IX

EL HEREDERO DE CÉSAR

Desde abril hasta diciembre del 44 a. C.

1

Los legados, los tribunos militares y los prefectos de todos los rangos, incluso los contubernales -puesto que procedían de familias con influencia o se habían distinguido de algún modo-, no estaban sujetos a las restricciones y la disciplina que regían la vida de los soldados y sus centuriones. Tenían, por ejemplo, el derecho a dejar el servicio militar en cualquier momento.

Así, a su llegada a Apolonia a principios de marzo, Cayo Octavio, Marco Agripa y Quinto Salvidieno no se vieron obligados a vivir en el enorme campamento de tiendas de campaña de cuero que se extendía desde Apolonia en dirección norte hasta Dirraquio. Las quince legiones que César había reunido para su campaña se dedicaban a sus obligaciones, ajenas a la presencia de los hombres de clase alta que después asumirían el mando en las batallas, un mando que en ocasiones era puramente nominal. Excepto en el combate, unos y otros rara vez se encontraban.

Para Octavio y Agripa, el alojamiento no ofrecía ninguna dificultad. Fueron a la casa de Apolonia reservada para César y se instalaron en una habitación pequeña y poco deseable. El paupérrimo Salvidieno, ocho años mayor que ellos, que no conocía muy bien sus responsabilidades ni su rango mientras César no los definiera, se presentó ante el general de intendencia, Publio Ventidio, que le asignó una habitación en una casa alquilada para los tribunos militares subalternos cuyos pocos años no les permitían ser elegidos tribunos de los soldados. El problema fue que en la habitación había ya un ocupante, otro tribuno militar inferior llamado Cayo Mecenas, que fue a ver a Ventidio y le comunicó que no quería compartir su habitación ni su vida con otro hombre, y menos con un picentino.

Ventidio, de cincuenta años, era también picentino, y tenía una historia personal mucho más ignominiosa que la de Salvidieno. De niño había participado como cautivo en un desfile triunfal con el que el padre de Pompeyo Magno había celebrado sus victorias contra los itálicos en la guerra de Italia. Su infancia como huérfano a partir de ese punto había consistido en una calamidad tras otra, y sólo el matrimonio con una viuda rica de Rosea Rura le había permitido ascender. Como en Rosea Rura se criaban las mejores mulas del mundo, se dedicó al negocio de criar y vender mulas para el ejército a generales como Pompeyo Magno. De ahí le venía el desdeñoso apodo de Mullo, "el mulero". Sin educación ni la familia adecuada, había codiciado en vano un mando militar, presintiendo que era capaz de capitanear una tropa. Cuando César cruzó el Rubicón, éste lo conocía ya bien; Ventidio se unió a la causa de César y aguardó su oportunidad. Por desgracia César prefirió asignarle responsabilidades de intendente a darle el mando de una legión, pero él se entregó a este trabajo organizativo con adusta eficiencia. Ya fuera regular las vidas de los tribunos militares inferiores o repartir comida, equipo y armas a las legiones, Publio Ventidio cumplió bien su cometido, albergando aún la esperanza de llegar a general. La ocasión se acercaba. César le había prometido una pretoría para el año siguiente, y los pretores ocupaban el mando en los ejércitos, no servían como intendentes.

Comprensiblemente, cuando Cayo Mecenas, rico y privilegiado, acudió a quejarse por el hecho de que un insignificante picentino se instalara en su habitación, Ventidio no se dejó impresionar.

– La respuesta es sencilla, Mecenas -dijo-. Haz lo que hacen otros en la misma situación: alquila una casa a tu propia costa.

– ¿Crees que no lo haría si hubiera alguna que alquilar? -replicó Mecenas-. ¡Mis criados están viviendo en una casucha!

– Mala suerte -respondió Ventidio sin contemplaciones.

La reacción de Mecenas ante esta falta de cooperación oficial fue la propia de un joven rico y privilegiado: no podía impedir la entrada a Salvidieno, pero tampoco estaba dispuesto a dejarle mucho espacio.

– De modo que estoy viviendo en la quinta parte de una habitación en la que hay sitio suficiente para dos tribunos -dijo Salvidieno, disgustado, a Octavio y a Agripa.

– Me sorprende que no lo hayas obligado a quedarse en su mitad, le guste o no -comentó Agripa.

– Si lo hago, irá directo al tribunal de legados y me acusará de crear problemas, y no puedo permitirme una reputación de persona conflictiva. No conocéis a ese Mecenas: tiene contactos en todas las altas esferas.

– Mecenas -repitió Octavio pensativamente-. Un nombre extraordinario. Diría que se remonta a los etruscos. Tengo curiosidad por conocer a ese Cayo Mecenas.

– Una magnífica idea -convino Agripa-. Vamos.

– No -dijo Octavio-, preferiría ocuparme yo personalmente. Vosotros dos podéis dedicar el día a pasear o ir a comer al campo.

Así pues, cuando Cayo Octavio entró solo en la habitación de uno de los edificios destinados a los tribunos militares subalternos, Cayo Mecenas apartó la vista de la hoja que estaba escribiendo con cara de perplejidad.

Las cuatro, quintas partes del espacio contenían los enseres de Mecenas: una buena cama con un colchón de plumas, casilleros portátiles llenos de pergaminos enrollados y papeles, una mesa de nogal con taracea de excelente marquetería, una butaca a juego, un triclinio y una mesa baja para comer, una consola para el vino, el agua y tentempiés, un camastro para su ayuda de cámara y una docena de grandes baúles de madera y hierro.

El dueño de todo aquello tenía un aspecto muy poco marcial. Mecenas era bajo, regordete y feo; vestía una túnica de un caro tejido de lana y calzaba unas zapatillas de fieltro. Tenía el cabello oscuro y lo llevaba exquisitamente cuidado, sus ojos eran oscuros, y en sus húmedos labios rojos se veía un mohín permanente.

– Saludos -dijo Octavio, sentándose en un baúl.

Obviamente, Cayo Mecenas advirtió a simple vista que se encontraba ante un igual, ya que se levantó con una sonrisa de bienvenida.

– Saludos. Yo soy Cayo Mecenas.

– Y yo Cayo Octavio.

– ¿De los Octavios cónsules?

– La misma familia, sí, pero de una rama distinta. Mi padre murió siendo pretor cuando yo tenía cuatro años.

– ¿Vino? -ofreció Mecenas.

– Gracias, pero no. No bebo vino.

– Lamento no poder ofrecerte una silla, Octavio, pero tuve que sacar de la habitación mi silla para los invitados para dejar sitio a un palurdo picentino.

– ¿Te refieres a Quinto Salvidieno?

– El mismo. ¡Bah! -dijo Mecenas con aversión-. No tiene dinero y sólo lo acompaña un criado. De él pocas aportaciones conseguiré para celebrar cenas decentes.

– César tiene un alto concepto de él -dijo Octavio como sin darle importancia.

– ¿De un don nadie picentino? ¡Tonterías!

– Las apariencias engañan. Salvidieno capitaneó la carga de la caballería en Munda y ganó nueve phalerae de oro. Se unirá al séquito personal de César cuando nos pongamos en marcha. -¡Qué cómodo resultaba tener más información que los demás en cuestiones de mando!, pensó Octavio, cruzando las piernas y entrelazando los dedos en torno a una rodilla. Con delicadeza preguntó-: ¿Tienes experiencia militar?

Mecenas se sonrojó.

– Fui el contubernalis de Marco Bibulo en Siria -contestó.

– ¡Ah, un republicano!

– No. Bibulo era amigo de mi padre, sencillamente -dijo Mecenas un tanto tenso-. Decidimos quedarnos al margen de la guerra civil, así que regresé de Siria a mi casa de Arretio. Sin embargo, ahora que Roma está más tranquila, tengo intención de dedicarme a la vida pública. Mi padre pensó que sería… esto… conveniente… que adquiriera más experiencia militar en una guerra extranjera. Así que aquí estoy -concluyó con displicencia-, en el ejército.

– Pero has empezado con mal pie -dijo Octavio.

– ¿Con mal pie?

– César no es Bibulo. En su ejército, los altos rangos tienen pocos privilegios. Los legados superiores como su sobrino Quinto Pedio no viajan con el lujo que yo veo aquí. Seguramente tienes también una cuadra de caballos, pero como César va a pie, los demás también caminan, incluso sus legados superiores. Un caballo para la batalla es obligatorio, pero tener más de uno está mal visto. Como también lo está un gran carromato lleno de pertenencias personales.

Los ojos húmedos de Mecenas permanecían fijos en aquel insólito joven con una expresión cada vez más aturdida, mientras su cara se iba sonrojando.

– ¡Pero yo soy un Mecenas de Arretio! Mi ascendencia me obliga a poner de relieve mi posición.

– No en el ejército de César. Fíjate en su ascendencia.

– ¿Quién te has creído que eres para criticarme?

– Un amigo a quien le gustaría ver que no sigues con mal pie -respondió Octavio-. Si Ventidio ha decidido que tú y Salvidieno debéis compartir habitación, continuaréis compartiéndola durante muchas lunas. La única razón por la que Salvidieno no te ha molido a palos es que no quiere ganarse la reputación de hombre conflictivo antes de iniciarse la campaña. Piénsalo bien, Mecenas -prosiguió Octavio en tono persuasivo-. En cuanto hayamos entrado en acción un par de veces, Salvidieno gozará aún más que ahora de la estima de César. Cuando eso ocurra, te molerá a palos. Quizá bajo tu blanda apariencia seas un gran militar, pero lo dudo.

– ¿Tú qué sabes? ¡Eres sólo un niño!

– Sí, pero no ignoro qué clase de general, o de hombre, es César. Estuve con él en Hispania, ¿sabes?

– ¡Un contubernalis!

– Exactamente. Y más importante aún, uno que conoce su lugar. No obstante, me gustaría que reinara la paz en nuestro pequeño rincón de la campaña de César, lo cual significa que tú y Salvidieno tendréis que aprender a llevaros bien. Salvidieno nos importa mucho. Tú eres un esnob mimado -comentó Octavio cordialmente-, pero por alguna razón me caes bien. -Señaló con la mano los centenares de pergaminos-. Por lo que veo, eres un hombre de letras, no de armas. Si sigues mi consejo, cuando llegue César, le solicitarás un puesto de secretario entre sus ayudantes personales. Cayo Trebatio no viene con él, así que puedes ascender en la carrera pública como hombre de letras con la ayuda de César.

– ¿Y tú quién eres? -preguntó Mecenas, desconcertado.

– Un amigo -contestó Octavio con una sonrisa, y se levantó-. Piensa en lo que te he dicho, es un buen consejo. Procura que tu riqueza y educación no te impulsen a despreciar a hombres como Salvidieno. Roma necesita a toda clase de hombres, y redundará en beneficio de Roma el que las distintas clases de individuos se toleren mutuamente sus rarezas y humores. Envía todos esos muebles a tu casa de Arretio, guarda sólo tu literatura y cédele a Salvidieno la mitad de la habitación. Sobre todo, no vivas como un sibarita en el ejército de César. No es tan estricto como Cayo Mario, pero es estricto.

Tras hacer una inclinación de cabeza, se marchó.

Cuando Mecenas recobró la respiración, contempló sus enseres a través de las lágrimas. Varias rodaron por sus mejillas cuando sus ojos se posaron en la cama grande y cómoda, pero Cayo Mecenas no era estúpido. Aquel encantador muchacho, Octavio, transmitía una extraña autoridad. No arrogancia, ni altivez, ni frialdad. Tampoco le había hecho la menor insinuación, pese a que era patente su alto grado de percepción del carácter humano y sin duda había adivinado que Cayo Mecenas, amante de las mujeres, era también amante de los hombres. Octavio no había hecho alusión a ello ni de palabra ni con la mirada, pero obviamente comprendía que la principal razón por la que Mecenas quería librarse de Salvidieno era la necesidad de intimidad más allá de su mera actividad literaria. En esta campaña tendría que conformarse con mujeres, sólo mujeres.

Así pues, cuando Salvidieno regresó unas horas más tarde, encontró la habitación despojada de enseres, y a Cayo Mecenas sentado ante una sencilla mesa plegable, su amplio trasero sobre una banqueta plegable.

Éste le tendió una cuidada mano.

– Te pido disculpas, mi querido Quinto Salvidieno -dijo Mecenas-. Si tenemos que convivir durante muchas lunas, será mejor que aprendamos a llevarnos bien. Soy débil pero no estúpido. Si te molesto, dímelo. Yo haré lo mismo.

– Acepto tus disculpas -respondió Salvidieno, quien también comprendía alguna que otra cosa respecto al comportamiento humano-. Te ha visitado Octavio, ¿verdad?

– ¿Quién es? -preguntó Mecenas.

– El sobrino de César. ¿Te ha dado órdenes?

– Ah, no -dijo Mecenas-. Ése no es su estilo.


El hecho de que César no llegara a Apolonia hacia finales de marzo se atribuyó a los vientos equinocciales, que por entonces soplaban a rachas. En general se daba por supuesto que su flota había quedado inmovilizada en Brindisi.

En las calendas de abril, Ventidio hizo llamar a Cayo Octavio.

– Acaba de llegar esto para ti a través de un mensajero especial -dijo con tono de desaprobación. En la lista de prioridades de Ventidio, los simples cadetes no recibían cartas mediante mensajeros especiales.

Octavio cogió el pergamino -que llevaba el sello de Filipo- con un mal presentimiento que no tenía nada que ver con su madre ni con su hermana. Pálido, se desplomó sin pedir permiso en una silla junto a la mesa de Ventidio y miró al leal mulero con una impotente expresión de sufrimiento que hizo que Ventidio no le reprendiera.

– Lo siento, me han flaqueado las rodillas -dijo Octavio, y se humedeció los labios-. ¿Puedo abrir esto ahora, Publio Ventidio?

– Adelante. Probablemente no será nada -contestó Ventidio, malhumorado.

– No, son malas noticias sobre César. -Octavio rompió el sello, desplegó la única hoja y la leyó con esfuerzo. Al acabar, sin levantar la vista, se limitó a arrojar el papel sobre la mesa-. César ha muerto, ha sido asesinado.

Lo sabía antes de abrirla, pensó Ventidio, agarrando la carta. Tras leerla con incredulidad, miró a su receptor, horrorizado.

– Pero ¿por qué te la dan a ti, una noticia como ésta? ¿Y cómo lo sabías de antemano? ¿Eres adivino?

– Hasta ahora no lo era, Publio Ventidio. No sé por qué lo sabía.

– ¡Por Júpiter! ¿Qué será de nosotros ahora? ¿Y por qué la noticia no se nos ha comunicado a mí o a Rabidio Póstumo? -Las lágrimas asomaron a los ojos del mulero, que hundió el rostro entre los brazos y lloró con amargura.

Octavio se puso en pie, notando de pronto el silbido de su propia respiración.

– He de volver a Italia. Dice mi padrastro que me espera en Brindis¡. Lamento que la noticia me haya llegado a mí primero, pero quizás algún acontecimiento haya retrasado la notificación oficial.

– ¡César, muerto! -exclamó Ventidio con voz ahogada-. ¡César, muerto! El mundo se ha acabado.

Octavio salió del despacho y del edificio y se dirigió a los muelles para alquilar un barco. Tras el breve paseo respiraba con dificultad, cosa que no le ocurría desde hacía meses. Vamos, Octavio, no puedes sufrir un ataque de asma ahora. César ha muerto y el mundo se acaba. Debo saberlo todo cuanto antes; no puedo quedarme aquí en Apolonia jadeando y dando boqueadas.

– Parto hoy hacia Brindis¡ -anunció a Agripa, Salvidieno y Mecenas una hora más tarde-. César ha sido asesinado. Quien quiera acompañarme será bienvenido. He alquilado una embarcación con espacio suficiente. No habrá expedición a Siria.

– Yo te acompaño -dijo Agripa al instante, y salió de la sala común para guardar sus cosas en su único baúl y avisar a su único criado.

– Mecenas y yo no podemos marcharnos -dijo Salvidieno-. Tendremos trabajo que hacer si el ejército ha de quedarse aquí acampado. Quizá volvamos a reunirnos en Roma.

Salvidieno y Mecenas contemplaban a Octavio como si fuera un desconocido; había entrado resollando y con una sombra azul en torno a los labios, pero por lo demás, sereno.

– No tengo tiempo para tratar con Epidio y mis otros tutores -dijo Octavio, sacando una gruesa bolsa-. Ten, Mecenas, dale esto a Epidio y dile que envíe a todo el mundo a Roma.

– Se acerca una tormenta -dijo Mecenas con nerviosismo.

– Las tormentas nunca detuvieron a César. ¿Por qué habrían de detenerme a mí?

– No te encuentras bien -dijo Mecenas con resolución-, por eso.

– Esté en el Adriático o en Apolonia, no me encontraré bien, pero la enfermedad no detuvo a César, y no me detendrá a mí.

Se marchó a supervisar a los criados mientras llevaban su baúl, dejando a Salvidieno y Mecenas mirándose uno al otro.

– Está demasiado sereno -dijo Mecenas.

– Quizá tenga más de su tío de lo que parece a primera vista -comentó Salvidieno pensativamente.

– Ah, eso lo he sabido desde que lo conocí. Pero hace equilibrios en una cuerda floja que, según los libros de historia, César nunca hizo. ¡Los libros de historia! Es horrible, Quinto, pensar que ahora César esté relegado a los libros de historia.


– No te encuentras bien -dijo Agripa mientras se dirigían a los muelles con un viento de cara cada vez más fuerte.

– Ese tema está prohibido. Te tengo a ti, y con eso me basta.

– ¿Quién se habrá atrevido a asesinar a César?

– Los herederos de Bibulo, Catón y los boni, imagino. No quedarán impunes. -Bajó la voz hasta un susurro inaudible para Agripa-. ¡Por Sol Indiges, Tellus y Liber Pater, juro que me vengaré!

La embarcación se adentró en el encrespado mar, y Agripa se convirtió en la niñera de Octavio, ya que Scylax, el ayuda de cámara de Octavio, sucumbió al mareo aun antes que su amo. Por lo que a Agripa se refería, Scylax podía morirse, pero no sería ése el destino de Octavio. Entre las violentas arcadas y un ataque de asma que habían dado a su rostro una coloración morada grisácea, Agripa tuvo la impresión de que su amigo podía morir, pero no les quedaba más alternativa que navegar en dirección oeste hacia Italia; el viento y el mar insistían en empujarlos en esa dirección. En todo caso, Octavio no era un paciente exigente ni problemático. Simplemente yacía en el fondo de la embarcación, sobre una tabla para no estar en contacto directo con el agua sucia que ahí se había acumulado. Lo único que Agripa podía hacer por él era mantenerle el mentón en alto y la cabeza a un lado para que no aspirase el fluido casi transparente que vomitaba.

Agripa descubrió en sí mismo convicciones que no había conocido hasta el momento que aquel muchacho enfermizo solo unos meses menor que él no iba a morir, ni a desaparecer en las sombras, ahora que su poderoso tío no estaba allí para ayudarlo a ascender. En algún momento del futuro lejano, Octavio sería importante para Roma, cuando alcanzara la madurez y pudiera emular a los anteriores miembros de su familia incorporándose al Senado. Necesitará militares como Salvidieno y yo, necesitará un hombre de letras como Mecenas, y debemos estar con él para ayudarle, pase lo que pase durante los años que transcurran entre este momento y la época en que Cayo Octavio ocupe su lugar. Mecenas es demasiado exaltado para ser un ayudante, pero en cuanto mejore el estado de Octavio voy a pedirle que me acepte como su primer ayudante, y aconsejaré a Salvidieno que sea su segundo ayudante.

Cuando Octavio trató de sentarse, Agripa lo cogió entre sus brazos y lo colocó allí donde, con débiles gestos, el joven le indicaba que respiraría más fácilmente, un sagum que lo protegía de la lluvia y de la espuma. Al menos, pensó Agripa, no será una larga travesía. Antes de que nos demos cuenta estaremos ya en Italia, y una vez ya en tierra firme el asma quizá no desaparezca, pero sí el mareo. ¿Quién había oído hablar de una enfermedad llamada asma?

Pero el lugar de desembarco fue una amarga decepción; la tormenta los había arrastrado hasta Barium, a casi cien kilómetros al norte de Brindisi.

A cargo de la bolsa de Octavio -ya que él no tenía dinero propio- Agripa pagó al dueño de la embarcación y llevó a su amigo a la orilla, dejando que Scylax lo siguiera con el propio criado de Agripa, Formión, quien para su amo representaba la diferencia entre la absoluta miseria y ciertas pretensiones de refinamiento.

– Debemos alquilar dos calesas y llegar a Brindisi de inmediato -dijo Octavio, cuyo aspecto había mejorado notablemente por el solo hecho de apartarse del mar.

– Mañana -dijo Agripa con firmeza.

– Acaba de amanecer. Hoy, Agripa, y sin discusión.


El asma mejoró sólo un poco durante el viaje por la Via Minucia en una calesa tirada por dos mulas de postas, pero Octavio se negó a parar más tiempo del necesario para cambiar de animales; llegaron a la casa de Aulo Plautio al anochecer.

– Filipo no ha podido venir; tiene que quedarse cerca de Roma; pero ha enviado una carta, y también hay otra de Atia. Respirando con mayor facilidad a cada momento, Octavio yacía reclinado contra unos almohadones sobre un cómodo triclinio y extendió la mano hacia el nervioso Agripa.

– ¿Lo ves? -preguntó, con una sonrisa tan hermosa como la de César-. Sabía que con Marco Agripa estaría a salvo. Gracias.

– ¿Cuándo habéis comido por última vez? -preguntó Plautio.

– En Apolonia -contestó Agripa, muerto de hambre.

– ¿Dónde están mis cartas? -quiso saber Octavio, más interesado en leer que en comer.

– Dáselas para que estemos en paz -dio Agripa, ya acostumbrado a él-. Puede leer y comer al mismo tiempo.

La carta de Filipo era más larga que la breve nota enviada a Apolonia e incluía la lista completa de los Libertadores así como la noticia de que César había nombrado heredero a Cayo Octavio y lo había adoptado también en su testamento.


No entiendo por qué Antonio tolera a esos hombres despreciables a no ser que, como parece, apruebe su acción. Les han concedido una amnistía, y aunque Bruto y Casio aún no han aparecido en sus tribunales para reanudar sus funciones pretorianas, se dice que lo harán en breve. De hecho, imagino que habrían vuelto ya al trabajo de no ser por la llegada hace tres días de un individuo que apareció en el lugar donde se incineró el cadáver de César. Se hace llamar Cayo Amatio, e insiste en que es nieto de Cayo Mario. Desde luego posee notables dotes oratorias, lo cual descarta un origen puramente campesino.

Primero informó a la multitud -la gente sigue congregándose a diario en el Foro- de que los Libertadores son unos villanos y deben morir. Centra su ira en Bruto, Casio y Décimo Bruto más que en los otros, aunque en mi opinión Cayo Trebonio es el mayor villano. No participó en el asesinato en sí, pero fue el cerebro de la conspiración. Ese primer día Amatio despertó la indignación de la multitud, que, como en la fecha del funeral, empezó a clamar por la sangre de los Libertadores. Su segunda aparición fue aún más eficaz, y la multitud adoptó una actitud francamente hostil.

Pero la aparición de ayer, la tercera de Amatio, fue la más efectiva. Acusó a Marco Antonio de complicidad. Dijo que el acuerdo de Antonio con los Libertadores (curiosamente, Antonio utilizó en efecto la palabra "acuerdo") fue fruto de un plan, que Antonio dio palmadas en la espalda públicamente a los Libertadores en un gesto de reconocimiento. Van por ahí libres como pájaros y sin embargo asesinaron a César. Antonio estaba muy unido a Bruto y Casio, ¿acaso la gente no se había dado cuenta de eso? De eso, y de mucho más. Así que la multitud se alborotó.

Parto hacia mi villa en Neapolis, donde te esperaré, pero acabo de oír que algunos de los Libertadores han decidido abandonar Italia desde la aparición de ese tal Cayo Amatio. Cimbro se ha ido apresuradamente a su provincia, y lo mismo han hecho Estayo Murco, Trebonio y Décimo Bruto.

El Senado se reunió para hablar de las provincias, y Bruto y Casio asistieron, esperando saber adónde los mandarían a gobernar el próximo año. Pero Antonio habló sólo de su provincia, Macedonia, y de la provincia de Dolabela, Siria. Sin embargo, no se planteó la posibilidad de proseguir con la guerra de César contra los partos. Antonio ha reclamado las seis legiones de veteranos acampadas en el oeste de Macedonia; insiste en que ahora son suyas. ¿Para declarar la guerra a los Burbistas y los Dacios? No lo dijo. Pienso que simplemente pretende asegurarse su propia supervivencia si se produce otra guerra civil. No se tomó decisión alguna sobre las otras nueve legiones, cuyo regreso a Italia no se ha solicitado.

El Senado, auxiliado y secundado por Cicerón -que volvió a la cámara en cuanto César murió, y que puso por las nubes a los Libertadores-, se dedica a aclarar las leyes de César, lo cual es una tragedia. Actúan de manera irreflexiva. Me recuerdan a un niño echando mano a la labor de costura de su madre y desbaratando una manga a medio hacer. Otro asunto que debo mencionar antes de despedirme: tu herencia. Octavio, te ruego que no la aceptes. Llega a un acuerdo con los herederos de la octava parte respecto a la manera más equitativa de repartirse el legado, y rechaza la adopción. Aceptar la herencia es tentar a la muerte. Entre Antonio, los Libertadores y Dolabela, no llegarás vivo a fin de año. No eres más que un muchacho de dieciocho años y te aplastarán. Antonio está fuera de sí por haber quedado excluido del testamento y más por culpa de un simple muchacho. No digo que conspirase con los asesinos de César, ya que no hay prueba de ello, aunque sí afirmo que tiene pocos escrúpulos y ningún sentido ético. Así que cuando nos veamos, espero oírte decir que has decidido renunciar al legado de César. De este modo llegarás a viejo, Octavio.


Octavio dejó la carta, y empezó a devorar una pata de pollo. Gracias a los dioses el asma remitía por fin. Se sentía curiosamente revigorizado, capaz de hacer frente a todo.

– Soy el heredero de César -anunció a Plautio y Agripa.

Engullendo aquella generosa comida como si fuera la última, Agripa se detuvo, y sus ojos brillaron bajo las cejas pobladas y prominentes. Plautio, que obviamente ya estaba enterado, tenía una expresión lúgubre.

– Heredero de César -repitió Agripa-. ¿Qué significa eso exactamente?

