I

CÉSAR EN EGIPTO (Desde octubre del 48 a.C. hasta junio del 47 a.C.)

1

– Sabía que tenía razón: un terremoto muy ligero -dijo César mientras dejaba el fajo de papeles en su mesa.

Calvino y Bruto, sorprendidos, apartaron la mirada de su trabajo.

– ¿A qué viene eso ahora? -preguntó Calvino.

– ¡Señales de mi divinidad, Cneo! ¿Recordáis la estatua de la Victoria que se puso de espaldas en aquel templo de Elis, el tintineo de espadas y escudos que se entrechocaban en Antioquía y Tolemaida, el sonido de tambores en el templo de Afrodíta en Pérgamo? Según mi experiencia, los dioses no intervienen en los asuntos de los hombres, y por supuesto no enviaron un dios a la tierra para derrotar a Magno en Farsalia. Así que hice indagaciones en Grecia, el norte de la provincia de Asia y la Siria del río Orontes. Todos los fenómenos ocurrieron en el mismo momento y en el mismo día: un ligero terremoto. Consultad los informes de nuestros propios sacerdotes en Italia: todos hablan del atronador sonido de tambores procedente de las entrañas de la tierra y de estatuas que hacían cosas extrañas. Terremotos.

– Empañas nuestras ilusiones, César -contestó Calvino con una sonrisa-. Empezaba a pensar que trabajaba para un dios. -Miró a Bruto-. ¿No es una decepción también para ti, Bruto?

La risa no iluminó aquellos ojos grandes, oscuros y pesarosos de pesados párpados, que se fijaron pensativamente en Calvino.

– Ni decepción, ni desilusión, Cneo Calvino, aunque no se me había ocurrido la posibilidad de que existiera una causa natural. Tomé los informes como halagos.

César hizo una mueca.

– Los halagos son peores -declaró.

Los tres se hallaban sentados en la habitación confortable pero no suntuosa que el etnarca de Rodas les había cedido como despacho, aparte de los aposentos donde se relajaban y dormían. La ventana daba al bullicioso puerto de aquella importante encrucijada de la ruta comercial que unía el mar Egeo con Chipre, Cilicia y Siria; una atractiva e interesante vista, entre el enjambre de barcos, el intenso azul del mar y las altas montañas de Libia al otro lado del estrecho, pero ninguno de ellos le prestaba atención.

César rompió el sello de otro comunicado, le echó una ojeada y dejó escapar un gruñido.

– De Chipre-dijo antes de que sus compañeros pudieran reanudar el trabajo-. Según el joven Claudio, Pompeyo Magno ha partido hacia Egipto.

– Habría jurado que se reuniría con el primo Hirro en la corte del rey de Partia. ¿Qué hay que recoger en Egipto? -preguntó Calvino.

– Agua y provisiones. Al paso de caracol que avanza, antes de que salga con rumbo a Alejandría soplarán ya los vientos etesios. Magno va a reunirse con los demás fugitivos en la provincia de África, imagino -declaró César con cierta tristeza.

– Así que no ha terminado -dijo Bruto con un suspiro.

César contestó chasqueando los dedos.

– Puede terminar en cuanto Magno y su Senado acudan a mí y me digan que puedo aspirar al consulado in absentia, mi querido Bruto

– Bah, eso es demasiado sentido común para hombres del talante de Catón -afirmó Calvino al ver que Bruto no contestaba- Mientras Catón viva, no llegarás a ningún acuerdo con Magno o su Senado.

– Soy consciente de eso.


César había cruzado el Helesponto para llegar a la provincia de Asia hacía tres nundinae con el objetivo de descender por el litoral egeo e inspeccionar los estragos causados por los republicanos en su desesperado esfuerzo por reunir flotas y dinero. Se había despojado a los templos de sus tesoros más preciosos. Se habían saqueado las cámaras acorazadas de los bancos, se había llevado a la bancarrota a los plutócratas y los publicani; gobernador de Siria más que de la provincia de Asia, Metelo Escipión había permanecido allí en su viaje desde Siria para reunirse con Pompeyo en Tesalia e ilegalmente había impuesto tributos sobre todo aquello que se le había ocurrido: las ventanas, las columnas, las puertas, los esclavos, el censo por cabezas, el grano, el ganado, las armas, la artillería y la compraventa de tierras. Al ver que el rendimiento no era suficiente, instituyó y recaudó impuestos provisionales para los diez años venideros, y ante las protestas de algunos lugareños, los ejecutó.

Aunque los informes que llevaron a Roma trataban más sobre la evidencia de la divinidad de César que sobre tales asuntos, de hecho el avance de César era a la vez una misión para recabar información y el inicio de la ayuda económica a una provincia incapacitada para prosperar. Así que habló con las autoridades municipales y comerciales, despidió a los publicani, condonó los tributos de toda clase por cinco años, dictó órdenes para que los tesoros encontrados en diversos almacenes de Farsalia fueran devueltos a los templos de donde habían salido, y prometió que tan pronto como se hubiera establecido un buen gobierno en Roma, adoptaría medidas más específicas para auxiliar a la pobre provincia de Asia.

Razón por la cual, pensó Cneo Domitio Calvino observando a César mientras leía los papeles dispersos sobre su mesa allí en Rodas, la provincia de Asia tiende a verlo como a un dios. El último hombre que había comprendido el funcionamiento de la economía y a la vez había tenido trato con Asia había sido Sila, cuyo justo sistema impositivo fue abolido quince años después ni más ni menos que por Pompeyo Magno. Quizá, reflexionó Calvino, sea necesario un anciano patricio para apreciar las obligaciones de Roma con sus provincias. Los demás no tenemos los pies tan firmemente anclados en el pasado, así que tendemos a vivir en el presente más que a pensar en el futuro.

El Gran Hombre parecía muy cansado. Esbelto y en forma como siempre, sí, pero sin duda consumido. Como jamás probaba el vino ni se excedía con la comida en la mesa, afrontaba cada nuevo día sin el lastre que suponía la falta de moderación, y su capacidad para despertar despabilado de una breve siesta era envidiable; el problema era que tenía mucho por hacer y no confiaba en la mayoría de sus ayudantes lo suficiente para delegar en ellos parte de sus responsabilidades.

Bruto, pensó Calvino con acritud (Bruto le inspiraba antipatía), es uno de esos en quienes no confía. Es el perfecto contable, y sin embargo destina todas sus energías a proteger su empresa no senatorial de usureros y recaudadores de impuestos agrarios, Matinio et Escaptio. ¡Habría que llamarla Bruto et Bruto! Cualquier persona importante de la provincia de Asia debe millones a Matinio et Escaptio, y también el rey Dejotaro de Galacia y el rey Ariobarzanes de Capadocia, así que Bruto se queja, y eso exaspera a César, que aborrece las quejas.

– El diez por ciento a un interés simple no es beneficio suficiente -decía lastimeramente-, así que ¿cómo puede fijarse el tipo de interés ahí cuando es tan perjudicial para los comerciantes romanos?

– Los comerciantes romanos que prestan a tipos más altos que ese son despreciables usureros -respondía César-. ¡El cuarenta y ocho por ciento al interés compuesto, Bruto, es una atrocidad! Eso es lo que cobraron tus secuaces Matinio y Escaptio a los salaminos de Chipre, y luego los mataron de hambre cuando no pudieron hacer frente a los pagos. Para que nuestras provincias sigan contribuyendo al bienestar de Roma, deben tener una economía saneada.

– No es culpa de los prestamistas el que los prestatarios acepten contratos que estipulan un tipo de interés más alto que lo acostumbrado -sostenía Bruto con la peculiar obstinación que reservaba para asuntos financieros-. Una deuda es una deuda, y ha de pagarse al interés establecido en el contrato. ¡Ahora tú has declarado ilegal este principio!

– Siempre debería haber sido ilegal. Eres famoso por tus epítomes, Bruto. ¿Quién, si no, habría podido reducir a dos hojas la obra completa de Tucídides? ¿Nunca has intentado reducir las Doce Tablas a una breve página? Si el mos maiorum es lo que te indujo a ponerte del lado de tu tío Catón, deberías recordar que las Doce Tablas prohíben exigir interés por un préstamo.

– De eso hace seiscientos años -contestaba Bruto.

– Si los prestatarios aceptan préstamos en condiciones exorbitantes, no son candidatos adecuados para un préstamo, y tú lo sabes. De lo que en realidad te quejas, Bruto, es de que haya prohibido a los prestamistas romanos utilizar las tropas o lictores del gobernador para cobrar sus deudas por la fuerza -replicaba César, montando en cólera.

Era ésta una conversación que se repetía como mínimo una vez al día.

Por supuesto, Bruto representaba un problema especialmente difícil para César, que lo había tomado bajo su ala después de los sucesos de Farsalia por afecto a su madre, Servilia, y por el sentimiento de culpabilidad que le había creado romper el compromiso entre Bruto y Julia a fin de tender una trampa a Pompeyo; este hecho había partido el corazón a Bruto, como César bien sabía. No obstante, pensó Calvino, César no tenía la menor idea de en qué clase de hombre se había convertido Bruto cuando se compadeció de él después de lo de Farsalia. Había dejado allí a un muchacho y reanudó la relación con él doce años más tarde, sin saber que aquel joven con granos, ahora un hombre de treinta y seis años con granos, era un cobarde en el campo de batalla y un león a la hora de defender su extraordinaria fortuna. Nadie se había atrevido a decir a César lo que todo el mundo sabía: que en Farsalia Bruto había tirado su espada sin teñirla de sangre y se había ocultado en los pantanos antes de huir a Larisa, donde fue el primero de la facción «republicana» de Pompeyo en suplicar perdón. No, se dijo Calvino, no me gusta el pusilánime Bruto, y desearía no verlo más. ¡Y tenía la desfachatez de hacerse llamar «republicano»! Ése no es más que un nombre altisonante que él y los otros supuestos republicanos esgrimen para justificar la guerra civil a la que han empujado a Roma.

Bruto se levantó de su mesa.

– César, tengo una cita.

– Pues acude a ella -respondió plácidamente el Gran Hombre.

– ¿Significa eso que el gusano Matinio nos ha seguido hasta Rodas? -preguntó Calvino en cuanto Bruto se fue.

– Eso me temo. -Los claros ojos azules, inquietantes a causa del aro negro que envolvía cada iris, se contrajeron-. ¡Anímate, Calvino! Pronto nos libraremos de Bruto.

Calvino le devolvió la sonrisa.

– ¿Qué planeas hacer con él?

– Instalarlo en el palacio del gobernador en Tarso, que es nuestro próximo y último destino. No se me ocurre castigo más idóneo para Bruto que obligarlo a trabajar para Sextio, que no lo ha perdonado por apropiarse de dos legiones de Cilicia y llevárselas al servicio de Pompeyo Magno.


En cuanto César dio la orden de trasladarse, todo se precipitó. Al día siguiente zarpó de Rodas rumbo a Tarso con dos legiones completas y unos tres mil doscientos veteranos reunidos de los restos de sus antiguas legiones, principalmente la Sexta. Con él fueron ochocientos soldados de caballería germanos, sus queridos caballos de Remi y el puñado de guerreros ubíes que habían combatido con ellos como lanceros.

Echada a perder por las atenciones de Metelo Escipión, Tarso atravesaba tiempos difíciles bajo el control de Quinto Marcio Filipo, hijo menor del sobrino político de César y suegro de Catón, el indeciso y epicúreo Lucio Marcio Filipo. Habiendo recomendado al joven Filipo por su buen criterio, César se apresuró a poner a Publio Sextio otra vez en la silla curul del gobernador y nombró a Bruto legado suyo, y al joven Filipo su procuestor.

– La Trigésima séptima y la Trigésima octava necesitan una licencia-dijo a Calvino-, así que colócalas durante seis nundinae en un buen campamento de las tierras altas, por encima de las Puertas Cilicias, y luego mándalas de regreso a Alejandría con una flota. Esperaré allí hasta que lleguen y entonces iré hacia el oeste para echar a los republicanos de la provincia de África antes de que se acomoden demasiado.

Calvino, un hombre alto de cabello rojizo y ojos tristes que rondaba los cincuenta años, no discutió estas órdenes. Fueran cuales fuesen los deseos de César eran lo correcto; desde que se había unido a él un año atrás había visto lo suficiente para comprender que aquél era el hombre a quien debían adherirse las personas sensatas si querían prosperar. Un político conservador que por lógica debería haber servido a Pompeyo Magno, Calvino había elegido a César asqueado por la ciega enemistad de hombres como Catón y Cicerón. Así que se había dirigido a Marco Antonio en Brindisi y pedido que lo trasladaran junto a César. Muy consciente de que César agradecería la deserción de un cónsul de la posición de Calvino, Marco Antonio había accedido en el acto.

– ¿Tienes intención de dejarme en Tarso hasta hacerme llegar noticias tuyas? -preguntó Calvino.

– La decisión es tuya, Calvino -contestó César-. Preferiría pensar en ti como mi «cónsul errante», si algo así existe. Como dictador, estoy autorizado a conceder imperium, así que esta tarde reuniré a treinta lictores para actuar como testigos de una lex curiata que te otorgará poderes ilimitados en todos los territorios desde Grecia hacia el este. Eso te pondrá por encima de los gobernadores en sus provincias y te permitirá reclutar tropas en cualquier parte.

– ¿Tienes un presentimiento, César? -preguntó Calvino, frunciendo el entrecejo.

– No, si por eso entiendes una especie de hormigueo preternatural en mi mente. Prefiero pensar en mis… esto… presentimientos como algo basado en insignificantes sucesos que mis procesos mentales no han advertido conscientemente, pero están ahí de todos modos. Lo único que digo es que deberías mantener los ojos abiertos por si ves cerdos volar y el oído aguzado por si oyes cerdos cantar. Si ves lo uno u oyes lo otro, algo va mal, y entonces tendrás autoridad para abordarlo en mi ausencia.

Y al día siguiente, que era el penúltimo día de septiembre, Cayo Julio César zarpó de las orillas del río Cydnus hacia el Mare Nostrum impulsado por Coro, que soplaba hacia el sudeste. Sus tres mil doscientos veteranos y ochocientos jinetes germanos viajaban apiñados en treinta y cinco naves de transporte, ya que había dejado atrás sus barcos de guerra para que los calafatearan.


Dos nundinae más tarde, justo cuando Calvino, el cónsul errante con imperium ilimitado estaba a punto de partir hacia Antioquía para ver en qué estado había quedado Siria tras soportar a Metelo Escipión como gobernador, llegó a Tarso un mensajero a lomos de un caballo agotado.

– El rey Farnaces ha venido de Cimeria con cien mil soldados e invade Ponto por Amiso -dijo el hombre en cuanto pudo hablar-. Amiso está en llamas, y Farnaces ha anunciado que se propone recuperar todos los territorios de su padre, desde Armenia Parva hasta el Helesponto.

Calvino, Sextio, Bruto y Quinto Filipo se quedaron atónitos.

– Mitrídates el Grande una vez más -declaró Sextio con voz hueca.

– Lo dudo -dijo Calvino con tono enérgico, recobrándose de la conmoción-. Sextio, tú y yo emprenderemos viaje. Nos llevaremos a Quinto Filipo y dejaremos a Marco Bruto en Tarso para que se ocupe de las labores de gobierno. -Se volvió hacia Bruto con tan amenazadora expresión en el semblante que Bruto retrocedió-. En cuanto a ti, Marco Bruto, presta atención a mis palabras: no debe haber recaudación de deudas en nuestra ausencia, ¿entendido? Tienes poderes propretorianos para gobernar, pero si utilizas a un solo lictor para exigir pagos a los romanos o a la gente de la provincia, te aseguro que te colgaremos de las pelotas si es que tienes.

– Y a ti se debe -gruñó Sextio, a quien Bruto tampoco le inspiraba la menor simpatía- que Cilicia carezca de legiones adiestradas, así que tu principal misión será reclutar y adiestrar soldados, ¿me has oído? -Se volvió hacia Calvino y preguntó-: ¿Y qué hay de César?

– Una dificultad. Pidió la Trigésima séptima y la Trigésima octava, pero no me atrevo, Sextio. Ni estoy seguro de que él quisiera que despojara a Anatolia de todas sus tropas más avezadas. Así que le mandaré la Trigésima séptima después de la licencia y nos llevaremos la Trigésima octava al norte. Podemos reunirnos con ésta en lo alto de las Puertas Cilicias y luego marchar hacia Eusebia Mazaca y en busca del rey Ariobarzanes, que tendrá que reclutar tropas por empobrecida que esté Capadocia. Enviaré un mensajero al rey Dejotaro de Galacia y le pediremos que reúna a cuantos hombrtes le sea posible y luego se encuentre con nosotros en el río Halys por debajo de Eusebia Mazaca. También mandaré mensajeros a Pérgamo y Nicomedia. ¡Quinto Filipo, ve a por unos escribas, rápido!

Pese a haber tomado esta decisión, Calvino estaba preocupado por César. Si éste le había advertido de manera tan indirecta acerca de inminentes conflictos en Anatolia, ese mismo instinto lo había inducido a desear que le enviaran dos legiones completas a Alejandría. No recibirlas podía entorpecer sus planes de seguir hacia la provincia de África lo antes posible. Así que Calvino escribió una carta para mandar a Pérgamo dirigida a un hijo de Mitrídates el Grande que no era Farnaces.

Se trataba de otro Mitrídates, que se había aliado con los romanos durante la campaña de limpieza de Pompeyo en Anatolia después de los treinta años de guerra entre Roma y su padre. Pompeyo lo había recompensado con una fértil franja de tierra en los alrededores de Pérgamo, la capital de la provincia de Asia. Este Mitrídates no era rey, pero dentro de los límites de su pequeña satrapía no tenía que rendir cuentas a la ley romana. Protegido por tanto de Pompeyo y ligado a éste por las rígidas leyes del patronazgo, había apoyado a Pompeyo en la guerra contra César, pero después de los acontecimientos de Farsalia había enviado una cortés misiva de disculpa a César para pedirle el perdón y el privilegio de transferir su «clientela» a César. La carta había divertido a César y también lo había conquistado. Contestó con igual gracia, informando a Mitrídates de Pérgamo de que estaba perdonado y quedaba admitido en adelante entre la clientela de César, pero debía estar preparado para hacer un favor a César cuando se lo pidiera.

Calvino escribió:


He aquí tu oportunidad de devolver ese favor a César, Mitrídates. Sin duda a estas alturas estarás tan alarmado como todos nosotros por la invasión de Ponto a cargo de tu hermanastro y por las atrocidades que ha cometido en Amiso. Una vergüenza y una afrenta para todos los hombres civilizados. La guerra es una necesidad, o de lo contrario no existiría, pero es obligación de un comandante civilizado apartar a los civiles del camino de la maquinaria militar y protegerlos de los daños físicos. El hecho de que los civiles puedan morir de hambre o perder sus hogares es sencillamente una consecuencia de la guerra, pero otra cosa muy distinta es violar y matar a mujeres y niñas, y torturar y a estorsionar a hombres civiles por diversión. Farnaces es un bárbaro.

La invasión de Farnaces me ha puesto en una situación difícil, mi querido Mitrídates, pero acaba de ocurrírseme que en ti cuento con una ayuda en extremo capaz, formalmente aliada al Senado y el pueblo de Roma. Sé que nuestro tratado te prohíbe reunir un ejército, pero en las actuales circunstancias debo abolir esa cláusula. Estoy autorizado a ello en virtud de un imperium maius legalmente otorgado por el dictador.

No debes de saber que el dictador César ha zarpado rumbo a Egipto con escasos efectivos pidiéndome que le mande otras dos legiones y una armada naval cuanto antes. Ahora me encuentro con que sólo puedo enviarle una legión y una armada.

Por tanto, esta carta te autoriza a reunir un ejército y mandárselo a César a Alejandría. Ignoro dónde puedes encontrar soldados, ya que yo me he llevado todos los hombres de Anatolia, pero he dejado a Marco junio Bruto en Tarso con la orden de empezar a reclutar y adiestrar tropas, así que deberías haber conseguido al menos una legión cuando tu comandante llegue a Cilicia. Te sugiero asimismo que busques en Siria, especialmente en las zonas del sur. Hay allí excelentes hombres, los mejores mercenarios del mundo. Prueba con los judíos.


Cuando Mitrídates de Pérgamo recibió la carta de Calvino, dejó escapar un profundo suspiro de satisfacción. Ésa era su oportunidad para demostrar al nuevo soberano del mundo que era un súbdito leal.

– Yo mismo me pondré al frente del ejército -anunció a su esposa, Berenice.

– ¿Es eso lo más sensato? -preguntó ella-. ¿Por qué no nuestro hijo Arquelao?

– Arquelao puede gobernar aquí. Siempre he pensado que quizá yo haya heredado algo de la destreza militar de mi padre Mitrídates el Grande, así que deseo tomar el mando en persona. Además, he vivido entre los romanos y he asimilado parte de su talento para la organización. Por carecer de tal cualidad, entró mi padre en decadencia.

2

La reacción inicial de César fue de alegría ante su repentino alejamiento de los asuntos de la provincia de Asia y Cilicia… y del inevitable séquito de legados, funcionarios, plutócratas y etnarcas locales. El único hombre de cierto rango que lo acompañaba en este viaje a Alejandría era uno de sus más valiosos centuriones primipilus de los tiempos en la Galia Trasalpina, un tal Publio Rufrio, a quien había ascendido a legado pretorio por sus servicios en el campo de batalla de Farsalia. Y Rufrio, un hombre callado, nunca habría concebido siquiera la posibilidad de invadir la intimidad del general.

Los hombres de acción también pueden ser pensadores, pero reflexionan sobre la marcha, en medio de los acontecimientos, y César, que sentía horror por la inercia, empleaba todos los momentos de todos los días. Cuando recorría los cientos o a veces miles de millas desde una de sus provincias a otra, llevaba a su lado como mínimo a un secretario mientras él viajaba en un carro tirado por cuatro mulas e iba dictando sin cesar al desventurado. Sólo dejaba de lado el trabajo cuando estaba con una mujer o escuchaba música; era un apasionado de la música.

Sin embargo, en aquel viaje de cuatro días desde Tarso hasta Alejandría, no contaba con la asistencia de secretarios ni el entretenimiento de los músicos; César estaba muy fatigado, demasiado fatigado para darse cuenta de que esta vez tenía que descansar, pensar en algo que no fuera dónde iba a desatarse la siguiente guerra o la siguiente crisis.

El hecho de que incluso en la memoria tendiera a pensar en tercera persona se había convertido en un hábito en los últimos años, era una señal de la gran objetividad de su carácter, combinada con una terrible reticencia a revivir el dolor. Pensar en primera persona equivalía a evocar el dolor con toda su intensidad, su amargura, su indelebilidad. De ahí que pensara en César no como en un yo, que lo recordara todo envuelto en un velo de narración impersonal. Si yo no estoy ahí, tampoco está el dolor.


Lo que habría sido el agradable ejercicio de dotar a la Galia Trasalpina de las características de una provincia romana se había visto enturbiado, en cambio, por la creciente incertidumbre de que César, que tanto había hecho por Roma, no iba a poder ceñirse sus laureles en paz. Lo que Pompeyo magno había conseguido durante toda su vida no iba a serle posible a César, gracias a un maléfico grupúsculo de senadores que se hacían llamar los boni -los «buenos hombres»- y habían jurado no hacer ninguna concesión a César: derrocarlo y causar su ruina, anular todas sus leyes y condenarlo al exilio permanente. Dirigidos por Bibulo, con el canalla Catón trabajando siempre en las sombras para avivar su determinación cuando flaqueaba, los boni habían convertido la vida de César en una perpetua lucha por la supervivencia.

Desde luego comprendía todas las razones de tal situación; no alcanzaba a entender, sin embargo, la mentalidad de los boni, que le parecían tan absolutamente estúpidos que superaban toda posibilidad de comprensión. Tampoco le servía de nada decirse que si él hubiera moderado un poco el impulso de poner en evidencia las ridículas carencias de aquellos hombres, quizás ellos habrían estado menos resueltos a derrocarlo. César tenía el genio vivo y no toleraba a los necios.

Bibulo. Él había sido el iniciador de aquello hacía treinta y tres años, durante el sitio de Mitilene, en la isla de Lesbos, a cargo de Lúculo. Bibulo. Tan insignificante y tan lleno de maldad que César lo había levantado en peso y colocado en lo alto de un armario, riéndose de él y dejándolo en ridículo ante los suyos.

Lúculo. Lúculo, el comandante en Mitilene, quien insinuó que César había obtenido una flota del decrépito rey de Bitinia prostituyéndose, acusación que los boni habían reavivado años después y utilizado en el Foro romano como parte de su campaña de difamación política. Otros hombres comían heces y violaban a sus hijas, pero César había vendido el culo al rey Nicomedes para conseguir una flota. Sólo el tiempo y los sensatos consejos de su madre habían quitado valor a la acusación por falta de pruebas. Lúculo, cuyos vicios eran repugnantes. Lúculo, el íntimo de Lucio Cornelio Sila.

Sila, que siendo dictador había liberado a César de aquel horrendo sacerdocio que Cayo Mario le había infligido a los trece años, sacerdocio que le prohibía llevar armas de guerra o presenciar la muerte. Sila lo había liberado por despecho al difunto Mario y luego lo había enviado al este, a los diecinueve años, a lomos de una mula, para servir con Lúculo en Mitilene. Allí César no se había granjeado las simpatías de Lúculo. En la batalla, Lúculo puso a César ante las flechas, pero César salió indemne y con la corona cívica, la corona de hojas de roble otorgada al más destacado acto de valor, tan rara vez obtenida que su ganador estaba autorizado a llevarla siempre en todos los acontecimientos públicos y recibir el aplauso de todo el mundo. ¡Cuánto le había molestado a Lúculo tener que ponerse en pie y aplaudir a César cada vez que se reunía el Senado! La corona de hojas de roble también le había dado acceso al Senado, pese a que sólo contaba veinte años de edad; otros hombres tenían que esperar hasta pasados los treinta. Sin embargo ya había sido senador; el sacerdote especial de Júpiter, óptimo Máximo, se convertía en senador de manera automática, y César lo había sido hasta que Sila lo liberó de este deber. Lo cual significaba que César había sido senador durante treinta y ocho de sus cincuenta y dos años de vida.

La ambición de César había sido alcanzar todos los cargos políticos a la edad correcta para un patricio y con los máximos votos, sin sobornos. En todo caso no podría haber recurrido al soborno, porque los boni se le habrían echado encima al instante. Había visto realizada su ambición, como correspondía a un juliano descendiente directo de la diosa Venus por Via de su hijo, Eneas, y no digamos ya a un juliano descendiente directo del dios Marte por Via de su hijo Rómulo, el fundador de Roma. Marte: Ares; Venus: Afrodita.

Aunque habían pasado ya seis nundinae, César se veía aún en Éfeso contemplando su propia estatua erigida en el ágora, así como la inscripción: CAYO JULIO CÉSAR, HIJO DE CAYO, PONTÍFICE MÁXIMO, EMPERADOR, CÓNSUL POR SEGUNDA VEZ, DESCENDIENTE DE ARES Y AFRODITA, DIOS MANIFIESTO Y SALVADOR DEL GÉNERO HUMANO. Naturalmente había habido estatuas de Pompeyo Magno en todas las ágoras entre Olisipo y Damasco (todas derribadas tras su derrota en Farsalia), pero ninguna que lo declarara descendiente de algún dios, y menos de Ares y Afrodita. Sí, todas las estatuas de conquistadores romanos decían cosas como DIOS MANIFIESTO Y SALVADOR DEL GÉNERO HUMANO. Para la mentalidad oriental, estas palabras eran alabanzas corrientes. Pero lo que de verdad importaba a César era la ascendencia, y la ascendencia era algo que Pompeyo, el galo de Piceno, nunca podría atribuirse; su único antepasado notable era Pico, el tótem del pájaro carpintero. En cambio allí estaba la estatua de César, describiendo su ascendencia para que toda Éfeso la viera. Sí, era importante.

César apenas recordaba a su padre, siempre ausente por una u otra misión al servicio de Cayo Mario y más tarde muerto al inclinarse para atarse la bota. ¡Una extraña manera de morir, mientras se ataba la bota! Así se había convertido César en paterfamilias a los quince años. Había sido su madre, una tal Aurelia, de los Cotes, quien había desempeñado a la vez el papel de padre y madre: estricta, crítica, severa, poco compasiva, pero fuente de sensatos consejos. Para los baremos senatoriales, la familia juliana era en extremo pobre, con apenas dinero suficiente para satisfacer a los censores; la dote de Aurelia había sido un edificio aislado en el barrio de Subura, una de las zonas de peor fama en Roma, y allí había vivido la familia hasta que el propio César fue elegido pontífice máximo y pudo trasladarse al Domus Publica, un palacio menor propiedad del Estado.

¡Cómo se irritaba Aurelia por su descuidado despilfarro, su indiferencia ante una descomunal deuda! ¡Y en qué apuros se había visto él a causa de la insolvencia! Por fin, cuando conquistó la Galia Trasalpina, se convirtió en un hombre aún más rico que Pompeyo Magno, si bien no tanto como Bruto. Ningún romano era tan rico como Bruto, ya que éste, en su disfraz de Servilio Cepio, había heredado el Oro de Tolosa. Eso había hecho de Bruto un deseable partido para Julia hasta que Pompeyo Magno se enamoró de ella. César había necesitado más la influencia política de Pompeyo que el dinero del joven Bruto, así que…


Julia. Todas mis amadas mujeres han muerto, dos de ellas intentando traer hijos al mundo. Mi adorable Cinila, mi querida Julia, las dos recién cruzado el umbral de la vida adulta. Ninguna me causó jamás un solo dolor excepto al morir, ¡qué injusto, qué injusto! Cierro los ojos y las veo allí: Cinila, la esposa de mi juventud; Julia, mi única hija. La otra Julia, la tía Julia, la esposa de Cayo Mario, aquel monstruo abominable. Su perfume aún me provoca el llanto cuando lo huelo en alguna desconocida. En mi infancia no habría conocido el amor si no hubiera sido por sus abrazos y sus besos. Mater, la perfecta adversaria partisana, era incapaz de abrazar y besar por temor a que un cariño muy manifiesto me corrompiera. Me consideraba demasiado orgulloso, demasiado consciente de mi inteligencia, demasiado dispuesto a llegar a la realeza.

Pero todas han desaparecido, mis amadas mujeres. Ahora estoy solo.

No es extraño que empiece a pesarme la edad.


César o Sila. En las balanzas de los dioses estaba cuál de los dos había pasado mayores dificultades para alcanzar la sucesión. La diferencia era escasa: un pelo, una fibra. Los dos se habían visto obligados a preservar su dignitas -su parte de fama pública, de posición y valía- marchando sobre Roma. Los dos habían llegado a dictador, el único cargo por encima del proceso democrático o exento de acusaciones futuras. La diferencia entre ellos estribaba en cómo se habían comportado tras su nombramiento: Sila había proscrito, había llenado las arcas vacías del tesoro matando a los comerciantes y senadores ricos y confiscando sus bienes; César había preferido la clemencia, perdonaba a sus enemigos y permitía a la mayoría de ellos conservar sus propiedades.

Los boni habían forzado a César a marchar sobre Roma. Con plena conciencia, con deliberación -e incluso con entusiasmo-, habían empujado a Roma a una guerra civil por no conceder a César ni un ápice de lo que habían dado a Pompeyo Magno a cambio de nada, a saber, el derecho a presentarse a la elección a cónsul sin necesidad de aparecer en persona en la ciudad. En cuanto un hombre con poderes cruzaba los límites sagrados de la ciudad, perdía esos poderes y podía ser procesado en los tribunales. Y los boni habían inducido a los tribunales a condenar a César por traición en cuanto renunciara a los poderes de gobernador a fin de aspirar a un segundo consulado, absolutamente legítimo. Había solicitado que le permitieran presentarse in absentia, una petición razonable, pero los boni lo habían vetado y habían obstaculizado todos sus intentos por llegar a un acuerdo. Cuando todo lo demás falló, César emuló a Sila y marchó sobre Roma. No para conservar la cabeza, que nunca había corrido peligro. La sentencia en un tribunal plagado de adláteres de los boni habría sido el exilio perpetuo, un destino peor que la muerte.

¿Era traición aprobar leyes que distribuían las tierras públicas de Roma de manera más equitativa? ¿Traición, aprobar leyes para evitar que los gobernadores expoliaran sus provincias? ¿Traición, trasladar las fronteras del mundo romano a un límite natural a lo largo del río Rin y proteger así Italia y el Mare Nostrum de los germanos? ¿Eran éstas traiciones? ¿Había traicionado César a su país al aprobar estas leyes?

Para los boni, sí, eso había hecho. ¿Por qué? ¿Cómo era posible? Porque para los boni tales leyes y medidas representaban una ofensa contra el mos maiorum, el modo en que funcionaba Roma según la tradición y las costumbres. Las leyes y medidas de César cambiaron lo que Roma siempre había sido. Poco importaba que los cambios fueran por el bien común, por la seguridad de Roma, por la felicidad y prosperidad no sólo de todos los romanos sino también de los súbditos de las provincias: no eran leyes y medidas en consonancia con las costumbres arraigadas, las costumbres que habían sido apropiadas para una pequeña ciudad situada en las rutas de la sal de la Italia central hacía seiscientos años. ¿Por qué no se daban cuenta los boni de que las antiguas costumbres no eran ya útiles para la única gran potencia al oeste del río Éufrates? Roma había heredado todo el mundo occidental, y sin embargo algunos de sus gobernantes vivían aún en los tiempos de la inicial ciudad-estado.

Para los boni, el cambio era el enemigo, y César era el más brillante servidor del enemigo que jamás había existido. Como Catón solía proclamar desde la tribuna del Foro romano, César era la encarnación de la más pura maldad. Y todo porque César tenía una mente lo bastante lúcida y perspicaz para saber que a menos que se produjeran los cambios adecuados, Roma perecería, acabaría envuelta en hediondos andrajos sólo apropiados para un leproso.

Así que allí, en aquella nAve, estaba el dictador César, soberano del mundo. Él, que nunca había deseado nada más que lo que le pertenecía: ser elegido legítimo cónsul por segunda vez diez años después de su primer consulado, tal como estipulaba la lex Genucia. Después de ese segundo consulado, planeaba convertirse en un anciano hombre de estado más sensato y eficiente que aquel individuo vacilante y timorato, Cicerón. Aceptar una misión senatorial de vez en cuando para mandar un ejército al servicio de Roma como sólo César sabía hacerlo. Pero ¿terminar gobernando el mundo? Ésa era una tragedia digna de Esquilo o Sófocles.


La mayor parte del servicio de César en el extranjero había transcurrido en el extremo occidental del Mare Nostrum: las Hispanias y las Galias. Su servicio en oriente se había limitado a la provincia de Asia y Cilicia; nunca lo había llevado a Siria, Egipto o el temible interior de Anatolia.

Lo más cerca de Egipto que había estado era Chipre, años antes de que Catón se lo anexionara; a la sazón el soberano era Tolomeo el Chipriota, hermano menor del por entonces faraón de Egipto, Tolomeo Auletes. En Chipre César se había deleitado entre los brazos de una hija de Mitrídates el Grande y se había bañado en la espuma marina de la que había surgido su antepasada Venus/Afrodita. La hermana mayor de aquella dama mitridátida era Cleopatra Trifena, primera esposa del rey Tolomeo Auletes de Egipto y madre de la actual reina Cleopatra.

César había tenido tratos con Tolomeo Auletes cuando era primer cónsul once años atrás y lo recordaba ahora con irónico afecto. Auletes había necesitado desesperadamente que Roma confirmara su permanencia en el trono egipcio y había querido asimismo estar en la posición de «Amigo y Aliado del pueblo romano». César, el primer cónsul, con gusto lo había legitimado en ambas cuestiones, a cambio de seis mil talentos de oro. Mil de esos talentos habían ido a manos de Pompeyo y otros mil a Marco Craso, pero los cuatro mil restantes habían permitido a César hacer aquello para lo que el Senado le había negado financiación: reclutar y equipar el número necesario de legiones para conquistar la Galia y contener a los germanos.

¡Oh, Marco Craso! ¡Cuánto había anhelado Egipto! Lo había considerado la tierra más rica del planeta, rebosante de oro y piedras preciosas. Hombre de insaciable codicia, Craso había sido una mina de información sobre Egipto, que deseaba anexionar a Roma. Habían frustrado sus intenciones las Dieciocho, el estrato superior del mundo comercial romano, quienes de inmediato habían comprendido que únicamente Craso se beneficiaría de la anexión de Egipto. El Senado podía engañarse con la pretensión de que controlaba el gobierno de Roma pero los comerciantes de las Dieciocho Centurias principales eran quienes tenían en realidad el control. Roma era ante todo una entidad económica dedicada al comercio a escala internacional.

Así pues, al final Craso había partido en busca de sus montañas de oro y joyas a Mesopotamia, y murió en Carres. El rey de los partos aún poseía siete Águilas romanas capturadas a Craso en Carres. Un día, sabía César, tendría que marchar hasta Ecbatana y arrebatárselas al rey parto, lo cual constituiría otro enorme cambio: si Roma absorbía el reino de los partos dominaría tanto Oriente como Occidente.


