Labieno llevó a Catón y Cicerón la noticia de la derrota de Pompeyo Magno en Farsalia; cabalgando al galope, llegó a la costa adriática de Macedonia tres días después de la batalla, agotado ya el décimo caballo. Aunque iba solo y vestía aún el tosco uniforme de soldado en campaña, los centinelas apostados a las puertas del campamento no tuvieron que mirarlo dos veces para reconocer su rostro atezado de aspecto poco romano; el comandante de la caballería de Pompeyo era conocido -y temido- por todos los soldados.
Sabiendo que Catón estaba en los aposentos del general, Labieno se apeó del lomo de su exhausto animal y se encaminó por la Via Principalis hacia la enseña escarlata que ondeaba agitada por la continua brisa marina. Esperaba contra toda esperanza que Catón estuviera solo. No era momento para soportar el histrionismo de Cicerón.
Pero su deseo no se vería cumplido. El Gran Abogado estaba allí, y a través de la puerta abierta se oía su latín formalmente expresado y perfectamente escogido, como si se dirigiera a un jurado y no al adusto y poco impresionable Catón. Éste, advirtió Labieno tan pronto como cruzó el umbral, escuchaba a Cicerón con una expresión que revelaba que estaba al límite de su paciencia.
Sorprendidos por aquella repentina irrupción, Catón y Cicerón se sobresaltaron, abriendo ambos la boca para hablar; pero el serio semblante de Labieno los silenció.
– Nos derrotó en menos de una hora -dijo Labieno lacónicamente, yendo derecho al aparador del vino. Tan sediento estaba que apuró el vaso de un trago; luego hizo una mueca y se estremeció-. Catón, ¿por qué no tienes nunca un vino decente?
Fue Cicerón quien reaccionó con aspavientos y exclamaciones de horror.
– ¡Oh, esto es espantoso, terrible! -dijo, mientras las lágrimas empezaban a correr por su rostro-. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué me presté a participar en esta siniestra y fatídica expedición? Por derecho debería haber permanecido en Italia, si no en Roma. Allí habría sido útil; aquí soy un estorbo. -Y prosiguió lamentándose en este tono. No existía nada capaz de atajar la verbosidad de ese maestro de la oratoria.
Catón, en cambio, guardó silencio durante largo rato, consciente sólo de la sensación de entumecimiento que iba extendiéndose por sus mandíbulas tensas. Lo imposible había ocurrido. César era el vencedor. Pero ¿cómo era posible? ¿Cómo? ¿Cómo había podido imponerse el lado equivocado? Las distintas reacciones de los dos hombres no sorprendieron a Labieno, que los conocía bien a ambos y no sentía especial simpatía por ninguno. Haciendo caso omiso a Cicerón, concentró su atención en Catón, el más tenaz de los incontables enemigos de César. Obviamente Catón no había concebido siquiera que su propio bando -los republicanos, como se hacían llamar- pudiera ser derrotado por un hombre que había contravenido todos los principios de la constitución no escrita de Roma, que había cometido el sacrilegio de marchar contra su propio país. Ahora era Catón el toro golpeado por el mazo del sacrificio, postrado de rodillas sin saber qué lo había llevado a esa situación.
– ¿Nos derrotó en menos de una hora? -repitió Catón por fin.
– Sí. Pese a su considerable inferioridad numérica, sin disponer de reservas y con sólo un millar de caballos, nos derrotó. Jamás había visto que una batalla tan importante se dirimiera en tan poco tiempo. ¿Su nombre? Farsalia.
Y esto, se juró Labieno, es todo lo que sabréis por mí acerca de Farsalia. Fui general al servicio de César durante todas sus hazañas en la Galia Trasalpina, y estaba convencido de que podría vencerlo. Tenía la certeza de que sin mí no habría realizado ni la menor de sus conquistas. Pero Farsalia me ha demostrado que cuando en otro tiempo me encargaba misiones, él lo hacía con la certeza de que un subordinado diestro podía llevarlas a cabo sin error. Siempre se reservó para sí la estrategia, utilizándonos a Trebonio, Décimo Bruto, Fabio y el resto de nosotros como instrumentos tácticos de su voluntad estratégica.
En algún punto del camino entre el Rubicón y Farsalia me olvidé de eso, y cuando dirigí mis seis mil caballos contra el millar de germanos de César en Farsalia, creí que la batalla ya estaba ganada. Una batalla que yo preparé porque el gran Pompeyo Magno estaba demasiado consumido por la lucha en su tienda de mando para dedicarse a otra cosa que no fuera compadecerse a sí mismo. Yo quería luchar, sus generales querían luchar, pero Pompeyo Magno quería una guerra fabiana: matar de hambre al enemigo, hostigar al enemigo, pero nunca combatir contra el enemigo. Y bien, él tenía razón y nosotros estábamos equivocados.
¿En cuántas enconadas batallas ha luchado César? Muy a menudo ha combatido literalmente, empuñando el escudo y la espada en primera línea de combate. Casi en cincuenta ocasiones. No hay nada que César no haya visto, nada que no haya hecho. Lo que yo consigo inspirando miedo -más que miedo, terror- en mis soldados, él lo consigue ganándose el afecto de los suyos, que lo aprecian más que a sus propias vidas.
Una súbita amargura lo impulsó a golpear con la mano la jarra de vino casi vacía, que salió volando y cayó estrepitosamente.
– ¿Acaso todo el buen vino se va a Tesalia? preguntó-. ¿No hay una sola gota digna de beberse en este condenado lugar?
Catón salió de su estupor.
– Ni lo sé ni me importa -bramó-. Si quieres beber néctar, Tito Labieno, vete a otro sitio. -Señalando a Cicerón, que proseguía con sus lamentos, añadió-: Y llévatelo contigo.
Sin esperar a ver cómo los otros encajaban sus palabras, Catón salió por la puerta y se dirigió por el tortuoso camino al monte de Petra.
No han pasado meses sino días. ¿Cuántos días? ¿Dieciocho? Sí, sólo dieciocho días desde que Pompeyo Magno, al frente de nuestro numeroso ejército, se dirigió al este para ocupar un nuevo territorio en Tesalia. No me quería a su lado. ¿Acaso piensa que no sé lo mucho que le molestan mis críticas? Así que optó por llevarse a mi querido Marco Favonio en mi lugar, dejándome aquí en Dirraquio para ocuparme de los heridos.
Marco Favonio, mi mejor amigo… ¿dónde está? Si siguiera vivo, habría regresado junto a mí con Tito Labieno.
¡Labieno! El carnicero que debe destruir a todos los carniceros, un bárbaro vestido de romano, un salvaje que disfrutaba torturando a otros romanos simplemente porque éstos habían luchado al servicio de César y no de Pompeyo. Y Pompeyo, que incurrió en el desmedido orgullo de atribuirse el sobrenombre de "Magno", "el Grande", ni siquiera protestó por pura fórmula cuando Labieno mandó aplicar tormento a los setecientos hombres capturados de la Novena legión de César, hombres a quien Labieno conocía bien de la Galia Trasalpina. Éste es el motivo central, ésta es la razón por la que perdimos el enfrentamiento clave de Farsalia. La causa justa ha sido defendida por aquellos a quienes no correspondía hacerlo.
Pompeyo Magno ya no es Grande, y nuestra querida república agoniza. Ha ocurrido en menos de una hora.
La vista desde la cima era magnífica; un mar oscuro como el vino bajo un cielo levemente brumoso y un pálido sol, exuberantes colinas verdes que se sucedían a lo lejos hacia las elevadas cumbres de Candavia, la pequeña ciudad de terracota de Dirraquio y su robusto puente de madera que la unía a tierra firme. La vista era apacible, serena. Incluso los kilómetros y kilómetros de imponentes fortificaciones, erizadas de torres, extendiéndose más allá de una agostada tierra de nadie, formaban parte del paisaje como si siempre hubieran estado allí. Reliquias de un asedio titánico que se había prolongado durante meses hasta que de pronto, en el espacio de una sola noche, César había desaparecido y Pompeyo había caído en el error de creerse el vencedor.
Desde lo alto de Petra, Catón miró hacia el sur. Allí, a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia, en la isla de Corcira estaba Cneo Pompeyo, con su enorme base naval, sus centenares de naves, sus millares de marinos, remeros y soldados. Era curioso que el primogénito de Pompeyo Magno tuviera talento para la guerra en el mar.
El viento azotaba las rígidas tiras de cuero de su falda y sus mangas, agitaba su cabello castaño, largo y ya canoso, y le pegaba la barba al pecho. Hacía un año y medio que había abandonado Italia, y en todo ese tiempo no se había afeitado ni cortado el pelo; Catón estaba de duelo por el desmoronado mos maiorum, que era el que siempre había regido la vida de Roma de un modo correcto, y que debería volver a imperar. Pero el mos maiorum se había visto erosionado gradualmente durante casi cien años por una serie de políticos demagogos y jefes militares, que había culminado en Cayo Julio César, el peor de todos.
¡Cómo odio a César! Lo odiaba ya mucho antes de tener yo edad suficiente para entrar en el Senado: sus aires de grandeza, su belleza, su dorada oratoria, su brillante legislación, su hábito de poner cuernos a sus enemigos políticos, su incomparable destreza militar, su absoluto desprecio por el mos maiorum, su talento para la destrucción, su intachable origen patricio. ¡Cómo nos opusimos a él en el Foro y el Senado, nosotros que nos hacíamos llamar los boni, los hombres buenos! Catulo, Ahenobarbo, Metelo Escipión, Bibulo y yo. Catulo ha muerto, Bibulo ha muerto…, ¿dónde están Ahenobarbo y el descomunal idiota de Metelo Escipión? ¿Soy el único que queda de los boni?
Cuando de pronto empezaron a caer las perpetuas lluvias de aquella costa, Catón regresó a los aposentos del general, donde sólo encontró a Estatilo y Atenodoro Cordilion, dos personajes que podía recibir con sincera alegría.
Estatilo y Atenodoro Cordilion habían sido los dos dóciles filósofos de Catón durante un tiempo casi inmemorial; éste les pagaba por hacerle compañía y les daba comida y alojamiento. Sólo otro estoico habría soportado la hospitalidad de Catón durante más de un día o dos, ya que este bisnieto del inmortal Catón el Censor se enorgullecía de la sobriedad de sus gustos; los demás simplemente lo consideraban un tacaño. Este juicio no le importaba a Catón en absoluto. Era inmune tanto a las críticas como a las buenas opiniones de los demás. Sin embargo, Catón y los suyos eran tan aficionados al vino como al estoicismo. Si el vino que él y sus filósofos bebían era barato y malo, el suministro era interminable, y si Catón no pagaba más de cinco mil sestercios por un esclavo, decía con razón que obtenía de ese hombre -no admitía mujeres en su casa- tanto trabajo como si hubiera pagado por él cincuenta veces más.
Dado que a los romanos, incluso a aquellos lo bastante míseros para pertenecer al censo por cabezas, les gustaba vivir lo más cómodamente posible, la peculiar devoción por la austeridad de Catón lo había convertido en un excéntrico apreciado, incluso admirado; esto, combinado con su extrema tenacidad y su incorruptible integridad lo habían elevado al rango de héroe. Por desagradable que fuera un deber, Catón se entregaba a él en cuerpo y alma. Su voz áspera y poco melodiosa, su brillantez en las arengas y las intervenciones parlamentarias, su ciega determinación de derrocar a César, todo ello había contribuido a crear su leyenda. Nada lo intimidaba, y nadie podía hacerle cambiar de idea.
Estatilo y Atenodoro Cordilion nunca habrían intentado siquiera discutirle nada; pocos sentían verdadero afecto por él, pero ellos dos sí.
– ¿Vamos a hospedar a Tito Labieno? -preguntó Catón, yendo al aparador del vino y sirviéndose un vaso lleno, sin aguar.
– No -dijo Estatilo con una débil sonrisa-. Ha usurpado el antiguo y mejordomicilio de Lentulo Crus y se ha agenciado un ánfora del melernio de la intendencia para ahogar sus penas.
– No le deseo nada malo, pero no lo quiero aquí-dijo Catón, de pie mientras su sirviente le quitaba la guarnición de cuero. A continuación se sentó con un suspiro-. Supongo que la noticia de nuestra derrota ha corrido ya.
– Ha llegado a todas partes -contestó Atenodoro Cordilion, sus legañosos y viejos ojos anegados en lágrimas-. Oh, Marco Catón, ¿cómo podemos vivir en un mundo que César gobernará como un tirano?
– Ese mundo no es aún un resultado inevitable. No lo será hasta que yo mismo esté muerto e incinerado. -Catón tomó un largo trago y estiró las largas y musculosas piernas-. Imagino que hay supervivientes de Farsalia que piensan lo mismo, como sin duda Tito Labieno. Si César está aún de humor para conceder indultos, dudo que Labieno reciba uno de ellos. ¡Conceder indultos! Como si César fuera nuestro rey. ¡Y todos se maravillan de su clemencia, cantan sus virtudes de hombre misericorde! ¡Bah! César es otro Sila, y sus antepasados tienen el mismo origen: desde hace siglos provienen de la realeza. Más aún en el caso de César; al menos Sila nunca afirmó ser descendiente de Venus y Marte. Si nadie se lo impide, César se coronará rey de Roma. Siempre ha tenido la herencia necesaria para hacerlo, y ahora tiene el poder. Lo que no tiene son los vicios de Sila, y sólo esos vicios impidieron a Sila ceñirse la diadema.
– Entonces, debemos ofrecer un sacrificio a los dioses para rogar les que Farsalia no sea nuestra última batalla -propuso Estatilo, volviendo a llenar el vaso de Catón con vino de una nueva jarra-. ¡Si al menos supiéramos mejor lo que ha ocurrido! Quién sigue con vida, quién murió, quién fue capturado, quién escapó…
– Este vino es sospechosamente bueno -lo interrumpió Catón con el entrecejo fruncido.
– He pensado que, dada esta catastrófica noticia, no infringiríamos gravemente nuestras convicciones si por una vez siguiéramos el ejemplo de Labieno -dijo Atenodoro Cordilion en tono de disculpa. -¡Entregarse a los placeres como un sibarita no es un acto justo, por malas que sean las noticias! -replicó Catón.
– Yo discrepo -dijo una voz meliflua desde el umbral.
– Ah, Marco Cicerón -dijo Catón con cara de pocos amigos. Todavía lagrimeando, Cicerón ocupó un asiento desde el que veía a Catón, se enjugó los ojos con un pañuelo grande, limpio y bien planchado -una herramienta indispensable para un genio de los tribunales- y aceptó el vaso que Estatilo le tendía. Sé, pensó Catón con objetividad, que este vehemente dolor suyo es sincero, y sin embargo me resulta ofensivo hasta la náusea. Un hombre debe dominar todas sus emociones para ser verdaderamente libre.
– ¿Qué le has sonsacado a Tito Labieno? -preguntó con tal aspereza que Cicerón se sobresaltó-. ¿Dónde están los demás? ¿Quién murió en Farsalia?
– Sólo Ahenobarbo -respondió Cicerón.
¡Ahenobarbo! Primo, cuñado, infatigable compañero en los boni. Nunca volveré a ver su semblante resuelto. Nunca volveré a oír cómo despotrica de su calvicie, convencido de que su resplandeciente cráneo predisponía a los electores contra él siempre que se presentaba para el sacerdocio.
Cicerón seguía hablando.
– Parece que Pompeyo Magno escapó junto con todos los demás. Según Labieno, eso ocurre tras una derrota. Los conflictos en que los hombres mueren en el campo de batalla son aquellos en los que se combate hasta el final. Nuestro ejército, en cambio, se rindió. Cuando César desarticuló la carga de caballería de Labieno, armando a sus cohortes libres de a pie con lanzas de asedio, todo hubo acabado. Pompeyo abandonó el campo de batalla. Los otros jefes lo siguieron, en tanto que las tropas o bien dejaron las armas, o pidieron cuartel, o huyeron.
– ¿Y tu hijo? -se sintió obligado a preguntar Catón.
– Tengo entendido que combatió magníficamente, pero resultó ileso -contestó Cicerón, manifiestamente contento.
– ¿Y tu hermano Quinto y su hijo?
La ira y la exasperación demudaron el satisfecho semblante de Cicerón.
– Ninguno de los dos combatió en Farsalia; mi hermano Quinto siempre ha dicho que no lucharía en favor de César, pero que lo respetaba demasiado para luchar contra él. -Se encogió de hombros-. Eso es lo peor de la guerra civil. Divide a las familias.
– ¿No hay noticias de Marco Favonio? -preguntó Catón, manteniendo un tono convenientemente seco.
– No.
Catón gruñó, desechando al parecer el tema.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Cicerón con aire lastimoso.
– En rigor, Marco Cicerón, eres tú quien ha de tomar esa decisión -dijo Catón-. Tú eres aquí el único cónsul. Yo he sido pretor, pero nunca cónsul. Así pues, tu rango es superior al mío.
– ¡Tonterías! -exclamó Cicerón-. Pompeyo te dejó al frente a ti, no a mí. Eres tú quien ocupa la residencia del general.
– Mi misión era específica y limitada. La ley prescribe que las decisiones ejecutivas sean tomadas por el hombre de mayor rango.
– Pues me niego rotundamente a tomarlas.
Los ojos grises estudiaron el rostro asustado y reacio de Cicerón. ¿Por qué siempre tenía que adoptar aquella actitud servil, sumisa? Catón lanzó un suspiro.
– Muy bien, yo tomaré las decisiones ejecutivas. Pero sólo a condición de que tú avales mis acciones cuando tenga que rendir cuentas ante el Senado y el pueblo de Roma.
– ¿Qué Senado? -preguntó Cicerón con amargura-. ¿Los títeres de César en Roma o los varios centenares que ahora huyen en todas direcciones desde Farsalia?
– El verdadero gobierno republicano de Roma, que se reunirá en alguna parte y seguirá oponiéndose a César el monarca. -Nunca te rendirás, ¿verdad?
– No mientras respire.
– Tampoco yo, pero no a tu manera, Catón. Yo no soy soldado, no tengo madera para serlo. Estoy pensando en volver a Italia y empezar a organizar la resistencia civil contra César.
Catón se puso en pie de un salto, con los puños apretados.
– ¡No te atrevas! -bramó-. Volver a Italia es como humillarse ante César.
– Calma, calma, lamento haberlo dicho -gimoteó Cicerón-. Pero ¿qué vamos a hacer?
– Haremos los bártulos y nos llevaremos a los heridos a Corcira, naturalmente. Aquí tenemos barcos, pero si nos retrasamos, los dirraquianos los quemarán -contestó Catón-. En cuanto encontremos refugio junto a Cneo Pompeyo, recibiremos noticia de los demás y decidiremos nuestro destino final.
– ¿Ocho mil hombres enfermos más todos nuestros enseres y víveres? No tenemos barcos suficientes -protestó Cicerón con voz entrecortada.
– Si Cayo César -dijo Catón con cierta sorna- pudo meter a veinte mil soldados, cinco mil no combatientes y esclavos, todas sus mulas, carros, equipo y artillería en menos de trescientos barcos maltrechos y cruzar el mar entre Bretaña y la Galia, no hay razón para que yo no pueda acomodar una cuarta parte de eso a bordo de cien robustas naves de transporte y navegar costeando por aguas tranquilas.
– Ah. Ah, sí, sí. Tienes toda la razón, Catón. -Cicerón se puso en pie y entregó su vaso a Estatilo con dedos temblorosos-. He de empezar a recoger mis propias cosas. ¿Cuándo zarpamos?
– Pasado mañana.
La Corcira que Catón recordaba de una visita anterior había desaparecido, al menos en sus costas. Había sido una exquisita isla, la joya del-Adriático, montañosa y exuberante, un lugar de calas de ensueño aguas claras y resplandecientes.
Sucesivos almirantes pompeyanos, que culminaron en Cneo Pompeyo, habían remodelado Corcira. Cada cala contenía barcos de transporte o galeras de guerra; cada pequeña aldea se había convertido en un centro temporal al servicio de las exigencias de los campamentos establecidos en su periferia; el mar en otro tiempo diáfano rebosaba excrementos humanos y animales y olía peor que los lodosos bajíos del Pelusium egipcio. A esta falta de higiene se sumaba el hecho de que Cneo Pompeyo había establecido su base principal en los estrechos situados frente a la costa del continente. El motivo era que esa zona proporcionaba a sus naves pesca abundante mientras César intentaba transportar tropas y provisiones desde Brindisi hasta Macedonia. Pero las corrientes de los estrechos no se llevaban la inmundicia; al contrario, la acumulaban.
Catón parecía no notar el hedor, en tanto que Cicerón se quejaba continuamente, cubriéndose con el pañuelo el rostro macilento y el ofendido olfato. Al final se trasladó a una decrépita villa en lo alto de una colina donde podía asear por un encantador vergel y coger fruta de los árboles, olvidando casi la nostalgia de su patria. Lejos de Italia, Cicerón apenas era una sombra de sí mismo.
La repentina aparición del hermano menor de Cicerón, Quinto, y el hijo de éste, Quinto el joven, sirvió sólo para aumentar sus penas. Reacios a luchar por ningún bando, los dos habían ido de un sitio a otro por toda Grecia y Macedonia y después, tras la derrota de Pompeyo Magno en Farsalia, se habían dirigido a Dirraquio en busca de Cicerón. Al encontrar abandonado el campamento, y oír decir en las inmediaciones que los republicnos habían zarpado hacia Corcira partieron también ellos hacia allí.
– Ahora entenderás -dijo Quinto con enfado, su hermano mayor- por qué no estaba dispuesto a aliarme con Pompeyo Magno, ese necio sobrevalorado. No sirve ni para atarle las botas a César.
– ¿Adónde irá a parar el mundo si los asuntos de estado se deciden en un campo de batalla? -replicó Cicerón-. Ni a largo plazo puede ser así. Tarde o temprano, César tiene que regresar a Roma y tomar las riendas del gobierno, y yo me propongo estar entonces en Roma para impedirle gobernar.
Quinto el joven dejó escapar un resoplido.
¡Gerrae, tío Marco! Si pones el pie en territorio itálico, serás arrestado.
– Ahí, sobrino, es donde te equivocas -dijo Cicerón con altivo desdén-. Casualmente he recibido una carta de Publio Dolabela rogándome que regrese a Italia. Dice que mí presencia será bien acogida, que César desea cónsules de mi rango en el Senado. Insiste en la necesidad de una oposición sana.
– ¡Valiente actitud tener un pie en cada campamento! -exclamó Quinto padre con desdén-. Tu yerno es uno de los principales adláteres de César. Aunque he oído que no está siendo un buen marido para Tulia.
– Razón de más para volver a casa.
– ¿Y yo qué, Marco? ¿Por qué habría de permitírsete a ti, que te opusiste abiertamente a César, volver a casa libre y absuelto? Mi hijo y yo, que no nos hemos opuesto a César, tendremos que ir a verlo y asegurarnos su indulto porque todo el mundo cree que combatimos en Farsalia. ¿Y qué vamos a hacer para conseguir dinero?
Consciente del rubor de su rostro, Cicerón intentó aparentar indiferencia.
– Sin duda eso es asunto tuyo, Quinto.
– Cacat! Me debes millones, Marco, millones. Por no hablar de los millones que debes a César -gritó Quinto-. Devuélveme una parte ahora mismo, o te juro que te abriré en canal.