– Significa -contestó Plautio- que Cayo Octavio hereda todas las propiedades y todo el dinero de César, que será inimaginablemente rico. Pero Marco Antonio esperaba heredar, y no está contento.

– Además, César me ha adoptado. Ya no soy Cayo Octavio; soy Cayo Julio César Filius. -Al anunciar esto, Octavio pareció hincharse, sus ojos grises tan luminosos como su sonrisa-. Lo que Plautio no ha dicho, es que heredo su enorme influencia… y sus súbditos. Al menos una cuarta parte de los pobladores de Italia serán mis subordinados, mis seguidores legales, comprometidos a someterse a mi voluntad, y también casi todos los pobladores de la Galia Cisalpina, porque César se quedó con los prosélitos que tenía allí Pompeyo Magno, sumándolos a los suyos propios, que eran muchos.

– ¡Y por eso tu padrastro no quiere que aceptes esa terrible herencia! -exclamó Plautio.

– Pero la aceptarás -dijo Agripa sonriendo.

– Claro que sí. César confiaba en mí, Agripa. Al darme su nombre, César quiso decir que consideraba que tengo la fuerza y el espíritu necesarios para proseguir su esfuerzo por levantar a Roma. Sabía que no soy capaz de heredar sus dotes militares, pero eso a él le preocupaba menos que Roma.

– Es una sentencia de muerte -gimió Plautio.

– El nombre de César nunca morirá, yo me ocuparé de eso. -¡No aceptes, Octavio! -imploró Plautio-. ¡No aceptes! -César confiaba en mí -repitió Octavio-. ¿Cómo voy a traicionar esa confianza? Si él tuviera mi edad y le encomendaran este cometido, ¿renunciaría? ¡No! Y yo tampoco lo haré.

El heredero de César rompió el sello de la carta de su madre, le echó un vistazo y la lanzó al brasero.

– Es tonta -comentó, y dejó escapar un suspiro-. Pero siempre lo ha sido.

– ¿Supongo que te ruega también que rechaces la herencia? -preguntó Agripa, que había reanudado la comida.

– Quiere un hijo vivo, dice. ¡Bah! No tengo intención de morir, Agripa, por más que ése sea el deseo de Antonio. Aunque no sé por qué habría de desear una cosa así. Por más que se reparta la herencia, él no es heredero. Quizá nos equivocamos con Antonio -prosiguió Octavio-. Quizá su principal deseo no es el dinero de César, sino la influencia y los seguidores de César.

– Si no tienes intención de morir, come -dijo Agripa-. Vamos, César, come. Tú no eres un hombre recio y fibroso como tu tocayo, y tienes el estómago vacío. ¡Come!

– No puedes llamarlo César -gimoteó Plautio-. Aunque sea adoptado, su nombre pasará a ser César Octaviano, no sólo César.

– Yo voy a llamarlo César -insistió Agripa.

– Y yo nunca olvidaré que la primera persona que me llamó César fue Marco Agripa -dijo el heredero de discutido nombre con una mirada amable-. ¿Me serás fiel sean cuales sean las circunstancias?

Agripa cogió la mano que le tendía.

– Te seré fiel, César.

– Entonces ascenderás conmigo, te lo prometo. Serás famoso y poderoso, y podrás elegir entre las hijas de Roma.

– Sois los dos demasiado jóvenes para saberlo que hacéis -protestó Plautio retorciéndose las manos.

– No lo somos, y tú lo sabes -replicó Agripa-. Y creo que César también sabía lo que hacía. Eligió sabiamente a su heredero.

Consciente de que Agripa tenía razón, Octaviano * comió, apartando de su mente ese extraordinario destino para concentrarse en una preocupación más inmediata y acuciante: su asma. Una vez más César había acudido en su rescate proporcionándole a Hapd'efan'e, que le había explicado su enfermedad en términos simples pero poco optimistas, cosa que ningún médico había hecho antes. Para sobrevivir, debía seguir a rajatabla los consejos de Hapd'efan'e, desde evitar alimentos como la miel y las fresas hasta aprender a canalizar sus emociones de manera positiva. El polvo, el polen, el heno y el pelo de animal serían siempre un riesgo, y lo único que podía hacer al respecto era evitar la proximidad de esas cosas, lo cual no siempre era posible. Tampoco sería nunca buen marino a causa de la humedad del aire marino y del mareo. Lo que debía controlar era el miedo, tarea difícil para alguien cuya madre se lo había inculcado tan firmemente. El heredero de César no debía conocer el miedo, del mismo modo que César no lo había conocido. ¿Cómo voy a asumir el nombre y la gran dignitas de César si aparezco en público resollando como un fuelle y con la cara amoratada? Superaré esta limitación porque debo hacerlo. Ejercicio, había recomendado Hapd'efan'e, buena comida. Y un estado de ánimo tranquilo. ¿Cómo puede tener un estado de ánimo tranquilo quien lleva el nombre de César?

Muy cansado, durmió profundamente desde poco después de aquella tardía cena hasta dos horas antes de amanecer, sin lamentar que la espaciosa casa de Plautio les permitiera a él y a Agripa ocupar habitaciones separadas. Cuando despertó, se encontraba bien y respiraba con facilidad. Se acercó a la ventana atraído por un repiqueteo, y allí advirtió que llovía en Brindisi. Lanzando un vistazo al tenue perfil de las nubes supo que eran jirones impulsados por un fuerte viento. Ese día no habría nadie en las calles, porque el tiempo no cambiaría. Ese día no habría nadie en las calles…

Esa idea vagó por su mente y tropezó con un hecho que no había recordado hasta ese momento. Por lo que Plautio había dicho, todo Brindisi sabía que él era el heredero de César, al igual que el resto de Italia. La noticia de la muerte de César se había propagado como el fuego, y con la misma velocidad se había extendido la noticia de la existencia del heredero de César, este sobrino de dieciocho años (olvidaría que en realidad era sobrino "nieto"). Eso significaba que cuando se dejara ver, la gente lo trataría con deferencia, sobre todo si se anunciaba como Cayo Julio César. Bueno, era Cayo Julio César. Nunca volvería a usar otro nombre, excepto quizá para añadirle «Filius». En cuanto a Octaviano, sería una manera útil de distinguir a amigos de enemigos. Quienes lo llamaran Octaviano serían quienes se negaban a reconocer su elevada posición.

Permaneció ante la ventana contemplando cómo los gruesos hilos de lluvia se inclinaban por efecto del viento, sin que su rostro, ni siquiera sus ojos, revelara sus pensamientos. Dentro de aquella amplia cabeza -tenía el mismo cráneo enorme que César y Cicerón- sus pensamientos estaban acelerados pero no en desorden. Marco Antonio tenía una desesperada necesidad de dinero, y no recibiría nada de César. El contenido del Erario probablemente estaba a salvo, pero a un paso de allí, en las cámaras acorazadas de Cayo Opio -el principal banquero de Brindisi y uno de los seguidores más leales a César- había una gran suma de dinero. Los fondos para la guerra de César. Posiblemente alrededor de treinta mil talentos de plata, a juzgar por lo que César había dicho. Llévatelo todo, pensó; no confíes en enviar una solicitud al Senado porque quizá no te la concedería. Treinta mil talentos ascendían a setecientos cincuenta millones de sestercios.

¿Cuántos talentos puede arrastrar uno de esos enormes carromatos que vi en Hispania tirados por diez bueyes? Éstos serán los carromatos de César, los mejores desde la grasa de los ejes hasta las robustas ruedas galas revestidas de hierro. ¿Podría un carromato acarrear trescientos, cuatrocientos talentos? Ésa es la clase de cosas que César sabría en el acto, pero yo no. ¿A qué velocidad viaja un chirriante carromato?

Primero debo sacar de las cámaras los fondos para la guerra. ¿Cómo? Sin inmutarme. Basta con entrar y pedirlos. Al fin y al cabo, soy Cayo Julio César. Tengo que hacerlo. Sí, debo hacerlo. Pero aun suponiendo que consiguiera llevarme el dinero, ¿dónde lo escondería? Muy fácil, en mi propia heredad más allá de Sulmo, heredad que consiguió mi abuelo como botín de la guerra de Italia. Útil sólo por la madera que da, cortada y enviada a Ancona para su exportación. Así que taparé la plata con una capa de tablas de madera. Tengo que hacerlo. Debo hacerlo.

Cogiendo un candil, fue a la habitación de Agripa y lo despertó. Un auténtico guerrero, Agripa dormía como un tronco, y sin embargo estaba totalmente despabilado nada más oír el menor sonido.

– Levanta, te necesito.

Agripa se puso una túnica, se peinó, se ató las sandalias e hizo una mueca al oír la lluvia.

– ¿Cuántos talentos puede transportar un sólido carromato del ejército, y cuántos bueyes se necesitan para tirar de él? -preguntó Octaviano.

– Uno de los carromatos de César lleva al menos cien, con diez bueyes, pero depende en gran medida de cómo se distribuya la carga: cuanto más pequeñas y uniformes sean las unidades, más fácil será el transporte. Los caminos y el terreno también son factores a tener en cuenta. Si supiera lo que te propones, César, podría hablarte con más precisión..

– ¿Hay carromatos y yuntas de bueyes en Brindisi?

– Forzosamente. Los pertrechos pesados aún están transportándose.

– ¡Claro! -Octaviano se dio una palmada en el muslo, molesto por su propia estupidez-. César habría llevado los fondos de guerra desde Roma en persona, y están aún aquí porque él tenía previsto ocuparse de ellos en persona, así que los carromatos y los bueyes también están aquí. Encuéntralos, Agripa.

– ¿Puedo preguntar por qué y para qué?

– Voy a apropiarme de los fondos para la guerra antes de que Antonio pueda echarles el guante. Es dinero de Roma, pero Antonio lo utilizaría para pagar sus deudas. Cuando encuentres los bueyes y los carromatos, tráelos a Brindisi en fila y luego despide a los cocheros. Contrataremos otros después de cargar los vehículos. Detén el primero frente al banco de Opio, en el edificio contiguo. Yo organizaré el trabajo -dijo Octaviano con tono enérgico-. Hazte pasar por un cuestor de César.

Agripa se marchó envuelto en su capote circular impermeable, y Octaviano fue a desayunar con Aulo Plautio.

– Marco Agripa se ha ido -dijo, con aspecto de estar indispuesto.

– ¿Con este tiempo? -preguntó Plautio, e hizo un gesto de desdén-. Habrá ido a buscar un burdel, sin duda. Espero que tú tengas más sentido común.

– Por si no tuviera bastante con el asma, Aulo Plautio, noto que va a venirme un dolor de cabeza, así que necesito quedarme en la cama con un silencio absoluto. Siento no poder disfrutar de tu compañía en un día tan horrendo.

– Ah, me acomodaré en el triclinio de mi estudio y leeré un libro, que es la razón por la que he enviado a mi esposa y mis hijos a mi hacienda, para leer en paz y silencio. Pienso vencer a Lucio Piso… ¡Oh, no has comido nada! -exclamó Plautio-. Ve, Octavio.

El joven se fue, y salió bajo la lluvia. La zona habitable de la casa daba a un camino trasero para evitar el ruido de los carromatos que pasaban por la calle principal; si Plautio estaba inmerso en su libro, no oiría nada. Fortuna es mi aliada en esta empresa, pensó Octaviano; hace el tiempo perfecto para esto, y la Señora de la Buena Suerte me ama, y velará por mí. Brindisi es una ciudad acostumbrada a las filas de carromatos y el movimiento de tropas.

En las afueras de la ciudad había acampadas dos cohortes de soldados, todos veteranos pero no incorporados aún a las legiones por haberse alistado demasiado tarde o viajado desde demasiado lejos para llegar a Capua antes de que partieran las legiones. Fuera quien fuese el tribuno militar responsable de ellas las había abandonado a su suerte, y con un día como aquél todos se dedicaban a jugar a los dados, las tabas, los juegos con tablero y a charlar; desde los amotinamientos de la Décima y la Duodécima el vino se había excluido de la dieta de los legionarios. Aquellos hombres, que habían pertenecido a la antigua Decimotercera, no tenían propensión a amotinarse y se habían alistado de nuevo sólo por su amor a César y por la perspectiva de una larga y gloriosa campaña contra los partos. Tras enterarse de la horrible muerte de César, se lamentaban y se preguntaban qué sería de ellos.

Poco conocedor de la distribución de un campamento legionario, el visitante, un hombre de baja estatura con capote y capucha, tuvo que preguntar a los centinelas dónde vivía el centurión primipilus y luego recorrer las hileras de cabañas de madera para llamar a la puerta de una estructura ligeramente más grande. Dentro, se interrumpió el rumor de voces y la puerta se abrió. Octaviano se encontró ante un individuo alto y fornido que vestía una túnica roja acolchada. En torno a la mesa estaban sentados otros once hombres, todos con la misma indumentaria, lo cual significaba que el visitante tenía ante sí a todos los centuriones de dos cohortes.

– Un tiempo horroroso -comentó el hombre que había abierto la puerta-. Marco Coponio, a tu servicio.

Ocupado en quitarse el sagum, Octaviano no contestó hasta que hubo acabado. A continuación se irguió con su coraza de cuero y su faldellín, húmedo el dorado cabello. Algo en su porte hizo que los once centuriones se pusieran en pie, aunque ninguno sabía la razón.

– Soy el heredero de César, así que me llamo Cayo Julio César -dijo Octaviano, recorriendo los curtidos rostros con sus ojos grandes y grises, y una sonrisa en los labios que resultaba inquietantemente familiar. Todos ahogaron una exclamación al unísono y se pusieron en posición de firmes.

– ¡Por Júpiter! ¡Eres idéntico a él! -exclamó Coponio.

– En una versión más pequeña -dijo Octaviano en tono irónico-, pero aún espero crecer un poco.

– ¡Es terrible, es terrible! -se lamentó uno desde la mesa, con lágrimas en los ojos-. ¿Qué haremos sin él?

– Cumpliremos con nuestro deber para con Roma -dijo Octaviano con tono práctico-. Para eso he venido, para pediros que cumpláis con vuestro deber hacia Roma.

– Cualquier cosa, joven César, cualquier cosa -dijo Coponio.

– Debo sacar los fondos de guerra de Brindisi cuanto antes. No habrá campaña en Siria, como sin duda ya habréis imaginado, pero hasta el momento los cónsules no han dicho qué va a pasar con las legiones acampadas en Macedonia, o con hombres como vosotros, que aún esperáis para embarcar. Mi misión es recoger los fondos de guerra en nombre de Roma. Mi ayudante, Marco Agripa, está reuniendo los carromatos y los bueyes que transportarán los fondos, pero necesito brazos para cargar los carromatos, y no confío en los civiles. ¿Cargarían vuestros hombres el dinero en los carromatos por mí?

– Con mucho gusto, joven César, con mucho gusto. No hay nada peor que el mal tiempo cuando no se tiene nada que hacer.

– Os lo agradezco -dijo Octaviano con la sonrisa que recordaba a la de César-. En este momento soy lo más parecido que tiene Brindisi a un oficial al mando, pero no querría que pensarais que tengo imperium, porque no es así. Por tanto no os ordeno sino que os pido humildemente que me ayudéis.

– Si César te nombró su heredero, joven César, y te dio su nombre, no necesitamos órdenes -dijo Marco Coponio.


Aquellos mil hombres que se pusieron a disposición de Octavio cargaron casi simultáneamente muchos de los sesenta carromatos. César había ingeniado un astuto modo de transportar su dinero: eran monedas, no lingotes sin acuñar. Cada talento, en forma de 6.250 denarios, iba guardado en bolsas de lona con asas, de manera que dos soldados podían llevar fácilmente una bolsa con un talento. Mientras caía la intensa lluvia y todo Brindisi permanecía en sus casas, incluso en aquella calle por lo general muy transitada los carromatos avanzaron sin cortapisas hasta un aserradero donde se cubrieron las bolsas cuidadosamente con tablas, para que los carromatos parecieran transportar únicamente madera.

– Es sensato esconder la carga -explicó Octaviano a Coponio-, porque no tengo imperium para exigir una escolta militar. Mi ayudante está contratando a los cocheros, pero no queremos que sepan qué llevamos realmente, así que no llegarán aquí hasta que os hayáis marchado. -Señaló una carretilla de mano con unas cuantas bolsas de tela más pequeñas-. Eso es para ti y tus hombres, Coponio, como muestra de mi gratitud. Si os gastáis algo en vino, sed discretos. Si César puede ayudaros de algún modo en el futuro, no dudéis en decirlo.

Así que los mil soldados se llevaron la carretilla al campamento, y allí descubrieron que el heredero de César les había dado doscientos cincuenta denarios para cada soldado, mil para cada centurión y dos mil para Marco Coponio. La unidad monetaria era el sestercio, pero el denario era mucho más cómodo de acuñar, y su valor equivalía a cuatro sestercios.

– ¿Te has creído todo eso, Coponio? -preguntó uno de los complacidos centuriones.

Coponio lo miró con desdén.

– ¿Por quién me tomas, por un palurdo apulio? No tengo la menor idea de qué se trae entre manos el joven César, pero es digno hijo de su padre, eso desde luego. Es mil veces más astuto que la oposición. Y sean cuales sean sus intenciones, no es asunto nuestro. Somos los veteranos de César. Por lo que a mí se refiere, lo que el joven César haga bien hecho está. -Se llevó el dedo índice de la mano derecha a un lado de la nariz y guiñó un ojo-. Punto en boca, muchachos. Si alguien pregunta, no sabemos nada, porque no hemos salido a mojarnos bajo la lluvia.

Los once centuriones se mostraron por completo de acuerdo.

Así que los sesenta carromatos se pusieron en marcha bajo la lluvia torrencial por la desierta Via Minucia. Casi a la altura de Barium, abandonaron la carretera y siguieron a campo traviesa por un terreno duro y pedregoso hacia Larinum, con Marco Agripa vestido de paisano al frente de la preciosa carga de tablas. Los cocheros, que caminaban junto a las bestias de cabeza en lugar de llevar las riendas sentados, estaban muy bien pagados, pero no tanto como para despertar su curiosidad; simplemente se alegraban de tener trabajo en esa época de inactividad. Brindisi era el puerto con mayor tráfico de toda Italia; cargamentos y tropas iban y venían incesantemente.


Octaviano partió de Brindisi un nundinum después y enfiló la Via Minucia hasta Barium. Allí se desvió para unirse a los carromatos, que seguían hacia el norte en dirección a Larinum a una velocidad sorprendente, teniendo en cuenta que a partir de Barium ya no viajaban por carretera. Cuando los encontró, supo que A gripa los había estado obligando a marchar tanto de día como de noche si había luna.

– Es terreno llano sin obstáculos -le informó Agripa-. No será tan fácil cuando lleguemos a las montañas.

– Entonces, sigue la costa y no vuelvas tierra adentro hasta que veas una carretera sin pavimentar a unos quince kilómetros al sur de la vía a Sulmo. Por esa carretera viajarás seguro, pero no tomes ninguna otra. Yo me adelantaré para asegurarme de que en mis tierras no hay lugareños chismosos y para localizar un escondrijo bueno pero accesible.

Afortunadamente, los lugareños chismosos eran pocos y vivían dispersos, ya que la hacienda era un bosque en una tierra de bosques. Tras descubrir que Quinto Nonio, el administrador de su padre, ocupaba aún los aposentos del personal en la cómoda villa a la que Atia acostumbraba llevar a su hijo enfermo para que respirara el aire de montaña durante el verano, Octaviano decidió que los carromatos estarían a salvo en un claro a varios kilómetros de la villa. La tala, explicó Nonio, se llevaba a cabo en otra zona, y no rondaba nadie por allí, porque había muchos osos y lobos.

Incluso ahí, averiguó Octaviano atónito, la gente sabía ya que César había muerto y que Cayo Octavio era el heredero de César. Este hecho complació a Nonio, que siempre había amado a aquel muchacho callado y enfermizo y a su nerviosa madre. Sin embargo eran pocos los lugareños que estaban enterados de quién era el dueño de aquella finca maderera, y aún la llamaban "el sitio de Papio" por el anterior propietario itálico.

– Los carromatos pertenecen a César, pero hay gente sin ningún derecho a ellos que los buscará por todas partes, así que nadie debe saber que están aquí -explicó a Nonio-. Posiblemente mandaré de vez en cuando a Marco Agripa (ya lo conocerás cuando lleguen los carromatos) a recoger un par de ellos. Haz lo que consideres oportuno con los bueyes, pero ten siempre veinte a mano. Por suerte utilizas bueyes para arrastrar los troncos hasta Ancona, así que la presencia de los animales no extrañará a nadie. Es un asunto importante, Nonio, tan importante que quizá mi vida dependa de tu silencio y el de tu familia.

– No te preocupes, pequeño Cayo -dijo el viejo administrador-. Yo me encargaré de todo.

Convencido de que Nonio así lo haría, Octaviano desanduvo el camino hasta el cruce de la Vía Minucia y la Vía Apia en Beneventum, y desde allí prosiguió el viaje por la Vía Apia hacia Neapolis, a donde llegó a finales de abril para encontrar a Filipo y su madre muy inquietos.

– ¿Dónde has estado? -gritó Atia, abrazándolo y mojándole la túnica con sus lágrimas.

– Tuve que guardar reposo debido al asma en una miserable posada de la Via Minucia -explicó Octaviano, zafándose de su madre con una irritación que le costaba ocultar-. No, no, déjame en paz; ahora estoy bien. Filipo, cuéntame qué ha pasado; no tengo noticias desde que recibí tu carta en Brindisi.

Filipo lo llevó a su estudio. Hombre de buen color y atractivo aspecto, parecía haber envejecido mucho en dos meses. La muerte de César le había afectado sobremanera, entre otras razones porque, al igual que Lucio Piso, Servio Sulpicio y otros varios cónsules, Filipo intentaba mantener una posición neutral que asegurara su supervivencia en cualquier circunstancia.

– ¿Y qué hay de Amatio, el supuesto nieto de Cayo Mario? -preguntó Octaviano.

– Ha muerto -contestó Filipo con una mueca de pesar-. En su cuarto día en el Foro, Antonio llegó con una centuria de soldados de Lepido, dispuesto a escuchar. Amatio lo señaló y lo acusó a voz en cuello de ser el verdadero asesino de César, tras lo cual los soldados lo prendieron y se lo llevaron al Tullianum. -Filipo se encogió de hombros-. Amatio no volvió a aparecer, de modo que finalmente la multitud volvió a sus casas. Antonio fue derecho a una reunión del Senado en el templo de Cástor, donde Dolabela le preguntó qué había sido de Amatio. "Lo he ejecutado", respondió Antonio. Dolabela protestó aduciendo que aquel hombre era un ciudadano romano y debería haber sido procesado, pero Antonio alegó que Amatio no era romano, sino un esclavo griego fugitivo llamado Hierófilo. Y ahí se zanjó la cuestión.

– Lo cual prueba qué clase de gobierno tiene Roma -comentó Octaviano pensativamente-. Resulta obvio que no es prudente acusar de nada a nuestro querido Marco Antonio.

– Eso pienso yo -concedió Filipo con expresión sombría-. Casio intentó plantear otra vez el tema de las provincias de los pretores, y le hicieron callar. Él y Bruto trataron varias veces de ocupar sus tribunales, pero desistieron. Aun después de la ejecución de Amatio, y pese a la amnistía, la multitud no los aceptó. Ah, y Marco Lepido es el nuevo pontífice máximo.

– ¿Se celebró una elección? -preguntó Octaviano, sorprendido. -No. Fue nombrado por los otros pontífices. -Eso es ilegal.

– Ya no hay legalidad, Octavio.

– Ya no me llamo Octavio, sino César.

– Eso aún no se ha decidido. -Filipo se levantó, fue a su mesa y extrajo un pequeño objeto de un cajón-. Ten, esto es para ti…, sólo de momento, esperó.

Octaviano lo cogió y le dio vueltas entre sus dedos temblorosos, impresionado. Era un anillo de sello de singular belleza, formado por una impoluta amatista púrpura engastada en oro rosa, en cuya superficie se había grabado una esfinge y la palabra CÉSAR en mayúsculas invertidas sobre la cabeza humana de la esfinge. Octaviano se lo puso en el dedo anular, descubriendo que se le ajustaba perfectamente. Los dedos de César habían sido más estilizados; los suyos eran más cortos, más gruesos, más anchos. Experimentó una curiosa sensación, como si la esencia de César hubiera estado en aquel sello y de pronto fuera insuflada en su cuerpo.

– ¡Un augurio! Me viene como hecho a medida.

– Lo hicieron para César, regalo de Cleopatra, creo.

– Y yo soy César.

– ¡Aplaza esa decisión, Octavio! -exclamó Filipo-. El asesino Cayo Casca, tribuno de la plebe, y el edil plebeyo Critonio retiraron las estatuas de César de sus plintos y pedestales en el Foro y las mandaron al Velabrum para ser destruidas. La multitud lo descubrió, fue al taller del escultor y las rescató, incluso las dos que ya habían sido atacadas con mazos. A continuación, la muchedumbre prendió fuego al taller, y las llamas se extendieron al Vicus Tuscus. ¡Un horrible incendio! Ardió medio Velabrum. ¿Le importó a la multitud? No. Las estatuas intactas volvieron a colocarse, y las dos rotas se llevaron a otro escultor para repararlas. Poco después el gentío empezó a gritar, exigiendo a los cónsules la presencia de Amatio. Naturalmente eso era imposible. Se produjo un gran alboroto, el peor que recuerdo. Resultaron muertos varios cientos de ciudadanos y cincuenta de los soldados de Lepido antes de que la turba se dispersara. Se detuvo a un centenar de alborotadores entre ciudadanos y no ciudadanos. Después, los ciudadanos fueron arrojados desde la Roca Tarpeya y los no ciudadanos fueron azotados y decapitados.

– Así que reclamar justicia para César es traición -dijo Octaviano, y respiró hondo-. Nuestro Antonio está poniéndose en evidencia.

– ¡Octavio, es una bestia! Dudo que se le ocurra pensar que quizás algunos interpreten sus acciones como reacción contra César. Ya ves lo que hizo en el Foro cuando Dolabela desplegó sus bandas callejeras. La respuesta de Antonio a la violencia pública es la matanza, porque matar forma parte de su naturaleza.

– Creo que aspira a ocupar el lugar de César.

– En eso no estoy de acuerdo. Él mismo abolió el cargo de dictador.

– Si «Rex» es una simple palabra, también lo es «dictador». Supongo que nadie se atreve a alabar a César, ni siquiera la multitud. Filipo soltó una áspera carcajada.