La lejana visión de una blanca y brillante torre lo arrancó de su ensoñación, y la contempló arrobado mientras se acercaba. La legendaria luminaria de Faros, la isla que se hallaba frente a los dos puertos de Alejandría. Compuesto de tres secciones hexagonales, cada una menor en diámetro que la anterior, y revestido de mármol blanco, el faro tenía una altura de cien metros y era una de las maravillas del mundo. En lo alto ardía un fuego perpetuo que se reflejaba a gran distancia mar adentro en todas direcciones mediante la ingeniosa colocación de losas de mármol muy pulidas, pese a lo cual de día la luz era casi invisible. César había leído todo acerca de aquel faro, sabía que eran esas mismas losas las que protegían las llamas del viento, pero deseaba con toda su alma ascender por los seiscientos peldaños y contemplar la vista.

– Es un buen día para entrar en el Gran Puerto -dijo su piloto, un marinero griego que había viajado muchas veces a Alejandría-. Veremos sin dificultad los marcadores del canal, trozos de corcho ancladas y pintados de rojo a la izquierda y de amarillo a la derecha.

César también sabía todo eso, pero ladeó la cabeza para mirar cortésmente al piloto y escuchar como si no supiera nada.

– Hay tres canales: Esteganos, Poseidos y Tauros, de izquierda a derecha según se entra por el mar. Esteganos recibe su nombre de las Rocas del Lomo del Cerdo, que se encuentran al final del cabo de Loquias, donde están los palacios, Poseidos se llama así porque da directamente al templo de Poseidón; y Tauros se llama así por la Roca del Cuerno de Toro que se halla frente a la isla de Faros. Durante una tempestad, aunque afortunadamente aquí son poco comunes, es imposible entrar en cualquiera de los puertos. Los pilotos extranjeros evitan el puerto de Eunostos, con bancos de arena movedizos y bajíos en todas partes. Como puedes ver -prosiguió, gesticulando-, los arrecifes y las rocas abundan durante kilómetros mar adentro. El faro es una gran ventaja para los barcos extranjeros, y dicen que construirlo costó ochocientos talentos de oro.

César utilizaba a sus legionarios para remar: era un buen ejercicio y evitaba el mal humor y las peleas entre los hombres. A ningún soldado romano le gustaba alejarse de terra firma, y la mayoría se pasaban el viaje entero sin mirar al agua por encima de la borda. ¿Quién sabía qué acechaba allí abajo?

El piloto decidió que todas las naves de César utilizarían el paso de Poseidos, ya que aquel día era el más tranquilo de los tres. Solo en la proa, César contempló el panorama. Un estallido de colores, de estatuas doradas y carros en lo alto de los frontones de los edificios, de resplandeciente cal, de palmeras y otros árboles; pero decepcionantemente llano excepto por un cono verdeante de unos setenta metros de altura y un semicírculo rocoso en la costa con apenas altura suficiente para formar la cavea de un gran teatro. Antiguamente, como él sabía, el teatro había sido una fortaleza, el Akron, que significaba «roca».

A la izquierda del teatro, la ciudad ofrecía un aspecto de gran riqueza y suntuosidad. Era el Recinto Real, decidió, un inmenso complejo de palacios sobre altos estrados rodeados de poco empinadas escalinatas, entre los cuales había jardines y arboledas. Más allá de la ciudadela empezaban los muelles y almacenes, extendiéndose en una curva a la derecha estaba el comienzo del Heptastadion, una Via elevada de casi dos kilómetros de longitud de mármol blanco que comunicaba la isla de Faros con el continente. Era una estructura maciza excepto por dos grandes arcos en su parte central, cada uno con anchura suficiente para permitir el paso de un barco de considerable tamaño entre este puerto, el Gran Puerto, y el del lado occidental, el Eunostos. ¿Era el Eunostos donde estaban atracados los barcos de Pompeyo? No se veía ni rastro de ellos a este lado del Heptastadion.

Debido a que era tan llana, resultaba imposible formarse una idea de las dimensiones de Alejandría más allá de su zona portuaria, pero César sabía que si se incluía la expansión urbana en torno a la ciudad antigua, Alejandría tenía tres millones de habitantes y era la ciudad más grande del mundo. Roma albergaba a un millón de personas entre sus Murallas Serbias, y Antioquía más aun, pero ninguna competía con Alejandría, una ciudad con menos de trescientos años de antigüedad.

De pronto advirtió un revuelo de actividad en la orilla, seguido por la aparición de unos cuarenta barcos de guerra, tripulados todos por hombres armados. ¡Vaya, así se hace!, pensó César. De la paz a la guerra en un cuarto de hora. Algunos de los barcos eran sólidos quinquerremes con grandes quillas de bronce que hendían el agua; algunos eran cuadrirremes y trirremes, todos con afiladas quillas; pero más o menos la mitad de ellos eran naves mucho menores, demasiado bajas para aventurarse a viajar por el mar. Éstas, supuso, eran las embarcaciones de aduanas que patrullaban las siete desembocaduras del río Nilo. No habían visto ninguna navegando hacia el sur, pero eso no significaba que algunos ojos de aguda vista no hubieran detectado la presencia de esta flota romana desde lo alto de algún árbol del delta. Lo cual explicaría aquella presteza.

Todo un comité de recepción. César ordenó al corneta que tocara a generala y después pidió que, mediante banderas, se comunicara a los capitanes de sus barcos que permanecieran inmóviles y esperaran hasta nueva orden. Pidió a su sirviente que le colocara la toga praetexta, se ciñó la corona civica en torno al cabello ralo y dorado, y se calzó las sandalias senatoriales marrones con hebillas de plata en forma de media luna propias de un alto magistrado curul. Preparado, se plantó en medio del barco, donde se interrumpía la baranda, y observó cómo se acercaba rápidamente una embarcación de aduanas sin cubierta con un individuo de aspecto fiero de pie en la popa.

– ¿Qué te da derecho a entrar en Alejandría, romano? -preguntó a gritos el individuo, manteniendo su embarcación al alcance de la voz.

– El derecho de cualquier hombre que llega en son de paz para comprar agua y provisiones -respondió César con una mueca.

– Hay un manantial a doce kilómetros al oeste del puerto de Eunostos. Allí encontrarás agua. No tenemos provisiones para vender, así que sigue tu camino, romano.

– Me temo que no puedo hacer eso, buen hombre.

– ¿Quieres guerra? Ya ahora te superamos en número, y éstos no son más que una décima parte de los hombres que podemos lanzar contra ti.

– Ya he tenido guerras suficientes, pero si insistes, libraré otra -dijo César-. Has organizado un buen espectáculo, pero dispongo como mínimo de cincuenta maneras de derrotarte, incluso sin barcos de guerra. Soy el dictador Cayo Julio César.

El agresivo individuo se mordió el labio.

– Muy bien, tú puedes desembarcar, quienquiera que seas, pero tus naves deben permanecer justo aquí, a la entrada del puerto, ¿entendido?

– Necesito un bote con capacidad para veinticinco hombres -dijo

César-. Mejor será que me lo proporciones de inmediato o habrá graves conflictos.

El agresivo individuo dio una orden a sus remeros y la pequeña embarcación se alejó velozmente.

Publio Rufrio apareció junto al hombro de César, visiblemente inquieto.

– Parece que cuentan con mucha infantería de marina -comentó-, pero ni siquiera aquellos que mejor vista tienen entre los nuestros han atisbado soldados en la costa, aparte de unos cuantos hombres muy elegantes tras la muralla del palacio…, la guardia real, imagino. ¿Qué vas a hacer, César?

– Desembarcar con mis lictores en el bote que me faciliten.

– Permite que hagamos a la mar nuestros botes y enviemos unos cuantos soldados contigo.

– Nada de eso -respondió César con calma-. Tu deber es mantener las naves juntas y fuera de peligro… y evitar que ineptes como Tiberio Nerón se corten un pie con su propia espada.

Poco después se detuvo junto al barco un gran bote tripulado por dieciséis remeros. César inspeccionó con la mirada la indumentaria de sus lictores, mandados aún por el fiel Fabio, mientras descendían para ocupar las banquetas del bote. Sí, todos los tachones de latón de sus anchas correas negras de piel relucían, todas sus túnicas carmesí estaban limpias y sin arrugas, todos los pares de caligae de piel carmesí debidamente atados. Llevaban sus fasces con más delicadeza y reverencia que una gata a sus cachorros, las trallas rojas de piel trenzada estaban exactamente como debían estar, y las hachas de una sola cabeza, una por haz, resplandecían malévolamente entre las treinta varas teñidas de rojo que componían cada haz. Satisfecho, César saltó con la agilidad de un muchacho a la embarcación y se colocó en la popa.

El bote se dirigió hacia un malecón, contiguo al teatro de Akron pero fuera de las murallas del Recinto Real. Allí se había congregado una muchedumbre de lo que parecían ser ciudadanos corrientes, que agitaban los puños y proferían amenazas en griego con acento macedonio. Cuando amarraron el bote y los lictores bajaron a tierra, los ciudadanos retrocedieron un poco, obviamente desconcertados ante tal calma, ante tan ajeno pero imponente esplendor. Una vez que sus veinticuatro lictores hubieron formado en una columna de doce pares, César abandonó él mismo el bote sin esfuerzo y luego, con exagerados gestos, se arregló los pliegues de la toga. Con las cejas enarcadas, observó altivamente a la multitud, que seguía amenazándolo.

– ¿Quién está al mando? -preguntó.

Nadie, por lo visto.

– Adelante, Fabio, adelante.

Sus lictores avanzaron entre la muchedumbre y César los siguió con paso majestuoso. Una simple agresión verbal, pensó, sonriendo orgullosamente a derecha e izquierda. Interesante. Lo que dicen es verdad: a los alejandrinos no les gustan los romanos. ¿Dónde está Pompeyo Magno?

Una llamativa puerta interrumpía la muralla del Recinto Real; con sus pilones laterales unidos por un dintel cuadrado, presentaba profusos adornos dorados, símbolos, y escenas bidimensionales extrañas y multicolores. Allí impedía el paso un destacamento de la guardia real. Rufrio tenía razón: estaban muy elegantes con su armadura ligera griega de corseletes de hilo con escamas de metal plateado cosidas, sus vistosas túnicas doradas, sus botas altas marrones, sus yelmos plateados con viseras y penachos morados de pelo de caballo. También daba la impresión, pensó César, intrigado, de que sabían comportarse mejor en una reyerta que en una batalla. Teniendo en cuenta la historia de la casa real de Tolomeo, probablemente así era. Siempre había una multitud de alejandrinos dispuestos a cambiar un Tolomeo por otro, sin que importara el sexo.

– ¡Alto! -prorrumpió el capitán, una mano en la empuñadura de la espada.

César se aproximó a través del pasillo abierto por los lictores y se detuvo obedientemente.

– Desearía ver al rey y la reina -dijo.

– Pues no puedes ver al rey y la reina, romano, y eso es definitivo. Ahora regresa a tu barco y márchate.

– Anuncia a sus majestades reales que soy Cayo Julio César. El capitán soltó una grosera risotada.

– Si tú eres César, yo soy Taueret, la diosa hipopótamo.

– No deberías tomar los nombres de tus dioses en vano. Un parpadeo.

– No soy un miserable egipcio, soy alejandrino. Mi dios es Serapis. Y ahora vete.

– Soy César.

– César está en Asia menor o en Anatolia o donde sea.

– César está en Alejandría, y muy cortésmente solicita ver al rey y la reina.

– Mmm… no te creo.

– Mmm… vale más que me creas, capitán, o si no toda la cólera de Roma caerá sobre Alejandría y te quedarás sin empleo. Y sin el rey y la reina. ¡Contempla a mis lictores, necio! ¡Si sabes contar, cuéntalos, necio! Veinticuatro, ¿no es así? ¿Y qué magistrado curul romano va precedido de veinticuatro lictores? Sólo uno: el dictador. Ahora franquéame el paso y guíame hasta la sala de audiencias real -dijo César con amabilidad.

Pese a sus baladronadas, el capitán tenía miedo. ¡Vaya una situación en la que estaba metido! Nadie mejor que él sabía que en el palacio no había ninguno de los que debían estar allí: ni el rey, ni la reina, ni el chambelán mayor. Ni un alma con autoridad suficiente para tratar con este arrogante romano que en efecto llevaba veinticuatro lictores. ¿Sería César? No, sin duda. ¿Por qué iba a estar César en Alejandría precisamente? Sin embargo ante sí tenía a un romano con veinticuatro lictores, ataviados con un ridículo manto blanco orlado de púrpura, con unas hojas en la cabeza y un sencillo cilindro de marfil apoyado en el antebrazo derecho desnudo, sostenido entre la mano ahuecada y la sangría del codo. Sin espada, sin armadura, sin un solo soldado a la vista.

Su ascendencia macedonia y un padre acaudalado habían permitido al capitán comprar su cargo, pero la agudeza mental no formaba parte de su herencia. Se lamió los labios.

– Muy bien, romano, te llevaré a la sala de audiencias -contestó con un suspiro-. Pero no sé qué vas a hacer allí, porque no hay nadie en el palacio.

– ¿No? -preguntó César, empezando a caminar otra vez tras sus lictores, cosa que obligó al capitán a mandar a un hombre rápidamente para que guiara al grupo-. ¿Dónde ha ido todo el mundo?

– A Pelusium.

– Comprendo.

Pese a ser verano, hacía un día perfecto: poca humedad, una fresca brisa para abanicar la frente, un aire templado y acariciante impregnado del perfume de los árboles en flor, los capullos en forma de campana de una extraña planta. El pavimento era de mármol color arena con vetas marrones, y pulido como un espejo, resbaladizo como el hielo bajo la lluvia. ¿O acaso no llueve en Alejandría? Quizá no.

– Un clima delicioso -comentó César.

– El mejor del mundo -dijo el capitán, muy seguro de ello.

– ¿Soy el primer romano que has visto por aquí en los últimos tiempos?

– Como mínimo, el primero que se anuncia con un rango superior al de gobernador. Los últimos romanos que nos visitaron acompañaban a Cneo Pompeyo cuando vino el año pasado a apropiarse de los barcos de guerra y el trigo de la reina. -Chasqueó la lengua al recordarlo-. Un joven muy descortés. No aceptaba un no por respuesta, pese a que su majestad le dijo que el país pasa hambre. Pero ella al final lo embaucó. Llenó de dátiles sesenta cargueros.

– ¿Dátiles?

– Dátiles. Zarpó convencido de que las bodegas iban llenas de trigo.

– ¡Por todos los dioses! Pobre Cneo Pompeyo. Imagino que su padre no quedó muy contento, aunque quizá sí Lentulo Crus…, a los epicúreos les encantan los nuevos sabores.

La sala de audiencias ocupaba todo un edificio, a juzgar por el tamaño; quizás había una o dos antesalas para los embajadores de visita, pero sin duda no había aposentos. Era el mismo lugar al que había sido conducido Cneo Pompeyo: un enorme salón desnudo cuyo suelo de mármol pulido formaba complicados dibujos de distintos colores; las paredes estaban cubiertas de aquellas vivas pinturas de personas y plantas bidimensionales o de pan de oro; un estrado de mármol morado contenía dos tronos, uno en la grada superior hecho de ébano labrado y dorados, y otro similar pero más pequeño en la grada inmediatamente inferior. Por lo demás no había un solo mueble.

Dejando a César y sus lictores solos en la sala, el capitán se marchó apresuradamente, cabía suponer que para ir en busca de alguien que pudiera recibirlos.

Cruzando una mirada con Fabio, César sonrió.

– ¡Qué situación!

– Nos hemos visto en situaciones peores que ésta, César.

– No tientes a Fortuna, Fabio. Me pregunto qué sensación se experimenta al sentarse en un trono.

César ascendió por los peldaños del estrado y se acomodó con cautela en la magnífica silla que había en lo alto, apreciando de cerca lo extraordinario de las incrustaciones en oro y piedras preciosas: lo que parecía un ojo, salvo que su borde exterior se extendía e hinchaba en una extraña lágrima triangular; una cabeza de cobra; un escarabajo; unas garras de leopardo; unos pies humanos; una peculiar llave; símbolos compuestos de palos.

– ¿Es cómoda, César?

– Ninguna silla con respaldo puede ser cómoda para un hombre con toga, razón por la cual nosotros ocupamos sillas curules -contestó César. Se relajó y cerró los ojos. Al cabo de un rato dijo-: Acampad en el suelo; parece que tenemos por delante una larga espera.

Dos de los lictores de menor edad dejaron escapar suspiros de alivio, pero Fabio, escandalizado, movió la cabeza en un gesto de negación.

– No podemos hacer eso, César. Si alguien entrara y nos sorprendiera causaríamos mala impresión.

Como no había reloj de agua, era difícil medir el tiempo, pero a los lictores más jóvenes les parecieron horas enteras las que pasaron allí de pie en un semicírculo con sus fasces delicadamente apoyadas entre los pies y el hacha del extremo entre las manos. César siguió durmiendo: una de sus famosas siestas de gato.

– ¡Eh, sal de ese trono! -exclamó una joven voz femenina.

César abrió un ojo pero no se movió.

– ¡He dicho que salgas del trono!

– ¿Quién me lo manda? -preguntó César.

– La princesa real Arsinoe de la casa de Tolomeo.

Al oír esto César se enderezó pero no se levantó; se limitó a mirar con los dos ojos abiertos a la joven, que ahora estaba al pie del estrado.

Detrás de ella había un niño y dos hombres.

Unos quince años, juzgó César: una muchacha robusta, de abundante pecho y cabello dorado, ojos azules, y un rostro que debería adecuarse mejor a su expresión, decidió César: arrogante, airada, peculiarmente autoritaria. Vestía al estilo griego, pero su túnica era de un genuino morado tirio, un color tan oscuro que parecía negro y sin embargo al menor movimiento despedía destellos de tonos ciruela y carmesí. En el cabello llevaba una diadema con gemas incrustadas, en torno al cuello un fabuloso collar de piedras preciosas, en los brazos desnudos gran cantidad de pulseras; tenía los lóbulos de las orejas anormalmente largos, debido quizás al peso de sus pendientes.

El niño aparentaba nueve o diez años y se parecía mucho a la princesa Arsinoe: la misma cara, los mismos colores de tez y pelo, la misma complexión. También él vestía de morado tirio, una túnica y una clámide griega.

Los dos hombres eran obviamente ayudantes de algún tipo, pero el que se hallaba en actitud protectora junto al muchacho era un ser débil, en cuanto que el otro, más cerca de Arsinoe, era una persona que debía tenerse en cuenta. Alto, de espléndido físico, tan rubio como los dos jóvenes de la casa real, poseía una mirada inteligente y calculadora y una boca firme.

– ¿Y qué hacemos a partir de ahora? -preguntó César con tranquilidad.

– ¡Nada hasta que te postres ante mí! En ausencia del rey, soy la regenta de Alejandría, y te ordeno que bajes de ahí y te humilles -insistió Arsinoe. Miró a los lictores con expresión ceñuda-. ¡Todos vosotros, al suelo!

– Ni César ni sus lictores obedecen órdenes de princesitas insignificantes -dijo César con suavidad-. En ausencia del rey, yo soy el regente de Alejandría en virtud de los términos de los testamentos de Tolomeo Alejandro y de tu padre Auletes. -Se inclinó-. Ahora, princesa, pongámonos manos a la obra… y no me mires con esa cara de niña que necesita una azotaina, o acaso pida a uno de mis lictores que separe una vara de su haz y te la administre. -Miró al impasible acompañante de Arsinoe-. ¿Y tú eres…?

– Ganímedes, tutor eunuco y guardián de mi princesa.

– Bien, Ganímedes, pareces hombre juicioso, así que a ti dirigiré mis comentarios.

– ¡Te dirigirás a mí! -vociferó Arsinoe, enrojeciendo-. ¡Y baja de ese trono! ¡Humíllate!

– ¡Contén tu lengua! -replicó César-. Ganímedes, exijo alojamiento adecuado para mí y mis acompañantes de alto rango dentro, agua suficiente para mis soldados, que permanecerán a bordo de los barcos hasta que yo averigüe qué ocurre aquí. Es una triste situación cuando el dictador de Roma llega a cualquier lugar de la tierra y se encuentra con una hostilidad innecesaria y una absurda falta de hospitalidad. ¿Me has entendido?

– Sí, gran César.

– Muy bien. -César se puso en pie y descendió-. No obstante, lo primero que puedes hacer por mí es apartar de mi vista a estos dos niños detestables.

– Eso no puedo hacerlo, César, si deseas que yo permanezca aquí.

– ¿Por qué?

– Dolichos es un hombre entero. Él puede llevarse al príncipe Tolomeo Filadelfo, pero la princesa Arsinoe no puede estar en compañía de un hombre entero sin acompañante.

¿Hay algún otro castrado? -preguntó César, disimulando una sonrisa; Alejandría estaba resultándole divertida.

– Claro.

– Entonces ve con los niños, deja a la princesa Arsinoe con algún otro eunuco y regresa de inmediato.

La princesa Arsinoe, momentáneamente amilanada por el tono de César al ordenarle que contuviera la lengua, estaba preparándose para hablar, pero Ganímedes la sujetó firmemente por el hombro y la obligó a salir, precedida por Filadelfo y su tutor.

– ¡Qué situación! -volvió a exclamar César, dirigiéndose a Fabio.

– La mano me ardía por el deseo de sacar esa vara, César.

– También la mía -dijo el Gran Hombre con un suspiro-. Aun así, por lo que dicen, la estirpe tolemaica es bastante singular. Ganímedes, como mínimo, es racional. Pero, claro, él no pertenece a la familia real.

– Pensaba que los eunucos eran gordos y afeminados.

– Creo que aquellos castrados en la infancia lo son, pero si los testículos no han sido extirpados hasta pasada la pubertad, puede que no sea ése el caso.

Ganímedes regresó enseguida con una sonrisa en el semblante.

– Estoy a tu servicio, gran César.

– Bastará con un César corriente, gracias. Pero dime: ¿por qué está la corte en Pelusium?

El eunuco pareció sorprenderse.

– Para combatir en la guerra -contestó.

– ¿Qué guerra?

– La guerra entre el rey y la reina, César. A principios de año, el hambre provocó la subida de los precios de los alimentos, y Alejandría culpó a la reina (el rey sólo tiene trece años) y se rebeló. -Ganímedes tenía una expresión grave-. Aquí no hay paz, compréndelo. El rey está bajo el control de su tutor, Teodoto, y el chambelán mayor, Poteino. Son hombres ambiciosos, ¿entiendes? La reina Cleopatra es su enemiga.

– ¿He de entender que ha huido?

– Sí, pero al sur, a Menfis y con los sacerdotes egipcios. La reina es también faraona.

– ¿No son faraones todos los Tolomeos que ocupan el trono?

– No, César, ni mucho menos. El padre de los niños, Auletes, nunca fue faraón. Se negó a aplacar a los sacerdotes egipcios, que ejercen gran influencia en los nativos del Nilo. En tanto que la reina Cleopatra pasó parte de su infancia en Menfis con los sacerdotes. Cuando llegó al trono la ungieron faraona. Rey y reina son títulos alejandrinos; no tienen peso alguno en el Egipto del Nilo, que es el Egipto propiamente dicho.

– Así que Cleopatra, que es faraona, ha huido a Menfis y con los sacerdotes. ¿Y por qué no fuera de Alejandría, como hizo su padre cuando lo derrocaron? -preguntó César fascinado.-

– Cuando un Tolomeo abandona Alejandría, debe partir sin dinero. En Alejandría no hay grandes tesoros. Las cámaras del tesoro están en Menfis, bajo la autoridad de los sacerdotes. Así que a menos que el Tolomeo sea también faraón, no hay dinero. La reina Cleopatra recibió dinero en Menfis y viajó a Siria para reunir un ejército. Recientemente ha regresado con ese ejército y ha ido a refugiarse en la ladera norte del monte Casio, en las afueras de Pelusium.

César arrugó la frente.

– ¿Una montaña en las afueras de Pelusium? No creía que hubiera ninguna hasta el Sinaí.

– Una enorme montaña de arena, César.

– Ya. Continúa, por favor.

– El general Aquiles llevó el ejército del rey al lado sur del monte, y está allí acampado. Hace poco Poteino y Teodoto acompañaron al rey y la flota a Pelusium. La última noticia que tuve es que se esperaba una batalla -explicó Ganímedes.

– Así pues, Egipto, o más bien Alejandría, está sumida en una guerra civil -dedujo César, empezando a pasearse-. ¿No se ha visto a Cneo Pompeyo Magno en las inmediaciones?

– No que yo sepa, César. Desde luego no está en Alejandría. ¿Es cierto, pues, que lo derrotaste en Tesalia?

– Sí, definitivamente. Se marchó de Chipre hace unos días, y yo creía que con rumbo a Egipto. -No, pensó César, observando a Ganímedes, este hombre desconoce realmente el paradero de mi viejo amigo y adversario. ¿Dónde está Pompeyo, pues? ¿Quizás utilizó ese manantial a diez kilómetros al oeste del puerto de Eunostos y siguió navegando hasta Cirenaica sin parar? Dejó de pasearse-. Muy bien, parece que estoy in loco parentis con estos ridículos muchachos y sus disputas. Por tanto mandarás dos mensajeros a Pelusium, uno para el rey Tolomeo, el otro para la reina Cleopatra. Exijo que ambos soberanos se presenten ante mí en su propio palacio. ¿Está claro?

Ganímedes parecía incómodo.

– No preveo dificultades con el rey, César, pero puede que a la reina no le sea posible venir a Alejandría. Nada más verla, la multitud la ahorcará. -Contrajo la boca en actitud de desdén-. El deporte preferido de la turbamulta alejandrina es hacer pedazos a los gobernantes poco populares con sus propias manos. En el ágora, que es muy espaciosa. -Carraspeó-. Debo añadir, César, que por vuestra propia seguridad, sería prudente que tú y tus ayudantes de mayor rango os confinéis en el Recinto Real. En estos momentos gobierna la masa.

– Haz lo que puedas, Ganímedes. Y ahora, si no te importa, me gustaría que me acompañaran a mis aposentos. Asegúrate de que mis soldados son avituallados debidamente. Por supuesto pagaré por cada gota y cada migaja. Pese a los precios excesivos a causa del hambre.


– Así pues -dijo César a Rufrio mientras tomaba una cena tardía en sus nuevos aposentos-, no estoy más cerca de conocer el destino del pobre Magno, pero temo por él. Ganímedes no sabía nada, aunque no me inspira confianza. Si otro eunuco, Poteino, puede aspirar a gobernar a través de un Tolomeo menor de edad, ¿por qué no también Ganímedes a través de Arsinoe?

– Desde luego nos han tratado miserablemente -comentó Rufrio mientras echaba un vistazo alrededor-. En cuanto a alojamiento, nos han metido en una choza. -Sonrió-. César, mantengo a Tiberio Nerón alejado de ti, pero está indignado por tener que compartir sus aposentos con otro tribuno militar, sin mencionar que esperaba cenar contigo.

– ¿Por qué habría de desear cenar con uno de los nobles menos epicúreos de Roma? ¡Los dioses me libren de estos insoportables aristócratas!

Como si, pensó Rufrio sonriendo para sus adentros, él no fuera insoportable y aristócrata. Pero la parte insoportable de César no tiene que ver con sus antiguos orígenes. Lo que no puede decir sin menospreciar mi nacimiento es que detesta tener que emplear a un incompetente como Nerón por la única razón de que es un Claudio patricio. Las obligaciones de la nobleza le molestan.


La flota romana permaneció anclada dos días más con la infantería a bordo; presionado, el Intérprete había autorizado a la caballería germana a ir a tierra con sus caballos y acampar en un buen prado frente a las derruidas murallas de la ciudad que daban al lago Mareotis. Los lugareños cedieron un amplio espacio a estos bárbaros de extraordinario aspecto; iban casi desnudos y tatuados y llevaban el pelo, que nunca se cortaban, recogido en una tortuosa red de nudos y rodetes en lo alto de la cabeza. Además, no hablaban ni una sola palabra de griego.

Haciendo caso omiso al consejo de Ganímedes de que permaneciera dentro del Recinto Real, César curioseó y husmeó por todas partes durante aquellos dos días, escoltado sólo por sus lictores, indiferente al peligro. En Alejandría, descubrió, había maravillas dignas de su atención personal: el faro, el Heptastadion, los acueductos y el alcantarillado, la disposición de las construcciones navales, los edificios, la población…

La propia ciudad ocupaba una estrecha franja de piedra caliza entre el mar y un vasto lago de agua dulce; menos de tres kilómetros separaban el mar de esta ilimitada fuente de agua dulce, potable incluso en verano. Preguntando, averiguó que el lago Mareotis se alimentaba de canales que lo comunicaban con la gran desembocadura occidental del Nilo, el Nilo canópico; dado que el Nilo crecía en pleno verano y no a principios de primavera, el Mareotis no presentaba los habituales inconvenientes de los lagos abastecidos por ríos: el estancamiento de aguas, los mosquitos. Un canal, de treinta y cinco kilómetros de longitud, tenía anchura suficiente para dar cabida a dos filas de barcazas y barcos aduaneros, que lo recorrían de continuo.

Un canal distinto y único partía del lago Mareotis en el lado de la ciudad donde estaba la Puerta de la Luna; terminaba en el puerto occidental, si bien sus aguas no se mezclaban con el mar, así que cualquier corriente en él era difusiva, no propulsiva. En los muros de su cauce había una serie de grandes compuertas de bronce, que se alzaban y bajaban con un sistema de cabrestantes accionados por bueyes. El suministro de agua de la ciudad se extraía del canal a través de tuberías en ligera pendiente, y a cada distrito correspondía una compuerta. Otras compuertas cruzaban el canal de parte a parte y podían cerrarse para permitir el dragado de salitre del fondo.


Una de las primeras cosas que César hizo fue ascender por el verde cono llamado Paneio, un monte artificial construido con piedras cubiertas de tierra apisonada en la que se habían plantado exuberantes jardines con arbustos y palmeras bajas. Un camino pavimentado subía en espiral hasta lo alto, y riachuelos con alguna que otra cascada descendían hasta un desagüe en la base. Desde la cima se veía el paisaje en kilómetros a la redonda, de tan llano como era.

La ciudad tenía un trazado rectangular carente de vericuetos. Todas las calles eran anchas, pero dos eran mucho más anchas que ninguna de las vías que César había visto: más de 30 metros de arroyo a arroyo. La avenida Canópica iba desde la Puerta del Sol en el extremo oriental de la ciudad hasta la Puerta de la Luna en el extremo occidental; la avenida Real iba desde la puerta de la muralla del Recinto Real hasta las murallas antiguas. La biblioteca mundialmente famosa se hallaba dentro del Recinto Real, pero los demás edificios públicos importantes estaban situados en el cruce de las dos avenidas: el ágora, el gimnasio, los tribunales de justicia, y el Paneio o monte de Pan.

Los distritos de Roma eran lógicos en el sentido de que llevaban el nombre de la colina sobre la que se extendían y de los valles que había entre ellas; en la llana Alejandría los puntillosos fundadores macedonios habían dividido el lugar en cinco distritos arbitrarios: Alfa, Beta, Gamma, Delta y Épsilon. El Recinto Real estaba en el distrito Beta; al este no estaba Gamma sino Delta, lugar de residencia de cientos de miles de judíos, que se desbordaban por el sur para ocupar parte de Épsilon, que compartían con muchos miles de méticos (extranjeros con derecho de residencia pero no de ciudadanía). Alfa era la zona comercial de los dos puertos, y Gamma, al suroeste, se conocía también como Rhakotis, el nombre de la aldea anterior al nacimiento de Alejandría.

La mayoría de quienes vivían dentro de las murallas antiguas gozaban en el mejor de los casos de una economía modesta. Los más ricos de la población, todos macedonios puros, residían en los hermosos barrios ajardinados al oeste de la Puerta de la Luna, fuera de las murallas, dispersos entre una vasta necrópolis situada en una zona de parques. Los extranjeros ricos, como los mercaderes romanos, vivían fuera de las murallas, al este de la Puerta del Sol. Estratificación, pensó César; mire a donde mire, veo estratificación.

La estratificación social era extrema y absolutamente rígida; no había «hombres nuevos» para Alejandría.

En aquella ciudad con tres millones de almas, sólo trescientas mil disfrutaban de la ciudadanía alejandrina: eran los descendientes puros de los iniciales colonos macedonios, y defendían sus privilegios implacablemente. El Intérprete, que era el más alto funcionario, tenía que ser de ascendencia macedonia pura; lo mismo ocurría con el Registrador, el Juez Supremo, el Contable, el comandante de noche. De hecho, todos los altos cargos, tanto comerciales como públicos, estaban en manos de los macedonios. Las capas inferiores también se escalonaban en función de la sangre: los híbridos greco-macedonios, los simples griegos, luego los judíos y los méticos, y en lo más bajo los híbridos greco-egipcios (que eran una clase dedicada a la servidumbre). Una de las dificultades era la adquisición de alimentos. Alejandría no subvencionaba públicamente comida para los pobres, como Roma siempre había hecho y hacía cada vez más. Sin duda era ése el motivo de la hostilidad de los alejandrinos, y del poder de la multitud. Panem et circenses es una excelente política. Mantened a los pobres alimentados y entretenidos, y no se sublevarán. ¡Qué ciegos estaban aquellos soberanos orientales!

Dos circunstancias sociales fascinaban a César por encima de las demás. Una era que a los nativos egipcios se les prohibía vivir en Alejandría. La otra era aún más extraña: un padre macedonio de alta cuna castraba a su hijo más inteligente y prometedor a fin de que el adolescente pudiera aspirar a un empleo en el palacio, donde tendría ocasión de ascender al cargo más alto, el de chambelán mayor. Tener a un familiar en el palacio equivalía a contar con la confianza del rey y la reina. Por más que los alejandrinos desprecien a los egipcios, pensó César, han absorbido tantas costumbres egipcias que lo que existe aquí ahora es la mezcla más curiosa entre Oriente y Occidente que puede verse en el mundo.

No destinaba todo su tiempo a tales reflexiones. Ajeno a los gruñidos y amenazadores rostros, César inspeccionó minuciosamente las instalaciones militares de la ciudad, guardando todos los datos en su extraordinaria memoria. Uno nunca sabía cuándo podía necesitar aquellos datos. La defensa era marítima, no terrestre. Era evidente que la moderna Alejandría no temía las invasiones por tierra; la invasión, si llegaba, sería desde el mar, e indudablemente romana.

En el rincón más profundo del puerto occidental, Eunostos, se encontraba el Ciboto -la Caja-, un puerto interior sólidamente fortificado con murallas tan gruesas como las de Rodas y la entrada protegida por formidables cadenas. El perímetro contenía cobertizos para barcos y estaba erizado de artillería; los cobertizos tenían espacio para cincuenta o sesenta grandes galeras de guerra, calculó César. Y los cobertizos del Ciboto no eran los únicos; en el propio Eunostos había muchos más.


Todo ello convertía a Alejandría en una ciudad única, una asombrosa mezcla de belleza física e ingeniosa ingeniería funcional. Pero no era perfecta. Tenía su buena parte de barrios bajos y delincuencia; en las anchas calles de las zonas más pobres de Gamma-Rhakotis y Epsilon se amontonaban los cadáveres de animales y desperdicios en descomposición, y lejos de las dos avenidas se advertía la carencia de fuentes públicas y letrinas comunales. Y no había una sola casa de baños.

Se notaba asimismo una aberración local. ¡Las aves! Los ibis, de dos clases, blancos y negros, eran sagrados. Matar a uno era inconcebible; si un extranjero ignorante lo hacía, lo llevaban a rastras hasta el ágora y allí lo descuartizaban. Conscientes de su carácter sacrosanto, los ibis lo explotaban desvergonzadamente. A la llegada de César, estaban allí instalados, ya que huían de las lluvias veraniegas en la lejana Etiopía. Esto significaba que eran capaces de volar magníficamente, pero una vez en Alejandría dejaban de hacerlo. En lugar de eso, permanecían a millares en aquellas maravillosas calles, apiñándose en los principales cruces con tal densidad, que parecían una capa más de pavimento. Sus abundantes y casi líquidos excrementos ensuciaban hasta el último centímetro de todas las superficies por las que caminaba la gente, y Alejandría, pese a su orgullo cívico, no parecía emplear a nadie para limpiar aquella creciente inmundicia. Probablemente cuando las aves regresaban a Etiopía, la ciudad emprendía una colosal limpieza, pero entre tanto… El tráfico serpenteaba y vacilaba; las carretas debían contratar a un hombre para que las precediera y fuera apartando a esas criaturas. En el interior del Recinto Real, un pequeño ejército de esclavos recogía con delicadeza a los ibis, los metía enjaulas y los soltaba en las calles exteriores.

Lo mejor que uno podía decir de esas aves era que devoraban las cucarachas, las arañas, los escorpiones, los escarabajos y los caracoles, y picoteaban entre los desperdicios de los pescaderos, carniceros y pasteleros. Por lo demás, pensó César sonriendo para sí mientras sus lictores le abrían paso entre los ibis, son el mayor estorbo de toda la creación.


Al tercer día una «barcaza» solitaria llegó al Gran Puerto y fue conducida hábilmente hasta el Puerto Real, una reducida ensenada cerrada que lindaba con el cabo Loquias. Rufrio había anunciado previamente su visita, así que César fue a situarse en un punto elevado desde el que podía ver perfectamente el desembarco; sin embargo no estaba lo bastante cerca para llamar la atención.