Era una amenaza vana, ya que no llevaba espada o daga; no obstante, este diálogo estableció el tono de la reunión, durante la que se acentuó la falta de rumbo de Cicerón, su preocupación por su hija, Tulla, y su indignación por el cruel comportamiento de su esposa, Terencia, una arpía. Poseedora de una fortuna independiente que se había negado a compartir con el dilapidador Cicerón, Terencia se las sabía todas en cuestiones de dinero, desde desplazar las piedras que delimitaban sus tierras hasta declarar lugares sagrados las franjas más productivas, evadiendo así los impuestos; Cicerón había convivido durante tanto tiempo con tales actividades que le parecían normales. Lo que no podía perdonarle a Terencia era cómo trataba a la pobre Tulia, que tenía sobrados motivos para quejarse de su marido, Publio Cordelio Dolabela. Pero,Terencia no lo veía con los mismos ojos. Si Cicerón no tuviera la certeza de que su esposa carecía de sentimientos -aparte de la satisfacción por los beneficios económicos obtenidos-, habría pensado que ella misma estaba enamorada de Dolabela. ¡Ponerse del lado de éste contra una criatura de su misma sangre! Tulia estaba enferma; lo había estado desde que perdió a su hijo. ¡Mi niña, mi corazón!
Aunque Cicerón, por supuesto, no se atrevía a manifestar casi nada de esto en sus cartas a Dolabela. Necesitaba a Dolabela.
Hacia mediados de septiembre (el comienzo mismo del verano según las estaciones de ese año) el almirante de Corcira convocó un pequeño consejo en su cuartel general.
A punto de cumplir los treinta y dos años, Cneo Pompeyo se parecía mucho a su legendario padre, aunque tenía el pelo de un rubio un poco más oscuro, los ojos más grises que azules, y una nariz más romana que la despreciada protuberancia de Pompeyo Magno. Poseía dotes de mando; habiendo heredado de su padre la capacidad organizativa, se le daba bien la tarea de manipular una docena de flotas independientes y muchos miles de servidores. Lo que no tenía era la arrogante presunción ni el complejo de inferioridad de Pompeyo Magno; la madre de Cneo Pompeyo, Mucia Tercia, pertenecía a la alta aristocracia y tenía famosos antepasados, así que el pesar por los propios orígenes picentinos que tanto había atormentado al pobre Pompeyo Magno jamás había preocupado a su hijo.
Sólo estaban presentes ocho hombres: Cneo Pompeyo, Catón, los tres Cicerones, Tito Labieno, Lucio Afranio y Marco Petreyo.
Afranio y Petreyo habían sido generales de Pompeyo Magno durante muchos años; incluso habían gobernado las Hispanias en su nombre hasta que César los expulsó de allí hacía un año. Por canosos que estuvieran, eran soldados hasta la médula, y los viejos militares nunca mueren. Habiendo llegado a Dirraquio poco antes del éxodo a Corcira, lógicamente habían seguido a los demás, complacidos por ver a Labieno, también picentino.
Habían traído más noticias, noticias que alegraron mucho a Catón pero desanimaron a cicerón: la resistencia a César iba a reorganizarse en la provincia de África, aún en manos de un gobernador republicano. Juba, rey de la vecina Numidia, se decantaba claramente del lado republicano, así que todos los supervivientes de Farsalia intentaban dirigirse a la provincia de África con todas las tropas que podían reunir.
– ¿Y tu padre? -preguntó Cicerón a Cneo Pompeyo mientras se sentaba entre su hermano y su sobrino. Le horrorizaba la idea de partir hacia la provincia de África cuando su único deseo era marcharse a casa.
– He mandado una carta a medio centenar de lugares del lado oriental del Mare Nostrum -respondió tranquilamente Cneo Pompeyo-, pero aún no he sabido nada. Pronto volveré a intentarlo. Según un informe, pasó brevemente por Lesbos para reunirse allí con mi madrastra y el joven Sexto, pero si es así, la carta que le envié allí debió de llegar demasiado tarde. Tampoco he tenido noticia de Cornelia Metela o Sexto.
– ¿Qué te propones hacer, Cneo Pompeyo? -preguntó Labieno, descubriendo sus dientes grandes y amarillos en una mueca tan inconsciente y habitual como un tic facial.
Ah, eso es interesante, pensó el silencioso Catón, paseando la mirada de rostro en rostro. El hijo de Pompeyo siente la misma aversión que yo por este salvaje.
– Permaneceré aquí hasta que los vientos etesios lleguen con la estrella de Sirio, al menos un mes más -contestó Cneo Pompeyo-, y entonces trasladaré mis flotas y mis hombres a Sicilia, Melite, Gaudos y las islas Vulcánides. Cualquier sitio donde pueda hacerme fuerte y dificultar a César la labor de alimentar a Italia y Roma. Si Italia y Roma pasan hambre por falta de grano, a César le será mucho más difícil imponerles su voluntad.
– ¡Magnífico! -exclamó Labieno, y se recostó satisfecho-. Yo partiré hacia África con Afranio y Petreyo. Mañana. Cneo Pompeyo enarcó las cejas.
– Labieno, puedo cederte un barco, pero ¿a qué viene tanta prisa? Quédate un tiempo más y llévate contigo algunos de los heridos de Catón. Dispongo de transportes suficientes.
– No -contestó Labieno, levantándose y haciendo un gesto en dirección a Afranio y Petreyo-. Iré primero a Citera y Creta para ver cuántos hombres puedo reunir allí entre las tropas refugiadas…, y los embarcaré en esa nave que vas a cederme. Si encuentro hombres que transportar, encargaré más barcos y tripulaciones si es necesario, aunque los soldados pueden remar. Reserva tus recursos para Sicilia.
Se marchó al instante, seguido por Afranio y Petreyo, parecidos a dos enormes, cordiales y viejos sabuesos.
– Adiós a Labieno -comentó Cicerón entre dientes-. No puedo decir que vaya a echarlo de menos.
Ni yo, quiso decir Catón, pero se calló. Optó en cambio por dirigirse a Cneo Pompeyo.
– ¿Y qué hacemos con los ocho mil hombres que traje de Dirraquio? Por lo menos mil están en condiciones de partir hacia África de inmediato, pero el resto necesita más tiempo para recuperarse. Ninguno de ellos quiere abandonar la lucha, pero no puedo dejarlos aquí si tú te vas.
– Bueno, parece que nuestro nuevo Gran Hombre está más interesado en Asia menor que en el Adriático. -Con una mueca de desprecio, Cneo Pompeyo soltó un bufido-. ¡Por favor, besar la tierra en Ilión en honor de su antepasado Eneas! ¡Reducir los impuestos troyanos! ¡Buscar la tumba de Héctor! -De pronto sonrió-. Pero el ocio no le ha durado mucho tiempo. Hoy ha llegado un mensajero y me ha informado de que el rey Farnaces ha salido de Cimeria para invadir Ponto.
Quinto Cicerón se echó a reír.
– Sigue los pasos de su querido padre, ¿eh? ¿Ha ido César a contener su avance?
– No, César sigue avanzando hacia el sur. Es el traidor de Calvino quien se enfrentará con el hijo de Mitrídates el Grande. ¡Estos reyes orientales! Son como una cabeza de Hidra. Se corta una, y aparecen dos más. Así que me atrevería a decir que las intenciones de Farnaces son, como de costumbre, extender la guerra desde un extremo de Anatolia al otro.
– Lo cual mantendrá lo bastante ocupado a César en el lado oriental del Mare Nostrum -dijo Catón satisfecho-. Tendremos tiempo de sobra para hacernos fuertes de nuevo en la provincia de África.
– Catón, ¿te das cuenta de que Labieno intenta adelantarse a ti, a mi padre y quienquiera que pueda aspirar al mando supremo en África? -preguntó Cneo Pompeyo-. ¿Por qué está tan impaciente por llegar allí? -Preocupado, se golpeó la palma de la mano con el puño de la otra-. Ojalá supiera dónde está mi padre. Lo conozco, Catón, y sé lo mucho que puede llegar a deprimirse.
– No temas, aparecerá-aseguró Catón, inclinándose para agarrar el fornido brazo del almirante o deseoso de ocupar la tienda de mando. En cuanto a mí, no tengo el menor deseo de ocupar la tienda de mando -Señaló a Cicerón con la cabeza. Ahí tienes a mi superior, Cneo Pompeyo. Marco Cicerón es cónsul, así que cuando parta hacia África, estaré bajo su autoridad.
Cicerón lanzó un chillido de indignación y se puso en pie.
¡No, no, no, no! Ya te lo he dicho, mi respuesta es no. Ve a donde quieras y haz lo que quieras, Catón. Nombra a uno de tus filósofos, o a un babuino, o a esa ramera pintada que tanto te molesta para la tienda de mando. Ya he tomado una decisión: me voy a Roma.
Ante esto Catón se irguió y contempló a Cicerón como si de pronto examinara a un insecto molesto.
– En virtud de tu rango y tu hueca palabrería, Marco Tulio Cicerón, eres en primer lugar y ante todo servidor de la república. Lo que quieres y lo que hagas son dos cosas muy distintas. A lo largo de tu señorial vida ni una sola vez has cumplido realmente con tu obligación, y menos cuando esa obligación te exigía empuñar la espada. Eres una criatura del Foro cuyos actos no son ni remotamente comparables a tus palabras.
– ¿Cómo te atreves? -exclamó Cicerón con voz ahogada, sonrojándose-. ¿Cómo te atreves, Marco Porcio Catón, monstruo con cabeza de cerdo, hipócrita? Has sido tú, nadie más que tú, quien me ha metido en esto. Has sido tú y nadie más que tú quien ha obligado a
Pompeyo Magno a entablar una guerra civil. Cuando acudí a él con las razonables y justas condiciones ofrecidas por César, fuiste tú quien cogió tan colosal rabieta que lo aterrorizaste literalmente. Gritaste, vociferaste y aullaste hasta que Magno se convirtió en un tembloroso manojo de nervios. Hiciste que ese hombre se humillara y arrastrara ante ti más vilmente que Lúculo ante César. No, Catón, no culpo a César de esta guerra civil; te culpo a ti.
Cneo Pompeyo, pálido de ira, había abandonado también su silla.
– ¿Qué quieres decir, Cicerón, don nadie sin antepasados procedente de las más apartadas colinas de Samnio? ¿Mi padre dejándose intimidar? ¿Mi padre arrastrándose y humillándose? Retira esas palabras, o te las haré tragar hundiendo el puño entre tus dientes podridos.
– No, no me retracto -bramó Cicerón, fuera de sí-. Yo estaba presente. Vi lo que ocurrió. Tu padre, Cneo Pompeyo, es un niño mal criado que jugueteó con César y con la idea de una guerra civil por un mejorar su propia opinión de sí mismo, y que jamás creyó instante que César cruzara el Rubicón con una insignificante legión, que nunca creyó que hubiera hombres con semejante valor, que nunca creyó en nada excepto su propio… su propio mito. Un mito, hijo de Magno, que empezó cuando tu padre chantajeó a Sila para que le concediera el mando conjunto y que acabó hace un mes en un campo de batalla llamado Farsalia. Aunque me duela admitirlo, tu padre, hijo de Magno, no está ni remotamente a la altura de César por lo que se refiere a la guerra y la política.
Momentáneamente paralizado por la estupefacción, Cneo Pompeyo se abalanzó con un bramido hacia Cicerón con las manos extendidas para estrangularlo.
Ni Quinto padre ni Quinto el joven se movieron, demasiado atónitos para preocuparse por lo que le hiciera Cneo Pompeyo al tirano de la familia. Fue Catón quien se interpuso entre Cicerón y el mortalmente ofendido hijo de Pompeyo Magno y sujetó a éste por las muñecas. El forcejeo entre ambos fue breve. Sin esfuerzo, Catón obligó a Cneo Pompeyo a bajar los brazos y se los inmovilizó tras la espalda.
– ¡Ya basta! -ordenó con la mirada encendida-. Cneo Pompeyo, ve a ocuparte de tus flotas. Marco Cicerón, si te niegas a ser el leal servidor de la república, vuelve a Italia.
– Sí, vete -gritó el hijo de Pompeyo Magno, y se desplomó en la silla para masajearse las muñecas. Por todos los dioses, ¿quién habría pensado que Catón fuera tan fuerte?-. Empacad vuestras pertenencias, tú y los tuyos, y ojalá no vuelva a ver vuestras caras nunca más. Un bote estará esperando mañana al amanecer para llevaros a Patrás, desde donde podéis regresar a Italia, o viajar al Hades para acariciar las cabezas del cancerbero. Márchate. Salid de mi vista.
Con la cabeza en alto y dos manchas de color escarlata en las mejillas, Cicerón recogió los pliegues de su toga, se los echó sobre el hombro izquierdo y salió, con su sobrino al lado. Quinto padre se rezagó un poco y al llegar a la puerta se dio media vuelta.
– Me cago en vosotros -dijo con grave dignidad.
A Cneo Pompeyo el comentario le pareció extraordinariamente divertido; dejó caer la cabeza entre las manos y prorrumpió en carcajadas.
– Yo no le veo la gracia -dijo Catón, inspeccionando el aparador del vino. Esos últimos minutos le habían dado sed.
– Lógico es que no se la veas, Catón -comentó Cneo Pompeyo cuando pudo volver a hablar-. Por definición, un estoico no tiene sentido del humor.
– Eso es verdad -concedió Catón, sentándose otra vez con la copa de excelente vino Samio entre las manos-. Sin embargo, Cneo Pompeyo, aún no hemos llegado a un acuerdo con respecto a mí y los heridos.
– ¿Cuántos de esos ocho mil hombres crees que realmente podrán volver a luchar?
– Como mínimo siete mil. ¿Puedes proporcionarme barcos de transporte suficientes para llevar a los mil mejores a África en cuatro días?
Cneo Pompeyo arrugó la frente.
– Espera a que soplen los vientos etesios, Catón; te llevarán derecho a nuestra provincia romana. Si partes antes estarás a merced de Auster, o Libotono, o Céfiro, o cualquiera de los otros vientos que a Eolo le apetezca sacar de su bolsa para que los barcos naveguen a media vela.
– No, debo partir cuanto antes, y pedirte que envíes al resto de mis hombres antes de trasladarte tú mismo. Tu trabajo es vital, pero es distinto del mío. Mi tarea consiste en salvaguardar a los valientes soldados que tu padre dejó bajo mi custodia. Porque son valientes. Si no lo fueran, no estarían heridos.
– Como desees -contestó Cneo Pompeyo con un suspiro-. Pero me será difícil embarcar a esos otros hombres que quieres que te envíe más tarde; voy a necesitar los barcos de transporte para utilizarlos yo mismo. Si los vientos etesios tardan en levantarse, no puedo garantizarte que lleguen a la provincia de África. -Se encogió de hombros-. De hecho, todos vosotros podríais tocar tierra en cualquier parte.
– Eso es cosa mía -dijo Catón con su firme determinación de costumbre, pero levantando la voz menos que otras veces.
Cuatro días después, cincuenta de los barcos de transporte que Catón había empleado para trasladar a sus hombres, su equipo y provisiones desde Dirraquio estaban cargados y listos para zarpar: mil doscientos soldados ya repuestos agrupados en dos cohortes, doscientos cincuenta ayudantes no combatientes, doscientas cincuenta mulas de carga, cuatrocientas cincuenta mulas de tiro, ciento veinte carretas, trigo, garbanzos, tocino y aceite para un mes, más piedras de moler, hornos, utensilios, ropa y armas de reserva… y, como regalo de Cneo Pompeyo, mil talentos de plata que viajarían en el barco de Catón.
– Llévatelos, tengo muchos más -dijo Cneo Pompeyo alegremente-. Obsequio de César. -Y entregándole unos cuantos rollos de papel, todos atados y sellados, añadió-: Esto ha llegado de Dirraquio para ti. Noticias de Italia.
Con los dedos un poco temblorosos, Catón cogió las cartas y se las metió en la sisa de su ligera coraza de cuero.
– ¿No vas a leerlas ahora?
Catón lo miró con severidad pero con los ojos un tanto empañados y su boca de líneas generosas torcida en una mueca de dolor.
– No -dijo con su voz más sonora y áspera-, las leeré más tarde, cuando tenga tiempo.
Si bien necesitaron todo el día para sacar los cincuenta barcos de transporte de aquel puerto inadecuado, Cneo Pompeyo permaneció en el pequeño muelle de madera hasta que las últimas naves llegaron al horizonte y sus finos mástiles como espinas negras se recortaron contra el cielo opalescente del atardecer.
Luego Cneo Pompeyo se dio media vuelta y regresó a su cuartel general; ahora la vida sería más apacible, sin duda, pero por alguna razón cuando Catón no estaba, se notaba un vacío. ¡Qué respetuoso temor había sentido por Catón en su juventud! De niño sus pedagogos y profesores de retórica le habían instruido en los distintos estilos de los tres grandes oradores del Senado: César, Cicerón y Catón. Nombres con los que había crecido, hombres que nunca olvidaría; entre ellos su padre, el Primer Hombre de Roma, que nunca había sido buen orador, pero sí un maestro en salirse con la suya. Ahora todos ellos se habían dispersado, mientras que las mismas pautas seguían repitiéndose, y los hilos de las distintas vidas iban entrelazándose hasta que Atropos se apiadara y cortara este hilo o aquél.
Lucio Escribonio Libo estaba esperando; Cneo Pompeyo ahogó un suspiro. Un buen hombre que había sido almirante tras la muerte de Bibulo y luego había cedido elegantemente el puesto al hijo de Pompeyo Magno; como era lo correcto. La única razón por la que este vástago de la rama pobre de la familia Escribonio había llegado tan alto y tan deprisa residía en el hecho de que Cneo Pompeyo había echado el ojo a su preciosa hija con hoyuelos en las mejillas, se había divorciado de su aburrida Claudia y se había casado con aquélla. Un matrimonio que Pompeyo Magno había deplorado. Pero así era su padre, obsesionado él mismo por casarse con las más augustas aristócratas, y resuelto a que sus hijos siguieran sus pasos. Sexto era aún demasiado joven para el matrimonio, y Cneo había intentado complacerle en interés de la armonía hasta que puso los ojos en Escribonia, que contaba diecisiete años. El amor podía arruinar los planes mejor trazados, reflexionó el primogénito de Pompeyo Magno mientras saludaba a su suegro.
Cenaron juntos, hablaron del inminente traslado a Sicilia y alrededores, la potencial resistencia de la provincia de África… y el posible paradero de Pompeyo Magno.
– El mensajero de hoy nos ha comunicado que Pompeyo se ha llevado a Cornelia Metela y Sexto de Lesbos, y viaja de isla en isla por el Egeo -dijo su primogénito.
– Si es así, creo que ya es hora de que vuelvas a escribirle -aconsejó Escribonio Libo, preparándose para partir.
Cuando se fue, Cneo Pompeyo se sentó resueltamente a su mesa, se acercó una doble hoja en blanco de papel fanio y asió su pluma de junco, que hundió en el tintero.
Seguimos vivos y en marcha, y todavía somos dueños de los mares. Por favor, querido padre, te lo ruego, junta cuantos barcos puedas y reúnete conmigo o dirígete a África.
Pero antes de que le llegase la breve respuesta de Pompeyo Magno, se enteró de que su padre había muerto en los lodosos bajíos del Pelusium egipcio a manos de un joven y estúpido rey a causa de una intriga palaciega.
Por supuesto. Por supuesto. Crueles y faltos de ética como son los orientales, lo mataron pensando en granjearse el favor de César. Ni por un instante se les había ocurrido que César deseaba salvar su vida. ¡Oh, padre! ¡Mejor así! De este modo no tendrás que agradecerle a César el favor de seguir viviendo.
Cuando estuvo seguro de que podía trabajar sin mostrarse abatido ante sus subordinados, Cneo Pompeyo envió otros seis mil quinientos de los heridos de Catón a África, rogando a los Lares Permarini, a Neptuno y a Espes que los soldados y Catón se encontraran en algún punto de los tres mil kilómetros de costa que se extendían entre el delta del Nilo y la provincia de África. A continuación inició la ardua tarea de trasladar sus flotas y a sus hombres a las bases de Sicilia.
Aunque los escasos nativos de la isla no supieron si lamentar o alegrarse de ver partir a los romanos, Corcira perdió lentamente sus cicatrices y regresó a su dulce olvido. Lentamente.
Catón había decidido utilizar a sus soldados y a sus no combatientes como remeros; era un excelente ejercicio para convalecientes, pensó, si no se les forzaba demasiado. Céfiro soplaba de manera intermitente desde el oeste, así que las velas no servían de nada, pero el tiempo era bueno y el mar estaba en calma, como siempre con aquella suave brisa. Por implacable que fuera su odio hacia César, Catón había leído con interés aquellos precisos e impersonales comentarios que el propio César había escrito sobre su guerra en la Galia Trasalpina, y no permitió que sus sentimientos le impidieran ver los muchos datos prácticos que contenían. Sobre todo, era evidente que el general había participado en los sufrimientos y privaciones de sus soldados: había caminado cuando ellos caminaban; vivido de unos pedazos de carne pasada cuando ellos lo hacían; nunca se había distanciado de ellos en las largas marchas ni en las terribles ocasiones en que habían tenido que apiñarse detrás de sus fortificaciones sin percibir otro destino que el de ser capturados y quemados vivos en jaulas de mimbre. Política e ideológicamente, Catón había sacado mucho partido de esos comentarios, pero si bien sus pasiones lo inducían a despreciar y quitar importancia a todas las acciones de César, una parte de su mente absorbía las lecciones.
De niño, Catón había sufrido mucho para aprender; no poseía siquiera la mitad de la capacidad de su hermanastra Servilia para recordar lo que le habían enseñado, ni mucho menos la legendaria memoria de César. Para Catón todo requería mucho esfuerzo y repetición, de modo que Servilia se burlaba de él con desdén, pero su adorado hermanastro Cepio lo protegía de la crueldad de ella. Si Catón había sobrevivido a una horrenda infancia como el menor de aquella camada de huérfanos divididos y tumultuosos era sólo gracias a Cepio. Cepio, de quien se había dicho que no era hijo de su padre sino fruto del amor entre su madre, Livia Drusa, y el padre de Catón, con quien ella después se casó; que la estatura de Cepio, su cabello rojo y su nariz grande y aguileña eran herencia de Porcio Catón; que por tanto Cepio no era hermanastro de Catón sino su hermano, pese al augusto nombre patricio de Servilio Cepio que llevaba, y a la gran fortuna que había heredado como tal. Una fortuna basada en quince mil talentos de oro robados a Roma; el fabuloso Oro de Tolosa.
A veces, cuando el vino no daba resultado y los demonios de lanoche se negaban a desaparecer, Catón recordaba aquella noche en que algún secuaz de los enemigos del tío Druso había clavado un cuchillo pequeño pero eficaz en la ingle del tío Druso y lo había hecho girar hasta causarle una herida mortal. Un ejemplo de lo letal que podía llegar a ser la mezcla de la política y el amor. Los interminables gritos de sufrimiento, el charco de sangre en el suelo de mosaico, la deliciosa calidez que Catón, un niño de dos años, había sentido entre los brazos de Cepio, que tenía cinco años, mientras los seis niños presenciaban la lenta y terrible muerte de Druso. Una noche que nunca olvidaría.