– Eso quisieran Antonio y Dolabela. No, nada disuade a la gente corriente. Dolabela hizo retirar el altar y la columna del lugar donde ardió César al descubrir que la gente llamaba a César abiertamente «Divus Julius». ¿Te lo imaginas, Octavio? Empezaron a venerar a César como un dios antes de que se enfriaran las piedras donde fue incinerado.

– Divus Julius -repitió Octaviano sonriendo.

– Una etapa pasajera -dijo Filipo, a quien no había gustado aquella sonrisa.

– Quizá, pero ¿cómo es posible que no veas su importancia, Filipo? El pueblo ha empezado a venerar a César como un dios. ¡El pueblo! No lo ha promovido nadie desde el gobierno; de hecho, desde el gobierno intentan poner fin a eso. El pueblo amaba tanto a César que no acepta la idea de haberlo perdido, así que lo resucitan como dios, una figura a la que puedan rezarle, a la que pueden acudir en busca de consuelo. ¿No te das cuenta? Están diciendo a Antonio, Dolabela y los Libertadores… ¡cómo odio ese nombre!… y a todos los demás en la cúpula del poder romana que se niegan a separarse de César.

– No permitas que esas ideas se te metan en la cabeza, Octavio.

– Me llamo César.

– Yo nunca te llamaré así.

– Llegará un día en el que no tendrás más remedio. Cuéntame qué más ha pasado.

– Por si te interesa, te diré que Antonio ha prometido la hija que tuvo con Antonia Híbrida al primogénito de Lepido. Como los dos niños están muy lejos de la edad casadera, sospecho que eso durará sólo mientras sus padres estén a partir un piñón. Lepido fue a gobernar a la Hispania Citerior y la Galia Narbonesa hace dos nundinae. Sexto Pompeyo está reuniendo seis legiones, por tanto los cónsules decidieron que era mejor que Lepido mantenga en paz su provincia hispánica mientras le sea posible. Polio mantiene la Hispania Ulterior en orden, según he oído. Si es que podemos dar crédito a lo que oímos.

– ¿Y ese magnífico par, Bruto y Casio?

– Han abandonado Roma. Bruto ha dejado las responsabilidades de pretor urbano en manos de Cayo Antonio mientras él… esto… se recupera de una aguda tensión emocional. Casio, por su parte, puede al menos simular que continúa con sus obligaciones de pretor en el extranjero mientras va de un lado a otro de Italia. Bruto se llevó consigo a Porcia y a Servilia. He oído decir que las batallas entre las dos mujeres son homéricas: dientes, pies, uñas. Casio pretextó que tenía que estar cerca de su esposa embarazada, Tertula, en Antium, pero en cuanto él se marchó, Tertula regresó a Roma, así que ¿quién sabe cuál es la verdadera historia de ese matrimonio?

Octaviano lanzó a su padrastro una mirada inquietantemente sagaz.

– Se cuecen problemas en todas partes y los cónsules no están resolviéndolos, ¿no es así?

Filipo suspiró.

– No, hijo, no están resolviéndolos. Pero se llevan mejor entre sí de lo que los demás considerábamos posible.

– ¿Y cómo están las legiones, respecto a Antonio?

– Las traen de Macedonia gradualmente, según me han dicho, a todas excepto las seis mejores, que Antonio mantiene allí para cuando vaya a gobernar. Los veteranos que aún esperan sus tierras en Campania están cada vez más inquietos porque en cuanto César murió…

– Fue asesinado… -le interrumpió Octaviano.

– Murió, los comisarios encargados del reparto de tierras dejaron de asignar parcelas a los veteranos, recogieron sus bártulos y se marcharon. Antonio se ha visto obligado a viajar a Campania y convencer a los comisarios para que reanuden su trabajo. Aún está allí. Dolabela está ahora al frente de Roma.

– ¿Y el altar de César? ¿Y la columna de César?

– Ya te lo he dicho: desaparecieron. ¿En qué piensas, Octavio?

– Me llamo César.

– Después de haber oído todo esto, ¿crees aún que sobrevivirás si aceptas la herencia?

– Sí, tengo la suerte de César -contestó Octaviano con una sonrisa misteriosa, enigmática. Si tu sello llevaba una esfinge, era forzoso ser un enigma.


Octaviano fue a su antigua habitación y descubrió que le habían asignado unos aposentos más cómodos. Aunque Filipo intentara disuadirlo de aceptar la herencia, aquel maestro de la neutralidad era lo bastante sagaz para comprender que uno no alojaba al heredero de César en una habitación apta únicamente para el hijastro del señor de la casa.

El joven no dejó que sus pensamientos se desmandaran, aunque conservó cierto grado de fantasía. El resto de lo que Filipo le había contado era interesante, relacionado con el modo en que el propio Octaviano se comportaría en el futuro, pero palidecía ante la historia de Divus Julius. Un nuevo dios designado por el pueblo de Roma para el pueblo de Roma. Frente a la obstinada oposición de los cónsules Antonio y Dolabela, incluso a costa de muchas vidas, el pueblo de Roma insistía en que se le permitiera venerar a Divus Julius. Para Octaviano constituía un faro hacia el que se sentía atraído. Ser Cayo Julio César Filius era maravilloso. Pero ser Cayo Julio César Divi Filius (el hijo de un dios) era un milagro.

Pero eso queda para el futuro. Primero, debo darme a conocer como el hijo de César. El centurión Coponio dijo que era su viva imagen. No lo soy, lo sé. Pero Coponio me miró a través de los ojos del puro sentimiento. El hombre recio y de edad avanzada bajo cuyo mando había servido -y a quien probablemente nunca había visto de cerca- tenía el cabello dorado y los ojos claros, era apuesto e imperioso. Lo que debo hacer es convencer al pueblo, incluidos los soldados de Roma, de que César, a mi edad, era como yo. No puedo llevar el pelo tan corto porque mis orejas no se parecen en nada a las de César, pero la forma de mi cabeza es similar a la suya. Puedo aprender a sonreír como él, caminar como él, saludar con la mano exactamente al igual que él, irradiar accesibilidad y una despreocupada consciencia de mi alta cuna. El icor de Marte y Venus fluye también por mis venas.

Pero César era muy alto, y en el fondo sé que yo ya apenas creceré. Quizá tres o cuatro centímetros, pero aun así seguiré muy por debajo de su estatura. Por tanto calzaré sandalias con unas suelas de diez centímetros, y para que el truco se note menos, serán siempre sandalias cerradas por delante. A lo lejos, que es como me verán los soldados, pareceré tan alto como César…, o no tanto, pero sí cerca del metro ochenta. Me aseguraré de rodearme de hombres más bajos y si los de mi propia clase se ríen, allá ellos. Comeré los alimentos que, según Hapd'efan'e, alargan los huesos -carne, queso, huevos- y haré estiramientos como ejercicio. Será difícil caminar con suelas tan altas, pero éstas me proporcionarán un andar atlético porque necesitaré una gran habilidad para usarlas. Rellenaré los hombros de mis túnicas y corazas. Forma parte de mi suerte de César el hecho de que él no fuera una mole como Antonio. Sólo tengo que ser un actor.

Antonio intentará impedir mi acceso a la herencia. La lex curiata de adopción no se aprobará enseguida ni con facilidad, pero la ley será intrascendente siempre y cuando me comporte como el heredero de César; me comporte como el propio César. Y será difícil retener el dinero, porque Antonio pondrá obstáculos a la autentificación del testamento. Yo tengo mucho dinero propio, pero quizá necesite mucho más. Poder apropiarme de los fondos para la guerra fue un golpe de suerte. Me pregunto cuándo se acordará el patán de Antonio de su existencia y enviará hombres a buscarlos. El viejo Plautio vive en la ignorancia, y aunque el administrador de Opio diga que recogió el dinero el heredero de César, lo negaré. Alegaré que alguien muy astuto usurpó mi identidad. Al fin y al cabo, la apropiación tuvo lugar el día después de mi llegada de Macedonia, ¿cómo podría haber actuado tan deprisa? Imposible. ¿Cómo iba a ocurrírsele una acción tan audaz, tan asombrosa, a un muchacho de dieciocho años? Es cómico. Soy asmático y además tengo propensión a la jaqueca.

Sí, me andaré con pies de plomo y mantendré una actitud reservada. A Agripa puedo confiarle mi vida; Salvidieno y Mecenas me inspiran menos confianza, pero serán una buena ayuda para recorrer este precario camino con mis sandalias de suela alta. En primer lugar y por encima de todo, debo poner de relieve mi parecido con César. Debo concentrarme en eso con prioridad absoluta. Y esperar a que Fortuna me proporcione mi siguiente oportunidad. Lo hará.


Filipo se instaló en su villa de Cumas, donde empezó a acudir un torrente de visitas que, movido por la impaciencia de ver al heredero de César, no parecía tener fin.

El primero fue Lucio Cornelio Balbo el Viejo, que llegó convencido de que el joven no estaría a la altura de la misión encomendada por César, pero que al marcharse ya no pensaba lo mismo. Aquel muchacho tenía la sutileza de un banquero fenicio, y su parecido con César era tan asombroso como incuestionable, pese a las diferencias de facciones y estatura: idéntica manera de mover las rubias pestañas, la misma curva socarrona en los labios,, y mucho de César en las expresiones de la cara, así como en los gestos de las manos. Su voz ya no era tan aguda como la recordaba Balbo, que sólo le arrancó un dato: su clara determinación de ser el heredero de César.

– Me ha fascinado -le contó a su sobrino y socio comercial Balbo el Joven-. Aunque posee un estilo propio, te aseguro que su temple no tiene nada que envidiar al de César. Pienso volver.

A continuación aparecieron Cayo Vibio Pansa y Aulo Hirtio, que al año siguiente estaban destinados a ser cónsules; eso si Antonio y Dolabela no decidían revocar los nombramientos de César, posibilidad que les traía muy inquietos. Aunque ya conocían a Octaviano (Hirtio de Narbona, y Pansa de Placentia), y en el primer encuentro no les había impresionado, para ambos fue una gran sorpresa volver a verle. ¿Entonces ya les había recordado a César? No, decididamente no. El problema era que César, en vida, oscurecía a cualquier otra persona, y que el contubernalis procuraba pasar desapercibido. Hirtio acabó encantado con Octaviano, mientras que a Pansa el recuerdo de la cena de Placentia le hizo reservarse su opinión, sobre todo porque estaba seguro de que Antonio haría trizas las ambiciones del muchacho. Lo que no advirtieron en él, ni el uno ni el otro, fue miedo; ni atribuyeron tampoco esa falta de temor a la ignorancia sobre lo que se avecinaba. La determinación de Octaviano a llegar hasta el final era tan férrea como la de César. Por otro lado, la ecuanimidad con la que sopesaba su destino más probable parecía cualquier cosa menos juvenil.

La villa de Cicerón, que era donde se alojaban Pansa e Hirtio, quedaba justo al lado. Octaviano no cometió el error de esperar la visita de Cicerón. Prefirió tomar él la iniciativa.

La acogida fue bastante fría. Si algo conmovió a Cicerón, fue la sonrisa del joven (¡qué parecida a la de César!). Mientras que en el caso del difunto esa sonrisa era irresistible, y en consecuencia había que esforzarse mucho en resistir, en el caso de un simple, inofensivo y simpático muchacho como Cayo Octavio podía ser correspondida sin reservas.

– ¿Estás bien, Marco Cicerón? -preguntó Octaviano, preocupado.

– He estado mejor, Cayo Octavio, pero también peor. -Cicerón, incapaz de frenar aquella lengua traicionera, suspiró; cuando se había nacido para hablar, se hablaba hasta con las paredes, cosa que no era el heredero de César-. Me pillas en plena agitación personal, que se suma a la del Estado. Mi hermano Quinto acaba de divorciarse de Pomponia después de un largo matrimonio.

– ¡Vaya! ¿No era hermana de Tito Ático?

– En efecto -respondió amargamente Cicerón.

– Y supongo que habrá sido muy desagradable-dijo Octaviano, compadecido.

– Un horror. Mi hermano no puede devolverle la dote.

– Te debía mi pésame por la muerte de Tulia.

Los ojos pardos se empañaron.

– Gracias. Te lo agradezco mucho. -Cicerón suspiró-. Parece que haya pasado media vida.

– Claro, es que ha habido tantos cambios…

– Muchos, muchos. -La mirada de Cicerón se llenó de cautela-. Mi pésame por la muerte de César.

– Gracias.

– Ya sabes que nunca me cayó bien.

– Es comprensible -dijo Octaviano con afabilidad.

– Su muerte era una noticia demasiado positiva para entristecerme.

– No tenías motivos para reaccionar de otra manera.

Así pues, al término de una visita que se alargó lo estrictamente necesario, Cicerón llegó a la conclusión de que Octaviano era una persona encantadora, no era lo que él había esperado. Sus ojos grises, lejos de contener frialdad o arrogancia, eran puro terciopelo. Un joven simpatiquísimo, sí, y con la debida humildad.

Por eso las siguientes visitas de Octaviano fueron objeto de una cálida acogida, y por eso Cicerón le invitaba a sentarse y le obsequiaba cada vez con unos minutos de oratoria del Gran Abogado.

– Te diré -comentó a su último y recién llegado huésped, Lentulo Spinter el Joven- que le veo muy encariñado conmigo. -Se le veía ufano-. Cuando volvamos a estar todos en Roma, tomaré a Octavio bajo mi protección. Cuando se lo… mm… insinué, quedó arrobado. ¡Qué diferencia con César! El único parecido que les veo es la sonrisa, aunque he oído que hay gente que le considera como la viva imagen de su protector. En fin, Spinter, no todos gozan de mi capacidad de observación.

– En todas partes se comenta que piensa quedarse con la herencia -dijo Spinter.

– Eso dalo por hecho; pero en fin, a mí no me preocupa. ¿Por qué me iba a preocupar? -preguntó Cicerón, entre pequeños mordiscos a un higo confitado-. La identidad del heredero de la gran fortuna y las propiedades de César tiene la misma importancia que… -enseñó el fruto- que un higo. Lo importante es quién herede su legión de fieles, que es muchísimo mayor. Además, ¿qué te crees, que seguirían a un chaval de dieciocho años que está tan crudo como la carne recién salida del matadero, tan verde como la hierba, y tiene la ingenuidad de un zagal? Ojo, no te niego que Octavio tenga posibilidades, pero hasta yo, niño prodigio reconocido, tardé unos cuantos años en madurar.


El niño prodigio reconocido fue invitado a cenar a la villa de Filipo, junto con Balbo el Viejo, Hirtio, Cicerón y Pansa.

– Confío en que los cuatro nos ayudéis a Atia y a mí a convencer a Cayo Octavio de que rechace la herencia -dijo Filipo al principio de la cena.

A pesar de que Octaviano se moría de ganas de corregir a su padrastro, calló su deseo de ser llamado César. Reclinado en la parte menos destacada del lectus imus, hizo el esfuerzo de comer pescado, carne, huevos y queso en el mayor silencio, menos cuando le invitaban a hablar; lo cual, naturalmente, sucedía alguna vez, puesto que por algo (pesase a quien pesase) era el heredero de César.

Yo, francamente, no te lo aconsejo -dijo Balbo-. Es demasiado arriesgado.

– Estoy de acuerdo -dijo Pansa.

– Y yo -dijo Hirtio.

– Escucha a estas personas tan augustas, pequeño Cayo -suplicó Atia, sentada en la única silla-. ¡Hazles caso, por favor!

– Tonterías, Atia -se burló Cicerón-. Estoy seguro de que a Cayo Octavio no le disuadirá nada de lo que digamos. Porque ¿verdad que estás decidido a aceptar tu herencia?

– Verdad -dijo plácidamente Octaviano.

Atia se levantó y se marchó casi llorando.

– Antonio espera heredar la enorme "clientela" de César -dijo Balbo con su característico ceceo-. Si hubiera sido nombrado heredero de César, eso recaería en él automáticamente, pero el joven Octavio, aquí presente…, digamos que ha complicado la situación. Seguro que Antonio ya ha hecho ofrendas a Fortuna para agradecerle que César no nombrase a Décimo Bruto.

– No lo dudes -dijo Pansa-. Octavio, querido, cuando tengas edad para enfrentarte a Antonio él ya estará muy granado.

– La verdad, me sorprende bastante que Antonio no haya venido a felicitar a su joven primo -dijo Cicerón, mientras hundía una mano en la montaña de ostras que al amanecer aún estaban vivas en las cálidas aguas de Bayas.

– Está demasiado ocupado en repartir las tierras de los veteranos -dijo Hirtio-. Por eso su hermano Cayo promulga nuevas leyes agrarias en Roma. Ya conocéis al bueno de Antonio; como es demasiado impaciente para esperar, ha decidido recurrir a la legislación para que los propietarios reticentes cedan sus fincas a los veteranos; y con poca compensación económica, o ninguna.

– César no actuaba así-dijo Pansa, frunciendo el entrecejo.

– ¡César! -La mano de Cicerón hizo un gesto de desdén-. Mira, Pansa, el mundo ha cambiado, y demos gracias a todos los dioses de que César ya no forme parte de él. Yo diría que casi toda la plata del Erario acabó destinada a los fondos para la guerra de César, y el oro, lógicamente, Antonio no puede tocarlo. Si está tomando medidas más draconianas, es porque no hay suficiente dinero para mantener el sistema de compensaciones de César.

– Entonces ¿por qué no recupera los fondos para la guerra? -preguntó Octaviano.

Balbo rió entre dientes.

– Se le habrá olvidado que existen.

– Pues tendría que recordárselo alguien-dijo Octaviano.

– Los tributos de las provincias están por llegar -señaló Hirtio-. Sé que César planeaba utilizarlos para seguir comprando tierras. Os recuerdo que impuso multas astronómicas a las ciudades republicanas. De hecho, ya tendrían que haber llegado las nuevas cuotas a Brindisi.

– Sería hora de que Antonio fuera a Brindisi -dijo Octaviano.

– Tú no te preocupes de si Antonio consigue o no consigue el dinero -le reprendió Cicerón-. Más vale que te llenes la cabeza de retórica, que es la vía para el consulado.

Octaviano le sonrió y siguió comiendo.

– Bueno, al menos tenemos el consuelo de que ninguno de los seis posea tierras entre Teanum y el río Volturno -dijo Hirtio, que sorprendía por sus conocimientos sobre todos los temas imaginables-. Supongo que es de donde está sacando Antonio las tierras; sólo latifundia, nada de viñedos. -Hizo una pausa y dejó caer una bomba-. De todos modos, lo que menos le preocupa a Antonio es la tierra. Cuando lleguen las calendas de junio, tiene la intención de pedir permiso a la Cámara para cambiar Macedonia por dos de las Galias: la Cisalpina y la Transalpina, excluyendo la provincia narbonense, que el año que viene seguirá gobernada por Lepido. Parece que en la Hispania Citerior también seguirá gobernando Polión durante otro año, mientras que a Planco y Décimo Bruto se les pedirá que abandonen el cargo. -Viendo tantas miradas concentradas en él, y tan horrorizadas, lo empeoró añadiendo-: También piensa pedir permiso a la Cámara para mantener las seis legiones de elite en Macedonia, pero trasladarlas a Italia en junio.

– Señal de que Antonio no se fía ni de Bruto ni de Casio -dijo lentamente Filipo-. Reconozco que han promulgado edictos en los que el asesinato de César se presenta como un gran favor a Roma e Italia, y se pide el apoyo de las comunidades italianas, pero yo, en el lugar de Antonio, de quien tendría más miedo es de Décimo Bruto en la Galia Cisalpina.

– Antonio -dijo Pansa- le tiene miedo a todo el mundo.

– ¡Oh, dioses! -exclamó Cicerón, palideciendo-. ¡Qué gran insensatez! ¡No estoy bastante seguro de Décimo Bruto como para hablar en su nombre, pero lo que puedo garantizar es que a Bruto y a Casio jamás se les ocurriría provocar una revuelta contra el presente Senado y Pueblo de Roma! ¡El mero hecho de que yo vuelva a formar parte del Senado es prueba suficiente de que apoyo al actual gobierno, y Bruto y Casio son patriotas hasta la médula! ¡Un levantamiento en Italia no lo instigarían jamás!

– Estoy de acuerdo-dijo inesperadamente Octaviano.

– Entonces ¿qué hay de la campaña con Vatinio contra Burebista y sus dacios? -preguntó Filipo.

– Bah, eso ha muerto con César-dijo Balbo con cinismo.

– En tal caso, a Dolabela le corresponderían por derecho las mejores legiones, para Siria; que en el fondo es donde están haciendo falta -dijo Pansa.

– Antonio está decidido a que las seis mejores se queden aquí, en suelo italiano -dijo Hirtio.

– ¿Quedarse? ¿Para qué? -preguntó Cicerón, lívido y sudoroso.

– Para protegerle contra cualquier intento de derribarle de su pedestal -dijo Hirtio-. Probablemente tengas razón, Filipo; el problema, si surge, vendrá de Décimo Bruto, en la Galia Cisalpina. Le bastará con encontrar unas cuantas legiones.

– Pero ¿es que nunca vamos a librarnos de la guerra civil? -exclamó Cicerón.

– Sí, eso fue posible antes del asesinato de César -dijo Octaviano sin contemplaciones-. No se puede discutir que hasta entonces no había guerra. Ahora, muerto César, el liderato fluctúa.

Cicerón frunció el entrecejo. En labios del joven se había oído claramente la palabra «asesinato».

– He oído que la reina extranjera y su hijo se han marchado -añadió Octaviano-. Algo es algo.

– ¡Y que no vuelvan! -saltó ferozmente Cicerón-. ¿Quién, sino ella, le llenaba a César la cabeza con ideas de ser rey? Seguro que además le drogaba, porque César se pasaba todo el día bebiendo medicamentos preparados por aquel médico egipcio tan sospechoso.


– Lo que no estaba en su mano -dijo Octaviano- era incitar al vulgo a adorar a César como un dios. Eso fue idea del propio vulgo.

Los demás hombres reaccionaron con incomodidad.

– Sí, hasta que lo remedió Dolabela llevándose el altar y la columna-dijo Hirtio, y se rió-. ¡Y luego se cubrió las espaldas! En lugar de destruirlos, los relegó al almacén. ¡Palabra!

– ¿Hay algo que no sepas, Aulo Hirtio? -preguntó Octaviano, sumándose a sus risas.

– Soy escritor, Octaviano, y la tendencia innata de los escritores es escucharlo todo, desde las habladurías hasta los pronósticos. Sin olvidar las reflexiones en voz alta de los cónsules sobre la situación política… -Eligió ese momento para escandalizar con otra noticia-. También me he enterado de que Antonio está legislando para que todos los sicilianos sean ciudadanos de pleno derecho.

– ¡Eso es que ha aceptado un soborno exorbitante! -rugió Cicerón-. ¡Ah! ¡Cada vez me desagrada más este… monstruo!

– Lo del soborno siciliano no lo puedo asegurar-dijo Hirtio con una mueca burlona-. En cambio, lo que me consta es que el rey Deyotaro ha ofrecido uno a los cónsules para que restituyan a Galacia sus dimensiones anteriores a César. De momento no han dicho ni que si ni que no.

– Conceder la plena ciudadanía a los sicilianos equivale a granjearse todo un país de partidarios -dijo Octaviano, pensativo-. Mi juventud me impide conocer los planes de Antonio, pero puedo afirmar que se está haciendo un magnífico regalo: los votos de nuestra provincia granera más cercana.

En ese momento entró Scylax, el criado de Octaviano, y, tras una reverencia a los demás del grupo, se acercó a su amo con respeto.

– César -dijo-, vuestra madre quiere veros. Dice que es urgente.

– ¿César? -preguntó Balbo, incorporándose en cuanto vio salir al joven.

– Sí, así es como le llama toda la servidumbre -se quejó Filipo-. Atia y yo nos hemos quedado roncos intentando disuadirle, pero insiste en ello. ¿No os habéis fijado? Escucha, dice que sí con la cabeza, sonríe dulcemente… y al final siempre hace lo que ya pensaba hacer.

– En todo caso -dijo Cicerón, acallando la inquietud que producían en él las palabras de Filipo-, doy gracias de que te tenga a ti de guía. Confieso que al principio, cuando me enteré de lo deprisa que había vuelto a Italia después de la muerte de César, lo primero que pensé fue que encarnaba la bandera perfecta para cualquier persona con planes de derribar el Estado. Hablar con él en persona ha disipado mis temores. Es de una humildad exquisita, ciertamente, pero no tan tonto como para dejarse utilizar.

– A mí lo que me da miedo es que sea él quien utilice a los demás -dijo Filipo, extremadamente serio.

2

Después de que Décimo Bruto, Cayo Trebonio, Tilio Cimbro y Estayo Murco emprendieran el viaje a sus provincias, la atención de Roma se centró en los dos pretores superiores: Bruto y Casio. Tras algunas comparecencias en el Foro, tímidas incursiones de sondeo con vistas a presidir sus respectivos tribunales, ambos habían llegado a la conclusión de que lo más sensato era ausentarse. El Senado les había puesto a cada uno una guardia personal de cincuenta lictores sin fasces, pero sólo servía para llamar todavía más la atención.

– Salid de Roma hasta que se calmen los ánimos -fue el consejo de Servilia-. La mejor manera de que la gente olvide vuestras caras es que no las vea. -Soltó algo a medio camino entre una risa y un bufido-. En dos años podréis presentaros a cónsules, y ya no se acordará nadie de que asesinasteis a César.

– ¡Fue un acto de justicia, no un asesinato! -exclamó Porcia.

– Tú calla -dijo Servilia sin alterarse. Ahora que la guerra se inclinaba claramente a su favor, podía permitirse ser generosa. Porcia, a fuerza de exasperarse cada vez más, le había servido la victoria en bandeja.

– Marcharnos de Roma es como reconocernos culpables -dijo Casio-. Yo propongo que aguantemos.

Bruto estaba escindido. Su parte pública estaba de acuerdo con Casio, pero la privada soñaba con verse lejos de su madre, que desde que había despachado a Poncio Aquila seguía de un humor de perros.

– Me lo pensaré -contestó.

Su manera de pensárselo fue concertar un encuentro con Marco Antonio, que parecía capaz de frenar cualquier oposición. Esto último se lo explicaba Bruto como que el Senado, lleno de acólitos de César, había buscado en Marco Antonio a su nueva estrella. ¡Qué alivio, en consecuencia, que Antonio fuera tan complaciente con los Libertadores! Estaba de su lado.

– ¿Qué te parece, Antonio? -le preguntó, con la tristeza de siempre en sus grandes ojos marrones-. Nosotros no tenemos ninguna intención de cuestionarte, ni a ti ni a un gobierno como tiene que ser, republicano y ético. Si consideras que nuestra ausencia redundaría a favor de un gobierno de esas características, convenceré a Casio de que nos marchemos.

