I Comienzo

¿Qué mascaradas, qué bailes vamos a tener?

El sueño de una noche de verano, V, 1


1

Madrid,

en la actualidad


El hombre parecía normal, y eso fue lo que me hizo pensar que era peligroso.

Su casa, o aquella a la que me llevó diciendo que era suya, ofrecía la misma impresión de exagerada normalidad: un adosado con paneles solares, jardín minúsculo y avanzados sistemas de seguridad situado en una calle tranquila en Padua, una de tantas urbanizaciones de las afueras de Madrid creadas para albergar edificios y gente que no caben en otro sitio. El interior olía a limpio y estaba ordenado, lo cual también me intrigó. Me había dicho que vivía solo, y tanta pulcritud en un hombre solo era inquietante.

– Pasa, ponte cómoda -invitó mientras tecleaba en el control de bloqueos de la entrada.

– Gracias.

– ¿Qué quieres beber? -Sonrió y abrió los brazos-. No tengo alcohol.

– Un refresco light, el que tengas.

Dejé el bolso en un sofá, pero no me senté. Cuando se ausentó a por las bebidas eché un vistazo al salón. Conté no menos de cinco cuadros sobre temas campestres que harían bostezar a una abuelita y más de una docena de imágenes religiosas, incluyendo una de esas esculturas microscópicas con el rostro de una Virgen o un Cristo visibles bajo un cristal de aumento. La religiosidad exacerbada me la esperaba. Y el hecho de hallar en una mesita central un portátil con conexión por infrarrojos, también. Por lo visto, trabajaba de redactor en un canal de noticias online, y si vivía solo podía tener los ordenadores donde le diera la gana.

No me esperaba, en cambio, ver a una mujer.

La holografía se encontraba sobre un pequeño soporte de piedra, flotando en un marco en forma de U, y adornaba unos anaqueles blancos junto a cuatro libros sobre informática y un crucifijo. La mujer estaba sentada junto al hombre, probablemente en un bar. Ambos sonreían y parecían aburridos, ella más que él. De inmediato empecé a estudiarla: unos treinta años, fuerte complexión, espesa melena oscura. El vestido le hacía mostrar el hombro y el muslo izquierdo desnudos. Se sujetaba una mano con otra. Parecía una hembra dominante, lo cual no me chocaba especialmente con lo que yo esperaba que fuese el Señor Pulcro, pero había algo en su postura que me dejó pensativa.

Escuché pasos a mi espalda y decidí seguir mirando el retrato.

– No sabía si querías hielo o… -El hombre se interrumpió al verme.

– Sin hielo está bien.

– ¿Mirabas ese retrato? -Inicié una disculpa tonta, pero el hombre agregó, sonriendo-: Es mi mujer. Mi ex, quiero decir.

– Oh, vale.

Nos sentamos en los sofás, él a mi izquierda. Giré el cuerpo hacia la derecha y realicé una pequeña prueba. Llevaba pantalones, pero eran ceñidos, de piel negra, lo cual me ayudó a presentar la zona lateral del muslo. Esperé hasta que me miró para quitarme la ajustada cazadora de tiras de cuero, descubriendo primero el hombro izquierdo. Observé sus ojos: el enganche no se incrementaba, pero tampoco parecía disminuir. Era obvio que le gustaba contemplarme en esa posición -la de su «ex»-, aunque no en exceso. Probé a hablar mientras manipulaba la chupa.

– Me habías dicho que eras soltero.

– Me divorcié hace poco tiempo. -El hombre le restó importancia con un gesto-. Es agua pasada.

– Ya. Si la cosa no funciona, lo mejor es cortar. -Arrojé la chupa junto al bolso. Me había sentado lejos del bolso para indicar que contaba con un lapso generoso de tiempo, pero agregué-: Tengo que irme pronto.

– Vaya -dijo como si se tratase de una ligera contrariedad, y señaló el vaso sobre la mesa-. ¿No vas a beber un poco?

– Claro.

Probé el refresco. Sabía solo a limón, pero eso no quería decir que no contuviera alguna droga. No me importó, ya que estaba segura de que no iba a hacerme nada mientras me hallara inconsciente. Si era el Espectador, me necesitaba despierta para divertirse.

– Eres guapa -dijo-. Muy, muy guapa.

– Gracias.

– Tan delgada y… alta. Pareces una modelo… Y tan joven…

– ¿Estás preguntándome la edad? -Sonreí y agregué-: Veinticinco.

– Ah. Yo, cuarenta y dos.

– Tú también pareces joven.

Alzó una mano velluda, me lo agradeció y se rió como de un chiste secreto. Cuando dejaba de beber sus ojos retornaban a mi rostro y no se apartaban de él, como soldados ante un superior, pero yo sabía que todo lo que le atraía de mí, todo lo que le enganchaba, comenzaba justo desde mi pelo recogido en un moño hacia abajo: los tirantes negros que dividían mis hombros, las muñequeras semejantes a grilletes, mi vientre desnudo bajo el top, mis piernas enfundadas en un pantalón de piel que se prolongaba con botas puntiagudas.

Cuando hablaba, el hombre gesticulaba como si fuese un ejercicio de pesas.

– ¿Eres… española o…? Pareces… no sé… Sueca, algo así…

– Soy de Madrid. Sueca de Chueca.

El hombre meneó la cabeza mientras reía.

– Hoy en día nadie es lo que aparenta.

– Y que lo digas -coincidí.

Hizo una pausa. Yo aproveché para observarlo disimuladamente mientras reflexionaba. «¿Qué estás pensando, cabrón? Hay algo a lo que no paras de darle vueltas. No es solo sexo… Hay algo ahí, detrás de ese ceño negro, algo que quieres decir o hacer… ¿Qué es?»