Cuando por fin su tutor consiguió enseñarle a leer, Catón encontró su código de vida en la prolífica obra de su bisabuelo Catón el Censor, una implacable ética basada en emociones reprimidas, principios inflexibles y frugalidad; Cepio la había tolerado en su hermano menor, aunque él nunca la había adoptado. Pero Catón, que no percibía los sentimientos de los demás, no había entendido debidamente los recelos de Cepio respecto a un código de vida que no permitía ni un Los hermanos fueron inseparables; incluso realizaron juntos la instrucción militar. Catón nunca imaginó la existencia sin Cepio, su firme defensor contra Servilia cuando ella se reía de sus rojos cabellos porque era descendiente del deshonroso segundo,,matrimonio de Catón el Censor con la hija de su propio esclavo. Por supuesto, Servilia conocía la verdadera ascendencia de Cepio, pero como éste llevaba el nombre de su propio padre, ella centraba su maldad en Catón.
A Cepio nunca le había preocupado realmente su procedencia, pensó Catón mientras se inclinaba sobre la borda del barco para contemplar las innumerables y centelleantes luces de su flota proyectadas en forma de cintas de oro sobre las negras y quietas aguas. Servilia. Una niña monstruosa, una mujer monstruosa. Más malévola aún que nuestra madre. Las mujeres son despreciables. En el momento en que un individuo hermoso y arrogante con un buen linaje y dotes de conquistador aparecía ante ellas, no dudaban en entregársele. Como mi primera esposa, Atilia, que se abrió de piernas ante César. Como la mitad de las mujeres de Roma, que se abrían de piernas ante César. ¡César! Siempre César.
Sus pensamientos pasaron entonces a su sobrino, Bruto, el único hijo de Servilia. Innegablemente era hijo de su marido de aquel momento, Marco junio Bruto, a quien Pompeyo Magno había tenido la desfachatez de ejecutar por traición. Bruto, huérfano de padre, había suspirado durante años por la hija de César, Julia, e incluso consiguió comprometerse con ella. ¡Eso había encantado a Servilia! Si su propio hijo se casaba con la hija de César, éste formaría parte de la familia y ella no necesitaría esforzarse tanto por ocultar su idilio con César a su segundo marido, Silano. Silano también había muerto, pero él de desesperación, no bajo la espada de Pompeyo Magno.
Servilia siempre dijo que yo no podría atraer a Bruto a mi bando, pero lo conseguí. Lo conseguí. Para Bruto, el primer día aciago fue cuando supo que su madre había sido amante de César durante cinco años; el segundo fue el día en que César rompió el compromiso de Bruto con Julia para casar a la muchacha con Pompeyo Magno, de edad suficiente para ser su abuelo… y que era el verdugo del padre de Bruto. Un matrimonio de pura conveniencia política, pero había creado un lazo entre Pompeyo Magno y César hasta la muerte de Julia. Y el dolorido Bruto -¡qué blando es!-volvió la espalda a su madre y acudió a mí. Es justo castigar a los inmorales, y el peor castigo que yo podía haber encontrado para Servilia era apartar de ella a su estimado hijo.
¿Dónde está Bruto ahora? Un republicano indiferente en el mejor de los casos, siempre dividido entre su deber republicano y su pecado dominante, el dinero. Ni un Creso ni un Midas… demasiado romano, por supuesto. Demasiado involucrado en los porcentajes de interés, tarifas de corretaje, sociedades mercantiles y todas las furtivas actividades comerciales de un senador romano, no autorizado por la tradición para la simple búsqueda del dinero, pero demasiado avaro para resistirse a la tentación.
Bruto había heredado la fortuna de Servilio Cepio fundada en el Oro de Tolosa. Catón hizo rechinar los dientes, se aferró a la baranda con ambas manos hasta que sus nudillos se tornaron blancos. Pues Cepio, su querido Cepio, había muerto. Había muerto solo, durante el viaje a la provincia de Asia, esperando en vano a que yo sostuviera su mano y lo ayudara a cruzar el Río. Llegué una hora tarde. ¡Oh, vida, vida! La mía ya no ha vuelto a ser la misma desde que vi el rostro exangüe de Cepio; lloré, gemí y vociferé como un demente. Estaba enloquecido. Sigo enloquecido. ¡Qué dolor! Cepio tenía treinta años y yo veintisiete; pronto cumpliré los cuarenta y seis. Sin embargo, parece como si su muerte hubiera acaecido ayer, y mi pena sigue ahora tan viva como entonces.
Bruto heredó conforme al mos maiorum; era el pariente por línea paterna más cercano de Cepio; el hijo de Servilia, su sobrino. No le envidio a Bruto un solo sestercio de esa imponente fortuna, y puedo consolarme con la certidumbre de que la riqueza de Cepio no podía haber pasado a mejores manos. Sólo lamento que Bruto no sea más hombre, menos débil. Pero con semejante madre, ¿qué otra cosa podía esperarse de él? Servilia lo había convertido en lo que quería: un muchacho obediente, servil y temeroso de ella. Era raro que Bruto hubiera tenido el sentido común de cortar sus lazos y unirse a Pompeyo Magno en Macedonia. El canalla de Labieno dice que luchó en Farsalia. Asombroso. Quizás alejado de la arpía de su madre haya cambiado mucho. Quizás incluso asome su cara llena de granos en la provincia de África. ¡Ja!, lo creeré cuando lo vea.
Catón reprimió un bostezo y fue a tenderse en su jergón de paja entre las siluetas patéticamente inmóviles de Estatilo y Atenodoro Cordilion, que eran pésimos marinos.
Céfiro seguía soplando desde el oeste, pero cambió de rumbo hacia el norte lo suficiente para permitir que los cincuenta barcos de transporte de Catón avanzaran hacia África. Sin embargo, iban demasiado hacia el este, advirtió él con desánimo. En lugar de avistar primero el talón de Italia, luego la puntera, y por último Sicilia, se vieron impulsados hacia la costa occidental del Peloponeso griego hasta el cabo Tenaro, desde donde continuaron mal que bien hacia Citera, la bella isla que Labieno tenía previsto visitar en busca de las tropas que habían huido de Farsalia. Si Labieno aún estaba allí, no hizo señales desde la orilla. Conteniendo su inquietud, Catón siguió navegando hacia Creta y dejó atrás los prominentes y escarpados peñascos de Criumetopon en su undécimo día de travesía.
Cneo Pompeyo no había podido proporcionarle un piloto, pero había mandado a Catón a pasar un día con sus seis mejores hombres, todos avezados marinos que conocían tan bien el extremo oriental del Mare Nostrum como los antiguos fenicios. Por tanto, fue Catón quien identificó los diversos acantilados, Catón quien tenía cierta idea de dónde estaban.
Aunque no habían avistado otras naves, Catón no se había atrevido a detenerse para hacer acopio de agua en ningún punto de Grecia, así que después de doce días ancló la flota en un lugar desprotegido pero en calma frente a la isla cretense de Gaudos, y allí se aseguró de que todos los barriles y ánforas que llevaban quedaran llenos a rebosar del agua que brotaba de un manantial en la pared del acantilado. Gaudos era el último puesto avanzado antes de arriesgarse a cruzar las desiertas aguas del mar de Libia. Libia. Iban a Libia, donde ejecutaban a los hombres untándolos de miel y atándolos sobre un hormiguero. Libia, un lugar habitado por los nómadas marmárides -hombres de mármol-, y si había que creer a los geógrafos griegos, un país de arenas movedizas y perpetua sequía.
En Gaudos, él mismo había remado en un pequeño bote para ir de un grupo de barcos a otro, levantándose para pronunciar a gritos su breve arenga con aquella famosa voz estentórea:
– Compañeros de viaje, la costa africana está aún lejos, pero aquí debemos despedirnos de la amigable presencia de la Madre Tierra, ya que en adelante navegaremos sin divisar tierra, en medio de bancos de atunes y los gritos de los delfines. No temáis. Yo, Marco Porcio Catón, me encargo de vosotros, y os llevaré sanos y salvos hasta África. Mantendremos juntas nuestras naves; remaremos con ímpetu, pero con buen juicio; entonaremos las canciones de nuestra querida Italia; confiaremos en nuestras propias fuerzas y en nuestros dioses. Somos romanos de la verdadera república, y sobreviviremos para complicarle la vida a César, lo juro por Sol Indiges, Tellus y Liber Pater.
El pequeño discurso fue acogido con entusiastas vítores y caras sonrientes.
A continuación, aunque no era sacerdote ni augur, Catón sacrificó una oveja y, como comandante, la ofreció a los Lares Permarini, los protectores de quienes viajaban por mar. Cubriéndose la cabeza con un pliegue de su toga ribeteada de púrpura, oró:
– Oh, vosotros los llamados Lares Permarini, o sea cual sea el nombre que prefiráis, vosotros que quizá seáis dioses, diosas o de ningún sexo, os pedimos que intercedáis por nosotros ante el todopoderoso padre Neptuno, cuyos vástagos quizá seáis o quizá no, antes de emprender nuestro viaje a África. Os rogamos que atestigüéis ante todos los dioses que somos sinceros al pediros que nos mantengáis a salvo, libres de las tempestades y las asechanzas de las profundidades, que mantengáis nuestros barcos juntos y nos permitáis desembarcar en algún lugar civilizado. Conforme a nuestros acuerdos contractuales, que se remontan a los tiempos de Rómulo, os ofrecemos el debido sacrificio, una espléndida y joven oveja, previamente lavada y purificada.
Y al decimotercer día la flota levó anclas para zarpar rumbo a donde sólo los Lares Permarini sabían.
Habiendo superado el mareo, Estatilo abandonó su camastro e hizo compañía a Catón.
– Por más que me empeño, nunca comprendo el ritual de la veneración romana -dijo disfrutando ahora con el ligero balanceo de un barco grande y pesado a través de un mar resplandeciente.
– ¿A qué te refieres, Estatilo?
– A la legalidad, Marco Catón. ¿Cómo puede un pueblo establecer contratos legales con sus dioses?
– Los romanos lo hacen, siempre lo han hecho. Aunque te confieso que, como no soy sacerdote, no estaba seguro de cuándo exactamente se redactó el contrato con los Lares Permarini -contestó Catón con gran seriedad-. Sin embargo, he recordado que Lucio Ahenobarbo dijo que los contratos con numina como los Lares y los Penates fueron redactados por Rómulo. De esos contratos legales suscritos por el Senado y el pueblo de Roma sólo se conservan los establecidos con las más recientes deidades, como Magna Mater e -hizo una mueca de aversión- Isis. Un sacerdote lo sabría de manera automática; forma parte de su trabajo. Pero ¿quién elegiría a Marco Porcio Catón para uno de los colegios pontificiales cuando ni siquiera puede conseguir que lo elijan cónsul en un año de pobres candidatos?
– Aún eres joven -dijo Estatilo, consciente de la decepción de Catón por no haber obtenido el consulado cuatro años atrás-. En cuanto se restaure el verdadero gobierno de Roma, serás cónsul senior, respaldado por todas las centurias.
– Es posible. Pero primero lleguemos a África.
Los días pasaron lentamente mientras la flota avanzaba con rumbo al sureste, impulsada básicamente a remo, si bien la enorme vela que cada barco llevaba izada en un mástil se hinchaba de vez en cuando, ayudando un poco. No obstante, como una vela deshinchada dificultaba aún más la labor de remar, las velas se arriaban a menos que fuera un día de ráfagas de viento frecuentes.
Para mantenerse en forma y alerta, Catón empuñaba el remo regularmente. Al igual que los barcos mercantes, los de transporte tenían un solo banco de remos, con quince hombres por lado. La cubierta se extendía de proa a popa, lo cual significaba que los remeros se sentaban en el interior del casco, circunstancia más soportable por el hecho de que iban alojados en un portarremos exterior que los proyectaba por encima del agua, simplificando la tarea de remar y proporcionándoles aire fresco. Las naves de guerra eran por completo distintas: tenían varios bancos de remos, manejados cada uno por entre dos y cinco hombres, estando el último banco tan cerca de la superficie del agua que las portillas se sellaban con válvulas de cuero. Pero las galeras de guerra no estaban concebidas para llevar carga ni permanecer a flote entre las batallas; se las cuidaba con esmero y pasaban la mayor parte de sus veinte años de servicio en cobertizos terrestres. Cuando Cneo Pompeyo abandonó Corcira, dejó a los nativos centenares de cobertizos, buenos para leña.
Como Catón creía que el trabajar con desinteresado ahínco era una de las señas de un hombre cabal, se empleaba a fondo con el remo, dando ejemplo así a los otros veintinueve hombres que ocupaban el banco con él. De un modo u otro corrió la voz de que el comandante participaba en la boga, y los hombres remaron con más entusiasmo, al son del timbal del hortator. Contando todas las almas a bordo de aquellos barcos que transportaban más soldados que mulas, carretas o material, había hombres suficientes sólo para formar dos equipos, lo cual significaba hacer turnos de cuatro horas, día y noche.
La dieta era monótona; el pan, el alimento por excelencia, estaba excluido del menú excepto el día pasado en Gaudos. Ningún barco podía correr el riesgo de padecer un incendio a causa de un horno encendido. Una fogata se mantenía permanentemente en un hogar de ladrillo, para calentar una enorme caldera de hierro en la que sólo se preparaba una clase de comida: unas espesas gachas de guisantes a las que se daba sabor con un trozo de tocino. Preocupado por la escasez de agua potable, Catón había ordenado que las gachas se cocinaran sin sal, lo cual mermó todavía más el apetito de los hombres.
No obstante, el tiempo permitió a los cincuenta barcos mantenerse juntos y al parecer, como Catón comprobó durante sus continuos viajes en el bote de un barco a otro, los mil quinientos hombres permanecían tan optimistas como podía esperarse, dado su natural temor a una entidad tan secreta y misteriosa como el mar. Ningún soldado romano se sentía a gusto en el océano. Cuando veían delfines los saludaban con alegría, pero había también tiburones, y los cardúmenes de peces huían al percibir el ruido de tantos remos, lo cual limitaba el entretenimiento visual de los romanos a la vez que los privaba de guisos de pescado.
Las mulas bebían más de lo que Catón había calculado, el sol lucía con fuerza a diario, y el nivel de agua en los barriles descendía con inquietante rapidez. Diez días después de pasar por Gaudos, Catón empezó a dudar de que sobrevivieran para volver a ver tierra. En sus recorridos en bote de nave en nAve, prometía a los hombres que las mulas se echarían por la borda mucho antes de que se vaciaran los barriles de agua, pero sus gentes no acogieron bien esta promesa: eran soldados, y para los soldados las mulas eran tan preciosas como el oro. Cada centuria disponía de diez mulas para transportar lo que cada hombre no podía añadir a los veinticinco kilos que llevaba cargados en la espalda, y de una carreta tirada por cuatro mulas para el material más pesado.
Finalmente, Coro empezó a soplar del noroeste. Con gritos de satisfacción, los hombres se aprestaron a desplegar las velas. En Italia era un viento húmedo, pero no en el mar de Libia. Aumentó la velocidad del barco, el manejo de los remos se hizo menos agotador, y renació la esperanza.
En mitad de la decimocuarta noche tras salir de Gaudos, Catón despertó y de inmediato se incorporó, olfateando el aire por los orificios de su imponente nariz. El mar, había notado desde hacía tiempo, tenía un olor propio, dulzón, que recordaba vagamente al del pescado. Pero de pronto percibía un aroma distinto. ¡Tierra! ¡Olía a tierra!
Inspirando con embeleso, se acercó a la borda y contempló aquel cielo mágico de color añil. No estaba oscuro, en ningún momento lo había estado. Aunque no se veía la luna, la bóveda celeste resplandecía salpicada de incontables estrellas, que en algunos sitios formaban como finos velos, todas titilantes excepto los planetas.
Los griegos dicen que los planetas giran alrededor de nuestro globo mucho más cerca que las brillantes estrellas, que se encuentran a una distancia inimaginable. Somos afortunados, ya que en nuestra esfera residen los dioses. Somos el centro del universo, presidimos a todos los cuerpos celestes. Y éstos, para venerarnos a nosotros y a los dioses, resplandecen como linternas en la noche para recordarnos que la luz es la vida.
¡Mis cartas! ¡Aún no he leído mis cartas! Mañana desembarcaremos en África, y tendré que mantener alto el ánimo de mis hombres en un lugar habitado por gente de mármol y cubierto de arenas movedizas. Me guste o no, he de leer las cartas en cuanto empiece a clarear, antes de que cunda el entusiasmo y yo me vea arrastrado a él. Hasta entonces, remaré.
De Servilia, puro veneno destilado, masculló Catón mientras leía sus pérfidas palabras. Abandonó la lectura a la séptima columna, hizo una bola con el pequeño rollo de papel y lo lanzó por la borda. ¡No quiero saber nada de ti, detestada hermanastra!
Una untuosa misiva de su suegro, Lucio Marcio Filipo, un hombre escurridizo y un completo epicúreo. Roma estaba muy tranquila bajo el control del cónsul Vatia Isaurico y el pretor urbano Cayo Trebonio. De hecho, lamentaba Filipo con elegante prosa, no había ocurrido nada aparte de los disparatados informes según los cuales Pompeyo había obtenido una gran victoria en Dirraquio, y César, derrotado, huía.
La misiva fue a reunirse con la carta de Servilia en el mar, y danzó sobre las ondas creadas por las palas de los remos. Tampoco de ti quiero saber nada, Filipo, siempre a salvo con los pies en los dos bandos, sobrino político de César, suegro de Catón, el mayor enemigo de César. Tus noticias llegan tarde, se me atragantan.
La verdadera razón por la que nunca había leído sus cartas era la última carta que leyó, la de Marcia.
Cuando Cornelia Metela desafió las tradiciones y emprendió viaje para reunirse con Pompeyo Magno, yo deseé con toda mi alma seguir su ejemplo. Si no lo hice fue por culpa de Porcia. ¿Por qué habías de tener una hija tan fielmente cumplidora del mos maiorum como tú? Cuando me sorprendió empacando, se abalanzó sobre mí como una arpía y luego fue corriendo a ver a mi padre para exigirle que me prohibiera partir. Bueno, ya conoces a mi padre. Haría cualquier cosa para mantener la paz. Así que Porcia se salió con la suya y sigo aquí en Roma.
Marco, meum mel, mea vita, vivo sola en un vacío del espíritu, sumida en dudas y preocupaciones. ¿Estás bien? ¿Piensas alguna vez en mí? ¿Volveré a verte?
No es justo que haya pasado más tiempo casada con Quinto Hortensio que durante mis dos matrimonios contigo. Nunca hemos hablado de ese exilio al que me condenaste, aunque entendí inmediatamente por qué lo hacías. Lo hacías porque me amabas demasiado, y considerabas tu amor por mí una traición a esos principios estoicos más importantes para ti que tu propia vida, o que tu esposa. Así que cuando la pura senectud indujo a Hortensio a pedirme en matrimonio, tú te divorciaste de mí y me entregaste a él, por supuesto con la connivencia de mi padre. Me consta que no recibiste un solo sestercio del anciano, pero mi padre se embolsó diez millones. Tiene gustos caros.
Interpreté mi exilio con Hortensio como una prueba de la profundidad de tu amor por mí. ¡Cuatro largos y horrendos años! ¡Cuatro años! Sí, él estaba demasiado viejo y debilitado para im ponerme sus atenciones, pero ¿imaginas cómo me sentía sentada a diario durante horas con Hortensio, mientras él arrullaba a su pez preferido, Paris? ¿Echándote de menos, anhelando tu presencia, padeciendo una y mil veces tu repudio?
Y luego, cuando él murió y tú me tomaste como esposa una segunda vez, disfruté de unos breves meses contigo antes de que abandonaras Roma e Italia para cumplir con uno de tus inexorables deberes. ¿Es eso justo, Marco? Tengo sólo veintiséis años, me he casado con dos hombres, con uno dos veces, y sin embargo aún sigo estéril. Al igual que Porfia y Calpurnia, no tengo hijos.
Sé lo mucho que detestas leer mis reproches, así que dejaré de quejarme. Si fueras otra clase de hombre, no te amaría como te amo. Somos tres las que lloramos por nuestros hombres ausentes: Porfia, Calpurnia y yo. ¿Porfia?, te oigo preguntar. ¿Porfia echa de menos al difunto Bibulo? No, no a Bibulo. Porfia echa de menos a su primo Bruto. Lo ama, creo, en igual medida que tú me amas a mí, ya que Porfia tiene tu misma naturaleza: la devoran las pasiones, pero todas ellas están paralizadas por su absurda devoción a las enseñanzas de Zenón. ¿Quién era Zenón al fin y al cabo? Un chipriota estúpido que se negaba a gozar de todas las cosas maravillosas que los dioses nos han proporcionado para nuestro disfrute, desde la risa hasta la buena comida. ¡Ya ves que a través de mí habla Epicuro! En cuanto a Calpurnia, echa de menos a César. Once años su esposa, y sin embargo sólo ha pasado unos cuantos meses con César, que mantuvo relaciones con tu horrenda hermana hasta que se marchó a la Galia. Desde entonces, nada. Las viudas y esposas estamos mal atendidas.
Alguien me ha dicho que no te has afeitado ni cortado el pelo desde que saliste de Italia, pero no imagino tu maravillosa y noble cara romana tan barbuda como la de un judío.
Dime por qué, Marco, se nos enseña a leer y escribir a las mujeres, si estamos condenadas a quedarnos en casa esperando. Ahora he de dejarlo, no puedo ver a causa de las lágrimas. Por favor, te lo ruego, escríbeme. Dame esperanza.
El sol estaba alto; Catón leía muy despacio. Arrugó el pergamino de Marcia y lo lanzó a las aguas chispeantes. ¡Al diablo con las esposas!
Le temblaban las manos. ¡Qué estúpida carta! Amar a una mujer con una intensidad que consume como una pira funeraria no es un acto razonable, no puede ser un acto razonable. ¿No se da cuenta de que todas sus cartas dicen lo mismo? ¿No entiende que nunca le escribiré? ¿Qué iba a decirle? ¿Qué hay que decir?
Al parecer sólo él percibió el olor a tierra en el aire; todo el mundo se ocupaba de sus asuntos como si aquél fuera un día cualquiera. La mañana siguió transcurriendo. Catón se sentó a remar en uno de los turnos y luego volvió a colocarse junto a la borda aguzando la mirada. Nada apareció a lo lejos, pero cuando el sol se halló directamente sobre ellos, se dibujó una tenue línea azul en el horizonte. En el instante mismo en que Catón la vio, el vigía anunció desde lo alto del mástil:
– ¡Tierra! ¡Tierra!
Su barco iba a la cabeza de la flota y las naves le seguían, dispuestas en forma de lágrima. Al no disponer de tiempo para embarcarse en su pequeño bote, envió en su lugar a un ansioso centurión pilus prior, Lucio Gratidio, para dar instrucciones a los capitanes de que no se adelantaran a él y permanecieran atentos a escollos, arrecifes y rocas ocultas. El agua se había tornado de pronto muy poco profunda y transparente como el mejor cristal de Puteoli y con el mismo ligero brillo azul.
La tierra pareció acercarse muy deprisa porque era muy llana, un fenómeno al que los romanos no estaban acostumbrados, porque navegaban en regiones donde la costa era abrupta y montañosa, y por tanto era visible a muchos kilómetros. Para alivio de Catón, el sol de poniente reveló un paisaje más verde que ocre; si crecía hierba, había cierta esperanza de civilización. Por los pilotos de Cneo Pompeyo sabía que había sólo un punto poblado en los mil quinientos kilómetros de costa entre Alejandría y Cirenaica: Paraetonio, de donde Alejandro Magno había partido hacia el sur en dirección al mítico oasis de Amón, para conversar allí con el Zeus egipcio.