– Casio no tiene más remedio -dijo Antonio, frunciendo el entrecejo-. Ya ha pasado un tercio de su periodo como pretor en el extranjero, y de momento los únicos pleitos que ha juzgado han sido en Roma.

– Sí, me doy cuenta -dijo Bruto-, pero en mi caso es distinto. Como pretor urbano, no puedo estar más de diez días seguidos fuera de Roma.

– Bueno, eso… no es una dificultad insuperable -dijo Antonio, flemático-. Desde los idus de marzo, el que ejerce de pretor urbano es mi hermano Cayo, y la verdad es que con tus edicta le cuesta muy poco. A propósito, dice que son excelentes. En fin, que no hay ninguna razón para que no siga como hasta ahora.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó Bruto, con la sensación de estar siendo arrastrado por una marea irresistible.

– ¿Entre tú y yo?

– Sí.

– Como mínimo otros cuatro meses.

Bruto, indignado, protestó.

– ¡Pero entonces no podría estar en Roma en quinctilis, para celebrar los ludi Apollinares!

– Se dice julius, no quinctilis-le corrigió Antonio con afabilidad.

– ¡Cómo! ¿Va a seguir llamándose julius?

Los dientecitos blancos de Antonio brillaron.

– No lo dudes.

– ¿Estaría dispuesto Cayo Antonio a celebrar los juegos de Apolo en mi nombre? Pagando yo, naturalmente.

– ¡Cómo no!

– ¿Y montaría las obras que le especificase? Lo tengo muy pensado.

– Tú tranquilo.

Bruto tomó una decisión.

– Entonces, si no es mucho pedir, solicita al Senado de mi parte una exención indefinida de mis funciones.

– Lo haré mañana a primera hora -dijo Antonio-. En el fondo es lo mejor -añadió mientras le acompañaba a la puerta-. Así no habrá recordatorios mientras el pueblo está de luto por César.


– Tenía curiosidad por saber cuánto aguantaría Bruto -le dijo Antonio a Dolabela, unas horas más tarde-. Cada día quedan menos Libertadores dentro de Roma.

– Los únicos que valen algo son Décimo Bruto y Cayo Trebonio -dijo Dolabela con desprecio.

– Te doy la razón en ambos casos, aunque, ahora que Trebonio se ha refugiado en su provincia de Asia, ya no supone ningún problema. A mí el que me preocupa es Décimo; descuella sobre todos por su talento y su cuna, y nos conviene no olvidar que dentro de dos años, por dictado de César, será cónsul con Planco. -El entrecejo de Antonio se contrajo-. Podría resultar muy peligroso. El hecho de ser uno de los herederos de César le da poder para quedarse como mínimo con algunos de los partidarios de César, y allá, en la Galia Cisalpina, no son partidarios lo que falta.

Cacat! -exclamó Dolabela-. ¡Es verdad!

– César consiguió la ciudadanía para todos los que viven al otro lado del Padus, y, desde que Pompeyo el Grande ya no cuenta en lo de tener partidarios, César también ha heredado a los de este lado del Padus. ¿Tú apostarías a que Décimo no se los ganará con halagos?

– No -dijo Dolabela con gran seriedad-, ni un sestercio. ¡Por Júpiter! ¡Pensar que no me había dado cuenta de que la Galia Cisalpina hierve de veteranos de César, porque sólo me fijaba en la ausencia de legiones! Y no son unos veteranos cualesquiera, no. ¡Los mejores! Los que ya han recibido tierras, y los que tienen patrimonio familiar. La Galia Cisalpina era la mejor fuente de reclutas para César.

– Exacto. Además, me he enterado de que los que se habían alistado en las Águilas de César para la guerra parta ya están volviendo a sus casas. Mis mejores legiones todavía aguantan, pero está claro que en las otras nueve hay un goteo de desertores de la Galia Cisalpina; y no vuelven por Brindisi, sino por Illyricum, en grupos pequeños.

– ¿Quieres decir que Décimo ya ha empezado a reclutar?

– Sinceramente, no lo sé. Lo único que me atrevo a decir es que me conviene vigilar de muy cerca la Galia Cisalpina.


Bruto salió de Roma el noveno día de abril, pero no iba solo. Porcia y Servilia habían insistido en acompañarle. Después de una noche de pesadilla en la principal hostería de Bovilas (a sólo veintidós kilómetros de las Murallas Servias de Roma por la Via Apia), Bruto estaba harto.

– Me niego a viajar un minuto más contigo -le dijo a Servilia-. Mañana tienes dos opciones: o subes al carruaje que he alquilado para que te conduzca a Antium, con Tertula, o le ordenas al cochero que te lleve a Roma. El resto del viaje lo haremos solos Porcia y yo.

La respuesta de Servilia fue una sonrisa torcida.

– Iré a Antium, y esperaré a que reconozcas que sin mí no eres capaz de tomar decisiones acertadas -dijo-. Tú sin mí eres tonto perdido, Bruto. Sólo hay que ver lo mal que te ha salido todo desde que le haces más caso a la hija de Catón que a tu madre.

Así pues, Servilia se reunió con Tertula en Antium, mientras Bruto y Porcia, merced a un corto viaje desde Bovilas, llegaban a la villa del primero en las afueras de la pequeña población de Lanuvium, en el Lacio. Si hubieran querido contemplar las montañas, habrían tenido ocasión de admirar la atrevida villa de César, con sus grandes pilares.

– La elección de un joven de dieciocho años como heredero me parece muy inteligente por parte de César -le dijo Bruto a Porcia, mientras cenaban los dos solos.

– ¿Qué? ¿Inteligente? Pues a mí me parece una soberana tontería -dijo Porcia-. Antonio hará picadillo a Cayo Octavio.

– Claro, es que de eso se trata, de que ni siquiera tendrá que molestarse -dijo Bruto con paciencia-. Aunque yo, personalmente, aborreciera a César, reconozco que su único error fue despachar a sus lictores. ¿No te das cuenta, Porcia? Se decidió por alguien tan joven y con tan poca experiencia que nadie le verá como rival, ni siquiera los que más se engañan con persecuciones imaginarias. Por otro lado, el heredero se queda con todo el dinero y las propiedades de César. Pueden pasar hasta veinte años sin que Cayo Octavio sea visto como un peligro para nadie. Tendrá tiempo de crecer y madurar. En vez de elegir el árbol más grande del bosque, César plantó una semilla pensando en el futuro. Su dinero y sus propiedades la irán regando y, al nutrirla, permitirán que crezca sin sobresaltos, libre de cualquier tentativa de tala. En el fondo, el mensaje que les deja tanto a Roma como a su heredero es que con el tiempo habrá otro César. -Se estremeció-Supongo que Octavio tiene muchos rasgos en común con César, y muchas cualidades de las que él se dio cuenta, y que admiraba. En definitiva, que dentro de veinte años surgirá otro César de la oscuridad del bosque. Muy inteligente, sí.

– Dicen que Cayo Octavio es un pelele, un afeminado -dijo Porcia, mientras besaba la fruncida frente de su marido.

– Lo dudo mucho, querida. Conozco a César más a fondo que a Homero.

– ¿Piensas acatar este destierro sin ninguna protesta? -quiso saber ella, volviendo a su tema preferido.

– No -dijo Bruto con calma-. He enviado un mensaje a Casio exponiéndole mis planes de redactar una declaración en nombre de los dos, dirigida a todas las ciudades y pueblos de Italia. En ella se dirá que actuamos pensando en sus intereses, y se implorará su apoyo. No quiero que Antonio piense que no tenemos seguidores sólo porque hayamos cedido y ya no estemos en Roma.

– ¡Muy bien! -dijo Porcia, contenta.


No todas las poblaciones y distritos rurales de Italia habían compartido la adoración a César. En determinadas zonas, los sentimientos republicanos habían hecho perder muchas tierras públicas, mientras que en otras eran los romanos en general los que no merecían aprecio ni confianza. En suma, que hubo lugares donde el manifiesto de los Libertadores fue bien acogido. Hubo, incluso, jóvenes que se ofrecieron como soldados, en caso de que Bruto y Casio decidiesen alzarse en armas contra Roma y todo lo que representaba.

La situación tenía preocupado a Antonio, sobre todo desde su viaje a la Campania para el reparto de tierras a los veteranos. Las partes samnitas de aquella fértil región eran un hervidero de rumores sobre otra guerra de Italia, encabezada esta vez por Bruto y Casio. Para solucionarlo, envió a Bruto una carta muy seca en la que le comunicaba que él y Casio, consciente o inconscientemente, estaban instigando una rebelión, y se exponían a un juicio por traición. Bruto y Casio respondieron mediante otra declaración pública en la que suplicaban a las partes descontentas de Italia que no siguieran brindándoles tropas, sino que dejaran la situación tal como estaba.

Aparte del odio samnita contra Roma, todavía quedaban nidos de republicanos fervientes que en Bruto y Casio saludaban a sus salvadores; algo completamente opuesto a los intereses de la pareja, ya que ellos dos estaban muy lejos de querer fomentar una rebelión. En uno de esos nidos estaba el amigo de Pompeyo el Grande, praefectus fabrum y banquero Cayo Flavio Hemicilo, que abordó a Ático y le pidió que se pusiera al frente de un consorcio de magos de las finanzas dispuesto a prestar dinero a los Libertadores para fines no especificados. El sagaz plutócrata se negó educadamente.

– Una cosa es lo que esté dispuesto a hacer a título privado por Servilia y Bruto -dijo a Hemicilo-, y otra muy distinta suscitar el odio público.

Acto seguido, informó a los cónsules de las propuestas que le había hecho Hemicilo.

– Decidido -dijo Antonio a Dolabela y Aulo Hirtio-. El año que viene no gobernaré Macedonia. Me quedaré en Italia con mis seis legiones.

Hirtio arqueó las cejas.

– ¿Tomando la Galia Cisalpina como provincia a tu cargo?

– Ni más ni menos. En las calendas de junio pediré a la Cámara las Galias Cisalpina y Trasalpina, aparte de la provincia narbonense. Seis legiones de elite acampadas alrededor de Capua disuadirán a Bruto y Casio… y harán que Décimo Bruto se lo piense mejor. Además, he escrito a Polión, Lepido y Planco preguntando si estarían dispuestos a poner sus legiones a mi disposición en caso de que Décimo tratara de levantar a la Galia Cisalpina. Está claro que ninguno de los tres respaldará a Décimo.

Hirtio sonrió, pero se calló lo que pensaba: que se mantendrían a la expectativa hasta ver llegado el momento de apoyar al más fuerte.

– ¿Y Vatinio, en Illyricum? -fue lo único que preguntó.

– Vatinio me respaldará -dijo Antonio, confiado.

– ¿Y el gobierno provisional de Hortensio en Macedonia? Entre él y los Libertadores existen lazos muy antiguos -dijo Dolabela.

– ¿Qué puede hacer Hortensio? Todavía es más insignificante que nuestro amigo y Pontifex maximus Lepido. -Antonio hizo una mueca de satisfacción-. No, no habrá ningún levantamiento. ¿Vosotros os imagináis a Bruto y Casio marchando sobre Roma? ¿O a Décimo? En todo el mundo no hay nadie con agallas como para marchar sobre Roma; menos yo, claro, y ya me diréis qué falta me hace…


Desde la muerte de César, el mundo, para Cicerón, había entrado en una espiral de locura, y no se explicaba por qué. A lo máximo que llegaba era a pensar que si los Libertadores no habían sabido tomar el poder era porque no le habían pedido consejo. ¡Cómo! ¡No consultar nadie a un personaje de la sabiduría, la experiencia y el conocimiento de las leyes de Marco Tulio Cicerón!

Nadie le había consultado, ni siquiera su hermano. Libre de Pomponia, pero sin recursos para devolverle la dote, Quinto había rechazado los consejos fraternos y se había casado con Aquilia, una heredera joven y núbil. Ello le permitía zanjar las deudas con su primera esposa y mantener un buen pasar, pero a costa de indignar a su hijo y hacerle perder los estribos. Al principio Quinto el joven se había refugiado en su tío Marco, pero sin callarse (a tanto llegaba su estupidez) que seguía admirando a César, que jamás dejaría de admirarle, y que estaba dispuesto a matar a cualquiera de sus asesinos si tenían la insensatez de aproximarse a él; de ahí que Cicerón, no menos indignado, le hubiera echado con cajas destempladas, y que el joven, por falta de otros puertos, hubiera agravado el insulto convirtiéndose en secuaz de Marco Antonio.

Después de algo así, lo único que podía hacer Cicerón era escribir cartas, muchas cartas: a Ático (en Roma), a Casio (de viaje), y por último a Bruto (todavía en Lanuvium), preguntando cómo era posible que la gente no se diera cuenta de que Antonio era un tirano todavía mayor que César, y que sus leyes se reducían a abominables farsas.

«En ningún caso, Bruto -escribía en una de sus cartas-, dejes de regresar a Roma para ocupar tu puesto en la Cámara durante las calendas de junio. Tu ausencia marcaría el final de tu carrera pública, y el principio de desastres todavía peores.»

Pero no todo eran malas noticias. Corrían rumores de un desastre que le llenaba de satisfacción: por lo visto Cleopatra, su hermano Ptolomeo y Cesarión habían naufragado en su viaje de regreso, y habían estado a punto de ahogarse.

– Ah -preguntó en su villa de Pompeya (inveterado nómada como era) a Balbo, que había venido a visitarle-, ¿sabes lo último que cuentan de Servilia? -Hizo ver que el horror le cortaba la respiración.

– No. ¿Qué? -preguntó Balbo con labios temblorosos.

– ¡Que está en la villa de Poncio Aquila, sin nadie más en toda la casa, y que duermen en la misma cama!

– ¡Madre mía! Me habían dicho que había roto con él al enterarse de que era un Libertador-dijo Balbo, comedido.

– Sí, pero luego Bruto la echó, y ella lo hace para avergonzarles a él y Porcia. ¡Imagínate! ¡Una mujer de más de sesenta años con un hombre que es más joven que su hijo!

– De todos modos, lo peor, con diferencia, es lo mal que pinta la paz en Italia -dijo Balbo-. Empiezo a darla por perdida, Cicerón.

– ¡No! ¿Tú también? Ten en cuenta que ni Bruto ni Casio pretenden empezar otra guerra civil.

– Pues Antonio no estaría de acuerdo.

Cicerón suspiró, y se le encorvaron los hombros. De repente parecía un octogenario.

– Sí, es verdad que todo juega a favor de la guerra -reconoció con tristeza-. La principal amenaza, naturalmente, es Décimo Bruto. ¡Ah! ¿Porqué no me pedirían consejo?

– ¿Quiénes?

– ¡Los Libertadores! Lo que hicieron, lo hicieron con un valor de hombres, pero con la misma previsión que un niño de cuatro años. Como críos matando a puñaladas a una muñeca de trapo.

– El único que podría ayudarles es Hirtio.

Cicerón se animó.

– Pues vamos tú y yo a verle.

3

Octaviano entró en Roma en las nonas de mayo, con la única compañía de sus dos criados. Su madre y su padrastro se habían negado a participar en semejante locura. A la cuarta hora del día cruzó la puerta Capena y emprendió el camino a pie hacia el Forum Romanorum, vestido con una toga de un blanco inmaculado y, en el hombro derecho de la túnica (que quedaba al descubierto), la estrecha cinta púrpura de caballero. Gracias a sus muchas horas de práctica con botas de tacón alto, impresionaba bastante a los demás transeúntes como para que se volviesen a mirarle, admirados por su estatura, su dignidad y una postura muy erguida que excluía cualquier afectación o contoneo en los andares (afectación o contoneo que, por otro lado, le habrían hecho dar de bruces en el suelo). Con la cabeza en alto, los reflejos del sol en su abundante y ondulado pelo rubio, y un esbozo de sonrisa en los labios, avanzó por la Sacra Vía con la misma naturalidad y simpatía en el semblante que habían caracterizado a César.

– ¡Es el heredero de César! -susurraba uno de sus dos criados a los que le veían pasar.

– ¡Ha llegado a Roma el heredero de César! -murmuraba el otro.

Hacía un buen día, de cielo despejado, pero con una humedad asfixiante. El aire estaba tan saturado de vapor que la bóveda celeste se veía más blanca que azul. El sol aparecía rodeado a cierta distancia por un brillante halo que hacía que la gente lo señalara y se preguntara en voz alta por el significado del augurio. En la luna llena eran bastante normales los anillos, pero ¿en el sol? ¡Jamás! Un augurio completamente anómalo.

El sitio donde habían quemado a César se dejaba reconocer con gran facilidad a causa de las flores, muñecas y pelotas de que seguía cubierto. Al llegar al Clivus Sacer, Octaviano se desvió para acercarse a aquel lugar. Ahí, mientras seguía acudiendo gente, se tapó la cabeza con un pliegue de la toga y rezó en silencio.

Cerca, bajo el templo de Cástor y Pólux, había una serie de oficinas ocupadas por el Colegio de tribunos de la Asamblea de la Plebe. Uno de estos últimos, Lucio Antonio, salió por la puerta del sótano del templo justo a tiempo de ver que Octaviano se descubría los cabellos que se había tapado con la toga.

El menor de los Antonios solía ser considerado el más inteligente de los tres, pero sus posibilidades de llegar tan alto como el mayor en el favor del público se veían lastradas por una serie de inconvenientes, entre ellos su tendencia a engordar, su calvicie y su falta de sentido del ridículo, que le había metido en más de un lío con Marco.

Se detuvo, y al observar al joven orante tuvo que aguantarse las carcajadas. ¡Menudo espectáculo! ¡Conque ése era el famoso heredero de César! Al igual que sus hermanos, nunca había frecuentado el círculo del tío Lucio, ni recordaba haber visto jamás a Cayo Octavio, pero tenía que ser él. ¿Quién si no? Lucio Antonio tenía constancia de que su hermano Cayo, pretor urbano en funciones, había recibido una carta de Cayo Octavio solicitando permiso para hablar en público desde la tribuna del Foro cuando llegara a Roma en las nonas de mayo.

Sí, era el heredero del César. ¡Menudo hazmerreír! ¡Qué botas! ¿A quién creía engañar? Además, ¿no tenía barbero? Llevaba el pelo todavía más largo que Bruto. Tan jovencito, y hecho un dandi. ¡Qué manera de volver a arreglarse la toga! ¿No se te ocurrió nadie mejor, César? ¿Este perfecto mariquita te pareció preferible a mi hermano? Pues eso, primo Cayo, es que al hacer testamento estabas mal de la cabeza.

Ave -dijo, acercándose tranquilamente a Octaviano con la mano tendida.

– ¿Eres Lucio Antonio? -preguntó Octaviano con la sonrisa de César (inquietante parecido), mientras soportaba sin la menor alteración un apretón de manos como para desmenuzarle los huesos.

– Sí, Octavio, el mismo -respondió Lucio alegremente-. Somos primos. ¿Ya te ha visto el tío Lucio?

– Sí, le visité en Neapolis hace algunas nundinae. Está mal de salud, pero se alegró de verme. -Después de una pausa, Octaviano preguntó-: ¿Tu hermano Cayo está en su tribunal?

– No, hoy no; se ha concedido un día de fiesta.

– ¡Vaya! Lástima -dijo el joven, sin dejar de sonreír en atención a un público embelesado-. Le escribí pidiendo permiso para hablar desde la tribuna del Foro, pero no me ha contestado.

– Ya te lo doy yo -lo tranquilizó Lucio, con un brillo en sus ojos pardos. Como Antonio que era, no podía evitar que le gustara el descaro de aquel fatuo, en cuyos grandes ojos, por otra parte, no se leía nada. El heredero de César se guardaba sus pensamientos.

– ¿Podrás caminar a mi ritmo, con esas botas de burdel? -preguntó, señalando el calzado de su primo.

– Claro que sí-dijo Octaviano al empezar a seguirle-. Llevo alzas porque tengo la pierna derecha más corta que la izquierda.

Lucio se rió a carcajadas.

– ¡Lo importante es que dé la talla la tercera pierna!

– Pues eso ya no lo sé, porque soy virgen -dijo Octaviano, tan tranquilo.

Lucio parpadeó de sorpresa.

– No es un secreto como para ir soltándolo así, a lo tonto.

– No lo suelto, lo digo. Además, ¿qué tiene de secreto?

– ¡Ah, conque insinuando que te gustaría sacarla a pasear! Pues cuenta conmigo para llevarte a donde haga falta.

– No, gracias. Lo que insinuaba es que soy muy exigente, y que tengo mis manías.

– Pues entonces no eres ningún César. Él se tiraba lo que fuera.

– No, en ese aspecto no soy César.

– Oye, Octavio, ¿qué quieres, que se rían de ti con esa ropa?

– No, querer no, pero me da igual. Tarde o temprano, más que ganas de reír las tendrán de llorar.

– ¡Muy bien, muy bien! -exclamó Lucio, riéndose de sí mismo-. ¡Buen contraataque! Se han vuelto las tornas.

– Eso, Lucio Antonio, el tiempo lo dirá.

– Venga, lisiadito, ve saltando por los escalones y plántate entre las dos columnas.

Octaviano obedeció, y al volverse hacia el primer público que tenía en el Foro vio que era considerable. Pensó que era una lástima que la orientación de la tribuna impidiese al orador tener el sol detrás, porque le habría encantado aparecer con el halo en torno a la cabeza.

– ¡Soy Cayo Julio César Filius! -anunció a la multitud, con una voz que sorprendía por su fuerza y su alcance-. ¡En efecto, así me llamo! Soy el heredero de César, que me adoptó oficialmente en su testamento. -Levantó la mano para señalar el sol, que estaba casi encima de él-. ¡Y hoy César ha enviado un augurio para mí, su hijo!

Sin embargo, sus siguientes palabras no estuvieron dedicadas al trascendental significado del augurio, sino a analizar los términos del legado de César ante el pueblo de Roma. Dedicó al tema todo el tiempo necesario, y lo remató con la promesa de que, en cuanto se hubiera autenticado el testamento, procedería a distribuir los dones de César en su nombre, puesto que él era César.

Lucio Antonio observó con inquietud que el público lo escuchaba embelesado. Ninguno de los que pisaban las losas del Foro prestaba atención al alza de la bota derecha (la izquierda quedaba oculta por el corte de la toga, que casi caía hasta el suelo), ni se burlaba de Octaviano. Estaban demasiado ocupados en admirar su belleza, su porte varonil, su lozana cabellera y su asombroso parecido con César, desde la sonrisa hasta las expresiones de la cara. La noticia debía de haber corrido como la pólvora, porque ya se habían congregado muchos de los leales al difunto: judíos, extranjeros, censo por cabezas…

No era el aspecto la única baza de Octaviano. Hablaba francamente bien, dejando adivinar que con el tiempo se convertiría en uno de los grandes oradores de Roma. El final de su discurso fue acogido con una larga ovación. Entonces Octaviano bajó de la escalinata y se mezcló sin temor con el gentío, tendiendo la mano derecha y sin perder ni un segundo la sonrisa. Las mujeres le tocaban la toga. Algunas estaban al borde del desmayo. Si es verdad que es virgen (porque empiezo a pensar que me ha tomado el pelo), podría remediarlo con cualquiera de las de aquí, pensó Lucio Antonio. ¡No es listo ni nada, el pequeño mentula! ¡Cómo me ha engañado!

– ¿Qué, te vas a casa de Filipo? -preguntó a Octaviano, que se dirigía hacia la Escalera Vestal por donde se subía al Palatino.

– No, a la mía.

– ¿La de tu padre?

Las cejas rubias se arquearon en perfecta imitación de las de César.

– Mi padre vivía en la Domus Publica, que era su única casa. Yo me he comprado una.

– ¿Casa o palacio?

– Me conformo con poco, Lucio Antonio. Las obras de arte que me gustan las donaría a los templos públicos de Roma. Soy frugal, no bebo vino y tampoco tengo vicios. Vale -dijo Octaviano, y empezó a subir ágilmente por la Escalera Vestal. Empezaba a notar una presión en el pecho. Ya había superado el suplicio, y con éxito. Ahora el asma se lo haría pagar.

Lucio Antonio, ceñudo, se quedó donde estaba.

– ¡No es listo ni nada! ¡Cómo me ha engañado! -le dijo Lucio a Fulvia, algo más tarde.

Fulvia volvía a estar encinta, y de mal humor por lo muchísimo que echaba de menos a Antonio.

– No deberías haberle dejado hablar -dijo, bastante seria como para que se le vieran unas cuantas arrugas muy poco favorecedoras-. Francamente, Lucio, a veces eres tonto. Si me has repetido bien su discurso, de lo que ha dicho al señalar el anillo del sol se deducía que César es un dios, y él hijo de un dios.

– ¿Tú crees? Sólo me he fijado en el recurso oratorio -dijo Lucio, entre risitas-. Tú no le has visto, Fulvia; yo sí, y la única conclusión que hay que sacar es que es un actor nato.

– Como Sila. Además, ¿a qué venía informarte de que es virgen? En general, los jóvenes preferirían morirse antes que reconocerlo.

– Sospecho que lo que quería decirme es que no es homosexual. Viéndole tan guapo lo pensaría cualquiera, pero me ha negado que tenga vicios, y dice que se conforma con poco. Eso sí, buen orador lo es. La verdad es que me ha impresionado.

– Pues mira, Lucio, le veo peligroso.

– ¿Peligroso? ¡Fulvia, que tiene dieciocho años!

– Pero como si tuviera ochenta. Lo que busca no son colegas nobles. Lo que busca son los partidarios y acólitos de César. -Fulvia se levantó-. Escribiré a Marco. Considero que tiene que saberlo.

Cuando la carta de Fulvia sobre el heredero de César se vio seguida, dos nundinae después, por otra del edil plebeyo Critonio en la que informaba de que el joven había intentado exhibir la silla curul y la corona de oro con incrustaciones de piedras preciosas de César durante los juegos dedicados a Ceres, Marco Antonio decidió que ya era hora de volver a Roma. Por suerte la exhibición había sido prohibida por Critonio, como responsable de los ludi cerialis. ¡Pero entonces a Octaviano no se le había ocurrido nada mejor que pedir que el desfile paseara la diadema rechazada por César! Y ni siquiera la segunda negativa del edil le había hecho arrepentirse. ¡Según Critonio, insistía en que le llamasen César! ¡Se paseaba por Roma hablando con el vulgo y presentándose como «César»! ¡Y se negaba a que le llamasen, no ya «Octavio», sino «Octaviano»!