El hombre me había dicho que se llamaba Joaquín. Su aspecto me recordaba los documentales sobre el Cromagnon que pueden verse en canales de pago: robusto, de baja estatura, frente hundida, pelo cortado a cepillo, cejas espesas unidas en el ceño y ojos separados y fijos. Un cuerpo de gran fuerza que ignoraba que tenía tanta. Uno de esos cuerpos que, con el adecuado ejercicio, podían partir ladrillos con la cabeza. Su atuendo presentaba otro detalle curioso: camisa verde a juego con el jersey. Preocupación por la propia imagen. Hombre solitario y presumido, religioso y divorciado, de voz suave y aspecto rudo. Un enigma velludo y musculoso, tímido, de mirada fija.

Seguía enganchado a mí, pero parecía necesitar algo más para entrar en acción. Pensé de nuevo en el aspecto dominante de su ex, si es que se trataba de su ex, y recordé lo que Gens opinaba sobre La doma de la bravía de Shakespeare y su relación con los fílicos de Holocausto. En esa obra, Kate, la mujer bravía, ofrece obstáculos que enardecen a Petruchio, que a su vez la «doma» con más obstáculos. «Es una lucha de voluntades que se estorban entre sí -decía Gens-, un símbolo de la máscara de Holocausto.»

Probé esa táctica. Dejé el vaso sobre la mesa haciéndolo resonar y me removí en el sofá, dotando a mi voz de cierta brusquedad.

– Entonces, ¿qué?

– ¿Perdón? -Se sobresaltó.

– Sí, ¿qué quieres hacer?

– ¿Hacer?

– Me has traído a tu casa para hacer algo, ¿no?

El hombre pareció procesar mi pregunta largo tiempo.

– Bueno… Pensé que podíamos charlar antes un poco…

– Es que, en este plan, me voy a pasar toda la noche charlando. Y, la verdad…

– ¿Tienes prisa?

– Mira, te doy una hora. -Moví las manos-. No puedo quedarme más.

– Vale, vale. Solo quería que nos conociéramos un poco…

– Ya nos conocemos. Yo, Jane; tú, Tarzán. ¿Algo más?

– No, está bien, yo…

Acentué mi provocación.

– Si quieres pagar por una hora de rollo, tú mismo. También cobro por aburrirme.

– No, no… Mejor así. Dos desconocidos.

– Y ahora dime qué quieres…

– No haré nada que no quieras hacer tú -me interrumpió. El hecho de que me interrumpiese por primera vez desde que nos habíamos conocido una hora antes en el club me pareció buena señal: significaba que empezaba a calentar motores.

– Tú mismo. Yo te he dicho que todo es negociable, excepto el pago por adelantado… Si veo pasta, hago lo que quieras. Si veo más, hago más.

– Así de sencillo, ¿no?

– Tal cual.

El hombre sacó una cartera y empezó a contar los billetes. De pronto sentí un pellizco de angustia. Empecé a pensar que era un simple capullo tarado, uno de tantos, con una filia de Holocausto inocente, sin cuartos trasteros ni sótanos peligrosos. Era lo más probable, pero un detalle me hacía seguir insistiendo. Un solo detalle.

«¿Por qué controlas tanto mi mirada, Joaquín? ¿Qué es lo que no quieres mirar ni que yo mire tampoco?»

Moví la mano como si fuese a echar un vistazo a mi reloj de pulsera, pero antes de completar el gesto volví a observar a Ojos de Pez.

Y lo pillé. Sus negras pupilas se habían desviado una fracción de segundo hacia un lugar que se hallaba directamente detrás de mí, antes de regresar de nuevo a mi rostro. ¿Qué era? No podía volverme para verlo: eso hubiese sido señalar el cuarto cerrado delante de Barbazul. Me reproché el descuido: Gens advertía que era necesario examinar bien el decorado antes de intentar cualquier máscara.

Era inútil buscar espejos, pero aproveché uno de los cuadros protegidos con cristal situado en la pared detrás del hombre. En su superficie se reflejaba la luz que entraba por los cristales de la puerta del recibidor, a mi espalda. ¿Era eso lo que miraba?

– ¿Es suficiente? -preguntó deslizando los billetes hacia mí.

Acepté su dinero. Volvió a beber, y eso me permitió espiar de nuevo el cuadro.

Había algo más junto a la puerta, una silueta angulosa. Me esforcé en recordar todo lo que había visto al entrar en su casa. Entonces lo supe.

Las barras de una baranda.

Una escalera que subía.

Un piso superior. Allí era. Eso era lo que no quería mirar. Todo estaba en el piso superior. Tenía que intentar desplazar el teatro hacia allí cuanto antes.

– ¿Te aburres? -preguntó.

– Qué va: me encanta mirar tus cuadros.

Enrojeció ante mi sarcasmo, pero siguió bebiendo en silencio.

No iba a llevarme arriba tan pronto, claro. Su psinoma tenía que cocerse en su propio jugo, ahora que estaba enganchado. Pero yo necesitaba saber cuanto antes que no me equivocaba de sujeto. Y cualquier iniciativa sexual hubiese sido inútil: si era yo quien daba el primer paso, su verdadero deseo retrocedería, y nunca me llevaría arriba ni me mostraría su secreto. Pensé a toda velocidad y opté por una medida drástica.

– Oye, lo siento. Tengo que irme.

Dejé el dinero en la mesa, me levanté, cogí la cazadora y empecé a ponérmela.

– Decías que tenías una hora -protestó el hombre sin énfasis.

– Ya, pero lo he pensado mejor. -Eché la cabeza a un lado con la excusa de que había olvidado coger el bolso, pero lo que hice fue abrocharme una de las correas de la cazadora, y solo entonces tomé el bolso. Al girar para cruzar el salón, alcé la mano y la apoyé sobre el bolso como si quisiera abrirlo, pero lo que acabé haciendo fue un encogimiento de hombros-. Lo siento, otra vez será. Adiós.

