío espiritual.

Y toda la oleada de espectadores rodó bruscamente hacia una calleja cercana. El organillo eléctrico del Silco tocaba la obertura de Poeta y aldeano, bajo una parada de fenómenos retratados en cartelones multicolores.

– ¡Entren a ver al indio comecandela! ¡La mujel má fuelte del mundo! ¡El hombre ejqueleto…! ¡Hoy e el último día…!

Ante este imperativo de fechas, el ferrocarril del Señor tuvo que partir con cuatro jamaiquinas sudorosas por todo pasaje.

15 Fiesta (b)

En casa del administrador del Central, la fiesta de San Silvestre reunía a toda la élite azucarera de la comarca. La vieja vivienda colonial, con sus anchos soportales y sus pilares de cedro pintados de azul claro, estaba iluminada por cien faroles de papel. En la “ssala”, generosamente guarnecida de muebles de mimbre, bailaban varias parejas al ritmo de un disco de Jack Hylton. Las muchachas, rientes, esbeltas, de caderas firmes, se entregaban a la danza con paso gimnástico, mientras las madres, dotadas de los atributos de gordura caros al viejo ideal de belleza criollo, aguardaban en corro la hora de la cena. Como de costumbre, mucha gente había venido de las capitales para pasar las Pascuas y la semana de Año Nuevo en el ingenio, siguiendo una tradición originada en tiempo de bozales y caleseros negros.

En el hotel yanqui -bungalow con aparatos de radio y muchas ruedas rotarias-, los químicos y altos empleados se agitaban a los compases de un jazz traído de la capital cercana. En el bar se alternaban todos los postulados del buen sentido alcohólico. La caoba, húmeda de Bacardí, olía a selva virgen. Las coktaileras automáticas giraban sin tregua, bajo las miradas propiciadoras de un caballito de marmolina blanca regalado por una casa importadora de whisky. En un cartel de hojalata, un guapo mozo de tipo estandarizado blandía un paquete de cigarrillos: It’s toasted…! En una pérgola, algunas girls con cabellos de estopa se hacían palpar discretamente por sus compañeros. Con las faldas a media pierna y todo un falso pudor anglosajón disuelto en unos cuantos high-ball de Johnny Walker, celebraban intrépidamente el advenimiento de un nuevo año de desgracia azucarera.

Menegildo abría los ojos ante las piernas rosadas de las hembras del Norte. También admiraba las campanas de papel rojo que se mecían en el techo del bar.

– ¡Qué gente, caballero…!

De pronto el ingenio se estremeció. Escupió vapor, vomitó agua hirviente y todas sus sirenas -carillón de cataclismo- se desgañitaron en coro. Las locomotoras, que arrastraban colas de vagones cargados de caña, atravesaban el batey volteando campanas, abriendo válvulas y chirriando por todas las piezas. El silbido de la “cucaracha” cundió también en el tumulto. Entonces la multitud pareció amotinarse. Se golpearon cazuelas, se hicieron rodar cubos. Se gritaba, se chiflaba con todos los dedos metidos en la boca. Un chico huyó por una calle, haciendo saltar una lata llena de guijarros. En el hotel americano se oyeron coros de borrachos evangélicos. Y el relevo de media noche se hizo en medio del desorden más completo… Vestidos de over-all, chorreando sebo, varios negros salieron corriendo del ingenio y fueron directamente al bar más cercano clamando por un trago. Algunos yanquis, con la corbata en la mano, abandonaron el hotel sudando alcohol… Un violento rumor de voces partía de la casa de calderas. A causa de la fiesta, el personal de relevo no estaba completo. Quiso impedirse la salida a los jamaiquinos. Estos amenazaron con emborracharse en las mismas plataformas del Central.

Atontado por la baraúnda, cegado por las luces, Menegildo entró en la bodega de Canuto. Aquí también se bebía, junto a una “vidriera” que encerraba cajetillas de Competidora Gaditana, ruedas de Romeo y Julieta, boniatillos, alegrías de coco, jabones de olor, carretes de hilo y moscas ahogadas en almíbar… Varios cantadores guajiros improvisaban décimas, sentados en los troncos de quiebrahacha colocados en el portal a modo de bancos. Los caballos asomaban sus cabezotas en las puertas, atraídos por el resplandor de quinqués de carburo en forma de macetas… Las flores poéticas nacían sobre monótono balanceo de salmodias quejosas. Las coplas hablaban de trigueñas adoradas a la orilla del mar, del zapateado cubano y de gallos malayos, de cafetales y camisas de listado; todo iluminado con tintes ingenuos, como las litografías de cajas de puros. Mientras tanto, un escuadrón de judíos polacos se infiltraba entre los borrachos, vendiendo corbatas pasadas y hebillas de cinturón con las insignias de yacht-clubs imaginarios.

¡Ese caballo fue mío,

Valiente caminador!

Era de un gobernador

De la provincia del Río.

Menegildo pidió una gastosa por encima de diez cabezas. Se hizo magullar y vio cómo Pata Gamba, uno de los guapos del caserío, apuraba su refresco sin hacerle el menor caso. Intimidado, triste, solo, emprendió nuevamente el camino para alejarse del ingenio.

A la salida del pueblo varios faroles de vía avanzaban a paso de carga.

– ¡Viva Españaaaaaa…!

Menegildo vio surgir de la sombra a los siete únicos gallegos que habían quedado en el Central, anulados por la miseria, después del éxodo de emigrantes blancos de los años anteriores. Ahora estaban unidos en un gran concertante de gaitas y chillidos. Blandían botellas vacías y pomos de aceitunas que, pagados en vales a la bodega del ingenio, debían haberles costado varias semanas de durísimo trabajo… ¿Pero quién pensaba ya en el mañana…? ¡Era tan sabido que, al fin y al cabo, sólo los yanquis, amos del Central, lograban beneficiarse con las magras ganancias de aquellas zafras ruinosas…!

16 Encuentro

Una luna grávida, clara como lámpara de arco, parecía atornillada, muy baja, en una toma de corriente de la cúpula nocturna. Las siluetas de los árboles eran recortes de papel negro clavados en la campiña. Una luz de ajenjo bañaba el paisaje. Menegildo abandonó la ruta para seguir un atajo. Detrás de él, rodeado de músicas y danzas, roncaba el Central. Al pasar delante de una casona incendiada por los españoles en época de la guerra del 95, se santiguó. El sendero estaba orlado por setos de piedra cubiertos de lianas verdes, parecidas a sierpes. De trecho en trecho se alzaba, por unos metros, una alta e impenetrable pared de cardones lechosos. Una lechuza hendió el espacio como una pedrada… “¡Sola vaya!”, murmuró Menegildo.

Se aventuró en una vereda, siguiendo un campo de caña cuyas hojas se mecían blandamente con ruido de diario estrujado. En un extremo divisó varias cabañas triangulares. Cerca de estas viviendas primitivas, una hoguera agonizante lanzaba guiños por sus rescoldos.

– ¡Lo haitiano! -pensaba Menegildo-. Deben estar todo bebío…

Y escupió, para demostrarse el desprecio que le producían esos negros inferiores.

Siguió andando. Un poco más lejos, en una gruesa piedra, divisó una forma blanca. Desconfiado por instinto desde la hora en que caían las sombras, Menegildo se detuvo, mirando con todos los poros. Parecía una silueta de mujer. ¡Alguna haitiana del campamento…! Se acercó a paso rápido y, sin detenerse, pronunció un seco:

– Buenaj noche.

– Buenaj noche -respondió una voz que le hizo estremecerse por su acento inesperado.

Ya había dejado la mujer a sus espaldas, cuando la oyó hablar nuevamente:

– ¿Pasiando?

– Un poco…

Menegildo se volvió, deteniéndose a unos metros de ella, sin saber qué decirle. Había regresado por la sorpresa que le causaba oírla hablar “en cubano”. Debía ser de la tierra, porque casi ninguna haitiana lograba hacerse entender con “el patuá ese de allá…”. Menegildo observó que unos ojazos dulces y afectuosos relucían en su rostro obscuro. Sus cabellos, apretados como un casco, se veían divididos en seis zonas desiguales por tres rayas blancas. Estaba cubierta por un vestido claro, lleno de manchas y remiendos, pero bien estirado sobre el pecho y las caderas. Sus pies descalzos jugaban con el espartillo húmedo de rocío. Tenía una flor roja detrás de la oreja. (“Tá buena”, pensaba Menegildo, desnudándola mentalmente.)

– No tenía gana e dolmil, y vine a sentalme aquí a cogel frecco.

– ¿Sí?

Menegildo se sentía cohibido. No se le ocurría frase alguna. Queriendo adoptar una actitud varonil, se sacó de la camiseta un trozo de tabaco mascullado y lo encendió largamente. La mujer lo miraba con fijeza mientras la luz del fósforo hacía bailar sombras en su cara.

De pronto, Menegildo halló un tema de conversación:

– Ya tenemo año nuebo.

– Parese…

– En e pueblo la gente bailaba en tó lao. ¡Y había tomadore! ¡Caballero, qué de tomadore…! Ella suspiró:

– Yo hubiese querido dil hatta e caserío pa vel a la gente… ¡Pero e muy lejo! ¡Y de noche! ¡Y sola por ahí! ¡E un diablo eso…!

– No e bueno metelse en e rebumbio! ¡Ya debe habel gente fajáa…! ¡Yo vine en seguía! ¡Pal demonio…!

– Sí, pero aquello está diveltío… Lo de aquí etá muy tritte…

Menegildo hizo una pregunta que le quemaba los labios:

– ¿Uté e de por aquí?

– Yo soy de allá, de Guantánamo.