Paraetonio, debemos encontrar Paraetonio. Pero ¿está al oeste de aquí o al este?
Catón rebuscó en el fondo de un saco y consiguió reunir un puñado de garbanzos -apenas les quedaba comida-; a continuación lanzó las legumbres al agua mientras oraba:
– ¡Oh dioses! Sea cual sea el nombre por el qué se os conoce, sea cual sea vuestro sexo o aunque no seáis de ningún sexo, permitidme adivinar correctamente.
Una vigorosa ráfaga de Coro sopló en cuanto terminó su súplica; Catón se acercó al capitán, erguido en un pequeño tablado de la popa entre las cañas sujetas con cuerdas del macizo timón.
– Capitán, giramos hacia el este en la dirección del viento.
A menos de siete kilómetros costa abajo, Catón avistó dos peñascos que flanqueaban la boca de una bahía y en los que se veían un par de casuchas de adobe. Si existía Paraetonio, el pueblo tenía que estar junto al puerto. En medio de las rocas que delimitaban la entrada se advertía un claro paso; dos marineros empuñaron las cañas del timón y el barco de Catón giró, con los remos recogidos para la maniobra, a fin de entrar en el hermoso puerto natural.
A Catón la sorpresa le desorbitó los ojos. Ya había allí anclados tres barcos romanos ¿Quiénes serían, quiénes? Demasiado pocos para constituir la flota de Labieno, así que ¿quiénes eran?
Al fondo de la bahía se alzaba un pequeño poblado de adobe. Pero el tamaño no importaba. Allí donde vivía una colectividad humana, por fuerza tenía que haber agua potable y provisiones a la venta. Y pronto averiguarían quiénes eran los dueños romanos de los barcos, todos con el pendón del SPQR enarbolado en los mástiles. Romanos importantes.
Se acercó a la orilla en su pequeño bote acompañado por el centurión pilus prior, Lucio Gratidio; toda la población de Paraetonio, unas seiscientas almas, estaba alineada en la playa, contemplando maravillada aquellos cincuenta enormes barcos que entraban en el puerto a la vez. A Catón no se le ocurrió que acaso no pudiera comunicarse con los habitantes de Paraetonio; todo el mundo en todas partes hablaba griego, la lingua mundi.
Las primeras palabras que oyó, no obstante, fueron en latín. Dos personas se adelantaron, una atractiva joven de unos veinticinco años y un muchacho imberbe. Catón abrió la boca para hablar, pero antes de que pudiera decir nada, la mujer se le echó al cuello llorando y el joven le agarró de la mano.
– ¡Mi querida Cornelia Metela! ¡Y Sexto Pompeyo! ¿Significa esto que Pompeyo Magno está aquí? -preguntó Catón.
Ante esta pregunta, Cornelia Metela lloró aún más desconsoladamente, provocando también el llanto de Sexto Pompeyo. Ese dolor encerraba un mensaje: Pompeyo Magno estaba muerto. Mientras la cuarta esposa de Pompeyo Magno, abrazada al cuello de Catón, le mojaba con sus lágrimas la toga orlada de púrpura y éste intentaba soltarse de la mano de Sexto Pompeyo, un hombre de aspecto importante vestido con túnica griega se acercó a ellos seguido de un pequeño séquito.
– Soy Marco Porcio Catón.
– Yo soy Filopoemon -fue la respuesta. La expresión del personaje indicaba que el nombre de Catón no significaba nada para un nativo de Paraetonio.
Aquello era ciertamente el fin del mundo.
Durante la cena en la modesta morada de Filopoemon Catón conoció la horrible historia de Pompeyo Magno: en Pelusium, el centurión retirado, Septimio, había atraído a Pompeyo hasta un bote donde le dio muerte, mientras Cornelia Metela y Sexto presenciaban la escena desde su barco. Y lo peor de todo era que Septimio, después de decapitar a Pompeyo, había metido la cabeza en una tinaja y había dejado el cuerpo en los bajíos lodosos.
– Nuestro liberto Filipo y el muchacho que era su esclavo habían subido al bote con mi padre, pero huyeron para salvar su vida -explicó Sexto-. No pudimos hacer nada. El puerto de Pelusium estaba lleno de naves del rey egipcio, y varios barcos de guerra se dirigían hacia nosotros. O nos quedábamos para ser capturados y probablemente asesinados, o nos hacíamos a la mar. -Se encogió de hombros y añadió con labios temblorosos-: Sabía qué decisión habría tomado mi padre, así que huimos.
Aunque ya no lloraba, Cornelia Metela aportó poco a la conversación. Catón, que rara vez se fijaba en esas cosas, notó lo mucho que había cambiado. Antes era la más altiva de las aristócratas patricias, hija del augusto Metelo Escipión, se casó en primeras nupcias con el primogénito del compañero de Pompeyo en dos de sus consulados, Marco Licito Craso. Más adelante, Craso y el marido de Cornelia se marcharon para invadir el reino de los partos, y murieron en Carres. Cornelia Metela, viuda, se había convertido en un peón político, ya que Pompeyo también era viudo y había olvidado rápidamente la muerte de su esposa Julia, hija de César. De modo que los boni, incluido Catón, deseosos de apartar a Pompeyo Magno de César y de atraer a Pompeyo al bando de los boni, creyeron que la mejor manera de lograrlo era concederle a Cornelia Metela como nueva esposa. En extremo susceptible respecto a sus oscuros orígenes (era picentino, pero además con el horrendo estigma de la Galia), Pompeyo siempre contraía matrimonio con mujeres de la más alta nobleza. ¿Y qué más alta nobleza que Cornelia Metela? Una descendiente de Escipión el Africano y Emilio Paulo, nada menos. Perfecta para las intenciones de los boni. El plan había surtido efecto. Lleno de gratitud, Pompeyo no había dudado en casarse con ella, y se había convertido, si no en uno de los boni, por lo menos en un buen aliado.
En Roma, Cornelia Metela se había mostrado la misma de siempre, insufriblemente orgullosa y distante, cuando no manifiestamente fría, considerándose sin duda el animal sacrificial de su padre. El matrimonio con un Pompeyo de Piceno fue para ella una sorprendente humillación, pese a que este Pompeyo en particular era el primer dignatario de Roma. Sencillamente, no tenía la sangre adecuada, así que Cornelia Metela fue a ver en secreto a las Vírgenes Vestales y después de obtener una medicina que preparaban con centeno podrido, abortó. Pero aquí en Paraetonio se mostraba distinta. Amable. Dulce. Delicada. Cuando por fin habló fue para comunicar a Catón los planes de Pompeyo tras su derrota en Farsalia.
– Nos dirigíamos a Serica -declaró con tristeza-. Cneo estaba cansado de Roma, de la vida en cualquier ciudad de las costas del Mare Nostrum. Así que nos proponíamos penetrar en Egipto, viajar luego hasta el mar Rojo y embarcarnos después hacia la Arabia Felix. Desde allí nos dirigiríamos a la India, y de la India a Serica. Mi esposo pensaba que los habitantes de Serica podrían sacar provecho de las habilidades de un gran militar romano.
– Estoy seguro de que le habrían sacado provecho -dijo Catón poco convencido. ¿Quién sabía qué habrían pensado los habitantes de Serica de un romano? Obviamente no lo habrían distinguido de un galo, un germano o un griego. Su territorio estaba tan lejos, era tan misterioso, que la única información que Herodoto podía ofrecer de ellos era que confeccionaban una tela con los hilos de un gusano y que la llamaban bombyx. Su nombre latino era vestis serica. En raras ocasiones una muestra de este tejido había llegado a través de las rutas comerciales sármatas del rey de los partos, pero tan precioso era que el único romano de quien se sabía que tenía un trozo era Lúculo.
¡Qué bajo había caído Pompeyo Magno para contemplar la posibilidad de ser útil a los habitantes de Serica! Sin duda no era ya un romano de Roma.
– Desearía volver a casa -declaró Cornelia Metela con un suspiro.
– ¡Ve a casa, pues! -gritó con brusquedad Catón, impaciente porque le parecía estar perdiendo el tiempo, cuando tenía por delante la tarea de acampar a sus hombres.
Sorprendida, Cornelia Metela lo miró con desánimo.
– ¿Cómo puedo volver a casa si César controla el mundo? Apuntará nuestros nombres en lo alto de su lista de personas proscritas y nuestras cabezas servirán para que algún esclavo que informe sobre nosotros pueda obtener la libertad y una pequeña fortuna. Incluso si sobrevivimos, quedaremos en la pobreza.
– Gerrae! -exclamó Catón-. Mi buena mujer, a ese respecto César no es Sila. Su política es la clemencia, y es una política muy sagaz. No quiere granjearse los odios de los comerciantes ni de sus pares los nobles. Quiere que le besen los pies en abyecto agradecimiento por perdonarles la vida y consentirles conservar sus propiedades. Admito que la fortuna de Magno será confiscada, pero no tocará tu riqueza. Tan pronto como el viento lo permita, te recomiendo que vuelvas a casa. -Se volvió con actitud severa hacia Sexto Pompeyo-. En cuanto a ti, joven, la elección es clara. Acompaña a tu madrastra hasta Brindisi o Tarento, luego únete a los enemigos de César, que se congregarán en la provincia de África.
Cornelia Metela tragó saliva.
– No es necesario que Sexto me escolte -declaró-. Acepto tu palabra en cuanto a la clemencia de César, Marco Catón, y zarparé sola.
Declinando el ofrecimiento de alojamiento de Filopoemon, Catón se llevó aparte al etnarca de Paraetonio.
– Os pagaremos en monedas de plata toda el agua y la comida que podáis proporcionarnos -dijo.
Filopoemon lo miró con expresión tan preocupada como complacida y respondió.
– Podemos suministrarte toda el agua que necesites, Marco Catón, pero no tenemos mucha comida disponible. El hambre asola Egipto, por lo que no hemos podido comprar trigo. Pero podemos venderte ovejas y queso de nuestras cabras. Mientras estéis aquí, podemos suministrar a tus hombres ensalada de distintas clases de perejil silvestre, pero esta verdura no se conserva.
– Se os agradecerá todo aquello de lo que podáis prescindir.
Al día siguiente dejó que Lucio Gratidio y Sexto Pompeyo se ocuparan de los hombres, pues él prefirió seguir conversando con Filopoemon. Cuanto más pudiera aprender de África tanto mejor.
La función de Paraetonio era proporcionar un puerto a los muchos peregrinos que viajaban al oasis de Amón para consultar su oráculo, tan famoso en esta orilla del Mare Nostrum como lo era Delfos en Grecia. Amón se encontraba a más de trescientos kilómetros rumbo sur, a través de un seco desierto de largas dunas y bajos montículos rocosos; allí los marmárides iban de pozo en pozo con sus camellos y cabras, con sus grandes tiendas de cuero.
Cuando Catón preguntó por Alejandro Magno, Filopoemon frunció el entrecejo.
– Nadie sabe si Alejandro fue a Amón para plantear una pregunta al oráculo -dijo-, o si Ra, el señor de los dioses egipcios lo llamó oasis para divinizarlo.-Se quedó pensativo un momento- Todos los Tolomeos desde el primer Sóter han realizado la peregrinación, ya fueran reyes de Egipto o sátrapas de Cirenaica. Nosotros estamos vinculados a Egipto por sus reyes y reinas, por el oasis, pero nuestra sangre es egipcia, no macedonia ni griega.
Mientras Filopoemon se extendía hablando de las manadas de camellos que el pueblo mantenía para alquilar a loa peregrinos, los pensamientos de Catón tomaron otro rumbo. No, no podemos quedarnos aquí mucho tiempo, pero si zarpamos mientras sopla Coro, el viento nos llevará a Alejandría. Después de enterarme del modo como el joven rey trató a Pompeyo Magno, no creo que Egipto sea seguro para los romanos que se oponen a César.
– Mientras sople Coro, imposible -masculló. Filopoemon pareció perplejo.
– ¿Coro?
– Argestes -aclaró Catón pronunciando el nombre griego de aquel viento.
– ¡Ah, Argestes! Pronto dejará de soplar, Marco Catón. Un día de estos se levantará Aparctias. sí, claro! Estamos a mediados Aquilo… Los vientos etesios, ¡sí, claro! Estamos a mediados de octubre según el calendario, a mediados de quinctilis según las estaciones. Sirio está a punto de aparecer.
– Siendo así-dijo Catón con un gran suspiro de alivio-, no será necesario que abusemos mucho más tiempo de tu hospitalidad, Filopoemon.
Y no fue necesario. Al amanecer del día siguiente, los idus de octubre, llegaron los vientos etesios. Catón organizó el embarque de Cornelia Metela en una de las tres naves que pertenecían a la joven viuda y viajarían con ella, y luego la despidió con una emoción anormalmente tierna; ella le había donado las reservas de Pompeyo Magno, doscientos talentos en monedas de plata. ¡Cinco millones de sestercios!
La flota zarpó al tercer día de los etesios, los hombres estaban más contentos de lo que habían estado desde que Pompeyo los reclutó para su gran ejército de la guerra civil. Muchos tenían menos de treinta años y habían servido a Pompeyo en Hispana durante mucho tiempo; eran tropas veteranas y por tanto muy valiosas. Al igual que otros soldados de bajo rango, ignoraban las espinosas diferencias entre las facciones políticas de Roma, así como la fama de fanático de Catón. Ellos lo consideraban un hombre extraordinario: cordial, alegre, compasivo. Adjetivos que ni siquiera Favonio habría aplicado a su más querido amicus, Marco Porcio Catón. Habían recibido a Sexto Pompeyo con júbilo, y echado a suertes qué barco lo llevaría, porque Catón no tenía intención de alojar al hijo menor de Pompeyo Magno en su propia nave; Lucio Gratidio y los dos filósofos eran compañía más que suficiente para él.
Catón permaneció en la popa mientras su barco guiaba a los otros cincuenta hacia la salida de la bahía de Paraetonio con el viento en las velas y el primer turno de remeros soldados bogando con ahínco. Tenían comida suficiente para un viaje de veinte días: dos de los agricultores locales habían obtenido buenas cosechas de garbanzos gracias a las lluvias del invierno y trigo suficiente para alimentar al pueblo de Paraetonio. Habían vendido de buena gana los garbanzos a Catón. Por desgracia no había tocino. Se requería un bosque de robles italianos con abundantes bellotas para alimentar buenos cerdos. ¡Ojalá en Cirenaica alguien criara puercos! Comer tocino salado era mejor que no comer tocino.
El viaje de ochocientos kilómetros a Cirenaica les llevó sólo ocho días, la flota navegaba lo bastante lejos de la orilla para no tener que preocuparse de arrecifes o escollos. Cirenaica era un enorme saliente en la costa septentrional africana, y la distancia que la separaba de Creta y Grecia era mucho menor que la interminable costa recta que la separaba del delta del Nilo.
Hicieron la primera escala en Chersoneso, un grupo de siete casas adornadas de redes de pesca; Lucio Gratidio remó hasta la orilla y averiguó que Darnis, una población mucho mayor, estaba sólo a unos cuantos kilómetros más adelante. Pero lo que una aldea de pescadores consideraba «mucho mayor» resultó ser poco más o menos del tamaño de Paraetonio; allí podían abastecerse de agua, pero no había más alimento que pescado. Deberían dirigirse a la Cirenaica oriental, a una distancia de unos doscientos cincuenta kilómetros.
Cirenaica había sido feudo de los soberanos tolomeicos de Egipto hasta que su último sátrapa, Tolomeo Apion, se la había legado a Roma en su testamento. Reacia heredera, Roma no había hecho nada para anexionarse el territorio ni para establecer allí una guarnición, y menos aún enviar a un gobernador. Prueba fehaciente de que la ausencia de gobierno permitía que la gente medrara sin impuestos y se dedicara a sus tareas de siempre obteniendo una mayor prosperidad personal, Cirenaica se había convertido en un legendario remanso del mundo, una especie de idealizada tierra de ensueño. Como estaba fuera de las rutas habituales y no tenía oro, piedras preciosas ni enemigos, no atraía a individuos de mala índole. Pero de pronto, treinta años atrás, el gran Lúculo la había visitado, y las cosas cambiaron deprisa. Empezó la romanización, se establecieron impuestos, y se nombró a un gobernador de rango pretoriano para que administrara Cirenaica conjuntamente con Creta. Pero como el gobernador prefería vivir en Creta, Cirenaica continuó siendo poco más o menos lo que siempre había sido, un dorado remanso, con la única diferencia real de los impuestos romanos. Éstos resultaron ser bastante tolerables, ya que las sequías que azotaban a otros territorios que suministraban grano a Italia no solían coincidir con las sequías de Cirenaica. Gran productora de cereales, Cirenaica contó de súbito con un mercado en el lado opuesto del Mare Nostrum. Flotillas de cargueros vacíos llegaban de Ostia, Puteoli y Neapolis impulsadas por los vientos etesios, y cuando después de la cosecha los barcos habían sido estibados, Auester, el viento del sur, empujaba las embarcaciones de regreso a Italia.
Cuando llegó Catón, la región prosperaba gracias a la sequía que asolaba los demás territorios desde Grecia hasta Sicilia; en Cirenaica las lluvias del invierno habían sido excelentes, el trigo, ya casi listo para la siega, había aumentado notablemente su rendimiento, y los mercaderes de grano romanos más emprendedores comenzaban a llegar con sus flotillas.
Una molestia para Catón, que encontró Darnis, pequeño como era, ya lleno de barcos. Se vio obligado a navegar hasta Apolonia, el puerto que servía a la ciudad de Cirene, la capital de Cirenaica. Allí podría atracar.
Y pudo, pero sólo porque Labieno, Afranio y Petreyo habían llegado antes que él con ciento cincuenta barcos de transporte y habían expulsado a alta mar a las flotillas que cargaban el grano. Como Catón, erguido en la popa del barco que iba en cabeza, era una figura inconfundible, Lucio Afranio, al frente del puerto, le dejó entrar con su flota.
– ¡Qué absurdo! -gruñó Labieno mientras llevaba a Catón a paso rápido hacia la casa que había confiscado al principal ciudadano de Apolonia-. Ven, toma un poco de vino decente -dijo en cuanto entraron en la habitación que había convertido en su despacho.
Catón no advirtió la ironía.
– No, gracias.
Labieno lo miró boquiabierto.
– ¡Vamos! Eres el mayor bebedor de Roma, Catón.
– No desde que dejé Corcira -contestó Catón con dignidad-.
Juré a Liber Pater que no probaría el vino hasta que trajera a mis hombres sanos y salvos hasta la provincia de África.
– Unos cuantos días aquí y volverás a beber como antes.
Labieno fue a servirse una generosa cantidad, y la apuró sin detenerse a respirar.
– ¿Por qué? -preguntó Catón, tomando asiento.
– Porque no somos bienvenidos. La noticia de la derrota y la muerte de Magno ha corrido por todos los rincones del Mare Nostrum como si la llevara un pájaro, y en Cirenaica sólo se piensa en César. Están convencidos de que nos pisa los talones y les aterroriza ofenderlo al darle la impresión de que ayudan a sus enemigos. Así que Cirene ha cerrado sus puertas, y Apolonia está dispuesta a causarnos todo el daño posible; la situación se ha agravado desde que expulsamos a las flotillas que compraban el grano.
Cuando Afranio y Petreyo entraron con Sexto Pompeyo, Labieno tuvo que darles la misma explicación; Catón permaneció sentado, impertérrito, dándole vueltas a la situación. ¡Oh, dioses, vuelvo a estar entre los bárbaros! Mis breves vacaciones han terminado.
Una parte de él deseaba visitar Cirene y su palacio tolomeico, que según se decía era fabuloso. Habiendo visto el palacio de Tolomeo el Chipriota en Pafos, tenía interés por comparar cómo habían vivido los tolomeos en Cirenaica y cómo habían vivido en Chipre. Doscientos años atrás, Egipto había sido un gran imperio que incluso había poseído algunas de las islas Egeas, a la vez que Palestina y media Siria. Pero las islas Egeas y las tierras de Siria-Palestina las habían perdido hacía un siglo, y lo único que los Tolomeos habían logrado conservar era Chipre y Cirenaica, de donde Roma los había obligado a salir en fecha reciente. Recuerdo claramente, reflexionó Catón, que había sido el agente de la anexión de Chipre, que Chipre no había acogido bien la soberanía romana. De Oriente a Occidente, nunca resulta fácil.
Labieno había encontrado mil soldados de caballería gálicos y dos mil de infantería al acecho en Creta, los había rodeado con su habitual inflexibilidad y se había apropiado de todas las naves de Creta. Con mil caballos, dos mil mulas y cuatro mil hombres -además de no combatientes y esclavos- hacinados en doscientos barcos, navegó de la Apolonia cretense a la Apolonia cirenaica (había ciudades quedebían su nombre a Apolo por todo el mundo) en sólo tres días, p había visto obligado a esperar a los vientos etesios.
– Nuestra situación va de mal en peor -dijo Catón a Estatilo y Atenodoro Cordilion mientras los tres se instalaban en la pequeña casa que Estatilo había encontrado abandonada; Catón se había negado a desalojar a nadie y no precisaba de comodidades.
– Lo comprendo -dijo Estatilo, atendiendo nervioso a Atenodoro Cordilion que, padecía un resfriado, que Deberíamos ahabernos dado cuenta de que
Cirenaica se pondría del lado del ganador.
– Muy cierto -convino Catón con amargura. Se tiró de la barba-. Quedan aún quizás unas cuatro nundinae de vientos etesios, así que de algún modo he de presionar a Labieno para que siga avanzando. Una vez que el viento sur empiece a soplar, nunca llegaremos a la provincia de África, y Labieno está más resuelto a saquear Cirene que a hacer algo práctico por continuar con la guerra.
– Impondrás tu voluntad -dijo Estatilo tranquilamente.
Si Catón impuso su voluntad fue gracias a la diosa Fortuna, que parecía favorecerle. Al día siguiente llegaron noticias del puerto de Arsinoe, a unos ciento cincuenta kilómetros al oeste; Cneo Pompeyo había mantenido su palabra y enviado rumbo a África a otros seis mil quinientos de los heridos de Catón. Habían desembarcado en Arsinoe, siendo bien recibidos por los habitantes del lugar.
– Así pues, dejaremos Apolonia y navegaremos hasta Arsinoe
– dijo Catón a Labieno con su tono más áspero.
– Dentro de un nundinum -respondió Labieno.
– ¿Ocho días más? ¿Estás loco? Tú haz lo que quieras, necio, pero mañana yo me llevaré a mi flota a Arsinoe.
El gruñido de Labieno se convirtió en rugido, pero Catón no era Cicerón. Había amilanado a Pompeyo Magno, y no le asustaban los bárbaros como Tito Labieno, que estaba allí con los puños apretados, enseñando los dientes, y mirándole con un brillo de furia en los ojos. De pronto Labieno se encogió de hombros e hizo un gesto de indiferencia.
– Muy bien, partiremos hacia Arsinoe mañana -dijo.
Y allí fue donde la diosa Fortuna abandonó a Catón, que encontró una carta de Cneo Pompeyo esperándole.
