Publio Sitio era un caballero romano de la Nuceria campaniense, de considerable riqueza y educación; entre sus amigos se habían contado Sila y Cicerón. Varias inversiones desafortunadas durante los primeros consulados de Pompeyo Magno y Marco Craso lo habían inducido a unirse a la conspiración de Catilina para derrocar el gobierno legítimo de Roma; lo que le había atraído fue la promesa de Catilina de decretar una condonación general de las deudas. Aunque Sitio no lo veía así en su momento, resultó beneficioso para él el hecho de que las dificultades económicas le impidieron permanecer en Italia en espera de que Catilina ascendiera al poder. Se vio obligado a huir a la Hispania Ulterior al principio del consulado de Cicerón e Híbrida, y cuando comprobó que no se había alejado lo bastante de Roma, emigró a Tingis, capital de la Mauritania occidental.
Gracias a esta angustiosa serie de acontecimientos, Publio Sitio descubrió en sí mismo cualidades que desconocía; el comerciante con tendencias a la especulación se transformó en un filibustero locuaz y muy capacitado que asumió la reorganización del ejército del rey Boco, e incluso proporcionó al soberano de Mauritania occidental una buena flota. Aunque el reino de Boco estaba más lejos de Numidia que el de su hermano, Bogud, el reino de Mauritania oriental, Boco intuía con horror las ideas expansionistas que le rondaban por la cabeza al rey Juba de Numidia. Juba estaba decidido a ser otro Massimisa, y dado que la provincia africana de Roma se encontraba en la frontera este de Numidia, la única dirección posible para la expansión era el oeste.
Una vez que hubo reforzado las huestes de Boco, Sitio hizo lo mismo con las de Bogud. Obtuvo satisfactorias recompensas: dinero, su propio palacio en Tingis, todo un harén de exquisitas mujeres, y el final de sus preocupaciones con los negocios. Definitivamente la vida de un filibustero con talento era preferible a la participación en conspiraciones en Italia.
Cuando el rey Juba de Numidia se declaró en favor de los republicanos después de que César hubo cruzado el Rubicón, fue inevitable que Boco y Bogud de Mauritania se pusieran del lado de César. Publio Sitio intensificó los preparativos militares mauritanos y se sentó a ver qué ocurría. Sintió un gran alivio cuando César venció en Farsalia, pero experimentó una gran conmoción cuando los supervivientes republicanos de Farsalia decidieron convertir la provincia de África en su posterior foco de resistencia. Estaban demasiado cerca.
Así que Sitio contrató a unos cuantos espías en Utica y Hadrumetum para mantenerse informado acerca de las actividades republicanas, y aguardó a que César iniciara la invasión, como era previsible.
Pero la invasión de César comenzó mal en varios aspectos. Él y su primera flota tuvieron que desembarcar en Leptis Menor porque todos los puertos de mar al norte de éste estaban muy fortificados por los republicanos y habría sido absurdo intentar el desembarco. Puesto que en Leptis Menor no había instalaciones portuarias, las naves tuvieron que acercarse a una larga playa donde se ordenó alas tropas saltar al agua y vadear hasta la orilla. César encabezó la marcha, naturalmente. Pero su legendaria suerte lo abandonó; saltó, tropezó y cayó cuan largo era al agua. Un pésimo augurio. Todos los presentes contemplaron el hecho con los ojos desorbitados, y sonaron muchas exclamaciones ahogadas.
César se levantó con la agilidad de un gato, alzó los puños y la arena mojada le resbaló por los brazos.
– ¡África, te tengo en mi poder! -gritó, convirtiendo el mal augurio en otro propicio.
Tampoco había olvidado la vieja leyenda de que Roma no podía vencer en África sin un Escipión. Los republicanos tenían a Metelo Escipión en la tienda de mando, pero el segundo en el mando de César, de manera meramente nominal, era Escipión Salvito, un descendiente de mala fama de la familia Cornelio Escipión a quien él había sacado de un burdel romano. Una total insensatez, César lo sabía; Cayo Mario había realizado conquistas en África sin un solo Escipión a la vista, aunque Sila era un corneliano.
No obstante nada de ello tenía gran importancia en comparación con el hecho de que sus legiones seguían amotinándose. La Novena y la Décima se habían sumado a la Decimocuarta en un motín sofocado en Sicilia, pero que fue reavivado tras el desembarco en África. César hizo formar a las legiones, azotó a unos cuantos soldados y se concentró en los cinco hombres -incluido el tribuno no electo de la milicia, Cayo Avieno- que más perjuicios habían causado. Obligó a los cinco a subir a bordo de un barco con todas sus pertenencias y los mandó de regreso a Italia, deshonrados, expulsados del ejército y despojados de todo derecho a recibir tierras y reparto de botín.
– Si yo fuera Marco Craso, os diezmaría -gritó a las legiones formadas-. No merecéis compasión. Pero no puedo ejecutar a hombres que han combatido valientemente por mí.
Lógicamente, la noticia de que las legiones de César eran desafectas llegó a los republicanos; Labieno lanzó exclamaciones de júbilo.
– ¡Qué situación! -dijo César a Calvino, que estaba a su lado como de costumbre-. De mis ocho legiones tres se componen de reclutas novatos, y de mis cinco legiones veteranas tres no son dignas de confianza.
– Todas lucharán por ti con su acostumbrado valor -afirmó Calvino tranquilamente-. Tú posees un talento para tratarlas que necios como Marco Craso nunca tuvieron. Sí, sé que lo apreciabas, pero un general que diezma es un necio.
– He sido demasiado débil -dijo César.
– Es un consuelo saber que tienes debilidades, Cayo. Un consuelo también para ellos. Tu clemencia no deteriora la imagen que tienen de ti. -Le dio una palmada a César en el brazo-. No habrá más motines. Ve a adiestrar a los reclutas nuevos.
Consejo que César siguió, descubriendo que la suerte volvía a sonreírle. Durante unas maniobras con sus tres legiones de reclutas, se tropezó casualmente con Tito Labieno y un contingente más numeroso que el suyo, y evitó la derrota con su característica audacia. Eso puso el fin al júbilo de Labieno.
Informes de todo esto habían llegado a Publio Sitio; él y sus dos reyes empezaron a temer que César, en clara inferioridad numérica, fuera derrotado.
Sitio se preguntó qué podía hacer Mauritania para ayudar. Nada en la provincia de África, porque el ejército mauritano era similar al numidio: se componía de una caballería ligera que no combatía cuerpo a cuerpo sino como lanceros. No disponían de barcos suficientes para transportar hombres y caballos a una distancia de más de mil quinientos kilómetros. Por tanto, decidió Publio Sitio, lo mejor era invadir Numidia desde el oeste y obligar así al rey Juba a retroceder para defender su propio reino. Eso dejaría a los republicanos muy limitados de caballería y los privaría de una de sus fuentes de aprovisionamiento.
En cuanto se enteró de que el atrevido Sitio había invadido su reino, Juba se asustó y se retiró apresuradamente hacia el oeste.
«No sé durante cuánto tiempo podremos mantener alejado a Juba -comunicó Sitio a César en una carta-, pero mis reyes y yo esperamos que su ausencia te dé al menos un respiro.»
Respiro que César aprovechó bien. Mandó a Cayo Salustio Crispo y una legión a la gran isla de Cercina en el golfo, donde los republicanos habían almacenado gran cantidad de grano. Como ya había pasado la época de cosecha, César no tenía acceso al grano de la provincia de África porque el trigo de los latifundios del río Bagradas se encontraba al oeste de las líneas republicanas; las tierras del territorio de César en torno a Leptis Menor eran las más pobres de la provincia y las del sur de Tapso eran aún peores.