El vigesimoprimer día de mayo, acompañado por una guardia personal compuesta por varios centenares de veteranos, Antonio protagonizó una ruidosa entrada en Roma, a lomos de un caballo reventado. Más aún que las posaderas, le dolía el alma; de un lado a causa de lo duro del viaje, y del otro por haber tenido que interrumpir una labor importantísima: si no se aseguraba el apoyo de los veteranos, ¿de qué podían ser capaces los Libertadores?

Aún había otra preocupación que alimentaba (y mucho) su ira. Había mandado enviar desde Brindisi los tributos provinciales y los fondos para la guerra de César. Los tributos habían llegado correctamente a Teanium, su base de operaciones, y habían supuesto un gran alivio: gracias a ellos podría seguir comprando tierras, y zanjando una parte de sus deudas. (Antonio no tenía reparos en gastarse el dinero de Roma en asuntos personales. Como cónsul, se limitó a enviar a Marco Cuspio, del Erario, un documento donde se declaraba deudor de veinte millones de sestercios a dicha institución.) En cambio los fondos para la guerra no habían llegado a Teanium, por la sencilla razón de que no estaban en Brindisi. Los había requisado, en nombre de César, el heredero de César, o eso dijo el sorprendidísimo administrador del banco al legado de Antonio, Cafón. Éste, consciente de que no podía volver a la Campania con las manos vacías, investigó a fondo Brindisi, sus suburbios e incluso la campiña, pero sin resultado. Como el día de la desaparición del dinero había llovido a cántaros, todo el mundo había estado en casa. Dos cohortes de veteranos de un campamento dijeron que con un tiempo así había que estar loco para salir, y que no tenían constancia del paso de ninguna comitiva de sesenta carromatos. Consultado Aulo Plautio, expresó la mayor ignorancia, y no tuvo reparo en jurar por las cabezas de sus familiares que Cayo Octavio no tenía nada que ver con ningún robo en el banco de al lado. Sólo hacía un día que éste había vuelto de Macedonia, y estaba fatal de salud, con la cara amoratada. Cafón, por lo tanto, no tuvo más remedio que regresar a Teanium, dejando a varios de sus hombres el encargo de preguntar por una comitiva de carromatos que hubiera ido al norte, hacia Barium, al oeste, hacia Tarentum, o al sur, hacia Hydruntum, mientras otros se informaban de si al finalizar la tormenta se había hecho a la mar algún barco cargado.

Cuando Antonio emprendió el camino de Roma, seguía sin haber averiguado nada nuevo. Nadie había visto nada, ni carromatos ni barco. Parecía que los fondos de guerra hubieran desaparecido de la faz de la tierra.

Como ya era demasiado tarde para convocar a su presencia a Cayo Octavio, Antonio alivió el dolor de posaderas con un baño de sales. Tras un segundo baño (pero de cuerpo entero, con Fulvia y toda suerte de caricias), vio a Antilo dormido, comió y bebió en sobreabundancia y se acostó.

Al amanecer, le informaron de que Dolabela se había ausentado unos días de la ciudad. Durante el desayuno llegó Aulo Hirtio, que tampoco parecía de muy buen humor.

– Oye, Antonio, ¿cómo se te ocurre entrar en Roma con soldados armados hasta los dientes? -exigió saber-. Ni hay disturbios civiles, ni tienes privilegios de Maestro del Caballo. De lo único que se habla en toda la ciudad es de que piensas arrestar a los Libertadores que aún no se hayan marchado. ¡Ya han venido siete a verme, y piensan escribir a Bruto y Casio! ¡Estás provocando una guerra!

– Sin guardia me siento desprotegido -rugió Antonio.

– ¿Por qué? ¿A quién temes? -preguntó Hirtio, sorprendido.

– ¡A esa serpiente de Cayo Octavio!

Hirtio se dejó caer en una silla.

– ¿Cayo Octavio? -Se le escapó la risa-. ¡Pero bueno, Antonio!

– El muy Cunnus ha robado de Brindisi los fondos para la guerra de César.

Gerrae!-dijo Hirtio, riéndose aún más.

Apareció un criado.

– Amo, está aquí Cayo Octavio.

– Pues dile que pase -dijo Antonio con mala cara. Si algo había logrado la franca incredulidad de Hirtio era empeorar su mal humor. La pega era que no osaba enemistarse con él, porque era el más leal e influyente de los seguidores romanos de César, gozaba de un peso enorme en el Senado y también tenía prometido el consulado a un año vista.

Las botas con alzas fueron una sorpresa para ambos, Hirtio y Antonio. No se prestaban mucho a comparaciones con serpientes. ¿Peligroso aquel joven con toga, tan recatado y con unas pretensiones tan extrañas? ¿Tanto como para protegerse de él con centenares de soldados? Tras una mirada de lo más elocuente a Antonio, Hirtio se apoyó en el respaldo de su silla y se dispuso a presenciar el duelo de titanes.

Antonio no se molestó ni en levantarse ni en tender la mano.

– Octavio.

– César -le corrigió Octaviano amablemente.

– ¡Tú no eres César! -bramó Antonio.

– Sí que lo soy.

– ¡Te prohíbo usar este nombre!

– Es mío por adopción legal, Marco Antonio.

– Falta que se apruebe la lex curiata de adopción, cosa que no veo muy cercana. Yo, sin ir más lejos, que soy el cónsul superior, no tengo ninguna prisa por acudir a la asamblea curiada para ratificarla. ¡De hecho, Cayo Octavio, en lo que de mí dependa, nunca conseguirás que se apruebe ninguna lex curiata!

– Tranquilízate, Antonio -dijo Hirtio en voz baja.

– ¡Y un cuerno! ¿Por quién te tomas para desafiarme, mariquita de ocho cuartos? -rugió Antonio.

Octaviano no delataba ninguna emoción, ni en la cara ni en los ojos muy abiertos. Nada en su postura daba a entender que estuviera asustado o tenso. Tenía los brazos caídos, y con las manos acariciaba distraídamente los pliegues de la toga. Tampoco le sudaba la piel.

– Soy César -dijo-, y como tal reclamo la parte de la fortuna de César destinada en calidad de herencia al Pueblo de Roma.

– No puedes, porque el testamento aún no está autentificado. Al pueblo, Octavio, págale con los fondos para la guerra de César -dijo Antonio con desprecio.

– ¿Cómo dices? -preguntó Octaviano, adoptando una expresión de sorpresa.

– Se lo robaste a Opio en Brindisi.

Hirtio se irguió con los ojos brillantes.

– ¿Cómo dices? -repitió Octaviano.

– ¡Que has robado los fondos para la guerra de César!

– Te aseguro que no.

– Hay testigos: el administrador de Opio.

– No puede testificar lo que no he hecho.

– ¿Niegas que compareciste ante el administrador de Opio, te presentaste como heredero de César y solicitaste los treinta mil talentos de los fondos para la guerra de César?

Octaviano empezó a sonreír con deleite.

Edepol! ¡Pero qué ladrón más listo! -Rió entre dientes-. Seguro que no presentó ninguna prueba, porque en Brindisi no las tengo ni siquiera yo. Puede que lo robara el propio administrador de Opio. Madre mía, pero qué vergüenza para el Estado… Espero que lo encuentres, Marco Antonio.

– Puedo mandar torturar a tus esclavos, Octavio.

– Te será fácil, porque en Brindisi sólo me acompañaba uno. Eso si me acusas, claro. ¿Cuándo fue cometido el vil delito? -preguntó Octaviano con toda la calma del mundo.

– Un día en que diluviaba.

– ¡Ah, pues tengo coartada! A mi esclavo todavía le duraba el mareo del barco, y a mí el asma, las náuseas y el dolor de cabeza. En definitiva, que estábamos los dos en cama. Ah -dijo Octaviano-, y te agradecería mucho que reconocieras mis derechos y me llamases César.

– ¡Yo a ti nunca te llamaré César!

– Como eres el cónsul superior, Marco Antonio, me veo obligado a comunicarte mi intención de celebrar los juegos triunfales de César después de los ludi Apolinares, pero antes de que acabe julio. A eso venía.

– Lo prohibo -dijo Antonio con saña.

– ¡No puedes! -se indignó Hirtio-. ¡Yo estoy entre los amigos de César dispuestos a poner dinero! ¡Es más, Antonio, confío en tu contribución! Tiene razón este joven: es el heredero de César, y le corresponde celebrarlos.

– ¡Vete, Octavio, que no quiero ni verte! -exclamó Antonio.

– Me llamo César -dijo Octaviano al marcharse.

– Has estado más maleducado de la cuenta -dijo Hirtio-. ¿A qué venía despotricar de esa manera? Ni tan siquiera le has ofrecido asiento.

– ¡El único asiento que le ofrecería sería una pica!

– Por otro lado, no puedes negarle la lex curiata.

– Se la concederé cuando devuelva los fondos para la guerra.

A Hirtio volvió a escapársele la risa.

Gerrae, Gerrae, Gerrae! Si es verdad que robaron los fondos, Antonio (y no te digo nada que no sepas), es una empresa que exige nundinae de preparativos, y ya has oído a Octaviano: acababa de volver de Macedonia, y estaba enfermo.

– ¿Octaviano? -preguntó Antonio, todavía ceñudo.

– Sí, Octaviano. Te guste o no, se llama Cayo Julio César Octaviano. Le llamaré Octaviano. Tranquilo, que no llegaré al extremo de llamarle César. De todos modos, llamándole Octaviano ya se le reconoce la condición de heredero de César-dijo Hirtio-. ¿A que parece mentira lo tranquilo y listo que es?

Cuando salió al peristilo del palacio de las Carenas, Hirtio encontró reunida a la veterana escolta de Antonio. Parecían esperar las órdenes del cónsul superior. ¿Y quién estaba entre ellos sino el mismísimo Octaviano, con idéntica sonrisa e idénticos movimientos de manos que César? También debía de tener su ingenio, ya que muchas risas acogían los comentarios que profería con aquella voz grave que a Hirtio le sonaba cada vez más parecida a la de César.

Antes de que Hirtio alcanzara al grupo, Octaviano se había despedido con un gesto cesáreo.

– ¡Qué encantador! -suspiró un veterano, secándose los ojos.

– ¿Le has visto, Aulo Hirtio? -preguntó otro, también con los ojos empañados-. ¡Es la viva imagen de César! ¡César de joven!

Hirtio, con el alma en los pies, se preguntó a qué jugaba Octaviano. Cuando llegue su hora, porque llegará, ya no estarán en activo ninguno de estos hombres. Deben de interesarle sus hijos. ¿Hasta ese punto es capaz de hacer planes?


La desaparición de los fondos para la guerra de César influyó profundamente en los planes de Antonio, que no estaba dispuesto a revelárselos del todo a personas como Aulo Hirtio. El problema de las tierras para los veteranos tenía solución. Siempre cabía la posibilidad de enajenarlas por la ley de la propiedad privada y transferirlas al Ager publicus. Ni siquiera los caballeros más poderosos de la Dieciocho, que (junto con muchos senadores) serían las víctimas de esas leyes, se hacían notar ni se quejaban mucho desde la muerte de César. La principal preocupación de Antonio tampoco eran sus deudas personales.

Desde el paso del Rubicón por César, un nuevo factor había ido cobrando más y más relieve, llegando al extremo de que en esos momentos todos los soldados de todas las legiones esperasen una prima generosa a cambio de luchar. Vendicio estaba reclutando dos legiones nuevas en Campania, y cada alistado pedía mil sestercios en efectivo por el mero hecho de engrosar las filas. La formación de esas legiones, aparte de costarle al Estado las inevitables sumas en equipamiento, exigiría el pago inmediato de diez millones de sestercios. Las seis legiones de elite que seguían en Macedonia no habían perdido cohesión, pero ahora sus representantes estaban en Teanum, lanzando indirectas. Perdido el botín parto, ¿valdría la pena ser soldado? ¿Estaría el botín dacio a la altura del parto? ¿Cómo decirles que tampoco habría tal botín, porque estaban a punto de regresar a Italia para respaldar el poder del cónsul? Antes de dar la noticia, era necesario conseguir seis mil sestercios en efectivo para cada legionario, que se les pagarían cuando desembarcasen en Brindisi. El total, sin contar el coste suplementario de los centuriones, serían trescientos millones de sestercios.

Por desgracia Antonio no tenía tanto dinero, ni podía conseguirlo. Los tributos provinciales servían para cubrir muchos más gastos ordinarios del gobierno, no sólo para sufragar las legiones. Muerto César, no quedaba nadie capaz de conservar la lealtad de los legionarios sin primas en efectivo. Si algo había aprendido Antonio de sus esfuerzos en la Campania, era eso.

– ¿Y la reserva de emergencia del templo de Ops? -preguntó Fulvia, a quien se lo confiaba todo.

– No existe -dijo él, cariacontecido-. La ha saqueado todo el mundo, desde Cina y Carbón hasta Sila.

– Sí, pero Clodio dijo que la habían restituido. Si no hubiera conseguido que aprobaran su ley de anexionar Chipre para pagar el subsidio de grano, sus planes eran sacar el dinero de Ops. Después de todo, era el resultado de la abundancia de Roma, de los frutos de la tierra, de modo que la consideraba una fuente legítima de grano gratuito. El caso es que al final le aprobaron la ley, y que no le hizo falta saquear el templo.

Antonio se echó sobre Fulvia y le dio un fogoso beso.

– ¿Qué haría sin ti? ¡Tú sí que eres mi personificación de Ops!

El templo de Opsiconsiva en el Capitolio no era muy antiguo. Pese a tratarse de un numen, y por lo tanto de una divinidad sin rostro, incorpórea, que se remontaba a los primeros tiempos de la ciudad, su primer templo había sido destruido por el fuego; de ahí que el que sobrevivía lo hubiese erigido Cecilio Metelo tan sólo un siglo y medio atrás. Si bien no era muy grande, los Cecilio Metelo lo habían mantenido limpio y bien pintado. Sólo constaba de una cella, que ni albergaba una imagen ni servía para sacrificios, debido a que Ops tenía un altar en la Regia, de mayor importancia para la religión del Estado. Como todo los templos romanos, el de Ops en el Capitolio estaba erigido sobre una plataforma de gran altura. Por su carácter sacrosanto, protegido por la deidad de la parte superior, sus sótanos solían usarse para guardar objetos de alto valor, categoría en la que también podían entrar el dinero o los lingotes.

Marco Antonio esperó a que anocheciera para forzar la puerta del sótano del templo de Ops sin otra ayuda que la de sus esbirros, y al iluminar con su linterna el amontonamiento de bloques de plata ennegrecida se le cortó la respiración. ¡Ops había recuperado con creces lo suyo! Ya tenía el dinero.

Decidió trasladarlo en pleno día, pero de forma gradual, y no muy lejos; concretamente al otro lado del Capitolio, por el Asylum. Ahí, en el sótano de Juno Moneta, donde estaba la ceca, se trabajó noche y día para convertir los lingotes en denarios de plata. Antonio ya estaba en situación de pagar durante mucho tiempo a sus legiones, y aun de zanjar sus deudas personales. El valor de la reserva de Ops ascendía a veintiocho mil talentos de plata, equivalentes a setecientos millones de sestercios.

Empezaba a estar todo preparado para las calendas de junio, la fecha en la que pediría el trueque de provincias al Senado. Después de eso haría que su hermano Lucio utilizara la Asamblea de la Plebe para, de una vez por todas, librar a la Galia Cisalpina de Décimo Bruto.

Una carta de Bruto y Casio le arrancó rugidos de cólera:


Nos complacería muchísimo hallarnos presentes en el Senado para las calendas de junio, Marco Antonio, pero no tenemos más remedio que solicitarte ciertas garantías de seguridad. Nos entristece que, siendo como somos ambos pretores superiores, ni tú ni ningún otro magistrado nos mantenga informados sobre la situación en Roma. Nos alegra que te preocupes por nuestro bienestar, y te damos nuevamente las gracias por haber sido tan comprensivo desde los idus de marzo. No obstante, ha llegado a nuestro conocimiento que la ciudad está llena de antiguos soldados de César, y que pretenden volver a erigir el altar y la columna a César, que con tanta justicia desmanteló el cónsul Dolabela.

Nuestra pregunta es la siguiente: ¿es seguro para nosotros ir a Roma? Humildemente te rogamos garantías de que nuestras amnistías no sean revocadas, y de que seamos bienvenidos en Roma.


Como la solución a sus problemas financieros le había dejado de mucho mejor humor, Antonio dio respuesta a aquel ruego (que rozaba lo obsequioso) con escasa consideración hacia los sentimientos de los Libertadores:


A Marco Bruto y Cayo Casio: no puedo garantizar vuestra seguridad. En efecto, la ciudad está llena de antiguos soldados de César. Se hallan aquí de vacaciones, mientras esperan recibir sus tierras o se plantean volver a alistarse en las legiones que estoy reclutando en la Campania. En cuanto a sus intenciones sobre lo que llamo yo la "cesarolatría", tenéis mi palabra de que es un culto que no será fomentado.

Venid a Roma para la asamblea de las calendas de junio, o no vengáis. La decisión es enteramente vuestra.


¡Muy bien! ¡Que aprendieran qué lugar les correspondía en los planes de Antonio! Así, además, estarían avisados de que si decidían aprovechar el descontento samnita habría legiones en la zona capaces de sofocar cualquier rebelión. ¡Excelente, sí, por Ops!

Las calendas de junio le deparaban otro cambio de humor, pero a peor: el que sintió cuando, al entrar en la Curia Hostilia, vio que había tan poca gente que le faltaba quórum. Con Bruto, Casio y Cicerón lo habría superado por pelos, pero no estaban.

– Bueno -dijo entre dientes a Dolabela-, pues iré directamente a la Asamblea de la Plebe. -Llamó a su hermano, que se iba del brazo con Cayo Antonio-. ¡Lucio! ¡Convoca a la Asamblea de la Plebe para dentro de dos días!

La Asamblea de la Plebe, donde la asistencia tampoco era muy lucida, carecía de regulaciones de quórum. Sólo con que compareciese un miembro por tribu se podía llevar adelante la reunión; y se habían presentado algo más de doscientos, repartidos entre treinta y cinco tribus. Como todo se hacía muy deprisa, y Antonio estaba que trinaba, nadie de la plebe se atrevió a discutir con Lucio Antonio. Entre los colegas de Lucio, los demás tribunos de la plebe, tampoco hubo ninguno con arrestos para ejercer el veto. Al cabo de poco rato, pues, la plebe había acordado a Marco Antonio las Galias Cisalpina y Trasalpina, con excepción de la provincia narbonense: para un periodo de cinco años, y sin límites de imperium. El siguiente trámite fue acordar Siria a Dolabela, para cinco años y sin límites de imperium. La vigencia de aquella lex Antonia de permutatione provinciarum era inmediata. En suma, que Décimo Bruto quedaba despojado de su provincia.

Pero la labor de la Asamblea de la Plebe aún no había terminado. Los primeros frutos del pacto de Antonio con las legiones quedaron de manifiesto cuando Lucio Antonio presentó otra ley, destinada a instituir una figura de jurado que se sumaba a las dos preexistentes en los tribunales: ex centuriones de alto rango, que no necesitaban ingresos de caballero para aspirar al cargo. A continuación, el hermano menor de Antonio presentó otra ley de tierras por la que se distribuía Ager publicus a los veteranos a través de una comisión de siete miembros compuesta por Marco Antonio, el propio Lucio, Dolabela y cuatro adláteres, entre ellos el Libertador Cesenio Lento, que daba coba sin descanso a Marco Antonio.

Hirtio vio confirmados los rumores de que el rey Deyotaro de Galacia estaba sobornando a Antonio cuando la Armenia Parva fue separada de la Capadocia e incorporada a la Galacia.

Ya no había quien parase a los dos cónsules, cuyo estilo de gobierno no podía estar más claro: corrupción e interés personal. Las calendas de junio habían sido el pistoletazo de salida para un intenso comercio de exenciones y de privilegios. Las personas que habían sido despojadas a perpetuidad de su ciudadanía por César (al descubrir que Faberio la vendía) ya podían volver a comprarla. Mientras tanto, la ceca seguía acuñando lingotes de plata de Ops.

– ¿De qué sirve el poder -le preguntó Antonio a Dolabela sino para sacarle provecho?


El quinto día de junio volvió a reunirse el Senado, esta vez con quórum. ¡Cuál no fue la sorpresa de Lucio Pisón, Filipo y los pocos ocupantes de los bancos delanteros al ver entre ellos a Publio Servilio Vatia Isaurico! El mejor amigo de Sila, su gran aliado político, llevaba tanto tiempo retirado de la política que la mayoría de ellos le habían olvidado. Ahora era su hijo, amigo de César, quien vivía en su casa de Roma, recién llegado de gobernar la provincia de Asia. Mientras tanto, Vatia el Viejo se dedicaba a contemplar las bellezas de la naturaleza, el arte y la literatura en su villa de Cumas.

Tras las oraciones y la lectura de los auspicios, Vatia el Viejo se puso en pie, señal de que deseaba tomar la palabra. Como mayor y más augusto de los cónsules, estaba en su derecho.

– Más tarde -le cortó Antonio, suscitando un coro de exclamaciones ahogadas.

Dolabela se volvió para mirarle con ferocidad.

– ¡En junio las fasces las ostento yo, Marco Antonio! ¡La reunión, por lo tanto, soy yo quien la presido! Publio Vatia el Viejo, es un honor volver a darte la bienvenida a la Cámara. Habla, por favor.

– Gracias, Publio Dolabela -dijo Vatia el Viejo con una voz un poco débil pero que se oía perfectamente-. ¿Cuándo está previsto plantear el tema de las provincias para los pretores?

– Hoy no -contestó Antonio, anticipándose a Dolabela.

– Convendría debatirlo, Marco Antonio -dijo Dolabela, tenso y decidido a no dejarse atropellar.

– ¡He dicho que hoy no! Queda pospuesto -bramó Antonio.

– En ese caso -dijo Vatia el Viejo-, solicito especial consideración para dos de los pretores, Marco Junio Bruto y Cayo Casio Longino. Si bien no puedo aprobar que se tomaran la justicia por su mano para matar al dictador César, me preocupa su integridad física. Mientras permanezcan en Italia, sus vidas correrán peligro. Por eso propongo conceder provincias lo antes posible a Marco Bruto y Cayo Casio, al margen de lo que deban esperar los otros pretores. Es más, propongo que Marco Bruto reciba la provincia de Macedonia, ya que Marco Antonio ha renunciado a ella, y Cayo Casio la de Cilicia, además de Chipre, Creta y la Cirenaica.

Vatia el Viejo calló, pero no volvió a sentarse. Reinaba un silencio hecho de desasosiego y, en las filas superiores (donde los senadores nombrados por César no sentían el menor aprecio por sus asesinos) se oían murmullos que no presagiaban nada bueno.

Cayo, el Antonio pretor, se puso en pie con cara de enfado.

¡Honorables cónsules, etcétera, etcétera -exclamó con desfachatez-, estoy de acuerdo con el cónsul Vatia el Viejo en que ya va siendo hora de que se marchen Bruto y Casio! Mientras sigan en Italia, serán una amenaza para el gobierno. ¡Puesto que esta Cámara aprobó por votación una amnistía, no se les puede juzgar por traición, pero me niego a concederles provincias mientras a otras personas, inocentes como yo, sin ir más lejos, se nos exige esperar! ¡Propongo atribuirles funciones de cuestores! Que se les encomiende comprar grano para Roma e Italia. Bruto podría ir a Asia Menor, y Casio a Sicilia. ¡Ser cuestores es lo máximo que se merecen!

Siguió un debate que demostró a Vatia el Viejo lo impopular que era su causa. Si necesitaba alguna prueba más, se la dio la Cámara al votar que Bruto y Casio recibieran el encargo de comprar grano en Asia Menor y Sicilia. Para colmo, Antonio y sus secuaces se dedicaron a burlarse de él, de su edad y de lo anticuado de sus ideas. Nada más concluir la reunión, volvió a su villa de la Campania.

Al llegar a casa pidió a sus criados que le llenaran la bañera. A continuación, Publio Servilio Vatia Isaurico el Viejo se metió en el agua con un suspiro de gozo, se cortó las dos muñecas con una lanceta y se deslizó en los brazos cálidos e infinitamente acogedores de la muerte.


– ¡Ay! ¿Cómo sobreviviré a un recibimiento así? -preguntaba Vatia el joven a Aulo Hirtio-. César asesinado, mi padre suicidado… -Se quedó sin voz y derramó amargas lágrimas.

– Y Roma en las garras de Marco Antonio -dijo Hirtio, abatido-. Ojalá se me ocurriera una salida, Vatia, pero no. A Antonio no hay quien se le resista. Es capaz de todo, desde la más flagrante ilegalidad a una ejecución sumaria sin juicio. Además tiene a las legiones de su lado.

– Sí, porque las compra-dijo Junia, contentísima de volver a tener a su marido en casa-. Me dan ganas de matar a mi hermano Bruto por haber empezado todo esto, pero es un simple títere de Porcia.

Vatia se secó los ojos y se sonó la nariz.

– Hirtio, ¿el año que viene Antonio y su Senado amaestrado te dejarán ser cónsul?

– Eso dice. Yo procuro que me vea lo mínimo. La postura más prudente es la invisibilidad. En esto Pansa está de acuerdo conmigo; por eso no asistimos a muchas reuniones.

– ¿O sea, que no hay nadie con agallas para plantarle cara?

– Nadie en absoluto. Antonio está desatado.

4

Y así pensaban los principales hombres de negocios y políticos de Roma e Italia durante la terrible primavera y el terrible verano que siguieron a los idus de marzo.

Bruto y Casio iban de un lugar a otro por la costa de Campania; Porcia no se separaba de Bruto. La única vez que se encontraron en la misma villa que Servilia y Tertula, los cinco no pararon de discutir. Habían llegado noticias de las comisiones del grano que los ofendieron gravemente: ¿Cómo se atrevía Antonio a imponerles funciones propias de simples cuestores?

Cicerón, al pasar a visitarlos, encontró a Servilia convencida de que todavía tenía suficiente poder en el Senado para revocar la decisión, a Casio dispuesto a entrar en guerra, a Bruto totalmente abatido, a Porcia criticando y protestando como siempre, y a Tertula sumida en la desesperación porque había perdido a su niño.