Mis gestos estaban calculados. Los entrenadores los llaman «la danza», porque son movimientos que no conducen a un fin concreto y se frenan entre sí, como las discusiones entre Petruchio y Kate. Eran clásicos del teatro de Holocausto. Mi plan era incrementar su placer para que pasara a la acción cuanto antes.

Caminé hacia la salida. Me detuve.

– ¿Hay alguna parada de metro por aquí?

– Al fondo de la calle.

– Gracias.

No creí que fuese a lograrlo. Me dejaba marchar. Los taconeos que daba en dirección a la puerta me sonaron como un penoso tictac.

Entonces, por fin, escuché su voz.

– Espera.

Volví a detenerme y lo miré.

El hombre se había levantado y sonreía, pero la palidez teñía su semblante ancho y su frente huidiza. -Yo… me gustaría hacer algo.

– Ya te he dicho que tengo que irme.

Había sacado la cartera.

– Si ves más, haces más, ¿no era eso? -Puso otro billete sobre los restantes. Fingí concederle un plazo. Sonrió-. Ven, quiero que veas algo.

Se dirigió a la escalera y empezó a subir.

2

En aquella planta la decoración era más o menos la misma: todo blanco, inmaculado, remoto. Una reproducción hortera de un caballero medieval en una columna de escayola. Dos puertas enfrentadas que podían guiar a dos dormitorios. El hombre abrió la de la derecha, dividida en paneles de cristal, y las luces automáticas se encendieron.

– Es mi dormitorio -dijo-. Pasa.

Estaba todo tan limpio que pensé de inmediato en un quirófano. La cama era lisa como los pensamientos de un cadáver. Los escasos muebles consistían en una cómoda de superficie vacía y un armario de apertura electrónica, ambos en color blanco. Encima de la cómoda, el primer y único espejo que yo había visto hasta ese instante, de marco biselado, parecía cumplir tan bien su labor que habría reflejado hasta a un vampiro. Cortinas de tubos de acero cerraban el acceso a lo que podía ser una terraza.

– ¿Qué te parece? -preguntó el hombre.

– No lo sé -contesté con toda sinceridad-. Desde luego, eres mucho más ordenado que yo.

Joaquín enrojeció como una cereza.

– Sí, me gusta el orden. Demasiado. -Y giró hacia el armario, que era de cuatro cuerpos. Empezó a teclear la combinación.

– ¿Me pongo cómoda?

– No, espera -dijo.

Había algo en aquel ambiente que me preocupaba, y no sabía bien qué era. No me sorprendía no hallar nada religioso en su «refugio», ya que ello hubiese significado dejar que su conciencia penetrase hasta ese nivel. Pero toda aquella blancura y cierto olor a antisepsia en el ambiente me hacían pensar en una intensa relación con el decorado. Eso no cuadraba mucho con un fílico de Holocausto. Y además, no era cierto que no hubiese nada religioso: había dos cuadritos colocados en un rincón, junto al ordenador portátil de brazo plegable instalado en la cabecera de la cama, de manera que quien durmiese en ella pudiese verlos desde allí. Mientras Joaquín tecleaba la combinación del armario les eché un vistazo. Eran reproducciones de obras antiguas que mostraban a dos mujeres aureoladas en pleno martirio: una desnuda y arrodillada mientras dos ruedas de cuchillos parecían querer convertirla en lonchas de embutido; la otra con una túnica, a punto de ser atada a un potro en aspa. Ninguna de las dos muy contenta, desde luego.

– Es curioso -dijo el hombre, aún vuelto de espaldas, mientras la puerta del armario se descorría en silencio-. Fui al Orleans esta tarde a entrevistar a alguien para mi página, y te encontré a ti…

– Casualidades de la vida.

Eso era lo que me había contado. El Orleans era un club pick-up cutre de carretera que recientemente había sido reformado para convertirlo en algo aún más cutre, con aires de recinto medieval, vidrieras coloreadas y rubias del Este que miraban al suelo, fingían ser núbiles y adoptaban poses de doncellas. Pero admitían a chicas ajenas al local, siempre y cuando hicieras las cosas discretamente. Por eso lo elegí para terminar mi ronda, y porque era uno de los sitios de probabilidad media que podía visitar el Espectador. Me hallaba en la barra, tras hacer una visita al aseo, y había pedido un combinado llamado «Hoguera» cuando el tipo se me acercó con aquellos ojos de pez y me preguntó si conocía a un hombre, un inglés llamado Talbot. Me explicó que era el decorador que había reformado el local, y que él estaba allí para entrevistarlo. Mientras me hablaba, hice unas gesticulaciones simples y supuse que podía ser fílico de Holocausto. Decidí darle una oportunidad. Lo enganché mientras le proponía un «precio por mis servicios». Fue entonces cuando me invitó a venir a su casa.

Y allí me encontraba, mientras la puerta de su armario se descorría en silencio y él, vuelto de espaldas, seguía hablando.

– Quiero decir que te conozco desde hace apenas una hora… A mi mujer la conocí durante ocho años y solo me atreví a hablarle de esto al final de ese tiempo…

– Las mujeres casadas no conocen a sus maridos, eso lo tengo claro -dije.

– No sé… -Introdujo la mitad superior de su robusto cuerpo en el armario. Vi chaquetas oscuras alineadas como invitados en un funeral-. Ella era muy buena, que conste… No quiero decir nada en su contra. Muy buena persona, pero… no me comprendía. Y sin embargo tú… tú pareces comprenderme, aunque no sé por qué…

– Vaya, gracias. Quizá no soy tan buena.

Se había agachado para coger algo. Yo no podía ver qué era desde mi posición al otro lado de la cama. Su voz me llegaba ahogada por el angosto interior.