– Lo que han olvidado los republicanos -dijo César a Salustio, ya recobrado de la lapidación en Abella- es que Cayo Mario colonizó Cercina con sus veteranos. Fue mi padre quien dirigió la operación, así que los habitantes de Cercina conocen bien el nombre de César. Te encargo esta misión, Salustio, porque con tus palabras eres capaz de hacer bajar a los pájaros de los árboles. Tu trabajo consistirá en recordar a los hijos y nietos de los veteranos de Cayo Mario que César es sobrino de Mario, que deben ser leales a César. Habla con elocuencia, y no tendrás que luchar. Quiero que los cercinenses entreguen las reservas de grano de Metelo Escipión voluntariamente. Si lo conseguimos, comeremos por más que dure nuestra estancia en África.
Mientras Salustio realizaba con su legión la corta travesía a Cercina, César fortificó su posición y empezó a enviar cartas de solidaridad a los plutócratas del trigo de las cuencas del Bagradas y el Catada, a quienes Metelo Escipión había encolerizado innecesariamente. Éste, después de cargar grano suficiente para alimentar a sus huestes sin molestarse en pagar por él, por razones que sólo él conocía, aplicó una política de tierras calcinadas, incendiando los campos donde crecían los cultivos del año.
– Da la impresión de que Metelo Escipión cree que los republicanos van a perder -dijo César a su sobrino Quinto Pedio.
– Gane quien gane -respondió Quinto Pedio, hacendado agrícola hasta la médula-, mejor será que este asunto termine a tiempo de sembrar por segunda vez. Aún no han caído las grandes lluvias invernales, y el rastrojo quemado, después de ser arado, resulta fructífero.
– Esperemos que Salustio salga airoso de su misión -contestó César.
Dos nundinae después de su marcha, Salustio y su legión regresaron; Salustio venía sonriente. Analizada la situación, los cercinenses se habían declarado unánimemente a favor de César, comprometiéndose a mantener allí la mayor parte del grano, a defenderlo contra los barcos de transporte republicanos cuando llegaran, y a mandárselo a César cuando lo necesitara.
– ¡Magnífico! -exclamó César-. Ahora sólo nos queda provocar un combate general y acabar de una vez con este odioso asunto.
Fue más fácil decirlo que hacerlo. Con Juba ausente, ni Metelo Escipión en la tienda de mando ni Labieno en el campo de batalla deseaban un combate general contra alguien tan escurridizo como César, aun con los veteranos desafectos.
César escribió a Publio Sitio y le pidió que se retirara.
En realidad pasó más tiempo del que el calendario indicaba, ya que el Colegio de Pontífices, siguiendo instrucciones de César, había añadido una intercalación tras el mes de febrero: veintitrés días más. Este corto mes, llamado marcedonio, debía tomarse en consideración cuando ambos bandos decían que marzo les parecía interminable. Las legiones republicanas, acampadas a las afueras de Hadrumetum, y las legiones de César, acampadas alrededor de Leptis Menor, tuvieron que soportar dos meses de relativa inercia mientras Juba, en el oeste de Numidia, intentaba echarle mano al astuto Publio Sitio, que finalmente recibió la carta de César y se retiró a finales de marzo. Juba regresó rápidamente a la provincia de África.
Aun así, César tenía que provocar un combate, ya que los republicanos actuaban con mucha cautela. Organizaban escaramuzas, se retiraban, volvían a organizar escaramuzas y volvían a retirarse. ¡Muy bien, así se haría! César debía atacar Tapso por tierra. No muy al sur de Leptis Menor, la ciudad padecía ya un total bloqueo desde el mar, pero Labieno la había fortificado bien, y aún mantenían la posición.
Observado de cerca por Metelo Escipión y Labieno en el mando conjunto del ejército republicano, que incluía a Juba con su escuadrón de elefantes de guerra, César salió con sus legiones de Leptis Menor en dirección a Tapso a principios de abril.
Un característico elemento de aquel litoral inhóspito y salobre proporcionó a César la oportunidad que esperaba desde hacía tiempo: una lengua de tierra llana y arenosa de unos dos mil quinientos metros de anchura y varios kilómetros de largo. A un lado estaba el mar, al otro una enorme laguna salada. Exultante, César guió a su ejército hasta el istmo, y siguió avanzando hasta que todos sus hombres en apretada formación lo ocuparon.
Jugaba con la posibilidad de que Labieno no adivinara por qué marchaba en una especie de agmen * quadratum en lugar de usar la habitual serpiente en fila de a ocho; el agmen quadratum era una formación en anchas columnas que reducía la longitud de las tropas a la vez que aumentaba su anchura. Conociendo a Labieno, daba por sentado que éste supondría que César esperaba ser atacado por el vigilante ejército republicano y deseaba sacar a sus hombres de la lengua de tierra lo más deprisa posible. En realidad, era César quien se proponía atacar.
En cuanto César entró en la lengua de tierra, Labieno vio lo que debía hacer, y se apresuró a hacerlo. Mientras el grueso de su infantería, bajo el mando de Afranio y Juba, cortaban la retirada a César, Labieno y Metelo Escipión guiaron la caballería y las rápidas legiones veteranas en torno al lado interior de la laguna y las apostaron en el extremo opuesto del istmo para recibir allí a la avanzadilla de César.
Sonaron los cornetas de César: su ejército se dividió en dos mitades de inmediato, con Cneo Domitio Calvino al frente de la sección que retrocedió y cargó contra Afranio y Juba, en tanto que César y Quinto Pedio siguieron adelante con la otra mitad para cargar contra Labieno y Metelo Escipión. Todas las legiones veteranas de César ocupaban la cabeza y la retaguardia de su ejército, quedando en el centro los reclutas novatos. En cuanto las dos mitades se pusieron en marcha en direcciones opuestas los reclutas quedaron detrás de las tropas veteranas.
Tapso, como pasó a llamarse la batalla, fue una derrota aplastante. Azuzados por la desaprobación de César unida a su clemencia, los veteranos, en especial la Décima, combatieron quizá mejor que durante toda su larga trayectoria. Al final del día diez mil muertos republicanos salpicaban el campo de batalla, y la resistencia organizada en África había terminado. El aspecto más decepcionante de Tapso para César fue la escasez de cautivos prominentes. Metelo Escipión, Labieno, Afranio, Petreyo, Sexto Pompeyo, el gobernador Atio Varo, Fausto Sila y Lucio Manlio Torcuato huyeron, como también el rey Juba.
– Mucho me temo que esto continuará en otra parte -dijo Calvino a César después-. En Hispania, quizás.
– Si es así, iré a Hispana -respondió César sombríamente-. La causa republicana debe morir, Calvino, o de lo contrario la Roma que quiero construir volverá a caer en la concepción del mos maiorum que tenían los boni.
– Entonces es a Catón a quien debes eliminar.
– Eliminar, no, si con eso pretendes decir «matarlo». No quiero ver muerto a ninguno de ellos, y menos a Catón. Los demás pueden llegar a comprender lo erróneo de sus procedimientos; Catón nunca. ¿Por qué? Porque esa posibilidad no está presente en su mente. No obstante debe seguir vivo, y debe formar parte de mi Senado. Necesito a Catón para exhibirlo.
– Eso no lo consentirá.
– No se dará cuenta de ello -aseveró César con rotundidad-. Voy a redactar un protocolo que rija el comportamiento en el Senado y los comitia: poner fin, por ejemplo, a las largas intervenciones cuyo único objetivo es evitar las votaciones. Habrá un tiempo limitado para los discursos. Y nada de acusaciones respecto a otros miembros sin pruebas concluyentes.
– ¿Marchamos hacia Utica, pues?
– Marchamos hacia Utica.
Un mensajero de Metelo Escipión llevó a Utica la noticia de la derrota en Tapso, pero no llegó mucho antes que los refugiados del campo de batalla, ninguno de ellos con rango superior al de tribuno militar de segunda.