Las cosas en la provincia de África pintan bien, Marco Catón. Si sigo al ritmo actual, tendré la flota amarrada en buenas bases a lo largo de la costa meridional de Sicilia, y una o dos de las islas Vulcaniae podrán recibir el grano de Cerdeña. De hecho las cosas pintan tan bien que he decidido dejar a mi suegro Libo al frente, y marcharme a la provincia de África con un gran número de soldados que se han presentado en la Macedonia occidental y me han pedido que les permita luchar contra César.
Por tanto, Marco Catón, mal que me pese, debo pedirte que me devuelvas todas las naves en el acto. Las necesitamos desesperadamente, y me temo que las tropas no heridas deben tener prioridad sobre tus hombres heridos. En cuanto pueda, te enviaré otra flota lo bastante grande para transportar a tu gente a la provincia de África, aunque te advierto que debes navegar mar adentro. La gran hendidura de la costa africana entre Cirenaica y nuestra provincia no es navegable: no hay mapas y las aguas están llenas de peligros.
Te deseo suerte, y he -hecho una ofrenda para que tú y tus heridos, tras tantos sufrimientos, lleguéis hasta nosotros.
Sin barcos. Además, como bien sabía Catón, era imposible volver antes de que Auster eliminara cualquier posibilidad de regreso.
– Sea cual sea mi destino, Tito Labieno, debo insistir en que envíes también tus barcos a Cneo Pompeyo -bramó Catón.
– Me niego.
Catón se volvió hacia Afranio.
– Lucio Afranio, como cónsul estás por encima de nosotros. Te sigue Marco Petreyo, y luego yo. Tito Labieno, aunque has sido propretor bajo las órdenes de César, nunca has sido pretor electo. Por tanto la decisión no te corresponde a ti. ¿Tú qué dices, Lucio Afranio?
Afranio había sido fiel hasta la médula a Pompeyo Magno; la única importancia de Labieno se debía a que se había acogido al patronazgo de Pompeyo y era picentino como él.
– Si el hijo de Magno necesita nuestros barcos, Marco Catón, los tendrá-declaró Afranio.
– Así pues, aquí estamos, en Arsinoe, con nueve mil soldados de infantería y un millar de caballos. Puesto que eres tan fiel al mos maiorum, Catón, ¿qué propones? -preguntó Labieno, furioso.
Sabiendo que Labieno conocía su propia incapacidad para soliviantar a las tropas como habría hecho César, porque los hombres le odiaban, Catón se relajó. Lo peor había pasado.
– Propongo que vayamos a pie -respondió con calma.
Nadie tuvo valor de responder, pero los ojos de Sexto Pompeyo se iluminaron.
– Después de leer la carta de Cneo Pompeyo y antes de convocar esta reunión -prosiguió Catón-, he hecho ciertas indagaciones entre los lugareños. Si algo puede hacer un soldado romano, es marchar. Al parecer, la distancia entre Arsinoe y Hadrumetum, el primer pueblo de la provincia de África, es algo menos que los dos mil quinientos kilómetros que separan Capua y la Hispania Ulterior. Unos dos mil cuatrocientos kilómetros. Calculo que la resistencia en la provincia de África no estará del todo unida hasta mayo del próximo año. Aquí en Cirenaica ha llegado noticia de que César está en Alejandría, detenido allí por una guerra, y que el rey Farnaces de Cimeria se ha levantado en armas en Asia Menor. Cneo Calvino marcha hacia allí para contenerlo, con dos legiones de Publio Sextio y poco más. Estoy seguro de que tú, Labieno, conoces a César en el campo de batalla mejor que ninguno de nosotros, así que dinos: ¿realmente crees que cuando haya puesto en orden Alejandría partirá hacia el oeste?
– No -contestó Labieno-. Irá a sacar a Calvino del aprieto y dar a Farnaces tal lección que a éste no le quedará más remedio que volver a Cimeria con el rabo entre las piernas.
– Bien, estamos de acuerdo -dijo Catón amablemente-. Por tanto, mis senadores y magistrados curules, me dirigiré a nuestras tropas y solicitaré que voten democráticamente respecto a si recorremos a pie o no los dos mil cuatrocientos kilómetros hasta Hadrumetum.
– Eso no es necesario -dijo Labieno, y escupió al suelo el vino que tenía en la boca-. Afranio puede decidir.
– Nadie puede tomar esa decisión excepto aquellos a quienes vamos a pedir que emprendan el viaje -vociferó Catón en su tono más agresivo-. ¿De verdad quieres tener bajo tu mando a diez mil hombres reacios y resentidos, Tito Labieno? ¿De verdad? Pues yo no. Los soldados de Roma son ciudadanos. Tienen voto en nuestras elecciones, por escaso que sea el valor de ese voto si son pobres. Pero muchos de ellos no son pobres, como César bien sabía cuando los envió de permiso a Roma para votar por él o por sus candidatos preferidos. Estos hombres nuestros son auténticos veteranos que han acumulado riqueza gracias a la parte que les correspondía en los botines. Son importantes tanto política como militarmente. Además, depositan cada sestercio de sus ingresos en los bancos de las legiones para contribuir a la financiación de la guerra de la república contra César, así que también son nuestros acreedores. Por tanto, iré a preguntarles.
Acompañado por Labieno, Afranio, Petreyo y Sexto Pompeyo, Catón se dirigió al enorme campamento de las afueras de Arsinoe, hizo formar a la tropa en la plaza situada junto a los almacenes y explicó la situación.
– Pensadlo esta noche y dadme una respuesta mañana al amanecer -dijo con voz fuerte.
Al amanecer los soldados tenían ya la respuesta, así como un representante para comunicarla: Lucio Gratidio.
– Marcharemos, Marco Catón, pero con una condición.
– ¿Cuál?
– Que tú estés en la tienda de mando. En una batalla, de buena gana nos sometemos a las órdenes de nuestros generales, legados, tribunos. Pero en una marcha nadie sabe qué puede ocurrir, sin carreteras ni poblados, y sólo un hombre puede prevalecer: tú -declaró Lucio Gratidio con firmeza.
Los cinco nobles miraron a Gratidio con asombro, incluso Catón; era una respuesta que nadie esperaba.
– Si el cónsul Lucio Afranio considera que vuestra petición es conforme al mos maiorum, me pondré al frente -contestó Catón.
– Es conforme -dijo Afranio con voz hueca; el comentario de Catón respecto al hecho de que Pompeyo Magno era deudor de su propio ejército había sido un duro golpe para Afranio (y Petreyo): Afranio había prestado a Pompeyo una fortuna.
– Como mínimo -dijo Sexto al día siguiente a Catón-, administraste tal patada en el trasero a Labieno que aprendió la lección.
– ¿De qué hablas, Sexto?
– Ha pasado la noche cargando sus soldados y sus caballos a bordo de un centenar de barcos y al amanecer ha zarpado hacia la provincia de África, con todo el trigo que el pueblo de Arsinoe le ha vendido, y con un palmo de narices. -Sexto sonrió-. Afranio y Petreyo se han ido también.
Una gran satisfacción invadió a Catón, que de hecho olvidó su propia situación lo suficiente para sonreír también.
– ¡Oh, qué alivio! Pero estoy preocupado por tu hermano, que se queda con cien barcos menos.
– También yo estoy preocupado por él, Catón, pero no tan preocupado como para querer que los fellatores marchen con nosotros… ¡Labieno y sus preciosos caballos! Nadie necesita un millar de caballos en esta expedición; beben agua en grandes cantidades y comen mucho. -Sexto dejó escapar un suspiro-. Es el hecho de que se haya llevado todo el dinero lo que más daño nos hará.
– No -dijo Catón con serenidad-, no se ha llevado todo el dinero. Aún tengo los doscientos talentos que me dio tu querida madrastra. Simplemente me olvidé de mencionárselos a Labieno. No temas, Sexto, podremos comprar lo que necesitemos para sobrevivir.
– Trigo no -dijo Sexto sombríamente-. Se ha llevado toda la primera cosecha de Arsinoe, y con las flotillas dispuestas a comprar el grano navegando por los alrededores, no conseguiremos nada de la última cosecha.
– Teniendo en cuenta la cantidad de agua que debemos acarrear, Sexto, no podríamos transportar también el trigo. No, esta expedición se alimentará de ganado: ovejas, cabras y bueyes.
– ¡Oh, no! -exclamó Sexto-. ¿Carne? ¿Nada más que carne?
– Nada más que carne y las verduras comestibles que encontremos -contestó Catón con firmeza-. Me atrevería a decir que Afranio y Petreyo han decidido arriesgarse a hacerse a la mar porque de pronto se preguntaron si, con Catón en la tienda de mando, se les permitiría montar a caballo mientras los otros iban a pie.
– ¿He de suponer que nadie montará a caballo?
– Nadie. ¿Te tienta salir corriendo detrás de Labieno ante esa perspectiva?
– ¡A mí no! Fíjate, por cierto, en que no se ha llevado tropas romanas. La caballería es gala; no son ciudadanos.
– Bueno -dijo Catón, poniéndose en pie-, ya he tomado mis notas, y es hora de empezar a organizar la marcha. Estamos a principios de noviembre, y calculo que los preparativos nos llevarán dos meses, lo cual significa que partiremos a primeros de enero.
– Comienzos de otoño según las estaciones. Hará todavía un calor espantoso.
– Me han dicho que el clima en la costa es soportable, y debemos mantenernos cerca de la costa o nos perderemos irremediablemente.
– Dos meses de preparativos me parece excesivo.
– La logística lo requiere. Para empezar, he de encargar que se tejan diez mil sombreros para protegernos del sol. Imagínate lo que sería la vida si Sila no hubiera dado fama a esos sombreros. Bajo el sol de estas latitudes tienen un valor inestimable. Aunque todo hombre bueno deba detestar a Sila, he de agradecerle este hallazgo tan sensato. Nuestras tropas deben caminar tan cómodamente como sea posible, lo cual significa que nos llevaremos todas nuestras mulas y las que haya dejado Labieno. Una mula puede encontrar forraje allí donde crezca cualquier clase de plantas, y los lugareños me han asegurado que las hay en la costa. De modo que el equipo de los soldados viajará a lomos de esos animales de carga. Para avanzar por una terra incognita despoblada, Sexto, no es necesario llevar puestas las cotas de malla, los escudos y los yelmos, ni levantar un campamento cada noche. Los pocos nativos que haya no se atreverán a atacar a una columna de diez mil hombres.
– Espero que tengas razón -dijo Sexto Pompeyo con ardor-, porque no me imagino a César permitiendo que los hombres marchasen desarmados.
– César es un militar, yo no. Me guío por el instinto.
Con el pago de diez talentos de la donación de Cornelia Metela, los hombres pudieron comer pan durante aquellos dos meses de preparativos, pan empapado de buen aceite de oliva. Haciendo indagaciones, encontraron tocino, y Catón disponía aún de una gran reserva de garbanzos. Sus propios mil hombres estaban en magnífica forma, gracias a casi un mes de remo, pero los últimos en llegar, a causa de las heridas y la inactividad, estaban más débiles. Catón hizo llamar a todos sus centuriones y dio órdenes: todos los hombres que se disponían a marchar tenían que someterse a un riguroso programa de instrucción y ejercicio, y en enero aquellos que no estuvieran en forma se quedarían en Arsinoe y tendrían que arreglárselas por sí solos.
El dioiketes de Arsinoe, un tal Sócrates, fue de gran ayuda, una continua fuente de buenos consejos. Instruido y equitativo, su imaginación se echó a volar en cuanto Catón le relató sus planes.
– ¡Oh, Marco Catón, una nueva anabasis! -exclamó.
– No soy Jenofonte, Sócrates, y mis diez mil hombres son buenos soldados y ciudadanos romanos, no mercenarios griegos dispuestos a luchar al servicio del enemigo persa -dijo Catón, que últimamente procuraba moderar su voz y no ofender a las personas que necesitaba. De este modo esperó que su tono no revelara el terror que le producía ver comparada su expedición con esa otra famosa marcha de diez mil hombres, hacía casi cuatrocientos años-. Además, mi marcha no quedará en los anales de la historia. No siento el impulso de Jenofonte de escribir para explicar la traición, porque aquí no existe traición. Por tanto no escribiré comentario alguno sobre mi propia «marcha de los diez mil».
– No obstante, es muy espartano lo que te propones.
– Es muy sensato lo que me propongo -respondió Catón.
Confió a Sócrates su mayor preocupación: que los hombres, habituados a la dieta itálica a base de fécula, aceite, verdura y fruta, sin más carne entre los pobres que un poco de tocino para dar sabor, fueran incapaces de tolerar una dieta consistente en carne.
– Pero sin duda debes conocer el laserpicium -dijo Sócrates.
– Sí, lo conozco. -La parte del rostro de Catón que quedaba visible entre el cabello y la barba se contrajo en una mueca de asco-. La clase de remedio digestivo por la que hombres como mi suegro pagan una fortuna. Se dice que ayuda al estómago a recuperarse del exceso de… -respiró hondo con expresión de asombro- ¡carne! ¡Exceso de carne! Sócrates, Sócrates, debería tener laserpicium, pero ¿cómo voy a pagar una cantidad suficiente para administrárselo a diez mil hombres a diario durante meses?
Sócrates se echó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas.
– El lugar a donde vas, Marco Catón, es un descampado cubierto de silfio, un pequeño arbusto que será un festín para tus mulas, cabras y bueyes. Un pueblo conocido como los psylli extrae el laserpicium del silfio. Viven en el límite occidental de Cirenaica y tienen una pequeña ciudad portuaria, Filaenorum. Si comer carne con exceso fuera una costumbre dietética en el Mare Nostrum, los psylli serían mucho más ricos de lo que son. Son los astutos mercaderes que visitan Filaenorum quienes obtienen grandes beneficios, no los psylli.
– ¿Hablan griego algunos de ellos?
– Sí, claro, tienen que hablarlo, o de lo contrario no recibirían nada a cambio de su laserpicium.
Al día siguiente Catón partió a caballo hacia Filaenorum, y Sexto
Pompeyo le siguió al galope para no quedarse rezagado.
– Vuelve y sé útil en el campamento -ordenó Catón con severidad.
– Puedes dar tantas órdenes como quieras a todo el mundo, Catón -replicó Sexto-, pero yo soy el hijo de mi padre, y me muero de curiosidad. Así que cuando Sócrates ha dicho que te ibas a comprar muchos talentos de laserpicium a un pueblo conocido como los psylli, he decidido que necesitabas mejor compañía que la de Estatilo y Atenodoro Cordilion.
– Atenodoro está enfermo -dijo Catón lacónicamente-. Aunque he ordenado que nadie realice la marcha montado a caballo, me temo que debo eximir a Atenodoro de esa norma. No puede andar, y Estatilo es su enfermera.
Resultó que Filaenorum estaba a trescientos kilómetros al sur, pero la región se hallaba suficientemente poblada para que los viajeros pudieran disponer de comida y un lecho cada noche, y Catón acabó agradeciendo la compañía alegre e irreverente de Sexto. Sin embargo, se dijo mientras recorrían los últimos ochenta kilómetros, empiezo a advertir a qué clase de dificultades tendremos que enfrentarnos. Aunque hay pasto para el ganado, es un paraje baldío.
– La única ventaja -afirmó Nasamones, jefe de los psylli- es la presencia de agua subterránea, razón por la cual se da tan bien el silfio. La hierba no crece porque sus raíces no penetran lo suficiente para encontrar agua; el silfio tiene una larga raíz central. Sólo cuando crucéis las salinas y las marismas entre Carax y Leptis Mayor necesitaréis toda el agua que podáis transportar. Hay otra extensión de desierto salobre entre Sabrata y Tapso, pero no es muy grande y hay una Via romana en la parte final del trayecto.
– ¿Hay poblados, pues? -preguntó Catón, animándose.
– De aquí a Leptis Mayor, que se halla a mil kilómetros en dirección oeste, sólo está Carax.
– ¿A qué distancia está Carax?
– A algo más de trescientos kilómetros, pero en la costa hay pozos y oasis, y los habitantes son mis propios psylli.
– ¿Crees que podría contratar a cincuenta psylli para acompañarnos hasta Tapso? -preguntó Catón tímidamente-. Así, si encontramos a alguien que no habla griego, podremos parlamentar. No quiero que las tribus teman que estemos invadiendo sus territorios.
– El precio será alto -contestó Nasamones.
– ¿Dos talentos de plata?
– Por esa suma, Marco Catón, puedes contar con todos nosotros.
– No, cincuenta bastarán. Sólo hombres, por favor.
– Imposible -replicó Nasamones, sonriendo-. Extraer laserpicium del silfio es trabajo de mujeres, y eso es lo que deberéis hacer: extraerlo a lo largo del viaje. La dosis es una cucharada diaria por cabeza; con tantas bocas no podríais acarrear la cantidad necesaria. Sin embargo, incluiré diez hombres sin coste adicional para que mantengan la disciplina entre las mujeres y atiendan a los heridos por mordeduras de serpientes o por el aguijón de un escorpión.
Sexto Pompeyo, aterrorizado, palideció y tragó saliva.
– ¿Serpientes? -repitió estremeciéndose-. ¿Escorpiones?
– En gran cantidad -confirmó Nasamones, como si las serpientes y los escorpiones no fueran más que una molestia cotidiana-. Tratamos las mordeduras y picaduras practicando un corte profundo en ellas y sorbiendo el veneno, pero es más fácil decirlo que hacerlo, así que os aconsejo que utilicéis mis hombres; son expertos. Si las picaduras se tratan debidamente, pocos hombres mueren…, sólo las mujeres, los niños y los ancianos y enfermos.
Bien, pensó Catón lúgubremente, tendré que reservar mulas suficientes libres de carga para acarrear a los hombres heridos por picaduras. Pero gracias, generosa Fortuna, por haberme proporcionado a los psylli.
En el camino de regreso a Arsinoe, dijo con vehemencia a Sexto: -Y no te atrevas a decir una sola palabra sobre serpientes o escorpiones a nadie. Si lo haces te encadenaré y te enviaré encadenado al rey Tolomeo.
Se tejieron los sombreros, y Arsinoe y las inmediaciones se quedaron sin asnos, ya que Catón descubrió por mediación de Sócrates y Nasamones que las mulas beberían y comerían demasiado. Los asnos, más pequeños y resistentes, fueron las bestias de carga elegidas. Afortunadamente a ningún granjero ni mercader le importó trocar sus pollinos por mulas; aquellas eran mulas del ejército romano, de la mejor raza. Catón adquirió cuatro mil asnos a cambio de sus tres mil mulas. Para tirar de los carromatos se llevó bueyes, pero resultó que era imposible comprar ovejas. Al final tuvo que conformarse con mil vacas y mil cabras.
Esto no es una marcha, es una emigración, pensó. ¡Cómo debe de estar riéndose ahora Labieno, a salvo en Utica! ¡Pero yo le enseñaré! Aunque muera en el empeño, haré llegar a mis diez mil a la provincia de África en condiciones de combatir. Pues Catón tenía diez mil hombres, contando a los no combatientes que se llevó también. Ningún general romano exigía a sus soldados que marcharan, construyeran, lucharan y además cuidaran de sí mismos. Cada centuria constaba de cien hombres, pero sólo ochenta eran soldados; los otros veinte eran sirvientes que molían el grano, cocían el pan, repartían el agua durante la marcha, se encargaban de las bestias y carromatos de la centuria, y limpiaban y lavaban la ropa. No eran esclavos, sino ciudadanos romanos que no se consideraban aptos para el combate: patanes de escasa inteligencia que recibían una pequeña parte del botín pero los mismos sueldos y raciones que los soldados.
Mientras las mujeres cirenaicas tejían los sombreros, los hombres elaboraban odres para el agua, porque las ánforas de arcilla, con la base en punta y una forma concebida para colocarse en un armazón o en un espeso lecho de serrín, eran demasiado pesadas para amarrarlas dentro de cuévanos a los lomos de un asno.
– ¿No llevamos vino? -preguntó Sexto consternado.
– No, ni una gota -respondió Catón-. Los hombres beberán agua, y nosotros también. Atenodoro tendrá que prescindir de su reconstituyente.
Al segundo día de enero se puso en movimiento la gigantesca expedición, entre las ovaciones de toda la población de Arsinoe. No era una ordenada columna militar en marcha, sino más bien una errante masa de animales y hombres vestidos con túnicas y tocados con grandes sombreros de paja. Los hombres trataban de que las bestias no se dispersaran mientras Catón los conducía en dirección sur hacia Filaenorum y los psylli. Aunque el sol brillaba con fuerza, Catón pronto observó que las etapas que había establecido no debilitarían a sus hombres. Quince kilómetros al día, que era la distancia que podían recorrer los animales.
Pero si bien Marco Porcio Catón nunca había capitaneado un ejército, y en Roma, siempre exasperada por su obstinación y firmeza, se le había considerado una persona con el menor sentido común, resultó ser el comandante ideal para una migración. Como si tuviera cien ojos, lo iba observando todo y evitaba cometer errores que nadie, ni siquiera César hubiera previsto. Al amanecer del segundo día sus centuriones recibieron órdenes de asegurarse de que todos los hombres llevaran las caligae fuertemente atadas en torno a los tobillos; atravesaban un terreno lleno de pequeños hoyos a menudo ocultos, y si un hombre se torcía un tobillo o se rompía un ligamento, se convertía en una carga. Al final del primer nundinum, ni siquiera a maedio camino de Filaenorum, Catón ya había desarrollado un sistema mediante el cual cada centuria se ocupaba de cierta cantidad de asnos, vacas y cabras, como si los animales fueran de su propiedad; si permitía que las bestias comieran o bebieran en exceso, la centuria no podía robar forraje o agua a otra centuria más prudente.
Al anochecer, la muchedumbre se detenía, hacía acopio de agua sacándola de pozos o manantiales, y cada hombre se echaba a dormir sobre su sagun de fieltro impermeable, una capa circular con un agujero en medio para la cabeza, utilizada para protegerse durante la marcha de la lluvia o la nieve. Todo el pan y los garbanzos se consumieron durante ese primer trayecto de la marcha, ya que el laserpicium no formaría parte del menú hasta Filaenorum. Quince kilómetros diarios. Bien estaba, pues, que aquellos primeros trescientos kilómetros fue ran a través de un terreno más propicio; estaban adquiriendo experiencia; después de Filaenorum, las cosas se complicarían mucho.
Cuando como por milagro llegaron a Filaenorum no en veinte días sino en dieciocho, Catón concedió a los hombres tres días de descanso en un improvisado campamento poco á allá d una la g playa arenosa. Así pues, sus hombres nadaron, pescaron y gastaron de algún que otro precioso sestercio a cambio de los favores sexuales de las mujeres psylli.
Todos los legionarios sabían nadar; formaba parte de su adiestramiento, ya que ¿quién sabía cuándo un general como, por ejemplo, César, podía ordenarles que cruzaran a nado un lago o un caudaloso río? Desnudos y despreocupados, los hombres se divirtieron y se atracaron de pescado.
Déjalos, pensó Catón, que también disfrutaba nadando.
– ¡Vaya! -exclamó Sexto, mirando la desnudez de Catón-. No me había fijado en tu atlética complexión.
– Eso es -dijo Catón, carente de sentido del humor- porque eres demasiado joven para recordar la época en que no llevaba túnica debajo de la toga para protestar contra la erosión del mos maiorum.
Exentos del control de los animales y las tareas de la centuria, los centuriones tenían otras obligaciones. Catón los convocó y dio instrucciones respecto al laserpicium y la inminente dieta a base exclusivamente de carne.