Se fue destrozado. Esto es un barco que se hunde. No saben qué hacer, no ven una salida, sólo viven al día a la espera de que ocurra algo. Italia entera se está hundiendo porque está en manos de unos hijos malignos, y nosotros, hijos menos malignos, no tenemos ninguna defensa frente a semejante caos. Nos hemos convertido en herramientas de soldados profesionales y de la implacable bestia que los controla. ¿Era esto lo que preveían los Libertadores cuando conspiraron para acabar con César? No, claro que no. No pudieron ver más allá de la muerte de César; realmente creyeron que una vez muerto, todo volvería a la normalidad. No entendieron que ellos mismos tendrían que tomar el timón de la nave del Estado. Y al no tomarlo, la dejaron zozobrar y chocar contra las rocas. Un barco que se hunde. Roma está acabada.


Las dos series de juegos organizados en el nuevo mes de julio, primero los de Apolo y después los dedicados a las victorias de César, distrajeron y entretuvieron a la gente, que llegó en tropel a Roma desde lugares tan lejanos como Brutium en una punta de Italia y Galia Cisalpina en la otra. Era pleno verano, muy seco y caluroso, tiempo para irse de vacaciones. La población de Roma prácticamente se duplicó.

Bruto, el oficiante ausente de los ludi Apollinares, lo había apostado todo por una representación de Tereo, una obra del autor latino Accio. Aunque la gente corriente prefería las carreras de cuadrigas que inauguraban y clausuraban los siete días de juegos, y entre medias acudía en tropel a los grandes teatros donde se representaban las pantomimas atelanas y las farsas con elementos musicales de Plauto y Terencio, Bruto estaba convencido de que Tereo le serviría como indicador de lo que la gente pensaba del asesinato de César. La obra trataba del tiranicidio y de las razones para cometerlo: una tragedia de proporciones épicas. De modo que no atrajo en absoluto a la gente corriente, que no fue a verlo, un hecho que Bruto no comprendió porque desconocía a la gente corriente. El público estaba formado por una elite, con intelectuales como Varro y Lucio Piso, y acogió la obra con una aprobación casi histérica. Cuando Bruto se enteró, estuvo varios días convencido de que tenía razón, de que la gente corriente aprobaba el asesinato de César, de que pronto los Libertadores se verían plenamente rehabilitados. Cuando lo cierto era que la puesta en escena de Tereo había sido brillante, la actuación magnífica, y la propia obra se había representado tan pocas veces que los paladares elitistas, hartos de ver siempre lo mismo, acogieron el cambio con agrado.

Octaviano, el oficiante de los ludi Victoriae Caesaris, no disponía de ningún indicio para valorar la respuesta popular a sus juegos, pero la propia Fortuna le dio uno. Sus juegos duraron once días, y tenían una estructura un tanto distinta de los demás juegos que veía Roma con cierta regularidad en los meses más calurosos. Los primeros siete días se dedicaron a las obras cortas y episodios, y la obra corta del día de la inauguración fue una recreación de Alesia, en el Circo Máximo, con un reparto de miles de personas, numerosas batallas fingidas, un espectáculo emocionante y novedoso organizado y dirigido por Mecenas, que demostró un raro talento para este tipo de actividad.

El honor de dar la señal para que empezaran los juegos correspondía a su principal patrocinador, y Octaviano, de pie en el palco, parecía a la enorme multitud una reencarnación de César; la gente le ovacionó durante al menos un cuarto de hora, lo que irritó a Antonio. Aunque Octaviano se sintió muy complacido, sabía muy bien que eso no significaba que Roma le perteneciera; significaba que Roma había pertenecido a César. Fue eso lo que molestó a Antonio.

Después, alrededor de una hora antes de que se pusiera el sol el día de la inauguración, justo cuando se representaba el episodio en que Vercingetorix estaba sentado con las piernas cruzadas a los pies de César, apareció un enorme cometa en el cielo septentrional por encima del Capitolio. Al principio nadie lo vio, luego unos cuantos dedos señalaron la stella critina, y de pronto las veinte mil personas que abarrotaban el Circo se pusieron en pie y gritaron a voz en cuello:

– ¡César! ¡Esa estrella es César! ¡César es un dios!

Los episodios y las obras nuevas del día siguiente, al igual que las de los siguientes cinco días, quedaron relegados a los espacios más pequeños de la ciudad, pero todos los días el cometa aparecía alrededor de una hora antes de la puesta de sol y resplandecía casi toda la noche con un brillo inquietante. Tenía la cabeza del tamaño de la luna y arrastraba tras de sí dos colas relucientes por el cielo septentrional. Y durante las cacerías de bestias salvajes, las carreras de caballos, las carreras de cuadrigas y otros magníficos espectáculos que se celebraron en el Circo Máximo los últimos cuatro días de los juegos, la estrella de larga cabellera que personificaba a César siguió brillando. En cuanto terminaron los juegos, desapareció.

Octaviano reaccionó rápidamente. El segundo día de los juegos, todas las estatuas de César de la ciudad lucían estrellas doradas en la frente.

Gracias a la estrella de César, Octaviano ganó más que perdió, pues el propio Antonio había prohibido exhibir la silla y la corona doradas de César en el desfile, y no llevaron la estatua de marfil de César a la procesión de los dioses. El segundo día de los juegos, Antonio pronunció un emocionante discurso ante el público del teatro de Pompeyo, defendiendo con ardor a los Libertadores y minimizando la importancia de César. Pero con ese extraño cometa brillando, todo lo que hizo Antonio no sirvió de nada.

A los que le comentaron algo o hicieron preguntas, Octaviano contestó que seguro que la estrella señalaba la divinidad de César; si no, ¿por qué apareció el primer día de sus juegos de la victoria y desapareció en cuanto concluyeron? No había otra respuesta posible. Era indiscutible. Ni siquiera Antonio podía contradecir una prueba tan evidente, mientras Dolabela se mordía.las uñas hasta dejárselas en carne viva y daba las gracias a su intuición por no haber destruido el altar y la columna de César. Aunque tampoco los reconstruyó.

En su fuero interno, Octaviano pensaba otra cosa de la estrella de César. Por supuesto, dotaba al heredero de César de parte del misterio divino de César; si César era un dios, entonces él era hijo de un dios. Vio esa idea reflejada en muchos ojos mientras paseaba deliberadamente por los barrios menos recomendables de Roma. Ese hijo de la elite palatina no tardó en darse cuenta de que para inspirar amor en la gente corriente no podía seguir siendo elitista. Como tampoco se le habría ocurrido que la representación de una obra con un argumento terrorífico y un diálogo altisonante le diría algo sobre la gente que vivía en los barrios menos recomendables de Roma. No, él paseaba y conversaba, y decía a los que se cruzaban por su camino que quería saber cosas de su padre, César: ¡Por favor, cuéntame tu historia! Y muchas de esas personas que encontró en Roma durante las dos series de juegos eran veteranos de César. Octaviano les cayó muy bien; lo consideraron humilde, agradecido y muy dispuesto a escuchar todo lo que tuvieran que decir. Lo más importante fue que Octaviano se enteró de que la gente se había dado cuenta de que Antonio había sido grosero con él en público y lo condenaba severamente por ello.

Octaviano empezó a sentirse seguro e invulnerable, pues sabía muy bien lo que en realidad significaba la estrella de César. Era un mensaje de César para él mediante el que le anunciaba que su destino era dominar el mundo. Siempre había deseado dominar el mundo, pero había sido un deseo tan tenue, tan manifiestamente imposible que lo había considerado un sueño, una fantasía. Pero a partir del momento en que apareció la estrella de larga cabellera, supo que no era así. La sensación de destino de pronto se convirtió en certeza. César quería que él dominara el mundo. César le había asignado la tarea de curar a Roma, de reforzar su imperio, de dotarla de un poder inimaginable. Bajo sus cuidados, bajo su égida. Yo soy el hombre. Dominaré el mundo. Tengo tiempo para ser paciente, tiempo para aprender, tiempo para rectificar los errores que seguro que cometeré, tiempo para reducir la oposición, tiempo para tratar con todos, desde los Libertadores hasta Marco Antonio. César me nombró heredero no sólo de su dinero y sus propiedades, sino de sus vasallos y partidarios, de su poder, su destino, su divinidad. Y por Sol Indiges, por Tellus y por Liber Pater, no lo defraudaré. Seré un hijo digno. Seré César.


Al final del octavo día de los juegos, que fue el primero en que se volvió a utilizar el Circo Máximo, una delegación de centuriones arrinconó a Antonio cuando salía del Circo tras haber hecho todo lo posible para dejar claro a la multitud que despreciaba al heredero de César.

– Esto se tiene que acabar, Marco Antonio -dijo el portavoz, que resultó ser Marco Coponio, centurión jefe de las dos cohortes que estaban en Brindisi cuando Octaviano había necesitado ayuda para retirar los fondos para la guerra. Las dos cohortes ahora habían sido destinadas a unirse a la Cuarta.

– ¿Qué tiene que acabar? -gruñó Antonio.

– La manera en que tratas al joven César. No está bien.

– ¿Acaso estás buscando un consejo de guerra, centurión?

– No, claro que no. Sólo digo que hay una gran estrella en el cielo que se llama César, que se ha ido a vivir con los dioses. Alumbra a su hijo, el joven César, y creemos que es como una señal de agradecimiento por la celebración de estos juegos tan increíbles. No soy yo quien se queja, Marco Antonio. Somos todos nosotros. Aquí tengo a cincuenta hombres, todos centuriones o antiguos centuriones de las legiones de los veteranos. Algunos se han vuelto a alistar, como yo. Algunos poseen tierras que les regaló César. Yo mismo tengo tierras que me regaló César la última vez que me di de baja. Y vemos cómo tratas al pobre chico. Como si fuera basura. Pero no es basura. Es el joven César. Y creemos que esto se tiene que acabar. Tienes que tratar bien al joven César.

Al darse cuenta de que vestía una toga y no la armadura, e impresionaba menos a los legionarios, el rostro feo pero atractivo de Antonio reflejó una tormenta de sentimientos, unos sentimientos que la delegación fingió no ver. Su frustración había podido más que él, su impaciencia le había llevado a comportarse de una manera que no había pensado que sería ofensiva para hombres a los que necesitaba desesperadamente. El problema era que se había considerado el heredero natural de César, y había creído que los veteranos de César habrían creído lo mismo. Un error. En el fondo eran como niños. Valientes y fuertes, excelentes soldados. Pero niños. Que querían que su adorado Marco Antonio adulara y abrazara a un invertido con suelas altas porque ese invertido era el hijo adoptivo de César. Ellos no veían lo que él veía. Veían a alguien que creían que era igual a como debió de ser César a los dieciocho años.

Yo no conocía a César cuando tenía dieciocho años, pero a lo mejor sí que parecía un invertido. A lo mejor era un invertido, si hay algo de cierto en la historia sobre el rey Nicomedes. ¡Pero me niego a creer que Cayo Octavio sea un César en estado embrionario! Nadie puede cambiar tanto. Octavio no tiene la arrogancia, el estilo ni el genio de César. No, consigue lo que quiere mediante engaños, palabras melosas, simpatía y sonrisas. Él mismo dice que no puede estar al mando de las tropas. Es un peso ligero. Pero estos idiotas quieren que sea amable con él por culpa de un dichoso cometa.

– ¿Y qué significa para ti tratar bien a Cayo Octavio? -preguntó, mostrándose más interesado que enfadado.

– Bueno, para empezar, creemos que deberías proclamar en público que sois amigos -contestó Coponio.

– En ese caso todos los interesados deben presentarse en el Capitolio, al pie de la escalinata de Júpiter óptimo Máximo, en la segunda hora, al día siguiente de acabar los juegos -manifestó Antonio con toda la cortesía que le fue posible-. Vamos, Fulvia -dijo a su mujer, que aguardaba temerosa detrás de él.

– Más vale que te andes con cuidado con ese pequeño gusano -dijo Fulvia mientras subía con esfuerzo la Escalera de Caco, pues la criatura en su vientre había crecido lo suficiente como para ser un obstáculo-. Es peligroso.

Antonio le puso la mano en la espalda y la empujó para ayudarla a subir. Eso era lo bueno que tenía; cualquier otro marido habría ordenado a un criado que la ayudara, pero para Antonio no era una pérdida de dignidad hacerlo él mismo.

– Mi error fue pensar que no necesitaba a mi escolta para los juegos. Los lictores son unos inútiles -dijo en voz alta, pero prosiguió en voz baja-: Creía que las legiones estarían de mi lado en esto. Son mías.

– Antes eran de César -dijo Fulvia, resoplando.

Así que un día después de acabar los juegos, más de mil veteranos acudieron al Capitolio y se colocaron en lugares que les permitieran ver la escalinata de Júpiter óptimo Máximo. Desafiante con su armadura, Marco Antonio fue el primero en llegar; acudió temprano porque quería pasear entre los hombres, conversar y bromear con ellos. Octaviano llegó con una toga y un calzado normal. Imitando la sonrisa de César, atravesó rápidamente las filas de soldados hasta detenerse delante de Antonio.

¡Vaya, qué astuto!, pensó Antonio, reprimiendo el impulso de partirle la cara. Hoy quiere que todo el mundo vea lo pequeño que es, lo inofensivo e inocente. Y quiere hacerme quedar como un matón, como un patán.

– Cayo Julio César Octaviano -empezó a decir Antonio, odiando con toda su alma pronunciar ese nombre-, estos buenos hombres me han llamado la atención porque… esto… no siempre te he mostrado el debido respeto. Por lo tanto, te pido sinceras disculpas. Lo hice sin querer; es que tengo demasiadas cosas en la cabeza. ¿Me perdonas?

– ¡Por supuesto, Marco Antonio! -exclamó Octaviano con una gran sonrisa, y le tendió la mano.

Antonio se la estrechó como si fuera de vidrio, dirigiendo los ojos enrojecidos hacia los rostros de Coponio y sus cincuenta hombres para ver cómo reaccionaban ante esa asquerosa actuación. Bien, pero no es suficiente, decían sus caras. De modo que, conteniendo las náuseas, Antonio apoyó las manos en los hombros de Octaviano, lo estrechó entre sus brazos y le dio un sonoro beso en las dos mejillas. Eso fue definitivo. Se oyeron suspiros de satisfacción y luego toda la multitud aplaudió.

– Esto sólo lo hago para tenerlos contentos -susurró Antonio al oído derecho de Octaviano.

– También yo -susurró Octaviano.

Los dos abandonaron el Capitolio pasando entre los hombres, Antonio iba con el brazo alrededor de los hombros de Octaviano, que quedaban tan por debajo de los suyos que el gusano parecía un niño inocente y adorable.

– ¡Qué hermoso! -dijo Coponio, llorando sin pudor.

Los grandes ojos grises se encontraron con los suyos, con el asomo de una sonrisa distinta en sus límpidas profundidades.


Sextilis llegó con una nueva y desagradable sorpresa para Antonio. Bruto y Casio promulgaron en todas las ciudades y comunidades de Italia un edicto pretoriano cuyo contenido difería mucho de los dos que habían promulgado en abril. Expresado en una prosa que hizo la boca agua a Cicerón, anunciaba que, si bien deseaban ausentarse de Roma para gobernar las provincias, no estaban dispuestos a ejercer tareas propias de cuestores como la compra de grano. Hacerles comprar grano, decían, era un grave insulto a dos hombres que ya habían gobernado provincias, y las habían gobernado bien. Con sólo treinta años, Casio no había gobernado únicamente Siria, sino que también había derrotado y expulsado a un gran ejército parto. Bruto había sido elegido personalmente por César para gobernar la Galia Cisalpina con un imperium proconsular, a pesar de que en ese momento todavía no había sido nombrado pretor. Además, proseguía el edicto, había llegado a sus oídos que Marco Antonio los acusaba de impulsar a la sedición a las legiones macedonias que regresaban a Italia. Era una acusación falsa de la que, insistían, Antonio debía retractarse. Ellos siempre habían actuado en aras de la paz y la libertad, en ningún momento habían intentado provocar una guerra civil.

La respuesta de Antonio fue una carta devastadora.


¿Quién os creéis que sois, para exponer vuestros anuncios en todas las ciudades, desde Brutium y Calabria hasta Umbría y Etruria? He promulgado un edicto cónsul que se pondrá allí donde se arranque el vuestro, desde Brutium y Calabria hasta Umbría y Etruria. Dirá al pueblo de Italia que los dos actuáis en función de vuestros propios intereses personales y que vuestro edicto no tiene autoridad pretoriana. Advertirá a quien lo lea que si ve más avisos no oficiales que lleven vuestro nombre, deberán considerar dichos avisos como traiciones potenciales, y que sus autores podrían muy bien ser designados enemigos públicos.

Eso es lo que diré en público. Pero en esta carta iré más lejos. Es verdad que os estáis comportando como traidores, y no tenéis derecho a exigir nada al Senado ni al Pueblo de Roma. En lugar de gimotear y quejaros por vuestras comisiones de grano, deberíais estar a los pies del Senado dando mil gracias abyectas por haberos asignado cualquier tipo de responsabilidad oficial. Al fin y al cabo, asesinasteis al hombre que era el legítimo gobernante del Estado romano. ¿De verdad creísteis que os regalarían sillas curules y coronas de oro con incrustaciones de piedras preciosas por cometer una traición? ¡Creced, adolescentes estúpidos y mimados!

¿Y cómo os atrevéis a acusarme en público de haber dicho que intentasteis agitar a mis legiones macedonias? ¿Por qué demonios iba a hacer correr esos rumores, decidme? Callad y sentad la cabeza, o tendréis aún más problemas de los que ya tenéis.


El cuarto día de sextilis, Antonio recibió una respuesta de Bruto y Casio, dirigida a él en privado. Había esperado que se deshicieran en disculpas, pero no fue así. En cambio, Bruto y Casio sostenían tenazmente que eran pretores legales, que podían promulgar todos los edictos que quisieran y que no se les podía acusar de nada salvo de trabajar sistemáticamente por la paz, la armonía y la libertad. Las amenazas de Antonio, decían, no los asustaban. ¿Acaso su propia conducta no había demostrado que su libertad era más preciosa para ellos que cualquier clase de amistad con Marco Antonio?

Y para acabar, añadían: «Te recordamos que el problema no es lo que duró la vida de César, sino la brevedad de su reinado.»

¿Qué había sido de su suerte?, se preguntó Antonio, sintiendo cada vez más que los acontecimientos conspiraban en contra de él. Octaviano lo había arrinconado en público de tal manera que se dio cuenta de que su control de las legiones no era tan firme como creía; y ahora dos pretores le decían que estaba en sus manos acabar con su carrera de la misma manera que habían acabado con la de César. Al menos así interpretó la desafiante carta, que leyó mordiéndose los labios y echando chispas. Conque la brevedad de un reinado, ¿eh? Bueno, ya se las vería con Décimo en la Galia Cisalpina, pero no podía librar una guerra en dos frentes, uno en el norte con Décimo y el otro en la Italia Samnita con Bruto y Casio, siempre dispuestos a volver a intentarlo en Roma.

Octaviano habría podido decirle por qué se le había acabado la suerte, pero por supuesto a Antonio ni se le ocurrió preguntárselo a su enemigo más acérrimo. La suerte se le había acabado en esa primera ocasión en que había sido grosero con Octaviano. Al dios César no le había gustado.

Había llegado, pues, el momento, decidió Antonio, de hacer suficientes concesiones a Bruto y Casio para quitárselos de encima y concentrarse en Décimo Bruto. De modo que convocó el Senado al día siguiente de recibir la carta y consiguió que el Senado les concediera una provincia a cada uno. Bruto debía gobernar Creta, y Casio Cirenaica. Ninguna de las dos tenía una legión. ¿Querían provincias? Pues ya las tenían. Adiós, Bruto y Casio.

5

Cicerón estaba desesperado y cada día más deprimido. Eso a pesar de que Ático y él por fin habían conseguido expulsar a los pobres urbanos de la colonia de César en Butrotum. Habían recurrido a Dolabela, que, tras una larga conversación con Cicerón, se mostró dispuesto a aceptar de Ático un enorme soborno que le aseguraba el monopolio de los abonos, el sebo y el cuero en Épiro. Ático necesitaba recibir buenas noticias, pues su mujer había contraído la parálisis estival y estaba gravemente enferma. La pequeña Ática se lamentaba porque nadie le dejaba ver a su madre, que tuvo que permanecer en Roma mientras Ático enviaba a su hija y sus criados a su villa de Pompeya para aislarla.

El dinero había vuelto a ser un problema terrible para Cicerón, debido en gran medida al joven Marco, que seguía con su gran viaje y no paraba de escribirle pidiendo más fondos. Ninguno de los Quintos se dignaba hablarle, su breve matrimonio con Publilia no le había reportado tantos ingresos como había pensado por culpa de los miserables de su hermano y su madre, y el agente de Cleopatra en Roma, el egipcio Amonio, se negaba a abonar el pagaré de la reina. ¡Y eso después de que él se hubiera tomado la molestia de hacer copiar todos sus discursos y disertaciones en el mejor papel, incluyendo ilustraciones en los márgenes y una escritura exquisita! Le había costado una fortuna que el pagaré de Cleopatra dijera claramente que ella estaba dispuesta a pagar. La excusa de Amonio para negarse a hacerlo era que la muerte de César había obligado a la reina a marcharse antes de que le entregaran las obras ciceronianas. Pues aquí están, ¡envíaselas!, contestó Cicerón. Amonio se limitó a enarcar las cejas y replicó que estaba seguro de que la reina, que volvía a estar a salvo en Egipto (el rumor del naufragio era falso), tenía mejores cosas que hacer que leer miles de páginas de parloteos en latín. De modo que ahí estaba, con la mejor edición de sus obras completas, ¡y nadie quería comprarla!

Decidió que lo que quería era marcharse de Italia, ir a Grecia, enfrentarse al joven Marco y luego deleitarse con la cultura ateniense. Su querido liberto Tiro trabajaba incansablemente a ese fin, pero ¿de dónde sacaría el dinero? Terencia, tan amargada como siempre, se dedicaba a apilar los sestercios, pero cuando Cicerón le pidió dinero, ella le contestó que a fin de cuentas él tenía diez villas fabulosas desde Etruria hasta Campania, todas repletas de obras de arte envidiables, así que si andaba mal de dinero, podía vender unas cuantas villas y estatuas, y que no le escribiera para pedirle que le financiara sus ridículas locuras.

En sus encuentros con Bruto dio vueltas y más vueltas sin llegar a ningún lado; Bruto también estaba pensando en ir a Grecia. Pero se negó en redondo a aceptar una comisión para la compra de grano. Después el muy tonto se fue con Porcia a la pequeña isla de Nesis, no muy lejos de la costa de Campania. Casio, por su parte, había decidido aceptar la comisión para la compra del grano en Sicilia y estaba reuniendo una flota; se acercaba la cosecha.

Luego Dolabela, encantado por la prontitud con que Ático había pagado el soborno, aceptó dar permiso a Cicerón para abandonar Italia. ¡Qué vergüenza, que un cónsul de su categoría tuviera que pedir permiso para ir al extranjero! Así lo había ordenado César, y los cónsules no habían revocado la orden. Tragándose la ira, Cicerón vendió una villa en Etruria que nunca había visitado; ahora ya tenía el dinero y también el permiso.

En realidad lo que lo impulsó a irse fue el cambio de nombre del mes de quinctilis al mes de julio. Cuando ya no pudo soportar recibir cartas fechadas en julio, Cicerón contrató un barco y zarpó desde Puteoli, donde se reunía la flota para el transporte del grano de Casio. Pero el viaje no iba a transcurrir sin percances. Cuando el barco de Cicerón llegó a Vibo, delante de la costa de Brittium, no pudo seguir avanzando a causa de los fuertes vientos en contra. Interpretándolo como una señal de que no estaba destinado a abandonar Italia en ese momento, Cicerón desembarcó en el pueblo de pescadores de Leucoptera, un lugar horrible, apestoso. Siempre le pasaba lo mismo; de algún modo, cuando llegaba el momento de irse de Italia, no soportaba marcharse. Su vida estaba demasiado arraigada en suelo italiano.

Cansado y necesitado de verdadera hospitalidad, Cicerón se presentó ante las puertas de las antiguas propiedades de Catón en Lucania, pensando que no encontraría a nadie. Las tierras habían pasado a manos de uno de los tres senadores y antiguos centuriones condecorados de César, que no había querido una propiedad tan alejada de su hogar en Umbría y la había vendido a un desconocido. De modo que el decimosexto día de sextilis la litera de Cicerón atravesó las puertas de la finca; por fin ese terrible verano empezaba a declinar. Una vez dentro, vio las lámparas de los jardines encendidas. ¡Había alguien en casa! ¡Compañía! ¡Una buena comida!

Y allí, en la puerta, estaba Marco Bruto para recibirlo. Con los ojos empañados en lágrimas, Cicerón se abalanzó sobre Bruto y lo abrazó con fervor. Bruto había estado leyendo, pues todavía sostenía un rollo en la mano, y le sorprendió la efusión de Cicerón al saludarlo hasta que éste le explicó su odisea y su dolor. Porcia estaba con Bruto, pero no cenó con ellos, lo que fue un alivio para Cicerón. Una pequeña dosis de Porcia era más que suficiente.

– No debes de saber que el Senado nos concedió provincias a Casio y a mí -dijo Bruto-. Yo tengo Creta y Casio Cirenaica. La noticia llegó justo cuando Casio estaba a punto de zarpar, de modo que decidió no ser comisario del grano y entregó su flota a un prefecto. Ahora está en Neapolis con Servilia y Tertula.

– ¿Estás contento? -preguntó Cicerón, cariñoso y satisfecho.

– No mucho, no, pero al menos tenemos una provincia cada uno. -Bruto suspiró-. Últimamente Casio y yo no nos hemos llevado muy bien. Ridiculizó mi interpretación de la recepción de Tereo; no podía hablar de nada salvo del joven Octaviano, que puso realmente a prueba el temple de Antonio en los juegos de la victoria en honor a César. Y, por supuesto, desde que la stella critina apareció por encima del Capitolio, las ingentes hordas de Roma dicen que César es un dios, azuzadas por Octaviano.

– La última vez que vi al joven Octaviano me sorprendió el cambio que se había operado en él -intervino Cicerón, instalándose cómodamente en el triclinio. ¡Qué maravilla disfrutar de una buena comida con uno de los pocos hombres civilizados de Roma!-. Estaba muy vivaz, muy agudo, muy seguro de sí mismo. Filipo no parecía nada contento; me confió que el muy necio se estaba insolentando.

– Casio cree que es peligroso -comentó Bruto-. Intentó exhibir la silla y la corona de oro de César en los juegos, y cuando Antonio no le dejó, ¡se enfrentó al cónsul superior como si fuera un igual! Es un joven muy temerario, sin pelos en la lengua.

– Octaviano no durará porque no puede durar -dijo Cicerón. Se aclaró la garganta y añadió-: ¿Y qué hay de los Libertadores?