«Lucio Torcuato, Sexto Pompeyo y yo nos unimos a la flota de Cneo Pompeyo en Hadrumetum -anunciaba la breve nota de Metelo Escipión-. Por ahora desconocemos nuestro próximo destino, pero no será Utica a menos que tú lo solicites, Marco Catón. Si puedes reunir hombres suficientes para oponer resistencia a César, combatiremos contigo.»
– Pero si las tropas de César estaban descontentas -dijo Catón con voz sorda a su hijo-. Estaba seguro de que lo derrotaríamos.
El joven Catón no contestó. ¿Qué podía decir?
Tras escribir a Metelo Escipión para comunicarle que no se molestara en ir a Utica, Catón permaneció absorto en sus pensamientos durante el resto de aquel aciago día. Al amanecer del día siguiente, acompañado de Lucio Gratidio, fue a ver a los refugiados de Tapso, que se habían hacinado en un viejo campamento a las afueras de Utica.
– Tenemos hombres suficientes para presentar batalla a César una vez más -dijo Catón a su jefe, un legado menor llamado Marco Epio-. En la ciudad tengo a cinco mil hombres bien adiestrados dispuestos a unirse a los tuyos. Y puedo proporcionaros nuevas armas.
Epio movió la cabeza en un gesto de negación.
– No, Marco Catón, ya hemos tenido suficiente. -Se estremeció y levantó la mano para hacer la señal que prevenía el mal de ojo-. César es invencible, ahora lo sabemos. Capturamos a uno de los centuriones de la Décima, Titio, a quien interrogó personalmente Quinto Metelo Escipión. Titio admitió que la Novena, la Décima y la Decimocuarta se han amotinado dos veces desde que salieron de Italia. Aun así, cuando César los mandó a la batalla, lucharon como héroes para él.
– ¿Qué le ocurrió a ese centurión?
– Fue ejecutado.
Y ésa es la razón, pensó Catón, por la que nunca debería haber puesto a Metelo Escipión en la tienda de mando, o a Labieno. César habría perdonado la vida a un valiente centurión cautivo, como debería hacer cualquier hombre.
– Bien, os propongo que os trasladéis al puerto de Utica y subáis a bordo de los barcos de transporte que ahí esperan -dijo Catón alegremente-. Pertenecen a Cneo Pompeyo, quien, deduzco, planea dirigirse al oeste, a las Baleares e Hispania. Estoy seguro de que no insistirá en que lo acompañéis, así que si preferís regresar a Italia, decídselo.
Él y Lucio Gratidio volvieron a Utica.
En la ciudad el pánico del día anterior había amainado, pero los habitantes no se dedicaban a sus asuntos como venían haciendo durante los meses de la prefectura de Catón a pesar de la guerra. Los trescientos ciudadanos más importantes esperaban ya en la plaza del mercado para que Catón les dijera qué quería que hiciesen. Lo amaban sinceramente, como casi toda Utica, porque había sido escrupulosamente justo, mostrándose siempre dispuesto a escuchar sus agravios, siempre optimista.
– No -dijo Catón con desacostumbrada delicadeza-, no puedo seguir tomando decisiones por vosotros. Vosotros mismos debéis decidir si deseáis oponeros a César o solicitar su perdón. Si queréis conocer mi opinión os la daré: creo que debéis solicitar el perdón. La alternativa sería enfrentaros a un sitio, y vuestro destino no sería distinto al de las ciudades de Cartago, Numancia, Avarico, Alesia. César domina aún más que Escipión Emiliano la táctica del bloqueo. El resultado sería la destrucción de esta ciudad extraordinariamente rica y hermosa y la muerte de muchos de sus ciudadanos. César impondrá una multa considerable, pero disfrutaréis de la continuada prosperidad necesaria para pagarla. Solicitad el perdón.
– Si liberamos a nuestros esclavos y los destinamos al servicio militar, Marco Catón, quizá sobrevivamos al sitio -sugirió un ciudadano.
– Eso no sería lícito y moral -contestó Catón con severidad-. Ningún gobierno debería tener la autoridad para ordenar a un hombre que deje en libertad a sus esclavos si él no quiere.
– ¿Y si se manumitieran voluntariamente? -preguntó otro.
– En tal caso lo aceptaría. No obstante os recomiendo encarecidamente que no os resistáis. Hablad de ello entre vosotros y luego llamadme otra vez.
Él y Gratidio atravesaron la plaza para sentarse en el pretil de piedra de una fuente, donde el hijo de Catón se reunió con ellos.
– ¿Combatirán, padre?
– Espero que no.
– Yo espero que sí -dijo Gratidio con lágrimas en los ojos-. Si no luchan, me quedaré sin trabajo. Detesto la idea de someterme mansamente a César.
Con la mirada puesta en los trescientos hombres que debatían el asunto, Catón no respondió.No tardaron en tomar una decisión: Utica solicitaría el perdón.
– Creedme -dijo Catón-, es lo mejor. Aunque yo tengo menos motivos que nadie para amar a César, es un hombre misericorde queha demostrado su clemencia desde el principio de esta triste situación.
Ninguno de vosotros sufrirá daños físicos ni perderá sus propiedades.
Algunos de los trescientos habían decidido huir; Catón les prometió que organizaría su traslado con la ayuda de los barcos de la causa republicana.
– Y eso es todo -dijo con un suspiro cuando él, su hijo y Gratidio estuvieron en el comedor, donde entró Estatilo con visible aprensión.
– Sírveme un poco de vino -pidió Catón a Prognantes, su mayordomo.
Los otros se quedaron inmóviles y se volvieron con una mirada de asombro hacia el señor de la casa, que cogió la jarra de arcilla.
– He cumplido mi misión, ¿por qué no iba a beber? -preguntó.
Tomó un sorbo e hizo una mueca de aversión. Acto seguido exclamó-: ¡Qué extraodinario! He perdido el gusto por el vino.
– Marco Catón, traigo noticias -anunció Estatilo.
La comida llegó cuando sus palabras resonaban aún en el aire: pan recién hecho, aceite, una gallina asada, ensaladas y quesos, unos racimos de uva tardía.
– Has estado fuera toda la mañana, Estatilo -dijo Catón, e hincó el diente a una pata de gallina-. ¡Qué bien sabe! ¿Cuál es esa noticia que tanto temes?
– Los jinetes de Juba están saqueando los campos.
– No podía esperarse otra cosa. Ahora come, Estátilo.
Al día siguiente corrió la voz de que César se aproximaba rápidamente y Juba se había marchado en dirección a Numidia. Catón observó desde su ventana a la delegación de los trescientos que partió a caballo para negociar con el conquistador, y luego dirigió la mirada hacia el puerto, donde refugiados y soldados subían a bordo de los barcos en medio de una frenética actividad.
– Esta noche -dijo- celebraremos una agradable cena. Sólo nosotros tres, creo. Gratidio es un buen hombre, pero no sabe apreciar la filosofía.
Hizo este comentario con tal satisfacción que el joven Catón y Estatilo cruzaron una mirada de perplejidad. ¿Realmente se alegraba tanto de que su labor hubiera concluido? ¿Y qué se proponía hacer ahora? ¿Rendirse a César? No, eso era inconcebible. Sin embargo, no había dado órdenes de empacar sus escasas ropas y sus libros, no había intentado siquiera asegurarse espacio en uno de los barcos.