La barcaza era un palacio flotante de enormes dimensiones, todo dorado y púrpura; al pie del mástil había un gran camarote semejante a un templo, con pórtico y pilares incluidos.

Una serie de literas bajó hasta el muelle; cada una iba transportada por seis hombres de estatura y aspecto comparables; la litera del rey era dorada, tenía incrustaciones de piedras preciosas, llevaba unas cortinas de color púrpura tirio e iba engalanada con un penacho de esponjosas plumas púrpura en cada ángulo del tejadillo revestido de azulejos. Su majestad fue acarreado sobre los brazos entrelazados de sus sirvientes desde el camarote-templo hasta la litera e introducido en ella con exquisito cuidado; un muchacho hermoso, blanco y de expresión malhumorada en plena pubertad. Después del rey, apareció un individuo alto con rizos castaños y un rostro atractivo y delicado; Poteino, el chambelán mayor, decidió César, ya que vestía de tono púrpura, un agradable matiz entre el tirio y el chillón magenta de la guardia real y llevaba un collar de oro macizo de peculiar diseño. Les siguió un anciano menudo y afeminado con un ropaje púrpura ligeramente inferior al de Poteino; el carmín de sus labios y el colorete de sus mejillas resaltaban de manera estridente en su cara irascible: Teodoto el tutor. Nunca estaba de más ver a la oposición antes de que ellos lo vieran a uno.

César volvió apresuradamente a su miserable alojamiento y aguardó la llamada real.

Llegó, pero tardó un rato. Cuando César regresó a la sala de audiencias tras sus lictores, encontró al rey sentado no en el trono superior sino en el inferior. Interesante. Su hermana mayor estaba ausente y sin embargo él no se sentía autorizado a ocupar su silla. Vestía la indumentaria de los reyes macedonios: túnica de púrpura tirio, clámide, y un sombrero púrpura de ala ancha con la cinta blanca de la diadema atada alrededor de la alta copa como una banda.

La audiencia fue en extremo formal y muy breve. El rey habló como si recitara de memoria con la mirada fija de Teodoto, tras lo cual despidió a César sin darle oportunidad de plantear su asunto.

Poteino lo siguió al salir.

– ¿Una palabra en privado, gran César?

– Con «César» me basta. ¿En mis aposentos o en los tuyos?

– En los míos, creo. Debo disculparme -prosiguió Poteino con voz untuosa mientras caminaba junto a César y tras los lictores- por el nivel de tu alojamiento. Un estúpido insulto. Ese idiota de Ganímedes debería haberte acomodado en el palacio de los invitados.

– ¿Ganímedes, un idiota? -repitió César-. No me lo ha parecido.

– Pretende estar por encima de su posición.

– Ah.

Tiene su propio palacio en medio de aquella abundancia de edificios, situado sobre el propio cabo Loquias, con una excelente vista no del Gran Puerto sino del mar. Si el chambelán mayor lo hubiera deseado podría haber salido por la puerta trasera y descendido hasta una pequeña cala para chapotear en el agua con sus mimados pies.

– Muy bonito -dijo César, sentándose en una silla sin respaldo.

– ¿Puedo ofrecerte vino de Samos o Kios?

– Ninguno de los dos, gracias.

– ¿Agua mineral, pues? ¿Una infusión?

– No.

Poteino se instaló enfrente, sin apartar de César sus inescrutables ojos grises. Puede que no sea rey, pensó César, pero actúa como si lo fuera. Tiene el rostro curtido por la intemperie pero aún atractivo, y su mirada es inquietante. Una mirada sobrecogedoramente inteligente, y más fría incluso que la mía. Controla sus sentimientos de manera absoluta, y es un político. Si es necesario, permanecerá ahí todo el día esperando a que yo dé el primer paso. Lo cual me viene bien. No me importa dar el primer paso, es mi ventaja.

– ¿Qué te trae a Alejandría, César?

– Cneo Pompeyo Magno. Estoy buscándolo.

Poteino parpadeó, sinceramente sorprendido.

– ¿Buscando en persona a un enemigo derrotado? Sin duda tus legados podrían ocuparse de eso.

– Sin duda podrían, pero me gusta tratar con honor a mis adversarios, y no hay honor en un legado, Poteino. Pompeyo Magno y yo hemos sido amigos y colegas durante los últimos treinta y tres años, y durante una época fue mi yerno. El hecho de que hayamos elegido bandos opuestos en una guerra civil no puede cambiar lo que somos el uno para el otro.

El rostro de Poteino iba empalideciendo; se llevó la valiosa copa a los labios y bebió como si se le hubiera secado la boca.

– Por más que fuerais amigos, ahora Pompeyo Magno es tu enemigo.

– Los enemigos vienen de culturas ajenas, chambelán mayor, no de entre nuestro propio pueblo. «Adversario» es una palabra mejor, una palabra que admite todo lo que hay en común entre dos personas. No, no persigo a Pompeyo Magno como vengador -dijo César sin moverse, aunque en su interior estaba formándose algo así como un nudo frío. Ecuánimemente prosiguió-: Mi política ha sido la clemencia, y mi política continuará siendo la clemencia. He venido en busca de Pompeyo Magno yo mismo para tenderle la mano en un gesto de sincera amistad. Sería mal asunto entrar en un Senado donde no hubiera más que sicofantes…

– No te comprendo -dijo Poteino, totalmente pálido mientras pensaba: no, no, no puedo contarle a este hombre lo que hicimos en Pelusium. Nos equivocamos, hicimos lo imperdonable. El destino de Pompeyo Magno tendrá que ser nuestro secreto. ¡Teodoto! Debo encontrar una excusa para marcharme de aquí e interceptarlo.

Pero no tuvo ocasión. Teodoto irrumpió agitadamente como un ama de casa seguido de cerca por dos esclavos con falda que sostenían entre ambos un gran jarrón. Lo depositaron en el suelo y permanecieron rígidamente a los lados.

Teodoto centró su atención en César, a quien contempló con una mirada de evidente evaluación.

– ¡El gran Cayo Julio César! -exclamó con voz aflautada-. ¡Qué honor! Soy Teodoto, tutor de su majestad real, y te traigo un regalo, gran César. -Dejó escapar una risita-. De hecho, te traigo dos regalos.

No hubo respuesta por parte de César, que permaneció sentado muy erguido, empuñando con la mano derecha la vara de marfil de su cargo, y con la izquierda sujetando por encima del hombro los pliegues de la toga. Su boca, de labios generosos y sensuales, ligeramente arqueados en una sonrisa, se habían convertido en una línea, y los ojos eran dos bolas de hielo orladas de negro.

Alegremente ajeno a ello, Teodoto avanzó y extendió la mano; César dejó la vara en su regazo y alargó la suya para coger el anillo. En el sello se veía una cabeza de león y en torno a la melena las letras CN POM MAG. No lo miró; se limitó a envolverlo con los dedos y apretar hasta que los nudillos perdieron el color.

Uno de los sirvientes levantó la tapa del jarrón mientras el otro introducía en él la mano, revolvía dentro un momento y luego alzaba la cabeza de Pompeyo por la mata de cabello plateado, deslavazado a causa del natrón, que goteaba en el jarrón.

El rostro tenía un aspecto muy apacible, los párpados cubrían aquellos ojos de un azul muy vivo que miraban a su alrededor en el Senado con expresión de inocencia, los ojos del niño malcriado que era. La nariz abultada, la boca pequeña y fina, el mentón hendido, la redonda cara gálica. Todo estaba ahí, todo perfectamente conservado, si bien la piel un poco pecosa tenía ahora un color gris y una textura correosa.

– ¿Quién ha hecho esto? -preguntó César a Poteino.


– ¡Nosotros, claro! -exclamó Teodoto, con expresión traviesa, satisfecho de sí mismo-. Como le dije a Poteino, los muertos no muerden. Hemos eliminado a tu enemigo, gran César. De hecho, hemos eliminado a dos de tus enemigos. Un día después de venir éste, llegó el gran Lentulo Crus, y lo matamos también. Pero pensamos que no te interesaría ver su cabeza.

César se puso en pie sin pronunciar palabra y se dirigió hacia la puerta. La abrió y gritó:

– ¡Fabio! ¡Cornelio!

Los dos lictores entraron de inmediato; sólo el riguroso adiestramiento de años les permitió moderar su reacción cuando contemplaron el rostro de Pompeyo Magno, chorreando natrón.

– ¡Una toalla! -pidió César a Teodoto, y tomó la cabeza de manos del criado que la sostenía-. ¡Traedme una toalla! ¡Una de color púrpura!

Pero fue Poteino quien se movió y chasqueó los dedos a un desconcertado esclavo.

– Ya lo has oído. Una toalla púrpura. Enseguida.

Advirtiendo por fin que el gran César no estaba complacido, Teodoto lo miró con la boca abierta de asombro.

– Pero, César, hemos eliminado a tu enemigo -exclamó-. Los muertos no muerden.

César habló con voz baja.

– Mantén la lengua quieta, afeminado. ¿Qué sabes de Roma o los romanos? ¿Qué clase de hombres sois para hacer una cosa así? -Miró la cabeza goteante sin que en sus ojos apareciera una lágrima-. ¡Oh, Magno, ojalá nuestros destinos se invirtieran! -Se volvió hacia Poteino-. ¿Dónde está su cuerpo?

El mal ya estaba hecho; Poteino decidió defenderse con descaro.

– No tengo la menor idea. Se quedó en la playa de Pelusium.

– Encuéntralo, pues, monstruo castrado, o arrasaré toda Alejandría alrededor de tu escroto vacío. No es extraño que este lugar se pudra con seres como tú al mando. No mereces vivir, ni tú ni ese rey títere. Andaos con cuidado o tenéis los días contados.

– Me permito recordarte, César, que eres nuestro invitado… y que no te acompañan tropas suficientes para atacarnos.

– No soy vuestro invitado -replicó César-; soy vuestro soberano. Las Vírgenes Vestales de Roma guardan aún el testamento del último rey legítimo de Egipto, Tolomeo XI, y yo tengo el testamento del difunto rey Tolomeo XII. Por tanto, tomaré las riendas del gobierno hasta que me haya pronunciado respecto a la actual situación, y sea cual sea mi decisión, deberá respetarse. Traslada mis pertenencias al palacio de los invitados y trae mi infantería a tierra hoy mismo. Los quiero en un buen campamento dentro de las murallas de la ciudad. ¿Crees que no puedo asolar Alejandría con los hombres que tengo? Piénsalo mejor.

Llegó la toalla, de color púrpura tirio. Fabio la cogió y la extendió. César besó la frente de Pompeyo, depositó la cabeza en la toalla y la envolvió con actitud reverente. Cuando Fabio se disponía a llevársela, César le entregó la vara de marfil de su cargo y dijo:

– No, la llevaré yo. -En la puerta se dio media vuelta-. Quiero que se construya una pequeña pira en los jardines frente al palacio de los invitados. Quiero incienso y mirra para encenderla. ¡Y buscad el cuerpo!

Lloró durante horas, abrazado al bulto de color púrpura tirio, y nadie osó importunarlo. Finalmente Rufrio se acercó con un candil -estaba muy oscuro-para avisarle de que todo había sido traslada do al palacio de invitados y pedirle que lo acompañara hasta allí. Tuvo que ayudar a César a levantarse como si fuera un anciano y guiar sus pasos por los jardines, iluminados por lámparas de aceite cubiertas con globos de cristal alejandrino.

– ¡Oh, Rufrio! ¡Que haya tenido que acabar así!

– Lo sé, César. Pero hay una buena noticia. Ha llegado un hombre de Pelusium, Filipo, liberto de Pompeyo Magno. Trae las cenizas del cuerpo, que él mismo quemó en la playa cuando los asesinos se fueron. Como llevaba la bolsa de Pompeyo Magno, ha podido atravesar el Delta en poco tiempo.

De labios de Filipo, pues, conoció César la historia completa de lo que había sucedido en Pelusium, y la huida de Cornelia Metela y Sexto, la esposa y el hijo menor de Pompeyo.

Por la mañana, oficiando César, incineraron la cabeza de Pompeyo Magno y añadieron las cenizas al resto, las guardaron en una urna de oro macizo con granates y perlas marinas incrustados. A continuación César embarcó a Filipo y su pobre esclavo a bordo de un mercante con rumbo al oeste, para que llevara las cenizas de Pompeyo Magno a la viuda. El anillo, confiado también a Filipo, debía llegar a manos del primogénito, Cneo Pompeyo, dondequiera que estuviese.


Hecho todo eso, Cesar mando aun sirviente a alquilar veintiseis caballos y partió a inspeccionar el cumplimiento de sus órdenes y pronto descubrió que era vergonzoso. Poteino había acampado a sus tres mil doscientos legionarios en Rhakotis, en una zona de tierra baldía plagada de gatos (también animales sagrados) que cazaban a los miles de ratas y ratones y, por supuesto, ocupada ya por los ibis. Los lugareños, todos híbridos greco-egipcios pobres, estaban resentidos porque el campamento romano se hallaba en medio de su barrio y porque Alejandría, azotada por el hambre, ahora tenía muchas bocas que alimentar. Los romanos podían permitirse comprar la comida, por alto que fuera su precio, pero para los pobres el precio subiría más aún por el hecho de tener que repartirse aún más los alimentos.

– Bien, construiremos un muro temporal y una empalizada en torno a este campamento, pero lo haremos de modo que parezca permanente. Los nativos son desagradables, muy desagradables. ¿Por qué? Porque tienen hambre. Con una renta de doce mil talentos anuales, sus miserables gobernantes no les subvencionan los alimentos. Todo este lugar es un claro ejemplo de por qué Roma derrocó a los reyes de Alejandría. -César resopló-. Pon centinelas a unos pasos el uno del otro, Rufrio, y di a los hombres que incluyan el ibis asado en su dieta. ¡Me río de las aves sagradas de Alejandría!

Está de mal humor, pensó Rufrio con sorna. ¿Cómo podían aquellos necios de palacio asesinar a Pompeyo Magno y pensar que así complacerían a César? Está loco de dolor, y no costaría mucho inducirle a causar mayores estragos en Alejandría que los que causó en Uxellodunum o Cenabum. Más aún, los hombres no llevan un día en tierra y ya ansían matar a los lugareños. Está creándose un mal ambiente, y preparándose un desastre.

Dado que no le correspondía a él plantear nada de aquello, se limitó a cabalgar junto al Gran Hombre y oírlo despotricar. No es sólo el dolor lo que tanto lo saca de quicio. Los necios del palacio lo han privado de la oportunidad de obrar con misericordia, de acoger a Magno otra vez en nuestro seno romano. Magno habría aceptado. Catón, no, nunca. Pero Magno, sí, siempre.

La inspección del campamento de caballería sólo sirvió para exasperar más a César. Los germanos ubíes no estaban rodeados por los pobres y había abundantes pastos, un lago limpio donde beber, pero era imposible utilizarlos conjuntamente con la infantería, gracias al impenetrable pantano que se extendía entre ellos y el extremo occidental de la ciudad, donde estaba la infantería. Poteino, Ganímedes y el inteligente habían sigo astutos. Pero ¿por qué la gente hace enfadar a César?, se preguntaba Rufrio desesperado. Cada obstáculo que ponen en su camino aumenta se determinación. ¿Realmente pueden engañar se hasta el punto de creer que son más inteligentes que César? Sus años en las Galias lo han dotado de una capacidad estratégica tan extraordinaria que nadie puede comparársele. Pero contén tu lengua, Rufrio, cabalga a su lado y obsérvalo planear una campaña que acaso no necesite llevar a cabo. Pero si lo necesita, estará preparado.

César despidió a sus lictores y envió a Rufrio de regreso al campamento de Rhakotis con ciertas órdenes. A continuación, atento a cuanto lo rodeaba, guió su caballo calle arriba y luego calle abajo, a paso suficientemente lento para permitir que los ibis eludieran los cascos del animal. En el cruce de las avenidas Canópica y Real, entró en el ágora, un extenso espacio abierto rodeado en sus cuatro lados por una arcada con una pared roja oscura al fondo y pilares dóricos pintados de azul. Después fue hasta el gimnasio, casi de las mismas dimensiones, con análogas arcadas pero provisto de baños calientes, baños fríos, pista atlética y cuadriláteros para ejercitarse. En cada uno de estos espacios detuvo el caballo, ajeno a las miradas iracundas de los alejandrinos y los ibis, y después desmontó para examinar los techos de las arcadas cubiertas y los pasillos. En los tribunales de justicia, se paseó por el interior, aparentemente fascinado por los altos techos de las salas. Desde allí se dirigió a caballo hasta el templo de Poseidón y luego al Serapeum, en Rhakotis, un santuario dedicado a Serapis con un enorme templo en medio de jardines y otros templos menores. Posteriormente visitó el puerto y los muelles, los almacenes; el Emporio, un gigantesco centro comercial, recibió mucha atención de su parte, al igual que los embarcaderos y los malecones de gruesas vigas de maderas cuadradas. También despertaron su interés otros templos y grandes edificios públicos de la avenida Canópica, en especial sus techos, sostenidos todos por macizas vigas de madera. Finalmente regresó al campamento germano por la avenida Real con el propósito de dar instrucciones respecto a las obras de fortificación.

– Te enviaré dos mil soldados como mano de obra adicional para empezar a desmantelar las murallas de la ciudad antigua -anunció a su legado-. Utilizarás las piedras para construir dos nuevas murallas, cada una comenzando en la parte trasera de la primera casa a ambos lados de la avenida Real y abriéndose hacia el exterior hasta llegar al lago. Tendrá una anchura de ciento treinta metros en el extremo de la avenida Real, pero de mil quinientos metros en el lago. Eso os fortalecerá de cara al pantano al oeste, en tanto que la muralla oriental cortará la carretera que conduce al canal navegable entre el lago y el Nilo canópico. La muralla occidental será de diez metros de altura; el pantano proporcionará defensa adicional. La muralla oriental será de siete metros de altura, con una zanja de cinco metros de profundidad en el exterior minada con stimuli, y un foso lleno de agua más allá. Dejad una brecha en la muralla oriental para permitir el tráfico hacia el canal, pero tened piedras a punto para cerrar la brecha en cuanto os lo ordene. Ambas murallas han de tener una torre de vigilancia cada treinta metros, y os enviaré ballestas para colocar en lo alto de la muralla occidental.

Imperturbable, el legado lo escuchó y luego fue a reunirse con Arminio, el jefe ubí. Los germanos no servían para construir murallas, pero su trabajo consistiría en reunir comida y forraje para los caballos. También podían buscar madera para las puntiagudas estacas endurecidas al fuego llamadas stimuli y empezar a tejer mimbre para los parapetos. Los germanos eran unos tejedores magníficos.

De nuevo en la avenida Real, César cabalgó hasta el Recinto Real para inspeccionar su muralla de siete metros de altura, que iba desde los peñascos del teatro de Akron hasta el mar en el extremo más alejado del cabo Loquias. No había una sola torre de vigilancia, y no tenía el verdadero carácter defensivo de una muralla; se había puesto mucho más esfuerzo y cuidado en su decoración. No era extraño que la muchedumbre irrumpiera con tanta frecuencia en el Recinto Real. Aquella muralla no impediría entrar ni a un enano emprendedor.

¡Tiempo, tiempo! Su plan iba a requerir tiempo, y tendría que enfrentarse con muchos necios hasta que los preparativos se hubieran terminado. En primer lugar, y por encima de todo, no debía advertirse indicio alguno, aparte de la actividad en el campamento de caballería, de que algo estaba ocurriendo. Poteino y sus adláteres, como el Intérprete, supondrían que César pretendía atrincherarse en la fortaleza de la caballería, abandonar la ciudad si lo atacaban. Bien, que lo pensaran.

Cuando Rufrio regresó de Rhakotis, recibió más órdenes, tras lo cual César convocó a todos sus legados de menor rango (incluido el inevitable Tiberio Claudio Nerón), y les expuso sus planes. Respecto a su discreción, estaba seguro de ella; aquello no era Roma contra Roma, aquello era una guerra contra una potencia extranjera que a ninguno de ellos les gustaba.


Al día siguiente hizo llamar al rey lolomeo, a Poteino, a Teodoto y a Ganímedes al palacio de los invitados, donde los acomodó en asientos mientras él ocupaba su silla curul en lo alto de un estrado. Eso no satisfizo al pequeño rey, pero se dejó aplacar por Teodoto. Ése ha empezado ya la iniciación sexual, pensó César. ¿Qué oportunidades tiene un muchacho así con semejantes consejeros? Si vive, no será mejor soberano que su padre.

– Os he hecho venir para hablaros de un asunto que mencioné anteayer-dijo César con un pergamino en el regazo-. A saber: la sucesión del trono de Alejandría en Egipto, que ahora veo como una cuestión un tanto distinta al trono de Egipto del Nilo. Por lo visto, rey, este último está en las manos de tu hermana ausente, pero no en las tuyas.

Para reinar en Egipto del Nilo, el soberano ha de ser faraón, como lo es la reina Cleopatra. ¿ Por qué, rey, tu cosoberana, hermana y esposa es una exiliada al frente de un ejército de mercenarios en contra de sus propios súbditos?

Poteino contestó; César no esperaba otra cosa. El pequeño rey hacía lo que se le mandaba, y carecía de inteligencia suficiente para pensar si antes no se le explicaban bien las cosas.

– Porque sus súbditos se alzaron contra ella y la expulsaron, César.

– ¿Por qué se alzaron contra ella?

– A causa del hambre -respondió Poteino-. El Nilo no se ha desbordado durante dos años consecutivos. El año pasado, la lectura del nilómetro fue la más baja desde que los sacerdotes empezaron a llevar el registro hace tres mil años. El Nilo creció sólo ocho pies romanos.

– Explícate.

– Hay tres clases de inundación, César. Los Codos de la Muerte, los Codos de la Abundancia y los Codos de la Saciedad. Para anegar sus orillas e inundar el valle, el Nilo debe aumentar dieciocho pies romanos. Cualquier medida por debajo de ésta entra en los Codos de la Muerte: el agua y el légamo no se depositan en la tierra, y por tanto no es posible cultivarla. En Egipto nunca llueve. El auxilio nos llega del Nilo. Las mediciones entre dieciocho y treinta y dos pies romanos constituyen los Codos de la Abundancia. El Nilo se desborda lo suficiente para propagar el agua y el légamo por todos los campos de cultivo, y hay cosecha. Las inundaciones por encima de treinta y dos pies inundan el valle de tal modo que se llevan las aldeas y las aguas no retroceden a tiempo para la siembra -dijo Poteino como si hablara de memoria. Obviamente no era ésa la primera vez que tenía que explicar el ciclo de inundaciones a un extranjero ignorante.

– ¿El nilómetro? -preguntó César-.

– El instrumento con el que se mide el nivel de inundación. Es un pozo excavado a un lado del Nilo con los Codos marcados en la pared. Hay varios, pero uno de los principales se encuentra a cientos de kilómetros al sur, en la Elefantina, a la altura de la Primera Catarata. Allí el Nilo empieza a crecer un mes antes que en Menfis, en el extremo del Delta. Así conocemos de antemano cómo va a ser la inundación del año. Un mensajero trae la noticia río abajo.

– Entiendo. Sin embargo, Poteino, la renta de la casa real es enorme. ¿No la usáis para comprar grano cuando los cultivos no germinan?

– Sin duda César sabe -contestó Poteino tranquilamente- que ha habido sequía en todas las tierras del Mar Vuestro, desde Hispania hasta Siria. Hemos comprado, pero el coste va en aumento, y naturalmente ese coste debe transmitirse a los consumidores.

– ¿En serio? ¡Qué sensato! -fue la respuesta igualmente tranquila de César. Levantó el pergamino que tenía en el regazo-. Encontré esto en la tienda de Cneo Pompeyo Magno después de Farsalia. Es el testamento de Tolomeo XII, tu padre -dijo dirigiéndose al muchacho, adormilado de aburrimiento-, y está muy claro. Dispone que Alejandría y Egipto sean gobernados conjuntamente por su hija mayor, Cleopatra, y su hijo mayor, Tolomeo Evergetes, como marido y mujer.

Poteino se había puesto en pie de un salto. Tendió una mano imperiosa.

– Déjame verlo -exigió-. Si existiera un testamento legítimo y verdadero, se encontraría aquí en Alejandría, con el Registrador, o en Roma, con las Vírgenes Vestales.

Teodoto se había colocado de pie detrás del pequeño rey, clavando los dedos en su hombro para mantenerlo despierto; Ganímedes seguía sentado, escuchando impasible. Tú, pensó César de Ganímedes, eres el más capacitado. ¡Cuánto debe indignarte tener a Poteino como superior! Y sospecho que preferirías ver a tu joven Tolomea, la princesa Arsinoe, sentada en el trono mayor. Todos odian a Cleopatra, pero ¿por qué?

– No, chambelán mayor, no puedes verlo -repuso con frialdad-. En él, Tolomeo XII, conocido como Auletes, declara que su testamento no se depositó en Alejandría ni en Roma debido a… ejem… «problemas de Estado». Puesto que nuestra guerra civil era aún cosa del futuro cuando se redactó este documento, Auletes debía de referirse a sucesos de Alejandría. -Se enderezó, adoptando una expresión todavía más severa-. Ya es hora de que Alejandría se apacigüe, y de que sus soberanos sean más generosos con los desvalidos. No estoy dispuesto a marcharme de esta ciudad hasta que se hayan establecido unas condiciones humanas y sólidas para toda su población, y no sólo para los ciudadanos macedonios. No dejaré enconados focos de resistencia contra Roma a mis espaldas, ni permitiré que ningún país se presente como núcleo de posterior resistencia contra Roma. Aceptad el hecho, caballeros, de que el dictador César permanecerá en Alejandría hasta resolver sus asuntos…, hasta sajar el furúnculo, podríamos decir. Por tanto, espero sinceramente que hayáis enviado ese mensajero a la reina Cleopatra y que la tengamos aquí dentro de unos días.

Y esto, pensó, es lo más que voy a decir para dejar claro que el dictador César no se marchará mientras Alejandría pueda ser una base al servicio de los republicanos. Todos deben ser conducidos hasta la provincia de África, donde podré aplastarlos colectivamente.

Se puso en pie.

– Podéis marcharos.

Se fueron muy enfurruñados.


– ¿Enviaste un mensajero a Cleopatra? -preguntó Ganímedes al chambelán mayor cuando salieron a la rosaleda.

– Le envié dos -contestó Poteino sonriente-, pero a bordo de un barco muy lento. Envié también a un tercero, en una batea muy veloz, al general Aquiles, por supuesto. Cuando los dos mensajeros lentos salgan del Delta en la desembocadura del Pelusiaco, Aquiles tendrá hombres aguardando. -Dejó escapar un suspiro-. Mucho me temo que Cleopatra no recibirá ningún mensaje de César. Al final él le dará la espalda, considerándola demasiado arrogante para someterse al arbitrio romano.

– Ella tiene sus espías en el palacio -dijo Ganímedes, con la mirada fija en las figuras menguantes de Teodoto y el pequeño rey, que se alejaban apresuradamente-. Intentará ponerse en contacto con César; le conviene.

– Soy consciente de eso. Pero el capitán Agatacles y sus hombres patrullan cada palmo de la muralla y cada ola a ambas orillas del cabo Loquias. No conseguirá cruzar mi red. -Poteino se detuvo para mirar a la cara al otro eunuco, de igual estatura y atractivo físico-. Supongo, Ganímedes, que prefieres a Arsinoe como reina.

– Son muchos los que preferirían a Arsinoe como reina -repuso Ganímedes sin alterarse-. La propia Arsinoe, por ejemplo. Y su hermano el rey. Cleopatra está contaminada por Egipto, es veneno.

– Siendo así -dijo Poteino, empezando a andar de nuevo-, creo que nos corresponde a nosotros dos trabajar con ese propósito. No puedes ocupar mi cargo, pero si tu discípula sube al trono, no resultará un gran inconveniente para ti, ¿verdad?

– No -contestó Ganímedes, sonriente-. ¿Qué se trae entre manos César?

– ¿A qué te refieres?

– Se trae algo entre manos, lo presiento. Hay mucha actividad en el campamento de la caballería, y confieso que me sorprende que no haya empezado a fortificar su campamento de infantería en Rhakotis teniendo en cuenta su conocida minuciosidad.

– ¡A mí lo que me molesta es su despotismo! -exclamó Poteino de manera tajante-. Cuando acabe de fortificar el campamento de la caballería no quedará una sola piedra en las murallas de la ciudad antigua.

– ¿Por qué pienso que todo esto no es más que un pretexto? -preguntó Ganímedes.


Al día siguiente César mandó a alguien a buscar a Poteino, y a nadie más.

– He de plantearte un asunto en nombre de un viejo amigo -dijo César, relajado y expansivo.

– ¿Sí?

– ¿Quizá recuerdes a Cayo Rabino Póstumo? Poteino arrugó la frente.

– Rabirio Póstumo…, quizá sí, vagamente.

– Llegó a Alejandría después de que el difunto Auletes volviera a ocupar su trono. Su objetivo era recaudar unos cuarenta millones de sestercios que Auletes debía a un consorcio de banqueros romanos, siendo Rabirio el principal de ellos. Sin embargo, por lo visto, el Contable y sus espléndidos funcionarios macedonios habían dejado que las finanzas de la ciudad se deterioraran hasta un estado alarmante. Así que Auletes dijo a mi amigo Rabirio que tendría que conseguir el dinero poniendo en orden tanto el fiscus real como el público. Cosa que Rabirio hizo, trabajando día y noche con vestimenta macedonia que le resultaba tan repulsiva como molesta. Al cabo de un año, las finanzas estaban magníficamente organizadas. Pero cuando Rabirio pidió sus cuarenta millones de sestercios, Auletes y tu predecesor lo desnudaron y lo metieron en un barco con destino a Roma. Da gracias por marcharte con vida, era el mensaje. Rabirio llegó a Roma sin una sola moneda. Para un banquero, Poteino, es un horrendo destino.

Los ojos grises de uno y azul claro del otro permanecían trabados en una fija mirada. Pero una vena latía muy deprisa en el cuello de Poteino.

– Por suerte -prosiguió César plácidamente-, pude ayudar a mi amigo Rabirio a recuperarse económicamente, y ahora es, junto con mis otros amigos Balbo, Balbo el joven y Cayo Opio, un auténtico plutócrata entre los plutócratas. Sin embargo, una deuda es una deuda, y una de las razones por las que decidí visitar Alejandría tiene que ver con esa deuda. Chambelán mayor, en mí has de ver al administrador de Rabirio Póstumo. Devuelve los cuarenta millones de sestercios de inmediato. En términos internacionales ascienden a mil seiscientos talentos de plata. En rigor debería exigirte un interés sobre esa suma del diez por ciento habitual, pero estoy dispuesto a pasar eso por alto. Me conformo con el capital.

– No estoy autorizado a pagar las deudas del difunto rey.

– Tú no, pero el actual rey sí.

– El rey es menor de edad.

– Por eso acudo a ti, amigo mío. Paga.

– Necesitaré amplia documentación como prueba.

– Con mucho gusto mi secretario Faberio te la procurará.

– ¿Eso es todo, César? -preguntó Poteino, poniéndose en pie.

– Por el momento. -César salió con su invitado, la personificación misma de la cortesía-. ¿Se sabe ya algo de la reina?

– Nada en absoluto, César.


Teodoto se reunió con Poteino en el palacio principal, cargado de noticias.

– ¡Mensaje de Aquiles! -anunció.

– Doy gracias a Serapis. ¿Y qué dice?

– Que los mensajeros están muertos y Cleopatra sigue en su escondite del monte Casio. Aquiles está convencido de que desconoce la presencia de César en Alejandría, pero nadie sabe cómo va a interpretar la siguiente acción de Aquiles. En estos momentos él está trasladando en barco veinte mil soldados de a pie y diez mil hombres a caballo desde Pelusium. Los vientos etesios han empezado a soplar, así que deberían llegar aquí en dos días. -leodoto chasqueó la lengua de satisfacción-. ¡Lo que daría yo por ver la cara de César cuando llegue Aquiles! Dice que utilizará los dos puertos, pero planea acampar frente a la Puerta de la Luna. -Hombre poco observador, vio con repentina perplejidad la sombría expresión de Poteino-. ¿No te complace la noticia, Poteino?

– Sí, sí, no es eso lo que me preocupa -repuso Poteino-. Acabo de ver a César, que reclama con apremio el dinero que Auletes se negó a pagar al banquero romano, Rabirio Póstumo. ¡Qué desfachatez! ¡Qué temeridad! ¡Después de tantos años! Y no puedo pedir al Intérprete que pague una deuda privada del difunto rey.

– ¡Habrase visto!

– Bueno -susurró Poteino-, pagaré a César el dinero, pero lamentará haberlo pedido.


– Problemas -dijo Rufrio a César al día siguiente, el octavo desde su llegada a Alejandría.

– ¿De qué clase?

– ¿Has recaudado la deuda de Rabirio Póstumo?

– Sí.

– Los agentes de Poteino cuentan a todo el mundo que has saqueado el tesoro real, fundido la vajilla de oro y vaciado los graneros para tus tropas.

César prorrumpió en carcajadas.

– Las cosas empiezan a estar al rojo vivo, Rufrio. Mi mensajero ha regresado del campamento de la reina Cleopatra… No, no utilicé los tan cacareados canales del Delta; lo envié a caballo a todo galope, con cambio de montura cada quince kilómetros. Ningún mensajero de Poteino se ha puesto en contacto con ella, claro está. Los habrán matado, imagino. La reina me envía una carta muy cordial e informativa, en la que me comunica que Aquiles y su ejército están preparándose para regresar a Alejandría, donde se proponen acampar fuera de la ciudad, ante la Puerta de la Luna.

Rufrio parecía impaciente.

– ¿Empezamos? -preguntó.

– No hasta que me haya trasladado al palacio principal y tenga bajo mi cargo al rey -respondió César-. Si Poteino y Teodoto pueden utilizar al pobre muchacho como instrumento, también podré hacerlo yo. Deja que la cábala levante su propia pira funeraria sin saberlo durante dos o tres días. Pero ten a mis hombres a punto para la acción. Cuando llegue el momento, tendrán mucho que hacer y poco tiempo para hacerlo. -Estiró los brazos relajadamente-. ¡Qué placer es tener a un enemigo extranjero!


Al décimo día de la estancia de César en Alejandría, un pequeño dhow del Nilo entró en el Gran Puerto entre las naves de la flota de Aquiles que estaban llegando y se abrió paso entre las torpes embarcaciones de transporte sin ser advertido. Finalmente amarró en el malecón del Puerto Real, donde un destacamento de la guardia lo observó acercarse con atención para asegurarse de que no lo abandonaba ningún nadador furtivo. Sólo dos hombres viajaban a borde del dhow, ambos sacerdotes egipcios, descalzos, con la cabeza afeitada, y vestidos con túnicas de hilo blanco que se ceñían bajo el pecho y se iban ensanchando hacia un dobladillo a la altura de la pantorrilla. Los dos eran mete-en-sa, sacerdotes corrientes sin autorización para llevar oro encima.

– Eh, ¿adónde creéis que vais? -preguntó el cabo de la guardia.

El sacerdote que iba en la proa bajó y se quedó con las manos unidas palma contra palma ante las ingles, en una postura de sumisión y humildad.

– Deseamos ver a César -dijo en griego con marcado acento.

– ¿Para qué?

– Traemos un regalo para él del u’eb.

– ¿Quién?

– Sem de Ptah, Neb-notru, wer-kherep-hemw, Seker-cha'bau,

Ptah-mose, Cha'em-uese -recitó el sacerdote con voz monótona.

– No me has sacado de dudas, sacerdote, y estoy perdiendo la paciencia.

– Traemos un regalo para César del u’eb, el sumo sacerdote de Ptah en Menfis. Antes te he dicho su nombre completo.

– ¿Cuál es ese regalo?

– Aquí está -dijo el sacerdote, volviendo a subir al velero seguido de cerca por el cabo.

En el fondo de la quilla había una estera enrollada, un objeto vulgar para un alejandrino macedonio, con sus estridentes colores y dibujo angular. Era posible comprarlas mejores en el más mísero mercado de Rhakotis. Y probablemente estaba infestada de bichos.

– ¿Vais a regalarle eso a César?

– Sí, ¡oh personaje real!

El cabo desenvainó la espada y la hincó con tiento en la estera.

– Yo no lo haría -dijo el sacerdote.

– ¿Por qué no?

El sacerdote fijó su mirada en la del cabo y luego hizo un movimiento con la cabeza y el cuello que indujo al hombre a retroceder aterrorizado. De pronto no tenía ante sí a un sacerdote egipcio, sino la cabeza y el sombrerete de una cobra.

El sacerdote siseó y sacó una lengua viperina. El cabo, pálido, saltó al embarcadero. Tragando saliva, recuperó el habla: -¿No le gusta César a Ptah?

– Ptah creó a Serapis, como a todos los dioses, pero considera a Júpiter óptimo Máximo una afrenta para Egipto -explicó el sacerdote.

El cabo sonrió; ante sus ojos danzó una bonita recompensa por parte de Poteino.

– Llevad vuestro regalo a César -dijo-, y que Ptah realice sus propósitos. Andad con cuidado.

– Así lo haremos, personaje real.