– Las tías sois curiosas… Os vemos y dejamos de ser nosotros mismos. Podemos pasarnos años trabajando o fingiendo trabajar… Años enteros ocultos… y de repente llega una de vosotras y… y lo cambia todo. Nos saca fuera. Nos saca todo lo que somos. -Emergió como una tortuga del fondo de un estanque, se puso en pie y dio la vuelta. Llevaba algo en las manos-. Todo. De arriba abajo. Y uno hace cosas que jamás hubiese pensado hacer…

Dejó el objeto sobre la cama impoluta, donde su apariencia cobró aires aún más ridículos. Era una caja de zapatos Bedford para caballero, negra, con el logotipo de una espada dorada en el costado. El hombre puso las manos sobre ella como si se tratara del Santo Grial mientras deslizaba la lengua por los labios. Luego dijo:

– Tú sabrás cómo lo has hecho, pero cuando te vi por casualidad caminando por el club esta tarde pensé que… era como si te conociera de toda la vida. Como si pudiera confiar en ti por completo. Fue solo una impresión. Luego, al hablarte, la confirmé.

Tan distraída me encontraba mirando aquella caja que, por un instante, no escuché lo que decía. Lo miré.

– ¿Me viste por primera vez caminando?

– Sí, de espaldas. Creo que ibas al baño. -El hombre rió mientras quitaba la tapa de la caja con ambas manos, como si ejecutara un rito-. Pero no necesité verte la cara… Lo supe en ese instante.

Un enganche previo viéndome de espaldas no encajaba con lo que yo sabía sobre la filia de Holocausto. Eso me puso en guardia. Intenté desesperadamente recordar cómo era el pasillo que llevaba a los lavabos del Orleans: disposición de luces, contraste entre mi ropa oscura y el fondo… ¿Qué había al fondo? El aseo de mujeres. La puerta estaba… ¿abierta? ¿El interior era blanco? ¿Había luz? Mi silueta se recortaría sobre ese escenario. Blanco, negro. El pantalón de piel destellaría en mis nalgas al andar…

Mientras pensaba todo esto, el hombre extrajo de la caja el primer cuchillo.

– Son míos -dijo-. Los colecciono.

Asentí, pero mi mente ya no se hallaba concentrada en sus palabras: la blancura cegadora de la habitación, similar a la de un cuarto de baño; la holografía de la mujer con aspecto dominante; la presencia ridícula y doméstica de una caja de zapatos para encerrar su secreto íntimo, el deseo de su psinoma… Todos aquellos detalles por sí solos eran admisibles en una filia de Holocausto, pero en conjunto pertenecían a otra clase de cosa, bien distinta.

– ¿Estás asustada? -preguntó el hombre mientras acariciaba el cuchillo.

– No, qué va, es lo normal. Quiero decir que es normal que le pagues a una chica para acostarse contigo y luego saques una caja llena de cuchillos.

De la cara colorada del hombre brotó algo que podía ser una risa o una arcada, pero enseguida recobró la seriedad y la mirada de pez suplicante.

– No debes asustarte, por favor. Solo los colecciono. Tengo verdaderas joyas, como este. Mira, es un Somerset, con mango de madera de Rosewood y hoja de aleación molibdeno-vanadio. Se llama Rosa Roja, las piezas están numeradas… Este otro es Rosa Blanca, tiene mango de asta de ciervo natural y repujados en marfil…

– Encantada -dije, pero el hombre no se rió. Tenía todo el rostro granate y sudoroso mientras iba depositando sus «joyas» sobre la cama. El brillo del acero de los cuchillos reflejaba las crudas luces del techo.

– Te diré lo que debes hacer. Y te pagaré más, si quieres.

Volvió a meter la mano en la caja, pero esta vez no sacó un cuchillo sino un rollo de cuerda fina de color rosado.

Cuerdas de cualquier clase eran esperables en una filia de Holocausto, y desde luego el Espectador las usaba. Pero el tipo que tenía ante mí no era fílico de Holocausto, y ahora lo sabía. Lo había catalogado mal. No era la primera vez que me ocurría, y resultaba casi lógico en una filia tan parecida a la de mi presa, pero me reproché a mí misma no haberme asegurado antes de que el enganche se produjera.

– Te pagaré lo que me pidas -repitió el hombre. Dos gruesas gotas de sudor resbalaron por su frente mientras sacaba de la caja el último objeto: un rollo pequeño de cinta elástica. Todo tenía el aspecto de no haber sido usado en mucho tiempo-. Solo debes seguir mis instrucciones…

Un teléfono sonó en alguna parte, y ambos parpadeamos como si nos despertáramos del mismo sueño. La llamada enmudeció.

– Tengo los inhibidores activados. -Joaquín Ojos de Pez curvó los labios en una sonrisa-. Nadie nos molestará durante… Eh, ¿adónde vas?

Yo había aprovechado la pausa para colgarme el bolso del hombro y desplazarme hacia la puerta.

– Creo que… esto no es lo mío, Joaquín -contesté fingiendo inquietud.

– Te he dicho que no te asustes… No es lo que piensas. Déjame explicarte…

Observé que se ponía tenso y decidí esperar.

– De acuerdo -dije-. Pero no te prometo nada.

– Te aseguro que no es nada malo, nada malo.

– No he dicho que lo sea.

– Si me dejas que lo explique… Si me permites… -Se le había secado la boca y necesitaba despegar la lengua del paladar para seguir hablando-. Yo soy buena persona. Y esto no es malo. Lo entenderás enseguida…

Yo ya lo entendía demasiado bien. El acento en las palabras «bueno» y «malo» era típico del texto de los fílicos de Repulsión, que gozaban de contrastes chocantes: pulcritud y cuadros de torturas, cajas de zapatos y cuchillos. Gens los comparaba a la Juana de Arco de la trilogía de Enrique VI, una de las primeras obras del dramaturgo inglés. La Juana de Shakespeare era un personaje lleno de contrastes: guerrera y doncella, puta y santa, bruja y salvadora. Hasta el propio rey Enrique era un ejemplo típico de Repulsión. Por supuesto, nada de lo que el hombre estaba diciendo tenía relación alguna con la moral: solo hablaba su psinoma, el deseo ardiente que brotaba por sus ojos.