La cómoda casa del prefecto en la plaza principal contenía un cuarto de baño como era debido. A media tarde Catón ordenó que llenaran la bañera y fue a disfrutar plácidamente del agua. Cuando salió, el comedor estaba preparado para la cena, y los otros dos comensales estaban allí reclinados, el joven Catón a la derecha, Estatilo a la izquierda, y el triclinio reservado a Catón se hallaba en medio. Cuando éste entró, su hijo y Estatilo lo contemplaron boquiabiertos: se había cortado la melena y se había afeitado la barba, y llevaba la túnica senatorial con la ancha banda púrpura del latus clavus cayendo desde el hombro derecho.
Ofrecía un aspecto magnífico, mucho más joven, pese a que en su cabello, peinado ahora como antiguamente, no se advertía ni un solo pelo rojo. Tras muchos meses absteniéndose del vino, sus ojos grises habían recuperado la luminosidad de otro tiempo, y las arrugas propias de la disipación habían desaparecido.
– ¡Estoy muerto de hambre! -dijo, ocupando el lectus medius-. ¡Prognantes, la comida!
Era imposible mantener una actitud sombría; el ánimo alegre de Catón era demasiado contagioso. Cuando Prognantes sacó un vino tinto de una excelente cosecha, Catón lo paladeó atentamente, declaró que era bueno, y fue tomando un sorbo de vez en cuando.
Cuando sólo quedaban en la mesa el vino, dos excelentes quesos y unas uvas, y todos los criados excepto Prognantes se habían ido, Catón se acomodó en el triclinio apoyando el codo en un cabezal y exhaló un hondo suspiro de satisfacción.
– Echaré de menos a Atenodoro Cordilion -dijo-, pero tú tendrás que ocupar su lugar, Marco. ¿Qué era lo real en opinión de Zenón?
¡Vaya, estoy otra vez en la escuela!, pensó el hijo de Catón, y contestó de manera mecánica:
– Las cosas materiales. Las cosas que son sólidas.
– ¿Es sólido mi triclinio?
– Sí, claro.
– ¿Es sólido dios?
– Sí, claro.
– ¿Y pensaba Zenón que el alma era sólida?
– Sí, claro.
– ¿Cuál es la primera de todas las cosas sólidas?
– El fuego.
– ¿Y después del fuego?
– El aire, luego el agua y luego la tierra.
– ¿Qué debe ocurrir con el aire, el agua y la tierra?
– Deben regresar al fuego al final del ciclo.
– ¿Es fuego el alma?
– Eso pensaba Zenón, pero Panecio no estaba de acuerdo.
– Además de en Zenón y Panecio, ¿dónde podemos buscar el alma?
Catón hijo vaciló, y buscó ayuda en Estatilo, quien contemplaba a Catón con creciente consternación.
– Podemos consultar a Sócrates a través de Platón -contestó Estatilo con voz trémula-. Aunque veía grandes defectos en Zenón, Sócrates era el perfecto estoico. Le traían sin cuidado el bienestar material, el frío y el calor, las pasiones de la carne.
– ¿Buscamos el alma en el Fedro o en el Fedón?
Estatilo tomó aire y habló.
– En el Fedón. En este diálogo, Platón comenta lo que Sócrates dijo a sus amigos poco antes de tomarse la cicuta.
Catón se echó a reír y extendió las manos.
– Todos los hombres buenos son libres, todos los malos hombres son esclavos. Fijémonos en las Paradojas.
El tema del alma pareció quedar de lado cuando los tres se embarcaron en uno de los temas preferidos de Catón. Estatilo fue el encargado de adoptar el punto de vista epicúreo, el hijo de Catón el peripatético, y Catón, fiel a sí mismo, siguió siendo un estoico. Los razonamientos se desarrollaron entre risas, un rápido intercambio de premisas tan conocidas que todas las respuestas eran automáticas.
Se oyó a lo lejos un estruendoso trueno. Estatilo se levantó y fue a mirar por la ventana de la fachada sur en dirección a las montañas.
– Se acerca una terrible tormenta -anunció. Bajando la voz, repitió-: una terrible tormenta.
Volvió a reclinarse para hablar en defensa de la libertad y la esclavitud en nombre de los epicúreos.
El vino estaba haciendo mella en Catón, que no se había dado cuenta de su gradual efecto. De pronto, con violento ademán, lanzó su arra por la ventana del lado sur.
– ¡No, no, no! -bramó-. Un hombre libre que consiente cualquier clase de esclavitud es un mal hombre, y no hay más que hablar. No me importa qué clase de esclavitud acepte, sean los placeres lascivos, la comida, el vino, la puntualidad, el dinero…, el hombre que se esclaviza es un mal hombre. Perverso. Malévolo. Su alma abandonará ese cuerpo tan sucia, tan cubierta de inmundicia, que se hundirá en el Tártaro, y allí se quedará para siempre. Sólo el alma del hombre bueno ascenderá al éter, a los reinos de dios. No de los dioses, sino de dios. Y el hombre bueno nunca sucumbe a ninguna clase de esclavitud, a ninguna clase. A ninguna clase.
Durante este apasionado discurso, Estatilo se había puesto en pie y había ido a acurrucarse junto al joven Catón.
– Si tienes ocasión -susurró-, ve a su dormitorio y quítale la es pada.
Sobresaltado, el joven Catón miró con horror a Estatilo.
– ¿Ésa es la razón de todo esto?
– Por supuesto. Va a matarse.
Catón fue perdiendo el brío y finalmente se quedó inmóvil, temblando y mirando fijamente a su público. Sin previo aviso, se puso en pie, y tambaleándose, se dirigió a su estudio, donde los otros dos lo oyeron revolver entre los libros y pergaminos.
¡Fedón, Fedón, Fedón!-gritaba, entre risitas.
El joven Catón miraba boquiabierto a Estatilo, quien de pronto le dio un empujón.
– ¡Ve, Marco! ¡Quítale ahora la espada!
Catón hijo corrió hasta los amplios aposentos de su padre y se apoderó de la espada, colgada de su bridecú en un gancho de la pared.
De regreso en el comedor, vio a Prognantes allí de pie con el jarrón de vino en la mano.
– Ten, llévate esto y escóndelo -ordenó, entregando la espada de Catón al mayordomo-. ¡De prisa! ¡Deprisa!
Prognantes se marchó justo a tiempo; Catón reapareció con un pergamino en la mano. Lo arrojó al lectus medius y se volvió hacia el atrio.
– Oscurece. Tengo que dar el santo y seña a los centinelas -anunció lacónicamente, y se fue, pidiendo a gritos un sagum impermeable; iba a llover.
La tormenta se acercaba; los rayos empezaban a bañar el comedor de un intermitente resplandor blanco azulado, ya que aún no habían encendido los candiles. Prognantes acudió con una vela.
– ¿Está escondida la espada? -preguntó Catón hijo.
– Sí, domine. El señor no la encontrará, quédate tranquilo.
– ¡Estatilo, no puede hacer una cosa así! ¡No debemos permitírselo!
– No se lo permitiremos. Esconde también tu espada.
Catón regresó al cabo de un rato, echó en un rincón su capote mojado y cogió el Fedón del triclinio. A continuación se acercó a Estatilo, lo abrazó y lo besó en las dos mejillas.
Luego hizo lo mismo con el joven Catón, a quien le resultó extraño notar los brazos de su padre a su alrededor, y aquellos labios secos en su cara y su boca. Sólo recordaba el día en que su padre los había llamado a él y a Porcia para anunciarles que se había divorciado de su madre por adulterio con César y que nunca volvería a verla. Ni siquiera un momento. Ni siquiera para despedirse. Catón hijo, aún niño, lloró desconsoladamente por su madre, y su padre le dijo que no debía acobardarse, que acobardarse por algo tan insignificante no era correcto. Tantos recuerdos de un padre severo, de un padre que imponía su despiadada ética a cuantos lo rodeaban, ¡y sin embargo qué orgulloso estaba de ser el hijo del gran Catón! Así que en ese momento se acobardó y lloró.