El silencio pesó nuevamente. Un orfeón de grillos transmitía sus adagios bajo las hierbas. Menegildo, no sabiendo en qué ocupar sus dedos, se quitó el sombrero de guano. La mujer sonrió:

– No se quite e sombrero.

– ¿Pol qué?

– Mire que la luna e mala…

– ¡Veddá…!

Tenía razón. La luna era mala. Salomé se lo había dicho mil veces. Menegildo se cubrió. El hombre y la mujer callaban, mirándose de soslayo. El mozo chupaba fuertemente su puro. Pero estaba apagado y no le quedaban cerillas… La desconocida observó que este percance lo llenaba de vergüenza.

– Agualde…

La mujer corrió hacia la hoguera casi apagada para traerle una rama en que una pálida lumbre vivía aún.

Al encender la colilla, Menegildo creyó adivinar la forma de un seno por el leve escote del vestido.

– ¡Gracia…!

– ¡De ná!

El cerebro del macho esbozó un gesto que sus manos no siguieron. Ahora se sentía profundamente humillado por su cortedad. “¡Si no fuese tan tímido, le fajaría a la mujel esa…!” Pero la sensación de que nunca tendría el valor de ello aumentaba su indecisión. Quería marcharse y no lograba dar un paso… Al fin rompió el silencio:

– Entonse… Buena noche.

– Adió.

Partió sin volver la cabeza. Dos ojos brillantes estaban clavados en su nuca. Sus músculos percibían esa mirada a través de la camiseta. Se apresuró, hostigado por una inquietud extraña que le hacía contraer las espaldas.

Una araña peluda, con lomo de terciopelo pardo, atravesó lentamente el sendero.

17 Lirismos

Menegildo estaba enamorado. Mil lirismos primarios iban naciendo en las íntimas regiones de su tosca humanidad. Un cálido cosquilleo recorría su cuerpo cada vez que pensaba en la mujer encontrada la otra noche. Cantaba, reía solo o, súbitamente, se sumía en un abatimiento sin esperanza. Erguido en la carreta, atravesaba los cañaverales con aire ausente. A veces trocaba los nombres de los bueyes, regañando a Piedra Fina por Grano de Oro, haciéndoles bajar a las cunetas o derribando montones de cañas.

– Tú etá loco, muchacho -decían gravemente los carreteros viejos.

El que por principio, sin saber leer, discutía siempre el peso de las carretadas cuando había detenido sus bestias bajo el arco de la romana, se quedaba apartado ahora, dejando que el pesador manipulara libremente sus termómetros de quintales. El florecimiento de su vida sentimental era responsable de algunos vientres apretados a la hora de la paga, pues el pesador -antiguo hidalgo italiano, arruinado por la guerra y su estetismo improductivo- movilizaba todas las prácticas encaminadas a engañar al mísero machetero en beneficio del colono. Los pesos y contrapesos corrían sobre reglas de cobre, movidos por manos de bandido. Pero Menegildo pensaba en otras cosas, apoyado en su pica… Como su aspecto físico comenzaba a preocuparlo, se compró un par de zapatos de piel de cerdo, con ancha suela redonda. El polaco Kamín le hizo adquirir una camisa anaranjada, con círculos rojos y azules, en La Nueva Varsovia. Además lo indujo a gastarse los últimos cuartos que le quedaban en un “jabón de olor”.

Estas maravillas fueron acogidas con desconfianza por Salomé. La vieja se preguntó si su hijo no habría sido víctima de alguna brujería disuelta en una taza de café. ¡Cuando menos se lo piensa uno, le echan la salación…!

Aquella noche, Salomé repitió con insistencia, mirando al mozo de reojo:

– ¡La mujere son mala! ¡La mujere son mala…!

Sin darse por aludido, Menegildo guardó sus compras debajo de la cama, mascullando amenazas terribles para aquel de sus hermanitos que se atreviera a tocarlas.

18 Hallazgo

Dominado por una preocupación nueva en su vida, Menegildo pasaba todos los días delante del campamento de haitianos que albergaba a la linda mujer de la flor en la oreja.

Él nunca habría sido capaz de enamorarse de una haitiana. ¡Desde luego! Pero creía adivinar que una mujer “de allá, de Guantánamo”, no se encontraba a gusto entre tantos negros peleones y borrachos, que sólo pensaban en gallos y botellas. Menegildo no lograba ver claro en ese problema, y la sensación de un misterio hacía crecer los prestigios y atractivos de esa desconocida, a la que deseaba furiosamente ahora, con todos los ímpetus de su carne virgen… El egoísmo de su pasión sana, sin complicaciones, no admitía la posibilidad del obstáculo infranqueable. Lo que debía pasar, pasaría. ¡Y si ella no lo quería por las buenas, sería por las malas!

Una mañana la vio colgando ropas mojadas junto a una de las chozas. La mujer le sonrió dulcemente, mordiéndose el índice. Pero un negro gigantesco atravesó el campamento, y ella le volvió bruscamente las espaldas. Otro día se miraron durante largo rato a distancia. Se hicieron señas que ninguno entendió… Una noche, ella le tiró una flor silvestre que olía a gasolina. Pero cada vez que Menegildo intentaba acercarse, lo detenía un atemorizado ademán. La mujer parecía temer algo. Moviendo hacia él la palma de la mano le decía siempre: “Aguarda…”

Entonces Menegildo, azotado por el deseo, picaba sus bueyes con furia. Grano de Oro y Piedra Fina partían a toda velocidad, belfos en tierra, sacudiendo la cola con indignación.

– ¡Tú etá loco, muchacho! -repetían los carreteros viejos.


Aquella tarde, frente al campamento de haitianos, Menegildo detuvo la carreta para recoger un jirón de tela blanca que colgaba de un arbusto espinoso. Lo tomó con la mano izquierda y se lo guardó en el sombrero, bendiciendo las fuerzas ocultas que lo hacían merecedor de semejante hallazgo.

19 El embó

El bohío del viejo Beruá se alzaba al pie de un mogote rocoso, agrietado por siglos de lluvia y roído por una miríada de plagas vegetales. Algunas cañas bravas, ligeras como plumas de avestruz, jalonaban, su base, orlando el manto casi impenetrable del enorme cipo -urdimbre de espinas, tubos de savia dulzona, verdosos ciempiés y orquídeas obscenas. El brujo vivía pobremente. Jamás había conocido la celebridad de Tata Cuñengue, el que mató al alacrán, ni la opulencia de Taita José, el que llegó a poseer en la capital aquel Solar del Arará, visitado antaño por mas de un nieto de capitanes generales. Pero la mazorca de maíz colgada frente a su puerta, con los granos al descubierto, así como su vejez y la demostrada eficiencia de sus remedios, daban fe de una ciencia digna de ser envidiada por sus más sabios antecesores. Aunque nunca se había aventurado hasta ahí Menegildo adivinó que aquélla era la casa. El mozo gritó con voz fuerte:

– ¡Buenoj día!

El viejo Beruá apareció en el marco de la puerta. Su cara parecía más arrugada que nunca. Tenía la cabeza envuelta en una servilleta blanca -color ritual de la Virgen de las Mercedes. Una patilla gris temblequeaba en el vértice de su barba. Sus manos sarmentosas, llenas de escamas como lomo de caimán, se asían de un grueso bastón. Detrás de él asomó la casi centenaria Ma-Indalesia, esposa del Taita, contemplando a Menegildo con curiosidad hostil.

– Taita… Soy Menegildo, el hijo de Salomé… Era pa un remedio…

Ma-Indalesia lo hizo entrar con una seña. Examinó todavía al mozo durante un instante, hasta que una sonrisa se dibujó en la trama de sus arrugas:

– ¡Ay, niño…! Tu madre no se acuelda ya de la vieja. Battante vese que le puse la Oración de la Vilgen de la Caridá en la barriga cuando daba a lú… Ella debe ettalse figurando que la vieja Indalesia etá que no sibbe pa ná… Jase como una pila e tiempo que no manda ná pal Santo.

– Mientras no hay enfelmo, naiden se acuelda de uno… -apoyó el Taita.

Menegildo, sentado en un taburete entre los dos ancianos, objetó con timidez:

– Taita… Uté sabe que todo lo queremo… Ayel mimitico Luí se acoldaba de cómo Ma-Indalesia le sacó un orzuelo, arrestregándoselo con e rabo de un gato prieto…

Beruá se mostró más indulgente:

– Etamo en pá, niño. E camino e laggo… Y la comadre etá cansá de tanto trabajo y tanto muchacho… ¿Cuá é e remedio que tú necesita?

Menegildo respondió gravemente:

– Taita… E cuestión de enamoramiento.

– ¿Quiere echarle un daño a agguien?

– No. E pa que me correpponda.

– Cómo se ñama?

– No sé.

Beruá se rascó el cuello terroso.

– Mal negocio… ¿E de colol?

– Sí.

– Mejol… ¿Tiene pelo de ella?

– No.

– ¿Ni un peazo e ropa?

– Aquí lo traigo.

– Dame acá. ¡Se hará lo que se puea…!

Menegildo sacó de su bolsillo el trozo de tela blanca recogido junto al campamento de los haitianos, entregándoselo al Taita.

– ¿Y la comía del santo?

El mozo deshizo un bulto que llevaba en la mano. Envueltos en su pañuelo se encontraban una botellita de aguardiente mezclado con miel de purga, tres bolas de goño, algunas frituras de ñame, un corazón y una mano de metal, como los que testimoniaban de promesas cumplidas en la iglesia del caserío. Beruá tomó estas ofrendas, pero no se movió aún. Uniendo el índice y el pulgar de la mano derecha, dijo secamente, con voz inesperadamente vigorosa:

– ¡Oyá! ¡Oyá!