– No quiero que te quites la ropa… Te quedarás así… tal como estás…

– Vale.

– Entonces… me atarás con esta cuerda… manos y pies.

– Sí.

– Luego cogerás a Rosa Roja y… me pincharás… Yo te diré dónde… Por favor, no te rías…

– No me estoy riendo.

– Puedes pincharme un poco… no mucho, pero lo bastante para… que me duela… -Endureció la voz-. ¿Te hace gracia?

– No.

Yo no había siquiera sonreído. Gens habría dicho que aquellos comentarios iban dirigidos hacia esa otra parte ridícula y burlona de su filia de Repulsión, a la «caja de zapatos» del interior de su conciencia, pero por supuesto los dirigía hacia mí. Temí una disrupción y aparté la vista para no mirarlo directamente.

– ¿Lo harás? ¿Harás esto? Hace mucho tiempo que no se lo pido a nadie…

Lo único que yo quería era marcharme sin perturbarlo más. Fuera quien fuese el Señor Pulcro, le gustara lo que le gustase, lo cierto era que no se trataba de mi presa. Yo lo había enganchado por azar de espaldas, y el enganche se había reforzado con mis gestos de máscara de Holocausto, que podían atraer a otras filias, y sobre todo al imitar la postura de la mujer de la holografía, su ex, la Juana de Arco de su vida, bruja y santa, pasiva y dominante. Ahora tenía que intentar reparar mi error sin hacerle daño.

– Por favor -gimió.

No se me ocurría qué otra cosa hacer sino cerrar la tienda. «Apagar los focos y salir de escena», como diría Gens. Seguir interpretando para calmarlo era inútil. Mi propia ropa negra le ofrecía un contraste suculento con el fondo blanco del dormitorio. Y al hallarme tan próxima a los cuadros de santas martirizadas, me identificaba con un verdugo, lo cual le gustaba aún más. Pensé que su psinoma tenía que estar enviándole escalofríos de placer con la potencia de unas fiebres palúdicas. Pero lo peor no era eso.

Lo peor era que seguía sosteniendo a Rosa Roja mientras hablaba.

– Por favor, Elena, o como te llames… me dijiste… me dijiste que si te pagaba, harías cualquier cosa…

Relajé los músculos y moví las manos con suavidad, ya que la rigidez y los gestos violentos enganchaban más al deseador de Repulsión. Entregué un texto con voz natural mientras caminaba hacia la puerta:

– Lo siento, pero… creo que no quiero hacerlo. Lo lamento, Joaquín.

– Dime un precio. Tan solo dímelo.

– Lo siento de veras. Hasta luego.

Comprendí que le había dado la espalda demasiado pronto. Mi espalda lo enganchaba, lo había olvidado. Sentí sus jadeos acercándose.

– Oye, oye, oye… -Cada «oye» se aproximaba más y revelaba más furia. Una mano me cogió la manga de la cazadora cuando cruzaba el rellano hacia el último tramo de escalera-. ¿Adónde crees que vas, eh? ¿Adónde, eh?

– Suéltame. -Me liberé de un tirón, pero volvió a cogerme el brazo.

– Espera… Espera, coño… Me dijiste que harías lo que yo quisiera, ¿no?

– ¡He dicho que me sueltes! -Intenté apelar a su respeto por la mujer dominante, pero eran arenas movedizas: mientras más me movía en ellas, más placer le causaba.

– ¡Ya te he soltado! -exclamó, abriendo la mano-. ¡Ahora, escúchame!

Seguí bajando la escalera sin responder hasta que el chillido me paralizó.

– ¡Espera, joder! ¡Me dijiste «lo que yo quisiera»! ¿No? ¿Qué ha pasado? ¿Ahora dices que no es lo tuyo? ¿Qué ha pasado? ¿Te parezco muy anormal? ¡Dime! ¿Te parezco un loco?

Me volví hacia él en la escalera y lo miré. No, no estaba loco, por supuesto. Era un pobre diablo. Pero estaba disrupcionando. De alguna manera el enganche había sido mayor del que esperaba, y al cerrar el teatro había empezado a disrupcionar. La disrupción es un estallido del deseo: te hundes tanto en el psinoma que es como si perforaras la tierra y, de improviso, ves ascender petróleo como un vómito negro y viscoso.

– ¿Quién te crees que eres, puta de mierda? -vociferaba el bueno de Joaquín abriendo una boca que parecía más grande que toda su cabeza-. ¿Quién coño te crees que eres? ¡Toda mi vida he tenido que aguantar a putas como tú! ¡Primero sí, luego no! ¡Primero «ven», luego «lárgate»! ¡Dais asco! ¡Todas! ¡Asco!

Era inútil decirle que se calmara, o siquiera hablarle. Mi propia tensión e incluso los leves jadeos que me produciría el ejercicio de correr escalera abajo, elevarían a la quinta potencia aquella disrupción preliminar. Solo cabía esperar que se calmara perdiéndome de vista. Yo era su tentación, su placer: si salía de escena, quizá se detuviera.

Descendí los cuatro o cinco peldaños que me quedaban y corrí a la puerta. Estaba cerrada electrónicamente, pero confié en que no con una clave. Busqué el teclado para pulsar el «Open», y entonces oí la voz a mi espalda y casi sentí el aliento en mi nuca. Me volví.

– ¿Qué soy para vosotras? ¿Qué soy…? ¿Qué he sido siempre? -El hombre temblaba de pies a cabeza mientras sollozaba. Pero yo solo tuve ojos para la epilepsia de aleación molibdeno-vanadio que lanzaba destellos en su mano derecha al gesticular.

– Deja que me marche, Joaquín -dije con calma.

Sin embargo, al tiempo que lo decía, comprendí que ya no podía irme así como así. Joaquín la Vestal, la doncella mártir, haría algo terrible con su poderosa Rosa Roja si lo abandonaba en aquel estado. O quizá no, pero no quería aceptar el riesgo. Era un inocente. O bien no era el culpable que buscaba.