– Por favor, padre, no lo hagas.
– ¿Qué? -preguntó Catón, abriendo los ojos de par en par, sorprendido-. ¿Retirarme a leer mi Fedón?
– No tiene importancia -gimió el joven Catón-. No tiene importancia.
El alma, el alma, que los griegos consideraban del género femenino. A Catón le parecía adecuado, oyendo los ruidos de la tormenta, que el mundo natural se hiciera eco de la tempestad desatada dentro de su… ¿corazón?, ¿su mente?, ¿su cuerpo? Ni siquiera eso sabemos, así que ¿cómo podemos saberlo todo acerca del alma, su pureza o su falta de pureza? ¿su inmortalidad? Necesito que me la demuestren, que me la demuestren más allá de cualquier sombra de duda.
A la luz de varios candiles múltiples, se sentó en una silla y, desenrollando el pergamino, leyó lentamente el texto griego; para Catón, siempre era más fácil separar las palabras en griego que en latín, no sabía por qué. Leyó las palabras de Sócrates mientras formulaba a Simmias una de sus famosas preguntas; Sócrates enseñaba haciendo preguntas.
– ¿Creemos en la muerte?
– Sí -dijo Simmias.
– La muerte es la separación del alma y el cuerpo. Estar muerto es el resultado final de esta separación.
Sí, sí, sí, así debe ser. Lo que soy es más que un simple cuerpo, lo que soy contiene el fuego blanco de mi alma, y cuando mi cuerpo muera, mi alma será libre. Sócrates, Sócrates, tranquilízame. Dame la fuerza y la resolución para hacer lo que debo hacer.
– Para gozar del conocimiento puro, debemos despojarnos de nuestros cuerpos… el alma está hecha a imagen de dios, y es inmortal, y posee inteligencia, y es uniforme, y no cambia. Es inmutable. El cuerpo, por el contrario, está hecho a imagen del género humano. Es mortal. Carece de inteligencia, adopta muchas formas y se desintegra. ¿Puedes negarlo?
– No.
– Así pues, si lo que digo es verdad, el cuerpo debe entrar en decadencia, pero el alma no.
Sí, sí, Sócrates tiene razón, el alma es inmortal. No se disolverá cuando muera mi cuerpo.
Experimentando una gran sensación de alivio, Catón dejo el libro en su regazo y miró la pared, buscando su espada. Al principio pensó que lo que veía era efecto del vino, pero al cabo de un momento sus ojos mortales, tan llenos de falsas visiones, reconocieron la verdad: su espada había desaparecido. Dejó el libro en la mesilla de noche y se levantó para golpear un gong de cobre con un mazo. El sonido retumbó en la oscuridad, desgarrada por un rayo, realzada por un trueno.
Acudió un criado.
– ¿Dónde está Prognantes? -preguntó Catón.
– La tormenta domine, la tormenta. Sus hijos están llorando.
– Mi espada ha desaparecido. Trae mi espada de inmediato.
El criado inclinó la cabeza y se marchó. Al cabo de un rato Catón volvió a golpear el gong.
– Mi espada ha desaparecido. Tráela de inmediato.
Esta vez el hombre pareció asustado; asintió con la cabeza y se fue apresuradamente.
Catón cogió el Fedón y siguió leyéndolo hasta el final, pero las palabras no le afectaban. Golpeó el gong una tercera vez.
– ¿Sí, domine?
– Reúne a todos los criados en el atrio, incluido Prognantes.
Los recibió allí y miró airado a su mayordomo.
– ¿Dónde está mi espada, Prognantes?
– Domine, la hemos buscado por todas partes, pero no aparece.
Catón se movió tan deprisa que en realidad nadie lo vio avanzar a zancadas y golpear a Prognantes; sólo se oyó el contacto de su puño contra la maciza mandíbula del mayordomo. Éste se desplomó inconsciente, pero ningún criado fue a ayudarlo; los demás, temblando, se limitaron a mirar fijamente a Catón.
De pronto irrumpieron en el atrio el joven Catón y Estatilo.
– ¡Padre, por favor, por favor! -exclamó el joven Catón, sollozando y abrazando a su padre.
Catón lo apartó de sí como si apestara.
– ¿Acaso estoy loco, Marco, para que me niegues la posibilidad de protegerme contra César? ¿Consideras que he perdido mis facultades mentales para atreverte a despojarme de mi espada? No la necesito para quitarme la vida, si eso es lo que te preocupa; quitarme la vida es fácil. Me basta con contener la respiración o golpearme la cabeza contra una pared. Mi espada es mi derecho. ¡Tráeme la espada!
El hijo huyó sollozando desesperadamente mientras cuatro de los criados se llevaban el cuerpo inanimado de Prognantes. Sólo dos de los esclavos de menor rango se quedaron.
– Traedme la espada -les dijo.
Un ruido de arrastre precedió la llegada de la espada: la lluvia había amainado y producía sólo un suave murmullo; la tormenta se alejaba mar adentro. Un niño de corta edad llevaba el arma a rastras tenazmente, sujetando la empuñadura de marfil en forma de águila con las dos manos, mientras que la punta rozaba contra el suelo. Catón se inclinó y la cogió, verificando el filo. Seguía afilada.
– Vuelvo a ser el de siempre -declaró, y regresó a sus aposentos.
Ya podía releer el Fedón y comprender su significado. ¡Ayúdame, Sócrates! ¡Demuéstrame que mis temores son innecesarios!
– Aquellos que aman el conocimiento saben que sus almas están unidas al cuerpo sólo como si estuvieran pegadas con cola o sujetas con alfileres. En cambio, aquellos que no aman el conocimiento no saben que cada placer, cada dolor, es una especie de clavo que fija el alma al cuerpo como un remache, de modo que emula al cuerpo y cree que todas sus verdades surgen del cuerpo… ¿Existe lo contrario de la vida?
– Sí.
– ¿Qué es?
– La muerte.
– ¿Y cómo llamamos a aquello que no muere?
– Inmortal.
– ¿Muere el alma?
– No.
– ¿El alma es inmortal, pues?
– Sí.
– El alma no puede perecer cuando muere el cuerpo, ya que el alma no admite la muerte como parte de sí misma.
Ahí está, manifiesta, la verdad de todas las verdades.
Catón enrolló y ató el pergamino del Fedón. Lo besó, se acostó en su cama y se sumió en un sueño profundo mientras el rumor de la tormenta se desvanecía hasta convertirse en una calma absoluta.
En plena noche lo despertó un dolor punzante en la mano derecha; se la contempló con consternación y luego golpeó el gong.
– Manda a buscar al médico Cleantes -dijo al criado-. Y pídele a Butas que venga a verme.
Su agente llegó con sospechosa celeridad; Catón lo observó con ironía, comprendiendo que como mínimo una tercera parte de los ciudadanos de Utica sabían que su prefecto había pedido su espada.
– Butas, ve al puerto y asegúrate de que quienes intentan subir a bordo de las naves están bien.
Butas obedeció. Al salir se detuvo para susurrarle a Estatilo:
– No puede estar pensando en el suicidio; está demasiado preocupado por el presente. Son imaginaciones vuestras.
En la casa todos se alegraron, y Estatilo, que estaba a punto de ir a buscar a Lucio Gratidio, cambió de idea. A Catón no le gustaría que le mandara a un centurión para implorarle.
Cuando llegó Cleantes, Catón le tendió la mano derecha.
– Me la he roto -dijo-. Entablíllamela para que pueda usarla.
Mientras Cleantes realizaba aquella labor casi imposible, Butas regresó para informar a Catón de que la tormenta había causado estragos en los barcos y muchos refugiados se hallaban en un estado de confusión.
– Pobre gente -dijo Catón-. Vuelve al amanecer y ponme de nuevo al corriente, Butas.