Los dos sacerdotes se inclinaron, levantaron el cilindro ligeramente flexible situándose uno a cada extremo, y lo izaron con facilidad al embarcadero.

– ¿Hacia dónde vamos? -preguntó el sacerdote.

– Seguid ese camino a través de la rosaleda. Es el primer palacio a la izquierda después del pequeño obelisco.

Y hacia allí se dirigieron al trote, con la estera suspendida entre ambos. Un objeto ligero.

Ahora, pensó el cabo, sólo tengo que esperar a que nuestro indeseado invitado muera a causa de la mordedura de la serpiente. Después seré recompensado.


El regordete gastrónomo Cayo Trebatio Testa entró contoneándose con el entrecejo fruncido; de más estaba decir que optaría por servir junto al César en aquella guerra civil, pese al hecho de que su patrono oficial era Marco Tulio Cicerón. No sabía bien por qué había decidido viajar a Alejandría, salvo por el hecho de que siempre andaba en busca de nuevos placeres para el paladar. Pero en Alejandría no había encontrado ninguno.

– César -anunció-, ha llegado para ti un peculiar objeto desde Menfis, del sumo sacerdote de Ptah. ¡No es una carta!

– ¡Qué intrigante! -comentó César, apartando la vista de sus papeles-. ¿Ha llegado el objeto en buen estado? ¿No lo han estropeado?

– Dudo que alguna vez se haya encontrado en buen estado -dijo Trebatio con un mohín de desaprobación-. Una estera roñosa. No es una alfombra.

– Tráela exactamente como ha llegado.

– Tendrán que ser tus lictores, César. Los esclavos del palacio, al ver a los portadores, han palidecido más que un germano del Quersoneso Címbrico.

– Tú tráemela, Trebatio.

Dos jóvenes lictores la acarrearon, la depositaron en el suelo y miraron a César, que tenía una expresión un tanto amenazadora.

– Gracias, podéis marcharos.

Manlio se removió inquieto.

– César, ¿podemos quedarnos? Esto ha llegado bajo la custodia de dos de los individuos más extraños que hemos visto. Nada más dejar el paquete, se han marchado como si les persiguieran las Furias. Fabio y Cornelio querían abrirlo, pero Cayo Trebatio se ha opuesto.

– Excelente, ahora marchaos, Manlio. Fuera, fuera.

Al quedarse solo con la estera, César, sonriente, la rodeó y luego se arrodilló y echó un vistazo por un extremo de la alfombra enrollada.

– ¿Puedes respirar ahí dentro? -preguntó.

Desde el interior alguien habló, aunque de manera ininteligible. Entonces César advirtió que ambos extremos de la estera habían sido obturados con una tira de mimbre para que el grosor fuera uniforme de una punta a la otra. ¡Qué ingenioso! Extrajo el relleno, y desenrolló el regalo de Ptah con gran delicadeza.

No era extraño que aquella fémina pudiera esconderse en una estera. Era una menudencia. ¿Dónde estaba la robustez heredada de Mitrídates?, se preguntó César, yendo a sentarse en una silla a fin de examinarla. No medía ni cinco pies romanos, y con suerte pesaba un talento y medio, cuarenta kilos si calzaba sandalias de plomo.

César no tenía por costumbre malgastar su precioso tiempo imaginándose qué aspecto tendrían unas personas desconocidas, ni siquiera cuando dichas personas eran del rango de aquélla. Pero desde luego no esperaba encontrarse a una criatura pequeña y delgada sin el menor aire de majestad. Tampoco a ella le preocupaba su apariencia, descubrió César con asombro, pues se puso en pie como un mono y ni una sola vez miró alrededor en busca de un objeto de metal bruñido que usar como espejo. ¡Vaya!, me gusta, pensó. Me recuerda a mi madre, con esa misma actitud práctica y briosa. Sin embargo su madre había sido considerada la mujer más hermosa de Roma, mientras que nadie juzgaría hermosa a Cleopatra desde ningún punto de vista.

No tenía pecho ni caderas; era recta de arriba abajo, los brazos como palos unidos a los rectos hombros, un cuello largo y descarnado, y una cabeza que recordaba a la de Cicerón, demasiado grande para aquel cuerpo. Su rostro era realmente feo, ya que tenía la nariz tan grande y aguileña que atraía toda la atención. En comparación, el resto de sus facciones eran bastante agradables: una boca carnosa pero no demasiado, pómulos atractivos, una cara ovalada con un mentón firme. Sólo los ojos eran hermosos, muy grandes y separados, con oscuras pestañas bajo oscuras cejas, y los iris del mismo color que los de un león, amarillo dorado. ¿Dónde he visto yo ojos de ese color? Entre los vástagos de Mitrídates el Grande, desde luego. Bueno, es su nieta, pero no es una Mitrídates en nada excepto en los ojos; son gente alta y grande con nariz germánica y pelo pajizo. El cabello de Cleopatra era de color castaño claro y poco espeso, separado en retorcidos mechones desde lo alto de la cabeza hasta la nuca, como la cáscara de un melón, y recogido detrás en un apretado moño. Una piel preciosa, aceitunada y tan trasparente que debajo se veían las venas. La cinta blanca de la diadema le rodeaba la cabeza bajo el nacimiento' del pelo; era el único indicio de su realeza, ya que el sencillo vestido griego era de un tono canela apagado, y no llevaba joyas.

Ella lo escrutaba con igual detenimiento y aire sorprendido.

– ¿Qué ves? -preguntó él solemnemente.

– Una gran belleza, César, pero te imaginaba moreno.

– Hay romanos rubios, romanos castaños y romanos de pelo negro. También hay romanos pelirrojos y con muchas pecas.

– De ahí vuestros cognomina: Albino, Flavio, Rufo, Niger.

Su voz era maravillosa, grave y tan melodiosa que parecía cantar en lugar de hablar.

– ¿Sabes latín? -preguntó César, siendo ahora él el sorprendido.

– No, no he tenido ocasión de aprenderlo -contestó Cleopatra-. Hablo ocho lenguas, pero son todas orientales: el griego, egipcio antiguo, egipcio demótico, hebreo, arameo, árabe, medo y persa. -Sus felinos ojos resplandecieron-. ¿Quizá querrás enseñarme latín? Soy buena alumna.

– Dudo que tenga tiempo, niña, pero si lo deseas te enviaré un tutor de Roma. ¿Qué edad tienes?

– Veintiún años. Ocupo el trono desde hace cuatro.

– Una quinta parte de tu vida. Eres una veterana. Siéntate.

– No. Si me siento, no te veré bien. Eres muy alto -contestó ella, paseándose.

– Sí, como los galos y los germanos. Al igual que Sila, yo podía pasar por uno de ellos si era necesario. ¿Y por qué tienes tan poca estatura? Tus hermanos y tu hermana son altos.

– Parte de mi corta estatura es heredada. La madre de mi padre era una princesa nabatea, pero no plenamente árabe. Su abuela era la princesa parta Rodogune, otro lazo de sangre con el rey Mitrídates. Dicen que los partos son bajos. Sin embargo mi madre achacaba mi corta estatura a una enfermedad que padecí de niña. Así que siempre he pensado que el Hipopótamo y el Cocodrilo absorbieron mi crecimiento por sus narices como hacen con el río.

César contrajo los labios.

– ¿Como hacen con el río?

– Sí, durante los Codos de la Muerte. El Nilo no crece cuando Taueret, el Hipopótamo, y Sobek, el Cocodrilo, absorben el agua por sus narices. Lo hacen cuando se enojan con el faraón -explicó con total seriedad.

– Puesto que tú eres la faraona, ¿por qué están enojados contigo?

El Nilo lleva dos años en los Codos de la Muerte, tengo entendido.

El rostro de Cleopatra expresó indecisión; se dio media vuelta, se paseó de arriba abajo, y regresó de pronto para plantarse justo frente a él, mordiéndose el labio inferior.

– El asunto es sumamente urgente -dijo-, así que no tiene sentido que me esfuerce en seducirte con artes de mujer. Esperaba que fueras un hombre poco atractivo. Al fin y al cabo eres ya mayor, y por tanto dispuesto a dejarse atraer por mujeres poco hermosas como yo. Pero veo que es verdad lo que cuentan: que puedes tener a cualquier mujer que desees pese a tu edad.

César había ladeado la cabeza y sus ojos fríos y altivos la observaban con una expresión cálida pero sin la menor lujuria. Simplemente la absorbía con la mirada, recreándose en ella. Se decía que Cleopatra se había comportado valientemente en situaciones adversas: el asesinato de los hijos de Bibulo, el alzamiento de Alejandría, y sin duda también otras crisis. Sin embargo hablaba como una joven virginal. Por supuesto era virgen. Obviamente su hermano/marido no había consumado aún su unión, y ella era una diosa en la tierra, no podía emparejarse con mortales. Rodeada de eunucos, con la prohibición de quedarse sola con hombres no castrados. Su situación era, como decía ella, en extremo apurada, o de lo contrario no estaría aquí sola conmigo, un mortal no castrado.

– Sigue -dijo César.

– No he cumplido con mi deber de faraona.

– ¿Y cuál es ese deber?

– Dar fruto. Engendrar hijos. La primera inundación después de mi ascenso al trono alcanzó por poco los Codos de la Abundancia, porque el Nilo me concedió tiempo para demostrar mi fecundidad; pero ahora, dos inundaciones después, sigo estéril. Egipto pasa hambre y dentro de cinco días los sacerdotes de Isis en Filas tomarán la medición del nilómetro de Elefantina. Se espera ya la inundación; soplan los vientos etesios. Pero a menos que me apresure, las lluvias del verano no caerán en Aitiopai y el Nilo no se desbordará.

– Las lluvias del verano, no las nieves fundidas del invierno -comentó César-. ¿Conocéis las fuentes del Nilo? -Hazla hablar, pensó. Necesito tiempo para absorber lo que dice. ¡Vaya con lo de «mi edad»!

– Algunos bibliotecarios, como Eratóstenes, enviaron expediciones para descubrir las fuentes del Nilo, pero sólo encontraron afluentes y el propio Nilo. Sí descubrieron las lluvias de verano en Aitiopai. Todo está escrito, César.

– Ya; espero disponer de tiempo para leer algunos de los libros del museo antes de irme. Continúa, faraona.

– Eso es todo -dijo Cleopatra encogiéndose de hombros-. Necesito aparearme con un dios, y mi hermano no me quiere. Prefiere a Teodoto para el placer y a Arsinoe como esposa.

– ¿Por qué habría de preferirla a ella?

– Su sangre es más pura que la mía, es su hermana por ambas partes. Su madre era de la estirpe de Tolomeo; la mía era una mitridátida.

– No veo solución a tu dilema, al menos no antes de la inminente inundación. Lo lamento por ti, pobre muchacha, pero no sé qué puedo hacer en auxilio tuyo. No soy un dios.

A Cleopatra se le iluminó el rostro.

– ¡Pero sí eres un dios! -exclamó.

César parpadeó.

– Hay una estatua en Éfeso que así lo dice, pero eso no es más que… simple adulación, como dijo un amigo mío. Es cierto que desciendo de dos dioses, pero sólo tengo una o dos gotas de licor divino, no todo el cuerpo lleno de él.

– Eres un dios llegado del oeste.

– ¿Un dios llegado del oeste? -repitió César.

– Eres Osiris regresado del Reino de los Muertos para fecundar a Isis-Hathor-Mut y engendrar un hijo, Horus.

– ¿Y tú crees eso?

– No lo creo, César; es un hecho.

– Así pues, si no he entendido mal, ¿quieres aparearte conmigo?

– ¡Sí, sí! ¿Por qué, si no, iba a estar aquí? Sé mi esposo, dame un hijo. Entonces el Nilo se desbordará.

¡Qué situación! Pero divertida e interesante. ¡Cuán poderoso ha llegado a ser César, si su simiente puede hacer que llueva, que los ríos crezcan, que prosperen países enteros!

– Sería descortés negarse -dijo César con voz grave-, pero ¿no has dejado pasar demasiado tiempo? Faltando sólo cinco días para la lectura del nilómetro, no te garantizo que pueda fecundarte. Y aun si lo consigo, pasarán cinco o seis nundinae hasta que lo sepas con certeza.

– Amón-Ra lo sabrá, tal como lo sabré yo, su hija. Yo soy el Nilo, César, soy la encarnación viva del río. Soy dios en la Tierra y sólo tengo una meta: asegurar la prosperidad de un pueblo, la grandeza de Egipto. Si el Nilo permanece un año más en los Codos de la Muerte, al hambre se sumarán la peste y las langostas. Egipto desaparecerá.

– Exijo un favor a cambio.

– Fecúndame y te será concedido.

– Has hablado como un banquero. Deseo tu total cooperación en lo que he venido a hacer con Alejandría.

Cleopatra arrugó la frente en una expresión de recelo.

– ¿Hacer con Alejandría? Una extraña manera de expresarlo, César.

– ¡Vaya, una mente despierta! -exclamó él con tono elogioso-. Empiezo a albergar la esperanza de tener un hijo inteligente.

– Dicen que no tienes ningún hijo varón.

Sí, tengo un hijo, pensó. Un hermoso hijo en algún lugar de la Galia, que Litavico me robó cuando asesinó a la madre. Pero no sé qué ha sido de él, y nunca lo sabré.

– Cierto -contestó con frialdad-. Pero no tener un hijo propio carece de importancia para un romano. Tenemos la libertad legal de adoptar a un hijo, alguien que comparta nuestra sangre, un sobrino o un primo, ya sea en vida o mediante testamento después de la muerte. Cualquier hijo que pudiéramos tener tú y yo, faraona, no sería romano porque tú no eres romana. Por tanto no puede heredar mi nombre ni mis bienes materiales. -César la miró con severidad-. No esperes hijos romanos; no es así como funcionan nuestras leyes.

Puedo unirme a ti mediante una especie de boda si tú lo deseas, pero el matrimonio no tendrá valor para la ley romana. Ya tengo una esposa romana.

– Que no te ha dado ningún hijo pese al tiempo que lleváis casados.

– Nunca estoy en casa. -Sonrió, se relajó y la miró enarcando una ceja-. Creo que ya es hora de que vaya a contener a tu hermano mayor. Al anochecer estaremos instalados en el gran palacio y entonces nos ocuparemos de tu fecundación. -Se puso en pie, se acercó a la puerta y llamó-: ¡Faberio! ¡Trebatio!

Su secretario y su legado personal entraron y se quedaron boquiabiertos.

– Ésta es la reina Cleopatra. Ahora que ha llegado comenzarán a ocurrir cosas. Que venga Rufrio de inmediato, y empezad a empacar.

Y se marchó, seguido de sus ayudantes, dejando a Cleopatra en la sala. Ella se había enamorado de inmediato, ya que era de naturaleza impetuosa; hecha ya a la idea de desposarse con un anciano aún más feo que ella, el encontrar en lugar de eso a un hombre que en efecto parecía el dios que era la había llenado de júbilo, de emoción, de verdadero amor. Tach'a había arrojado los pétalos del loto sobre el agua en el cuenco de Hathor y le había dicho que esa noche o la noche siguiente eran los días fértiles de su ciclo, que concebiría si contemplaba a César y lo encontraba digno de su amor. Pues bien, lo había contemplado y había encontrado un sueño, el dios llegado del oeste. Tan alto y espléndido y hermoso como Osiris; incluso las arrugas de su rostro eran apropiadas, ya que revelaban que había sufrido mucho, tal como había sufrido Osiris.

Le temblaron los labios, parpadeó al notar unas repentinas lágrimas. Ella amaba, pero César no, y dudaba que llegara a amarla. No por falta de belleza o encanto femenino; más que por eso, por el abismo de edad, experiencia y cultura que los separaba.


Al anochecer estaban en el gran palacio, un enorme edificio que se ramificaba en corredores y pasillos, se dividía en galerías y salas, tenía patios y estanques de tamaño suficiente para nadar en ellos.

Durante toda la tarde la ciudad y el Recinto Real habían estado en plena actividad; quinientos legionarios de César habían rodeado a los hombres de la guardia real y los habían enviado al recién asentado campamento de Aquiles al oeste de la Puerta de la Luna con saludos de parte de César. Hecho esto, los quinientos hombres procedieron a fortificar la muralla del Recinto Real con una plataforma de combate, parapetos apropiados y muchas torres de vigilancia.

También estaban ocurriendo otras cosas. Rufrio evacuó el campamento de Rhakotis y desalojó a los ocupantes de todas las mansiones de ambos lados de la avenida Real, donde después acomodó a la tropa. Mientras esas personas acaudaladas que se vieron de pronto sin hogar iban de un lado a otro de la ciudad llorando y gimiendo, clamando venganza contra los romanos, centenares de soldados irrumpieron en los templos, el gimnasio y los tribunales de justicia, en tanto unos cuantos que quedaban en Rhakotis fueron al Serapeum. Ante las miradas de horror de los alejandrinos, retiraron todas las vigas de todos los techos y las llevaron a la avenida Real. A continuación comenzaron a trabajar en las estructuras portuarias -embarcaderos, muelles, el Emporio- y se llevaron toda la madera útil además de las vigas. Al anochecer, la mayor parte de la Alejandría pública estaba en ruinas, pues todas las piezas de madera grandes o aprovechables habían sido trasladadas a la avenida Real.


– ¡Esto es un ultraje! ¡Un ultraje! -exclamó Poteino cuando el invitado no deseado entró acompañado de una centuria, sus ayudantes y la reina Cleopatra, ésta con aspecto muy ufano.

– ¡Tú! -gritó Arsinoe-. ¿Qué estás haciendo aquí? La reina soy yo; Tolomeo se ha divorciado de ti.

Cleopatra se acercó a ella y le asestó violentos puntapiés en las espinillas y luego le arañó la cara.

– La reina soy yo. Cállate o te haré matar.

– ¡Arpía! ¡Cerda! ¡Cocodrilo! ¡Chacal! ¡Hipopótamo! ¡Araña! ¡Escorpión! ¡Rata! ¡Serpiente! ¡Piojo! -vociferaba el pequeño Tolomeo Filadelfo-. ¡Simio! ¡Simio, simio, simio!

– Y tú cállate también, sapo inmundo -ordenó Cleopatra con fiereza golpeándole en la cabeza hasta hacerlo lloriquear.

Fascinado por estas pruebas de devoción familiar, César observaba cruzado de brazos. Cleopatra bien podía ser la vigesimoprimera faraona, pero en presencia de sus hermanos menores volvía a comportarse como en el parvulario. César advirtió con interés que ni Filadelfo ni Arsinoe se defendían de la agresión física: la hermana mayor los intimidaba. Finalmente se cansó de aquella falta de decoro y separó hábilmente a los tres alborotadores.

– Vos, señora, quedaos con vuestro tutor -ordenó a Arsinoe-. Ya es hora de que las jóvenes princesas se retiren. También tú, Filadelfo.

Poteino seguía despotricando, pero Ganímedes se llevó a Arsinoe con rostro inexpresivo. Ése, pensó César, es mucho más peligroso que el chambelán mayor. Y sea eunuco o no, Arsinoe está enamorada de él.

– ¿Donde está el rey Tolomeo? -preguntó-. ¿Y Teodoto?


El rey Tolomeo y Teodoto estaban en el ágora, todavía intacta. Poco antes, habían estado pasando el rato en los aposentos reales cuando un esclavo apareció de pronto para anunciarles que César estaba enseñoreándose del Recinto Real, acompañado por la reina Cleopatra. Momentos después Teodoto ordenó a los sirvientes que los vistieran a él y al muchacho para una audiencia, Tolomeo con su tocado púrpura y diadema; a continuación los dos entraron en el túnel secreto construido por Tolomeo Auletes para permitir la huida en caso de que apareciera la turbamulta. El pasadizo se hundía en la tierra y pasaba bajo la muralla, e iba a desembocar junto al teatro de Akron, desde donde era posible dirigirse a los muelles o adentrarse en la ciudad. El pequeño rey y Teodoto optaron por ir a la ciudad, al ágora.

Aquel lugar de reunión tenía capacidad para…cien mil personas, y había estado llenándose desde primera hora de la tarde, cuando los soldados de César empezaron a arrancar vigas. Instintivamente los alejandrinos acudían allí siempre que se desataba un tumulto, así que cuando llegaron los dos de palacio, el ágora estaba ya abarrotada. Aun así, Teodoto obligó al rey a esperar en una esquina; necesitaba tiempo para que el muchacho aprendiera un breve discurso de memoria. Al caer la noche, la muchedumbre se desbordaba fuera del recinto y algunos se habían instalado sobre las arcadas cubiertas. Teodoto condujo al rey Tolomeo hasta una estatua de Calímaco el bibliotecario y lo ayudó a en caramarse al plinton.

– ¡Alejandrinos, nos atacan! -exclamó el rey, cuyo rostro teñían de rojo las llamas de un millar de antorchas-. Roma nos ha invadido; todo el Recinto Real está en manos de César, pero hay algo peor aún… -Hizo una pausa para asegurarse de que repetía correctamente lo que Teodoto le había grabado en la memoria y luego prosiguió-: Sí, peor aún. Mi hermana Cleopatra, la traidora, ha regresado y está aliada con los romanos. Ella es quien ha traído a César. Todos vuestros alimentos se han destinado a llenar vientres romanos, y César se acuesta con Cleopatra. Han vaciado el tesoro y asesinado a todo el mundo en el palacio. Han asesinado a cuantos vivían en la avenida Real. Parte de vuestro trigo está siendo vertido en el gran puerto por puro despecho, y los soldados romanos están destruyendo vuestros edificios públicos. Están arrasando Alejandría, profanando sus templos, violando a sus mujeres y niños.

En la noche oscura, los ojos del muchacho reflejaron la creciente furia de la multitud; una furia que la gente ya sentía al entrar en el ágora, una furia que las palabras del pequeño rey transformaron en acción. Alejandría era el único lugar del mundo donde la muchedumbre tenía consciencia permanente de su propio poder, y manejaba ese poder como instrumento político y no con pura cólera destructiva. La muchedumbre había expulsado a muchos Tolomeos; podía expulsar a un simple romano, hacerlos pedazos a él y a su ramera.

– Yo, vuestro rey, he sido destronado por un canalla romano y una puta traidora llamada Cleopatra.

La multitud se agitó, envolvió al rey Tolomeo y lo alzó sobre los anchos hombros de un individuo. Desde aquella posición eminente y a la vista de todos, Tolomeo instó a avanzar a su corcel con su cetro de marfil.

Llegó hasta la verja del Recinto Real, pero allí le impidió el paso César, ataviado con su toga de orla púrpura, su diadema de hojas de roble, la vara de su cargo apoyada en el antebrazo derecho, y flanqueado por doce lictores a cada lado. Con él estaba la reina Cleopatra, aún con su túnica de color canela apagado.

Poco acostumbrada a un adversario que le plantara cara, la muchedumbre se detuvo.

– ¿Qué hacéis aquí? -preguntó César.

– Hemos venido a obligarte a salir de aquí y a matarte -dijo Tolomeo a voz en grito.

– Rey Tolomeo, rey Tolomeo, no podéis hacer lo uno y lo otro a la vez -contestó César razonablemente-. O me obligáis a salir o me matáis. Pero os aseguro que no hay necesidad ni de lo uno ni de lo otro. -Habiendo localizado a los cabecillas en las primeras filas, César se dirigió a ellos-. Si os han dicho que mis soldados ocupan vuestros graneros, os pido que visitéis los graneros y veréis con vuestros propios ojos que no hay allí ninguno de mis soldados, y que están llenos a rebosar. No es asunto mío exigir tributo sobre el precio del grano u otros alimentos en Alejandría; eso corresponde a vuestro rey, ya que vuestra reina estaba ausente. Así que si estáis pagando demasiado, el culpable es el rey Tolomeo, no César. César trajo su propio grano y sus provisiones a Alejandría; no ha tocado las vuestras -afirmó mintiendo descaradamente. Con una mano obligó a avanzar a Cleopatra, y luego le tendió la otra mano al pequeño rey-. Bajad de ahí, majestad, y colocaos donde corresponde a un soberano, de cara a sus súbditos, no entre ellos y a su merced. He oído decir que los ciudadanos de Alejandría pueden hacer pedazos a un rey, y eres tú el culpable de su difícil situación, no Roma. Vamos, ven conmigo.

Los remolinos propios de tan enorme aglomeración habían separado al rey de Teodoto, que no conseguía hacerse oír. Tolomeo permanecía sobre los hombros de su portador, sus rubias cejas unidas en una expresión ceñuda, y un temor muy real cada vez más evidente en la mirada. Pese a no ser inteligente, sí lo era lo suficiente para darse cuenta de que César, de algún modo, estaba ofreciendo una imagen de él poco halagüeña; que la voz clara y potente de César, cuyo griego tenía ahora un acento manifiestamente macedonio, azuzaba contra él a las primeras filas de la muchedumbre.

– ¡Bajadme! -ordenó el rey.

Ya en el suelo, se acercó a César y se volvió de cara hacia sus airados súbditos.

– Muy bien hecho -dijo César con tono afable-. Contemplad a vuestro rey y a vuestra reina. Tengo el testamento -del difunto rey, padre de estos muchachos, y estoy aquí para encargarme de que se cumplan sus deseos: que Egipto y Alejandría sean gobernados por la hija viva de mayor edad, la séptima Cleopatra, y su hijo varón de mayor edad, el decimotercer Tolomeo. Sus instrucciones son inequívocas. Cleopatra y Tolomeo Evergetes son sus legítimos herederos y deben gobernar conjuntamente como marido y mujer.

– ¡Matad a Cleopatra! -gritó Teodoto-. ¡La reina es Arsinoe!

Incluso esto lo aprovechó César en su propio beneficio.

– La princesa Arsinoe tiene un deber distinto -declaró-. Como dictador de Roma, estoy autorizado a devolver Chipre a Egipto, y así lo hago en este mismo momento. -Su voz rezumó solidaridad-. Soy consciente de la difícil situación en que se ha visto Alejandría desde que Marco Catón anexionó Chipre: perdisteis vuestra buena madera de cedro para la construcción, vuestras minas de cobre, una gran cantidad de alimentos a bajo precio. El Senado que decretó esa anexión ya no existe. Mi Senado no consiente esta injusticia. La princesa Arsinoe y el príncipe Tolomeo Filadelfo irán a Chipre a gobernar en calidad de sátrapas. Cleopatra y Tolomeo Evergetes gobernarán en Alejandría, Arsinoe y Tolomeo Filadelfo en Chipre.

La muchedumbre estaba aplacada, pero César no había acabado.

– Debo añadir, pueblo de Alejandría, que Chipre se os devuelve gracias a la reina Cleopatra. ¿Por qué creéis que ha estado ausente?

Porque viajó para reunirse conmigo y negociar la devolución de Chipre. Y lo ha conseguido. -Sonriente, avanzó unos pasos-. Y ahora ¿por qué no ovacionáis a vuestra reina?

Las palabras de César se transmitieron rápidamente a través de la multitud desde las primeras filas; como todo buen orador, utilizaba mensajes breves y sencillos cuando se dirigía a una gran masa de gente.

Así que la muchedumbre, satisfecha, prorrumpió en ensordecedores vítores.

– Todo eso está muy bien, César, pero no puedes negar que tus soldados están destruyendo nuestros templos y edificios públicos -gritó uno de los cabecillas.

– Sí, un gravísimo asunto -admitió César, extendiendo las manos-. Sin embargo, incluso los romanos deben protegerse, y frente a la Puerta de la Luna acampa un numeroso ejército bajo las órdenes del general Aquiles, que me ha declarado la guerra. Estoy preparándome para contener su ataque. Si queréis que se detenga la demolición, os propongo que acudáis al general Aquiles y le digáis que disperse sus tropas.

La muchedumbre se dio media vuelta como un pelotón de soldados haciendo instrucción; al cabo de un momento, desapareció, supuestamente para ver a Aquiles.

Abandonado, tembloroso, Teodoto miró al joven rey con lágrimas en los ojos y luego se acercó tímidamente para cogerle la mano y besársela.

– Muy inteligente, César -dijo Poteino desde las sombras con una mueca de desprecio.

César hizo una señal a sus lictores y se volvió para encaminarse hacia el palacio.

– Como te he dicho antes, Poteino, soy inteligente. ¿Puedo sugerirte que ceses en tus actividades subversivas entre la población de tu ciudad y vuelvas a ocuparte de la administración del Recinto Real y el erario público? Si te sorprendo propagando un falso rumor sobre mí y tu reina, te haré ejecutar a la manera romana: azotes y decapitación. Si propagas dos falsos rumores, sufrirás la muerte de un esclavo: la crucifixión. Tres falsos rumores, y será crucifixión sin piernas rotas.

En el vestíbulo del palacio, despidió a sus lictores, pero apoyó una mano en el hombro del rey Tolomeo.

– No más expediciones al ágora, muchacho. Ahora vete a tus aposentos. Por cierto, he hecho obstruir el túnel secreto en ambos extremos. -Con extrema frialdad, miró a Teodoto por encima de los alborotados rizos de Tolomeo-. Teodoto, te prohíbo todo contacto con el rey. Mañana te quiero fuera de aquí. Y te lo advierto: si intentas acceder al rey, correrás la suerte que le he descrito a Poteino.

Con un ligero empujón, el rey Tolomeo corrió a llorar a sus aposentos. A continuación César agarró a Cleopatra de la mano.

– Es hora de acostarse, querida. Buenas noches a todos.

Cleopatra sonrió y bajó las pestañas. Trebatio miró con asombro a Fabelio. ¿César y la reina? ¡Pero si ella no era su tipo en absoluto!


Hombre muy experimentado con las mujeres, César cumplió con toda facilidad ese curioso deber: el apareamiento ritual de dos dioses en interés de un país, teniendo en cuenta que, para colmo, la joven diosa era virgen. Tales circunstancias no resultaban propicias para provocar grandes pasiones o sentimientos. Como oriental, a ella le complacía que él llevara depilado todo el cuerpo, pero lo consideró prueba de su divinidad cuando para él era simplemente una manera de evitar los piojos; César era un fanático de la higiene. En ese sentido, ella estaba a la altura: depilada también, emanaba un olor natural dulce.

Pero poco placer podía proporcionar aquel cuerpecito desnudo y descarnado que a causa de la inexperiencia y el nerviosismo estaba seco e incómodo. Cleopatra tenía el pecho casi tan plano como el de un hombre, y César temía romperle los brazos, si no las piernas, si la abrazaba con demasiada fuerza. A decir verdad, todo el ejercicio era poco alentador. Sin la menor tendencia a la pedofilia, César tuvo que aplicar su colosal voluntad para apartar de su mente aquel cuerpo poco desarrollado de niña y realizar su cometido varias veces. Si ella tenía que concebir, desde luego no bastaba con una sola cópula.

No obstante, ella aprendió deprisa y acabó disfrutando mucho de lo que él le hacía, a juzgar por su posterior humedad. Una criatura realmente lúbrica.

– Te amo -fue lo último que ella dijo antes de quedarse profundamente dormida, enroscada contra él con un flaco brazo sobre su pecho y una flaca pierna sobre las de él. César también necesita dormir, pensó, y cerró los ojos.

Por la mañana se habían concluido la mayor parte de las obras en la avenida Real y el Recinto Real. Montado en su caballo de alquiler -no había llevado consigo a Génitor, un error-, César salió a inspeccionar el cumplimiento de sus instrucciones y dijo al legado del campamento de caballería que cortara la carretera del canal, para aislar Alejandría del río Nilo.

Aquello era en realidad una variante de su estrategia en Alesia, donde se había introducido con sesenta mil hombres en un ruedo en el que tanto las murallas interiores como las exteriores estaban muy fortificadas para impedir la entrada de los ochenta mil galos acampados en lo alto del monte alesia y los doscientos cincuenta mil galos acampados en los montes situados tras él. Esta vez se trataba de una mancuerna, no de un ruedo: la avenida Real formaba el eje, el campamento de caballería su abultamiento en un extremo, y el Recinto Real el abultamiento del otro extremo. Los centenares de vigas extraídas de toda la ciudad fueron colocadas como columnas horizontales que unían una mansión a la siguiente para formar parapetos en los terrados, donde César montó su artillería ligera; las ballestas grandes serían necesarias en la muralla de siete metros que protegía el lado oriental del campamento de caballería. El monte de Pan se convirtió en su atalaya, su falda fue transformada en un formidable terraplén de defensa mediante bloques del gimnasio y enormes paredes de piedra extraídas de ambos lados de la avenida Canópica en su cruce con la avenida Real. Podía desplazar a sus tres mil doscientos veteranos de infantería de un extremo de la avenida Real al otro a paso ligero, y liberarse también de la amenaza de los ibis; de algún modo aquellas astutas aves presentían lo que se avecinaba y pronto alzaron el vuelo. Bien, pensó César sonriendo, que los alejan drinos intenten luchar sin matar un ibis sagrado. Si fueran romanos, acudirían a Júpiter óptimo Máximo, y pactarían un acuerdo por el cual quedaban temporalmente exonerados de culpa a cambio de ofrecer posteriormente un sacrificio adecuado. Pero dudo que Serapis piense como el romano Júpiter óptimo Máximo.

Al este de la mancuerna de César se encontraban los distritos Delta y Épsilon, habitados por judíos y méticos; al oeste estaba el grueso de la ciudad, con población griega y macedonia, con diferencia la dirección más peligrosa. Desde lo alto del monte de Pan, César veía cómo Aquiles-¡porto dos los dioses, qué lento era!- intentaba aprestara sus tropas y observaba también la actividad en el puerto de Eunostos y el Ciboto mientras los barcos de guerra salían de sus cobertizos, sustituyendo a aquellos que habían regresado de Pelusium y tenían que llevarse a tierra para secarse. En uno o dos días -su almirante era tan lento como Aquiles- las galeras pasarían bajo los arcos del Heptastadion y hundirían los treinta y cinco barcos de transporte de César.

Así que mandó dos mil hombres a demoler todas las casas situadas más allá del flanco oeste de la avenida Real, creando así una extensión de escombros de unos ciento veinte metros de anchura plagada de peligros tales como fosos cuidadosamente cubiertos con afiladas estacas en el fondo, cadenas que se alzaban de improviso para enroscarse al cuello, fragmentos de cristal alejandrino… Los otros mil doscientos hombres formaron e invadieron la parte comercial del Gran Puerto, abordaron todos los barcos, los cargaron con trozos de las columnas de los tribunales de justicia, el gimnasio y el ágora, y procedieron a echarlos al agua bajo los arcos. En sólo dos horas, ni una sola embarcación, ni bote ni quinquerreme podía atravesar el Heptastadion de un puerto al otro. Si los alejandrinos deseaban atacar su flota, tendrían que hacerlo por el camino difícil, pasando por los bajíos y bancos de arena del Eunostos, rodeando la isla de Faros y atravesando los pasadizos del Gran Puerto. ¡Date prisa con mis dos legiones, Calvino! ¡Necesito mis propios barcos de guerra!

Una vez bloqueados los arcos, los soldados de César subieron al Heptastadion y destrozaron el acueducto que suministraba agua a la isla de Faros; luego se apoderaron de la hilera exterior de artillería del Ciboto. Encontraron gran resistencia, pero era evidente que los alejandrinos carecían de mentes frías y de un general; se precipitaban a la refriega como los galos belgas en los viejos tiempos antes de aprender el valor de sobrevivir para volver a luchar el día siguiente. No eran enemigos insuperables para aquellos legionarios, todos veteranos de la guerra de nueve años en la Galia Trasalpina, encantados de combatir contra extranjeros tan despreciables como los alejandrinos. ¡Excelentes ballestas y catapultas, las afanadas en el Ciboto! César quedaría complacido. Los legionarios trasladaron la artillería a los muelles en barco y luego prendieron fuego a las naves amarradas en malecones y embarcaderos. Para terminar la labor, arrojaron proyectiles en llamas mediante las ballestas capturadas hacia los barcos de guerra del Eunostos y los tejados de los cobertizos. Fue una buena jornada de trabajo.


El trabajo de César fue distinto. Había mandado mensajeros a los distritos de Delta y Épsilon y emplazado para conferenciar a tres ancianos judíos y tres jefes méticos. Los recibió en la sala de audiencias, donde había colocado cómodas sillas, buena comida en los aparadores, y a la reina en su trono.

– Debes presentar un aspecto regio -le ordenó César-. Nada de modestia…, y quítale las joyas a Arsinoe si no encuentras ninguna tuya. Cleopatra, procura mostrarte como una gran reina de la cabeza a los pies; ésta es una reunión de vital importancia.

Cuando Cleopatra entró, César a duras penas pudo disimular su asombro. La precedía un grupo de sacerdotes egipcios, que agitaban incensarios y entonaban una endecha grave y monótona en un idioma que él ni siquiera identificaba. Todos ellos eran mete-en-sa excepto su superior, que lucía un peto de oro con piedras preciosas incrustadas sobre el que pendían numerosos collares de oro con amuletos; empuñaba un báculo de oro largo y esmaltado con el que golpeaba el suelo para producir un sonido sordo y atronador.

– ¡Rendid todos homenaje a Cleopatra, hija de Amón-Ra, Isis reencarnada, Ella la de las Dos Señoras del Alto y el Bajo Egipto, Ella la del junco y la Abeja! -clamó el sumo sacerdote en buen griego.