– ¡Dime qué soy! -rugió, alzando el cuchillo hacia su rostro-. ¿Un anormal? ¿Eh? ¿Eh? ¿Soy anormal porque me gusta que me pinchen? ¿Eh? ¿Eh? ¿Soy anormal?

– Sí-dije-. Eres un anormal del culo.

Se quedó quieto un segundo.

Durante ese segundo levanté el brazo derecho y le estampé el puño en la cara. Fue como golpear una pared, pero no era el primer hombre a quien golpeaba. Se derrumbó de inmediato y Rosa Roja escapó de sus manos y se deslizó como un esquí afilado y mortal por el suelo de mármol blanco.

Me froté los nudillos, me agaché junto a Mister Mártir y estudié la situación: un coágulo empezaba a abultar su nariz, lo cual me hizo pensar que se la había roto al caer, o quizá con mi propio golpe. Pero al menos respiraba con normalidad y su corazón latía. Además, ya era inofensivo, y cuando despertara, la disrupción habría finalizado. No se puede tener todo en esta vida.


Recogí a Rosa Roja y subí la escalera. Guardé los cuchillos y el resto de objetos en la caja de zapatos y la devolví a las profundidades del armario, donde hallé ocultas varias impresiones de webs de hombres atados. Me despedí de las santas mártires y al regresar al vestíbulo, me detuve antes de abrir la puerta y contemplé el fardo vestido de verde oliva y vaqueros que roncaba como un borracho en el suelo del salón.

– Eres anormal, sí -dije en voz alta-, pero no más que cualquiera.

Abrí la puerta y salí de la escena.

3

– No ha presentado una denuncia.

Aguardé sin decir nada. Álvarez continuó:

– Despertó, se fue a urgencias y dijo que se había golpeado con una puerta.

– Está bien que, de vez en cuando, sean los tíos quienes den esa excusa -comenté.

Álvarez hizo algo que creí que no haría en toda la entrevista: dejó de mirar el parabrisas y volvió el rostro hacia mí. Hasta ese momento se había limitado a contemplar cómo se estrellaba la rabia de aquella mañana de lunes de Madrid en forma de dardos de lluvia. Por supuesto, el gesto duró solo un instante. El coche estaba estacionado junto al parque Veronés, un pequeño jardín al norte de Madrid, supuestamente colocado para embellecer una no tan reciente parada de metro. Era un Opel y su interior olía a cuero nuevo, gabardina húmeda y loción para después del afeitado. Flotaba igualmente el recuerdo de un perfume femenino de los caros, y pensé que era más probable que fuese de su mujer que de ninguna amante secreta: Álvarez parecía monógamo vocacional.

– No quiero saber por qué le rompió la nariz a un falso positivo, Blanco -dijo Álvarez tras la pausa-. Sé que lo contó en su informe. Yo no quiero saberlo.

– Disrupcionó con un cuchillo de caza en la mano. Tuve que dejarlo inconsciente antes de irme.

– Le dije que no quería saberlo.

– Pero yo quería decírselo.

– Al menos, no ha presentado una denuncia.

– La verdad, me importa una mierda lo que haga ese capullo… -repuse-, si me perdona el lenguaje.

Álvarez hinchó el pecho y expelió el aire con un prolongado suspiro.

– Ese «capullo» era un ciudadano con derechos constitucionales. Si hubiese denunciado a la chica que le rompió la nariz, probablemente a estas alturas yo habría recibido ya un mensaje de Interior preguntándome cuánto tiempo lleva Diana Blanco Bermúdez trabajando en esto y sondeándome para saber si podíamos prescindir de usted sin indemnizarla. No cuide su lenguaje, Blanco: cuide sus ideas.

– Si quiere, me da la dirección de su correo electrónico y le envío una disculpa.

– No estoy de humor para bromas.

– Puedo poner: «Siento haberme confundido de anormal. Usted solo quería que lo ataran y lo pincharan con un cuchillo de caza, claro, filia de Repulsión, no de Holocausto, tonta de mí. Está usted como un puto cencerro, pero al menos no hace daño a nadie».

– He dicho que basta, Blanco.

– Y yo le he dicho que disrupcionó, ¿vale? Y que sostenía un cuchillo tan largo como su brazo. ¿Qué prefería? ¿Un falso positivo con la nariz rota o uno degollado?

– Yo no prefiero nada -dijo Álvarez mirando fijamente hacia el parabrisas-. Y no me hable de «disrupciones», «erupciones», «psinoma» o «máscaras»… Yo no entiendo nada de eso, y no tengo por qué entenderlo. Lo único que sé es que el viernes un inocente resultó lesionado. Y, para bien o para mal, la persona que lo lesionó trabaja en un departamento de mi competencia.

Álvarez nunca me miraba, pero yo a él sí, y a placer, entre otras cosas para ponerlo nervioso: su calvicie, el veteado gris plata en las sienes, la expresión siempre irritada de enfermo biliar, la tupida red de venillas en las aletas de la nariz, las arrugas de hombre de cincuenta y pico, el traje oscuro de dos mil euros, la camisa turquesa con corbata a juego, las uñas recortadas y el anillo de boda en la mano derecha. Alberto Álvarez Correa, Comisionado de Enlace entre Interior y Psicología Criminal. Un hombre comprensible de un solo vistazo, transparente dentro de su propio laberinto retorcido. Y quizá por eso lo necesitaba ahora más que nunca.

Tras removerse incómodo en el asiento agregó:

– Quería oírla disculparse. He supuesto que ha solicitado esta cita por eso, ¿no?

Seguí mirándolo un instante en silencio. Imaginé que, para un hipotético observador que nos espiara desde la calle, no podíamos ofrecer mayor contraste: el hombre maduro y atildado y la chica de cabello chorreante, pantalón de chándal y cazadora empapados y zapatillas llenas de barro ofendiendo el felpudo de su Opel dorado.