Cleantes carraspeó.
– He hecho lo que he podido, domine, pero ¿puedo quedarme en tu casa un rato más? Me han dicho que el mayordomo Prognantes sigue inconsciente.
– ¡Ah, ése! Su mandíbula es como su nombre indica: un saliente de roca. Me ha roto la mano, un lamentable inconveniente. Sí, ve y atiéndelo si es necesario.
Estaba despierto cuando Butas le informó al amanecer de que la situación en el muelle se había apaciguado. Cuando el agente se marchó, Catón se tendió en la cama.
– Cierra la puerta, Butas -ordenó.
En cuanto la puerta se cerró, cogió la espada, que había dejado apoyada contra el cabezal de su estrecha cama e intentó colocarla en la posición tradicional empujándola hacia arriba por debajo de la caja torácica para hundirla en el pecho justo a la izquierda del esternón. Pero la mano rota se negó a obedecerle, aun después de que se arrancara la tablilla. Finalmente se limitó a clavarse la hoja en el vientre tan alto como le fue posible y la movió de lado a lado para ensanchar la herida en la pared abdominal. Mientras gemía e hincaba el arma, decidido a acabar consigo, para liberar su alma pura e inmaculada, de pronto su cuerpo traidor se adueñó de su voluntad y empezó a sacudirse violentamente. Catón cayó de la cama y lanzó un ábaco contra el gong, que sonó ruidosamente.
Cuantos vivían en la casa corrieron hacia allí de todas direcciones, con el hijo de Catón a la cabeza, y encontraron a Catón en el suelo en medio de un charco de sangre cada vez mayor, sus entrañas esparcidas alrededor en humeantes montones. Tenía los ojos abiertos de par en par pero no veían nada.
El joven Catón gritó histéricamente, pero Estatilo, demasiado conmocionado para hacer nada, vio parpadear a Catón.
– ¡Está vivo! ¡Está vivo! ¡Cleantes, está vivo!
El médico estaba ya arrodillado junto a Catón; lanzó una mirada furiosa a Estatilo.
– ¡Ayúdame, idiota! -bramó.
Juntos recogieron los intestinos de Catón y volvieron a introducírselos en el abdomen; Cleantes iba maldiciendo y empujando, finalmente sacudió la masa de entrañas hasta que quedó bien alojada y pudo unir fácilmente los bordes de la herida. A continuación cogió su aguja curva y un poco de hilo limpio y cosió firmemente la espantosa raja con docenas de puntos muy seguidos.
– Es tan fuerte que quizá viva -dijo, levantándose para examinar su trabajo-. Todo depende de la cantidad de sangre que haya perdido. Gracias a Asclepio que está inconsciente.
Catón salió de un plácido sueño para entrar en una terrible agonía. Un horrendo lamento de dolor brotó de su boca, medio grito y medio gemido. Al abrir los ojos vio muchas personas alrededor, la cara de su hijo manchada de lágrimas y mocos, a Estatilio y el médico Cleantes acabando de lavarse las manos mojadas en una palangana de agua, y esclavos apiñados, un niño que lloraba, mujeres arrodilladas.
– ¡Vivirás, Marco Catón! -exclamó Cleantes con tono triunfal-. Te hemos salvado.
Con la vista más clara, Catón bajó la mirada y observó la toalla de hilo ensangrentada sobre su cintura. Con la mano izquierda tiró tembloroso de la toalla para ver su vientre morado y distendido, surcado de parte a parte por una irregular hendidura, ahora pulcramente cosida con hilo carmesí.
– ¡Mi alma! -gritó, y después de estremecerse, hizo acopio de todas las fuerzas que a lo largo de su vida le habían permitido luchar sin tregua por escasas que fueran las posibilidades de éxito. Llevándose las dos manos a los puntos, tiró y arrancó con desesperada energía hasta que la herida estuvo otra vez abierta y entonces empezó a sacarse los intestinos y a desparramarlos.
Nadie hizo ademán de detenerlo. Paralizados, su hijo, su amigo y su médico le contemplaron mientras se destruía moviendo los labios en silencio. De pronto lo sacudió un violento espasmo. Sus ojos grises, todavía abiertos, tomaron la apariencia de la muerte, los iris desaparecieron bajo la expansión de las pupilas negras; por último asomó en aquellos ojos un ligero resplandor dorado, la pátina final de la muerte. El alma de Catón se había ido.
La ciudad de Utica lo incineró al día siguiente en una enorme pira de incienso, mirra, nardo, canela y bálsamo de Jericó, envuelto su cuerpo en púrpura tiria y paño de oro.
Marco Porcio Catón, enemigo de toda ostentación, habría detestado la ceremonia.
Pese al escaso tiempo de que disponía para preparar su muerte, había hecho todo lo posible: había dejado cartas para su pobre y desolado hijo, para Estatilo y para César, donativos en dinero para Lucio Gratidio y Prognantes el mayordomo, todavía inconsciente. Pero no dejó nada para Marcia, su esposa.
Cuando César entró en la plaza mayor a lomos de Génitor, el paludamentum escarlata cuidadosamente dispuesto sobre las elegantes ancas castañas de su caballo, se habían recogido ya las cenizas de la pira, pero los restos aromáticos y ennegrecidos de la pira en sí seguían aún entre la silenciosa multitud de espectadores.
– ¿Qué pasa aquí? -preguntó César con un escalofrío.
– Es la pira de Marco Porcio Catón el Uticense -anunció Estatilo con voz sonora.
Los ojos de César eran tan fríos que parecían sobrenaturales, no humanos; sin cambiar de expresión se apeó del caballo, y la capa cayó detrás de él con gracia. A ojos de los ciudadanos de Utica, ofrecía todo el aspecto de un conquistador.
– ¿Su casa? -preguntó a Estatilo.
Estatilo se dio media vuelta y lo guió.
– ¿Está aquí su hijo? -preguntó César, seguido de Calvino.
– Sí, César, pero muy alterado por la muerte de su padre.
– Un suicidio, claro. Cuéntame cómo ha sido.
– ¿Qué hay que contar? -preguntó Estatilo con un gesto de indiferencia-. Ya conocías a Marco Catón, César. No estaba dispuesto a someterse a ningún tirano, ni siquiera a uno clemente. -De debajo de la manga de su túnica negra extrajo un delgado rollo de pergamino-. Ha dejado esto para ti.
César lo cogió, examinó el sello, una imagen del gorro cónico propio de los esclavos manumisos, con las palabras M PORC CATÓN alrededor del borde: no era una referencia a su propia lucha contra lo que consideraba tiranía sino una referencia a su bisabuela, la hija de una esclava.
Me niego a deberle la vida a un tirano, un hombre que se burla de la ley perdonando a otros hombres, como si la ley le otorgara derecho a ser su amo. La ley no se lo permite.
Pese a sus ansias de leerlo, Calvino dudó de que alguna vez tendría la oportunidad de hacerlo. De pronto, los dedos fuertes y alargados de César arrugaron la nota y la tiraron, después de lo cual él se los contempló como si fueran los de otra persona y tomó aire emitiendo un sonido que no era un suspiro ni un gruñido.
– Me cuesta aceptar tu muerte, Catón, del mismo modo que a ti te costó entregarme tu vida -dijo con aspereza.
El joven Catón salió arrastrando los pies, sostenido por dos criados.
– ¿No lograste convencer a tu padre de que esperara al menos hasta verme y hablar conmigo?
– César, tú conocías a Catón mucho mejor que yo -contestó el joven-. Murió como había vivido, sin contemplaciones.
– ¿Qué planeas hacer ahora que tu padre ha muerto? Ya sabes que todas sus propiedades han sido confiscadas.
– Solicitarte el indulto y buscar algún medio para ganarme la vida. Yo no soy mi padre.