– No comeréis ninguna planta sin que los psylli que nos acompañan nos hayan dicho previamente que es comestible, y os aseguraréis que vuestros hombres hagan lo mismo -gritó-. A cada uno de vosotros se os proporcionará una cuchara y la cantidad de laserpicium correspondiente a vuestra centuria, y vosotros personalmente administraréis media cucharada a cada hombre. Será vuestro deber acompañar a las mujeres psylli y a doscientos no combatientes en la recogida y la preparación del silfio. Por lo que sé, la planta ha de triturarse, hervirse y dejarse enfriar, tras lo cual el laserpicium queda a flote en la superficie de la cocción y debe espumarse. Eso significa que necesitaremos leña en un terreno falto de árboles. Por tanto, os aseguraréis de que todas las plantas muertas y secas se recojan y se transporten para quemarlas. Cualquier hombre que intente violar a una mujer psylli será despojado de la ciudadanía, azotado y decapitado. Hablo en serio.
Si los centuriones creían que había terminado, se equivocaron.
– ¡Otro asunto! -bramó Catón-. Cualquier hombre, sea cual sea su rango, que permita que una cabra se coma su sombrero, tendrá que ir con la cabeza descubierta, y eso significa insolación y muerte. Casualmente tengo aún sombreros suficientes para sustituir a los que ya se han comido las cabras, pero se me están terminando. Así pues, que todos los hombres de esta expedición lo tengan en cuenta: si pierden el sombrero, pierden la vida.
– Eso es hablarles con firmeza -dijo Sexto mientras acompañaba a Catón a la casa de Nasamones-. El único problema, Catón, es que una cabra decidida a comerse un sombrero es tan difícil de eludir como una ramera que le ha echado el ojo a un viejo rico. ¿Cómo proteges tu sombrero?
– Cuando no lo llevo en la cabeza, o sea cuando me acuesto a dormir, me tiendo sobre él. ¿Qué más da si la copa se aplasta? Cada mañana vuelvo a ahuecarlo, y me lo ato firmemente con las cintas que les pusieron las sensatas tejedoras.
Nasamones, que lamentaba que aquel maravilloso circo se marchara, anunció:
– Ya he hecho correr la voz. Hasta que lleguéis a Carax, mi pueblo os ayudará tanto como le sea posible. -Carraspeó-. Ejem… ¿me permites un consejo, Marco Catón? Aunque necesitarás las cabras, no llegarás vivo a la provincia de África si permites que las cabras anden sueltas. No sólo se comerán vuestros sombreros sino que se os comerán hasta la ropa. Una cabra come de todo. Así que atadlas mientras marcháis y encerradlas en un corral por la noche.
– ¿Encerrarlas cómo? -preguntó Catón, harto de las cabras.
– He notado que cada legionario lleva en sus pertrechos una estaca de empalizada, lo bastante larga para servir como bastón en terreno escabroso. Por la noche pueden utilizarse como parte de una cerca para guardar las cabras.
– Nasamones -dijo Catón con una sonrisa más alegre que ninguna de las que le había visto Sexto-, realmente no sé qué habríamos hecho sin ti y los psylli.
Las hermosas montañas de Cirenaica quedaron atrás; los diez mil se adentraron en un llano despoblado cubierto de silfio y poco más. Entre aquellos arbustos pequeños y grisáceos la tierra ocre estaba salpicada de cascajo y piedras del tamaño de un puño. Las estacas de empalizada, usadas como bastones, resultaron de un valor inestimable.
Nasamones tenía razón; abundaban los pozos y las charcas. Sin embargo no eran lo bastante numerosos para dar de beber a diez mil hombres y siete mil animales cada noche; eso habría requerido un río del tamaño del Tíber. Así que Catón ordenó que una centuria se encargara de llenar los odres de agua en cada pozo o charca por la que pasaran. Eso permitió que el gigantesco ejército siguiera avanzando, y al ponerse el sol todos podían sentarse a comer carne de vaca o cabra cocida en agua marina -los diez mil recogían arbustos muertos- y luego echarse a dormir.
Aparte del claro cielo y las matas de silfio, no perdían de vista el mar, una vasta extensión de bruñido azul, adornada de blanco alrededor de las rocas, que llegaba en suaves olas a la playa. Al paso que avanzaban los animales, los hombres podían darse un rápido baño para refrescarse y lavarse. Si sólo podían recorrer quince kilómetros diarios no llegarían a Hadrumetum antes de finales de abril. Y para entonces, pensó Catón con gran alivio, las disputas sobre quién será el comandante en jefe de nuestro ejército habrán terminado. Yo simplemente dejaré a mis diez mil con las legiones y me dedicaré a alguna actividad pacífica.
Los romanos no comían carne de vaca ni de cabra; en Roma, de las vacas sólo se utilizaban el cuero, el sebo y un fertilizante hecho a base de sangre y hueso, y de las cabras se obtenía leche y queso.
Un novillo proporcionaba unos doscientos cincuenta kilos de partes comestibles, ya que los hombres lo comían todo excepto la piel, los huesos y los intestinos. Medio kilo diario por hombre -nadie podía obligarse a comer más- representaba sacrificar veinte reses diarias durante seis días; el nundinum de ocho días se completaba con dos días de carne de cabra, aún menos apetitosa.
Al principio Catón tenía la esperanza de que las cabras dieran leche con la que elaborar queso, pero en cuanto Filaenorum quedó atrás, las cabras lecheras rechazaron a sus crías y se les secaron las ubres. Sin ser un experto en cabras, imaginó que eso tenía algo que ver con el exceso de silfio y la imposibilidad de devorar sombreros de paja u otras exquisiteces. Las vacas de largos cuernos avanzaban parsimoniosamente sin molestar a los hombres, los huesos de sus caderas sobresaliendo visiblemente de sus regiones posteriores como vestigios de alas y las ubres vacías oscilando bajo sus panzas. Sin ser tampoco un experto en ganado bovino, supuso que los toros eran un estorbo, ya que todos estaban castrados. Se tratara de gatos, perros, carneros, machos cabríos o toros, todos los machos sin castrar adelgazaban y se consumían a causa de su desazón por copular. Esparcían la simiente y producían toda una cosecha de cachorros, crías, añojos o terneros.
Algunas de estas cosas se las comentaba a Sexto Pompeyo, que estaba fascinado por los rasgos de la personalidad de Marco Porcio Catón que posiblemente ningún otro romano había conocido. ¿Era aquél el hombre que había incitado a su padre a la guerra civil? ¿El hombre que, como tribuno de la plebe, había vetado cualquier legislación que pudiera mejorar el funcionamiento de las cosas? ¿El hombre que, a la edad que Sexto tenía ahora, había intimidado a todo el Colegio de tribunos de la plebe para que mantuvieran aquella desastrosa columna dentro de la Basílica Porcia? ¿Por qué? Porque Catón el Censor había puesto la columna allí; formaba parte del mos maiorum y no podía retirarse por ningún motivo. ¡Cuántas historias había oído sobre Catón el incorruptible cuestor urbano, Catón el bebedor, Catón el que había vendido a su amada esposa! Y sin embargo allí estaba ese mismo Catón reflexionando sobre los machos y su voracidad sexual, como si él mismo no fuera un macho… y un macho muy bien dotado, dicho sea de paso.
– Por lo que a mí respecta -comentó Sexto-, deseo inmensamente regresar a la civilización. La civilización significa mujeres, y tengo ya una desesperada necesidad de estar con una mujer.
Los ojos grises se volvieron hacia él con una mirada gélida.
– Si un hombre es un hombre, Sexto Pompeyo, debería controlar sus más bajos instintos. Cuatro años no son nada -dijo Catón entre dientes.
– ¡Claro, claro! -dijo Sexto, apresurándose a retractarse. ¿Cuatro años? ¡Es curioso que Catón mencione ese periodo de tiempo!, se dijo. Marcia pasó cuatro años como esposa de Quinto Hortensio, entre dos juergas de Catón. ¿La amaba él entonces? ¿Sufrió?
Carax era una aldea a orillas de una deliciosa laguna. Su población, compuesta de psylli y de un pueblo del interior conocido como los garamantes, se ganaba el sustento sumergiéndose en el mar para recolectar esponjas y perlas; sólo consumían pescado, erizos de mar y unas cuantas verduras cultivadas en parcelas que las mujeres regaban concienzudamente; y fueron éstas quienes, al ver aparecer aquella imponente hueste, defendieron ferozmente los productos de sus huertos blandiendo azadas y profiriendo maldiciones. Catón de inmediato prohibió el saqueo de los huertos, y luego negoció con la autoridad local para comprar todas las verduras disponibles. No era suficiente alimento ni mucho menos, claro está, pero al ver sus monedas de plata las mujeres se precipitaron a recoger para ellos toda clase de vegetales comestibles.
Los romanos sabían bien que un humano no puede sobrevivir a menos que la fruta y la verdura formen parte de su dieta, pero hasta el momento Catón no había advertido ningún síntoma de escorbuto en los hombres, que habían adquirido el hábito de masticar un tallo de silfio mientras caminaban para mejorar la salivación. Fuera lo que fuese lo que contenía el silfio aparte del laserpicium, era obvio que tenía el mismo efecto que la verdura. Sólo hemos recorrido seiscientos kilómetros de nuestra ruta, pensó, pero presiento que vamos a conseguirlo.
Tras un día de descanso para nadar y comer pescado en abundancia, los diez mil se adentraron en aquel terrible paisaje, llano como una tabla, una agotadora caminata a través de salinas y salobres marismas entre las que se intercalaban extensiones de silfio. No había ningún pozo ni oasis en seiscientos kilómetros; cuarenta días de sol implacable, noches frías, escorpiones y arañas. En Cirenaica nadie había mencionado las arañas, que fueron una aterradora sorpresa. Ni en Italia, ni en Grecia, ni en las Hispanias, ni en las Galias, ni en Macedonia, ni en Tracia, ni en Asia Menor, en ninguna de las partes del globo que los romanos recorrían de extremo a extremo, había grandes arañas. El resultado era que un centurión primipilus, distinguido con las más altas condecoraciones, veterano de casi tantas batallas como César, se desmayaba ante la visión de una gran araña. Las arañas de Fazania -como se llamaba esta región- no eran grandes. Eran enormes, tan grandes como la palma de la mano de un niño, con unas patas repugnantemente peludas que plegaban malignamente bajo ellas cuando descansaban.
– ¡Por Júpiter! -exclamó Sexto, sacudiendo una de ellas de su sagun antes de plegarlo una mañana-. Te aseguro, Marco Catón, que si hubiera sabido que existían tales criaturas habría preferido soportar a Tito Labieno. Me costaba creer a mi padre cuando afirmaba que había abandonado el mar Caspio a los tres días de llegar a causa de las arañas, pero ahora lo entiendo.
– Al menos -dijo Catón aparentemente sin el menor temor-, su picadura es dolorosa simplemente por el tamaño de sus pinzas. No son venenosas como los escorpiones.
En su interior sentía tanto miedo y repugnancia como cualquier otro, pero el orgullo le impedía revelarlo; si el comandante gritaba y se echaba a correr, ¿qué pensarían los diez mil? ¡Si al menos hubiera plantas leñosas para encender fogatas con las que calentarse de noche! ¿Quién habría pensado que un lugar tan abrasador durante el día podía ser tan frío al ponerse el sol? Y el cambio de temperatura era repentino, espectacular. Tan pronto estaban asándose de calor como pasaban a temblar de frío hasta que les castañeteaban los dientes. Pero la escasa provisión de madera arrastrada por el mar hasta las playas tenía que reservarse para las hogueras en que cocían el silfio y la carne.
Los hombres psylli se ganaban el sustento. Por más que rastreaban el terreno en busca de escorpiones, los escorpiones aparecían. Muchos hombres sufrieron su picadura, pero cuando los psylli hubieron enseñado a los médicos de la centuria a sajar la carne y succionar vigorosamente, pocos necesitaron montar en los burros. Una mujer psylli, frágil y menuda, no tuvo tanta suerte. Murió a causa de la picadura de un escorpión, y su muerte no fue rápida ni plácida.
Cuanto más ardua resultaba la marcha, más alegre estaba Catón. Sexto no se explicaba cómo conseguía cubrir tanta distancia en un día; daba la impresión de que en su ir y venir visitaba a todos los pequeños grupos, se detenía a charlar y reír con ellos, los elogiaba. Y ellos se henchían, sonreían, hacían ver que aquello eran unas felices vacaciones. Luego seguían adelante. Quince kilómetros al día.
Los odres de agua menguaban; no habían pasado ni dos días de aquel trayecto de cuarenta cuando Catón impuso el racionamiento del agua, incluso a los animales. Si alguna vaca o novillo flaqueaba, se lo sacrificaba en el acto para convertirlo en la comida de la noche. Los asnos, en apariencia tan infatigables como Catón, seguían adelante; a medida que disminuía el agua el peso de su carga también menguaba, y avanzaban con mayor rapidez. Sin embargo, la sed era terrible. Los angustiados mugidos de las vacas, los balidos de las cabras y el triste rebuzno de los pollinos resonaban noche y día. Quince kilómetros diarios.
En ocasiones sentían vanas esperanzas de divisar unas nubes de tormenta a lo lejos, cada vez más negras, cada vez más cerca; una o dos veces vieron caer una gris cortina de lluvia. Pero nunca llovió cerca de los diez mil.
Para Catón, cuyos estallidos de energía lo impulsaban a realizar sus rondas entre los expedicionarios, el viaje se había convertido en una actividad plenamente satisfactoria. El desolado páramo a que había quedado reducida su alma a causa de su ética estoica parecía fundirse con los desolados páramos que atravesaba su ser físico; como si flotara en un mar de dolor y sin embargo el dolor fuera purificador, incluso hermoso.
A mediodía, cuando el sol convertía el paisaje en una vasta y trémula bruma, a veces creía ver a su hermano Cepio acercarse a él, su cabello rojo resplandeciente como un halo de llamas, su inconfundible rostro iluminado por el amor. En una ocasión vio a Marcia y en otra a una mujer distinta, morena, una desconocida que en el fondo de su corazón sabía que era su madre, pese a que ésta había muerto dos meses después de nacer él, y él nunca había visto un retrato suyo. Servilia transformada en diosa, Libia Drusa. Madre, madre.
Su última visión se produjo el cuadragésimo día de marcha tras dejar Carax, y fue precedida al amanecer por el anuncio de Lucio Gratidio: el agua se había acabado. Era otra vez Cepio, pero esta vez la amada figura se acercó tanto que sus brazos extendidos casi tocaron a Catón.
– No desesperes, hermano menor. Hay agua.
Alguien gritó. La visión desapareció en medio del repentino estruendo de diez mil gargantas secas gritando: ¡agua!
En el espacio de una breve tarde el paisaje cambió con la espectacularidad y rapidez de un rayo. El agua marcó los límites de este cambio, un arroyo pequeño pero impetuoso tan reciente que las plantas de las orillas eran aún muy jóvenes. Sólo entonces tomó conciencia Catón de que llevaban ochenta días de camino, de que el otoño empezaba a convertirse en invierno, de que comenzaban a caer las lluvias. Una de aquellas intensas tormentas había descargado su líquida bendición en un lugar cuya geografía permitía que el agua corriera, borboteante y absolutamente pura, hasta llegar al mar. El rebaño de vacas se había reducido a menos de cincuenta cabezas, y el de cabras a unas cien. Cepio había entregado su mensaje justo a tiempo.
Humanos y animales se dispersaron por ambas orillas del riachuelo a lo largo de ocho kilómetros para beber hasta saciarse, y a continuación -con severas advertencias de que ninguna criatura debía orinar o defecar en ningún lugar cercano al arroyo-, Catón concedió a los diez mil cuatro días de descanso para llenar los odres, nadar en el mar, pescar y dormir. Él mismo tenía que partir en busca de civilización y más alimentos.
– El territorio de Fazania se extiende a nuestras espaldas -dijo a Sexto mientras yacían en la arena después de un baño.
Estamos morenos como nueces, pensó Sexto, mirando a los grupos de hombres dispersos en la interminable playa. Incluso Catón, tan rubio, está muy curtido. Supongo que eso significa que yo parezco un sirio.
– ¿En qué territorio entramos ahora? -preguntó.
– Tripolitania -contestó Catón.
– ¿Por qué se lo ve tan triste? -se dijo Sexto-. Cualquiera pensaría que acabamos de dejar atrás los campos Elíseos en lugar del Averno. ¿No sabe que esta agua ha llegado justo en el último día antes de que empezáramos a morir de sed? ¿Que también nos habíamos quedado sin comida? ¿O habrá hecho aparecer el agua con su fuerza de voluntad? Ya no me sorprende nada en Catón.
– Tripolitania -repitió Sexto-. La tierra de las tres ciudades. Sin embargo no sé de ninguna ciudad entre Berenice y Hadrumetum.
– A los griegos les gusta poner nombres que les suenan familiares; fíjate en todas esas poblaciones llamadas Berenice, Arsinoe, Apolonia, Heracleaia. Así que imagino que cuando construyeron tres aldeas de un puñado de casas cada una aquí donde la costa es más fértil, llamaron al territorio «tres ciudades»: Leptis Mayor, Oea y Sabrata, si Sócrates y Nasamones están en lo cierto. Extraño, ¿no? La única Leptis que yo conocía era Leptis Menor, en la provincia de África.
Tripolitania no era un exuberante cuerno de la abundancia como Campania o el valle del río Betis en la Hispana Ulterior, pero a partir de ese primer arroyo el aspecto del paisaje inducía a pensar que los alrededores estaban habitados. Aún crecía silfio, pero también había plantas más delicadas que los psylli declararon comestibles. Algún que otro árbol salpicaba la planicie; sus ramas se extendían horizontalmente como las capas de un saliente de roca, sus frondas eran escasas y de un color verde amarillento semejantes a helechos. A Catón le recordaron los dos árboles que había en el jardín del peristilo del tío Druso, árboles que, según se decía, había llevado a Roma Escipión el Africano. Si era así, en primavera o verano debían de tener magníficas flores de color escarlata o amarillo.
A Sexto Pompeyo le dio la impresión de que Catón volvía a ser el de siempre.
– Creo -dijo éste- que es el momento idóneo para que monte a lomos de un asno y me adelante para ver por qué camino quieren los lugareños que pasen diez mil hombres y un puñado de cabras. No será, estoy seguro, a través de sus trigales o sus melocotonares. Intentaré comprar un poco de comida. El pescado es un cambio agradable, pero necesitamos más cabezas de ganado, y ojalá encontremos grano para hacer el pan.
A lomos de un asno, pensó Sexto conteniendo la risa, Catón está ridículo; tiene las piernas tan largas que parece impulsar el animal con los pies más que montarlo.
Por ridículo que le pareciera a Sexto, cuando Catón regresó cuatro horas más tarde los tres hombres que lo acompañaban lo contemplaban con respetuoso asombro. Realmente hemos llegado a la civilización, porque han oído hablar de Marco Porcio Catón.
– Tenemos una ruta para cuando sigamos adelante -anunció Catón a Sexto, apeándose del asno con la misma facilidad con que un hombre pasaría sobre una cerca baja-. Te presento a Aristodemo, Fazanes y Focias, que actuarán como agentes nuestros en Leptis Mayor. A treinta y cinco kilómetros de aquí, Sexto, podré comprar un rebaño de corderos añales. Es carne, ya lo sé, pero al menos de otra clase. Tú y yo nos trasladaremos a Leptis, así que carga tus cosas.
Atravesaron una aldea, Misurata, y llegaron a una ciudad de unos veinte mil habitantes de ascendencia griega; Leptis Mayor o Magna. La cosecha acababa de ser recogida y había sido un buen año. Cuando Catón sacó sus monedas de plata, consiguió trigo suficiente para que los hombres pudieran volver a una dieta de pan, y aceite suficiente para remojarlo.
– Hay sólo mil kilómetros hasta Tarso, otros ciento cincuenta hasta Utica, y en total sólo unos trescientos sin agua en el tramo entre Sabrata y el lago Tritonis, el principio de nuestra provincia romana -anunció Catón rompiendo una hogaza de pan crujiente y recién hecha-. Al menos, Sexto, una vez cruzada Fazania, sé cuánta agua necesitaré en nuestro último trayecto por el desierto. Podré cargar algunos de los asnos con grano, sacar las muelas y los hornos de los carroma tos y hacer pan allí donde haya leña. ¿No es un lugar maravilloso?
Esta vez voy a saciarme de pan. El estoico por antonomasia, pensó Sexto, siente debilidad por el pan. Pero tiene razón. Tripolitania es un lugar maravilloso.
Aunque la temporada de la uva y el melocotón había pasado, los lugareños secaban la fruta, lo cual implicaba que disponían de pasas a puñados, y trozos de correoso melocotón que chupar. En estado silvestre abundaban el apio, las cebollas, la col y la lechuga.
Tanto las mujeres y los niños como los hombres, todos los tripolitanos vestían unos ajustados calzones de lana muy tupida y polainas de cuero sobre botas de puntera cerrada que les protegían de las serpientes, los escorpiones y aquellas enormes arañas conocidas como tetragnathi. Casi todos se dedicaban a la agricultura -trigo, olivas, fruta, vino-, pero apacentaban rebaños de ovejas y vacas en tierras comunales consideradas demasiado pobres para labrarlas. En Leptis había mercaderes, más el inevitable contingente de agentes romanos husmeando para hacer dinero rápido, sin embargo se percibía una sensación de rusticidad, no de comercio.
Tierra adentro se extendía una meseta baja que era el inicio de cinco mil kilómetros de desierto de este a oeste, y que se extendía tan al sur que nadie conocía su límite. Los garamantes vagaban por aquel territorio sobre camellos, pastoreando sus cabras y ovejas, refugiándose en tiendas para protegerse no de la lluvia, que nunca caía, sino de la arena. Un potente viento levantaba la arena con tal fuerza que podía matar a los hombres por asfixia.
Mucho más seguros de sí mismos ahora que habían dejado atrás mil trescientos kilómetros, los diez mil abandonaron Leptis con la moral alta.
En sólo diecinueve días cruzaron la extensión de salinas de unos trescientos veinte kilómetros; si bien la falta de leña les impidió hornear el pan, Catón había adquirido tantos corderos como vacas para variar la dieta basada en carne de la mejor manera posible. ¡No más cabras! Si nunca vuelvo a ver otra cabra mientras viva, juró Catón, me daré por satisfecho. Era un sentimiento compartido por sus hombres, en especial por Lucio Gratidio, en quien había recaído la responsabilidad de cuidar de las cabras.
El lago Tritonis constituía el límite no oficial de la provincia romana de África; fue una decepción, ya que sus aguas eran saladas a causa del natrón, una sustancia semejante a la sal. Dado que una clase inferior de murex poblaba el mar al este del lago, en la orilla se alzaba una fábrica para la elaboración de tinte púrpura, y junto a ella yacía una maloliente montaña de conchas vacías y de restos podridos de las criaturas que habían vivido dentro de ellas. El tinte púrpura se extraía de un pequeño tubo del cuerpo del murex, lo cual implicaba una gran cantidad de desechos.
No obstante, el lago marcaba el comienzo de una Via romana debidamente trazada y pavimentada. Riendo y charlando, los diez mil pasaron apresuradamente junto a la pestilente fábrica, y avanzaron dando brincos por la carretera. Allí donde había una carretera, estaba también Roma.