Cleopatra vestía la túnica de faraona, de lino plisado con bandas de color blanco sobre blanco, cubierta por un manto amplio de manga corta tan diáfano que era transparente e iba bordado con dibujos de chispeantes cuentas de cristal. En la cabeza llevaba un extraordinario y alto tocado que César ya había estudiado en las pinturas murales, pero cuyo sentido no captó plenamente hasta verlo en tres dimensiones. Una fulgurante corona exterior de esmalte rojo se elevaba formando un largo astil en la parte trasera, y en su parte delantera mostraba una cabeza de cobra y otra de buitre hechas en oro, esmalte y piedras preciosas. De su interior surgía una corona cónica mucho más alta de esmalte blanco y con la cima plana; una cinta de oro enroscada salía de ella. En el cuello la faraona lucía un collar de oro, esmalte y piedras preciosas de veinticinco centímetros de anchura; en el talle un cinto de oro esmaltado de quince centímetros de anchura; en los brazos, magníficas pulseras de oro y esmalte con formas de serpiente y leopardo; en los dedos, docenas de resplandecientes anillos; enganchada tras las orejas y apoyada en la barbilla, una falsa barba de oro y esmalte; en los pies, sandalias de oro enjoyadas con suelas de corcho doradas y muy altas.

Su cara había sido pintada con exquisito cuidado, la boca de brillante carmesí, las mejillas realzadas con colorete, y los ojos réplicas del ojo que decoraba el trono: ribeteados con stibium negro que se extendía en finas líneas hacia las orejas y terminaba en pequeños triángulos rellenos del verde cobre que coloreaba también sus párpados superiores hasta las cejas pintadas con stibium; en cada mejilla llevaba dibujada una espiral negra. El efecto de la pintura era tan siniestro como asombroso; uno casi podía imaginar que debajo se ocultaba un rostro no humano.

También sus dos ayudantes macedonios, Carmian e Iras, vestían hoy al modo egipcio. Como las sandalias que llevaba eran tan altas, ayudaron a la faraona a subir por los peldaños del estrado hasta su trono, donde se sentó, cogió el cayado de oro esmaltado y cruzó aquellos símbolos de su divinidad sobre el pecho.

Nadie se postró, advirtió César; al parecer bastaba con una ligera reverencia.

– Estamos aquí para presidir -dijo Cleopatra con voz potente-. Somos la faraona, veis nuestra divinidad revelada. Cayo Julio César, hijo de Amón-Ra, Osiris reencarnado, pontífice máximo, emperador, dictador del Senado y el pueblo de Roma, adelante.

¡Ahí está!, pensaba él con entusiasmo mientras ella pronunciaba las sonoras frases. ¡Ahí está! Ni siquiera comprende Alejandría y todo lo macedonio. Es egipcia hasta la médula: en cuanto se ha puesto esta increíble indumentaria real, irradia poder.

– Vuestra majestad me abruma, hija de Amón-Ra -declaró, y luego señaló a sus delegados que, después de saludar, se estaban enderezando-. Permitidme que os presente a Simeón, Abraham y Josué de los judíos, y a Cibiro, Formión y Darío de los méticos.

– Bienvenidos, y tomad asiento -dijo la faraona.

A partir de este punto César casi se olvidó de la ocupante del trono. Optando por plantear el tema tangencialmente, señaló hacia un repleto aparador.

– Sé que la carne ha de prepararse religiosamente y que el vino ha de ser debidamente judaico -manifestó a Simeón, el principal anciano de los judíos-. Todo se ha hecho según estipulan vuestras leyes, así que cuando hayamos hablado, no dudéis en comer. Del mismo modo -dijo a Darío, etnarca de los méticos-, la comida y el vino de la segunda mesa han sido preparados para vosotros.

– Agradecemos tu amabilidad -contestó Simeón-, pero tanta hospitalidad no altera el hecho de que tu corredor fortificado nos ha aislado del resto de la ciudad, de nuestra fuente de alimento, nuestro sustento y de las materias primas para nuestros oficios. Advertimos que has acabado de demoler las casas que hay al lado oeste de la avenida Real, así que debemos suponer que te dispones a derribar nuestras casas en el lado este.

– No te preocupes, Simeón -dijo César en hebreo-, escúchame.

Cleopatra pareció sorprendida; Simeón se sobresaltó.

– ¿Hablas hebreo? -preguntó.

– Un poco. Crecí en un barrio de Roma muy políglota, Subura, donde mi madre era la casera de una ínsula. Siempre teníamos a unos cuantos judíos entre los inquilinos, y yo supervisaba el lugar cuando era niño. Así que aprendí idiomas. El residente más anciano era un orfebre, Simón. Conozco el carácter de vuestro dios, vuestras costumbres, vuestras tradiciones, vuestras comidas, vuestras canciones, y la historia de vuestro pueblo. -Se volvió hacia Cibiro-. Incluso hablo un poco de pisidio -añadió en esa lengua-. Por desgracia, Darío, no sé hablar persa -se excusó en griego-, así que por comodidad, conversemos en griego.

En un cuarto de hora había expuesto la situación sin disculparse; una guerra en Alejandría era inevitable.

– Sin embargo -añadió-, por mi propia seguridad preferiría combatir sólo a un lado de mi corredor, el lado oeste. No hagáis nada para oponeros a mí, y os garantizo que mis soldados no os invadirán, que la guerra no se extenderá al este de la avenida Real, y que seguiréis comiendo. En cuanto a las materias primas que necesitáis para vuestros oficios y los sueldos que perderéis aquellos que trabajáis en el lado oeste, no estoy en situación de remediarlo. Pero puede haber compensaciones para las penurias que por fuerza padeceréis hasta que derrote a Aquiles y someta a los alejandrinos. No seáis un obstáculo para César y César estará en deuda con vosotros. Y César siempre paga sus deudas. -Se levantó de la silla curul de marfil y se acercó al trono-. Imagino, gran faraona, que tienes autoridad para pagar a cuantos te ayuden a conservar el trono.

– Así es.

– ¿Estás dispuesta, pues, a compensar a los judíos y los méticos por sus pérdidas económicas?

– Lo estoy, siempre y cuando no hagan nada que te estorbe, César.

Simeón se puso en pie y saludó con una profunda reverencia.

– Gran reina -dijo-, a cambio de nuestra cooperación, tanto nosotros como los méticos deseamos pedirte otra cosa.

– Di, Simeón.

– Concédenos la ciudadanía alejandrina.

Siguió un prolongado silencio. Cleopatra permanecía oculta tras su exótica máscara, sus ojos velados por los párpados de color verde cobre, el cayado y el mayal cruzados sobre su pecho que subía y bajaba ligeramente con su respiración. Por fin los relucientes labios rojos se separaron.

– Accedo, Simeón, Darío. Todos los judíos y méticos que hayan vivido en la ciudad durante más de tres años tendrán la ciudadanía alejandrina. Recibirán asimismo una compensación económica por los costes que esta guerra les ocasione, y una gratificación para todos los judíos o méticos que combatan activamente a favor de César.

Simeón dejó caer los hombros en un gesto de alivio; los otros cinco cruzaron miradas de incredulidad. Aquello que les había sido negado durante generaciones era por fin suyo.

– Y yo añadiré la ciudadanía romana -dijo César.

– El precio es más que justo -declaró Simeón, radiante-. Trato hecho. Además, en prueba de nuestra lealtad, vigilaremos la costa entre el cabo Loquias y el hipódromo. No es adecuada para desembarcos masivos, pero Aquiles podría traer a tierra a muchos hombres en embarcaciones pequeñas. Más allá del hipódromo -explicó en atención a César- empiezan las marismas del Delta, como es la voluntad de dios. Dios es nuestro mejor aliado.

– ¡Comamos, pues! -propuso César. Cleopatra se levantó.

– Ya no necesitáis a la faraona -dijo-. Carmian, Iras, ayudadme.


– ¡Quitadme todo esto de encima! -exclamó la faraona, sacudiéndose las sandalias en cuanto llegó a sus aposentos. Se despojó de la absurda barba falsa, del enorme y pesado collar, y de una avalancha de anillos y pulseras que rebotaron y rodaron por el suelo mientras temerosos sirvientes los perseguían a gatas, observándose unos a otros para asegurarse de que nada se hurtaba. La faraona tuvo que sentarse en tanto Carmian e Iras pugnaban por quitarle la imponente doble corona; el esmalte estaba aplicado sobre madera, no sobre metal, pero se ajustaba perfectamente al cráneo de Cleopatra a fin de que no se cayera, y pesaba mucho.

Al ver entonces a la hermosa mujer egipcia con su indumentaria de música del templo, Cleopatra gritó de alegría y se echó a sus brazos. -¡Tach'a! ¡Tach'a! ¡Madre mía, madre mía!

Mientras Carmian e Iras protestaban y la reprendían por arrugar la capa de cuentas, Cleopatra abrazó y besó a Tach'a efusivamente.

Su propia madre había sido muy amable, muy tierna, pero siempre había estado demasiado preocupada para demostrar afecto, cosa que Cleopatra le podía perdonar, siendo ella misma víctima del espantoso ambiente del palacio de Alejandría. El nombre de su madre había sido Cleopatra Trifena, y era hija de Mitrídates el Grande; fue entregada como esposa a Tolomeo Auletes, que era hijo ilegítimo de Tolomeo X Sóter, apodado Látiro. Había tenido dos hijas, Berenice y Cleopatra, pero ningún hijo varón. Auletes tenía una hermanastra, todavía niña cuando Mitrídates lo obligó a casarse con Cleopatra Trifena, pero de eso hacía treinta y tres años, y la hermanastra creció. Hasta la muerte de Mitrídates, Auletes temía demasiado a su suegro para repudiar a su esposa; lo único que podía hacer era esperar.

Cuando Berenice contaba doce años y la pequeña Cleopatra cinco, Pompeyo Magno puso fin a la trayectoria del rey Mitrídates el Grande, que huyó a Cimeria y fue asesinado por uno de sus hijos, el mismo Farnaces que en el presente invadía Anatolia. Libre por fin, Auletes se divorció de Cleopatra Trifena y se casó con su hermanastra. Pero la hija de Mitrídates era una mujer tan pragmática como sagaz; logró conservar la vida, seguir instalada en el palacio con sus dos hijas mientras su sustituta daba a Auletes una hija más, Arsinoe, y por último dos hijos.

Berenice tenía edad suficiente para estar en compañía de los adultos, pero Cleopatra era relegada a los aposentos infantiles, un lugar horroroso. Más adelante, cuando el comportamiento de Auletes se deterioró, su madre envió a la pequeña Cleopatra al templo de Ptah en Menfis, donde entró en un mundo que no se parecía en nada al del palacio de Alejandría. Fríos edificios de piedra caliza al antiguo estilo egipcio, cálidos brazos para estrecharla. El caso fue que Cha'em, sumo sacerdote de Ptah, y su esposa, Tach'a, adoptaron a Cleopatra como si fuera su propia hija. Le enseñaron las dos variantes del egipcio, arameo, hebreo y árabe; le enseñaron a cantar y tocar el arpa; le enseñaron todo lo que había que saber sobre el Egipto del Nilo, el inmenso panteón que Ptah, el creador de los dioses, había hecho.

No eran sólo las perversidades sexuales y las borracheras lo que dificultaba la convivencia con Auletes; además se había apoderado del trono al morir sin descendencia su legítimo hermanastro, Tolomeo XI, que había legado Egipto a Roma. Así había entrado Roma en el asunto, y Roma era una temible presencia. Durante el consulado de César, Auletes había pagado seis mil talentos de oro para asegurarse de que Roma aprobaba su permanencia en el trono; ese oro lo había robado a los alejandrinos, ya que Auletes no era faraón, y no tenía acceso a las fabulosas cámaras del tesoro de Menfis. El problema era que las rentas alejandrinas procedían de los alrededores de Alejandría, y sus habitantes insistían en que el soberano las devolviera. Corrían tiempos difíciles, los alimentos se habían encarecido, la presión romana era omnipresente y peligrosa. La solución de Auletes fue alterar la acuñación de moneda alejandrina.

El pueblo se alzó contra él de inmediato, dio rienda suelta a la muchedumbre. El túnel secreto permitió a Auletes huir al exilio en barco, pero partió sin dinero. Ello no preocupó a los alejandrinos que lo sustituyeron por su hija mayor, Berenice, y su madre, Cleopatra Trifena. La situación en el palacio se invirtió; fue la segunda esposa y la segunda familia de Auletes quienes quedaron en segundo plano tras las dos reinas mitridátides.

Y la pequeña Cleopatra tuvo que dejar Menfis para regresar, un golpe terrible para ella. ¡Cuánto había llorado por Tach'a, por Cha'em, por aquella vida idílica de afecto y estudio junto a la ancha serpiente azul del Nilo! El palacio de Alejandría se le antojó peor que nunca; a sus once años, Cleopatra continuaba en los aposentos infantiles, que compartía con dos pequeños Tolomeos que no paraban de morder, arañar y gritar. Arsinoe era la peor y no dejaba de decirle que no era «suficientemente buena», que tenía poca sangre tolomaica y era nieta de un rey viejo y granuja que había aterrorizado Anatolia durante cuarenta años y aun así había terminado en la quiebra. En la quiebra a causa de Roma.

Cleopatra Trifena murió un año después de subir al trono, así que Berenice decidió casarse, contra los deseos de Roma. Craso y Pompeyo tramaban aún la anexión con la ayuda y la complicidad de los gobernadores de Cilicia y Siria. Siempre que Berenice intentaba buscar marido, Roma se le adelantaba y ahuyentaba al candidato. Por último, ella acudió a sus parientes mitridátides, y entre ellos encontró a un escurridizo marido, un tal Arquelao. Indiferente a Roma, éste realizó el viaje a Alejandría y se casó con la reina Berenice. Durante unos breves y dulces días fueron felices; entonces invadió Egipto Aulo Gabinio, gobernador de Siria.

Tolomeo Auletes no había malgastado su tiempo en el exilio. Había visitado a los prestamistas (incluido Rabirio Póstumo) y ofrecido a cualquier gobernador de una provincia oriental diez mil talentos de plata para recuperar su reino. Gabinio aceptó y marchó hacia Pelusium seguido de Auletes. Otro hombre interesante acompañó también a Gabinio: su comandante de caballería, un noble romano de veintisiete años llamado Marco Antonio.

Pero Cleopatra nunca había visto a Marco Antonio; en cuanto Gabinio hubo cruzado la frontera egipcia, Berenice mandó de nuevo a su hermana menor con Cha'em y Tach'a en Menfis. El rey Arquéalo reunió el ejército egipcio con la intención de luchar, pero ni él ni Berenice eran conscientes de que Alejandría no aprobaba el matrimonio de la reina con otro mitridátide. Los integrantes alejandrinos del ejército se amotinaron y mataron a Arquelao, lo cual representó el fin de la resistencia egipcia. Gabinio entró en Alejandría y volvió a poner a Tolomeo Auletes en el trono; Auletes asesinó a su hija Berenice aun antes de que Gabinio abandonara la ciudad.

Cleopatra acababa de cumplir catorce años; Arsinoe tenía ocho, uno de los niños seis y el otro apenas tres. La balanza se había decantado: la segunda esposa y la segunda familia de Auletes volvían a ocupar el poder. Sabiendo que si Cleopatra regresaba a casa, sería asesinada, Cha'em y Tach'a la retuvieron en Menfis hasta que su padre murió a causa de sus vicios. Los alejandrinos no la habían querido en el trono, pero el sumo sacerdote de Ptah era el actual ocupante de un cargo demás de tres mil años de antigüedad, y sabía qué hacer. Así que ungió faraona a Cleopatra antes de que abandonara Menfis. Si regresaba a Alejandría como faraona, nadie se atrevería a tocarla, ni siquiera Poteino o Teodoto. Ni Arsinoe. Pues la faraona tenía la llave de las cámaras del tesoro -un ilimitado suministro de dinero- y la faraona era una diosa en el Egipto del Nilo, de donde procedía el sustento de Alejandría.

La principal fuente de los ingresos reales no era Alejandría, sino el Egipto del río. Allí, donde los soberanos habían existido desde quién sabía cuántos miles de años, todo pertenecía al faraón. La tierra, las cosechas, las bestias y las aves de los campos y las granjas, las abejas, los impuestos, tributos y tarifas. El faraón sólo compartía la producción de hilo, que era competencia de los sacerdotes; éstos recibían un tercio de los ingresos generados por este hilo, el mejor del mundo. Egipto era el único lugar del mundo donde se tejía un hilo tan tenue que quedaba diáfano como un cristal ligeramente empañado, solamente en Egipto se teñía de tan mágicos colores, y solamente en Egipto el hilo tenía una blancura tan extraordinaria. Otra fuente de ingresos era tan única como lucrativa: Egipto producía papel a partir del papiro, que abundaba en el Delta, y el faraón también era dueño del papel.

Por tanto las rentas del faraón ascendían a más de doce mil talentos de oro anuales, divididos en dos erarios: el privado y el público. Seis mil talentos en cada uno. Con el erario público el faraón pagaba a sus gobernadores de distrito, sus burócratas, su policía, la policía del río, su ejército, su armada, sus trabajadores, sus campesinos. Incluso cuando el Nilo no se desbordaba, esas rentas públicas bastaban para comprar grano a países extranjeros. Los fondos privados pertenecían plenamente al faraón y no podían destinarse a nada más que a las necesidades y deseos personales del faraón. En sus arcas se acumulaba la producción nacional de oro, piedras preciosas, porfirio, ébano, marfil, especias y perlas. Las flotas que partían hacia el Cuerno de África en busca de la mayor parte de aquellas riquezas pertenecían al faraón.

No era extraño, pues, que los Tolomeos como Auletes, privados del título de faraón, lo anhelaran, ya que Alejandría era una entidad por completo separada de Egipto. Si bien el rey y la reina ingresaban en forma de impuestos buena parte de los beneficios de la ciudad, no eran propietarios de ella ni de sus bienes, ya fueran los barcos, las fábricas de vidrio o las compañías de mercaderes. Tampoco tenían derecho a la tierra en que se hallaba la urbe. Alejandría había sido fundada por Alejandro Magno, que se las daba de griego pero era macedonio de la cabeza a los pies. El Intérprete, el Registrador y el Contable recaudaban todos los ingresos públicos de Alejandría y los utilizaban en gran medida en su propio interés, mediante un sistema de privilegios y prebendas que incluían el palacio.

Habiendo experimentado las dinastías asirias, kuchitas y persas antes de la llegada de Tolomeo, el mariscal de Alejandro Magno, los sacerdotes de Ptah en Menfis habían llegado a un acuerdo con él y le habían entregado el erario público egipcio a condición de que en el Egipto del Nilo se invirtiera la cantidad suficiente para mantener la prosperidad de su pueblo y sus templos. Si el Tolomeo era también faraón, disponía asimismo de los fondos privados. Sólo que éstos no saldrían de las cámaras del tesoro de Menfis a menos que el faraón en persona fuera a retirar la suma que necesitara. Así pues, cuando Cleopatra huyó de Alejandría no imitó a su padre zarpando del Gran Puerto sin dinero; fue a Menfis y obtuvo el dinero necesario para contratar a un ejército de mercenarios.


– ¡Oh, qué alivio! -exclamó Cleopatra, libre por fin de sus galas reales.

– Puede que esta indumentaria sea agotadora, hija de Amón-Ra, pero te ha ensalzado a los ojos de César-dijo Cha'em, alisándole tiernamente el cabello-. Vestida de griega, estás decepcionante; el púrpura tirio no sirve para un faraón. Cuando todo esto haya pasado y estés segura en el trono, debes ataviarte como faraona incluso en Alejandría.

– Si me vistiera así, los alejandrinos me harían pedazos. Ya conoces su desprecio hacia Egipto.

– La respuesta a Roma corresponde al faraón, no a Alejandría -afirmó Cha'em con cierta aspereza-. Tu primer deber es garantizar la autonomía de Egipto de una vez por todas, por más Tolomeos que leguen Egipto a Roma en sus testamentos. A través de César puedes conseguirlo, y Alejandría debería agradecértelo. ¿Qué es esta ciudad sino un parásito que vive de Egipto y del faraón?

– Quizá -respondió Cleopatra, pensativa- todo eso está apunto de cambiar, Cha'em. Sé que acabas de llegar en barco, pero paséate por la avenida Real y verás qué ha hecho César con la ciudad. La ha destrozado, y sospecho que eso no ha sido más que el principio. Los alejandrinos están desolados, pero llenos de indignación. Lucharán contra César hasta no poder más; aun así me consta que no pueden vencer. Cuando llegue el día en que estén domados, las cosas cambiarán para siempre. He leído los comentarios de César sobre su guerra en la Galia, muy objetivos, sin asomo de emoción. Pero desde que lo conozco, los comprendo mucho mejor. César da libertad y seguirá dando libertad, pero si recibe un continuo rechazo, cambia de talante. La clemencia y la comprensión desaparecen; hará lo que sea para sofocar toda oposición. Nadie como él ha combatido jamás contra los alejandrinos. -Cleopatra dirigió hacia Cha'em sus extraños ojos con una expresión parecida al distanciamiento de César-. Cuando se ve obligado a ello, César quiebra tanto espíritus como espaldas.

Tach'a se estremeció.

– ¡Pobre Alejandría!

Su esposo no dijo nada, demasiado absorto en su rebosante júbilo. Si Alejandría fuera aplastada totalmente, sería ventajoso para Egipto: el poder volvería a Menfis. Los años que Cleopatra había pasado en el templo de Ptah estaban dando fruto; ver Alejandría humillada y saqueada no causaría el menor malestar a la faraona.

– ¿Aún no se sabe nada de Elefantina? -preguntó la faraona.

– Todavía es demasiado pronto, hija de Amón-Ra, pero hemos venido para estar a tu lado cuando llegue la noticia, como es nuestro deber -dijo Cha'em-. En estos momentos no puedes venir a Menfis, lo sabemos.

– Así es -confirmó Cleopatra, y dejó escapar un suspiro-. ¡Cuánto os echo de menos a Ptah, a Menfis y a vosotros!

– Pero César se ha casado contigo -dijo Tach'a, tomando entre las suyas las manos de su querida muchacha-. Estás fecundada, lo sé.

– Sí, estoy fecundada, y será un hijo varón.

Complacidos, los dos sacerdotes de Ptah cruzaron una mirada.

Sí, estoy fecundada y será un niño, pero César no me ama. Yo lo amé en cuanto lo vi, tan alto, tan rubio, con ese aspecto de dios. Eso no me lo esperaba, que pareciera la encarnación de Osiris. Viejo y joven a la vez, padre y marido. Lleno de poder, de majestad. Pero yo soy una obligación para él, algo que soportar en su vida terrena que lo lleva en una nueva dirección. En el pasado amó. Cuando no se da cuenta de que lo observo, aflora su dolor. Así que las mujeres a quienes amó deben de haber desaparecido. Sé que su hija murió de parto. Yo no moriré de parto, eso nunca ocurre a las soberanas de Egipto. Aunque teme por mí, confundiendo mi apariencia con fragilidad interior. Soy resistente como el metal. Viviré muchos años, como corresponde a la hija de Amón-Ra. El hijo de César que saldrá de mi cuerpo será un hombre de edad cuando pueda gobernar con su esposa en lugar de con su madre. También él vivirá muchos años, pero no será hijo único. Después he de tener una hija de César, para que nuestro hijo pueda casarse con su hermana. Luego, más hijos e hijas, todos casados entre sí, todos fértiles. Fundarán una nueva dinastía, la casa de Tolomeo César. El hijo que llevo en las entrañas construirá templos río abajo y río arriba: los dos seremos faraones. Supervisaremos la elección del Buey Buchis, el Buey Apis, estaremos en el nilómetro de Elefantina todos los años para la lectura de la inundación. Egipto disfrutará de Codos de la Abundancia una generación tras otra; mientras exista la casa de Tolomeo César, Egipto no pasará necesidades. Pero más aún, la Tierra de las Dos Señoras, del junco y la Abeja, recuperará todas sus glorias pasadas y todos sus territorios pasados: Siria, Cilicia, Cos, Kios, Chipre y Cirenaica. En este niño reside el destino de Egipto, y sus hermanos y hermanas poseerán talento y genialidad en abundancia.


Así pues, cuando, cinco días más tarde, Cha'em anunció a Cleopatra que el Nilo iba a crecer veintiocho pies y alcanzar por tanto sobradamente los Codos de la Abundancia, la noticia no le sorprendió en absoluto. Veintiocho pies equivalía a la inundación perfecta, del mismo modo que el suyo sería el hijo perfecto. Hijo de dos dioses, Osiris e Isis: Horus, Haroeris.

3

La guerra en Alejandría se desató en noviembre, pero sólo afectó el lado oeste de la avenida Real. Los judíos y los méticos resultaron valientes aliados, enviaron soldados y convirtieron todas sus pequeñas forjas y pequeños talleres de metal en fábricas de armas, un asunto grave para los alejandrinos de origen macedonio y griego, ya que en otro tiempo habían acogido con satisfacción el que las actividades desagradables y malolientes como la metalistería fueran confinadas al lado este, donde de hecho vivían todos los trabajadores especializados en el metal. Haciendo rechinar los dientes con preocupación, el Intérprete se vio obligado a utilizar parte de los fondos de la ciudad para importar armas de Siria y a alentar a cualquiera del lado oeste con aptitud para esa clase de trabajo a forjar espadas y dagas.

Aquiles atacó a través de aquella tierra de nadie una y otra vez, pero fue en vano; los soldados de César repelían los asaltos con la facilidad de veteranos acicateados por el creciente odio hacia los alejandrinos.

Arsinoe y Ganímedes escaparon de las redes de César a principios de noviembre y llegaron al lado oeste de la ciudad, donde la muchacha se revistió con la coraza, el yelmo y las grebas, blandió una espada y pronunció encendidas peroratas. De este modo capturó la atención de todo el mundo durante el tiempo necesario para que Ganímedes entrara en el campamento de Aquiles, donde el astuto eunuco asesinó al general de inmediato. Siendo un superviviente por naturaleza, el Intérprete se apresuró a aceptar a Arsinoe como reina y ascender a Ganímedes a la tienda del general. Una decisión acertada; Ganímedes estaba hecho para el puesto.

El nuevo general fue hasta el puente que cruzaba la avenida Canóptica, ordenó que se amarraran bueyes a los cabrestantes que controlaban las compuertas y cortó el suministro de agua a los distritos Delta y Épsilon. Aunque el distrito Beta y el Recinto Real se libraron, no fue así con la avenida Real. Acto seguido, por medio de una ingeniosa combinación de norias y la vieja rosca de Arquímedes, bombeó en las cañerías agua salada del Ciboto, se sentó y esperó.

Romanos, judíos y méticos necesitaron dos días más de agua salobre para darse cuenta de lo que ocurría, y entonces cundió el pánico.

César se vio obligado a afrontar el nerviosismo personalmente, cosa que hizo levantando el pavimento en el centro de la avenida Real y cavando un profundo hoyo. En cuanto éste se llenó de agua dulce, la crisis terminó; pronto levantaron el pavimento de todas las calles de los distritos Delta y Épsilon y aparecieron tantos pozos que aquello parecía obra de un ejército de topos. La admiración que con ello despertó César lo elevó hasta una categoría de semidios.

– La ciudad se asienta sobre piedra caliza -explicó César a Simeón y Sibiro-, y ésta siempre contiene estratos de agua dulce porque es lo bastante blanda para ser erosionada por los arroyos subterráneos. Al fin y al cabo, no estamos lejos del río más grande del mundo.

Mientras esperaba a ver qué efecto produciría el agua salada en el ánimo de César, Ganímedes se concentró en el fuego de artillería, lanzando proyectiles en llamas a la avenida Real tan deprisa como sus hombres podían cargar las ballestas y catapultas. Pero César tenía una arma secreta: hombres especialmente adiestrados para disparar unos pequeños artefactos llamados «escorpiones». Éstos arrojaban dardos cortos y afilados de madera, fabricados a docenas por los artificieros a partir de plantillas que garantizaban un vuelo uniforme. Los terrados horizontales de la avenida Real constituían excelentes plataformas para los escorpiones; César los dispuso detrás de vigas de madera a lo largo de las mansiones del lado oeste de la avenida Real. Los ballesteros eran blancos fáciles; un experto en el manejo del escorpión podía herir a su objetivo en el pecho o en el costado cada vez que lanzaba un dardo. Ganímedes tuvo que proteger a sus hombres tras pantallas de hierro, lo cual les impedía apuntar.


Poco después de mediados de noviembre llegó la tan esperada flota romana, aunque nadie en Alejandría lo supo; el viento soplaba tan fuerte que los barcos fueron arrastrados a kilómetros al oeste de la ciudad. Pero un esquife entró furtivamente en el Gran Puerto y se dirigió hacia el Puerto Real; su tripulación detectó la enseña escarlata del general ondeando en el frontón del palacio principal. El esquife portaba mensajes del legado al mando de la flota, así como una carta de Cneo Domitio Calvino. Pese a que los mensajes decían que la flota necesitaba agua desesperadamente, César se sentó primero a leer la nota de Calvino.


Lamento mucho que no sea posible enviarte la legión Trigésima octava junto con la Trigésima séptima, pero recientes acontecimientos en Ponto me lo impiden. Farnaces ha desembarcado en Amiso, y yo parto con Sextio y la Trigésima octava para ver qué puedo hacer. La situación es poco prometedora, César. Si bien hasta ahora sólo he tenido noticias de la espantosa destrucción, los informes dicen que Farnaces cuenta con más de cien mil hombres, todos escitios, formidables guerreros si damos crédito a los memorandos de Pompeyo Magno.

Lo que sí puedo hacer por ti es mandarte toda mi flota de barcos de guerra, ya que parece improbable que sea necesaria en la campaña contra el rey de Cimeria, que no ha traído armada consigo. Lo mejor de la flota son los diez trirremes rodios, rápidos, manejables y con la quilla de bronce. Están bajo el mando de un hombre que conoces bien, Eufranor, el mejor almirante después de Cneo Pompeyo. Los otros diez barcos de guerra son quinquerremes, muy grandes y robustos, aunque no veloces. También he habilitado veinte mercantes como naves de guerra, reforzando sus proas con quillas de roble, y he añadido más bancos para los remeros. No sé por qué presiento que necesitarás una flota de guerra, pero así es. Claro que, como ahora te diriges a la provincia de África, supongo que pronto te encontrarás con Cneo Pompeyo y sus flotas. Las últimas noticias en ese frente son que los republicanos reúnen fuerzas allí para hacer otro intento. He conocido con horror lo que los egipcios hicieron a Pompeyo Magno.

La Trigésima séptima lleva buena y abundante artillería, y he pensado que quizá necesites provisiones, ya que, según hemos oído, el hambre azota Egipto. He cargado cuarenta buques mercantes con trigo, garbanzos, aceite, tocino y unas judías secas de excelente calidad, perfectas para un buen potaje. Hay también unos cuantos barriles de cerdo salado para la sopa.

He encargado a Mitrídates de Pérgamo que reúna al menos otra legión para ti; gracias por el imperium maius, que me ha permitido pasar por alto las estipulaciones de nuestro tratado. Cuándo Mitrídates aparecerá en Alejandría depende de los dioses, pero es buen hombre, así que estoy seguro de que se apresurará. A propósito, irá por tierra, no por mar. Tenemos escasez de barcos de transporte. Si no llega allí a tiempo, puede solicitar barcos en Alejandría para seguirte hasta la provincia de África.

Mi próxima carta te llegará desde Ponto. Por cierto, he dejado a Marco Bruto gobernando Cilicia, con ordenes estrictas de dedicarse a reclutar tropas y adiestrarlas en lugar de recaudar deudas.


– Creo -dijo César a Rufrio mientras quemaba la misiva-, que le vamos a dar gato por liebre a Ganímedes. Después de cargar a bordo de nuestros barcos de transporte todos los barriles de agua vacíos que encontremos, emprenderemos un pequeño viaje hacia el oeste. Organizaremos tanto alboroto como sea posible… ¿Quién sabe? Acaso Ganímedes tenga la impresión de que el truco del agua salada ha dado resultado, y que César abandona la Ciudad con todos sus hombres excepto la caballería, a la que ha abandonado a su suerte sin la menor consideración.

En un primer momento fue esto precisamente lo que Ganímedes pensó, pero un destacamento de su caballería, de patrulla al oeste de la ciudad, se tropezó con un grupo de legionarios de César que recorría la orilla. Parecían romanos amables, aunque ingenuos; una vez capturados contaron al comandante del escuadrón que César no se había marchado, sino que simplemente iba a buscar agua dulce al manantial. Impacientes por volver ante Ganímedes y darle la noticia, los jinetes partieron al galope, dejando que sus prisioneros regresaran junto a César.

– Lo que nos hemos olvidado de decirles -comentó su joven centurión a Rufrio- es que en realidad estamos aquí para recibir una nueva flota y muchos barcos de guerra. Eso no lo saben.

– ¡Ganímedes ha mordido el anzuelo! -exclamó César cuando Rufrio le informó-. Nuestro amigo eunuco hará zarpar su armada del puerto de Eunostos para cortar el paso a treinta y cinco humildes barcos de transporte que vuelven cargados de agua dulce. Una presa fácil para los alejandrinos, ¿no? ¿Dónde está Eufranor?

Si el día no hubiera estado tan avanzado, tal vez la guerra de Alejandría habría terminado allí mismo. Ganímedes tenía apostados cuarenta quinquerremes y cuadrirremes a la salida del puerto de Eunostos cuando se avistaron los barcos de transporte de César, todos remando contra el viento, una tarea no demasiado difícil viajando de vacío. De pronto, cuando los alejandrinos saltaron sobre la presa, diez barcos rodios, diez pónticos y veinte barcos de transporte equipados para la guerra aparecieron detrás de la flota de César, remando a toda velocidad. Como quedaban sólo dos horas y media de luz de día la victoria no pudo ser completa, pero la flota de Ganímedes sufrió graves daños: un cuadrirreme y sus tripulantes capturados, uno hundido, dos más destrozados y sus tripulantes muertos. Los barcos de guerra de César salieron indemnes.

Al amanecer del día siguiente los barcos de transporte de tropas y alimentos de la Trigésima séptima legión entraron en el Gran Puerto. César no estaba aún fuera de peligro, pero contra todo pronóstico había realizado con éxito una guerra defensiva hasta la llegada de aquellos refuerzos tan necesarios. Ahora tenía también cinco mil veteranos ex republicanos, mil no combatientes, y una flota de guerra mandada por Eufranor, así como abundante comida apropiada para los legionarios. ¡Cómo detestaban los hombres los víveres alejandrinos! En especial el aceite de sésamo, calabaza o semillas de crotón.

– Tomaré la isla de Faros -anunció César.

Relativamente fácil. Ganímedes no estaba dispuesto a destinar soldados a la defensa de la isla, si bien los habitantes resistieron enconadamente el ataque de los romanos. Al final, de nada les sirvió.

En lugar de malgastar sus recursos en Faros, Ganímedes se concentró en equipar todo barco capaz de navegar; tenía la convicción de que la solución al dilema de Alejandría residía en una gran victoria naval. Poteino enviaba información diaria desde palacio, pero ni César ni el propio Ganímedes habían informado al chambelán mayor de que Aquiles estaba muerto; Ganímedes sabía que si Poteino llegaba a enterarse de quién estaba al mando, dejaría de informar.


A comienzos de diciembre Ganímedes perdió a su informador en el palacio.

– No puedo permitir que llegue a Ganímedes el menor indicio de mi próxima maniobra, así que Poteino debe morir-dijo César a Cleopatra-. ¿Tienes alguna objeción al respecto?

Ella lo miró inexpresiva.

– Ninguna.

– Bueno, querida, he pensado que lo más correcto era preguntártelo. Al fin y al cabo es tu chambelán mayor. Podrías quedarte sin eunucos.

– Tengo eunucos de sobra, y nombraré a Apolodoro.

César y la faraona sólo pasaban juntos algún que otro rato; César nunca dormía en el palacio ni cenaba con ella. Destinaba todas sus energías a la guerra, un asunto interminable debido a la inferioridad numérica de sus tropas. Cleopatra aún no le había hablado del niño que estaba formándose en su vientre. Ya tendría tiempo para eso cuando él no estuviera tan preocupado. Deseaba que él recibiera la noticia con alegría, no con enojo.

– Permite que me ocupe yo de Poteino -propuso ella.

– A condición de que no lo tortures. Una muerte rápida y limpia.

– Merece sufrir -masculló Cleopatra con expresión sombría.

– Desde vuestro punto de vista, sin duda. Pero mientras yo esté al mando bastará con un cuchillo entre las costillas en el lado izquierdo. Podría hacerlo desmembrar y decapitar, pero es una ceremonia para la que no tengo tiempo.

Así que Poteino murió de una cuchillada entre las costillas en el lado izquierdo, como él había ordenado. Lo que Cleopatra no se molestó en decir a César es que le había mostrado el cuchillo a Poteino dos días antes de usarlo. Poteino lloró, gimió y rogó mucho por su vida durante esos dos días.