– Aunque nos concedieron las provincias, creo que las perspectivas no son buenas -contestó Bruto-. Vatia Isaurico ha vuelto de Asia y está mal, entre la muerte de César y el suicidio de su padre… Octaviano insiste en que hay que castigar a los Libertadores, y Dolabela es el enemigo de todo el mundo, y también su propio enemigo.

– En ese caso, partiré hacia Roma al amanecer -dijo Cicerón.

Fiel a su palabra, Cicerón estaba listo para marcharse al rayar el alba, sin alegrarse demasiado de que Porcia también estuviera allí para despedirse de él. Sabía perfectamente que lo despreciaba, que ella lo consideraba un fanfarrón, un afectado, un hombre de paja. Bueno, él la consideraba un marimacho que, como casi todas las mujeres, no tenía ninguna opinión que no procediera de un hombre; en su caso, su padre.

La villa de Catón no era pretenciosa, pero tenía unos murales magníficos. Cuando estaban en el atrio, la creciente luz iluminó una pared cubierta de una tremenda pintura de Héctor despidiéndose de Andrómaca antes de partir a luchar con Aquiles. El artista había atrapado a Héctor en el momento en que entregaba a su hijo, Astianax, a su madre, pero ella, en lugar de mirar al niño, miraba a Héctor con cara de pena.

– ¡Qué maravilla! -exclamó Cicerón, contemplando la pintura con avidez.

– ¿Tú crees? -preguntó Bruto, mirándola como si no la hubiera visto antes.

Cicerón recitó:

Espíritu inquieto, ¡no te alteres

pensando en mí! Ningún hombre me envía

al infierno antes de tiempo;

pero tampoco puede ningún hombre escapar de su destino,

ya sea cobarde o héroe.

Vete a casa y ocúpate de tu oficio,

teje e hila. Vigila a tus criados

para que también ellos tejan e hilen. La guerra

es trabajo de hombres, y los troyanos

deben ser fieles a Troya, sobre todo yo.

Brutus se echó a reír.

– Ah, vamos, Cicerón, no pretenderás que le diga eso a la hija de Catón, ¿verdad? Porcia está a la altura de cualquier hombre en lo que se refiere a valor y determinación.

Porcia, a quien se le iluminó el rostro, se volvió hacia Bruto para cogerle la mano y llevársela a la mejilla. Él se sintió avergonzado delante de Cicerón, aunque no hizo el menor gesto para retirar la mano.

Con un brillo de locura en los ojos, Porcia dijo:

– Ya no tengo padre ni madre… De modo que tú, Bruto, eres para mí tanto mi padre como mi madre, así como mi querido esposo.

Bruto retiró la mano y, apartándose de Porcia, hizo en dirección a Cicerón una mueca que era lo más parecido a una sonrisa.

– ¿Ves lo erudita que es? No se conforma con parafrasear; es capaz de arrancar los ojos a Homero, que no tenía ojos. Eso tiene mérito.

En medio de una carcajada, Cicerón le lanzó un beso a Andrómaca en la pintura.

– Si puede arrancarle los ojos al ciego Homero, querido Bruto, entonces ella y tú formáis una buena pareja. Adiós, mis dos "epitomadores", y espero que volvamos a vernos en tiempos más propicios.

Ninguno de los dos esperó en la puerta para verlo subir a su litera.

Hacia finales de sextilis, Bruto embarcó en Tarentum para ir a Patrás en Grecia y dejó a Porcia con Servilia.


Cuando Cicerón llegó a Roma, Marco Antonio le mandó un mensaje diciéndole que debía presentarse en el senado para la reunión obligatoria del primer día del mes. Al ver que Cicerón no aparecía, Antonio, furioso, se fue a Tibur a atender un asunto urgente.

Con la tranquilidad de saber que Antonio estaba fuera de la ciudad, Cicerón se dirigió al Senado al día siguiente; la Cámara había prorrogado la reunión para poder tratar todos los asuntos de principios de septiembre. Y en el interior de la Cámara, el vacilante y jactancioso cónsul Marco Tulio Cicerón por fin se armó de valor para embarcarse en lo que sería la obra de su vida: una serie de discursos contra Marco Antonio.

Nadie esperaba ese primer discurso; todo el mundo se quedó de piedra, y muchos se sobresaltaron. Fue el más suave y sutil de toda la serie, pero también el más contundente, en parte porque los cogió a todos desprevenidos.

Al principio estuvo bastante comedido. Las acciones de Antonio después de los idus de marzo habían sido moderadas y conciliadoras, dijo Cicerón; no se había aprovechado de la posesión de los papeles de César, no había perdonado a ningún exiliado, había abolido la dictadura para siempre y reprimido los disturbios entre la gente corriente. Pero a partir de mayo, Antonio empezó a cambiar, y en las calendas de junio demostró ser un hombre muy distinto. Ya no se hacía nada a través del Senado, todo se hacía a través de las tribus del Pueblo, y a veces incluso se hacía caso omiso de la voluntad del Pueblo. Los cónsules electos, Hirtio y Pansa, ya no se atrevían a entrar en el Senado; los Libertadores estaban prácticamente exiliados de Roma y a los soldados veteranos se les animaba activamente a buscar nuevas bonificaciones y más privilegios. Cicerón protestó por los honores conferidos al recuerdo de César y dio las gracias a Lucio Piso por su discurso en las calendas de sextilis, deplorando el hecho de que Piso no hubiera encontrado apoyo a su moción de convertir la Galia Cisalpina en parte de Italia. Aprobó la ratificación de las acciones de César, pero condenó la ratificación de las simples promesas o los comunicados informales. Pasó luego a enumerar las leyes de César que Antonio había transgredido, e hizo hincapié en el hecho de que Antonio tendía a infringir las leyes buenas de César y a defender las malas. En su perorata, exhortó a Antonio y a Dolabela a buscar la auténtica gloria en lugar de intentar dominar a sus conciudadanos a través de un reinado de terror.

Vatia Isaurico habló después de Cicerón y se expresó en términos parecidos, aunque no lo hizo ni la mitad de bien. El viejo maestro había vuelto, y no había nadie a su altura. Significativamente, la Cámara se atrevió a aplaudir.

Así, cuando Antonio volvió a Roma desde Tibur, se encontró con el Senado de un humor distinto y toda clase de rumores en el Foro, donde los asiduos comentaban incansablemente el brillante y valiente discurso, oportuno y muy bien recibido.

Antonio reaccionó con virulencia y exigió la presencia de Cicerón en la Cámara para oír su respuesta el decimonoveno día de septiembre; pero la rabia de Antonio contenía un miedo palpable, poseía cierta bravuconería que nadie le había visto ni oído antes. Pues Antonio sabía que si dos cónsules del prestigio de Cicerón y Vatia Isaurico se atrevían a hablar abiertamente contra él en la Cámara, significaba que su influencia declinaba. Una conclusión que se vio confirmada a mediados de ese mismo mes cuando erigió en el Foro una nueva estatua de César, con la estrella en la frente y con una inscripción negando que César fuera un dios. El tribuno de la plebe Tiberio Canutio criticó la inscripción en un discurso ante la multitud, y de pronto Antonio se dio cuenta de que hasta los ratones sacaban los dientes.

Si alguien tenía la culpa por el cambio de actitud, pensó Antonio, era Octaviano, no Cicerón. Ese chico tan dulce, recatado y guapo estaba tramando contra él en todos los frentes. A partir del día en que los centuriones lo obligaron a disculparse en público ante Octaviano, Antonio se había dado cuenta de que no se las estaba viendo con un invertido; se las estaba viendo con una cobra.

Así pues, cuando la Cámara se reunió el decimonoveno día de septiembre, lanzó una diatriba contra Cicerón, Vatia, Tiberio Canutio y todos los que de pronto se habían atrevido a criticarlo abiertamente. No mencionó a Octaviano -habría hecho el ridículo-, pero sí abordó el tema de los Libertadores. Por primera vez los condenó por haber segado la vida de un gran romano, por haber actuado de manera inconstitucional, por haber cometido un flagrante asesinato. Este cambio de actitud no pasó desapercibido; la balanza empezaba a inclinarse en contra de los Libertadores si hasta Marco Antonio veía la necesidad de hablar mal de ellos.

Y Marco Antonio atribuía la culpa de todo única y exclusivamente a Octaviano. El heredero de César proclamaba en términos inequívocos, para cuantos estuvieran dispuestos a escucharle, que mientras los Libertadores siguieran impunes, el espíritu de César no descansaría en paz. ¿Acaso la stella critina no anunció con la fuerza de un trueno que César era un dios? ¡Un dios romano! ¡De un poder y una trascendencia enormes para Roma, pero que no descansaba en paz! Y Octaviano tampoco se limitaba a pronunciar sus afirmaciones categóricas ante el pueblo llano. También se manifestaba ante las clases altas. ¿Qué pensaban hacer Antonio y Dolabela con los Libertadores? ¿Acaso iban a aprobar una traición evidente, incluso a ensalzarla? En los meses transcurridos desde los idus de marzo, dijo Octaviano a todos, sólo hubo pasividad y permisividad; los Libertadores se paseaban como hombres libres a pesar de haber matado a un dios romano. A un dios que no recibía sacrificios oficiales y que no descansaba en paz.

Hacia finales del primer nundinum de octubre, el creciente complejo de persecución de Antonio lo llevó a expulsar de su escolta a los soldados veteranos. Arrestó a unos cuantos acusándolos de intento de asesinato, e incluso llegó a decir que Octaviano había pagado para que lo mataran. Octaviano, indignado, se subió a la tribuna del Foro ante un público sospechosamente numeroso y negó la acusación con vehemencia. Fue un excelente discurso. Cuantos lo escucharon le creyeron a pies juntillas. Antonio captó el mensaje y tuvo que conformarse con destituir a los hombres a los que había acusado, sin atreverse a ejecutarlos. De haberlos castigado, él mismo se habría hecho un daño irreparable a los ojos de soldados y civiles por igual. Al día siguiente del discurso de Octaviano, nuevas comisiones de las legiones y los veteranos acudieron a verlo para informarle de que no consentirían que Antonio tocara un solo pelo de la hermosa cabeza dorada de Octaviano. De algún modo -Antonio no entendía cómo- el heredero de César se había convertido en un talismán de la buena suerte para el ejército; formaba ya parte del culto legionario junto con las Águilas.

– ¡No me lo puedo creer! -gritó Antonio a Fulvia, dando vueltas como una bestia enjaulada-. ¡Si es un niño! ¿Cómo lo hace? ¡Porque te aseguro que no tiene a ningún Ulises susurrándole consejos al oído sobre cómo tiene que hacerlo!

– ¿Y Filipo? -sugirió ella.

Antonio resopló despectivamente.

– ¡Imposible! Le preocupa demasiado salvar su propio pellejo, como lo ha hecho toda su familia desde hace muchas generaciones. ¡No hay nadie, Fulvia, nadie! ¡Esa astucia, esa malicia…! ¡Sale todo de él! ¡Ni siquiera entiendo cómo César pudo adivinar su verdadera naturaleza!

– Te estás cavando tu propia fosa, querido -dijo Fulvia, muy convencida-. Si te quedas en Roma, acabarás matando a todos, desde Cicerón hasta Octaviano, y eso sería tu perdición. Lo mejor que puedes hacer es irte a luchar contra Décimo Bruto en la Galia Cisaipina. Con una victoria o dos contra el principal instigador de los Libertadores recuperarás tu posición. Es imprescindible que te hagas con el control del ejército, así que concéntrate en eso. Asume que no tienes madera de político. El político es Octaviano. Haz que saque los colmillos ausentándote de Roma y el Senado.


Seis días antes de los idus de octubre, Marco Antonio y Fulvia, con el vientre muy abultado, partieron juntos de Roma para ir a Brindisi, donde debían desembarcar cuatro de las seis legiones macedonias de veteranos.

Antonio tenía como mínimo un casus belli parcial, ya que Décimo Bruto, desoyendo las directrices del Senado y de la Asamblea de la Plebe, insistía en que él era el legítimo gobernador de la Galia Cisalpina, y seguía reclutando soldados. Antes de abandonar Roma, Antonio mandó una enérgica orden a Décimo Bruto para que dejara su provincia, porque él iría a sustituirlo como nuevo gobernador. Si Décimo se negaba a obedecer, Antonio tendría un casus belli completo. Y Antonio estaba seguro de que Décimo no obedecería. Si no lo hacía, su carrera pública habría acabado y debería afrontar inevitablemente la perspectiva de un juicio por traición.


Para que no le ganaran la partida, al día siguiente de marcharse Antonio y Fulvia, Octaviano dejó Roma con destino a los campamentos legionarios de Campania. Varias legiones embarcadas en Macedonia acampaban allí, junto con miles de veteranos y hombres jóvenes que se habían alistado cuando Ventidio empezó a reclutar.

Octaviano se llevó a Mecenas, Salvidieno y Marco Agripa, que acababa de regresar con dos carromatos cargados de tablas. También los acompañaba el banquero Cayo Rabidio Póstumo, junto con el ciudadano más eminente de las Velitras Latinas, un tal Marco Mindio Marcelo, un acaudalado pariente de Octaviano.

Empezaron la leva en Casilinum y Calatia, dos pueblos pequeños del norte de Campania situados en la Via Latina. Los hombres de la zona que se habían alistado, fueran veteranos o jóvenes, recibieron dos mil sestercios en el acto, y se les prometieron otros veinte mil si juraban adherirse al heredero de César. En el espacio de cuatro días, Octaviano contaba con cinco mil soldados dispuestos a marchar a cualquier parte con él. Era maravilloso disponer de fondos para la guerra.

– No creo que sea necesario reclutar a todo un ejército -dijo Octaviano a Agripa- No tengo la experiencia ni el talento para enfrentarme a Marco Antonio en una guerra. Lo que hago es dar la impresión al resto de las legiones de que necesito una sola legión para protegerme de Antonio. Y eso harán Mecenas y sus agentes: correr la voz de que el heredero de César no quiere entrar en combate, sino simplemente sobrevivir.


En Brindisi a Antonio le iban peor las cosas. Cuando ofreció a los hombres de las cuatro legiones veteranas recién desembarcadas cuatrocientos sestercios por cabeza a modo de bonificación, se rieron de él y dijeron que podían obtener más del joven César. Para Antonio, aquello fue una extraordinaria conmoción; no tenía la menor idea de que aquellas dos cohortes bajo el mando del centurión Marco Coponio aún acampadas en las afueras de Brindisi confraternizaban con los recién llegados… y les hablaban del dinero del heredero de César.

– ¡Ese miserable! -dijo Antonio a Fulvia, indignado-. En cuanto me vuelvo de espaldas, se dedica a comprar a mis soldados. Pagándoles con dinero contante y sonante, ¿no es increíble? ¿De dónde lo ha sacado? Yo te lo diré: robó los fondos para la guerra de César.

– No necesariamente -contestó Fulvia con sensatez-. Tu mensajero dice que Rabidio Póstumo va con él, lo cual significa que tiene acceso al dinero de César, aunque el testamento no haya sido autentificado.

– Bueno, yo sé cómo atajar un motín -gruñó Antonio-, y no me andaré con tantas delicadezas como César.

– Marco, no te precipites.

Antonio no le hizo caso. Hizo formar a la Legio Martia, degradó a la décima parte de los hombres, y ejecutó a la quinta parte de éstos por insubordinación. No los diezmó, pero murieron veinticinco legionarios, tan al azar que todos eran inocentes por completo. La Legio Martia y las otras tres legiones de veteranos quedaron acalladas, pero Marco Antonio pasó a ser un hombre odiado.

Cuando llegó de Macedonia otra legión de veteranos, Antonio mandó a la Legio Martia y otras dos hacia la Galia Cisalpina por la costa adriática de la península. A las dos restantes, una de las cuales era la Legio Alauda, la antigua quinta legión de César, las envió por la Via Apia en dirección a Campania, esperando sorprender a Octaviano en flagrante delito de sobornar a los soldados del cónsul.

Pero en las dos legiones corrían historias sobre el joven César y su audacia, y también su extraordinaria generosidad. Y conocían mejor que Marco Antonio las actividades del joven César, ya que sabían que no estaba sobornando a las legiones del cónsul, sino que se había conformado con una sola legión de soldados novatos a fin de protegerse. Desde la acción de Antonio con la Legio Martia, estas dos legiones simpatizaban con el joven César. Así que volvieron a surgir problemas poco después de iniciarse la marcha por la Via Apia. Una vez más Antonio resolvió la situación ejecutando víctimas indefensas a ciegas, no a los cabecillas. No obstante, las sombrías miradas que le dirigían mientras cabalgaba al frente de sus tropas lo llevaron a decidir que no era sensato entrar en Campania. En lugar de eso, se dio media vuelta y avanzó por la costa adriática.


Ha sido una pesadilla, pensó Cicerón. Habían ocurrido tantas cosas entre octubre y noviembre que la cabeza le daba vueltas. Octaviano era increíble. A su edad y sin ninguna experiencia soñaba con presentar batalla a Marco Antonio. En Roma corrían rumores de la inminente guerra, de que Antonio marchaba sobre Roma con dos legiones, mientras Octaviano y sus tropas desorganizadas, una sola legión, deambulaban por el norte de Campania sin un objetivo claro. ¿Realmente se proponía Octaviano enfrentarse a Antonio en Campania, o tenía intención de marchar hacia Roma? En sus adentros, Cicerón albergaba la esperanza de que marchara hacia Roma; era lo más inteligente. ¿Cómo estaba tan bien informado Cicerón? Porque Octaviano le escribía continuamente.

– Oh, Bruto, ¿dónde estás? -se lamentó Cicerón-. Estás perdiendo una oportunidad de oro.


También llegó a Roma noticia de inquietantes acontecimientos en Siria, por mediación de un esclavo del rebelde Cecilio Baso, todavía inmovilizado en Apameia. El esclavo había viajado con el director de las empresas de Bruto, Escaptio, y se lo dijo a Servilia, que fue a ver a Dolabela. En Siria había ahora seis legiones, dijo Servilia al cónsul de Roma, todas concentradas en torno a Apameia. En primer lugar, explicó a Dolabela, eran tropas desafectas, como lo eran las cuatro legiones acuarteladas en la Alejandría egipcia. Y un segundo hecho, más asombroso: todas aquellas legiones esperaban que Casio fuera el nuevo gobernador. Si podía darse crédito al esclavo de Baso, continuó Servilia, las diez legiones deseaban a toda costa que Casio gobernara Siria.

El pánico se adueñó de Dolabela. En el transcurso de un día, había empacado y partido hacia Siria, dejando Roma a cargo del pretor urbano, Cayo Antonio, y sin molestarse siquiera en escribir una nota a Antonio o comunicar al Senado su partida. Dolabela sospechaba que Casio había estado haciendo proposiciones en secreto a las legiones sirias y alejandrinas, así que era de vital importancia llegar a su provincia antes que Casio. Servilia insistió en que estaba equivocado, que Casio no había expresado el menor deseo de usurpar ilegalmente el gobierno de Siria, pero Dolabela se negó a escucharla. Mandó zarpar hacia Alejandría a su legado Aulo Alieno con la orden de llevarle esas cuatro legiones a Siria, y él se embarcó en Ancona en dirección a la Macedonia occidental. No era buena época para navegar, por lo tanto desde allí viajó por tierra.

Cicerón sabía tan bien como Servilia que Casio no se dirigía a Siria, pero cuando llegó noviembre, estaba mucho más preocupado por la situación en Campana. Las cartas de Octaviano daban a entender que efectivamente se proponía marchar sobre Roma, ya que una y otra vez suplicaba a Cicerón que permaneciera en la ciudad. Necesitaba a Cicerón en el Senado; quería actuar constitucionalmente a través del Senado para librarse de Antonio, y le pedía que en cuanto él llegara ante las Murallas Servias, el Senado se reuniera para poder exponer ante él su caso contra Antonio.

– Su corta edad me inspira desconfianza, y francamente no sé cuál es su estado de ánimo -dijo Cicerón a Servilia, tan preocupado que no había encontrado una confidente mejor que aquella mujer-. Bruto no podría haber elegido momento más inoportuno para marcharse a Grecia. Debería estar aquí para defenderse él mismo y al resto de los Libertadores. De hecho, si estuviera aquí, es posible que él y yo juntos pudiéramos predisponer al Senado y al pueblo contra Antonio y Octaviano, y restaurar la República.

Servilia lo observó con cierto cinismo. No estaba de buen humor porque la inmunda Porcia había vuelto a casa, más loca que nunca.

– Mi querido amigo -dijo con hastío-, Bruto no está a favor de Roma ni de sí mismo. Está a favor de Catón, pese a que Catón lleva muerto más de dos años. Acepta el hecho de que Antonio se ha pasado de la raya, y Roma está harta de él. No posee la inteligencia ni el carisma de César; es un toro que embiste a ciegas. En cuanto a Octaviano, no es nadie. Astuto como una rata, lo admito, pero no le llega a César ni a la suela de la sandalia. Me recuerda al joven Pompeyo Magno, con la cabeza llena de sueños.

– El joven Pompeyo Magno engañó a Sila para que lo admitiera en el mando conjunto y se convirtió finalmente en el indiscutible primer hombre de Roma -dijo Cicerón con aspereza-. César, si nos detenemos a pensar, tardó más en madurar. No hizo nada digno de mención hasta que fue a la Galia Trasalpina.

– César era fiel a la Constitución -replicó Servilia, irritada-. Todo in suo anno, todo según la ley. Cuando actuó fuera del marco de la Constitución, fue sólo porque, de lo contrario, habría sido su final, y su patriotismo no llegaba a ese límite.

– Bueno, bueno, no discutamos por un muerto, Servilia. Su heredero está muy vivo, y para mí es un misterio. Sospecho que para mí y para todo el mundo, incluso para Filipo.

– Ese misterioso muchacho está muy ocupado en Campania organizando a sus soldados en cohortes, según me han dicho -comentó Servilia.

– Con la ayuda de otros muchachos. A ver, dime, ¿quién ha oído hablar de Cayo Mecenas o Marco Agripa? -Cicerón se rió-. En muchos sentidos, los tres me parecen unos absolutos palurdos. Octaviano cree que el Senado se reunirá cuando él lo ordene si marcha sobre Roma, pese a que le digo una y otra vez en mis cartas que el Senado no puede reunirse si ninguno de los dos cónsules está en Roma.

– Confieso que me muero de ganas por conocer al heredero de César.

– Cambiando de tema, te habrás enterado sin duda, como madre de la esposa del nuevo pontífice máximo, que la pobre Calpurnia ha comprado una casita en la periferia del Quirinal y vive allí nada menos que con la viuda de Catón.

– Naturalmente -dijo Servilia, cuyo cabello era ahora una fascinante mezcla de mechones negros y blancos; se lo atusó con una de sus preciosas manos-. César la dejó bien provista, y Piso no puede convencerla para que vuelva a casarse, así que él se ha desentendido de ella, él o más bien su esposa. En cuanto a Marcia, es otra fiel viuda, como Cornelia, la madre de los Gracos.

– Y tú has heredado a Porcia.

– No por mucho tiempo -contestó Servilia enigmáticamente.


Cuando Octaviano descubrió que Antonio había cambiado de idea, y no se dirigiría a Roma a través de Campana sino que seguiría a sus primeras tres legiones por la costa hacia la Galia Cisalpina gobernada por Décimo Bruto, decidió marchar sobre Roma. Aunque todos, desde su padrastro, Filipo, hasta su consejero epistolar, Cicerón, lo consideraban un joven irresponsable sin la menor comprensión de la realidad, Octaviano sabía bien lo peligrosa que era esa determinación. No se hizo ilusiones al asumirla, ni estaba seguro de cuál sería el resultado. Pero tras largas horas de reflexión se había convencido de que un error fatal era quedarse sin hacer nada. Si permanecía en Campania mientras Marco Antonio avanzaba hacia el norte por el otro lado de los Apeninos, tanto las legiones como Roma llegarían a la conclusión de que el heredero de César era más un charlatán que un hombre de acción.

Siempre tomaba como modelo a César, y César no le temía a nada. El último de sus deseos era entrar en combate, porque sabía que carecía de los efectivos y la destreza para derrotar a un avezado militar como Marco Antonio. Sin embargo, si se dirigía a Roma, demostraba con ello a Antonio que seguía activo en el juego, que era una fuerza que debía tomarse en consideración.

Sin ejército alguno que le opusiera resistencia, marchó por la Via Latina, tomó por el diverticulum que rodeaba las Murallas Servias hacia el Campo de Marte, acampó allí, dejó a sus cinco mil hombres y luego, al frente de dos cohortes, entró en Roma y ocupó pacíficamente el Foro.

Allí lo recibió el tribuno de la plebe Tiberio Canutio, que dio la bienvenida a este nuevo patricio en nombre de la Asamblea de la Plebe y lo invitó a subir a la tribuna y hablar a los escasos circunstantes. -¿No se ha reunido el Senado? -preguntó Octaviano a Canutio.

Canutio lo miró con expresión de desdén.

– Han huido, César, hasta el último de ellos, incluidos todos los cónsules y los magistrados superiores.

– Así pues, no puedo solicitar la destitución legal de Antonio.

– Le tienen demasiado miedo para actuar contra él.

Tras indicar a Mecenas que enviara a sus agentes e intentara congregar a una multitud aceptable, Octaviano fue a su casa y se puso la toga y las sandalias de suela alta. Luego regresó al Foro, donde encontró a un millar de asiduos asistentes al Foro. Subió a la tribuna y pronunció un discurso que sorprendió gratamente al público: lírico, preciso, bien estructurado, acompañado de toda clase de gestos y recursos retóricos. Fue un placer escucharlo. Comenzó con un elogio á César, cuyas hazañas encomió por lo que eran: realizadas para mayor gloria de Roma, siempre para la mayor gloria de Roma.

– Pues ¿qué es el hombre más grande de Roma sino la gloria de la propia Roma? Hasta el día de su asesinato fue el más fiel servidor de Roma, le trajo riquezas, amplió el imperio, fue la viva personificación de Roma.

Cuando se acallaron los histéricos vítores, pasó a hablar de los Libertadores y exigió justicia para César, atacado por un grupo de hombres mezquinos que, obsesionados por conservar las prebendas de sus cargos y los privilegios de su clase, no actuaban en pro de la mayor gloria de Roma. Revelándose tan buen actor como Cicerón, los enumeró uno por uno, empezando por Bruto e imitando su cobarde conducta en Farsalia; habló de la ingratitud de Décimo Bruto y Cayo Trebonio, quienes se lo debían todo a César; remedó a Minucio Basilo torturando a un esclavo; contó que él mismo había visto la cabeza seccionada de Cneo Pompeyo después de que Cesenio Lento cometiera su fechoría. Ninguno de los veintitrés asesinos escapó a su implacable burla, su afilado ingenio.