– ¿Sabe de lo que tengo ganas? -siseé-. ¿Quiere saberlo?

– Adelante.

– Tengo ganas de cazar a ese hijo de puta. Pero no de cazarlo, tan solo. Tengo ganas de mearme en su cara mientras se desangra. Me sentiría como una niña en Disneylandia si lo viera retorcerse de dolor rogándome que lo matara. Pienso en eso cuando quiero descansar. Me divierte y me relaja como nada en este mundo; ríase del taichí.

– Un momento, no sé adónde quiere ir a parar… ¿Está insinuando que nadie, salvo usted, quiere atrapar al Espectador? ¿Que yo no quiero?

– No sé lo que usted quiere. Solo le digo lo que quiero yo.

– Todos queremos cazar a ese bicho, Blanco.

– Pero con diferentes ganas. Somos cinco cubriendo un radio que se extiende por los alrededores de Madrid. Empezamos siendo quince, y ahora somos cinco. Recortes de presupuesto, lo llaman. Eso sin contar que los perfis no nos ofrecen nueva información sobre los cambios en su modus operandi, ni sobre el rumor de que su filia puede no ser de Holocausto. Esas son las «ganas» de la gente cuyos intereses defiende usted. Cinco cebos ignorantes para Madrid y sus alrededores. Tardamos casi un día entero en recorrer las áreas de caza, y, por supuesto, cometemos más falsos positivos al final de la jornada. ¿Y sabe por qué no hay presupuesto? Supongo que sí lo sabe, pero yo se lo diré. Porque está matando putas. No solo las mata: las envía al infierno un par de semanas y luego deja los restos en el campo como quien se limpia una mierda pegada a la suela del zapato. Mujeres entre quince y treinta años, sí, pero en su mayoría inmigrantes y putas. Es mejor destinar el presupuesto de Psicología Criminal a proteger el culo de aquellos a quienes les gusta pincharse con cuchillos de caza. Pero, en fin, ¿de qué me sorprendo? Los cebos somos como las putas, ¿no suele decirse eso? Fingimos los sentimientos para complacer a gente indeseable. Así que supongo que disminuir a la vez el número de cebos y putas es todo un logro para el nuevo Madrid de su amigo el alcalde y su amigo el obispo. «Un Madrid sin cebos ni putas» será el eslogan de la próxima campaña de…

– Ya basta, Blanco.

– Quizá tendríamos que agradecerle públicamente al Espectador que limpie la ciudad de desechos. ¿Qué le parece una misa en la Almudena?

– Blanco.

Cuando acabé, me quedé como siempre cuando digo lo que siento: llena. No como si hubiese expulsado algo, sino como si me hubiese dado un banquete frenético que solo pudiera permitirme en raras ocasiones. Álvarez, en cambio, arrugó la nariz en un gesto de leve repugnancia, como si la sinceridad fuera para él un plato vulgar.

– Si quería discutir la logística del caso, podría haberse ahorrado las ofensas. Su queja queda archivada en el disco duro. Hablaré con Padilla. Y ahora…

– No quería verle para quejarme de nada.

– Por Dios, dígame entonces qué quiere de una vez, y acabemos. Tengo una reunión en el ministerio dentro de una hora.

Miré su rostro de perfil un instante más a través de los barrotes de mi cabello húmedo pegado a la frente, tomé aire y solté lo que había estado pensando casi veinticuatro horas al día durante todo aquel horrible fin de semana.

– Quiero presentarle mi dimisión.


La última vez que Álvarez Correa me había mirado yo estaba desnuda.

Había ocurrido dos años antes, un día de abril, poco después de que se celebraran las exequias por la muerte de Gens. Me hallaba en el escenario de uno de los teatros del departamento, frente a un decorado que imitaba una ducha de azulejos blancos, y me movía constantemente con el grifo de la ducha en la mano en un ensayo didáctico de máscara de lo Ambiguo para entrenar a cebos principiantes. Álvarez había bajado a los escenarios a entrevistarse urgentemente con Padilla. Y resultó que era fílico de lo Ambiguo, y nada más verme quedó enganchado.

Los escenarios de los teatros de cebos son parecidos a platós de televisión: decorados abiertos, luces y hasta cámaras, y los ensayos se realizan a la vista de todos. Esto es así porque los cebos somos muy peligrosos y no es aconsejable que nadie, ni siquiera un preparador, se encierre a trabajar con uno de nosotros en una habitación. Pero, por lo mismo, el acceso a los sótanos donde se encuentran los escenarios está prohibido para el personal ajeno a Psicología Criminal.

El caso de Álvarez, sin embargo, era como su propia filia: ambiguo. Se trataba de nuestro enlace con Interior, y en teoría nadie podía bloquearle el paso en un teatro. Era cierto, además, que ya había visitado los escenarios en anteriores ocasiones y conocía los riesgos de mirar a un cebo fijamente durante un ensayo. Se trató, pues, de un simple azar. Los pescadores, a veces, sacan latas o zapatos en lugar de peces, y los cebos enganchamos sin pretenderlo.

El fílico de lo Ambiguo obtiene placer viendo un cuerpo moverse contra un fondo que cambia constantemente. Paulo Elazian, el psicólogo brasileño que descubrió la filia, hacía que sus cebos fueran de un lugar a otro en un decorado con tres fondos distintos. Las nuevas técnicas permiten que el propio cebo utilice su cuerpo como decorado mudable. En la antigua mitología, Proteo era un dios marino capaz de cambiar de forma a voluntad, y no en vano uno de los personajes de Los dos caballeros de Verona de Shakespeare se llama así, y su transformación constante de amigo a traidor, de amante de una dama a amante de otra, de buen chico a violador perverso, evoca las claves simbólicas de esta máscara. Gens nos hacía representar partes de la obra en cuartos de baño, donde el cuerpo y el agua forman un tapiz de imágenes móviles y cambiantes.