La batalla naval tuvo lugar en los primeros días de diciembre. César dispuso sus naves mar adentro pero a corta distancia de los escollos situados frente al puerto de Eunostos; los diez barcos rodios a su derecha, los diez pónticos a su izquierda, y una brecha de unos setenta metros entre unos y otros para poder maniobrar. Los veinte barcos de transporte transformados en buques de guerra estaban mucho más atrás. César había diseñado la estrategia, pero Eufranor la puso en práctica, y antes de que zarpara la primera galera se cuidaron meticulosamente todos los detalles. Cada barco de reserva sabía exactamente qué nave de la hilera debía reemplazar; cada legado y tribuno sabía con toda precisión cuáles eran sus obligaciones; cada centuria sabía qué corvus utilizar para abordar un barco enemigo, y el propio César visitó cada unidad para pronunciar unas palabras de aliento y ofrecer un breve resumen de sus propósitos. Su larga experiencia le había demostrado que los soldados rasos bien adiestrados y avezados en el combate a menudo podían tomar la iniciativa y convertir una derrota en una victoria si también ellos conocían con exactitud los planes del general, así que siempre informaba a la tropa.

El corvus, una pasarela de madera provista de un gancho de hierro bajo su extremo, era un invento romano que databa de las guerras contra Cartago, cuya destreza naval era muy superior a la de cualquier almirante romano de la época. El nuevo artefacto convertía una batalla naval en una batalla terrestre, y en tierra Roma no tenía rival. En cuanto el corvus caía en la cubierta de un barco enemigo, el gancho lo unía a él, permitiendo que los soldados romanos saltaran a bordo.

Ganímedes dispuso los veintidós barcos de guerra más grandes y mejores en fila recta de cara a la brecha de César, con otros veintidós detrás, y a la espalda de esta segunda hilera un gran número de botes y birremes sin cubierta. Éstos no eran para combatir sino sólo para transportar una pequeña catapulta con la que arrojar proyectiles incendiarios.

La parte delicada de la operación tenía que ver con los escollos y arrecifes; el bando que primero avanzara era el que más se arriesgaba a embarrancar y acabar lanzado contra las rocas. Mientras Ganímedes, vacilante, permanecía inmóvil, Eufranor dirigió sin miedo sus naves por el pasadizo y sorteó los obstáculos. Los barcos que iban en cabeza quedaron de inmediato rodeados, pero los rodios eran magníficos en el mar; por más que se esforzara en maniobrar con sus galeras mucho más torpes, Ganímedes fue incapaz de hundir o abordar o siquiera inutilizar ninguna de las embarcaciones rodias. Cuando los pónticos siguieron a los rodios se consumó la derrota de Ganímedes, con su flota ya en completa desbandada y a merced de la de César, quien en tales circunstancias no conocía la clemencia.

Cuando el anochecer interrumpió las hostilidades, los romanos habían capturado un birreme y un quinquerreme con todos sus tripulantes y remeros, hundido tres quinquerremes y causado importantes daños a una veintena más de barcos alejandrinos, que retrocedieron como pudieron hasta el Ciboto y dejaron en manos de César el puerto de Eunostos. Los romanos no sufrieron la menor pérdida.

Ahora quedaban el muelle del Heptastadion y el Ciboto, muy fortificados y con una gran dotación de hombres. En el lado de Faros, los romanos tenían la situación controlada, pero en el lado del Ciboto las cosas eran distintas. El mayor obstáculo para César era la estrechez del Heptastadion, que no permitía el paso de más de mil doscientos hombres, y tan escasas fuerzas no bastaban para arremeter contra las defensas alejandrinas.

Como de costumbre cuando las cosas se complicaban, César agarró su escudo y su espada y escaló el terraplén para animar a sus hombres. Resultaba visible para todos con su capa escarlata de paludamentum. Sin embargo, un gran alboroto que se armó a su espalda, dio a sus soldados la impresión de que los alejandrinos se habían abierto paso y se habían situado detrás de ellos; empezaron a retroceder, dejando a César aislado. Éste, al ver que su propio bote flotaba en el agua justo debajo de él, lo abordó de un salto y lo dirigió a lo largo del Heptastadion, gritando a sus hombres que no había alejandrinos en la retaguardia. Pero cada vez saltaban más soldados a la embarcación amenazando con volcarla. Decidiendo de pronto que aquel día no tomaría el extremo del Heptastadion cercano al Ciboto, César se lanzó al agua, sujetando entre los dientes la capa escarlata de general. El paludamentum hizo las veces de luminaria mientras nadaba, y todos lo siguieron hasta una posición segura.

Así que Ganímedes conservó el Ciboto y ese extremo del Heptastadion, pero César retuvo el resto de la Via elevada, la isla de Faros, todo el Gran Puerto, y el Eunostos excepto el Ciboto.


La guerra entró en una nueva fase y se libró en tierra. Por lo visto Ganímedes había llegado a la conclusión de que, dado que los destrozos causados por César en la ciudad hacían necesarias importantes obras de reconstrucción, ¿por qué no causar más estragos? Los alejandrinos empezaron a demoler otra franja de casas más allá de la tierra de nadie que se extendía al oeste tras las mansiones de la avenida Real, y a utilizar los escombros para levantar una muralla de quince metros de altura con la parte superior suficientemente plana para instalar encima la artillería pesada. A continuación bombardearon la avenida Real día y noche, sin grandes efectos, ya que los sólidos y lujosos edificios de la avenida resistieron el impacto de los proyectiles al igual que un murus gallicus; los bloques de piedra con que estaban construidos les proporcionaban una resistencia rígida, en tanto que las vigas de madera que las unían las dotaban de resistencia flexible. Casi imposibles de derribar, eran un excelente refugio para los soldados de César. Ante el fracaso de este bombardeo, una torre de asalto de madera de diez pisos de altura y montada sobre ruedas empezó a desplazarse de un lado a otro de la avenida Canóptica contribuyendo a aumentar el caos, disparando piedras y andanadas de lanzas. César organizó un contraataque desde lo alto del monte de Pan y arrojó flechas en llamas y fardos de paja ardiendo contra la torre en cantidad suficiente para prenderle fuego. Convertida en un infierno, se alejó hacia Rhakotis mientras decenas de hombres caían gritando desde lo alto y no volvieron a verla.

La guerra había llegado a un punto muerto.


Después de tres meses de ininterrumpida batalla urbana durante la que ninguno de los dos bandos estuvo en situación de imponer las condiciones de una tregua o la rendición, César se retiró al palacio y dejó el control del asedio en manos del competente Publio Rufrio.

– ¡Me disgusta combatir en las ciudades! -dijo airado a Cleopatra, vestido con la túnica escarlata que llevaba bajo la coraza-. Esto es exactamente como Masilla, salvo que allí podía delegar la acción en mis legados y marcharme a atacar a Afranio y Pretreyo en la Hispana Citerior. Aquí estoy inmovilizado y cada día que paso inmovilizado es un día más del que disponen los supuestos republicanos para preparar su resistencia en la provincia de África.

– ¿Es allí a donde ibas? -preguntó ella.

– Sí. Pero mi verdadera esperanza era encontrar vivo a Pompeyo Magno y negociar una paz que habría salvado muchas preciosas vidas romanas. Pero gracias a vuestro corrupto y miserable sistema de eunucos y pervertidos a cargo de niños y ciudades, por no hablar de los fondos públicos, Magno está muerto y yo inmovilizado.

– Date un baño -sugirió ella en tono tranquilizador-. Te encontrarás mejor.

– En Roma dicen que las reinas tolemaicas se bañan en leche de burra. ¿De dónde sale ese mito? -preguntó él, sumergiéndose en el agua.

– No tengo la menor idea -contestó ella que, colocándose detrás de él en el baño, alivió la tensión de sus hombros con el masaje de sus dedos sorprendentemente fuertes-. Quizá se remonta a Lúculo, que pasó aquí una temporada antes de seguir viaje hacia Cirinaica. Tolomeo Látiro le regaló un monóculo de esmeralda, creo. No, no un monóculo. Una esmeralda grabada con el perfil de Lúculo… ¿o era el perfil del Látiro?

– Ni lo sé ni me importa. A Lúculo le trataron injustamente, aunque yo personalmente lo despreciaba -dijo César dándose la vuelta.

Por alguna razón ella no tenía un aspecto tan escuálido en el agua; sus pequeños pechos morenos que asomaban a la superficie se veían más llenos, los pezones grandes y muy oscuros, las aureolas más pronunciadas.

– Estás embarazada -dijo él de pronto.

– Sí, de tres meses. Me fecundaste aquella primera noche.

Los ojos de César se posaron en el rostro sonrojado de Cleopatra, y su pensamiento se aceleró para encajar aquella asombrosa noticia en sus planes. ¡Un hijo! Y él no tenía ninguno, nunca había esperado tenerlo. Increíble. El hijo de César ocuparía el trono de Egipto. Sería faraón. César había engendrado un rey o una reina. Le tenía sin cuidado cuál fuera el sexo del niño; un romano valoraba a las hijas en igual medida que a los hijos, ya que las hijas implicaban alianzas políticas de gran trascendencia para sus padres.

– ¿Te complace? -preguntó ella con visible nerviosismo.

– ¿Te encuentras bien? -dijo él, acariciándole la mejilla con la mano húmeda, y diciéndose que era fácil ahogarse en aquellos magníficos ojos de leona.

– Me sienta bien. -Ladeó la cabeza para besarle la mano. -Entonces, me complace. -La acercó hacia sí. -Ptah ha hablado: será un hijo varón. -¿Por qué Ptah? ¿No es Amón-Ra vuestro gran dios? -Nosotros decimos Amun-Ra -le corrigió Cleopatra-. "Anión" es griego.

– Lo que me gusta de ti -comentó César de pronto- es que no te importa hablar mientras nos tocamos, y no gimes y te comportas como una puta profesional.

– ¿Quieres decir que soy una aficionada? -preguntó ella, besándole la cara.

– No seas intencionadamente obtusa. -César sonrió, disfrutando sus besos-. Embarazada estás mejor; pareces más mujer.


A finales de enero, los alejandrinos enviaron una delegación al palacio para hablar con César. Ganímedes no estaba entre sus miembros; el portavoz era el Juez Supremo, una personalidad que Ganímedes consideraba prescindible si César decidía tomar prisioneros. Lo que ninguno de ellos sabía era que César estaba indispuesto, aquejado de un trastorno gástrico que se agravaba con el paso de los días.

La audiencia se celebró en el salón del trono, que César no había visto antes. En comparación, las demás salas eran insignificantes. Estaba decorado con valiosísimos muebles de estilo egipcio; las paredes eran de oro con piedras preciosas incrustadas, el suelo de baldosas también era de oro y las vigas del techo se hallaban recubiertas de oro. Lo que los artesanos locales no dominaban era el escayolado, de modo que no se veían elaboradas molduras ni techos artesonados; pero con tal cantidad de oro, ¿quién iba a fijarse en eso? Llamaba la atención sobre todo una serie de estatuas de oro macizo de tamaño superior al natural, colocadas sobre pedestales: el panteón de los dioses egipcios, entidades sumamente extrañas. En su mayoría tenían cuerpo humano, y casi todos cabeza de animal: cocodrilo, chacal, leona, gato, hipopótamo, halcón, ibis, babuino de cara de perro…

Apolodoro, advirtió César, no vestía como un macedonio sino como un egipcio; llevaba una túnica larga y plisada de hilo teñido de listas rojas y amarillas, un collar de oro con la efigie de un buitre, y un tocado nemes de oro, que era un paño triangular almidonado, ceñido a la frente y atado en la nuca, con dos alas que sobresalían tras las orejas. La corte había dejado de ser macedonia.

César no dirigió la entrevista. Lo hizo Cleopatra, ataviada de faraona: una gran ofensa para el Juez Supremo y sus acompañantes.

– No hemos venido a negociar con Egipto sino con César-prorrumpió el juez volviéndose a mirar a César, que tenía un color ceniciento.

– Aquí soy yo la soberana, no César, y Alejandría forma parte de Egipto -replicó Cleopatra con una voz áspera, estridente y poco musical-. Chambelán mayor, recuérdale a este hombre quién soy yo y quién es él.

– Has abjurado de tu herencia macedonia -le gritó el juez Supremo mientras Apolodoro lo obligaba a arrodillarse ante la reina-. ¿Dónde está Serapis en medio de esta horrenda galería de bestias? Tú no eres de Alejandría, eres la reina de las bestias.

La descripción divirtió a César, sentado por debajo de Cleopatra en su silla curul de marfil, colocada donde había estado el trono del rey Tolomeo. Demasiados sobresaltos para un burócrata macedonio, se dijo. Una faraona, no la reina, y un romano donde debería haber estado el rey.

– Dime qué os ha traído hasta aquí, Hermócrates, y luego podrás abandonar la compañía de tantas bestias -dijo la faraona.

– He venido a buscar al rey Tolomeo.

– ¿Por qué?

– Es evidente que aquí no lo quieren -respondió Hermócrates con tono cortante-. Estamos cansados de Arsinoe y Ganímedes -añadió, sin darse cuenta al parecer de que estaba facilitando a César valiosa información acerca de la moral en el alto mando alejandrino-. Esta guerra es interminable -prosiguió el Juez Supremo con sincero hastío-. Si tenemos la custodia del rey, quizá sea posible negociar una paz, antes de que la ciudad desaparezca. Tantos barcos destruidos, el comercio arruinado…

– Puedes negociar una paz conmigo, Hermócrates.

– Me niego, reina de las bestias, traidora a Macedonia.

– Macedonia -repitió Cleopatra con igual hastío-. Macedonia es un lugar que ninguno de nosotros ha visto desde hace generaciones.

Ya es hora de que os dejéis de llamar macedonios. Sois egipcios.

– ¡Jamás! -exclamó Hermócrates entre dientes-. Traednos al rey Tolomeo, que recuerda a sus antepasados.

– Trae de inmediato a su majestad, Apolodoro.

El pequeño rey entró con el debido atavío macedonio, incluidos el tocado y la diadema; Hermócrates lo contempló un instante y se postró de rodillas para besarle la mano extendida.

– ¡Oh, vuestra majestad, vuestra majestad, os necesitamos! -dijo.

Tras la conmoción que le causó el verse separado de Teodoto, el joven Tolomeo se había visto reducido a la sola compañía de su hermano menor Filadelfo, pero había encontrado nuevas maneras de emplear sus energías juveniles, y esas distracciones le hacían disfrutar mucho más que las atenciones de Teodoto. La muerte de Pompeyo Magno había permitido a Teodoto dedicarse a una seducción prematura del muchacho, a quien esos manejos habían intrigado en cierto sentido y lo habían repelido en otro. Aunque había estado con Teodoto -un amigo de su padre- toda su vida, veía al tutor con los ojos de la infancia; para él era un viejo desagradable y de ningún modo deseable. Algunas de las cosas que Teodoto le había hecho eran placenteras, pero no todas, y no podía encontrar el menor placer en su autor, cuya carne colgaba, que tenía los dientes negros y podridos, que tenía un aliento apestoso. Aunque se acercaba a la pubertad, Tolomeo no estaba muy interesado en el sexo, y sus fantasías giraban aún en torno a la guerra, las armas, los carros, en sí mismo como general. Así que cuando César desterró a Teodoto, él acudió al pequeño Filadelfo como compañero de sus juegos bélicos, y descubrió una clase de vida enormemente deleitosa. Correrías por el palacio y los jardines, conversaciones con los legionarios de César que patrullaban en el recinto, anécdotas de las grandes batallas ocurridas en la Galia, y un aspecto de César que no había sospechado. Así pues, aunque rara vez veía a César, había transferido su veneración por un héroe al soberano del mundo, y en aquel momento disfrutaba del espectáculo de un magistral estratega dejando en ridículo a sus súbditos alejandrinos.

Por consiguiente, observó al Juez Supremo con recelo.

– ¿Me necesitáis? -preguntó-. ¿Para qué, Hermócrates?

– Eres nuestro rey. Te necesitamos con nosotros.

– ¿Con vosotros? ¿Dónde?

– En nuestro lado de Alejandría.

– ¿Quieres decir que debo dejar mi palacio?

– Tenemos otro palacio listo para ti. Al fin y al cabo, aquí veo a

César sentado en tu lugar. Es a ti a quien necesitamos, no a la princesa Arsinoe.

El muchacho soltó una carcajada.

– ¡Bueno, eso no me sorprende! -dijo sonriendo-. Arsinoe es una arpía arrogante.

– Exactamente -concedió Hermócrates. No se volvió hacia Cleopatra sino hacia César-. César, ¿podemos llevarnos a nuestro rey Tolomeo?

César se enjugó el sudor del rostro.

– Sí, Juez Supremo.

Tolomeo prorrumpió en ruidoso llanto.

– No, no quiero ir. Quiero quedarme con vosotros, César. Por favor, por favor.

– Eres un rey, Tolomeo, y puedes ser útil a tu pueblo. Debes ir con Hermócrates -contestó César con voz débil.

– ¡No, no! Quiero quedarme con vosotros, César.

– Apolodoro, llévatelos a los dos -dijo Cleopatra, cansada de la escena.

Todavía gritando y protestando, el rey salió de la sala a rastras.

– ¿A qué venía todo eso? -preguntó César con el entrecejo fruncido.


Cuando el rey Tolomeo llegó a sus nuevos aposentos de una preciosa e intacta casa situada en los jardines del Serapeum, todavía lloraba con desconsuelo; su dolor se exacerbó cuando apareció Teodoto, ya que Cleopatra le había enviado otra vez a su tutor. Para consternación de Teodoto, el muchacho rechazó sus insinuaciones violenta y malévolamente. Pero no era a Teodoto a quien Tolomeo deseaba agredir: ansiaba vengarse de César, quien lo había traicionado.

Después de dormirse entre sollozos, el muchacho despertó por la mañana dolido y con el corazón endurecido.

– Ve a traer a Arsinoe y Ganímedes -ordenó al Intérprete.

Al verlo, Arsinoe gritó de alegría.

– ¡Oh, Tolomeo! Has venido a casarte conmigo -exclamó.

El rey le volvió la espalda.

– Envía a esta arpía embustera junto al César y a mi hermana-dijo con tono cortante, y luego lanzó una mirada a Ganímedes, que parecía consumido, exhausto-. Mata a éste de inmediato -ordenó-. Yo mismo me pondré al mando del ejército.

– ¿No hay conversaciones de paz? -preguntó el Intérprete, con un nudo en el estómago.

– No hay conversaciones de paz. Quiero la cabeza de César en una bandeja de oro.


Así que la guerra continuó aún más enconadamente que antes, una creciente carga para César, que padecía tan terribles calambres y vómitos que era incapaz de ejercer el mando.

A primeros de febrero llegó otra flota; más barcos de guerra, más comida, y la Vigésima séptima legión, una fuerza compuesta de tropas ex republicanas licenciadas en Grecia, pero aburridas de la vida civil.

– Haced zarpar a nuestra flota-dijo César a Rufrio y Tiberio Claudio Nerón; estaba envuelto en mantas, todo su cuerpo sacudido por los calambres-. Nerón, como romano de más alto rango, tú tendrás el mando nominal, pero quiero que comprendas que el verdadero comandante es nuestro amigo rodio, Eufranor. Ordene lo que ordene, obedecerás.

– No es correcto que un extranjero tome las decisiones -protestó Nerón con rigidez, adelantando el mentón.

– ¡Me da igual si es correcto o no! -consiguió decir César, aunque los dientes le castañeteaban, y tenía el rostro demacrado y pálido-. Sólo me interesan los resultados, y tú, Nerón, no podrías capitanear ni la disputa por la cabeza del Caballo de Octubre. Así que atiéndeme, deja que Eufranor haga lo que quiera y dale todo tu apoyo. De lo contrario te desterraré con deshonor.

– Déjame ir con ellos -suplicó Rufrio, previendo problemas.

– No puedo prescindir de ti en la avenida Real. Eufranor vencerá.

Eufranor venció, pero el precio de su victoria fue superior al que César estaba dispuesto a pagar. Anticipándose como siempre, el almirante rodio destruyó la primera nave alejandrina y fue a por otra. Rodeado por varios barcos alejandrinos, solicitó ayuda a Nerón. Nerón hizo caso omiso de su petición; Eufranor y su barco se hundieron, muriendo todos sus hombres. Las dos flotas romanas llegaron sanas y salvas al Puerto Real, convencido Nerón de que César nunca descubriría su traición. Pero un pajarito del barco de Nerón contó lo ocurrido al oído de César.

– Recoge tus cosas y márchate -ordenó César-. No quiero volver a verte nunca más, necio arrogante e irresponsable.

Nerón quedó atónito.

– ¡Pero vencí! -exclamó.

– Tú perdiste. Venció Eufranor. Ahora, desaparece de mi vista.


César había escrito una carta a Vatia Isaurico a Roma a finales de noviembre, explicándole que estaba temporalmente inmovilizado en Alejandría y esbozando sus planes para el año siguiente. Por el momento tendría que continuar como dictador; las elecciones curules tendrían que esperar hasta que él llegara a Roma, tardara lo que tardara. Entre tanto Marco Antonio tendría que actuar como Maestro del Caballo y Roma tendría que arreglarse sin otros altos magistrados que los tribunos de la plebe.

Después de eso no volvió a escribir a Roma, confiando en que su buena suerte proverbial librara a la ciudad de cualquier mal hasta que él pudiera trasladarse allí y ocuparse personalmente de los asuntos de la urbe. Marco Antonio se había desenvuelto bien después de un periodo dudoso; mantendría el orden. Pero ¿por qué sólo César parecía capaz de dotar a los lugares de estabilidad política y economía operativa? ¿No podían los hombres distanciarse lo suficiente de la realidad para ver más allá de sus carreras, de sus propios compromisos? Egipto era una muestra de ello. El país necesitaba urgentemente una mano firme en el trono, una forma de gobierno más atenta e ilustrada, una multitud sin poder. Así que César debería permanecer allí el tiempo suficiente para educar a la soberana en el cumplimiento de sus responsabilidades, asegurarse de que se convirtiera en refugio de romanos renegados, y enseñar a los alejandrinos que expulsar a los tolomeos no era una solución para los problemas basados en los grandes ciclos de los buenos y malos tiempos.


La enfermedad se negó a abandonarlo y minó sus fuerzas; un trastorno muy grave que le hizo perder muchos kilos, a él que no tenía ni un solo gramo de carne superflua. A mediados de febrero, y pasando por alto sus protestas, Cleopatra llamó a palacio al sacerdote-médico Hapd'efan'e de Menfis para que lo tratara.

– Tienes el revestimiento del estómago muy inflamado -dijo aquel individuo en un griego torpe-, y el único remedio es unas gachas de almidón de cebada mezcladas con un brebaje especial de hierbas. Debes alimentarte de eso durante un mes como mínimo, y después veremos.

– Siempre y cuando no incluya hígado y huevos con leche, comeré cualquier cosa -dijo César fervientemente, recordando la dieta de Lucio Tucio cuando se recuperaba de las fiebres que casi le habían costado la vida mientras se escondía de Sila.

En cuanto empezó este monótono régimen, mejoró de manera espectacular, ganó peso y recuperó las energías.

Al recibir la carta de Mitrídates de Pérgamo, el día primero de marzo, sintió un profundo alivio. No siendo ya su salud una sombra gris agazapada en el fondo de su mente, pudo concentrarse en el contenido de la carta con su vigor de siempre.


Bueno, César, he llegado a Hierosolima, llamada Jerusalén, tras hacerme con un millar de caballos de Dejotaro en Galacia, y una legión de soldados aceptables de Marco Bruto en Tarso. No quedaba nada útil en el norte de Siria, pero parece que el rey judío sin reino, Hircano, siente un hondo afecto por la reina Cleopatra: ha donado tres mil soldados judíos de primera y me manda al sur en compañía de su amigo, Antipater, y del hijo de Antipater, Herodes. Dentro de dos nundinae esperamos llegar a Pelusium, donde Antipater me asegura que tendrá la autoridad necesaria para reunir el ejército de la reina Cleopatra del monte Casio; se compone dé judíos e idumeos.

Tú sabrás mejor que yo dónde es más probable que mi ejército encuentre resistencia. He sabido por Herodes, un joven afanoso y sagaz, que Aquiles retiró su ejército de Pelusium hace meses para entrar en guerra contigo en Alejandría. Pero Antipater, Herodes y yo preferimos no adentrarnos en los pantanos y canales del Delta sin instrucciones concretas tuyas. Así que esperaremos órdenes en Pelusium.

En el frente póntico las cosas no marchan bien. Cneo Domitio Calvino y las tropas que consiguió reunir se enfrentaron a Farnaces cerca de Nicópolis, en Armenia Parva, y sufrieron una aplastante derrota. Calvino no tuvo más alternativa que retroceder en dirección oeste hasta Bitinia; si Farnaces le hubiera seguido, Calvino habría sido aniquilado. Sin embargo, Farnaces prefirió quedarse en Ponto y Armenia Parva, causando estragos. Sus atrocidades son horrorosas. Por lo último que supe antes de marcharme, planeaba invadir Bitinia; pero de ser eso cierto sus preparativos eran torpes y mal organizados. Farnaces siempre ha sido así; lo recuerdo de cuando era joven.

Cuando llegué a Antioquía, oí un nuevo rumor: que Asander, el hijo de Farnaces que se quedó gobernando en Cimeria, aguardó a que su padre estuviera completamente inmerso en el conflicto de Ponto y entonces se declaró rey y exilió a su padre. Así que podría ocurrir que tú y Calvino disfrutarais de un inesperado respiro si Farnaces regresa antes a Cimeria para derrocar a su ingrato hijo.

Aguardo tu respuesta con impaciencia, y soy tu servidor.


¡Rescate, por fin!

César quemó la carta y luego hizo escribir a Trebatio una misiva supuestamente redactada por Mitrídates de Pérgamo y dirigida a él. Con su contenido pretendía inducir a los alejandrinos a abandonar la ciudad e iniciar una rápida campaña en el Delta. Pero primero la carta debía llegar a Arsinoe en el palacio a fin de que ella creyese que sus agentes la habían robado antes de que César la abriera, que él ignoraba que tenía refuerzos cerca. La falsa carta fue sellada con una moneda acuñada por Mitrídates de Pérgamo, y por intrincados medios llegó a Arsinoe aparentemente sin abrir. Tanto la carta como Arsinoe desaparecieron del palacio en menos de una hora. Dos días después el rey Tolomeo, su ejército y los macedonios residentes en Alejandría navegaban en dirección este hacia el Delta. La ciudad quedó inerme e incapaz de defenderse, carente de toda su casta dominante.

César aún no se encontraba del todo bien, por más que él se negara a admitirlo; viéndolo ceñirse la armadura para la inminente campaña en el Delta, Cleopatra se preocupó.

– ¿No puedes dejar que Rufrio se ocupe de esto? -preguntó.

– Probablemente, pero si he de aplastar por completo la resistencia y conseguir que Alejandría entre en razón de una vez por todas, debo estar allí en persona -explicó César, sudando por el esfuerzo de vestirse.

– Entonces mejor será que Hapd'efan'e te acompañe -dijo ella con tono suplicante.

Pero él había ya conseguido equiparse sin ayuda, y su piel había recuperado el color. La mirada que dirigió a Cleopatra era la mirada de César, el hombre que lo tenía todo bajo control.

– Te preocupas demasiado -dijo.

La besó, y ella notó su aliento agrio.


Dos cohortes de soldados heridos recibieron orden de quedarse para defender el Recinto Real. César se llevó a los tres mil doscientos hombres de las legiones Sexta, Trigésima séptima y Vigésima séptima, junto con toda la caballería, y partió de Alejandría por una ruta que Cleopatra consideraba indebidamente tortuosa. En lugar de ir al Delta por el canal navegable, dio un rodeo por el sur del lago Mareotis, manteniéndolo a su izquierda; cuando por fin dobló hacia el brazo canópico del Nilo, hacía tiempo que ya no estaba al alcance de la vista.

Un veloz mensajero había ido al galope a Pelusium muy por delante del ejército del rey Tolomeo con la misión de comunicar a Mitrídates de Pérgamo que debía actuar como el otro brazo de la pinza que quería formar César, y que para ello debía avanzar por la orilla este del brazo pelusiaco del Nilo, pero no debía entrar en el propio Delta. Acorralarían a Tolomeo cerca del vértice de la pinza, en tierra firme.

Así llamado porque tenía la forma de la letra griega delta, el Delta del Nilo era mayor que cualquier otra desembocadura de río conocida en el Mare Nostrum: medía unos doscientos cincuenta kilómetros desde el brazo pelusiaco hasta el brazo canópico; y tenía más de ciento sesenta kilómetros desde el Mare Nostrum hasta la bifurcación del Nilo propiamente dicho al norte de Menfis. El gran río se dividía una y otra vez en numerosos ramales, unos más grandes que otros, que se extendían en abanico para verter sus aguas en el Mare Nostrum a través de siete desembocaduras interconectadas. Inicialmente todas las vías de agua del Delta eran naturales, pero cuando los tolomeos, que estaban al tanto de los conocimientos científicos griegos, empezaron a gobernar en Egipto, conectaron la red de brazos del Nilo mediante miles de canales, de modo que cualquier porción de tierra del Delta nunca estaba a más de un kilómetro y medio del agua. ¿Por qué era necesario cuidar tanto el Delta cuando los mil seiscientos kilómetros de cauce del Nilo desde Elefantina hasta Menfis producían alimento suficiente para abastecer a Egipto y Alejandría? Porque en el Delta crecía el byblos, el junco del papiro a partir del cual se fabricaba el papel. Los tolomeos poseían el monopolio mundial del papel, y los beneficios de la venta iban a las arcas privadas del faraón. El papel era el templo del pensamiento humano y con el tiempo los hombres se vieron incapaces de vivir sin él.

Siendo el principio del invierno según las estaciones, pero el final de marzo según el calendario romanos la inundación del verano había retrocedido, pero César no deseaba que su ejército quedara atascado en un laberinto de vías de agua que conocía mucho peor que los asesores y guías de Tolomeo.

Los continuos diálogos con Simeón, Abraham y Josué durante los meses de guerra en Alejandría habían proporcionado a César un conocimiento de los judíos egipcios muy superior al de Cleopatra; hasta que él llegó, ella nunca había considerado a los judíos merecedores de su atención. En cambio César sentía un enorme respeto por la inteligencia, sabiduría e independencia de los judíos, y planeaba ya cómo convertir a los judíos en valiosos aliados de Cleopatra cuando él se fuera. Aunque constreñida por su educación y su rango excepcional, ella tenía cualidades para ser un buen gobernante una vez que César le hubiera hecho comprender los principios básicos. Al ver que Cleopatra accedía libremente a conceder a judíos y méticos la ciudadanía alejandrina, él se había animado. Un comienzo.

Al sureste del Delta se encontraba la Tierra de Onías, un enclave autónomo de judíos descendientes del sumo sacerdote Onías y sus seguidores, exiliados de Judea por negarse a postrarse en el suelo ante el rey de Siria; eso, había dicho Onías, lo hacían sólo ante su dios. El rey Tolomeo VI Filometor cedió a los onienses una amplia franja de tierra a cambio de un tributo anual y soldados para el ejército egipcio. La noticia de la generosidad de Cleopatra había llegado a la Tierra de Onías, que tomó partido por ella en esta guerra civil y permitió así que Mitrídates de Pérgamo ocupara Pelusium sin lucha; Pelusium estaba lleno de judíos y tenía fuertes lazos con la Tierra de Onías, que era vital para todos los judíos egipcios porque contenía el Gran Templo. Éste era una réplica en menor tamaño del templo del rey Salomón, incluso disponía de la torre de veinticinco metros de altura y los barrancos artificiales que simulaban los valles de Kedrón y Gehenna.

El pequeño rey había transportado su ejército en barcazas por el brazo fatnítico del Nilo; éste se unía al brazo pelusiaco justo por encima de Leontópolis y la Tierra de Onías, que se extendía entre Leontópolis y Heliópolis. Allí, cerca de Heliópolis, el rey Tolomeo encontró a Mitrídates de Pérgamo en un sólido campamento de estilo romano y lo atacó con temeraria inconsciencia. Casi sin dar crédito a su buena fortuna, Mitrídates sacó a sus hombres de inmediato del campamento y entró en la refriega con tal éxito que muchos soldados de Tolomeo murieron y los restantes se dispersaron presas del pánico. Sin embargo, alguien én el ejército de Tolomeo demostró tener sentido común, ya que en cuanto hubo amainado el frenesí posterior a la batalla, los hombres de Tolomeo retrocedieron hasta una fortaleza natural, un enclave protegido por una sierra, el Nilo pelusiaco y un amplio canal de orillas altas y escabrosas.

César alcanzó las inmediaciones de aquel paraje poco después de la derrota de Tolomeo, sintiéndose más agotado por la marcha de lo que deseaba admitir, incluso ante Rufrio. Dio el alto a sus hombres y examinó atentamente la posición de Tolomeo. Para él, el principal obstáculo era el canal, en tanto que para Mitrídates era la sierra.

– Hemos encontrado lugares por donde es posible vadear el canal -le dijo Arminio, de los ubíes germanos-, y en otros puntos podemos cruzar a nado, y también los caballos.

Se ordenó a los soldados de infantería que talaran todos los árboles de la zona para construir una pasarela a través del canal, cosa que hicieron con entusiasmo, pese al arduo día de marcha; después de seis meses de guerra, el odio romano hacia Alejandría y los alejandrinos estaba al rojo vivo. Del primero al último los guerreros albergaban la esperanza de que aquélla fuera la batalla decisiva, tras la cual pudieran abandonar Egipto para no volver.

Tolomeo mandó a la infantería y a la caballería ligera para cortar el avance de César, pero la infantería romana y la caballería germana atravesaron el canal con tal furia que cayeron sobre los soldados de Tolomeo como exaltados galos belgas. Las tropas de Tolomeo se dispersaron y huyeron, pero los romanos les cortaron la retirada; sólo unos pocos escaparon para ir a buscar refugio a la fortaleza del pequeño rey, a unos diez kilómetros de distancia.

Al principio César pensó en atacar de inmediato, pero cuando contempló el bastión de Tolomeo cambió de idea. Éste había utilizado las abundantes piedras de las ruinas de antiguos templos situados en los alrededores para reforzar las defensas naturales del enclave. César se dijo que era mejor que los hombres acamparan esa noche. Habían realizado una marcha de más de treinta kilómetros antes de entablar combate en el canal; merecían una buena comida y un sueño reparador antes del siguiente enfrentamiento. Lo que no le dijo a nadie fue que él mismo se sentía débil, que al mirar las defensas de Tolomeo le había parecido que se balanceaban como restos de un naufragio en un mar tempestuoso.

Por la mañana tomó una pequeña rebanada de pan con miel así como sus gachas de cebada, y se encontró mucho mejor.

Los tolomeanos -era más fácil llamarlos así porque no todos eran alejandrinos- habían fortificado una aldea cercana y la habían unido a su estructura montañosa mediante bastiones de piedra; César lanzó la acometida principal de su primera carga contra la aldea, con la intención de tomarla y seguir por ímpetu natural hasta apoderarse de la fortaleza. Pero entre el Nilo pelusiaco y las líneas de Tolomeo había un espacio que resultaba inaccesible porque quienquiera que estuviera al mando de las huestes tolomeanas había organizado allí un fuego cruzado de flechas y lanzas; Mitrídates de Pérgamo, que avanzaba desde el lado opuesto de la sierra, tenía sus propios problemas y no podía ayudar. Aunque la aldea cayó, César no pudo sacar a sus tropas del letal fuego cruzado para arremeter contra el monte y acabar la labor.

Subiendo con su caballo alquilado a la cima de un montículo, advirtió que los tolomeanos habían dado mucha importancia a aquella pequeña victoria y habían descendido desde la parte más elevada de su ciudadela para colaborar en el lanzamiento de flechas contra los asediados romanos. César hizo llamar al canoso centurión primipilus de la Sexta legión, Décimo Carfuleno.

– Toma cinco cohortes, Carfuleno, rodea las defensas inferiores y ocupa las posiciones elevadas que han abandonado esos idiotas -ordenó enérgicamente, experimentando un secreto alivio al notar que el descanso y la comida le habían devuelto su habitual comprensión de una situación complicada. Era fácil saber cómo actuar cuando volvía a sentirse el mismo de siempre. ¡Ay, la edad! ¿Es éste el principio del fin de César? Si es así, que sea rápido, que no sea un lento sumirse en la senescencia.

La ocupación de las posiciones elevadas provocó un pánico generalizado entre las tropas de Tolomeo. En menos de una hora después de la toma de la ciudadela por parte de Carfuleno, el ejército de Tolomeo había sido completamente derrotado. Miles de hombres murieron en el campo de batalla, pero unos cuantos, protegiendo entre ellos al pequeño rey, consiguieron llegar al Nilo pelusiaco y sus barcazas.


Naturalmente, fue necesario recibir a Malaquías, sumo sacerdote de la Tierra de Onías, con la debida ceremonia, presentárselo al radiante Mitrídates de Pérgamo, sentarse con los dos y compartir el dulzón vino judío. Cuando una sombra se proyectó en la entrada de la tienda, César se excusó y se puso en pie, sintiéndose de pronto muy cansado.

– ¿Noticias del pequeño Tolomeo, Rufrio?

– Sí, César. Ha subido a bordo de una de las barcazas, pero había tal caos en la orilla del río que su guardia personal no ha podido apartar la barcaza a tiempo y ésta se ha llenado de hombres hasta los topes. No mucho más allá río abajo ha volcado. El rey se encontraba entre los ahogados.

– ¿Habéis recuperado el cuerpo?

– Sí. -Rufrio sonrió, y su rostro arrugado de ex centurión se iluminó como el de un niño-. Tenemos también a la princesa Arsinoe. Estaba en la ciudadela y ha desafiado a Carfuleno a un duelo. ¡Increíble! Blandía la espada y gritaba como Mormolife.