Después preguntó a la multitud por qué Marco Antonio, que era primo de César, había sido tan compasivo, tan tolerante, con los Libertadores. ¿Acaso no había visto él, César Filius, a Marco Antonio en compañía de Cayo Trebonio y Décimo Bruto en Narbo, donde se urdió la conspiración? ¿No era cierto que Marco Antonio se había reunido una vez más con Cayo Trebonio fuera de la Curia Pompeya mientras los demás entraban y apuñalaban a César? ¿No había asesinado Antonio a centenares de ciudadanos romanos desarmados en el Foro? ¿No lo había acusado Antonio a él, César Filius, de atentar contra su vida sin ninguna prueba? ¿No había arrojado Antonio desde la Roca Tarpeya a muchos ciudadanos romanos? ¿No había abusado Antonio de su autoridad vendiendo desde la ciudadanía romana hasta exenciones tributarias?

– Pero ya os he aburrido más de la cuenta -concluyó-. Sólo me queda decir que soy César, que me propongo obtener la posición pública y los cargos legales que consiguió mi amado padre. Mi amado padre, que ahora es un dios. Si no me creéis, contemplad el lugar donde fue incinerado César y veréis que Publio Dolabela admitió la divinidad de César volviendo a erigir allí su altar y su columna. La estrella de César en el firmamento lo dijo todo. César es Divus Julius, y yo soy su hijo, soy Divi Filius y estaré a la altura de todo lo que representa el nombre de César.

Respirando hondo se volvió en medio de la ovación y se encaminó hacia el altar y la columna de César, donde se cubrió la cabeza con un pliegue de la toga y oró a su padre.

Fue una interpretación memorable, que las tropas que lo habían acompañado al interior de la ciudad nunca olvidarían y que contaron a todos los soldados con quienes hablaron posteriormente.

Era el décimo día de noviembre. Dos días después llegó la noticia de que Marco Antonio se acercaba rápidamente a Roma por la Via Valeria con la Legio Alauda, que acampó en Tibur, no lejos de la ciudad. Al enterarse de que Antonio sólo tenía una legión, los hombres de Octaviano empezaron a albergar esperanzas de entrar en combate.

No fue así. Octaviano fue al Campo de Marte, explicó que se negaba a luchar contra compatriotas romanos, levantó el campamento y se encaminó con sus tropas hacia el norte por la Via Casia. En Arretium, lugar de origen de Cayo Mecenas, que pertenecía a su familia, fue a esconderse entre amigos y esperar a ver cómo actuaba Marco Antonio.


La primera maniobra de Antonio fue convocar al Senado con la intención de que se declarara hostis a Octaviano (un enemigo público que quedaba despojado de la ciudadanía, no tenía derecho a un juicio y podía ser condenado a muerte de manera sumaria). Pero el Senado no se reunió. Antonio recibió una catastrófica noticia que lo obligó a abandonar la ciudad de inmediato. La Legio Martia se había sumado al bando de Octaviano, se había desviado de la carretera adriática y se dirigía a Roma por la Via Valeria, pensando que Octaviano estaba aún en la capital.

Habiendo actuado con tal precipitación que ni siquiera llevó consigo soldados, Antonio no estaba en situación de castigar a la Legio Martia como había hecho en Brindisi cuando la encontró en Alba Fuquentia. Buen orador, se vio obligado a intentar hacer entrar en razón a los legionarios, disuadirlos de su actitud. Fue en vano. Los hombres lo calificaron de cruel y mezquino y declararon categóricamente que sólo lucharían al servicio de Octaviano. Cuando Antonio les ofreció dos mil sestercios por cabeza, se negaron a aceptar el dinero. Así que Antonio se conformó con decirles que no valían ni la pizca de sal que llevaba encima un legionario y regresó a Roma desacreditado, mientras la Legio Martia iba a reunirse con Octaviano en Arretium. Lo único que Antonio averiguó de la Legio Martia fue que ninguno de los soldados de su bando o del bando de Octaviano lucharían entre sí si él intentaba librar batalla. La pequeña serpiente que ahora se hacía llamar sin pudor Divi Filius podía quedarse a salvo en Arretium. De regreso en Roma, Antonio violó una vez más la Constitución: convocó al Senado a una sesión nocturna en el templo de Júpiter óptimo Máximo. El Senado tenía prohibido celebrar asambleas tras ponerse el sol, pero la sesión tuvo lugar de todos modos. Antonio prohibió asistir a los tribunos de la plebe, Tiberio Canutio, Lucio Casio y Décimo Carfuleno, y de nuevo propuso que se declarara hostis a Octaviano. Antes de que pudiera solicitar una votación, llegó otra noticia catastrófica. La Cuarta legión también se había unido al bando de Octaviano, y con ella el cuestor de Antonio, Lucio Egnatuleyo. Por segunda vez Antonio fue incapaz de proscribir al heredero de César, y para colmo Tiberio Canutio le hizo llegar el mensaje de que en caso de presentar una petición de privación de derechos contra Octaviano, él tendría el placer de vetarla cuando se pasara a la Asamblea de la Plebe para su ratificación.

Así pues, mientras la Cuarta legión iba a reunirse con Octaviano en Arretio, la sesión del Senado convocada por Antonio acabó tratando de asuntos insignificantes. Antonio elogió encarecidamente a Lepido por llegar a un acuerdo con Sexto Pompeyo en la Hispania Citerior y arrebatar luego la provincia de Creta a Bruto y la provincia de Cirenaica a Casio. Su antigua provincia de Macedonia (ahora sin la mayor parte de sus quince legiones) la cedió a su hermano pretor, Cayo Antonio.

Y lo peor era que Antonio no tenía a Fulvia para aconsejarle. Había roto aguas mientras él hablaba en la Cámara, y por primera vez en una larga sucesión de partos, sufrió mucho. El segundo hijo que tuvo con Antonio nació por fin, dejando a Fulvia gravemente enferma. Decidió llamar al niño lulo, que era un insulto directo a Octaviano, ya que ponía de relieve la sangre juliana de los Antonios. Julo era hijo de Eneas, el fundador de Alba Longa, el pueblo romano, y de los Julianos.

Todos los interesados compinches de Antonio habían ido a esconderse, abandonándolo a los consejos de sus hermanos, que no eran gran ayuda ni consuelo. Los acontecimientos habían tomado un curso tan complejo e inquietante que Antonio era incapaz de controlarlos, sobre todo en esos momentos en que el miserable Dolabela había abandonado su puesto para marcharse a Siria. Al final, Antonio decidió que la única actuación posible era marchar hacia la Galia Cisalpina para expulsar a Décimo Bruto, que había contestado con una contundente negativa a su orden de dejar la provincia. Ésa había sido desde el principio la sugerencia de Fulvia, y normalmente tenía razón.

Octaviano tendría que esperar hasta que él derrotara a Décimo; Antonio había pensado que en cuanto aplastara a Décimo, heredaría sus legiones, que no sentirían la menor lealtad hacia el heredero de César. Entonces actuaría.

No había tenido la sensatez y la paciencia de comportarse como debía cuando Octaviano entró en escena, pues no le había dado la bienvenida ni aprendió a conocerlo. En lugar de eso había rechazado al muchacho, que cumplió diecinueve años el vigesimotercer día de septiembre. Ahora se encontraba con un adversario cuya valía no se había demostrado ni era fácil de prever. Lo mejor que podía hacer antes de partir hacia la Galia Cisalpina era promulgar una serie de edictos denunciando al ejército de Octaviano como ejército privado, y por tanto traicionero, y calificándolo de espartaquista más que de catilinario, presentando así a los hombres totalmente romanos de Octaviano como una chusma de esclavos. Los edictos también contenían jugosas pullas sobre la homosexualidad de Octaviano, la gula de su padrastro, la falta de castidad de su madre, la fama de ramera de su hermana y la pueril inutilidad de su verdadero padre. Roma leyó esos edictos y rió con incredulidad, pero Antonio ya no estaba presente para ver cómo eran acogidos. Iba camino del norte.


En cuanto Antonio se hubo ausentado Cicerón inició su segundo ataque contra él. No podía llamarse discurso, porque no llegó a pronunciarlo; en lugar de eso lo publicó. Pero contestaba a todas las acusaciones contra Octaviano, y proporcionaba a sus ávidos lectores una larga retahíla de torpezas del cónsul superior: sus amigos íntimos eran famosos gladiadores como Mustela y Tiro, libertos como Formio y Cnato, actrices de mala vida como Citeris, actores como Hirpias, mimos como Sergio, y jugadores como Licinio Dentículo. Insinuaba asimismo que Antonio había tomado parte en la conspiración para asesinar a César, y de ahí su posterior reticencia a procesar a los culpables. Acusaba a Antonio de robar los fondos para la guerra de César así como setecientos millones del templo de Ops, y afirmaba que lo había destinado todo a pagar sus deudas. Después de eso enumeraba con todo detalle los testamentos de hombres que se lo habían dejado todo a Antonio, y respondía al infundio de la homosexualidad de Octaviano describiendo pormenorizadamente la larga relación de Antonio con Cayo Curio, más tarde uno de los maridos de su ex esposa. Señalaba después sus actos de libertinaje y sus excesos, desde la multitud de queridas hasta el carro tirado por leones, pasando por sus vomitonas en la tribuna del Foro y en otros lugares públicos. Roma disfrutó leyendo el panfleto. Con Antonio ausente -estaba atacando la ciudad de Mutina, donde Décimo Bruto se había hecho fuerte- y Octaviano aún en Arretium, Roma estaba por fin en manos de Cicerón, que seguía lanzando sus diatribas contra Antonio con creciente audacia y vehemencia. En ellas empezó a traslucirse cierta admiración por Octaviano: si Octaviano no hubiera marchado sobre Roma, Antonio habría asesinado a todos los cónsules que quedaban y asumido el poder absoluto, así que Roma estaba en deuda con Octaviano. Como ocurría con la retórica de Cicerón, por escrito o de viva voz, la información era imprecisa en la medida de su conveniencia, y la verdad elástica.

La influencia de los seguidores de Catón y los Libertadores casi había desaparecido por completo del Senado, que ahora se dividía en dos nuevas facciones: los partidarios de Antonio y los de Octaviano. Y esto pese a que uno era cónsul superior y el otro ni siquiera había llegado al Senado. Mantener la neutralidad era cada vez más difícil, como estaban comprobando Lucio Piso y Filipo. Naturalmente, gran parte de la atención de Roma se centraba en la Galia Cisalpina, a la que se le echaba encima un crudo invierno; por tanto la acción militar sería lenta y poco decisiva hasta la primavera.


A finales de diciembre, acampadas sus tres legiones cómodamente en los aledaños de Arretium, Octaviano regresó a Roma, donde su familia lo recibió con intranquila alegría. Filipo, que se negaba rotundamente a comprometerse en público con Octaviano, no era tan reacio en privado, y pasaba horas y horas con su hijastro descarriado aconsejándole cautela, diciéndole que no debía embarcarse en una guerra civil contra Antonio, que no debía insistir en que lo llamaran César o, peor aún, Divi Filius. El marido de Octavia, Marcelo el joven, había llegado a la conclusión de que Octaviano poseía una gran fuerza política y no tenía que esperar a la madurez para reclamar un alto cargo, y empezó a cultivar su relación con él. Los dos sobrinos de César, Quinto Pedio y Lucio Pinario, expresaron su firme apoyo a Octaviano. Había otros tres hombres en la periferia de la familia, ya que el padre de Octaviano había estado casado antes de su matrimonio con Atia, y había tenido una hija, llamada también Octavia. Esta Octavia había contraído nupcias con Sexto Apuleyo, y tenía dos hijos adolescentes, Sexto y Marco. También los Apuleyos comenzaron a rondar al muchacho de diecinueve años que había asumido el liderazgo de la familia.

Lucio Cornelio Balbo padre y Cayo Rabirio Póstumo habían sido los primeros banqueros de César que respaldaron la causa de Octaviano, pero a finales de año los demás estaban también de su lado: Balbo hijo, Cayo Opio (que estaba convencido de que Octaviano había robado los fondos para la guerra) y el plutócrata Cayo Mario, el más viejo amigo de César. También contaba Octaviano con las simpatías de Marco Mindio Marcelo, pariente de su verdadero padre. Incluso Tito Ático, individuo sumamente cauto, tomaba muy en serio a Octaviano y recomendó a sus colegas que trataran bien al heredero de César.

– Lo primero que tengo que hacer es salir elegido para el Senado -dijo Octaviano a Agripa, Mecenas y Salvidieno-. Hasta entonces debo actuar como un privatus.

– ¿Es posible? -preguntó Agripa. Estaba disfrutando de aquello enormemente, ya que sobre él y Salvidieno recaían las responsabilidades militares, y empezaba a descubrir en sí una aptitud comparable a la de Salvidieno, de mayor edad. Los soldados de la Cuarta y de la Legio Martia sentían ya gran aprecio por él.

– Sí, muy posible -contestó Mecenas-. Recurriremos a Tiberio Canutio, pese a que ya ha concluido su periodo como tribuno de la plebe. Compraremos también a un par de los nuevos senadores. Por otra parte, César, tienes que entrar en contacto con los nuevos cónsules en cuanto ocupen sus cargos el día de Año Nuevo. Hirtio y Pansa están del lado de César, no de Antonio. En cuanto Antonio cese en el consulado, reunirán más valor. El Senado ha reforzado el nombramiento de Hirtio y Pansa y ha despojado a Cayo Antonio de Macedonia. La situación es prometedora para ti, César.

– En tal caso sólo tenemos que esperar y ver qué nos trae el nuevo año. Tengo la suerte de César, así que no voy a hundirme. La única dirección posible es hacia arriba.

6

Cuando Bruto llegó a Atenas a finales de sextilis, encontró por fin la adulación que esperaba por haber asesinado a César. Los griegos sentían simpatía por los tiranicidas, y eso consideraban que era Bruto. Para su bochorno, descubrió que estaban ya esculpiendo su estatua y la de Casio, que ambas se colocarían sobre imponentes pedestales en el ágora junto a las estatuas de los grandes tiranicidas griegos, Aristogeitón y Harmodio.

Bruto había llevado consigo a sus tres filósofos, Estratón de Épiro, Estatilo y el académico latino Publio Volumnio, que escribía poco y bebía mucho. Los cuatro entraron en la vida intelectual de Atenas con entusiasmo y satisfacción, se dedicaron a ir de charla en charla, y se sentaron a los pies de los ídolos filosóficos contemporáneos, Teomnesto y Crático.

Aquello sorprendió mucho en Atenas. Allí estaba el tiranicida comportándose como cualquier otro romano con inquietudes intelectuales, yendo de los teatros a las bibliotecas y conferencias. Atenas había supuesto que Bruto se encontraba allí para organizar el alzamiento de Oriente y expulsar a los romanos. Y sin embargo no hacía nada.

Un mes más tarde también llegó a Atenas Casio, y se mudaron los dos a una cómoda casa; de la enorme fortuna de Bruto apenas quedaba nada en Roma o Italia. Se la había llevado a Oriente con él, y Escaptio era tan buen administrador como Matinio. De hecho, Escaptio intentaba ser mejor que Matinio. Así pues, no les faltaba dinero, y los tres filósofos vivían de maravilla. Para Estatilo, acostumbrado a Catón, fue un cambio bien acogido.

– Lo primero que tienes que hacer es venir a ver nuestras estatuas en el ágora -propuso Bruto con impaciencia, casi obligando a Casio a salir por la puerta-. Estoy impresionado. Son un magnífico trabajo. Parezco un dios. No, no padezco de la dolencia de César, pero te aseguro que una buena estatua griega de uno mismo es muy superior a todo lo que producen los talleres de Velabrum.

Cuando Casio posó los ojos en ellas, le dio tal ataque de risa que tuvo que apartarse hasta un sitio donde no las viera para recuperar la ecuanimidad. Las estatuas los representaban a ambos de cuerpo entero, y totalmente desnudos. Bruto, que era flaco, de hombros redondeados y poco atlético, parecía un púgil de Praxíteles, lleno de músculos y adecuadamente dotado de un pene imponente y un largo escroto. No era extraño que su efigie le pareciera maravillosa. En cuanto a él…, en fin, quizás él estuviera tan bien dotado como su estatua, y tuviera un cuerpo igual de espléndido, pero le resultaba muy gracioso verse así -mismo allí, para que toda la homofílica Atenas babeara. Bruto, ofendido, guardó silencio y volvieron a casa sin cruzar una sola palabra.

Después de un día en compañía de Bruto, Casio vio que su cuñado era feliz llevando la vida de un romano rico en la capital cultural del mundo, en tanto que él ardía en deseos de hacer algo, de ocuparse de algún asunto importante. La misiva en la que Servilia le decía que Siria lo esperaba a él como gobernador le había dado la idea: iría a gobernar Siria.

– Si conservas tu innata sensatez -dijo Casio a Bruto-, irás a Macedonia y gobernarás allí antes de que Antonio se lleve todas las legiones. Aprópiate de las legiones mientras están aún allí, y serás imbatible. Escribe a Quinto Hortensio a Tesalónica y pregúntale qué está ocurriendo.

Pero antes de que Bruto tuviera ocasión de escribir, le llegó una carta de Hortensio en la que le comunicaba que por lo que a él se refería, Marco Bruto sería bien recibido si iba a gobernar Macedonia. Antonio y Dolabela no eran auténticos cónsules; unos tipos voraces. Instigado por Casio, Bruto contestó a Hortensio diciéndole que sí, que iría a Tesalónica acompañado por un par de jóvenes que actuarían como legados suyos: el hijo de Cicerón, Marco, y el hijo menor de Bibulo, Lucio. Y por otros más.

Al cabo de un nundinum Casio había zarpado ya para navegar de isla en isla por el Egeo hasta la provincia de Asia, dejando a Bruto en la duda entre lo que consideraba su deber -ir a Macedonia- y su verdadera inclinación: quedarse en Atenas. Así que no se apresuró a partir hacia el norte, como debería haber hecho, sobre todo después de enterarse de que Dolabela atravesaba apresuradamente la provincia camino de Siria.

Y por supuesto tenía que escribir cartas desde Atenas antes de irse; el hecho de que Servilia y Porcia estuvieran juntas le preocupaba. Por consiguiente, escribió a Servilia y le advirtió de que en adelante sería difícil ponerse en contacto con él, pero que siempre que le fuera posible mandaría a Escaptio a visitarla. Escribir a Porcia fue más difícil. Lo único que pudo hacer fue rogarle que intentara llevarse bien con su suegra, y decirle que la amaba y la echaba de menos. Su pilar de fuego.

Así pues, Bruto no llegó a Tesalónica, la capital de Macedonia, hasta finales de noviembre. Hortensio lo recibió con entusiasmo y le prometió el apoyo de la provincia. Pero Bruto vaciló. ¿Era correcto ocupar el lugar de Hortensio antes de Año Nuevo? Hortensio debía abandonar el cargo en esa fecha, pero si actuaba prematuramente, el Senado podría decidir mandar un ejército para enfrentarse con el falso gobernador. Se habían marchado ya cuatro de las legiones de veteranos de Antonio, pero las otras dos, explicó Hortensio, permanecerían probablemente en Dirraquio durante un tiempo. Aun así, Bruto tardó en decidirse, y se marchó una quinta legión de veteranos.

La única noticia fascinante llegada de Roma era la marcha de Octaviano sobre la ciudad, que sorprendió mucho a Bruto. ¿Quién era aquel joven? ¿Cómo se le ocurría pensar que podía desafiar a una bestia como Marco Antonio y quedar impune? ¿Estaban todos los césares cortados por el mismo patrón? Al final decidió que Octaviano era una nulidad, que sería eliminado antes de Año Nuevo.


Muy al margen de todo aquello, Publio Vatinio, gobernador de Ilírico, permanecía en Salona con sus dos legiones y esperaba instrucciones de Marco Antonio para entrar en las tierras del Danubio. Finalmente, en las postrimerías de noviembre, recibió una carta de Antonio en la que le ordenaba que marchara con sus hombres hacia el sur para ayudar a Cayo Antonio a administrar la Macedonia Occidental. Sin conocer la escasa popularidad de Antonio, Vatinio obedeció, alarmado por lo que éste le contaba: que Bruto pretendía apoderarse de Macedonia y que Casio iba camino de Siria para arrebatarle la provincia a Dolabela.

De modo que Vatinio se dirigió hacia el sur para ocupar Dirraquio a finales de diciembre, entorpecido por la nieve y el hielo. El invierno se había adelantado y era anormalmente crudo. Vatinio descubrió que se habían marchado todas las legiones menos dos, una veterana y la otra no tanto, pero al menos Dirraquio era una base cómoda. Se dispuso a esperar a Cayo Antonio, el legítimo gobernador de Macedonia, por lo que él sabía.


Bruto aún esperaba noticias de Roma, que Escaptio le llevó a mediados de diciembre. Octaviano se había refugiado en Arretium, y se estaba creando una extraña situación. Dos legiones de Antonio se habían amotinado y pasado al bando de Octaviano; sin embargo los soldados de uno y otro lado no estaban dispuestos a luchar. Casi todo el mundo, dijo Escaptio, llamaba ya César al heredero de César, y éste presentaba un claro parecido con aquél. Los dos intentos de Antonio para conseguir que Octaviano fuera declarado hostis habían fracasado, así que Antonio había partido hacia la Galia Cisalpina para asaltar Mutina, donde se escondía Décimo Bruto. Una situación extraordinaria.

Más directamente le afectaba el hecho de que el Senado lo había despojado de Creta, y a Casio le había quitado Cirenaica. Aún no habían sido declarados enemigos públicos, pero el gobierno de Macedonia había pasado a manos de Cayo Antonio, y Vatinio tenía órdenes de ayudarlo.

Según Servilia y Vatia ILaurico, las ambiciones de Antonio eran desmedidas. Provisto de un imperium maius de cinco años, aplastaría a Décimo Bruto y se establecería después al norte de la frontera itálica con las mejores legiones romanas durante esos cinco años, habiéndose asegurado una frontera continua al oeste con la ayuda de Planco y Lepido y Polio, y al este con Vatinio y Cayo Antonio. Ambicionaba gobernar Roma, sí, pero comprendía que la presencia de Octaviano excluía esa posibilidad durante quizás otros cinco años.

Finalmente Bruto actuó. Dejó a Hortensio en Tesalónica y marchó hacia el oeste por la Via Egnatia con la única legión de Hortensio y unas cuantas cohortes de veteranos de Pompeyo Magno que se habían establecido en los aledaños de la capital. Lo acompañaron el joven Marco Cicerón y Lucio Bibulo, así como sus filósofos.

Pero hacía un tiempo pésimo y el avance de Bruto era muy lento. Yendo a paso de caracol, seguía en las tierras altas de Candavia a finales del año en que murió César.


Casio llegó a Esmirna, en la provincia de Asia a principios de noviembre, encontrando allí a Cayo Trebonio bien establecido como gobernador. Estaba con él otro de los asesinos, Casio Parmensis, que actuaba como legado de Trebonio.

– No es ningún secreto -les anunció Casio-. Me propongo llegar antes que Dolabela a Siria y arrebatarle la provincia.

– Así se habla -dijo Trebonio con una sonrisa de aprobación-. ¿Tienes dinero?

– Ni un sestercio -admitió Casio.

– Entonces puedo proporcionarte un poco como punto de partida para tus fondos de guerra -dijo Trebonio-. Aún es más, puedo proporcionarte una pequeña flota de galeras y los servicios de dos competentes legados, Sextilio Rufo y Patisco. Los dos son buenos almirantes.

– También yo soy buen almirante -dijo Casio Parmensis-. Si tienes trabajo para mí, te acompañaré.

– ¿Realmente puedes prescindir de tres buenos profesionales? -preguntó Casio a Trebonio.

– Sí, claro. La provincia de Asia está en paz. Les vendrá bien un poco de actividad.

– Tengo información menos agradable, Trebonio. Dolabela se dirige a Siria por tierra, así que forzosamente tendrás que verlo.

Trebonio se encogió de hombros.

– Que venga. No tiene autoridad en mi provincia.

– Puesto que voy a seguir camino lo antes posible, te agradecería que me prepararas esas galeras -añadió Casio.

Las embarcaciones aparecieron a finales de noviembre. Casio zarpó con sus tres almirantes, resuelto a adquirir más naves durante el viaje. Lo acompañaban un primo, uno de los muchos Lucios Casios, y un centurión llamado Fabio. Cayo Casio no necesitaba filósofos.

En Rodas, sin embargo, no le sonrió la suerte. La ciudad le negó barcos y dinero, aduciendo que no querían tomar parte en los conflictos internos romanos.

– Algún día pagaréis por esto -advirtió al etnarca y al capitán del puerto de Rodas-. Cayo Cásio es un mal enemigo, y Cayo Casio no olvida un insultd.

En Tarso encontró la misma respuesta, y reaccionó de la misma manera. Después navegó hacia el norte de Siria, pero era demasiado astuto para dejar su flota amarrada en un lugar donde pudiera encontrarla la flota de Dolabela a su llegada.

Cecilio Baso ocupó Apameia, pero el asesino Lucio Estayo Murco ocupó Antioquía y se adueñó de aquellas seis legiones inquietas y desafectas. Cuando Casio apareció, Murco le entregó gustosamente las riendas e hizo formar a sus tropas para mostrarles que tenían ya al gobernador que deseaban, Cayo Casio.

"Tengo la sensación de haber llegado a casa -dijo éste en una carta a Servilia, siempre su corresponsal favorita-. En Siria es donde tengo el corazón."


Todo ello fue un sutil inicio de la guerra civil, si realmente podía surgir una guerra civil en aquella confusa mezcolanza de provincias y aspirantes a gobernador. Todo dependía de cómo manejasen la situación desde Roma. En esos momentos, ni Bruto ni Casio ni siquiera Décimo Bruto representaban una verdadera amenaza para el Senado y el pueblo de Roma. Dos buenos cónsules y un Senado fuerte podían sofocar todas aquellas ansias de poder, y de hecho nadie había desafiado al gobierno central en su propio terreno.

Pero ¿tenían Cayo Vibio Pansa y Aulo Hirtio la influencia necesaria para controlar al Senado, o a Marco Antonio, o a sus aliados militares al este y al oeste, o a Bruto, o a Casio, o al heredero de César?

Cuando murió el viejo año, aquel horrible año de los idus de marzo, nadie sabía qué iba a ocurrir.

Загрузка...