Menegildo comprendió. Algunas monedas cayeron en las manos del santo. Entonces Beruá confió los presentes a Ma-Indalesia. Esta se dirigió hacia el fondo del bohío, donde una cortina de percalina bárbara cerraba la puerta de una habitación misteriosa. A punto de entrar, se volvió hacia el mozo.

– Ven.

Palpitante de emoción, mudo, sudoroso, Menegildo penetró en el santuario, seguido por el sabio Beruá… Al principio sólo divisó una vaga arquitectura blanca, apoyada en una de las paredes. Las ventanas estaban cerradas, y ninguna hendidura dejaba pasar la luz.

– ¡Arrodillao!

Cuando el mozo hubo obedecido, Beruá encendió una vela. Un estremecimiento de terror recorrió el espinazo de Menegildo… Se hallaba, por vez primera, ante las cosas grandes, de las cuales el altar de Salomé sólo resultaba un debilísimo reflejo, sin fuerza y sin prestigio verdadero. A la altura de sus ojos, una mesa cubierta de encajes toscos sostenía un verdadero cónclave de divinidades y atributos. Las imágenes cristianas, para comenzar, gozaban libremente de los esplendores de una vida secreta, ignorada por los no iniciados. En el centro, sobre la piel de un chato tambor ritual, se alzaba Obatalá, el crucificado, preso en una red de collares entretejidos. A sus pies, Yemayá, diminuta Virgen de Regla, estaba encarcelada en una botella de cristal. Shangó, bajo los rasgos de Santa Bárbara, segundo elemento de la trinidad de orishas mayores, blandía un sable dorado. Un San Juan Bautista de yeso representaba la potencia de Olulú. Mama-Lola, china pelona, diosa de los sexos del hombre y de la mujer, era figurada por una sonriente muñeca de juguetería, a la que habían añadido un enorme lazo rosado cubierto de cuentas. Vestidos de encarnado, con los ojos fijos, los Jimaguas erguían sus cuerpecitos negros en un ángulo de la mesa. Espíritus mellizos, con pupilas saltonas y los cuellos unidos por un trozo de soga aparatosamente atado. Un cándido gallito de plumas, colocado en una cazuela de barro y rodeado por siete cuchillos relucientes simbolizaba el poderío indómito del demonio Eshú… En torno a las figuras, un hacha, dos cornamentas de venado, algunos colmillos de gato, varias maracas y un sapo embalsamado constituían un inquietante arsenal de maleficios. El guano de las paredes sostenía herraduras, flores de papel y estampas de San José, San Dimas, el Niño de Atocha, la Virgen de las Mercedes. Sujeto de un clavo se veía el collar de Ifá compuesto por dieciséis medias semillas de mango, ensartadas en una cadena de cobre.

Ma-Indalesia repartió las ofrendas de Menegildo dentro de las jícaras, platos y soperas que se encontraban colocados delante de cada santo. El Taita, que había desaparecido en una habitación contigua desde hacía un instante, volvió, trayendo un largo tambor bajo el brazo izquierdo. Al verlo, Menegildo tuvo un sobresalto de sorpresa: su cabeza estaba coronada por un gorro adornado con plumas de cotorra, del que colgaban cuatro largas trenzas de pelo rubio. Su camisa, abierta sobre el pecho velludo, dejaba visible una bolsa de amuletos, sostenida por una correa fina. Y como el Taita padecía en aquellos días de dolor de garganta, otra bolsita, pendiente de un cordoncillo, debía encerrar una araña viva. El harapo recogido por Menegildo fue colocado en el centro del altar.

– ¿Tú etá seguro que era ropa de ella?

– Sí.

– ¡Entonse vamo a empezal por la limpieza! -sentenció el brujo.

Untando sus dedos en la manteca de corojo que contenía una pequeña vasija de porcelana, el viejo Beruá engrasó la frente, las mejillas, la boca y la nuca de Menegildo. Luego comenzó a girar lentamente en torno del mozo prosternado. A cada tres pasos se detenía para arrojar un puñado de maíz tostado, bañado en vino dulce, sobre las espaldas temblorosas del paciente. Entonces, en dúo, el brujo y Ma-Indalesia repitieron varias veces:

– ¡Sará-yé-yé! ¡Sará-yé-yé!

Después de esta invocación, el brujo se plantó ante Menegildo:

– ¿Dónde nació tu padre?

– ¡En la finca e Luí!

– ¿Dónde nació el santo?

– ¡Allá en Guinea!

Taita Beruá volvió a comenzar:

– ¿Dónde nació el santo?

– ¡Allá en Guinea!

– ¿Dónde nació tu padre?

– ¡En la finca e Luí!

Combinando las fórmulas, los tres cantaron, alternando las réplicas a capricho:

– El santo en Guinea.

– ¡Sará-yé-yé!

– Usebio en la finca.

– ¡Sará-yé-yé!

– El santo en Guinea.

– ¡ Sará-ye-yé!

– En la finca e Luí.

– ¡Sará-yé-yé!

– El santo en la finca.

– ¡Sará-yé-yé!

– ¿Quién amarra, quién amarra?

– ¡Sará-yé-yé!

– En la finca e Luí.

– ¡Sará-yé-yé!

– Menegildo, Menegildo.

– ¡Sará-yé-yé!

– ¡En la finca e Luí!

– ¡Sará-yé-yé! ¡Sará-yé-yé! ¡Sará-yé-yé!

Calló el tambor. Callaron las voces. Entonces Beruá tomó el trozo de tela. Lo ató con un cáñamo, en el que hizo siete nudos, diciendo:

– Con el uno te amarro.

– Con el do también.

– Con el tre Mama-Lola.

– Con el cuatro te caes.

– Con el cinco te quemas.

– Con el sei te quedas.

– ¡Con el siete, amarrada estás!

Beruá hizo una seña a Menegildo. El mozo se levantó. Siguiendo al brujo, salió del bohío. A la sombra de un aromo, Ma-Indalesia escarbó la tierra con sus manos arrugadas. El brujo dejó caer el pequeño lío de trapo y cordel dentro del hoyo.

– ¡Entiérralo!

El mozo, tembloroso de emoción, sepultó el pobre harapo, mientras el sabio recitaba la Oración al Anima Sola.

– ¡Cuando hayga salido una mata -sentenció después-, la mujel mijma te andará buceando!

Lleno de júbilo, henchido de agradecimiento, Menegildo inclinó la frente hasta los dedos callosos del Taita. Todavía le dio unas monedas para “la comía del santo”, y se despidió de Ma-Indalesia. La voz temblequeante de Beruá le recomendó:

– Niño, dile a Salomé que eta casa e suya, y que e viejo etá pasando mucho trabajo…

– Deccuide, Taita.

Menegildo se alejó del mogote con paso ligero. Se sentía más nervudo, más ágil que nunca… Los aguinaldos en flor cubrían las ramas de los guayabos con sus copos blancos. Bajo un sol de platino, el paisaje brindaba insólitas visiones de flora siberiana.

20 Iniciación (b)

A pesar del sortilegio, los días pasaban sin que la suerte de Menegildo variara. Debía creerse que ninguna semilla se había complacido en germinar sobre la tumba de los siete nudos. El mozo hablaba en sueños; se hacía taciturno e irritable. Sin escuchar las protestas indignadas de Salomé, repartía bofetadas y nalgadas a Rupelto y Andresito por los motivos más nimios. A la hora de la reunión familiar en la mesa, apenas hablaba. Usebio y el viejo Luí lo observaban furtivamente, sin comprender. La madre, casi convencida de que un daño actuaba sobre su vástago, pensaba emprender la caminata hasta la casa del brujo, un próximo día, para pedirle una limpieza total de la casa, con agua de albahaca y palitos de tabaco. Esperaba tan sólo que sus piernas hinchadas dejaran de dolerle, y con este fin se aplicaba emplastos de sangre de gallina… Una peculiar vibración de la atmósfera denunciaba la llegada de la primavera, con su destilación de savias, su elaboración de simientes. El limo se resquebrajaba, ante un hervor de; retoños. Los caballos soltaban las lanas del invierno. El rumor constante de la fábrica se sincronizaba con un vasto concertante de relinchos, de persecuciones en las frondas, de carnes aradas por la carne. Los grillos se multiplicaban. El mugir de los toros repercutía hasta las montañas azules que la bruma esfumaba suavemente. Un primer nido había sido descubierto por los macheteros del cañaveral cercano… Pero Menegildo se sentía solo y agriado en medio del cántico de la tierra.

Aquella tarde el mozo regresaba a pie del caserío. El crepúsculo combinaba una última gama de rojos y morados. Como de costumbre, Menegildo siguió el sendero que se había vuelto, para él, una ruta cotidiana. Andaba a paso de potro cansado, arrastrando las piernas, dejando colgar los brazos. Desde que el recuerdo de esa mujer iba minando sus reservas de energía, el deseo se había acumulado de tal manera en sus sentidos, que llegaba a experimentar una suerte de anestesia moral. Era como si una gran desgracia, una desgracia mal definida, pero sin remedio, le hubiera acontecido… Miró con ojos torvos las cabañas de los haitianos, que se alzaban a su izquierda. Y como esta visión lo dotó nuevamente del sentido de las realidades, se complació en enviar a todos los ajos a aquella mujer que había entrado en su vida “para trael la desgrasia”… Después de proferir cien imprecaciones a media voz, se sintió más fuerte, más dueño de sí mismo.