– ¡Magnífica noticia! -exclamó César, satisfecho.

– ¿Órdenes, César?

– En cuanto pueda zafarme de las formalidades -dijo César, señalando con la cabeza hacia la tienda-, saldré hacia Alejandría. Me llevaré el cadáver del rey y a la princesa Arsinoe. Tú y el buen Mitrídates podéis poner orden y seguirme luego con el ejército.


– Ejecútala -dijo la faraona desde el trono cuando César llevó ante ella a la desmelenada Arsinoe, todavía revestida con su armadura. Apolodoro inclinó la cabeza.

– De inmediato, hija de Amón-Ra.

– Ejem…, me temo que no -terció César con tono de disculpa. La pequeña figura en lo alto del estrado se enderezó con una tensión amenazadora.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Cleopatra.

– Arsinoe es mi cautiva, faraona, no la tuya. Por tanto, según la costumbre romana, será enviada a Roma para tomar parte en mi desfile triunfal.

– Mientras viva mi hermana, mi vida correrá peligro. Yo ordeno que sea ejecutada hoy.

– Y yo ordeno que no.

– César, en estas tierras estás de visita. Tú no das órdenes al trono de Egipto.

– ¡Estupideces! -exclamó César, molesto-. Yo te he puesto en el trono, y mando a quienquiera que se siente en este caro asiento mientras esté de visita en estas tierras. Ocúpate de tus asuntos, faraona: entierra a tu hermano en el Sema, empieza a reconstruir tu ciudad, viaja a Menfis o Cirene, amamanta al niño que llevas en el vientre. A propósito, cásate con tu otro hermano. No puedes gobernar sola; no es costumbre egipcia ni alejandrina que un soberano gobierne solo.

Se marchó. Cleopatra se quitó a puntapiés las altas sandalias y corrió tras él, olvidando su dignidad faraónica, dejando que la atónita audiencia sacara las conclusiones que quisiera de aquella batalla de voluntades real. Arsinoe se echó a reír a carcajadas; Apolodoro lanzó una triste mirada a Carmian e Iras.

– Afortunadamente, no he hecho venir al Intérprete, el Registrador, el Contable, el juez Supremo y el comandante de noche-comentó el chambelán mayor-. No obstante, creo que debemos dejar que la faraona y César resuelvan sus asuntos entre ellos. Y vos, alteza, no riáis. Vuestro bando ha perdido la guerra; nunca seréis reina de Alejandría. Hasta que César os ponga a bordo de un barco romano, estaréis en la mazmorra más oscura y peor ventilada que haya bajo el Sema…, a pan y agua. No es tradición romana ejecutar a la mayor parte de aquellos que marchan en un desfile triunfal, así que sin duda César os pondrá en libertad después del suyo; pero os lo advierto, alteza, si regresáis alguna vez a Egipto, moriréis. Vuestra hermana se ocupará de eso.


– ¿Cómo te atreves? -gritó Cleopatra-. ¿Cómo te atreves a humillar a la reina delante de la corte?

– La reina no debería ser tan despótica, querida -contestó César, dándose palmadas en la rodilla, ya apaciguado su mal genio-. Antes de anunciar una ejecución, pregúntame. Te guste o no, Roma ha sido una notable presencia en Egipto durante cuarenta años. Cuando yo parta, Roma no partirá conmigo. Para empezar, pienso dejar en Alejandría tropas romanas. Si quieres seguir reinando en Egipto y Alejandría, actúa de una manera hábil y política, empezando por mí. El hecho de que sea tu amante y el padre de tu hijo no nacido carece de importancia en cuanto tus intereses y los de Roma entran en conflicto.

– Porque César está al servicio de Roma-dijo ella con amargura.

– Naturalmente. Ven, siéntate y abrázame. Las discusiones no son buenas para un bebé. Él sigue tranquilo cuando hacemos el amor, pero estoy seguro de que se altera mucho cuando nos peleamos.

– También tú crees que es un varón -dijo Cleopatra, reacia aún a sentarse en el regazo de César, pero empezando a ceder.

– Cha'em y Tach'a me han convencido.

Apenas había pronunciado estas palabras, todo su cuerpo se convulsionó. César bajó la vista y se miró asombrado; luego se desplomó de la silla y quedó tendido en el suelo con la espalda arqueada y brazos y piernas rígidamente extendidos.

Cleopatra gritó para pedir ayuda, y se acercó a él corriendo al tiempo que se despojaba de la doble corona y sin la menor precaución la lanzaba a un lado. El rostro de César había adquirido un color azul amoratado y sus miembros se sacudían espasmódicamente. Al intentar sujetarlo, la faraona, que seguía gritando, se vio derribada por tierra.

La crisis cesó tan bruscamente como empezara.

Pensando que los amantes resolvían sus diferencias con violencia física, Carmian e Iras no se atrevieron a entrar hasta que el tono de los chillidos de su señora los convencieron de que ocurría algo grave. Entonces, cuando las dos muchachas sumaron sus gritos a los de Cleopatra, Apolodoro, Hapd'efan'e y tres sacerdotes acudieron presurosos y encontraron a César tendido en el suelo, con una respiración lenta y sibilante, el rostro lívido como si estuviera a las puertas de la muerte.

– ¿Qué tiene? -preguntó Cleopatra a Hapd'efan'e, que estaba de rodillas al lado de César oliéndole el aliento y tomándole el pulso.

– ¿Ha tenido convulsiones, faraona?

– Sí, sí.

– ¡Vino muy dulce! -ordenó el médico-sacerdote-. ¡Vino muy dulce y un junco flexible y bien hueco! ¡Deprisa!

Mientras los otros sacerdotes obedecían, Carmian e Iras se ocuparon de Cleopatra, que aullaba aterrorizada, y la convencieron para que se despojara de parte de sus galas faraónicas y de todas sus joyas. Apolodoro, a voz en grito, decía que rodarían cabezas a menos que se encontrara de inmediato el junco hueco, y César, comatoso, permanecía ajeno al terror que anidaba en los pechos de los demás: ¿qué ocurriría si el soberano del mundo moría en Egipto?

Un sacerdote llegó del pabellón de momificación con el junco, utilizado normalmente para insuflar natrón en la cavidad craneal. Hapd'efan'e se aseguró, mediante una pregunta al sacerdote, de que aquel junco nunca se había utilizado. Entonces lo cogió, sopló a través de él para comprobar que estaba hueco de un extremo a otro, abrió la boca de César, le introdujo en ella el junco, y después de palparle la garganta, lo empujó hacia adentro con delicadeza hasta hundirlo unos treinta centímetros. Luego, con mucho cuidado, vertió gota a gota el vino dulce por el tubo, haciéndolo muy despacio para no bloquearle la respiración al paciente. La cantidad de vino era pequeña, pero el proceso pareció prolongarse eternamente. Por fin Hapd'efan'e se sentó sobre los talones y esperó. Cuando el paciente empezó a agitarse, el sacerdote extrajo el junco y cogió a César entre sus brazos.

– Ten -dijo al ver abiertos los turbios ojos-, bebe esto.

Al cabo de unos momentos, César se había recuperado lo suficiente para permanecer de pie sin ayuda, pasearse de un lado a otro y observar a toda aquella gente asustada. Cleopatra, la cara sucia y bañada en lágrimas, lo miraba como si se hubiera levantado de entre los muertos; Carmian e Iras lloriqueaban; Apolodoro estaba desplomado en una silla con la cabeza entre las rodillas; varios sacerdotes parloteaban y hacían aspavientos al fondo; y aparentemente toda aquella consternación se debía a él.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, yendo a sentarse junto a Cleopatra y sintiéndose un poco raro.

– Has tenido un ataque de epilepsia-declaró Hapd'efan'e sin rodeos-, pero tú no padeces epilepsia, César. El hecho de que con el vino dulce hayas vuelto en ti tan deprisa indica que has sufrido un cambio corporal después de este mes de rigores. ¿Cuándo has comido por última vez?

– Hace muchas horas. -Rodeó los hombros de Cleopatra con el brazo para reconfortarla y miró al egipcio moreno y delgado con una radiante sonrisa y expresión de arrepentimiento-. El problema es que cuando estoy ocupado me olvido de comer.

– En el futuro debes tener alguien al lado que te recuerde que has de comer-dijo Hapd'efan'e con severidad-. Las comidas regulares mantendrán a raya esta enfermedad, pero si te olvidas de comer, bebe vino dulce.

– No -contestó César con una mueca-. Vino no.

– Entonces hidromiel o el zumo de alguna fruta…, cualquier líquido dulce. Haz que tu siervo tenga algo a mano, incluso en medio de una batalla. Y presta atención a los síntomas de advertencia: náuseas, mareo, visión borrosa, debilidad, dolor de cabeza e incluso cansancio. Si notas algo así, César, toma de inmediato una bebida dulce.

– ¿Cómo has hecho beber a un hombre inconsciente, Hapd'efan'e?

– Con esto -dijo.

Hapd'efan'e le tendió el junco; César lo cogió y le dio vueltas entre los dedos.

¿Cómo has sabido que sorteabas el conducto del aire que va a mis pulmones? Los dos canales están uno junto al otro, y normalmente el esófago está cerrado para permitir la respiración.

– No lo sabía con certeza -se limitó a decir Hapd'efan'e-. He rezado a Sejmet para que tu coma no fuera demasiado profundo y te he masajeado el exterior de la garganta para obligarte a tragar cuando tu gaznate ha notado la presión del junco. Ha dado resultado.

– ¿Sabes todo eso y sin embargo ignoras cuál es mi enfermedad?

– Las enfermedades son misteriosas, César, y en su mayoría escapan a nuestro conocimiento. La medicina se basa en la observación. Afortunadamente, he aprendido mucho de ti al observar la austeridad de tu vida. -Adoptó una expresión astuta-. Por ejemplo, que consideras el comer una pérdida de tiempo.

Cleopatra empezaba a serenarse; su llanto había dado paso al hipo.

– ¿Cómo sabes tanto sobre el cuerpo? -preguntó a César.

– Soy un soldado. Cuando uno recorre los campos de batallas para rescatar heridos y contar a los muertos, ve toda clase de cosas. Al igual que este excelente médico, he aprendido de la observación. Apolodoro se puso en pie y se enjugó el sudor.

– Me ocuparé de que preparen la cena -dijo con voz ronca-. ¡Gracias a todos los dioses que estás bien, César!


Esa noche, mientras yacía insomne en el enorme lecho de plumas de Cleopatra, notando el contacto de su cuerpo cálido en el fresco del supuesto invierno de Alejandría, César pensó en el día, el mes, el año.

Desde el momento en que había pisado suelo egipcio, todo se había alterado drásticamente: la cabeza de Magno -aquella perversa cábala palaciega-, una corrupción y una degeneración que sólo Oriente podía producir, una indeseada campaña luchada en las calles de una hermosa ciudad; la voluntad de un pueblo de destruir lo que se había tardado tres siglos en construir; su propia participación en esa destrucción… y una pragmática proposición de una reina resuelta a salvar a su pueblo de la única manera que creía que podía ser salvado, concibiendo el hijo de un dios. Creía que él, César, era un dios. Extraño. Insólito.

Ese día César había tenido miedo. Ese día César, que nunca estaba enfermo, había afrontado las consecuencias inevitables de sus cincuenta y dos años. No sólo por su edad, sino por los excesos que había cometido, forzándose a seguir cuando otros hombres se detendrían a descansar. ¡No, César no! El descanso no era propio de César. Nunca lo sería. Pero ahora César, que nunca estaba enfermo, debía admitir que llevaba meses indispuesto. Fuera cual fuese la fiebre o el miasma que había producido temblores y arcadas en su cuerpo, había dejado secuelas. Una parte del organismo de César había -¿cómo había dicho el médico-sacerdote?- sufrido un cambio. César tendría que acordarse de comer, o de lo contrario padecería un ataque de epilepsia, y dirían que por fin César estaba decayendo, debilitándose, que César no era ya invencible. Así que César debía mantener el secreto, no debía permitir que el Senado y el pueblo supieran que algo le pasaba, porque ¿quién, si no, sacaría del lodo a Roma?

Cleopatra suspiró, susurró algo, dejó escapar un leve hipo. Tantas lágrimas, y todas por César. Esta cría patética me ama, me ama. Para ella me he convertido en marido, padre, tío, hermano. Todas las retorcidas ramificaciones de un tolomeo. Yo no lo comprendía, creía entenderlo pero no lo entendía. La fortuna ha arrojado las preocupaciones y pesares de millones de personas sobre sus frágiles hombros; no le ha permitido elegir su destino más de lo que yo le permití a Julia. Ha sido ungida soberana con ritos más antiguos y sagrados que ningún otro; es la mujer más rica del mundo; tiene un poder absoluto sobre las vidas humanas. Sin embargo es un cría insignificante, una niña. Para un romano, es imposible calibrar en qué la han convertido sus primeros veintiún años de vida, con el asesinato y el incesto como norma. Latón y Cicerón sostienen que César aspira a ser rey de Roma, pero ninguno de ellos tiene la menor idea de qué es reinar verdaderamente. Un verdadero reinado está tan lejos de mí como esta criatura que tengo a mi lado, hinchada por el hijo mío que lleva dentro.

Debo levantarme, pensó. Debo beber algo de ese brebaje que Apolodoro tan amablemente me ha traído: zumo de melones y uvas cultivados en invernáculos de lienzo. ¡Qué degeneración! Mi mente divaga: soy César y a la vez soy yo; no puedo separar lo uno de lo otro.

Pero en lugar de ir a beber el zumo de melones y uvas cultivadas en invernáculos de lienzo, apoyó otra vez la cabeza en la almohada y se volvió para observar a Cleopatra. Pese a que era plena noche, no estaba muy oscuro; los grandes paneles de la pared exterior estaban un poco corridos y entraba la luz de la luna, que daba a la piel de Cleopatra un color no plateado sino de bronce claro. Una piel adorable. Alargó el brazo para tocarla, acariciarla, recorrer con la palma de la mano el abultado vientre de una preñez de seis meses, cuya piel no estaba aún bastante distendida para estar luminosa, como él recordaba que estaba el vientre de Cimila cuando le faltaba poco para parir a Julia, o antes de dar a luz a Cayo, que nació muerto debido al ataque de eclampsia de su progenitora. Quemamos a Cimila y al pequeño Cayo juntos, mi madre, la tía Julia y yo. No César. Yo.

Los pequeños pechos de Cleopatra se habían puesto redondos y firmes como globos, y sus pezones se habían oscurecido hasta tener el mismo color negro ciruela que la piel de sus abanicadores etíopes. Quizá lleve en las venas algo de esa sangre, porque su organismo contiene rasgos que no son los de Mitrídates y Tolomeo. Su piel es deliciosa al tacto, tejido vivo con una finalidad más importante que simplemente complacerme. Pero soy parte de este ser, porque lleva mi hijo. En general tenemos a los hijos cuando somos demasiado jóvenes, cuando se llega a mi edad es el momento de disfrutarlos y de adorar a sus madres. Se requieren muchos años y muchos sufrimientos para comprender el milagro de la vida.

Cleopatra tenía el pelo suelto y esparcido sobre la almohada, no era una cabellera espesa y negra como la de Servilia, no un río de fuego en que él podía envolverse, como el de Rhiannon. Ése era el pelo de Cleopatra, del mismo modo que ése era el cuerpo de Cleopatra. Y Cleopatra me ama de manera distinta a todas las demás. Me devuelve la juventud.

Los ojos leoninos de la faraona estaban abiertos, la mirada fija en el rostro de César. En otro momento él habría adoptado una expresión impasible, habría excluido a la joven de su mente con la automática rapidez de un reflejo; nunca hay que entregar a las mujeres la espada del conocimiento, porque la utilizan para castrar. Pero ella está acostumbrada a los eunucos; no valora a esa clase de hombres, lo que busca en mí es un esposo, un padre, un tío, un hermano. Soy su igual en el poder, y sin embargo poseo el poder adicional de la masculinidad. La he conquistado. Ahora debo demostrarle que no entra en mis intenciones ni en mi naturaleza aplastarla para obtener su sumisión. Ninguna de mis mujeres ha sido servil.

– Te quiero -dijo rodeándola con sus brazos-, como mi esposa, mi hija, mi madre, mi tía.

Cleopatra no podía saber que estaba equiparándola a unas mujeres reales, no empleando metáforas tolomaicas, pero a ella le invadió una oleada de amor, de alivio, de absoluto regocijo.

César la había admitido en su vida. César había dicho que la quería.


Al día siguiente César la subió a lomos de un asno y la llevó a ver los efectos de seis meses de guerra en Alejandría. Amplias zonas estaban en ruinas, sin una sola casa en pie, por todas partes había montículos improvisados y paredes con piezas de artillería abandonadas, mujeres y niños revolviendo entre los escombros en busca de algo comestible o útil, sin hogar y sin esperanza, vestidos con andrajos. Del puerto apenas quedaba nada; los incendios provocados por César en los barcos alejandrinos se habían propagado, y habían ardido todos los almacenes, lo que sus soldados habían dejado del gran emporio, los cobertizos, los muelles, los malecones.

– ¡Oh, el depósito de libros ha desaparecido! -exclamó ella, retorciéndose las manos muy alterada-. ¡No hay catálogo, de modo que nunca sabremos qué se ha quemado!

Si César la observó con ironía, no dijo nada que delatara su asombro ante las prioridades de ella; Cleopatra no se había conmovido por el sobrecogedor espectáculo de todas aquellas mujeres y niños muertos de hambre, en cambio ahora estaba al borde del llanto a causa de los libros.

– Pero la biblioteca está en el museo -dijo él-, y el museo sigue intacto.

– Sí, pero los bibliotecarios son tan lentos que los libros llegan mucho más deprisa de lo que pueden catalogarse, así que durante los últimos cien años han estado apilándose en un almacén especial, ¡y ha desaparecido!

– ¿Cuántos libros hay en el museo? -preguntó César.

– Casi un millón.

– En tal caso no hay de qué preocuparse. Anímate, querida. La suma total de todos los libros escritos es muy inferior a un millón, lo cual significa que sea lo que sea lo que estaba guardado en ese almacén serían duplicados u obras recientes. Muchos de los libros del propio museo deben de ser también duplicados. Las obras recientes son fáciles de conseguir, y si necesitas un catálogo Mitrídates de Pérgamo tiene en su biblioteca un cuarto de millón de libros, muchos de fecha reciente. Lo único que debes hacer es encargar a Sosio o Ático, en Roma, copias de las obras que el museo no tiene. Ellos no tienen los libros en propiedad, pero los piden prestados a Varro, Lucio Piso, a mí, o a otros que poseen amplias bibliotecas privadas. Lo cual me recuerda que Roma carece de Biblioteca pública, y eso debo remediarlo.

Siguieron adelante. Entre los edificios públicos, el ágora era el menos dañado; algunos de sus pilares habían sido desmantelados para sostener los arcos del Heptastadion, pero las paredes permanecían indemnes, así como el tejado de la arcada. Del gimnasio, en cambio, apenas quedaban los cimientos, y los tribunales de justicia habían desaparecido por completo. El hermoso monte de Pan estaba despojado de vegetación, sus arroyos y cascadas se habían secado y tenían los lechos cubiertos de sal incrustada, y todos los terrenos llanos estaban sembrados de piezas de artillería romana. Ningún templo se conservaba intacto, pero César advirtió complacido que nadie se había llevado sus esculturas y cuadros, aunque sí estaban manchados y deteriorados.

El Serapeum de Rhakotis había sufrido menos desperfectos que el resto, gracias a que se hallaba lejos de la avenida Real. No obstante, tres macizas vigas habían desaparecido del templo principal, y el tejado se había hundido parcialmente.

– Sin embargo, Serapis está en perfecto estado -comentó César, trepando por los montículos de escombros. Pues allí estaba el dios, en su trono de oro con piedras preciosas incrustadas, una figura semejante a Zeus, con barba y melena, con el cancerbero, el perro de tres cabezas, a sus pies, y tocado con una gigantesca y pesada corona en forma de cesto.

– Es una excelente estatua -opinó César, estudiando a Serapis-. No está al nivel de Fidias o Praxíteles o Mirón, pero es muy buena. ¿Quién la esculpió?

– Briaxis -contestó Cleopatra. Apretó los labios, echó un vistazo a las ruinas, y recordó aquel edificio enorme y bien proporcionado sobre su elevado podio de muchas gradas, las columnas jónicas todas extraordinariamente pintadas y doradas, las metopas y el pavimiento auténticas obras maestras. Sólo el propio Serapis había sobrevivido.

– “¿Se debe acaso a que César ha visto tantas ciudades saqueadas, tantas ruinas humeantes, tantos estragos? -se preguntó-. Esta destrucción no parece alterarle apenas, pese a que él y sus hombres han sido los principales causantes. Mi pueblo se limitó a destruir casas corrientes, edificios modestos y sin importancia.”

– Bien -dijo mientras él y sus lictores la acompañaban de regreso al Recinto Real, que estaba intacto-, utilizaré todos los talentos de oro y plata que pueda reunir para reconstruir los templos, el gimnasio, el ágora, los palacios de justicia, todos los edificios públicos.

César tiró del cabestro del asno y el animal se detuvo, parpadeando con un aleteo de sus largas pestañas.

– Eso es muy encomiable -dijo él con aspereza-, pero no empieces por lo superfluo. Lo primero a que has de destinar tu dinero es a procurar alimentos para aquellos que han quedado vivos en medio de esta desolación. Lo segundo a que has de destinar tu dinero es a retirar los escombros. Lo tercero a que has de destinar tu dinero es a construir casas nuevas para la gente corriente, incluidos los pobres. Sólo cuando el pueblo de Alejandría esté servido podrás gastar dinero en los edificios públicos y los templos.

Cleopatra abrió la boca para despotricar contra él, pero antes de que pudiera expresar su indignación, sus miradas se cruzaron. ¡Oh, Ptah creador! ¡Es un dios, poderoso y terrible!

– Puedo asegurarte -prosiguió César- que la mayoría de las personas que han muerto en esta guerra eran macedonios o greco-macedonios. Quizá murieron cien mil. Así que tienes aún casi tres millones de personas de quienes preocuparte, personas cuyas moradas y empleos han desaparecido. Desearía que comprendieras que dispones de una oportunidad de oro para granjearte las simpatías de la gran mayoría del pueblo alejandrino. Desde que se convirtió en una potencia, Roma no ha quedado reducida a ruinas ni su gente corriente se halla descuidada. Vosotros los tolomeos y vuestros señores macedonios habéis gobernado en un lugar mucho más grande que Roma a vuestro antojo, sin el menor ánimo de filantropía. Eso debe cambiar, o la turbamulta regresará más indignada que nunca.

– Estás diciendo -contestó ella, dolida y confusa- que nosotros los que estamos en lo alto de la jerarquía no hemos actuado como un verdadero gobierno. Reprochas nuestra indiferencia hacia las clases inferiores, el hecho de que nunca hayamos tenido la costumbre de llenar sus vientres a nuestra costa, y de extender la ciudadanía a cuantos viven aquí. Pero Roma tampoco es perfecta. Lo que ocurre es que Roma posee un imperio, puede compartir la prosperidad con sus clases inferiores explotando a las provincias. Egipto carece de provincias. Las que tenía, Roma se las ha quitado para satisfacer sus propias necesidades. En cuanto a ti, César, tu trayectoria ha sido tan sanguinaria que te resta autoridad moral para juzgar a Egipto.

César dio un tirón al cabestro, y el asno echó a caminar.

– A lo largo de mi vida -dijo él con tranquilidad-, he dejado a medio millón de personas sin hogar. Por mi causa han muerto cuatrocientas mil mujeres y niños. He matado a más de un millón de hombres en los campos de batalla. He amputado manos. He vendido a otro millón de hombres, mujeres y niños para la esclavitud. Pero todo lo que he hecho ha sido sabiendo que antes había negociado tratados, buscado la reconciliación, mantenido mi palabra en cualquier acuerdo. Y cuando he destruido algo, lo que he dejado detrás beneficia a las generaciones futuras en mucha mayor medida que el daño provocado, las vidas a las que he puesto fin o he arruinado. -Su voz no aumentó de volumen pero sí cobró fuerza-. ¿Acaso crees, Cleopatra, que no veo en mi imaginación la suma total de la devastación y los desastres que he causado? ¿Crees que no me duele? ¿Crees que vuelvo la vista atrás sin pesar? ¿Sin dolor? ¿Sin arrepentimiento? Si es así, te equivocas. El recuerdo de la crueldad es mal consuelo en la vejez, pero sé de buena fuente que no viviré para llegar a viejo. Te lo repito, faraona: gobierna a tus súbditos con amor, y nunca olvides que es sólo un azar del nacimiento lo que te hace distinta de una de esas mujeres que revuelven entre los escombros de esta ciudad asolada. Tú crees que Amón-Ra te asignó tu puesto; a mí me consta que fue un accidente del destino.

Cleopatra, que tenía la boca abierta de asombro, alzó la mano para tapársela y fijó la vista al frente entre las orejas del asno, resuelta a no llorar. Así que cree que no llegará a viejo, y se alegra de ello, pensó. Pero ahora me doy cuenta de que nunca lo conoceré realmente. Me está diciendo que todo lo que ha hecho era fruto de una decisión consciente, tomada con pleno conocimiento de las consecuencias. Yo nunca poseeré esa fortaleza ni esa percepción ni esa implacabilidad. Dudo que nadie más la tenga.


Un nundinum más tarde César convocó una conferencia informal en la gran habitación que utilizaba como estudio. Cleopatra y Apolodoro estaban allí, junto con Hapd'efan'e y Mitrídates de Pérgamo. También se hallaban presentes varios romanos: Publio Rufrio; Carfuleno, de la Sexta; Lamio, de la Decimocuarta; Fabricio, de la Vigésima séptima; Macrino, de la Trigésima séptima; Fabio, el lictor de César, su secretario Faberio y su legado personal Cayo Trebatio Testa.

– Estamos a comienzos de abril -anunció César, aparentemente muy animado y en buen estado de salud: un caudillo de la cabeza a los pies-, y por los informes de Cneo Domitio Calvino desde la provincia de Asia sé que Farnaces ha regresado a Cimeria para ocuparse de su hijo descarriado, que ha decidido no someterse a tata sin luchar. Así que los asuntos en Anatolia permanecerán suspendidos durante al menos tres o cuatro meses. Además, todos los pasos de montaña hacia Ponto y Armenia Parva quedarán cortados por la nieve hasta mediados de sextilis… ¡Cuánto detesto la discrepancia entre el calendario y las estaciones! En ese sentido, faraona, Egipto tiene razón. Basasteis vuestro calendario en el sol, no en la luna, y me propongo mantener una charla con vuestros astrónomos. -Inspiró y volvió al primer tema-. Sin embargo, no tengo la menor duda de que Farnaces regresará, así que planearé mis acciones futuras teniéndolo en cuenta. Calvino está ocupado reclutando y adiestrando hombres, y Dejotaro está deseoso de expiar sus culpas por haber formado parte de los seguidores de Pompeyo Magno. En cuanto a Ariobarzanes -sonrió-, Capadocia será siempre Capadocia. No nos dará ninguna alegría, pero tampoco a Farnaces. He encargado a Calvino que mande traer algunas de las legiones republicanas que devolví a Italia con mis propios veteranos, de modo que cuando llegue la hora estaremos bien preparados. Para ventaja nuestra, Farnaces forzosamente perderá parte de sus mejores soldados en la lucha contra Asander en Cimeria. -Se inclinó en su silla curul, recorriendo los atentos rostros con la mirada-. Los que hemos estado en Alejandría durante los últimos seis meses hemos combatido en una campaña que nos ha desgastado enormemente, y todas las tropas tienen derecho a gozar de un descanso durante el invierno. Así pues, me propongo permanecer en Egipto durante dos meses más, tanto tiempo como los acontecimientos permitan. Con el permiso y la cooperación de la faraona, enviaré a mis hombres cerca de Menfis para que acampen allí durante el invierno, suficientemente lejos de Alejandría para evitar los recuerdos. Es un lugar con muchos atractivos, y como cobrarán la paga, los hombres tendrán dinero que gastar. Además, estoy disponiendo lo necesario para que el excedente de las hijas de Alejandría se traslade también al campamento. Han muerto tantos maridos potenciales que la ciudad tendrá una saturación de mujeres en los años venideros, y ésa es una medida con sentido. No pretendo que estas muchachas actúen como putas sino como esposas. Las legiones Vigésima séptima, Trigésima séptima y Decimocuarta permanecerán acuarteladas en Alejandría el tiempo suficiente para crear hogares y familias. Me temo que la Sexta no tendrá ocasión de formar lazos permanentes.

Fabricio, Lamio y Macrino se miraron sin saber si recibían con agrado o no la noticia. Décimo Carfuleno, de la Sexta, se mantuvo impasible.

– Es esencial que Alejandría permanezca en paz -prosiguió César-. A medida que pase el tiempo, más y más legiones romanas se verán destinadas al servicio de guarnición en lugar de al servicio activo. Lo cual no implica que el servicio de guarnición consista en quedarse ocioso. Todos recordamos lo que ocurrió a los gabinianos a quienes Aulo Gabinio dejó como guarnición en Alejandría después de que Auletes hubo recobrado el trono. Se acostumbraron a vivir como los nativos, y asesinaron a los hijos de Bibulo para no volver al servicio activo en Siria. La reina atajó esa crisis, pero no debe volver a ocurrir. Las legiones acantonadas en Egipto se comportarán como un ejército profesional, se mantendrán adiestrados como guerreros, y estarán siempre a punto para marchar a las órdenes de Roma. Pero los hombres destinados a tierras extranjeras sin una vida doméstica al principio quedan descontentos y luego se vuelven desleales. Lo que no debe ocurrir es que roben las mujeres a los ciudadanos de Menfis. Así pues, contraerán matrimonio con las alejandrinas sobrantes y, como Cayo Mario siempre ha dicho, difundirán las costumbres romanas, los ideales romanos y la lengua latina a través de sus hijos.

Su fría mirada recorrió a los tres centuriones afectados, cada uno de ellos primipilus de su legión; César nunca se tomaba molestias con los legados o los tribunos militares, que eran nobles y temporales. Pero sí con los centuriones, que eran el eje del ejército, sus únicos oficiales a tiempo completo.

– Fabricio, Macrino, Lamio, éstas son vuestras órdenes. Quedaos en Alejandría.y guardarla bien.

De nada servía quejarse. Podía haber sido mucho peor, como una de las marchas de mil quinientos kilómetros en treinta días que organizaba César.

– Sí, César -contestó Fabricio en el papel de portavoz.

– Publio Rufrio, tú también te quedarás aquí. Ocuparás el mando supremo en calidad de legatus propretor.

La noticia encantó a Rufrio, que tenía ya una esposa alejandrina, embarazada, y no deseaba dejarla.

– Décimo Carfuleno, la Sexta me acompañará cuando marche hacia Anatolia -dijo César-. Lamento que no tengáis un hogar permanente, pero habéis estado conmigo desde que os tomé prestados a Pompeyo Magno hace muchos años, y os valoro más aún por haber sido leales a Pompeyo cuando él os tomó de nuevo. Incorporaré más veteranos a vuestra legión a medida que viajemos hacia el norte. En ausencia de la Décima, la Sexta estará bajo mi mando directo.

La radiante sonrisa de Carfuleno reveló que le faltaban dos dientes y contrajo la cicatriz que le atravesaba la cara de una mejilla a la otra, pasando sobre el muñón de su nariz. Su actuación en la toma de la ciudadela de Tolomeo había salvado a toda una legión atrapada por el fuego cruzado, así que había recibido la corona cívica cuando el ejército estuvo formado en parada para el reparto de condecoraciones y, al igual que César, estaba autorizado a entrar en el Senado, según lo estipulado por Sila para los ganadores de coronas importantes.

– La Sexta se siente muy honrada, César. Seremos fieles a ti hasta la muerte.

– En cuanto a vosotros -dijo César afablemente al lictor jefe y su secretario-, sois elementos permanentes. Adonde voy, vais vosotros. Sin embargo, Cayo Trebatio, de ti no requiero ningún otro servicio que pueda representar un estorbo para tu noble posición y tu trayectoria pública.

Trebatio suspiró, recordando aquellos horribles paseos a pie en la terrible humedad de Portus Itius, porque el general prohibía a sus legados y tribunos montar a caballo, recordando el sabor de una oca asada menapia, recordando aquellos espantosos viajes en una calesa traqueteante en la que tomaba notas con el estómago revuelto. Por fin volvería a Roma y a las literas, las ostras de Beiae, los quesos arpinatos, el vino falernio.

– Bueno, César, como imagino que tarde o temprano tu camino te llevará a Roma, aplazaré las decisiones sobre mi futuro hasta que llegue ese día -declaró heroicamente.

Los ojos de César se iluminaron. Respondió con amabilidad:

– Quizás en Menfis encuentres el menú más atractivo. Has adelgazado demasiado. -Cruzó las manos sobre el regazo y cabeceó enérgicamente-. Los romanos presentes pueden marcharse.

Todos ellos abandonaron la habitación, hablando ya animadamente incluso antes de que Fabio cerrara la puerta.

– Tú primero, creo, buen amigo Mitrídates -dijo César relajando su postura-. Eres el hijo y Cleopatra es la nieta de Mitrídates el Grande, lo cual te convierte en tío suyo. Si hicieras venir a tu esposa e hijos menores, ¿te quedarías en Alejandría para supervisar la reconstrucción de la ciudad? Cleopatra me dice que tendrá que importar a un arquitecto, y tú tienes justa fama por lo que has hecho en el llano situado bajo la acrópolis de Pérgamo. -Adoptó una expresión pensativa-. Recuerdo bien ese llano. Lo utilicé para crucificar a quinientos piratas, para desagrado del gobernador cuando se enteró. Hoy en día, en cambio, está lleno de paseos, arcadas, jardines y hermosos edificios públicos.

Mitrídates arrugó la frente. Hombre vigoroso de cincuenta años, hijo no de una esposa sino de una concubina, había salido a su poderoso padre: robusto, musculoso, alto, ojos claros y pelo rubio. Al estilo romano, llevaba el cabello muy corto y la cara afeitada, pero su indumentaria tendía más a lo oriental: tenía debilidad por el hilo de oro, los vistosos bordados y todos los tonos de púrpura conocidos por los teñidores de murex. Cualquier rareza podía tolerarse en tan leal súbdito primero de Pompeyo y ahora de César.

– Para serte franco, César, lo haría encantado, pero ¿puedes prescindir de mí? Comprende que, con Farnaces al acecho, soy necesario en mis propias tierras.

César negó rotundamente con la cabeza.

– Farnaces no llegará a las fronteras de la provincia de Asia, menos aún a Pérgamo. Lo detendré en Ponto. Por lo que dice Calvino, tu hijo es un excelente regente en tu ausencia, así que tómate unas largas vacaciones del gobierno. Gracias a tus lazos de sangre con Cleopatra, los alejandrinos te aceptarán, y advierto que has forjado muy firmes relaciones con los judíos. Todos los oficios de Alejandría están en manos de los judíos y los méticos, y estos últimos te aceptarán porque te aceptan los judíos.

– En este caso sí, César, accedo.

– Bien. -Habiendo conseguido su propósito, el soberano del mundo despidió a Mitrídates de Pérgamo con una inclinación de cabeza-. Gracias.

– Y yo te doy gracias a ti -dijo Cleopatra cuando su tío hubo salido. ¡Un tío! ¡Qué asombroso!, pensó. Debo de tener mil parientes por parte de mi madre. Farnaces también es mi tío. Y por Via de Rhodogune y Apama, me remonto a Cambises y Darío de Persia, los dos faraones en su día. En mí confluyen dinastías enteras. ¡Qué sangre llevará mi hijo!

César le hablaba de Hapd'efan'e, a quien deseaba llevarse como médico personal.

– Se lo pediría yo mismo-dijo en latín, lengua que ahora Cleopatra conocía bien-, de no ser porque llevo en Egipto tiempo suficiente para saber que pocas personas son verdaderamente libres. Únicamente los macedonios. Me atrevería a decir que Cha'em es su amo, ya que es médico-sacerdote de la consorte de Ptah, Sejmet, y parece vivir en el recinto de Ptah. Pero como tú eres dueña en parte de Cha'em, sin duda hará lo que tú digas. Necesito a Hapd'efan'e. Ahora que Lucio Tucio ha muerto (fue médico de Sila y después mío), no confío en ninguno de los médicos que ejercen en Roma. Si Hapd'efan'e tiene esposa y familia, de buen grado los llevaré también.

¡Por fin Cleopatra podía hacer algo por él!

– Hapd'efan'e, César quiere llevarte con él cuando se vaya -dijo al sacerdote en la antigua lengua-. Tu consentimiento complacería a Ptah, el creador, y a la faraona. Para nosotros en Egipto tus pensamientos serían como un canal hacia el César, estuviera él donde estuviera. Contéstale tú mismo, y cuéntale tu situación. Siente interés por ti.

El médico-sacerdote, con rostro impasible, miró a César sin parpadear con sus ojos negros y almendrados.