– Estás indultado, como lo habría estado él.
– ¿Puedo pedirte un favor, César?
– Sí, claro.
– Estatilo. ¿Puede acompañarme a Italia? Mi padre le ha dejado el dinero necesario para llegar hasta Marco Bruto, que lo tomará a su servicio.
– Marco Bruto está en la Galia Cisalpina. Estatilo puede reunirse con él.
Y ése fue el final. César se dio media vuelta y salió, Calvino lo siguió… después de haber recuperado la nota. Un valioso material para los archivos.
Fuera, César se sacudió aquel pesar como si nunca lo hubiera sentido.
– En fin, no podía esperar otra cosa de Catón -dijo a Calvino-. Siempre el peor de mis enemigos, siempre dispuesto a frustrar mis deseos.
– Un absoluto fanático, César. Desde el día de su nacimiento, sospecho. Nunca entendió la diferencia entre la vida y la filosofía.
César se echó a reír.
– ¿La diferencia? No, mi querido Calvino, la diferencia no. Catón nunca entendió la vida. La filosofía era su manera de enfrentarse con algo que era incapaz de comprender. La filosofía era su manual de conducta. El hecho de que optara por el estoicismo reflejaba su personalidad: la purificación a través de la negación de sí mismo.
– ¡Pobre Marcia! Un golpe cruel.
– El golpe cruel fue su amor por Catón, que se negó a ser amado.
Del alto mando republicano, sólo Tito Labieno, los dos Pompeyos y el gobernador Atio Varo llegaron a Hispania.
Publio Sitio volvió a ponerse en acción al servicio de los reyes Boco Bogud de las Mauritanas; tan pronto como recibió la noticia de la victoria de César en Tapso mandó su flota a barrer los mares y él personalmente se puso al frente de las tropas que invadieron Numidia por tierra.
Metelo Escipión y Lucio Manlio Torcuato zarparon con un grupo de barcos que optaron por navegar cerca de la costa africana; Cneo y Sexto Pompeyo, en la flota inicial de Cneo, decidieron salir a mar abierto e ir a avituallarse en las islas Baleares. Labieno viajó con ellos, desconfiando del buen juicio de Metelo Escipión, a quien además aborrecía.
La flota de Publio Sitio encontró a esos barcos cerca de África y los atacó con tal entusiasmo que la captura fue inevitable. Al igual que Catón, Metelo Escipión y Torcuato prefirieron el suicidio al indulto de César.
En irremediable desorden, el ejército numidio de caballería ligera no pudo hacer frente a las tropas invasoras de Sitio, que lo venció y avanzó inexorablemente a través del reino de Juba.
Marco Petreyo y el rey Juba se habían ido a Cirta, la capital, y allí encontraron las puertas cerradas y a la población demasiado temerosa de la venganza de César para dejarlos entrar. Los dos buscaron refugio en una villa que Juba tenía no lejos de Cirta, y allí acordaron luchar en un duelo a muerte como la manera más honorable de acabar. El resultado fue el previsible: Juba era mucho más joven y fuerte que Petreyo, que había envejecido al servicio de Pompeyo Magno. Petreyo murió en el duelo, pero cuando Juba intentó administrarse a sí mismo el golpe mortal, descubrió que sus brazos eran demasiado cortos. Un esclavo le sostuvo la espada, y Juba se abalanzó sobre ella.
La tragedia más triste de todas fue la del hijo de Lucio César, que fue capturado y liberado a petición propia para quedarse en una villa a las afueras de Utica hasta que César tuviera ocasión de decidir su sino. Atendían la villa unos cuantos criados del propio César, y en el jardín había varias jaulas con animales salvajes halladas entre el equipaje abandonado de Metelo Escipión; César tenía intención de llevárselos para utilizarlos en los juegos que planeaba celebrar en honor de la difunta Julia, ya que el Senado, rencoroso, le había negado los juegos funerarios.
Quizás el aura de recelo que envolvía a este único miembro de la familia de Julio César que se había puesto del lado republicano había acabado trastornándole, o quizás había padecido siempre algún tipo de inestabilidad mental innata. Fuera como fuese, pronto unos legionarios se unieron a Lucio César hijo, y juntos se apoderaron de la villa y torturaron a los criados de César hasta matarlos. A falta de más víctimas humanas, Lucio César hijo torturó después a los animales hasta la muerte. Cuando los legionarios se marcharon, Lucio César decidió quedarse. Un tribuno enviado para interesarse por él, se horrorizó al encontrarle paseando por la villa cubierto de sangre, mascullando y delirando. Al igual que Ajax tras la caída de Troya, parecía pensar que las bestias eran sus enemigos.
César decidió que debía procesárselo, considerando absolutamente necesario que el único hijo de su primo fuera juzgado públicamente, y confiando en que el tribunal militar comprendiera que Lucio César hijo era un demente desahuciado. En espera del proceso, se le dejó encerrado en la villa bajo vigilancia.
¡Oh, espíritus de Publio Vetio! Cuando unos soldados fueron a encadenar a Lucio César para llevarlo al consejo de guerra a Utica, lo encontraron muerto, pero no por su propia mano. Nunca se aclaró el misterio de quién había entrado subrepticiamente para asesinarlo, pero ni siquiera el más insignificante miembro del servicio de César pensó que éste pudiera estar implicado. Fueron muchos los rumores acerca del dictador César, y sin embargo esa calumnia en particular nunca se difundió. Tras oficiar en el funeral como pontífice máximo, César envió las cenizas de Lucio a su padre con tantas explicaciones como creía que éste podría soportar.
También Utica fue perdonada, pero César recordó a los trescientos que durante sus primeros trece años de consulado había aprobado una lex Julia que había beneficiado enormemente a la ciudad.
– La multa es de doscientos millones de sestercios, que se pagarán en plazos semestrales durante un periodo de tres años. No a mí, ciudadanos de Utica, sino directamente al erario de Roma.
Una multa enorme. Ocho mil talentos de plata. Puesto que Utica no podía negar que había ayudado a los republicanos y había alabado, adorado y acogido de buen grado a Catón, el más pertinaz enemigo de César, los trescientos aceptaron su suerte con sumisión. ¿Qué podían hacer al respecto, sobre todo teniendo que pagar el dinero directamente al erario romano? César no era un tirano dispuesto a enriquecerse. También los propietarios republicanos de los latifundios de trigo de los valles del Bagradas y el Catada sufrieron su castigo. César subastó sus propiedades en el acto, asegurándose así de que aquellos que siguieran cultivando trigo a gran escala en la provincia de África fueran partidarios incondicionales suyos. Fue una medida, en su opinión, vital para el bienestar de Roma; ¿quién sabía qué le depararía el futuro?
Desde la provincia de África siguió a Numidia, donde sacó a subasta todos los bienes personales de Juba antes de desmantelar por completo el reino de Numidia. La región oriental, la más fértil, se incorporó a la provincia africana como África Nova; Publio Sitio recibió una excelente franja de tierra en el límite occidental de África Nova como feudo personal, a condición de que lo conservara para la Roma de César y el heredero de César. Bogud y Boco recibieron el extremo oeste de Numidia, pero César dejó que los dos reyes establecieran las fronteras por sí mismos.
El último día de mayo abandonó África con rumbo a Cerdeña, dejando atrás a Cayo Salustio Crispo para que gobernara las provincias romanas. La travesía de doscientos cincuenta kilómetros se prolongó durante veintisiete días; los mares estaban agitados; sus barcos hicieron aguas; tuvieron que buscar refugio en todas las pequeñas islas del trayecto; los vientos los llevaron demasiado al este y luego demasiado al oeste, un viaje exasperante, y no porque César fuera propenso al mareo, que no lo era, sino porque el barco se movía demasiado para permitirle leer, escribir e incluso pensar con lucidez.