Dejó a sus espaldas el campamento donde los negros vaciaban jícaras de congrí y pan bañado en guarapo. Ya atravesaba la cañada que cortaba el camino, cuando se detuvo bruscamente, mirando con toda la piel.

La mujer estaba ahí. Sola. Sentada en una piedra blanca, bajo los almendros.

Menegildo saltó al arroyo para llegar más pronto. Ella intentó huir, con nervioso sobresalto de corza. El mozo la apretó entre sus brazos, incrustando sus anchos dedos en caderas tibias.

– ¡Quita…! ¡Quita…!

La mordía como un cachorro. Los dientes no lograban pellizcar siquiera la carne rolliza de sus hombros. Pero sus sentidos se enardecían hasta el paroxismo, conociendo el sabor de la piel obscura, con su relente de fruta chamuscada, de resina fresca, de hembra en celo. Las manos se le contraían nerviosamente, amasando aquel cuerpo como pasta de hogaza. Ella, remozando un rito primero de fuga ante el macho, arañaba su pecho y esquivaba el rostro ante las ansiosas caricias del hombre.

– ¡Suetta! ¡Suetta…!

– No… No… ¡Ahora sí que no te me va…!

Menegildo le desgarró brutalmente el vestido. Sus senos temblorosos, contraídos por el deseo, surgieron entre hilachas y telas heridas. El mozo la apretó, rabiosamente contra su cuerpo. Jadeantes, empapados de sudor, rodaron entre las hierbas tiernas…


De pronto ella se deslizó entre las manos ya blandas de Menegildo. Atravesó la cañada, hundiendo sus pies desnudos en las arenas cubiertas de agua. Corrió hacia un grupo de guayabos que crecían en la otra orilla, tratando de ocultarse los senos con las manos abiertas. Como el mozo se disponía a seguirla, le gritó:

– ¡Vete…!

Y desapareció entre los árboles.

Después de un momento de indecisión, Menegildo decidió regresar al bohío. Se sentía inquieto, inexplicablemente inquieto, al darse cuenta, de manera vaga, que un nuevo equilibrio se establecía en su ser. Era como si hubiese cambiado de piel, bajo el influjo de un clima insospechado. Una palpitante alegría hacía oscilar un gran péndulo detrás de sus pectorales cuadrados, que ya conocían contacto de mujer… Aquella noche, ante el repentino cambio de humor que observó en su hijo, Salomé aplazó sus proyectos de limpieza mágica. Hizo café dos veces, sin explicar a Usebio y Luí que con ello festejaba una curación misteriosa, que sólo podría atribuirse a sus repetidas oraciones y a la protección de las sacras imágenes del altar hogareño.

Dos días después, guiados por una telepatía del instinto, el hombre y la mujer se encontraron en el mismo lugar. Y la cita se repitió cada tarde… Encima de ellos, bajo cúpulas de hojarasca, los cocuyos se perseguían a la luz de sus linternas verdes, mientras el rumor sordo del ingenio danzaba en una brisa que ya olía a rocío.

21 Juan Mandinga

Aquella noche cabalgando un cajón lleno de leña, el viejo Luí evocaba cosas de otros tiempos… ¡Musenga, musenga! ¡Ay, sí, niño! ¡Y bien que ¡había sido esclavo! Su padre, Juan Mandinga, bozal de los buenos, había nacido allá en Guinea, como los santos del viejo Beruá… Los pliegues más remotos de su memoria conservaban el recuerdo de cuentos que describían un largo viaje en barco negrero, por el mar redondo, bajo un cielo de plomo, sin más comida que galletas duras, sin más agua para beber que la contenida en unos cofres hediondos… ¡Ay, sí, niño! Al bisabuelo ese nadie tuvo que enseñarle la lengua hablada en los barracones. Los ingenios de entonces no eran como los de ahora, con tantas maquinarias y chiflidos. El cachimbo del amo tenía un simple trapiche, con unas mazas y unas pailas para cocinar el guarapo. La chimenea era chata, ancha abajo y estrecha en el tope, como las de ciertos tejares primitivos. Y tanto en el día como por el cuarto de prima o el de madrugada, la dotación penaba junto a los bocoyes… El régimen era implacable. Las hembras de la negrada trabajaban tan rudamente como los hombres. A las cinco de la madrugada llamaba el mayoral, y los que no hubiesen cubierto turnos de noche tenían que salir hacia los cortes o la casa de calderas, bajo la amenaza del látigo. Por la tarde, sonaba la campana, y después de la oración había que hacinarse en los barracones para dormir detrás de las rejas. También había chinos entonces, pero eran mejor tratados, que la carne de ébano. ¡Nada era peor que la condición de negro…! Por cualquier falta le meneaban el guarapo, y, ¡ay, niño!, silbaba la “cáscara de vaca” o el matanegro sobre las espaldas contraídas. El cuero y el bejuco levantaban salpicaduras de sangre hasta el techo del tumbadero… Y, a veces, cuando el delito era mayor, se aplicaba el “boca-abajo llevando cuenta” y el suplíciado tenía que contar en alta voz los azotes que recibía. Y si se equivocaba, ¡ay, niño!, el mayoral empezaba de nuevo. ¿Quién comprendía que muchos bozales sólo sabían contar correctamente hasta veinticinco o treinta? Nadie. Los gritos desgarraban las gargantas: Ta bueno, mi amo; ta bueno, mi amito; ta bueno… Y después, para curar las heridas, las untaban con una mezcla de orines, aguardiente, tabaco y sal. Y cuando una mujer embarazada merecía castigo, abrían un hoyo en la tierra para que su vientre no recibiera golpes, y le marcaban el lomo a trallazos… ¡Y los grilletes! ¡Y los cepos! ¡Y los collares de cencerros que iban pregonando la culpa! ¡Ay, niño, los tiempos eran malos…! Sólo los domingos, después de la limpieza del batey y de la casa vivienda, la dotación podía olvidar sus padecimientos durante unas horas. Bajo la presidencia del rey y de la reina designados para la ocasión, el bastonero daba la señal del baile. Retumbaban los tambores, y los cantos evocaban misterios y grandezas de allá… Pero las negradas del campo ignoraban los esplendores de la Fiesta de Reyes, que sólo se celebraba dignamente en las ciudades. Ese día las calles eran invadidas por comparsas lucumíes, de congos y ararás, dirigidas por diablitos, peludos, reyes moros y “culonas” con cornamentas Antes de recibir el aguinaldo se bailaba la Culebra:

Mamita, mamita,

yén, yén, yén,

que me come la culebra,

yén, yén, yén.

Mentira, mi negra,

yén, yén, yén.

Son juegos e mi tierra,

yén, yén, yén…

Pero estos fugaces holgorios no compensaban una infinita gama de sufrimientos. El negro que no moría por enfermedad o a causa de un castigo, acababa pegado a una talanquera, hecho hueso y pelo… Los mayores eran la plaga peor. Abusadores, crueles, altaneros. Doblando siempre el espinazo ante el amo, descargaban sus secretos rencores sobre el siervo de carne obscura. La mayorala, ávida de parecerse a las señoritas de la casa, imponía las faenas más estúpidas a los esclavos de la dotación. ¿Que llegaba un domingo? Escogía al mejor bailador de la colonia para llevar un recado a cinco leguas de distancia. ¿Que estaba embarazada y quería comer pescado? ¡Vengan dos negros para meterse en el río y coger sol y humedad por gusto…! Sin embargo, el viejo Juan Mandinga fue de los pocos que no pudieron quejarse por aquellos años durísimos. Con sus dientes limados en punta y cauterizados con plátano ardiente, supo caerle en gracia al amo. El amo de aquel ingenio no era como tantos otros. Se le sabía afiliado a la masonería. Leía unos libros franceses que hablaban de la igualdad entre los hombres. Hizo destruir varios calabozos destinados a la negrada. A menudo regañaba al mayoral cuando le sorprendía castigando a un negro con excesiva rudeza. Y cuando nació el hijo de Juan Mandinga, lo eligió para desempeñar tareas domésticas que se reducían muchas veces a la de jugar con los niños blancos… Cuando estalló la guerra, fue de los primeros en alzarse contra los tercios españoles. El padre de Luí le cargó las escopetas y la tienda de campaña. Y al terminarse la esclavitud, en recuerdo de los días tormentosos de la manigua, el amo regaló al viejo esclavo aquel trozo de tierra que sus hijos labrarían… hasta verse obligado a venderlo al Ingenio norteamericano… ¡Juan Mandinga sí que había visto cosas…! A pesar de su fidelidad al amo, descifró, como todos sus semejantes, los secretos toques de tambor que anunciaban próxima sublevación en las dotaciones vecinas. Pero nada dijo acerca de ello, deseando que, por una vez, los mayorales conocieran los furores del humilde que se subleva. Los jefes de aquella rebelión fueron bárbaramente pasados por las armas, como aconteció muchos años antes con aquel heroico Juan Antonio Aponte, cabecilla de esclavos, cuyo cadáver, descuartizado, se expuso en el puente de Chávez para escarmiento de las negradas. Las señales rítmicas surcaban el cielo como un toque de rebato. Juan Mandinga husmeó el aire en silencio, sintiendo una simpatía ancestral por los que osaban remozar ritos de telegrafía africana con aquellos tam-tam que olían a sangre. Pensaba que si el desesperado esfuerzo no daba fruto, al menos los palenques de cimarrones quedarían engrosados. Y después de sofocado el levantamiento, cuando el amo, adivinando que Juan sabía largo sobre el asunto, le preguntó: “¿Y tú, qué opinas de los atropellos cometidos por tus hermanos?”, el negro le respondió valientemente: “Mi amo, tóos no son como uté, y cuando e río crese e porque hay lluvia. Si la tiñosa quiere sentalse, acabarán por salir le nalgas…” El amo le había contemplado con muda sorpresa, pensando que, en el fondo, las palabras del esclavo anunciaban el ocaso de un indefendible estado de cosas. Y cuando devolvió la libertad a Juan Mandinga, le autorizó a llevar su propio apellido para que su prole no fuera mancillada por un nombre forjado en mercado de negros… El viejo Luí se acaloraba con el relato. -Sí, niño. Lo tiempo eran malo pa la gente de colol. Por salas que estén las cosas ahora, no e lo mimo. ¡Las zafras por e suelo! ¡Los pobres siempre embromaos y pasando hambre! ¡Lo colono pagando poco y regateando e resto! ¡Pero, a pesar de to, no hay desgrasiao que pueda pelarle el lomo a uno! ¡Pa eso hubo la guerra! ¿E tiempo de Eppaña? ¡Pal cara…!