– Dios César -dijo con su torpe griego-, es evidente que Ptah el creador desea que esté a tu servicio. Lo haré de buena gana. Soy hemnetjer-sinw, o sea que he hecho voto de celibato. -Un destello de humor asomó a sus ojos-. No obstante, me gustaría que mi tratamiento hacia tu persona incluyera ciertos métodos egipcios que los médicos griegos desechan; los amuletos y ensalmos ejercen una poderosa magia, al igual que los sortilegios.

– ¡Por supuesto! -exclamó César entusiasmado-. Como pontífice máximo, conozco todos los ensalmos y sortilegios romanos; podemos comparar nuestras notas. Estoy totalmente de acuerdo, ejercen una poderosa magia. -Su semblante se tornó grave-. Tenemos que aclarar una cosa, Hapd'efan'e: nada de "dios César" y nada de postrarse en el suelo para saludarme. En el resto del mundo no soy dios, y ofendería a los demás si me llamaras así.

– Como desees, César.

En realidad, aquel hombre aún joven y afeitado veía con gran satisfacción ese nuevo giro en su vida, ya que sentía una curiosidad natural por el mundo y deseaba ver lugares desconocidos en compañía de un hombre que veneraba literalmente. La distancia no podía separarlo de Ptah el creador y de su esposa, Sejmet, ni de su hijo Nefertem del Loto. Con el pensamiento podía llegar a Menfis desde cualquier parte con la misma velocidad con que un rayo de sol atravesaba las puertas sagradas. Así pues, mientras la conversación entre César y Cleopatra se desarrollaba en un griego demasiado rápido para su comprensión, mentalmente calculó el equipo que necesitaría: para empezar, una docena de juncos flexibles y huecos, sus trépanos, cuchillos, trocares, agujas…

– ¿Y los funcionarios de la ciudad? -preguntó César.

– Los últimos han sido desterrados -contestó Apolodoro-; los embarqué en una nave con rumbo a Macedonia. Cuando llegué con la nueva guardia real, encontré al Registrador intentando quemar todos los estatutos y ordenanzas, y al Contable intentando hacer lo mismo con los libros de cuentas. Afortunadamente, llegué a tiempo de impedirlo. El tesoro de la ciudad se encuentra bajo el Serapeum, y las oficinas municipales forman parte del recinto. Todo eso ha sobrevivido a la guerra.

– ¿Escoger hombres nuevos para estos cargos? ¿Cómo fueron elegidos los anteriores?

– Por sorteo entre los macedonios de alto rango, la mayoría de los cuales han muerto o huido.

– ¿Por sorteo? ¿Quieres decir que echaron a suertes los cargos?

– Sí, César, por sorteo. Pero los resultados estaban amañados, naturalmente.

– Bueno, eso resulta más barato que celebrar unas elecciones, que es el método romano. ¿Y ahora qué vamos a hacer?

– Nos reorganizaremos -dijo Cleopatra con firmeza-. Me propongo prohibir el sorteo y en lugar de ello celebrar elecciones. Si el millón de nuevos ciudadanos votan por una selección de candidatos, constatarán que tienen voz en la política.

– Eso depende seguramente de la selección de pretendientes. ¿Piensas permitir que se presente todo aquel que se postule?

Cleopatra entornó los párpados con expresión cautelosa.

– Aún no me he decidido respecto al proceso de selección -contestó, evasiva.

– ¿No crees que los griegos se sentirán excluidos si los judíos y méticos gozan del derecho de ciudadanía? ¿Por qué no conceder el derecho de voto a todo el mundo, incluidos los híbridos egipcios? Considéralos tu censo principal o limita su poder de votación si no queda otro remedio, pero concédeles la simple ciudadanía.

Pero César leyó en el rostro de ella que eso era ir demasiado lejos.

– Gracias, Apolodoro, Hapd'efan'e, podéis marcharos -dijo él, ahogando un suspiro.


– Así que estamos solos -dijo Cleopatra, haciéndolo levantarse de la silla y tenderse junto a ella en un triclinio-. ¿Estoy haciéndolo bien? Estoy gastando el dinero según tus instrucciones: damos de comer a los pobres y retiramos los escombros. Hemos contratado a todos los constructores para edificar casas corrientes. Asimismo, hay dinero suficiente para iniciar la reconstrucción de edificios públicos, porque para ese fin he sacado mis propios fondos de las cámaras del tesoro. -Sus ojos grandes y amarillos destellaron-. Tienes razón; es la manera de conseguir el afecto del pueblo. Cada día salgo a lomos de mi asno con Apolodoro para ver a la gente, para consolarla. ¿Me gano así tu favor? ¿Gobierno de manera más ilustrada?

– Sí, pero aún tienes mucho que aprender. Cuando me digas que has concedido el derecho de voto a todo tu pueblo, lo habrás conseguido. Posees una autocracia natural, pero no eres suficientemente observadora. Ahí tienes a los judíos, son conflictivos, pero tienen aptitudes. Trátalos con respeto, pórtate siempre bien con ellos. En tiempos difíciles serán tu mayor apoyo.

– Sí, sí -contestó Cleopatra impaciente, cansada de tanta seriedad-. Tengo otra cosa de qué hablar contigo, amor mío. César entornó los ojos.

– ¿De verdad? -dijo.

– Sí, de verdad. Sé qué vamos a hacer con nuestros dos meses, César.

– Si los vientos me fueran favorables, iría a Roma.

– Pero no lo son, así que remontaremos el Nilo hasta la primera catarata. -Se dio unas palmadas en el vientre-. La faraona debe mostrar al pueblo que es fecunda.

César frunció el entrecejo.

– Estoy de acuerdo en que la faraona debe hacerlo, pero yo he de quedarme aquí en el Mare Nostrum e intentar mantenerme al corriente de los asuntos del mundo.

– ¡Me niego a escuchar! -exclamó Cleopatra-. Me tienen sin cuidado los acontecimientos que tienen lugar alrededor de vuestro mar. Tú y yo vamos a zarpar en el barco de Tolomeo Filopator para ver el verdadero Egipto, el Egipto del Nilo.

– No me gustan las presiones, Cleopatra.

– Es por tu salud, tonto. Dice Hapd'efan'e que necesitas un descanso como es debido, no una prolongación de tus obligaciones. ¿Y qué mayor descanso puede haber que un viaje en barco? Por favor, te lo ruego, concédeme este deseo. César, una mujer necesita guardar recuerdos de un idilio con su amado. Nosotros no hemos tenido idilio, y los demás no podemos verte siempre como el dictador César, aunque tú te veas así. Por favor. Por favor.

4

Tolomeo Filopator, el cuarto de aquellos que llevaban el nombre de Tolomeo, no había sido uno de los más vigorosos soberanos de su estirpe; sólo dejó a Egipto dos legados tangibles: los dos grandes barcos que construyó. Uno era para navegar por el mar y medía-ciento treinta metros de eslora y veinte de manga. Tenía seis bancos de remos y cuarenta hombres por banco. El otro era una barcaza de río, con menos fondo y sólo dos bancos de remos, con diez hombres por banco, y medía ciento seis metros de eslora y doce de manga.

La barcaza de Filopator estaba guardada en un cobertizo a la orilla del río, no lejos de Menfis, y había sido primorosamente cuidada durante los ciento sesenta años que llevaba construida: humedecida y engrasada, pulida, reparada continuamente, y utilizada siempre que el faraón navegaba por el río.

El Filopator del Nilo, como Cleopatra llamaba a este barco, contenía grandes habitaciones, baños, una galería de columnas en la cubierta para unir las salas de recepción de la popa y la proa, de las cuales una era para audiencias y la otra para banquetes. Debajo de la cubierta y por encima de la hilera de remos estaban los aposentos privados del faraón y los alojamientos para gran número de servidores. La cocina de a bordo consistía solamente en una zona de braseros aislada del resto mediante pantallas; los preparativos para grandes comidas se llevaban a cabo en la ribera, ya que la gran embarcación avanzaba aproximadamente a la misma velocidad que un legionario a paso de marcha, y docenas de servidores la seguían por la orilla este; mientras que la orilla oeste era un mundo reservado a los muertos y los templos.

Tenía incrustaciones de oro, ámbar, marfil, delicados trabajos de marquetería y muebles de las mejores maderas del mundo incluida la madera de cidro de los montes Atlas, la más exquisita que César había visto jamás; y la suya era una opinión muy autorizada, considerando que los romanos acaudalados habían convertido la recolección de madera de cidro en un arte. Los pedestales eran de criselefantina -una mezcla de oro y marfil-; las estatuas eran obra`de Praxíteles, Mirón e incluso Fidias; había pinturas de Zeuxis y Parrasio, Pausias y Nicias, y tapices de tal riqueza que competían con las pinturas en el realismo de sus detalles. Las alfombras que lo cubrían todo eran persas, y las cortinas de hilo transparente estaban teñidas de los colores apropiados para cada una de las habitaciones.

Viejo amigo Craso, pensó César, por fin creo tus historias acerca de la increíble riqueza de Egipto. Es una lástima que no estés aquí para ver esto, un barco para un dios en la tierra.

El avance río abajo se realizaba mediante velas de púrpura tirio, ya que en Egipto el viento siempre soplaba desde el norte; luego, a la vuelta, la fuerza de los remos contaba con la ayuda de la impetuosa corriente del río, que fluía en dirección norte hacia el Mare Nostrum. César nunca vio a los remeros, no tenía idea de cuál era su raza ni de cómo los trataban; en otras partes los remeros eran personas libres con rango profesional, pero Egipto no era tierra de hombres libres. Cada noche, antes de ponerse el sol, el Filopator del Nilo se amarraba a la orilla este en algún embarcadero real que ningún otro barco podía contaminar.

César había temido aburrirse, pero eso nunca ocurrió. El tráfico fluvial era continuo y pintoresco, con centenares de dhows de velas latinas cargados de comida, de mercancías traídas de los puertos del Mar Rojo, grandes tinajas de calabazas, azafrán, aceite de sesamo y linaza, cajas de dátiles, animales vivos; eran auténticas tiendas flotantes. Todo ello implacablemente supervisado por las embarcaciones más veloces de la policía fluvial, que estaba por todas partes. Navegando por el Nilo era más fácil comprender el fenómeno de los Codos, ya que las orillas tenían una altura de cinco metros en su punto más bajo y casi diez en el más alto; si el río no crecía por encima de la altura más baja, no podía inundar los campos, pero si crecía por encima de la altura de las orillas más elevadas, el agua se extendía por el valle de manera incontrolable, anegaba aldeas, arruinaba el grano sembrado, tardaba demasiado en retroceder.

Los colores eran espectaculares, el cielo y el río de un azul impoluto, los lejanos acantilados que anunciaban el comienzo de la meseta desértica tenían una gama de matices que iba desde el color paja claro hasta el carmesí oscuro; la vegetación del valle era de todos los verdes imaginables. En esa época del año, mediados de invierno según las estaciones, las aguas de aluvión habían retrocedido por completo y los cultivos parecían mantos de hierba exuberante y ondulada, que iba madurando en espera de la siega y la cosecha. César había imaginado que allí no crecían árboles, pero vio sorprendido que había florestas, a veces pequeños bosquecillos de laureles, un sicomoro autóctono, espinos, robles, higueras y palmeras de todas clases, además de las famosas datileras.

Más o menos allí donde la mitad septentrional del Bajo Egipto pasaba a ser la mitad meridional del Alto Egipto, un afluente comunicaba el Nilo con el lago Moeris, y formaba la tierra de Ta-she, lo bastante rica para dar dos cosechas de trigo y cebada al año; un tolomeo anterior había mandado excavar un gran canal desde el lago hasta el Nilo, para que el agua siguiera fluyendo. Toda la tierra que se extendía a lo largo de los más de mil seiscientos kilómetros del Nilo egipcio era fértil. Cleopatra explicó que incluso cuando el Nilo no se desbordaba, la gente del valle conseguía mantenerse mediante el regadío; era Alejandría la causante de las hambrunas: tres millones de bocas que alimentar, más habitantes que a lo largo de todo el Nilo.

Los acantilados y la meseta desértica eran la Tierra Roja; el valle, con su terreno profundo, oscuro, y perpetuamente productivo, era la Tierra Negra.

En ambas orillas se alzaban innumerables templos, construidos todos con la misma concepción colosal: una serie de pilares macizos unidos mediante dinteles, muros, patios, más pilares y puertas en el interior; unidos por hileras de esfinges con cabeza de carnero, de león, de seres humanos. Los templos aparecían cubiertos de imágenes bidimensionales de personas, plantas, animales, pintadas de todos los colores; los egipcios adoraban el color.

– La mayoría de los tolomeos han erigido, reparado o terminado nuestros templos -dijo Cleopatra mientras recorrían el magnífico laberinto de Abydos-. Incluso mi padre, Auletes, se dedicó con ahínco a la construcción… ¡Deseaba tanto ser faraón! Cuando Cambises de Persia invadió Egipto hace quinientos años, consideró sacrílegos los templos y las pirámides, y los dañó, a veces los destruyó por completo. Así que hay mucho trabajo pendiente para nosotros los tolomeos, que hemos sido los primeros en preocuparnos después de los verdaderos egipcios. Yo he puesto los cimientos de un nuevo templo consagrado a Hathor, pero quiero que nuestro hijo participe también en su construcción. Será el mayor constructor de templos de toda la historia de Egipto.

– ¿Por qué los tolomeos, que tan helenizados están, han construido exactamente igual que los antiguos egipcios? Incluso utilizáis los jeroglíficos en lugar de escribir en griego.

– Probablemente porque la mayoría de nosotros hemos sido faraones, y desde luego porque los sacerdotes están muy apegados a la antigüedad. Son ellos quienes proporcionan los arquitectos, escultores y pintores, a veces incluso en Alejandría. Pero espera a ver el templo de Isis en Filas. Le dimos un ligero estilo helénico, y por eso, creo, se lo considera el templo más hermoso de Egipto.


El río tenía abundancia de peces, incluido el oxirrinco, un monstruo de quinientos kilos que daba nombre a un pueblo; la gente comía pescado, fresco y ahumado, como alimento principal. Abundaban las chernas, las carpas y las percas, y para asombro de César, los delfines surcaban las aguas y saltaban, eludiendo a los voraces cocodrilos casi con desdeñosa facilidad.

Muchos de los animales eran sagrados, a veces los veneraban en una sola población, a veces en todas partes. La visión de Suchis, un gigantesco cocodrilo sagrado, al que nutrían a la fuerza con pasteles de miel, carne asada y vino dulce provocó las carcajadas de César. La criatura de diez metros de largo estaba tan harta de comida, que en vano intentaba escapar de los sacerdotes que la alimentaban; éstos le abrían las fauces y le embutían más comida por la garganta mientras la bestia gemía. César vio al buey Buchis, al buey Apis, a sus madres, vio los templos en que llevaban sus regaladas vidas. Los bueyes sagrados, sus madres, los ibis y los gatos eran momificados al morir, y puestos a descansar en vastos túneles y cámaras subterráneos. A los ojos de un extranjero como César, los gatos y los ibis parecían extrañamente tristes, centenares de miles de pequeñas figuras envueltas en ámbar, secas como el papel, rígidas, inmóviles, cuyos espíritus vagaban en el reino de los muertos.

De hecho, pensó César mientras el Filopator del Nilo se acercaba a las regiones más meridionales del Alto Egipto, no es extraño que esta gente vea a sus dioses en parte como humanos y en parte como animales, ya que el Nilo es un mundo propio, y los animales están perfectamente integrados en el ciclo humano. El cocodrilo, el hipopótamo y el chacal son bestias temibles: el cocodrilo acecha para atacar a un pescador imprudente, un perro o un niño; el hipopótamo sale a la orilla y destruye los cultivos con su bocaza y sus enormes patas; el chacal entra furtivamente en las casas y se lleva niños recién nacidos y gatos. Por tanto Sobek, Taueret y Anubis son dioses malvados. En tanto que Basted el gato come ratas y ratones; Orus el halcón hace lo mismo, Thoh el Ibis come plagas de insectos; Hathor la vaca proporciona carne, leche y trabajo; Cnum el carnero fecunda a las ovejas que dan carne, leche y lana. Para los egipcios, arrinconados en su estrecho valle y mantenidos sólo por su río, los dioses deben ser tanto animales como humanos. Aquí comprenden que el hombre es también un animal. Y Amón-Ra, el sol, brilla todos los días del año; para nosotros, la luna significa lluvia o el ciclo de las mujeres o cambios de humor, mientras que para ellos, la luna forma parte de Nut, el cielo nocturno del que nació la tierra. Para nosotros los romanos, los dioses son fuerzas que crean caminos que comunican dos universos distintos; ellos en cambio no viven en esa clase de mundo. Aquí reinan el sol, el cielo, el río, lo humano y lo animal. Una cosmología sin conceptos abstractos.


Resultaba fascinante ver el lugar donde las aguas del Nilo se salían de su interminable cañón rojo para convertirse en el río de Egipto; en la seca Nubla, contenido entre enormes paredes de roca, no regaba nada, dijo Cleopatra.

– El Nilo recibe dos afluentes en Aitiopai, donde vuelve a ser generoso -explicó-. Estos dos afluentes recogen las lluvias veraniegas y constituyen la inundación, en tanto que el propio Nilo fluye más allá de Meroe y las reinas exiliadas de las Sembritae, que en otro tiempo reinaron en Egipto y que son tan gruesas que no pueden andar. El propio Nilo se alimenta de lluvias que caen todo el año más allá de Meroe, y por eso no se seca en invierno.

Inspeccionaron el primer nilómetro en la isla de Elefantina, en la pequeña catarata, y siguieron río arriba hasta la Primera Catarata, compuesta de rugientes cascadas y aguas blancas. Luego fueron al sur hasta los pozos de Siene, donde en el día más largo del año, el sol, al mediodía, iluminaba el fondo de los pozos y su imagen se reflejaba en la profundidad de aquellos hoyos.

– Sí, he leído a Eratóstenes -dijo César-. Aquí en Siene el sol detiene su curso hacia el norte y empieza a ir otra vez hacia el sur. Eratóstenes lo llamó "el trópico" porque marcaba el punto del cambio de dirección. Un hombre digno de mención. Según recuerdo, también atribuyó a Egipto la geometría y la trigonometría; generaciones de niños han padecido bajo la férula de sus maestros y las enseñanzas de Euclides, y todo porque la inundación entierra todos los años las piedras que marcan los límites de Egipto, y de ahí la invención de la agrimensura por parte de los egipcios.

– Sí, pero no olvides que fueron los entrometidos griegos quienes lo escribieron todo -comentó Cleopatra, bien instruida en matemáticas; y se echó a reír.


El viaje fue para César un descubrimiento tanto de Egipto como de Cleopatra. En ninguna parte, ni en las riberas del Mare Nostrum ni en las tierras de los partos un monarca recibía tan absoluta veneración como la que dedicaban a la faraona con total espontaneidad, y no como por obligación ni como resultado del terror. La gente acudía en multitud a las orillas del río para lanzar flores a la gran embarcación que se deslizaba sobre las aguas, para postrarse, levantarse y hacer una reverencia tras otra pronunciando su nombre. La faraona los bendecía con su divina presencia, y la inundación había sido perfecta.

Siempre que era posible, Cleopatra hacía montar un estrado en la cubierta para colocarse en lo alto y agradecer así la veneración de sus súbditos, colocándose de perfil para que ellos vieran su vientre de embarazada. Los habitantes de todas las poblaciones por las que pasaban la veían allí, ceñida la corona blanca del Alto Egipto, y el barco se veía rodeado de rápidas canoas de juncos, pequeños botes de barro y barcos de pesca de cuero, quedando la cubierta a menudo sembrada de flores. Aunque Cleopatra estaba ya en sus últimos tres meses de embarazo y no se sentía tan cómoda como los meses anteriores, sus propias necesidades no importaban. La faraona era lo único importante.

Pese a las continuas interrupciones, los dos amantes hablaron mucho. Éste era un placer mayor para César que para Cleopatra; a ella le molestaba la reticencia de César a conversar sobre aquellos aspectos de su vida que la joven anhelaba conocer. Quería conocer todos los detalles de su relación con Servilia -el mundo entero especulaba sobre eso-, su largo matrimonio con una mujer con la que apenas había cohabitado, la sucesión de mujeres que había dejado con el corazón roto después de seducirlas simplemente por el placer de poner los cuernos a sus maridos, sus enemigos políticos. ¡Tantos y tantos misterios! Misterios sobre los que él se negaba a hablar, si bien la sermoneaba interminablemente sobre el arte de gobernar, desde las leyes hasta la guerra, o se lanzaba a contar fascinantes historias sobre los druidas de la Galia, los templos lacustres en Tolosa y su contenido de oro que un tal Servílio Cepio había robado, las costumbres y tradiciones de medio centenar de pueblos distintos. Siempre y cuando los temas no fueran íntimamente personales, hablaba gustosamente. Pero en cuanto ella empezaba a sondear en su intimidad emocional, él se cerraba.


Como era lógico, Cleopatra dejó la visita al recinto de Ptah para el final de su viaje de regreso al norte. César había visto las pirámides desde el barco, pero ahora, montado a caballo, fue conducido a través de los campos por Cha'em. Cleopatra, ya muy pesada, decidió no ir.

– Cambises de Persia intentó desconchar las piedras pulidas del exterior, pero se hartó y se dedicó a la destrucción de los templos -explicó Cha'em-, y por eso muchas de ellas están casi intactas.

– ¡Demontres, Cha'em! No entiendo por qué un hombre vivo, aun siendo un dios, ha de dedicar tanto tiempo y esfuerzo a la construcción de una estructura que no ha de servirle para nada durante su vida. -comentó César, sinceramente perplejo.

– Bien -contestó Cha'em, sonriendo sagazmente-, debes recordar que Jufu y los demás no realizaron el verdadero trabajo. Quizá venían de vez en cuando para ver cómo progresaba, pero nunca pasaron de ahí. Y los constructores eran muy competentes. Hay alrededor de dos millones de piedras grandes en el mer de Jufu, pero la mayor parte de la construcción se hizo durante la inundación, cuando las barcazas podían traer los bloques hasta el pie de las rampas que ascendían a la meseta, y no había que trabajar en los campos. Pero durante las épocas de la siembra y la cosecha, el trabajo a gran escala prácticamente se interrumpía. El revestimiento exterior pulido es de piedra caliza, pero en otro tiempo cada mer estaba revestida de oro…, saqueado por desgracia por las dinastías extranjeras. El interior de las tumbas fue profanado en ese mismo periodo, así que todos los tesoros han desaparecido.

– ¿Dónde está, pues, el tesoro de la faraona actual?

– ¿Te gustaría verlo?

– Mucho. -Tras un titubeo, César añadió-: Debes comprender, Cha'em, que no estoy aquí para saquear Egipto. Las posesiones de Egipto pasarán a mi hijo, o a mi hija, que tanto da. -Se encogió de hombros-. No me gusta la idea de que, a su debido tiempo, mi hijo pueda casarse con mi hija; entre los romanos no se acepta el incesto. Aunque, curiosamente, por lo que he oído decir a mis soldados, los dioses animales egipcios les inquietan más que el incesto.

– Pero tú sí comprendes la función de nuestros "dioses animales", lo veo en tu mirada. -Cha'em hizo volver grupas a su asno-. Ahora iremos a las cámaras.

Ramsés II había construido buena parte del recinto de más de un kilómetro cuadrado dedicado a Ptah, al que se accedía por una larga avenida flanqueada por magníficas esfinges con cabeza de carnero, y a los lados de los pilones occidentales había erigido colosales estatuas de sí mismo, minuciosamente pintadas.

Nadie, decidió César, ni siquiera él, habría encontrado la entrada a las cámaras del tesoro sin conocerla de antemano. Cha'em lo guió por una serie de pasadizos hasta una sala interior donde se alzaban, bajo una espectral iluminación, las estatuas pintadas de tamaño natural de la tríada menfita. Ocupaba el lugar central Ptah el Creador, con la cabeza afeitada y el casquete real de oro labrado ceñido al cráneo. Estaba envuelto en vendas de momia del cuello hasta los pies, a excepción de las manos, que sujetaban un bastón de mando coronado por varias plataformas que sostenían un enorme anj de bronce -un símbolo en forma de T rematado por un gancho- y un cetro. A su derecha estaba su esposa, Sejmet, que tenía el cuerpo de una mujer bien formada pero con cabeza de león, sobre cuya melena se elevaban el disco de Ra y la cobra uraeus. A la izquierda de Ptah estaba el hijo de ambos, Nefertem, Guardián de las dos Señoras y Señor del Loto, tocado con una alta corona de loto azul adornada en cada lado por dos penachos de plumas de avestruz.

Cha'em tiró del bastón de mando de Ptah y separó de él el anj con el cetro encima. Entregó el pesado objeto a César, dio media vuelta, abandonó la sala, se llegó hasta los pilones exteriores y volvió sobre sus pasos. En un tramo del corredor se detuvo, se arrodilló y empujó con ambas manos una piedra grabada situada casi a ras del suelo; por efecto de un resorte, ésta saltó hacia delante, asomando de la pared lo justo para extraerla. Cha'em la retiró, tendió la mano hacia César, cogió el anj e insertó el extremo en el hueco.

– Pensamos en esto durante mucho tiempo -dijo mientras empezaba a hacer girar el anj utilizando el cetro para ejercer considerable fuerza-. Los ladrones de tumbas conocen todos los trucos, así que es difícil engañarlos. Al final, optamos por un recurso sencillo y una ubicación discreta. Sumando la longitud total de todos los pasadizos, ésta asciende a muchos codos. Y éste es un pasadizo más. -Gruñó a causa del esfuerzo, y sus palabras quedaron de pronto ahogadas por un agudo chirrido-. La historia de Ramsés el Grande está expuesta a lo largo de ambas paredes y las piedras que muestran los símbolos de sus numerosos hijos están intercaladas entre los jeroglíficos y las imágenes. Y el pavimento…, bueno, no tiene nada de particular.

Sorprendido, César miró hacia el lugar de donde procedía el ruido justo a tiempo de ver, en el centro del suelo, una losa de granito que se elevaba por encima de las circundantes.

– Ayúdame -dijo Cha'em, soltando el anj, que quedó fijo en el hueco, asomando de la parte inferior de la pared.

César se arrodilló, levantó la losa y bajo ella sólo vio oscuridad. Las losas de alrededor, menores, estaban dispuestas de modo tal que era posible ir retirándolas: dos de sus lados no estaban fijos. Cuando las quitaron todas, quedó en el suelo un agujero de anchura suficiente para introducir por él objetos de tamaño considerable.

– Ayúdame -repitió Cha'em, asiendo la vara de bronce con el extremo ensanchado a la que estaba acoplada la losa central.

La vara medía un metro y medio de longitud; la desenroscó y extrajo para eliminar todo obstáculo en el momento de bajar. Con un ágil movimiento, Cha'em entró en el agujero, buscó algo a tientas y encontró por fin dos antorchas.

Cha'em volvió a salir.

– Ahora iremos a encenderlas al fuego sagrado -dijo-, porque las cámaras no disponen de ninguna fuente de luz.

– ¿Hay aire suficiente para que ardan? -preguntó César mientras se dirigían hacia la fogata del sanctasanctórum, una reducida sala donde estaba la estatua de Ramsés sentado.

– Habiendo retirado las losas, sí, y siempre y cuando no nos adentremos demasiado. Si se tratase de sacar el tesoro, habría venido con otros sacerdotes e introducido aire con un fuelle antes de entrar.

Con las antorchas ardiendo lentamente, descendieron a las entrañas de la tierra bajo el santuario de Ptah, bajando por una escalera a una antesala; más allá, había un laberinto de túneles bordeados con pequeñas cámaras llenas de lingotes de oro, cofres repletos de perlas y piedras preciosas de todos los colores y clases; algunas de esas cámaras olían a corteza de árboles, especias, incienso; otras contenían laserpicium y bálsamos; muchas guardaban colmillos de elefante; algunas encerraban piezas de porfirio, alabastro, cristal de roca, malaquita, lapislázuli; varias estaban colmadas de caoba, madera de cidro, electro, monedas de oro. Pero no había ninguna estatua ni pinturas, nada de aquello que César habría considerado obras de arte.

César regresó al mundo corriente con una sensación de vértigo; en el interior de las cámaras se acumulaba tal cantidad de tesoros que, en comparación, palidecían incluso las setenta fortalezas de Mitrídates el Grande. Era cierto lo que Marco Craso siempre decía: que nosotros, los habitantes del mundo occidental, no tenemos ni idea de los tesoros que acumulan los orientales, ya que no los valoramos por sí mismos. Tales cosas son intrínsecamente inútiles, y por eso están aquí escondidas. Si fueran mías fundiría los metales y vendería las joyas para financiar una economía más próspera. En tanto que Marco Craso no habría hecho más que pasearse contemplando esas riquezas canturreando. Sin duda todo empezó cuando alguien escondió algunas cosas de valor, y el tesoro creció hasta convertirse en un monstruo que requería un extremo ingenio para protegerlo.

De regreso al pasadizo, enroscaron la vara en su base, que estaba un metro y medio más abajo del suelo, y accionaron de nuevo el mecanismo que había levantado la losa central; a continuación colocaron las losas de alrededor y la del centro en su sitio, de nuevo al nivel del suelo. César observó con atención el pavimento y advirtió que ya no había indicio alguno de la entrada. Para comprobarlo golpeó el suelo con la planta del pie, pero no sonó a hueco, ya que las losas tenían un grosor de diez centímetros.

– Si uno mira de cerca la piedra con inscripciones -dijo mientras Cha'em ponía el anj y el cetro en el báculo de Ptah-, vería que ha sido manipulada.

– Mañana ya no -respondió Cha'em tranquilamente-. La cubrirán con yeso, la pintarán y la envejecerán para que tenga el mismo aspecto que las otras.

Siendo muy joven, César había sido capturado por los piratas, que tan seguros se sentían de lo ignoto de su cala licia que lo dejaron permanecer en cubierta mientras navegaban; pero él había contado las calas y cuando lo pusieron en libertad tras el pago de un rescate regresó para capturarlos. Lo mismo fue haciendo con las cámaras del tesoro: contar las losas entre el santuario de Ptah y la que sobresalía de la pared al empujarla. Pero es muy distinto, pensó mientras seguía a Cha'em hacia el exterior, cuando uno no conoce el secreto. Para encontrar las cámaras del tesoro, los ladrones tendrían que revolver todo el templo; César, en cambio, había tenido la oportunidad de llevar a cabo un simple ejercicio de cálculo. Y no tenía intención de apoderarse de lo que un día pertenecería a su hijo; pero un hombre habituado a pensar nunca pierde la oportunidad de hacerlo.

5

A finales de mayo regresaron a Alejandría y encontraron que los escombros habían sido retirados por completo y por todas partes se construían nuevas viviendas. Mitrídates de Pérgamo se había trasladado a un cómodo palacio con su esposa, Berenice, y su hija, Laodicem, y Rufrio se dedicaba a edificar un cuartel para las tropas que se quedarían allí a pasar el invierno, al este de la ciudad, cerca del hipódromo, pues consideraba prudente alojar a sus legiones a un paso de los judíos y méticos.

César dio a la faraona consejos y advertencias.

– No seas tacaña, Cleopatra. Emplea el dinero en dar de comer a tu pueblo, y no pases el coste a los pobres. ¿Por qué crees que Roma tiene tan pocos problemas con su proletariado? No cobres entrada a las carreras de cuádrigas, y piensa en unos cuantos espectáculos que puedan organizarse en el ágora con acceso gratuito. Trae compañías de actores griegos para representar obras de Aristófanes, Menandros, los dramaturgos más alegres; a la gente corriente no le gustan las tragedias porque en general viven sus propias tragedias. Prefieren reír y olvidar sus problemas durante una tarde. Aumenta el número de fuentes públicas y construye algunos baños públicos asequibles. En Roma, retozar en una casa de baños cuesta un cuarto de sestercio; la gente sale limpia y de buen humor. Mantén bajo control a esas lamentables aves durante el verano. Contrata unos cuantos hombres y mujeres para lavar las calles e instala unas letrinas públicas decentes en cualquier lugar donde haya un desagüe que se lleve las aguas fétidas. Puesto que Alejandría y Egipto están sobrados de burocracia, establece censos para contar tanto a la ciudadanía en general como a la nobleza, y confecciona un catálogo de granos que dé derecho a los pobres a un medimnus de trigo al mes, más una ración de cebada para que puedan elaborar cerveza. El dinero que recibes como renta ha de distribuirse, no lo dejes enmohecer; si lo guardas, la economía se viene abajo. Alejandría ha sido domada, pero está en tus manos mantenerla así.

Y siguió enumerando las leyes que debía aprobar, los reglamentos y ordenanzas locales, la institución de un sistema de auditoría pública. Debía también reformar los bancos de Egipto, propiedad de la faraona, que los dirigía a través de una burocracia deficiente. ¡Eso no podía ser!

– Destina más dinero a la educación, anima a los pedagogos a crear escuelas en mercados y lugares públicos, subvenciona sus sueldos a fin de que más niños puedan aprender. Necesitas contables, escribanos, y cuando lleguen más libros llévalos directamente al museo. Los funcionarios públicos son perezosos, así que supervisa más severamente sus actividades, y no les ofrezcas cargos vitalicios.

Cleopatra escuchó mansamente, sintiéndose como una muñeca de trapo que movía la cabeza cada vez que la agitaban. Embarazada ya de ocho meses, se movía torpemente, no podía alejarse demasiado de un orinal, tenía que soportar las patadas del hijo de César en sus entrañas mientras que el propio César la aturullaba mentalmente. Pero estaba dispuesta a soportar cualquier cosa salvo la idea de que muy pronto él se iría, de que tendría que vivir sin él.


Por fin llegó su última noche juntos, las nonas de junio. Al amanecer, César, junto con los tres mil doscientos hombres de la Sexta legión y la caballería germana marcharían hacia Siria en el primer tramo de un viaje de más de mil quinientos kilómetros.

Cleopatra hizo lo posible para que él pasara una noche agradable, aunque comprendía que si bien él a su manera la quería, ninguna mujer sustituiría jamás a Roma en el corazón de su amante, ni significaría tanto para él como la Décima o la Sexta legiones. Es lógico, se dijo, esos soldados y él han pasado muchas cosas juntos. Sus hombres forman parte de las fibras mismas de su ser. Pero también yo moriría por él. Es el padre que no tuve, el marido de mi corazón, el hombre perfecto. ¿Quién en todo el mundo podría compararse a él? Ni siquiera Alejandro Magno, que fue un conquistador aventurero, poco interesado en los aspectos prácticos del buen gobierno o los estómagos vacíos de los pobres. Babilonia no atrae en absoluto a César. César nunca sustituiría a Roma por Alejandría. ¡Ojalá lo hiciera! Con César a mi lado, no sería Roma quien dominara el mundo sino Egipto.

Podían besarse y abrazarse, pero hacer el amor era imposible. Sin embargo, un hombre tan sereno como César no se dejaba disuadir por eso. Me gusta la manera en que me acaricia, tan rítmica y firme, y sin embargo la piel de la palma de su mano es suave. Cuando se vaya, podré imaginar esas manos, tan hermosas. Su hijo se parecerá a él.

– Después de Asia, ¿irás a Roma? -preguntó.

– Sí, pero no por mucho tiempo. He de dirigir una campaña en la provincia de África y terminar de una vez con los republicanos -dijo y suspiró-. ¡Oh, si Magno viviera, las cosas podrían haber sido muy distintas!

Cleopatra tuvo una de sus peculiares y súbitas percepciones.

– Eso no es así, César. Si Magno viviera, si hubiera llegado a un acuerdo contigo, nada habría cambiado. Hay muchos otros que nunca se arrodillarán ante ti.

Él guardó silencio por un momento y luego se echó a reír. -Tienes razón, amor mío, toda la razón. Es Catón en quien se apoyan los republicanos.

– Tarde o temprano te quedarás de manera permanente en Roma.

– Un día de éstos, quizás. Aunque he de combatir contra los partos y recuperar las águilas de Craso cuanto antes.

– Pero tengo que verte otra vez. Es necesario. Había pensado que cuando hayas acabado tus guerras contra los republicanos te establecerás en Roma para gobernar, y entonces yo podría ir a Roma contigo.

César se incorporó sobre un codo para mirarla.

– Cleopatra, ¿nunca aprenderás? En primer lugar, ningún soberano puede alejarse de su reino durante muchos meses consecutivos, así que no puedes venir a Roma. Y en segundo lugar, como soberana es tu deber gobernar.

– Tú eres soberano, y sin embargo permaneces alejado meses y meses -protestó ella, rebelándose.

– Yo no soy un soberano. Roma tiene cónsules, pretores y distintos magistrados. Un dictador es sólo una medida temporal, nada más. En cuanto yo, como dictador, ponga a Roma en orden, dejaré el cargo. Tal como hizo Sila. Gobernar Roma no es una prerrogativa constitucional. Si lo fuera, no me alejaría de Roma. Del mismo modo que tú no puedes alejarte de Egipto.

– Vamos, no discutamos en nuestra última noche -exclamó ella, agarrándole el antebrazo con actitud apremiante.

Pero para sí, Cleopatra pensaba: Soy la faraona, soy dios en la tierra. Puedo hacer lo que quiera, nada me lo impide. Tengo a mi tío Mitrídates y cuatro legiones romanas. Así que cuando hayas derrotado a los republicanos y fijado tu residencia en Roma, César, me reuniré contigo.

¿Que no gobernarás Roma?

¡Claro que lo harás!

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