A las afueras de Tapso, Atenodoro Cordilion se desplomó y murió; el suceso fue tan repentino que Catón, que estaba en otra parte, no llegó a su lado a tiempo de despedirse. Llorando, Catón encargó la construcción de una pira de leña, ofreció libaciones a Zeus y una moneda a Caronte, el barquero, y luego empuñó su bastón y se colocó de nuevo al frente de sus hombres. Quedaban ya muy pocos de los viejos tiempos. Catulo, Bibulo, Ahenobarbo, y ahora su querido Atenodoro Cordilion. ¿Cuántos días más me quedan? Si César acaba gobernando el mundo, espero que no sean muchos.
La marcha terminó en un vasto campamento en las afueras de Utica, la capital de la provincia romana. Otra Cartago se había edificado junto al lugar de origen de Aníbal, Amílcar y Asdrúbal, pero Escipión Emiliano la había arrasado tan completamente que la nueva Cartago nunca fue rival de Utica, dotada de un puerto igualmente magnífico.
Para los diez mil fue un gran dolor tener que separarse de su querido comandante; nunca organizados en legiones, las quince cohortes y los no combatientes que Catón había llevado hasta allí se disgregarían y pasarían a formar parte de legiones ya existentes. Aun así, aquella increíble marcha dotó a cada uno de sus participantes de una gloria que casi los equiparaba a dioses a ojos de los demás soldados romanos.
Catón sólo se llevó a Lucio Gratidio, quien, si Catón veía realizado su propósito, adiestraría en el arte militar a civiles. La última noche antes de entrar en el palacio del gobernador de Utica y regresar a un mundo del que había permanecido alejado durante más de cinco meses, Catón se sentó a escribir a Sócrates, el dioiketes de Arsinoe.
Tuve la previsión, mi querido Sócrates, de buscar a unos cuantos hombres cuyo doble paso natural medía exactamente un metro y medio, y les encargué que contaran los pasos de todo nuestro viaje desde Arsinoe hasta Utica. El promedio de sus cálculos dio la cifra de 2.258 kilómetros. Dado que descansamos tres días en Ficlaenorum, un día en Carax, y cuatro días en las afueras de Leptis
Mayor -un total de un nundinum- caminamos durante ciento dieciséis días. Si recuerdas, partimos de Arsinoe tres días antes de la nona de enero. Hemos llegado a Utica la nona de mayo. Hasta que me senté a calcular todo esto con mi ábaco, pensaba que habíamos viajado a una media de dieciséis kilómetros diarios, pero resulta que cubrimos algo más de veinte kilómetros al día. Todos excepto sesenta y siete de mis hombres han sobrevivido al viaje, aunque también perdimos a una mujer psylli a causa de la picadura de un escorpión.
Esto es sólo para anunciarte que hemos llegado y estamos a salvo, pero también para decirte que a no ser por ti y Nasamones de los psylli, nuestra expedición habría fracasado. No he recibido más que amabilidad y socorro por parte de cuantos hemos encontrado por el camino, pero los servicios que tú y Nasamones nos prestasteis van más, allá de todo límite. Un día, cuando nuestra amada república se restaure, espero veros a ti y a Nasamones en Roma como invitados míos. Os colmaré de honores públicos en el Senaculum.
La carta tardó un año en llegar a Sócrates, un año durante el cual ocurrieron muchas cosas. Sócrates la leyó entre lágrimas y luego se sentó y sacudió la cabeza, cayendo sobre su regazo la hoja de papel fano.
– ¡Oh, Marco Catón, ojalá fueras un Jenofonte! -exclamó-.
Cuatro meses a través de una tierra inexplorada y sólo puedes darme datos y cifras. ¡Qué romano eres! Un griego habría tomado abundantes notas como punto de partida de un libro; tú te limitaste a hacer contar los pasos a unos cuantos hombres. Te lo agradezco debidamente y esta carta se guardará como reliquia porque encontraste el momento de escribirla, pero ¡qué habría yo dado por una narración de la marcha de tus diez mil!
La provincia romana de África no era demasiado grande, sólo sumamente rica. Después de que Cayo Mario hubiera derrotado al rey Yugurta de Numidia sesenta años atrás, la provincia se vio aumentada con algunas tierras numidias, pero Roma prefería los reyes sumisos a los gobernadores, así que permitió al rey Hiempsal conservar la mayor parte de su país. Éste había reinado durante más de cuarenta años, y le sucedió su hijo Juba. La provincia de África en sí poseía algo que la hacía indispensable para Roma: el río Bagradas, una gran corriente con muchos y caudalosos afluentes que permitía el cultivo de trigo a gran escala. Cuando Catón y sus diez mil llegaron allí, la cosecha de grano había sido tan importante como la de Sicilia, y los hacendados pertenecían al Senado o a los Dieciocho, que eran los más poderosos nobles comerciantes. La provincia poseía también otra característica que exigía que Roma la gobernase directamente: ocupaba un saliente de la costa africana que apuntaba al norte en dirección a Sicilia y la suela de la bota italiana, así que era una perfecta cabeza de puente para la invasión de Sicilia e Italia. En otros tiempos, Cartago la había utilizado precisamente con ese fin en varias ocasiones.
Cuando César cruzó el Rubicón y consiguió el control casi pacífico de Italia, el Senado, contrario a él, huyó del país tras los pasos de Pompeyo Magno, a quien nombró su comandante en jefe. Reacio a devastar Italia con otra guerra civil, Pompeyo había decidido luchar contra César en el extranjero, eligiendo Grecia/Macedonia como su teatro de operaciones.
No obstante, era de igual importancia mantener las provincias productoras de grano, especialmente Sicilia y África. Así pues, antes de huir, el Senado republicano había mandado a Catón a defender Sicilia, en tanto que Publio Atio Varo, gobernador de la provincia de África, retenía esta región en nombre del Senado republicano y el pueblo de Roma. César envió a su brillante ex tribuno de la plebe, Cayo Escribonio Curio, para expulsar a los republicanos de Sicilia y África; no sólo tenía que dar de comer a Roma, sino a la mayor parte de Italia, incapaz de alimentarse por sí sola. Sicilia cayó en manos de Curio muy pronto, ya que Catón no era un general sino simplemente un valiente soldado. Cuando escapó a África, Curio y su ejército lo siguieron. Pero Atio Varo no iba a dejarse amilanar por un general de Triclinio como Catón ni por un general en ciernes como Curio. Primero hizo imposible la permanencia de Catón en África y éste fue junto a Pompeyo a Macedonia. Posteriormente, con la ayuda del rey Juba, Atio Varo tendió una emboscada al confiado Curio. Curio y su ejército perecieron.
Resultó, pues, que César controlaba una provincia con trigo, Sicilia, mientras que los republicanos controlaban la otra, África. Esta situación proporcionaba a César cantidad suficiente de grano en los buenos años pero insuficiente en los malos años, y se había producido una sucesión de malos años debido a una serie de sequías que habían asolado todas las tierras del Mare Nostrum de uno a otro extremo. Complicaba aún más las cosas la presencia de flotas republicanas en el mar toscano, dispuestas a echarse sobre los convoyes de grano de César, y la situación tendía a agravarse ahora que la resistencia republicana en el este había desaparecido y que Cneo Pompeyo había vuelto a situar su armada en las rutas marítimas del grano.
Cuando se reunieron en la provincia de África después de Farsalia, los republicanos eran muy conscientes de que César iría tras ellos. Mientras ellos fueran capaces de llevar un ejército al campo de batalla, la dominación de César era discutible. Tratándose de César, lo esperaban pronto; cuando Catón partió de Cirenaica, la opinión generalizada era que César llegaría en junio, ya que ese plazo le daría tiempo para ocuparse antes del rey Farnaces en Anatolia. De modo que cuando los diez mil terminaron su marcha, Catón descubrió con asombro que el ejército republicano se había abandonado a la pereza, y no había ni rastro de César.
Si el difunto Cayo Mario hubiera posado la mirada en el palacio del gobernador de Utica en este año, lo habría encontrado muy poco cambiado respecto a lo que había sido cuando él lo había ocupado seis décadas antes. Tenía las paredes enlucidas y pintadas de rojo mate; aparte de la amplia sala de audiencias, era un laberinto de pequeñas habitaciones, si bien había dos cómodos aposentos en un anexo para los plutócratas del grano que estaban de paso o los senadores del primer banco que visitaban Oriente. En esos momentos lo ocupaban tantos republicanos importantes que el palacio parecía a punto de reventar, y en el abarrotado interior resonaban las voces de aquellos importantes republicanos enfrentados entre sí.
Un joven y tímido tribuno guió a Catón al despacho del gobernador, donde Publio Atio Varo estaba sentado tras su escritorio de nogal, rodeado de subordinados que revolvían papeles.
– Me he enterado de que has sobrevivido a un viaje extraordinario, Catón-dijo Varo sin levantarse a estrecharle la mano porque detestaba a Catón. Obedeciendo a un gesto suyo, los subalternos se pusieron en pie y salieron del despacho.
– Difícilmente podría permitirme no sobrevivir -contestó Catón con voz potente, incapaz de contener su irritación ante la mera visión de aquel patán-. Necesitamos soldados.
– Sí, es cierto.
Militar de buena familia -pero no demasiado buena-, Varo se consideraba subsidiario de Pompeyo Magno, pero no sólo el deber hacia su patrón lo había inducido a ponerse del lado republicano: era un apasionado enemigo de César, y se enorgullecía de ello. En ese momento carraspeó con actitud desdeñosa.
– Mucho me temo, Catón, que no puedo ofrecerte alojamiento. Todos aquellos que no han sido como mínimo tribunos de la plebe duermen en los pasillos; los ex pretores como tú tienen derecho a un armario.
– No espero que me des alojamiento, Publio Varo. Uno de mis hombres está buscando ahora mismo una casa pequeña.
Varo se estremeció al recordar los míseros alojamientos de Catón: en Tesalónica, una choza de adobe con tres habitaciones y tres sirvientes, uno para él, uno para Estatilo, y uno para Atenodoro Cordilion.
– Bien. ¿Vino? -preguntó.
– Para mí no -dijo Catón-. He jurado no probar una sola gota hasta que César haya muerto.
– Un noble sacrificio -comentó Varo.
El incómodo visitante permaneció sentado en silencio; tenía el cabello y la barba enmarañados porque no se había detenido a bañarse antes de acudir a informar. ¿Qué podía uno decirle a un hombre así?
– He oído decir que en los últimos cuatro meses sólo habéis comido carne, Catón.
– Pudimos comer pan una parte del camino.
– ¿Ah, sí?
– Eso he dicho.
– También he oído contar que había escorpiones y arañas gigantes.
– Sí.
– ¿Murieron muchos hombres a causa de las picaduras?
– No.
– ¿Se han recuperado todos tus hombres plenamente de sus heridas?
– Sí.
– ¿Y… esto… os visteis atrapados en alguna tormenta de arena?
– No.
– Debió de ser una pesadilla cuando te quedaste sin agua.
– No me quedé sin agua.
– ¿Os atacaron los salvajes?
– No.
– ¿Conseguisteis transportar las armas de los hombres?
– Sí.
– Debiste de echar de menos la esgrima política.
– No hay política en las guerras civiles.
– Habrás echado de menos la compañía noble, pues.
– No.
Atio Varo desistió.
– Bueno, Catón, me alegro de verte, y confío en que encuentres una casa adecuada. Ahora que estás aquí y que nuestras tropas no han sufrido bajas, convocaré un consejo para la segunda hora de luz de mañana. -Acompañando a Catón a la salida añadió-: Aún tenemos que decidir quién será el comandante en jefe.
Catón no tuvo tiempo de responder, ya que Varo vioo que Sexto Pompeyo, apoyado en el quicio de la puerta exterior, estaba de charla con los centinelas, y exclamó:
– ¡Sexto Pompeyo! ¡Catón no me había dicho que también estabas aquí!
– Eso no me sorprende, Varo. Sin embargo, aquí estoy.
– ¿Has venido a pie desde Cirenaica?
– Bajo la tutela de Marco Catón, ha sido un agradable paseo.
– ¡Pasa, pasa! ¿Puedo ofrecerte un poco de vino?
– Claro que puedes -respondió Sexto guiñando el ojo a Catón mientras se alejaba del brazo de Varo.
Lucio Gratidio esperaba en la pequeña plaza situada frente a las puertas del palacio, masticando una brizna de paja y devorando con los ojos a las mujeres que lavaban en la fuente. Como vestía aún una túnica sucia y arrugada, ningún hombre de la guardia se había dadocuenta de que aquel individuo grande y enjuto era el centurión pilus prior de la primera legión de Pompeyo Magno.
– Te he encontrado un sitio cómodo -dijo a Catón cuando éste hubo salido del palacio y se quedó parpadeando bajo el sol-. Nueve habitaciones y un baño. Con una fregona, una cocinera y dos criados incluidos, el precio sube a quinientos sestercios al mes.
Para un romano de Roma, una ganga, incluso para uno tan frugal como Catón.
– Un excelente acuerdo, Gratidio. ¿Ha aparecido ya Estatilo?
– No, pero aparecerá-dijo Gratidio alegremente, guiando a Catón por una callejuela-. Simplemente quería asegurarse de que Atenodoro Cordilion descanse en paz. Resulta solitario para un filósofo, imagino, que sus cenizas sean enterradas tan lejos de cualquier otro filósofo. Tenías razón al prohibir a Estatilo trasladarlas a Utica. No había madera suficiente para una pira adecuada; quedarían demasiados huesos por consumir, demasiada médula.
– Yo no lo había considerado desde ese punto de vista -dijo Catón.
Sus aposentos estaban en la planta baja de un edificio de siete pisos en el mismo puerto, y desde las ventanas se veía el bosque de mástiles, la maraña de muelles y malecones de color gris plateado y aquel mar de un azul etéreo. Quinientos sestercios al mes eran ciertamente una ganga, decidió Catón al descubrir que los dos criados eran hombres obedientes dispuestos a prepararle un baño caliente. Y cuando apareció Estatilo para la última comida del día, no pudo evitar sonreír. A Estatilo lo acompañaba precisamente Sexto Pompeyo, quien declinó el ofrecimiento de compartir su pan, aceite, queso y ensalada, pero se acomodó en una silla y pasó a hacer un resumen a Catón de su conversación con Varo.
– He pensado que te gustaría saber que Marco Fabonio está a salvo -empezó a decir-. Encontró a César en Anfípolis y solicitó su perdón. César se lo concedió gustosamente, por lo visto. Lo de Farsalia debió de desquiciarlo en cierto modo, Catón, porque se echó a llorar y dijo a César que sólo deseaba regresar a su hacienda de Italia y llevar una vida plácida y tranquila.
¡Oh, Fabonio, Fabonio! En fin, ya me lo veía venir. Mientras yo esperaba con los heridos en Dirraquio, tuviste que soportar las interminables disputas entre los generales de Pompeyo, hábilmente azuzados por el bárbaro Labieno. En tus cartas me lo contabas todo, pero no me sorprende que no haya recibido ninguna misiva tuya desde Farsalia. ¡Cuánto has temido informarme que abandonabas la causa republicana! Ojalá disfrutes esa paz que buscas, mi querido Marco Fabonio. No te culpo. No, no puedo culparte.
– Y mi informante -proseguía Sexto-, que mantendremos en el anonimato, me contó que en Utica las cosas están aún peor de lo que estaban en Dirraquio y Tesalónica. Incluso idiotas como Lucio César hijo y Marco Octavio, que ni siquiera han sido jamás tribunos de la plebe, dicen que merecen rango de legado en nuestro ejército. En cuanto a los personajes con verdadero peso… ¡uf!… Labieno, Metelo Escipión, Afranio y el gobernador Varo, todos piensan que deben ocupar la tienda de mando.
– Esperaba que eso se hubiera decidido antes de llegar yo aquí -dijo Catón con voz áspera y rostro inexpresivo.
– No, se decidirá mañana.
– ¿Y qué se sabe de tu hermano?
– Aplicándole un correctivo a Libo, su suegro, en algún lugar del sur de Sicilia -contestó Sexto. Con una sonrisa añadió-: Preveo que no lo veremos hasta que se resuelva la disputa por el mando.
– Un hombre sensato -comentó Catón-. ¿Y tú, Sexto?
– Ah, yo no me separaré del padre de mi madrastra. Puede que Metelo Escipión no sea inteligente y no tenga talento, pero creo que mi padre preferiría que sirviera junto a él.
– Sí, lo preferiría. -Catón levantó sus penetrantes ojos grises y miró a Sexto con severidad-. ¿Qué se sabe de César?
– Éste es el gran misterio, Catón -dijo Sexto, ceñudo-. Por lo que parece, sigue en Egipto, aunque aparentemente no en Alejandría. Corren toda clase de rumores, pero lo cierto es que nadie ha oído nada de César desde que una' carta suya enviada desde Alejandría en noviembre llegó a Roma un mes después.
– No me lo creo -declaró Catón, con la boca tensa-. Es un prolífico corresponsal, y ahora, más que en cualquier otro momento de su vida, necesita estar en el centro de todo. ¿César, callado? ¿César, sin mantenerse en contacto? Debe de haber muerto. ¡Ése sí es un golpe de fortuna! ¡César muerto de alguna enfermedad contagiosa o por la lanza de un campesino en un atrasado paraje como Egipto! Me siento… engañado.
– Desde luego, según los rumores no está muerto. De hecho, se dice que navega Nilo abajo en un barco dorado lleno de flores, con la reina de Egipto a su lado, escuchando el tañido de tal cantidad de arpas que sus sones bastarían para ahogar el berrido de diez elefantes, viendo danzar a muchachas cubiertas de velos y bañándose en bañeras llenas de leche de burra.
– ¿Te mofas de mí, Sexto Pompeyo?
– ¿Yo mofarme de ti, Marco Catón? Jamás.
– Entonces se trata de un truco. Pero explica la inercia que se respira aquí en Utica. Ese miserable autócrata, Varo, no tenía intención de decirme nada, así que te agradezco esas noticias. No, el silencio de César tiene que ser un truco. -Hizo una mueca-. ¿Y qué ha sido de Marco Tulio Cicerón, ese eminente cónsul y abogado?
– Inmovilizado en Brindisi por su último dilema. Vatinio le dio la bienvenida en Italia, pero luego Marco Antonio regresó con el grueso del ejército de César y ordenó a Cicerón que se fuera. Cicerón mostró la carta de Dolabela, y Marco Antonio se disculpó. Pero ya conoces a ese pobre diablo de Cicerón; es demasiado tímido para aventurarse a entrar en Italia más allá de Brindisi. Su esposa no quiere saber nada de él. -Sexto ahogó una risita-. Es más fea que la gárgola de una fuente.
Una iracunda mirada de Catón le devolvió la seriedad.
– ¿Y Roma? -preguntó Catón.
Sexto lanzó un silbido.
– ¡Catón, es un circo! El gobierno sigue adelante como puede con diez tribunos de la plebe, porque nadie ha conseguido celebrar elecciones para los ediles, los pretores o cónsules. El propio Dolabela consiguió ser adoptado por la plebe y ahora es tribuno de la plebe. Tiene deudas enormes, así que ahora intenta lograr que la Asamblea de la Plebe apruebe una condonación general de las deudas. Cada vez que lo intenta, Polio y Trebelio, fieles a César, lo vetan, de modo que ha imitado a Publio Clodio y ha organizado bandas callejeras para aterrorizar a ricos y pobres por igual -explicó Sexto, animado-. Mientras el dictador César está ausente en Egipto, el jefe de estado es su Maestro del Caballo, Antonio, que está comportándose de una manera alarmante: vino, mujeres, codicia, malevolencia y corrupción.
– ¡Puaj! -exclamó Catón con los ojos encendidos-. Marco Antonio es un jabalí rabioso, un buitre… ¡Ésa sí que es una extraordinaria noticia! -Sonrió con saña-. César por fin se ha superado a sí mismo, poniendo a un borracho como Antonio al mando. ¡Maestro del Caballo! ¡Culo del Caballo, más bien!
– No valoras lo bastante a Marco Antonio -dijo Sexto muy seriamente-. Se trae algo entre manos, Catón. Los veteranos de César están acampados en torno a Capua, pero están inquietos y amenazan con marchar sobre Roma para exigir que se satisfagan sus «derechos»…, sean cuales sean esos «derechos». Dice mi madrastra, que por cierto te envía un cordial saludo, que eso se debe a que Antonio pretende utilizar las legiones en su propio beneficio.
– ¿En su propio beneficio? ¿No en beneficio de César?
– Según Cornelia Metela, Antonio ha concebido grandes ambiiciones y pretende ocupar el lugar de César.
¿Cómo está tu madrastra?
Bien -respondió Sexto, y se apresuró a explicar-: Construyó una hermosa tumba de mármol en los jardines de su villa de los montes Albanos cuando César le mandó las cenizas de mi padre. Al parecer César encontró a nuestro liberto Filipo, el que incineró el cadáver en la playa de Pelusium, y el propio César hizo incinerar la cabeza. Las cenizas llegaron con una carta amable y compasiva de él, según palabras de la misma Cornelia Metela, en la que le prometía que se le permitirá conservar todas sus propiedades y dinero. Así que la guarda para enseñársela a Antonio si éste aparece con intención de confiscárselo todo.
Eso me asombra y a la vez me inquieta profundamente -dijo Catón-. ¿Qué pretende César? Necesito saberlo.
Diecisiete hombres se reunieron en la sala de audiencias del gobernador a la segunda hora del día siguiente.
Con desánimo, Catón pensó: ¡Oh, vuelvo a mi antiguo ambiente, pero ya le he perdido el gusto! Quizá sea un defecto de mi carácter el detestar el mando, pero si es un defecto, me ha llevado a adoptar una filosofía que se ha arraigado inexorablemente en mi alma. Conozco los parámetros exactos de lo que debo hacer. Puede que los hombres se burlen de tanta abnegación, pero la inmoderación es mucho peor, ¿y qué es el mando sino una forma de inmoderación? Henos aquí, trece hombres con togas romanas, a punto de despedazarnos unos a otros por una concha vacía llamada tienda de mando. ¡Una metáfora, incluso! ¿Cuántos comandantes habitan realmente una tienda, o si lo hacen, la mantienen austera y sencilla? Sólo César. ¡Cuánto me duele tener que admitirlo!
Cuatro de los hombres presentes eran numidios. Obviamente uno de ellos era el propio rey Juba, ya que vestía de la cabeza a los pies de púrpura tirio y llevaba la blanca diadema ceñida en torno a los abundantes y sueltos rizos. En la barba, también rizada, llevaba entrelazados hilos de oro. Al igual que los otros tres, aparentaba unos cuarenta años; el cuarto numidio era muy joven.
– ¿Quiénes son estas… personas? -preguntó Catón a Varo con su tono más estridente y desagradable.
– Marco Catón, baja la voz, por favor. Éstos son el rey Juba de Numidia, el príncipe Masinissa y su hijo Arabión, y el príncipe Saburra dijo Varo, abochornado e indignado.
– ¡Échalos de aquí, gobernador! ¡De inmediato! Esto es una reunión de hombres romanos. Varo se esforzó por no perder la paciencia.
– Numidia es nuestra aliada en nuestra guerra contra César, Marco Catón, y tiene derecho a estar presente.
– Tiene derecho a estar presente en un consejo de guerra quizá, pero no a contemplar cómo trece nobles romanos se ponen en ridículo al discutir de asuntos puramente romanos -bramó Catón.
– La reunión aún no ha empezado, Catón, y sin embargo tú ya te has desmandado -dijo Varo entre dientes.
– Gobernador, repito que ésta es una asamblea romana. Ten la bondad de hacer salir de aquí a estos extranjeros.