Menegildo no se conmovía con estas evocaciones. El monólogo del abuelo, harto conocido, le era tan indiferente ahora como la monótona trepidación del Central. Pensaba gravemente en la mujer que había elegido. Él hubiera querido arrimarse con ella, construir un bohío como éste, con una “colombina de matrimonio” para poder dormir juntos. Pero aquello se mostraba como algo muy remoto. Todo contrariaba sus proyectos… De pequeñuela, Longina había sido llevada a Haití por su padre. Este último, embrujado por un hombre-dios que recorría las aldeas con los ojos desorbitados, desapareció un día sin dejar huellas. La niña quedó al cuidado de una tía vieja que la maltrataba. Con la adolescencia, sintió anhelos vagabundos, y como tenía deseos de volver a la tierra que decían suya, se fugó con un bracero haitiano que iba a Cuba para trabajar en los cortes. Poco después, su primer “marío” la vendió por veinte pesos a un compé de la partida, llamado Napolión. Era pendenciero y borracho. Le inspiraba un miedo atroz. Siempre encontraba motivo oportuno para zurrarla… Y Longina no era mujer a quien gustara dejarse pegar por “un cualquiera”… (“Tú sí puées hacel conmigo lo que te dé la gana”, había confesado a Menegildo)… Por esto temió hablar con el mozo durante largas semanas. ¡Pero, ahora, todo le importaba poco! Ella lo quería. Lo juraba sobre la memoria de su padre y las cenizas de su madre. ¡Que se viera muerta ahora mismo si decía mentiras…!

Menegildo se repetía que esta situación no podría durar mucho tiempo. Instintivamente, esperaba un desenlace traído por la fuerza de las cosas. Y al reconocer que “estaba enamorado como un caballo”, presentía una época de conflictos y violencias que le abriría las puertas de mundos desconocidos. Nada podría oponerse a la voluntad bien anclada en el cerebro de un macho. Como decía el difunto Juan Mandinga: “Si la tiñosa quiere sentalse, acabarán por salirle nalgas”…

22 Incendio (a)

Inmóvil, mudo de sorpresa por la rapidez con que se había desencadenado el incendio, Usebio Cué contemplaba la gran cortina de fuego que cerraba inesperadamente el centro del valle. ¡Eso sí que era candela, caballeros! El humo claro subía majestuosamente en la noche, yendo a engrosar pesadas nubes tintas de ocre y preñadas de agua. Miríadas de lentejuelas ardientes revoloteaban sobre el plantío, levemente sostenidas por el vaho de la hoguera conquistadora. Frente a las llamas corrían hormigas humanas, sacudiendo largos abanicos. En coro, las sirenas del Central tocaban alarma.

– ¡Desgraciaos! -sentenciaba el abuelo, apoyado en un horcón del portal, sin explicar a quién se dirigían sus insultos-. ¡Desgraciaos! Se va a quemar la casa de Ramón Rizo.

Espoleando su caballo de cascos pesados, un guardia rural entró en el batey, machete en mano, dispuesto a repartir planazos:

– ¿Qué c… esperan aquí…? ¡Salgan a apagar, ajo!

¡Cojan yaguas y arranquen…!

Menegildo y su padre empuñaron pencas de guano y echaron a andar hacia el fuego. Por el camino, el padre rezongaba rabiosamente:

– ¡Ahora hay que dil a tiznalse por gutto! ¡Siempre resulta uno salao!

Llegaron a la línea de defensa. El incendio avanzaba sobre los campos con un frente de doscientos metros. Las cañas sudaban, crepitaban, ennegrecían, sin perder un zumo cuya cocción se iniciaba sobre la tierra misma. Los ramos de hojas verdes y cortantes, pictóricos de savia, humeaban como chimeneas de fábrica. El colchón de paja que cubría el suelo húmedo era atacado por llamitas azules que lo iban mordiendo con ruido de motor de explosión. Centenares de guajiros y braceros azotaban el fuego con sus plumas vegetales, levantando torbellinos de chispas… Algunos colonos, galopando en sus caballos asustados por el resplandor, lanzaban órdenes breves, subrayadas, por imprecaciones y palabrotas. En medio de la turbamulta, la mujer de Ramón, sucia, desgreñada, casi desnuda, seguida por varios mocosos con las nalgas al aire, corría despavoridamente aullando lamentaciones que nadie escuchaba. Algunos jamaiquinos, con máscaras de cenizas y sudor, salían de vez en cuando de la zona del combate para tragar un sorbo de ron que les templaba las entrañas.

En el límite del paisaje, la mole cúbica del ingenio parecía arder también. Sus altos clarines eléctricos arrojaban quejas prolongadas desde las techumbres rojas -calderones lúgubres en la sinfonía del siniestro.

23 Incendio (b)

Menegildo golpeaba las llamas sin entusiasmo, cuando vio llegar una bandada de haitianos seguidos por un militar que blandía furiosamente su machete. Entre aquellos rostros negros reconoció el de Napolión, el marido de Longina… Una brusca resolución se apoderó de su cerebro. Movido por el escozor de la idea fija, se fue escurriendo hacia la derecha del fuego, entre los grupos de trabajadores. Luego, con peligro de llamar la atención, escapó a todo correr por una guardarraya, hasta que un muro de altas cañas lo aisló del incendio. Sabía que si un guardia lo atajaba, recibiría más de un planazo en los hombros y en las piernas… Se detuvo un instante para orientarse y emprendió la carrera nuevamente. Saltó por encima de varios setos de piedra. Con su cuchillo se abrió paso en una cerca de cardones lechosos, cerrando los ojos para no ser cegado por el jugo corrosivo. Atravesando un potrero con paso rápido, observó que las nubes rojizas -pantalla del acontecimiento de abajo- se hinchaban cada vez más. Se detuvo a la entrada del campamento de haitianos. Lo vio desierto. Las mujeres también habían corrido hacia el fuego siguiendo a los braceros. Pero Menegildo estaba seguro que Longina estaba allí. El instinto se lo decía.

Entró a gatas en la choza triangular. Se oía una leve respiración en la sombra. Un olor que le era bien conocido lo guió hacia Longina. El mozo se dejó caer cerca de ella sobre el lecho de sacos. La mujer, durmiendo todavía, masculló un “vuelabuey-vuelabuey” ininteligible y se despertó con un sobresalto de sorpresa… Pero ya Menegildo la desnudaba con manos ansiosas.


Gruesas gotas comenzaron a rodar sonoramente por las pencas del techo. Las nubes se desgarraron en franjas transparentes y la tierra roja estertoró de placer bajo una lluvia breve y compacta. Un perfume de madera mojada, de verdura fresca, de cenizas y de hojas de guayabo invadió la choza. Todas las fiebres del Trópico se aplacaban en un vasto alborozo de savias y de pistilos. Los árboles alzaron brazos múltiples hacia los manantiales viajeros. Un vasto crepitar de frondas llenó el valle. Ya se escuchaba el rumor de la cañada, acelerada por la impaciencia de mil arroyuelos diminutos.

El incendio agonizaba. Una que otra columna de humo jalonaban la retirada de las llamas. En el sendero, las herraduras besaban el barro. Los guajiros volvían apresuradamente, arrojándose “buenas noches” en las retaguardias del aguacero.

– ¡Vete! -dijo Longina-. Napolión debe ettal al llegal. ¡Si se encuentra contigo, te mata! Menegildo hinchó el tórax:

– No le como mieo. ¡E un desgrasiao! Si se aparece, le arranco la cabeza.

– ¡Vete, por Dio! ¡Vete, por tu madre! ¡Va a habel una desgrasia…!

Menegildo acabó por salir de la choza. Ya regresaban los haitianos. Se oían sus voces en el camino.

El mozo escapó entre las altas hierbas de Guinea. Cien metros más allá tomó tranquilamente el trillo que conducía al bohío.

Pero alguien venía detrás de él. Una sombra negra se le acercaba, apenas denunciada por un correr de pies descalzos. Menegildo se detuvo a un lado del sendero. Desenvainó su cuchillo, presa de vaga inquietud, pensando, sin embargo, que podía tratarse de un vecino que volvía del incendio…

Napolión se arrojó sobre él con una tranca en la mano:

¡Tién! ¡Tién!

Antes de esbozar un gesto, Menegildo recibió un formidable garrotazo en la cabeza. El mozo cayó de bruces sobre la tierra blanda. Napolión lo golpeó varias veces. Su víctima no se movía. -Ca t’apprendrá…! En una charca los sapos afinaban mil marímbulas de hojalata.