Cuando por fin llegaron a puerto, César aumentó el diezmo de la republicana Cerdeña a un octavo y hasta impuso una multa especial de diez millones de sestercios a la ciudad de Sulcis por apoyar activamente a los republicanos.
Al segundo día de quinctilis, estaba ya preparado para zarpar hacia Ostia o Puteoli, dependiendo del rumbo que propiciaran el tiempo y los vientos; entonces empezaron a rugir los vendavales equinocciales, comparado con los cuales el viento que había azotado su barco en elviae hasta Cerdeña había sido un suave céfiro. César miró hacia el puerto de Carales y cedió a las súplicas de su capitán, quien propuso no navegar. Los vendavales soplaron sin interrupción durante tres nundinae, pero al menos en tierra firme César pudo leer y escribir, así como ponerse al día con la montaña de correspondencia.
No tuvo tiempo para pensar hasta que por fin zarpó rumbo a Ostia. El viento soplaba desde el suroeste, así que llegarían a Ostia, en la desembocadura del Tíber.
La guerra continuará, a menos que Cayo Trebonio pueda capturar en la Hispania Ulterior a Labieno y los dos Pompeyos antes de que puedan organizar de nuevo la resistencia. No existe hombre mejor que Trebonio, pero la lástima es que cuando llegó a su provincia, no encontró en ella a nadie dispuesto a cooperar después del rapaz gobierno de Quinto Casio. Ése es el problema, César. No puedes hacerlo todo tú solo, y por cada Cayo Trebonio hay un Quinto Casio; por cada Calvino hay un Antonio.
Hispania está en buenas manos. No tiene sentido perder el tiempo ahora preocupándose por ese territorio. Piensa en cambio que hasta la fecha la guerra ha favorecido a César y que África, a los ojos de todo el mundo, confirma el resultado de Farsalia. ¡Tantos muertos! ¡Tanto talento y tantas aptitudes malgastados en los campos de batalla!
¿Y qué decir del Fedón? A César le llevó cierto tiempo sonsacar la historia a Estatilo, pero finalmente le bastó insinuar que quizás incumpliera su promesa de permitirle ir al lado de Bruto para que Estatilo le relatara los detalles del inefable suicidio. César se alegró mucho al saber que aquel templado e indestructible acero que era el ánimo de Catón estuviera internamente tan quebrado. A la hora de la muerte, temió morir. Primero tuvo que convencerse de que viviría eternamente mediante la lectura del Fedón. Fascinante. Es uno de los textos griegos más hermosos y poéticos jamás escritos, pero quien lo escribió hablaba de segunda mano, y ni él ni Sócrates, el filósofo supremo, tenían una lógica, un razonamiento y un sentido común válidos. El Fedón, el Fedro y los demás diálogos estaban llenos de sofistería, a veces claramente falsa, y cometían el mismo error filosófico de siempre: llegaban a conclusiones que les convenían y complacían en lugar de alumbrar la verdad. En cuanto al estoicismo, ¿qué filosofía hay más estrecha? ¿Qué otro código de conducta espiritual puede engendrar con tal éxito al mayor de los fanáticos
En resumen, Catón no había podido cometer el acto sin saber antes que disfrutaría de una vida después. Y buscó la confirmación en el Fedón. Esto consuela a César, que no anhela una vida después de la muerte. ¿Qué puede ser la muerte salvo un sueño eterno? La única inmortalidad a la que puede aspirar un hombre es vivir en el recuerdo y la historia del género humano hasta el final de los tiempos. Un destino que corresponderá a César, pero que César hará todo lo posible para que no corresponda a Catón. Sin Catón, no habría habido guerra civil. Es por eso por lo que no puedo perdonarle. Es por eso por lo que César no puede perdonarle.
Ah, pero la vida de César es cada vez más solitaria, incluso con la muerte de Catón. Bibulo, Ahenobarbo, Lentulo Crus, Lentulo Espinter, Afranio, Petreyo, Pompeyo Magno, Curio. Roma se ha convertido en una ciudad de viudas, y César no tiene ya verdaderos rivales. ¿Cómo puede sobresalir César sin el impulso de una oposición? Pero no, pero nunca, la oposición de sus legiones.
Las legiones de César. La Novena, la Décima, la Duodécima, la Décimocuarta, sus estandartes colmados de honores, su parte del botín suficiente para que los soldados de más bajo rango alcanzaran el estatus de Tercera Clase en las centurias, y sus centuriones lograran el estatus de Segunda Clase. Sin embargo, se amotinaron. ¿Por qué? Porque estaban ociosos, mal supervisados y a merced de la malevolencia de hombres como Avieno. Porque entre sus filas algunos les han inculcado la idea de que pueden imponer a los generales las condiciones de su servicio. Su motín no ha sido perdonado, pero, más importante aún, no ha sido olvidado. Ningún hombre de una legión amotinada obtendrá jamás tierras en Italia, ni una parte completa del botín tras la celebración de los triunfos de César.
Tras la celebración de las victorias de César. César ha esperado catorce años para el triunfo, privado de su triunfo hispánico cuando regresó como pretor de la Hispania Ulterior. El Senado lo obligó a entrar en la ciudad cruzando el pomerium para presentar su candidatura al consulado, y así perdió su imperium y su triunfo. Pero este año celebrará su victoria, tan magníficamente que los festejos triunfales de Sila y Pompeyo Magno parecerán insignificantes en comparación. Este año. Sí, este año. Habrá tiempo, porque este año César corregirá por fin el calendario, vinculará las estaciones a los meses en un año de trescientos sesenta y cinco días como es debido, con un día más cada cuatro años para compensar el tiempo perdido. Aunque César no haga más que eso por Roma, su nombre perdurará durante mucho tiempo después de su muerte.
A eso se reduce la inmortalidad. ¡Ay, Catón, con tu anhelo de un alma inmortal, tu miedo a morir! ¿Qué hay que temer en la muerte?
El barco se inclinó, se estremeció. El viento estaba cambiando, levantándose, girando hacia el sureste. Casi percibía en el aire el olor del Egipto del Nilo, aquel hedor dulzón propio de las tierras inundadas, las extrañas flores en los extraños jardines, la fragancia de la piel de Cleopatra.
Cleopatra. César la echa de menos, aunque pensaba que no sería así. ¿A quién se parecerá el niño? Ella dice en sus cartas que se parece a César, pero César lo verá de manera más desapasionada. Un hijo varón para César, pero no un hijo romano. ¿Quién será el hijo romano de César, el hijo que adopte en su testamento? Vaya a donde vaya la vida de César, es ya hora de que haga testamento. ¿Pero cómo puede uno poner en la balanza a un muchacho de dieciséis años, desconocido y sin experiencia, y a un hombre de treinta y siete?
Ruega para que haya tiempo de ponerlos en la balanza.
El Senado ha votado en favor de la dictadura de César durante diez años, le ha otorgado poderes de censor durante tres y el derecho de expresar sus preferencias cuando los candidatos se presenten a la elección de magistrados. Una buena noticia que recibir antes de abandonar África.
Una voz susurra: «¿Adónde vas, Cayo Julio César? ¿Y por qué parece importarte tan poco? ¿Se debe a que has hecho todo lo que querías hacer, pero no del modo y con la sanción constitucional que deseabas? No tiene sentido lamentarse de lo que se ha hecho y no puede deshacerse. No, no puede deshacerse, ni siquiera por un millón de coronas de oro tachonadas de rubíes o esmeraldas o perlas marinas del tamaño de guijarros.»
Pero sin rivales la victoria está vacía. Sin rivales, ¿cómo puede brillar César?
El malestar en la victoria proviene de ser el único superviviente en el campo de batalla.