– Lo siento, pero no puedo hacerlo.
– Entonces permaneceré aquí en desacuerdo, y no diré una sola palabra -vociferó Catón.
Seguido por las miradas de ira de los cuatro numidios, se retiró al fondo de la sala y se colocó detrás de Lucio Julio César hijo, un vástago del árbol juliano cuyo padre era primo de César, además de ser su mano derecha y un firme seguidor. Es curioso, pensó Catón, con la mirada fija en la espalda de Lucio, que el hijo sea republicano.
– No se lleva bien con su padre -susurró Sexto, acercándose a Catón-. Es muy inferior a él, pero nunca tendrá el sentido común de admitirlo.
– ¿No tendrías que estar en la primera fila?
¿A mi tierna edad? No es probable.
Noto en ti, Sexto Pompeyo, cierta frivolidad que deberías eliminar-aconsejó Catón con su tono de voz normal.
– Soy consciente de ello, Marco Catón, y por eso paso tanto tiempo contigo -contestó Sexto, también en voz alta.
– ¡Silencio al fondo! ¡Orden en la reunión!
– ¿Orden? ¿Orden? ¿Qué quieres decir, Varo? Veo al menos un sacerdote y un augur en esta asamblea. ¿Desde cuándo una reunión legal de ciudadanos romanos que van a tratar de cuestiones públicas empieza sin que antes se pronuncien las oraciones y se invoquen los auspicios? -gritó Catón-. ¿Tan bajo ha caído nuestra amada república que hombres como Quinto Secilio Metelo Pio Escipión Nasica se quedan ahí de brazos cruzados, sin oponerse a una reunión ilegal? No puedo obligarte a expulsar a los extranjeros, Varo, pero te prohíbo que empieces sin antes honrar a Júpiter óptimo Máximo y uirino.
– Si hubieras esperado, Catón, habrías visto que me disponía a pedir a nuestro buen Metelo Escipión que pronunciara las oraciones y a nuestro buen Fausto Sila que invocara los auspicios -explicó Varo, en una rápida reacción que sólo engañó a los numidios.
– ¿Ha habido alguna vez una reunión más condenada al fracaso que ésta?, se preguntó Sexto Pompeyo, disfrutando del espectáculo de Catón pulverizando como mínimo a diez romanos y cuatro numidios.
– Tengo razón, ha cambiado mucho desde que lo conocí en Paraetonium, pero ahora comprendo la impresión que debía de causar en el Senado en una de aquellas ocasiones en que se echaba con uñas y dientes sobre todo el mundo, desde César hasta mi padre. Es imposible hacerlo callar y es imposible pasarlo por alto.
Pero Catón, una vez hubo expresado su protesta y se hubo asegurado de que se observaban las formalidades religiosas, cumplió su palabra y permaneció al fondo en silencio.
La pugna por la tienda de mando se desarrolló entre Labieno, Afranio, Metelo Escipión y el mismísimo gobernador, Varo. Tal grado de disensión se debía al hecho de que Labieno, no cónsul, tuviera con mucho el mejor historial de combate, mientras que Metelo Escipión, cónsul y ex gobernador de Siria, se veía respaldado tanto por su derecho legal como por su sangre. Afranio entró en la liza porque, comprometido con Labieno, quiso apoyar el derecho a la tienda de mando de este antiguo lugarteniente de César y cónsul. Lamentablemente, al igual que Labieno, Afránio carecía de antepasados con grandes méritos. El candidato imprevisto era Atio Varo, quien adujo que él era el gobernador legal de su provincia, afirmó que la guerra iba a desarrollarse en su provincia y añadió que, en su provincia, su rango estaba por encima del de todos los demás.
Para Catón, era una suerte que el acaloramiento de la discusión impidiera a algunos de los presentes expresarse adecuadamente en griego, pues ésta era una lengua que no permitía las sartas de insultos propias del latín. Por eso mismo la conversación no tardó en pasar al latín. Los numidios quedaron al margen de inmediato, lo cual no complació a Juba, un hombre sagaz que en secreto detestaba a todos los romanos; pero había llegado a la conclusión de que tenía más probabilidades de expandir su reino hacia Mauritania con los republicanos que con César, quien no sentía ningún aprecio por Juba. Siempre que Juba se acordaba del famoso día en que César, molesto ante tanta mentira en un tribunal romano, perdió la paciencia y le tiró de la barba real, esa misma barba parecía dolerle de nuevo.
El resentimiento de los numidios aumentó debido a que Varo no había dispuesto allí ningún asiento: se contaba con que todos se mantuvieran de pie, por larga que fuera la discusión. A Juba, que exigió ofendido una silla para que pudiesen descansar sus reales pies, le negaron ese favor; por lo visto, los romanos en sus congresos estaban muy cómodos de pie. Si bien debo cooperar con estos romanos en el campo de batalla, pensó Juba, también he de minar la autoridad romana en la llamada provincia de África. ¡Qué enorme sería la riqueza de Numidia si yo dominara las tierras que se extienden a orillas del río Bagradas!
Transcurridas cuatro breves horas de primavera, de cuarenta y cinco minutos cada una, la discusión seguía viva, la decisión no se perfilaba aún y la acritud aumentaba a cada gota que caía del reloj de agua.
– ¡Es inadmisible! -clamó Varo finalmente, dirigiéndose a Labieno con hostilidad-. Farsalia se perdió por culpa de tu táctica, así que me río de esa pretensión tuya de que eres nuestro mejor general. Si lo eres, ¿qué esperanzas podemos albergar de derrotar a César? Ya es hora de que entre sangre nueva en la tienda de mando, la sangre de Atio Varo. Lo repito, ésta es mi provincia, otorgada legalmente a mí por el legítimo Senado de Roma, y el gobernador de esta provincia es aquí el hombre de más alto rango.
– ¡Estupideces, Varo! -replicó Metelo Escipión-. Yo seré el gobernador de Siria hasta que cruce el pomerium de Roma y entre en la ciudad, y no es probable que eso ocurra antes de que derrotemos a César. Más aún, el Senado me otorgó el imperium maius. Tu imperium es el de un propretor corriente. Eres insignificante, Varo.
– Puede que no posea un imperium ilimitado, Escipión, pero al menos encuentro cosas mejores que hacer que recrearme con niños y pornografía.
Metelo Escipión lanzó un alarido y se abalanzó sobre Varo, en tanto Labieno y Afranio, cruzados de brazos, contemplaban la pelea. Hombre alto y de buena complexión de quien una vez se dijo que tenía el rostro de un camello altivo, Metelo Escipión sacó mayor partido de sus fuerzas de lo que el joven Atio Varo esperaba.
Catón apartó con el hombro a Lucio César y avanzó a zancadas hacia el centro de la sala para separar a los dos hombres.
– ¡Ya basta! ¡Basta! Escipión, ve ahí y quédate absolutamente inmóvil. Varo, ven aquí y quédate absolutamente inmóvil. Labieno, Afranio, descruzad los brazos e intentad portaros como lo que sois y no un par de bailarinas contoneándose frente a la Basílica Emilia.
Se paseó por la sala, el cabello y la barba alborotados a fuerza de mesárselos, y por fin dijo, volviéndose de cara a los presentes:
– Muy bien, es evidente que esto podría prolongarse todo el día, y todo el día de mañana, y el próximo mes y el próximo año, sin llegar a ninguna decisión. Por tanto, yo tomaré la decisión en este mismo momento. Quinto Secilio Metelo Pio Escipión Nasico -anunció, utilizando el incómodo nombre completo de Metelo Escipión-, tú ocuparás la tienda de mando como jefe supremo. Te designo por dos razones, ambas válidas conforme al mos maiorum. La primera es que eres un cónsul con imperium maius vigente, un imperium que, como bien sabes, Varo, está por encima de todos los demás. La segunda es que te llamas Escipión. Sea superstición o realidad, los soldados creen que Roma no puede conseguir una victoria en África sin un Escipión en la tienda de mando. Tentar ahora a la diosa Fortuna sería una estupidez. No obstante, Metelo Escipión, no eres mejor general que yo, así que no estorbarás a Tito Labieno en el campo de Batalla, ¿comprendido? Tu puesto es nominal, y únicamente nominal. Labieno tendrá el mando militar, con Afranio como su segundo.
– ¿Y yo? -preguntó Varo, boquiabierto-. ¿Dónde entro yo en tu magnífico plan, Catón?
Donde te corresponde por derecho, Publio Atio Varo. En la función de gobernador de esta provincia. Tu obligación es garantizar la paz, el orden y el buen gobierno, procurar que nuestro ejército esté adecuadamente aprovisionado, y actuar como enlace entre Roma y Numidia. Es evidente que mantienes excelentes relaciones con Juba y sus adláteres, así que sé útil en este terreno.
– ¡No tienes derecho! -gritó Varo con los puños apretados-. ¿Quién eres tú, Catón? Eres un ex pretor que no podría siquiera ser elegido cónsul, y poco más. De hecho, si no tuvieras una voz de trueno serías una nulidad absoluta.
– Eso no te lo discuto -contestó Catón, sin ofenderse.
– Yo sí te discuto a ti aún más que a Varo el derecho de decidir -gruñó Labieno enseñando los dientes-. Estoy cansado de hacer el trabajo militar sucio sin un paludamentum.
El escarlata no le queda bien a tu color de piel, Labieno -dijo Sexto Pompeyo burlonamente -. Vamos, caballeros, Catón tiene toda la razón. Alguien ha de decidir, y lo admitáis o no Catón es la persona idónea porque él no desea la tienda de mando.
– Si no deseas la tienda de mando, Catón, ¿qué deseas? -quiso saber Varo.
– Ser prefecto de Utica -respondió Catón en un tono de voz moderado-. Es un trabajo que hago bien. No obstante, Varo, tendrás que encontrarme una casa adecuada. Mis aposentos de alquiler son demasiado pequeños.
Sexto lanzó un penetrante grito de entusiasmo y se echó a reír.
– ¡Bravo, Catón!
– Quin taces! -prorrumpió Lucio Manlio Torcuato, un seguidor de Varo-. ¡Cierra la boca, joven Pompeyo! ¿Quién eres tú para aplaudir las acciones del bisnieto de un esclavo?
– No le contestes, Sexto -aconsejó Catón entre dientes.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Juba en griego-. ¿Está decidido?
– Todo está decidido, rey, excepto por lo que a ti atañe -respondió Catón en griego-. Tu función es proporcionar tropas de refuerzo a nuestro ejército, pero hasta que llegue César y puedas ser útil, te sugiero que regreses a tus dominios.
– Por un momento Juba guardó silencio, ladeando la cabeza para escuchar lo que Varo le susurraba.
– Apruebo tus disposiciones, Marco Catón, pero no la manera en que las has tomado -dijo finalmente con actitud muy regia-. Sin embargo, no regresaré a mi reino. Tengo un palacio en Cartago y allí residiré.
– Por lo que a mí respecta, rey, puedes quedarte donde te venga en gana, pero te lo advierto: ocúpate de tus asuntos numidios, no de los romanos -le advirtió Catón-. Infringe esta orden y te echaré.
Hosco y frustrado, truncada su autoridad, Publio Atio Varo llegó a la conclusión de que la mejor manera de tratar con Catón era concederle todo aquello que pidiera, y procurar no estar en la misma habitación que él. Así que Catón fue trasladado a una agradable residencia en la plaza principal, junto al puerto. El dueño de la casa, un plutócrata del grano que se hallaba ausente, se había pasado al bando de César y por tanto no estaba en condición de objetar. La morada incluía el servicio y un mayordomo adecuadamente llamado Prognantes, ya que era demasiado alto, tenía una mandíbula inferior gigantesca y la frente saliente. Catón contrató su propio personal de oficina (a expensas de Varo), pero aceptó los servicios del agente del dueño de la casa, un tal Butas, cuando Varo se lo envió.
Hecho esto, Catón convocó a los Trescientos. Formaban este grupo los comerciantes más poderosos de Utica, todos ellos romanos.
– Los que sois dueños de metalisterías dejaréis de hacer calderas, ollas, verjas y arados -anunció-. En adelante forjaréis espadas, dagas, las partes metálicas de las lanzas, yelmos y alguna clase de cota de malla. Yo, como ayudante del gobernador, compraré y pagaré todo lo que produzcáis. Los que os dedicáis a la construcción empezaréis a trabajar de inmediato edificando silos y nuevos almacenes: Utica va a garantizar el bienestar de nuestro ejército en todos los sentidos. Mamposteros, quiero que nuestras fortificaciones y murallas resistan un sitio más cruel que el que Escipión Emiliano infligió a la antigua Cartago. Los contratistas de los muelles se dedicarán solamente al suministro de aumento y material de guerra; queda prohibido malgastar el tiempo en perfumes, tintes, telas, muebles y demás. Será rechazado cualquier barco cuyo cargamento yo considere superfluo para el esfuerzo bélico, y, por último, se reclutará, adiestrará y armará debidamente a todos los hombres entre diecisiete y treinta años para formar una milicia ciudadana. Mi centurión, Lucio Gratidio, comenzará la instrucción en el paseo de Utica mañana al amanecer. -Recorrió con la mirada los atónitos semblantes-. ¿Alguna pregunta?
Puesto que al parecer no tenían ninguna, los despidió.
– Es evidente -dijo a Sexto Pompeyo (que había decidido no abandonar la compañía de Catón mientras César estuviera en otra parte)-, que, como la mayoría de las personas, agradecen una dirección firme.
– Es una lástima, pues, que sigas manteniendo que careces de talento para capitanear tropas -comentó Sexto con cierta tristeza-. Mi padre siempre decía que capitanear bien un ejército consistía principalmente en preparar la batalla, más que en la batalla en sí.
– Créeme, Sexto, soy incapaz de capitanear tropas -gruñó Catón-. Es un don especial de los dioses, pródigamente otorgado a hombres como Cayo Mario y César, que observan una situación y parecen comprender en un instante cuáles son los puntos débiles del enemigo, cómo les afectará el terreno, y dónde es más probable que flaqueen las tropas propias. Dame un buen legado y un buen centurión y haré lo que me ordenen, pero soy incapaz de pensar qué debo hacer.
– Tu conocimiento de ti mismo es inmisericorde -dijo Sexto. Se inclinó, con un brillo en los ojos de color avellana-. Pero dime, querido Catón, ¿poseo yo el don del mando? Mi corazón dice que sí, pero después de oír a todos esos necios alardear de un talento que el hombre más tonto del mundo puede ver que no poseen, ¿estoy acaso equivocado?
– No, Sexto, no estás equivocado. Sigue los dictados de tu corazón.
En el espacio de dos nundinae, en Utica empezó a reinar una nueva rutina más marcial, que al parecer todos acogieron con agrado. Pero en esa segunda nundinae se presentó Lucio Gratidio con cara de preocupación.
Tenemos un problema, Marco Catón -anunció.
– ¿Cuál?
– La moral no está ni mucho menos tan alta como debería: mis hombres jóvenes están alicaídos y dicen una y otra vez que este esfuerzo será inútil. Aunque no veo prueba alguna de que ello sea verdad, insisten en que Utica es secretamente partidaria de César, y que los cesáreos van a destruirlo todo. -Adoptó una expresión aún más sombría-. Hoy he averiguado que nuestro amigo numidio, el rey uba, está tan convencido de este absurdo que se propone atacar Utica y arrasarla como castigo. Pero sospecho que es el propio Juba el responsable de los rumores.
¡Ajá! -exclamó Catón, y se puso en pie-. Coincido plenamente contigo, Gratidio. Todo esto es una conspiración de Juba, no de unos inexistentes cesáreos. Está creando problemas para obligar a Metelo Escipión a darle un mando. Quiere imponerse a los romanos. ¡Muy bien, enseguida atajaré esas ambiciones! ¡Habrase visto tal desfachatez!
Catón salió malhumorado y se encaminó apresuradamente al palacio real de Cartago donde en otro tiempo el príncipe Gauda, un aspirante al trono numidio, había esperado lloriqueando mientras Yugurta combatía contra Cayo Mario. El edificio era mucho más suntuoso que el palacio del gobernador en Utica, advirtió Catón al salir de su carro tirado por dos mulas, con su toga praetexta de orla púrpura impecablemente plegada. Precedido por seis lictores vestidos con túnicas carmesí y llevando las hachas en sus fasces como muestra de su imperium, Catón se dirigió al pórtico, saludó con un gesto seco a la guardia y entró como si fuera el dueño del lugar.
Siempre da resultado, pensó: nada más ver a los lictores con las hachas y detrás de ellos al hombre con la toga orlada de púrpura, incluso las paredes de Ilión se desmoronarían.
El interior era espacioso y estaba vacío. Catón ordenó a los seis lictores que permanecieran en el vestíbulo y luego se adentró en las profundidades de una mansión concebida para envolver a sus moradores en un lujo que a él se le antojaba nauseabundo. No le preocupaba violar la intimidad de Juba; Juba había transgredido el mos maiorum de Roma, había cometido un delito.
La primera persona que Catón encontró fue el rey, tendido en un triclinio en una hermosa estancia con un borboteante surtidor y una gran ventana con vistas a un patio por la que entraba deliciosamente el sol a raudales. Frente a Juba desfilaba con gracia por el suelo de mosaico una procesión formada por unas dos docenas de mujeres ligeras de ropa.
¡Éste es un espectáculo bochornoso! -bramó Catón.
El rey se sobresaltó vivamente. Tenso y tembloroso, se levantó del triclinio y fue a plantarse ultrajado ante el intruso, mientras las mujeres gritaban y se acurrucaban en los rincones tapándose la cara.
¡Sal de aquí, pervertido! -rugió Juba.
No, sal tú de aquí, traidor numidio -vociferó Catón en un tono tan estentóreo que la exclamación del rey pareció un susurro-.
Márchate, márchate, márchate. Abandona la provincia de África hoy mismo, ¿me has oído? Me traen sin cuidado tu repugnante poligamia y tus mujeres, unas pobres criaturas privadas de libertad. Soy un romano monógamo con una esposa que dirige su propio negocio, sabe leer y escribir, y se espera de ella que se comporte virtuosamente sin necesidad de eunucos ni encierro. Escupo en tus mujeres, y escupo en ti. -Catón ilustró este punto escupiendo, no como un hombre expulsando flema, sino como un gato furioso.
– ¡Guardia, guardia!
La guardia irrumpió en la sala, seguida de cerca por los tres príncipes numidios. Masinissa, Saburra y el joven Arabión quedaron atónitos al ver a Catón con una docena de lanzas apoyadas en el pecho, la espalda y los costados. Catón no prestó la menor atención a esas armas, ni retrocedió un solo paso.
– Mátame, Juba, y desencadenarás un caos. Soy Marco Porcio Catón, senador y propretor al mando de Utica. ¿Crees que vas a intimidarme cuando he plantado cara a hombres como César y Pompeyo Magno? Mira bien este rostro y sabrás que pertenece a un hombre que nunca se aparta de su camino, que no admite soborno ni corrupción. ¿Cuánto le pagas a Varo para que tolere a individuos como tú en su provincia? Bueno, en fin, Varo puede hacer lo que le dicte su codicia, pero no se te ocurra siquiera sacar tu dinero para sobornarme. Márchate de la provincia de África hoy, Juba, o te juro por Sol Indiges, Tellus y Liber Pater que iré en busca de nuestro ejército, lo movilizaré en una hora y os proporcionaré a todos la muerte de un esclavo: la crucifixión.
Apartó las lanzas con desdén, se dio media vuelta y salió.
Esa misma noche, el rey Juba y su séquito viajaban camino de Numidia. Antes habían apelado al gobernador Atio Varo, pero éste se echó a temblar y dijo que cuando Catón estaba de ese humor, lo más aconsejable era obedecer.
La marcha de Juba puso fin al nerviosismo que había reinado en Utica; la ciudad pasó a venerar el suelo que Catón pisaba, pero si él se hubiera enterado, habría reunido a toda la población y le habría lanzado una diatriba sobre la impiedad.
En cuanto a su propia situación, se sentía a gusto. El trabajo civil era lo suyo; sabía que era algo que hacía muy bien.
Pero ¿dónde está César?, se preguntó mientras se acercaba paseando al puerto para observar las incesantes idas y venidas. ¿Cuándo aparecerá? Aún no se sabe nada de su paradero, y en Roma la crisis es cada día más peligrosa. Eso significa que cuando se presente, tendrá que ocuparse de los asuntos de Roma en cuanto expulse a Farnaces de Anatolia. Aún faltan meses para su llegada; cuando aparezca en África estaremos entumecidos. ¿Es ése su truco? Nadie sabe mejor que César lo dividido que está nuestro alto mando. Así que me corresponde a mí mantener la paz entre todos esos necios durante como mínimo seis meses. Tendré que moderar la brutalidad del bárbaro Labieno además de frustrar las intenciones de nuestro astuto rey Juba, por no mencionar a un gobernador cuya principal ambición bien puede ser actuar como chambelán mayor de un extranjero numidio.
En medio de estas tristes reflexiones, advirtió que un joven se acercaba a él con una sonrisa vacilante en el rostro. Entornando los ojos (desde la marcha tenía problemas de visión), examinó aquella silueta familiar hasta que de pronto la reconoció. ¡Marco! Su único hijo.
– ¿Qué estás haciendo aquí en lugar de estar oculto en Roma? -preguntó haciendo caso omiso de los brazos extendidos del muchacho.
La cara de su hijo, tan parecida a la de Catón pero sin la expresión de firme determinación, se contrajo.
– Padre, pensaba que era el momento de unirme al esfuerzo republicano en lugar de quedarme escondido en Roma -dijo el joven Catón.
– Una acción correcta, Marco, pero te conozco. ¿Qué ha sido exactamente lo que ha provocado esta decisión tardía?
– Marco Antonio amenaza con confiscar nuestras propiedades.
– ¿Y mi esposa? ¿La has dejado a merced de Marco Antonio?
– Fue Marcia quien insistió en que viniera.
– ¿Y tu hermana?
– Porcia vive aún en casa de Bibulo.
– ¿Y mi propia hermana?
– La tía Porcia está convencida de que Antonio se dispone a confiscar las propiedades de Ahenobarbo, así que ha comprado una casita en la Aventina por si acaso. Ahenobarbo invirtió magníficamente su dote, dice ella; ha estado dándole intereses durante treinta años. Me ha pedido que te dé recuerdos suyos. También te los envían Marcia y Porcia.
– ¡Qué ironía! ¡Que el más capacitado e inteligente de mis dos hijos haya sido mujer!, pensó Catón. Mi marcial y valiente Porcia sigue al pie del cañón. ¿Qué decía Marcia en aquella última carta que leí? ¿Que Porcia está enamorada de Bruto? Bueno, intenté casarlos, pero Servilia se opuso. ¿Su precioso y castrado hijo casarse con su prima, la hija de Catón? ¡Ja! Servilia antes lo mataría.
– Marcia ruega que le escribas -dijo el joven Catón.
– Mejor será que vengas conmigo a casa, muchacho; tengo sitio para ti -dijo su padre, eludiendo la respuesta-. ¿Aún se te dan bien los trabajos administrativos?
– Sí, padre.
Allí se acabaron las esperanzas que albergaba el joven de que su padre, al verlo otra vez, le perdonara sus defectos. Sus debilidades.
Imposible. Catón no tenía defectos, ni debilidades. Catón nunca se apartaba del buen camino. ¡Qué terrible era ser hijo de un hombre sin flaquezas!