24 Terapéutica (b)

Menegildo llegó al bohío por la madrugada, apretándose las sienes con los puños. Un estruendo de fábrica vibraba en sus oídos. El cuerpo le dolía atrozmente. Tenía algo como un grueso alambre atravesado en los riñones. Una pasta de barro y de sangre le cubría el rostro, el pecho, los brazos. Se desplomó junto a su cama, despertando a toda la familia con sus quejidos. Se sentía cobarde y miserable. ¡Todo iba a terminar! ¡La vida lo abandonaba!

– ¡Ay, ay, mi madre! ¡Me muero! ¡Me han matao…!

Salomé se mesaba los cabellos. Maldijo, lloró, encendió tres velas ante la imagen de San Lázaro.

– ¡M’hijo! ¡Menegildo! ¡Cómo te ha puetto! ¡Se me muere, se me muere!

Juró que iría a ver a Beruá. Fabricaría un embó para matar a los asesinos de su hijo en cuarenta días. Con ayuda de la Virgen Santa de la Caridad del Cobre, agonizarían vomitando espuma, comidos en vida por los gusanos y cubiertos de llagas que se les llenarían de hormigas bravas.

El bohío era un órgano de llantos. Los hermanitos de Menegildo asustaban a todas las bestias del batey con sus sollozos desgarradores. Al secarse, las lágrimas tatuaban la suciedad de sus caras. Un cerdo cojo entró en la casa y se detuvo ante el herido. Pero de pronto, sintiendo que acontecía algo anormal, huyó despavoridamente, corriendo en tres patas. Desde un rincón de la estancia, Palomo contemplaba aquel cuadro de desesperación con sus ojos amarillos. Sólo las gallinas se mostraban indiferentes, aprovechando la oportunidad para meter el pico en los cacharros de la cocina.

Al mediodía llegó el viejo Beruá. Hizo que Menegildo fuese colocado en el lugar más oscuro de la vivienda, lejos de los rayos del sol, que “pasman la sangre”. Entonces hubo un gran silencio.

Por tres veces el brujo arrojó al aire el Collar de Ifá, estudiando la posición en que caían sus dieciséis medias semillas de mango… Dieciséis fueron las palmeras nacidas de la simiente de Ifá; dieciséis los frutos que Orungán cosechó en las plantaciones sagradas y que le permitieron conocer el futuro destino de los hombres… Por el número de semillas colocadas con la comba hacia el suelo o hacia las estrellas, se sabe si un enfermo retrocederá en el camino que lo lleva al mundo de fantasmas y de presagios. Menegildo resbalaba lentamente hacia la muerte… Pero el Collar de Ifá anunció que se detendría, volviendo a ocupar el puesto que las potencias ocultas tenían en litigio desde el alba… Al saberlo, la familia sintió un grato alivio, y las bendiciones llovieron sobre el sabio curandero. Después se aplicaron telarañas en las mataduras sanguinolentas, y todo el cuerpo del mozo fue untado con manteca de majá. Luego, el enfermo se durmió. Por la tarde comenzaron las visitas. Primero aparecieron las tías de Menegildo, con sus marros y vástagos innumerables -dignas hermanas de Salomé, eran prolíficas como peces. Más tarde hubo un interminable desfile de primos y primas, amigos y conocidos, curiosos y desconocidos. Todos hablaban ruidosamente. Como aquello, en el fondo, no pasaba de ser una diversión, se hicieron bromas pesadas y se construyeron mitos. Mientras circulaban las tazas de café, se dieron consejos médicos debidos al recuerdo de tratamientos por yerbas o conjuros que habían sido útiles en casos semejantes o parecidos… Paula Macho anduvo rondando por los alrededores del batey, pero nadie la invitó a entrar. La desprestigiá acabó por desaparecer, intimidada tal vez por las torvas miradas de Salomé… Y al crepúsculo, los visitantes abandonaron el bohío con la sensación de haber cumplido un deber.

Ya caída la tarde, un guardia rural vino a informarse de lo sucedido. Usebio declaró que Menegildo se había caído bajo las ruedas de una carreta, sin ofrecer mayores explicaciones… La familia Cué estaba convencida -y en ello no andaba equivocada- que la Justicia y los Tribunales eran un invento de gentes complicadas, que de nada servía, como no fuera para enredar las cosas y embromar siempre al pobre que tiene la razón.

25 Mitología

Envuelto en sacos cubiertos de letras azules, sudando grasa, Menegildo abrió sus ojos atontados en la obscuridad del bohío. Su cabeza respondía con latigazos de sangre a cada latido del corazón. Jamelgo mal herido. ¡Buen garrote tenía el haitiano…! Los grillos limaban sus patas entre las pencas del techo. Andresito, Rupelto y Ambarina respiraban sonoramente. Salomé maldecía en sueños. Afuera, los campos de caña se estremecían apenas, alzando sus güines hacía el rocío de luna.

Sed. Un triángulo en el portal: la rastra del barril. Barril hirviente de gusarapos. El jarro de hojalata. Jarro, carro, barro. El barro de la laguna en tiempos de sequía, cuando las biajacas se agarran con la mano. Pero no; estábamos en plena molienda. La laguna debía estar llena de agua clarísima. Y fresca. Sin duda alguna. Los bueyes no ignoraban estas cosas. Abandonando la carreta, sin narigón, sin yugo, sin temor a la aguijada, Grano de Oro y Piedra Fina marcaban sus pezuñas en la orilla y hundían sus belfos entre los juncos… La mano de Menegildo se acercaba al agua. Se hacía enorme, se proyectaba, se crispaba. Y súbitamente, la laguna huía como un ave ante la mano llena de zumbidos.

– ¡Ay, San Lázaro!

Sostenido por sus muletas, cubierto de llagas que lamían dos perros roñosos, San Lázaro debía velar en imagen detrás de la puerta de la casa, junto al panecillo destinado a alimentar el Espíritu Santo, y la tacita de aceite en que ardía una “velita de Santa Teresa”. ¡San Lázaro, Babayú-Ayé, que cuidas de los dolientes! La plegaria de Babayú-Ayé debía acompañar la aplicación de todo remedio: el vaso movido en cruz, sobre el cráneo, para quitar la insolación; el cinturón de piel de majá, para curar mal de vientre; el tajo en tronco de almacigo, por noche de Año Nuevo, para matar ahogos; el tirón a la piel de las espaldas contra empacho de mango verde. Hasta los caracoles que se arrojan al aire para saber si un enfermo sanará, eran vigilados en su trayectoria mágica por el santo negro, a quien los blancos creían blanco… Además, ¿quién ignoraba, en casa de Menegildo, que con todos los santos pasaba igual? Los ojos del mozo quisieron ver las figuras de yeso pintado que se erguían sobre el altar doméstico de Salomé. Cristo, clavado y sediento, eres Obatalá., dios y diosa en un mismo cuerpo, que todo lo animas, que estiras palio de estrellas y llevas la nube al río, que pones pajuelas de oro en los ojos de las bestias, peines de metal en la garganta del sapo, pañuelos de seda morada en el cuello del hombre. Y tú, Santa Bárbara, Shangó de Guinea, dios del trueno, de la espada y de la corona de almenas, a quien algunos creen mujer. Y tú, Virgen de la Caridad del Cobre, suave Ochum, madre de nadie, esposa de Shangó, a quien Juan Odio, Juan Indio y Juan Esclavo vieron aparecer, llevada por medias lunas, sobre la barca que asaltaban las olas. Dijiste: “Los que crean en mi gran poder estarán libres de toda muerte repentina…, no podrá morderles ningún perro rabioso u otra clase de animal malo…» y aunque una mujer esté sola, no tendrá miedo a nadie, porque nunca verá visiones de ningún muerto ni cosas malas.” ¡Las cosas malas! Menegildo las conocía. Rondaban en torno del hombre, con sus manos frías, voces sin gaznate y miradas sin rostro. Una noche, junto a las ruinas del viejo ingenio, Menegildo había sentido su presencia invisible y poderosa. Contra las persecuciones de los hombres existía la Oración de la Piedra Imán -Líbrame, Señor, de mis enemigos, como liberaste a Jonás del centro de la ballena-; pero contra las cosas malas, la lucha se hacía desesperada. Sólo el sabio Beruá, cuya casa era rematada por un cuerno de chivo, era capaz de entendérselas con los fantasmas. Pero poseía los tres bastones de hierro legados por Eshú-el-Agricultor, una piel de gato-tigre, las conchas de jicotea. la Oración a los catorce Santos Auxiliares y, sobre todo, los Jimaguas. ¡Qué no podían esos muñecos negros y pulidos, con sus ojos en cabeza de alfiler, y la cuerda que los mancornaba por el cogote!… Cosas malas y ánimas solas eran de una misma esencia. Y cuando una mujer celosa visitaba al brujo, para asegurarse la fidelidad del amante próximo a partir, Beruá Te prescribía el empleo de aguas dotadas de secreto fluido erótico y la recitación de una plegaria feroz que debía decirse, a mediodía y a medianoche, encendiendo una lámpara detrás de la puerta: “Anima triste y sola, nadie te llama, yo te llamo; nadie te necesita, yo te necesito; nadie te quiere, yo te quiero. Supuesto que no puedes entrar en los cielos, estando en el infierno, montarás el caballo mejor, irás al Monte Oliva, y del árbol cortarás tres ramas y se las pasarás por las entrañas a Fulano de Tal para que no pueda estar tranquilo, y en ninguna parte parar, ni en silla sentarse, ni en mesa comer, ni en cama dormir, y que no haya negra, ni blanca, ni mulata ni china que con él pueda hablar y que corra como perro rabioso detrás de mí…” -¡Ay, San Lázaro!

Menegildo caía en un hoyo negro. Hacía esfuerzos por asirse de algo. Un clavo. Los clavos solían tener corbatas hechas con paja de maíz. Entonces eran como las que usaba Beruá en sus encantaciones. Clavos y piedras del cielo. Y cadenas. Ante su puerta había una de hierro. Pero el brujo había trabajado cierta vez una cadena de oro con tal ciencia, que se enroscaba como serpiente cuando su dueño se hallaba cerca de peligro. El Gallego Blanco, bandido de caminos reales, la había poseído. Y fue derribado por el máuser de un guardia rural pocas horas después de perderla, al cruzar un río crecido… El trabajo de una cadena mágica se hacía por medio de jícaras llenas de guijarros, rosarios de abalorios, polvos de cantárida y plumas de gallo negro degollado en noche de luna. Como cuando Beruá había sacado tres docenas de alfileres, varios sapos y un gato sin orejas del pecho de Candita la Loca, víctima del mal de ojo.

Pobre Candita la loca,

que Lucumí la mató.

Ella me daba la ropa,

ella me daba de tó.

Para empezar, Candita la Loca no fue matada por Lucumí, sino por un jamaiquino, capitán de partida, a quien llamaban Samuel. Matada indirectamente, es cierto. El negro usaba camisas azules cubiertas de diminutos tragaluces. Hablaba con el “hablao a rayo de los americanos”. Y junto a su cama tenía un cuadro piadoso en que podían verse la Virgen y el Niño adorados por los Reyes Magos. La Madre llevaba largo vestido blanco, entallado, y escarpines puntiagudos. Los Magos lucían levitas y chisteras. Y todos los santos personajes eran negros, excepto Baltasar, transformado en blanquísimo seguidor de estrellas… ¡Quién ha visto eso…! Ya se sabe que Cristo, San José, las Vírgenes, San Lázaro, Santa Bárbara y los mismos ángeles son divinidades “de color”. Pero son blancas en su representación terrenal, porque así debe ser. Samuel regaló el cuadro a Candita la Loca. Pero Lucumí estaba celoso, y un día de cólera dicen que le echó un daño. ¿Hierbas molidas en una taza de café? ¿Cazuela de barro con millo, un real de vino dulce y una pata de gallina…? Lo cierto es que Candita la Loca yacía entre cuatro velas, antes de que Beruá hubiera podido limpiarla de maleficios… La difunta -loca había de ser y que en pá dec’canse- había llevado el maldito cuadro a un velorio de santos verdaderos, arrojando la salación sobre el altar y todos los presentes. Ella había sido la primera víctima. ¡Chivo que rompe tambor, con su pellejo paga!

– ¡Ay, San Lázaro!

Sed. El sol seguía quemando en plena noche. ¿No arderían los cañaverales cercanos? ¡Yaguas y chispas! ¡Abanicos y lentejuelas! Mil columnas de humo para sostener techumbre de nubes caoba. ¡Mamá! ¡Mamá…!

Andresito roncaba. Ambarina tenía visiones. Rupelto era perseguido por una araña con ojos verdes. Tití gemía ante una mujer que se iba transformando en cabra. Salomé maldecía en sueños. El viejo temblequeaba en silencio, pensando en Juan Mandinga y los mayorales antiguos. Afuera, Palomo aullaba a muerte. ¡Aura tiñosa, ponte en cruz!

– ¡Ay, San Lázaro!

26 El negro Antonio

– ¡Tú tá peldío, muchacho! ¡Tú tá peldío…!

Durante los días en que Menegildo, convaleciente, se pasaba las horas chupando caña tras caña en el portal del bohío, un mismo lamento era incansablemente repetido por Salomé. El mozo estaba peldío. Peldío, porque su inexplicable reserva había defraudado a los suyos. La susceptibilidad materna se matizaba con un remoto despecho de chismosa. ¡Haberlo llevado en la barriga, haberlo criado y no ser capaz de ofrecerles a las comadres todos los detalles del hecho reciente! Por más que Menegildo volviera a la carga con una fantasiosa versión, el cuento no convencía al abuelo, ni a Usebio, ni a Salomé, ni siquiera a Ambarina, que ya se pasaba de lista… ¿Atacado por un desconocido? ¿No le vio la cara porque era de noche? ¿No sospechaba de naiden…? ¡Buena historia para contentar a un inocente! ¡Eso no se lo tragaba ningún sel rasional…! Un gran malestar reinaba en el bohío desde el alba de la agresión. Reunida en torno a la mesa, la familia comía rabiosamente. Los niños miraban a los viejos sintiendo que sus más profundos anhelos de ternura eran rotos siempre por el aire distante de Menegildo y por la presencia de aquel secreto abismado en sus pupilas. Sin embargo, por respeto a su estado físico, sólo se le hacía sentir el descontento de cada cual por medio de alusiones obscuras.

Esta situación se prolongó hasta el día en que los Panteras de la Loma, venidos de la ciudad cercana, anotaron los nueve ceros a la novena de base-ball del Central San Lucio. Dos horas después de terminado el juego, un negro pequeño, con cara redonda y astuta, se presentó en el bohío luciendo los colores del Club vencedor en su gorra de pelotero. -¡Antonio! -exclamó Salomé. El ilustre primo, ídolo de Menegildo desde la infancia, se dignaba visitar la pobre vivienda de los Cué. Rumbero, marimbulero, politiquero, era sostén de Comités de barrio, y de los primeros en presentarse cada vez que el régimen democrático necesitaba comprar “iVivas!” a peso por cabeza en favor de algún pescao gordo que aspiraba a ser electo. Llevado a la ciudad por unos colonos ricos que sé habían apegado a su ingenuo cinismo de niño, el negro Antonio no tardó en independizarse, revendiendo el contenido de una lata robada a un tamalero. Con los beneficios obtenidos en esta operación, se consagró al comercio de pulpas de tamarindo, hasta que se vio en la posibilidad de alquilar un sillón de limpiabotas bajo las arcadas que rodeaban el parque central… Ahora estaba en el apogeo de su carrera. Era ñáñigo, reeleccionista, apuntador de la Charada China, y tenía una pieza que trabajaba para conseguirle los diez y los veinte. ¡Ese sí que se reía de la crisis y del hambre que mataba a los campesinos en el fondo de sus bohíos! ¡Que otros trabajaran por jornales de peseta y media! El espíritu de Rosendo lo protegía, y sabía hacerse imprescindible a cualquier sistema político “que se pusiera pal número”. El negro Antonio se decía más versado que nadie en una vasta gama de “asuntos generales”.

Hoy estaba henchido de orgullo. Siól de los Panteras de la Loma, había dado el batazo de la tarde deslizándose sobre el home con gran estilo, después de recorrer el diamante en doce segundos… Traía una botella de vino durce para la tía y los parientes que le fueran presentados. Repantigado sobre un taburete, en el centro del portal, desarrollaba un tornasolado monólogo, haciendo desfilar imágenes rutilantes ante los ojos maravillados de los Cué. ¡Cómo combelssaba el negro ese…! Cuando se cansó de provocar una admiración sin reservas, se caló la gorra, declarando que regresaba al caserío para “ver cómo estaba el elemento”. ¿Menegildo no querría acompañarlo? El mozo, colmado de honor, se dispuso a seguirlo.

– ¡Mira que etás enfelmo, muchacho! -objetó Salomé.

– Ya etoy bueno.

– ¡Va a cogel sereno!

– ¡Que ya etoy bueno, vieja! -concluyó enérgicamente el mozo.

El negro Antonio y Menegildo se encaminaron hacia la ruta del Central. Después de un momento de silencio, el primo alzó la voz:

– Oye, Menegid’do. Llegué eta mañana y ya conoc’co e cuento mejol que tú mim’mo. Una vieja que le disen Paula Macho y que siempre anda revuelta con lo haitiano, me dijo lo de lo palo, cuando la empregunté pa onde quedaba la casa e Salomé. Tabas metió con la mujel esa, y su gallo te saló… ¡Cosa e la vía! Pero e un mal negosio pa ti. E haitiano ese se figuraba que te había matao too. Ahora sabe que te pusit’te bueno, y cada vé que se mete en trago, dise que te va a sacal toa la gandinga pa fuera…

Menegildo quiso hacer buena figura ante el negro Antonio:

– Ya e desgrasio ese me tiene muy salao. Le voy a enterral e cuchiyo.

– ¿Y qué tú va sacal con eso? ¡Te llevan pal presidio…! Yo tuve un año, ocho mese y veintiún día, dipués que me denunsió la negrita Amelia por el rallo de su luja, y sé que e eso. ¡E rancho, lo brigada y e sielo cuadrao por tóos laos! ¿E presidio? ¡Pal cara…! Lo primero e dejal la mujel esa. Búc’cate otra pieza por ahí. Disen que el elemento etá pulpa en el pueblo. ¡Debe habel ca negritilla, caballero…! Oye la vo de la ep’periensia: no le ande buc’cando más bronca a lo haitiano…

– No puedo dejal’la -dijo Menegildo-. Etoy metió y ella etá metía conmigo… No le como mieo a lo haitiano, ni a lo americano, ni a lo chino, ni a lo de Guantánamo, ni a lo del Cobre…

– Tu hase lo que te sag’ga. A mí me tiene sin cuidao. Pero lo haitiano son mala comía, y si tú quiere seguir enredado con e elemento ese, te va tenel que portal como un macho…

– ¡Macho he sío siempre! -sentenció Menegildo. Ya era de noche cuando ambos llegaron al caserío.

27 Política

Muros de mampostería capaces de resistir un asedio, horadados en más de un lugar por los plomos de un ataque mambí; horcones azules plantados en piso de chinas pelonas -portal para caballos. El negro Antonio y Menegildo se aventuraron entre dos albardas y ocho patas, echando una mirada al interior de la bodega… Los compañeros del primo estaban ahí, rodeados de amigos y admiradores, celebrando el triunfo de la tarde.

– ¡Yey familia! -saludó Antonio.

– ¡Enagüeriero!

El héroe fue acogido con anchas sonrisas. Esa noche nadie pensaba en jugar al dominó. Sentados en bancos, sacos y cajones, los presentes asistían pasivamente a la charla espectacular de los peloteros, bajo un cielo de tablas soldadas con telarañas, del que colgaban vainas de machete, dientes de arado, jamones de Swift, guatacas y salchichones de Illinois envueltos en papel plateado. Para festejar la llegada de Antonio se pidieron tragos. Menegildo, que nunca “le entraba” al ron, salvo cuando tenía catarro, apuró su copa como una purga… Después de comentarse hasta la saciedad una formidable “sacada en primera” y la cubba del pitcher que logró “ponchar” al mejor bateador del Central, la conversación derivó hacia la política. Había quien votara por el Gallo y el Arado. Otros confiaban en Liborio y la Estrella, o en el Partido de la Cotorra. La lucha se había entablado entre el Chino-de-los-cuatro-gatos, el Mayoral-que-sonaba-el-cuero, y el Tiburón-con-sombrero-de-jipi. Una peseta gigantesca, una bañadera cuya agua “salcipaba” plateado, un látigo o un par de timbales, simbolizaban gráficamente a los futuros primeros magistrados, con lenguaje de jeroglífico. La mitología electoral alimentaba un mundo de fábula de Esopo, con bestias que hablaban, peces que obtenían sufragios y aves que robaban urnas de votos… Antonio filosofaba. Al fin y al cabo, la política era lo único que le ponía a uno en contacto directo con la “gente de arriba”. Ya daba por sentado que cualquier candidato electo acababa siempre por chivar a sus electores. También admitía que cada año la cosa andaba peor y la caña se vendía menos. Pero, por otra parte, sostenía que cualquier dotol vestido de dril blanco y escoltado por tres osos blandiendo garrotes, así fuese liberal o conservador, era un elemento de trascendental importancia para el porvenir de la nación, desde el momento que soltara generosamente el manguá que adquiere sufragios.

Se llenaron las copas. El alcohol ablandaba gratamente las articulaciones de Menegildo. Apoyado en un saco de maíz, escuchaba anécdotas de fraudes electorales que evocaban las siluetas de matones especialistas, enviados con la misión de “ganar colegios de cualquier manera”… Y en tiempos de reelección, ¿no se había visto a los soldados dando) planazos de machete a los votantes adversos? ¿Y el truco que consistía en confiscar los caballos de todos los campesinos sospechosos de oposicionismo, para no dejarlos concurrir a las urnas, bajo el pretexto de la carencia de cierta chapa de impuesto, de la que sólo se acordaban las autoridades en días de “comisios”?… ¡Había que orientar la opinión del pueblo soberano…!

Menegildo recordaba las fiestas políticas celebradas en el pueblo. Las guirnaldas de papel, tendidas de casa en casa. Las pencas de guano adornando los portales. Cohetes, voladores y disparos al aire. Una tribuna destinada a la oratoria, y una charanga de cornetín, contrabajo, güiro y timbal, para glosar discursos con aire de décima, en que el panegírico del candidato era trazado con elocuencia tonante por medio de parrafadas chillonas que organizaban exhibiciones de guayaberas heroicas, cargas al machete y pabellones tremolados en gloriosos palmares… El apoteosis de las promesas estilizaba el campo de Cuba. Los jacos engordaban, los pobres comían, los bueyes tendrían alas, y nadie repararía en el color de los negros: sería el imperio del angelismo y la concordia. Una ausencia total de programa era llenada con fórmulas huecas, reducidas frecuentemente a un simple lema. ¡A pie! pretendía sintetizar un espíritu democrático que se oponía ventajosamente, se ignoraba por qué serie de obscuras razones, al ¡A caballo! formulado por el partido adverso. En espera del momento en que pudieran comenzar a vender la república al mejor postor, los oradores desbarraban épicamente. De minuto en minuto, los nombres de Maceo y Martí volvían a ser prostituidos para escandir las peroraciones de aquellas cataratas grandilocuentes que conquistaban fáciles aplausos. Los catedráticos, pretendiendo movilizar una oratoria de otro estilo, obtenían bastante menos éxito, a pesar de exprimirse el intelecto para presentar imágenes clásicas. ¡Pena perdida! “La espada de Colón y el huevo de Damocles” no interesaban a nadie. El autor de un infortunado principio de discurso, por el estilo de: “Liberales de color de Aguacate”, estaba hundido de antemano… Lo que el pueblo necesitaba era alimento ideológico, doctrina concreta. Cosas como:

El Mayoral se va,

se va, se va, se va.

Ahí viene el chino Zayas

con la Liga Nacional.

El más genial de los políticos había sido aquel futuro representante que repartía tarjetas redactadas en dialecto apopa, prometiendo rumbas democráticas y libertad de rompimientos para ganarse la adhesión de las Potencias ñáñigas. ¡Votad por él…!

Rodeado de correligionarios, más de un prohombre de menor cuantía solía escuchar su elogio, revólver al cinto, pensando en las posibilidades productoras del querido pueblo que lo aclamaba. ¡Había que saber ordeñar la vaca lechera del régimen demagógico…! A veces, con la amenaza de apedrearlo a la salida de la cívica ceremonia si “no lo ayudaba”, un vivo lograba extraerle unos cuantos dólares. Pero ¿quién no aceptaba la férula de un elector?… Cierto candidato había tenido la inefable idea de entronizar el espíritu de la conga colonial en sus fiestas de propaganda. De este modo, cuando el mitin era importante y la charanga de la tribuna de enfrente comenzaba a sonar antes de tiempo, el orador tenía la estupefacción de ver a su público transformado en una marejada de rumberos, mientras sus palabras se esfumaban ante una estruendosa ofensiva de: ¡Aé, aé, aé la Chambelona! Los electores recorrían toda la calle principal en un tiempo de comparsa arrollada, y regresaban a escuchar otro discurso, abotonándose las camisas.

Lo cierto es que la sabia administración de tales próceres había traído un buen rosario de quiebras, cataclismos, bancos podridos y negocios malolientes. Roída por el chancro del latifundio, hipotecada en plena adolescencia, la isla de corcho se había vuelto una larga azucarera incapaz de flotar. Y los trabajadores y campesinos cubanos, explotados por el ingenio yanqui, vencidos por la importación de braceros a bajo costo, engañados por todo el mundo, traicionados por las autoridades, reventando de miseria, comían -cuando comían- lo que podía cosecharse en los surcos horizontales que fecundaban las paredes de la bodega: sardinas pescadas en Terranova, albaricoques encerrados en latas con nombre de novela romántica, carne de res salada al ritmo del bandoneón porteño, el bacalao de la Madre Patria y un arroz de no se sabía dónde… ¡Hasta la rústica alegría de coco y los caballitos de queque retrocedían ante la invasión de los ludiones de chicle! ¡La campiña criolla producía ya imágenes de frutas extranjeras, madurando en anuncios de refrescos! ¡El orange-crush se hacía instrumento del imperialismo norteamericano, como el recuerdo de Roosevelt o el avión de Lindbergh…! Sólo los negros, Menegildo, Longina, Salomé y su prole conservaban celosamente un carácter y una tradición antillana. ¡El bongó, antídoto de Wall Street! ¡El Espíritu Santo, venerado por los Cué, no admitía salchichas yanquis dentro de sus panecillos votivos…! ¡Nada de hot-dogs con los santos de Mayeya!


Sonó la sirena. Nuevas caras, salidas del Central, aparecieron en la bodega. La tertulia se deshizo… Menegildo estaba excitado por sus cinco copas de ron. Tenía ganas, indistintamente, de reír fuerte, de acariciar a su mujer o de reñir con alguien. Un nervioso deseo de acción le hacía mirar las torres trepidantes del Ingenio, con ganas de escalarlas… ¿Y Longina? No sabía de ella desde la noche de la agresión. ¿Y el desgraciao ese…? ¡Si lo hubiera visto aquella noche, habría pasado algo serio! Antonio tendría la prueba de que sabía portarse como un macho… Mascullando insultos, Menegildo palpaba la vaina de su cuchillo.

Varios “conocíos” lo acompañaban en la ruta, alejándose del caserío. Poco a poco fueron perdiéndose en los senderos que desembocaban a la arteria polvorienta y maltrecha. Menegildo quedó solo. Una sorda exasperación le hizo apretar el paso. Ahora iba dando saltos, sin sentir cansancio, llevado por los resabios del alcohol. Estaba furioso, estaba alegre. Recogía guijarros y los tiraba contra los árboles… La luna, verdosa, remataba una cuesta en la carretera, como alegoría de la salud en anuncio de reconstituyente. Sobre esa luna había un habitante: una silueta engrandecida por una jaba… Menegildo sintió una curiosidad apremiante, casi enfermiza, por ver quién era aquel transeúnte de astros.

Echó a correr, camino arriba, hasta ser nueva sombra en el disco luminoso… Las palmacanas, húmedas de rocío, habían puesto sordina a su crepitar de aguacero.

28 El macho

Serían las cinco de la tarde cuando la pareja de la guardia rural arrestó a Menegildo.

No se le acusaba -por casualidad- de hacer propaganda comunista ni de atentar contra la seguridad del Estado.

Era sencillamente que el haitiano Napolión había sido hallado en una cuneta de la carretera, casi desangrado, con un muslo abierto por una cuchillada.

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