Supongo que, mientras bajaba, Álvarez miró distraídamente hacia el único escenario iluminado, donde yo me movía desnuda interpretando la máscara de su filia, y en aquel preciso instante realicé un gesto que le enganchó. Fue una mirada fugaz en el segundo preciso. Quizá puedas pasar veinte veces frente a un blanco mientras el tirador recarga la pistola, pero Álvarez pasó justo cuando yo disparaba.

Por supuesto, yo sabía quién era él. Llevábamos años viéndonos en el departamento y Álvarez nos había dado ya numerosas charlas e instrucciones, aunque nunca habíamos hablado personalmente. Pero bastó ese segundo para que nuestra relación cambiara de forma drástica y para siempre.

Me percaté de lo que ocurría de inmediato, debido a la inmovilidad en que lo vi sumirse al pie de la escalera. Estaba a punto de interrumpir el ensayo para evitar perjudicarlo más, cuando, por fortuna, Padilla llegó y lo cogió del brazo haciéndolo reaccionar. Por supuesto, el enganche persistió, y cuando acabé el trabajo me puse un albornoz y le pedí a un preparador que me presentase a Álvarez. Lo desenganché tras unos cuantos gestos desprovistos de la ambigüedad neblinosa que tanto placer proporciona a los de su filia: le di la mano, sonreí, charlamos banalmente.

Sin embargo, desde aquella experiencia Álvarez nunca me miraba. Desviaba la vista con rapidez cuando por casualidad nos topábamos en el pasillo de un teatro o una sala de reuniones. No le culpaba: era padre de familia, católico, tres hijos. Su trabajo le obligaba a entrar en contacto con nuestro mundo, pero no entendía nada sobre psinomas, máscaras, filias o la razón por la que Shakespeare es tan perverso y tan útil. Era un Ambiguo y ejercía su ambigüedad en las reuniones políticas, pero en su vida privada se ilusionaba pensando que mantenía convicciones sólidas.

Incluso aquel lluvioso lunes, cuando le comuniqué la noticia de mi dimisión, titubeó y parpadeó, pero no apartó los ojos del parabrisas.

– ¿Su… dimisión? Acaba de decirme que quiere cazar a ese tipo…

– Acabo de decirle lo que me gustaría hacer. Pero no puedo seguir con esto.

Álvarez respiró hondo y, por primera vez en la entrevista, habló con suavidad.

– ¿Qué edad tiene, Diana?

– Veinticinco. -No me pasó desapercibido el hecho de que también era la primera vez que me llamaba por mi nombre de pila.

– ¿Y cuándo empezó con esto?

– A los quince.

Álvarez meditó un instante.

– Según los cánones al uso en su profesión, desde luego, ya es usted veterana. Muchos cebos se retiran antes. Pero conozco un poco su historial, y me consta que a usted se la considera extraordinaria… -Era el tiempo de darme coba. Aguardé-. No soy proclive a exagerar las virtudes y defectos de nadie, solo señalo lo que todo el mundo sabe. Además, tengo entendido que el profesor Víctor Gens la preparó personalmente, lo cual no puede decir la mayoría de sus compañeros… Ello me hace pensar que perderla será… será… -Resopló-. En fin, será costoso para el departamento, pero en su profesión, más que en ninguna otra, todo depende de usted. De modo que, si su decisión es esta, nadie puede discutirla. ¿Conoce los cauces oficiales?

– Sí.

– Se lo ha dicho a Padilla, supongo.

– No, aún no.

– ¿Soy el… primero que lo sabe?

– Sí.

Hubo una pausa. Me abracé a mí misma, las piernas juntas, la ropa aún chorreante. Sabía que realizar ciertos gestos con el cabello y la ropa húmedos podía resultar peligroso para mi interlocutor, y procuraba moverme lo menos posible. Hacerme caminar bajo la lluvia había sido sin duda otra medida de precaución: así impedían que yo llevara un aspecto preparado de antemano. La seguridad era extrema a la hora de entrevistarse con un cebo «a solas». El cebo que solicitaba ver a Álvarez debía marcar un PIN secreto junto al número de móvil del que disponía; luego devolvía la llamada que un operador realizaba y se identificaba con otra clave. Nunca se le informaba con antelación del decorado donde tendría lugar la entrevista, y el día acordado seguía unas instrucciones, que en mi caso consistieron en llegar al parque Veronés, aparcar en un extremo y cruzarlo a pie hasta el coche de Álvarez. Por si esto fuera poco, un visor de conductas situado en el salpicadero del Opel registraba cada uno de mis gestos y tonos de voz y un ordenador cuántico central los procesaba. Si el conjunto formaba una máscara cualquiera, el ordenador lo sabría, y los guardaespaldas, apostados en otro coche tras el nuestro, intervendrían de inmediato. A los cebos no se nos dejaba ni respirar sin vigilancia.

– Escuche, Diana -dijo Álvarez con el tono de quien tiene treinta espaldas y quiere cubrírselas todas-, quizá he estado un poco brusco con usted, pero no le dé tanta importancia al falso positivo del viernes. Esas cosas ocurren y…

– No ha sido lo del viernes. -Traté de ser lo más sincera posible-. Llevo pensándolo mucho tiempo. Cuando apareció el Espectador, me concedí un plazo, porque juro que me hubiese gustado cazar a ese cabrón antes de irme, pero noto que no puedo. Quiero llevar una vida normal, todo lo normal que la administración me permita… -Solté una risita amarga-. Sé que no lo será tanto como a mí me gustaría, pero al menos dejaré de hacer teatro. -Me pregunté si Álvarez sabría que Miguel era el otro gran motivo de mi decisión, y supuse que, si había revisado todo mi historial, no tenía sentido ocultar nada-. Además, me gusta un hombre… Un compañero, Miguel Laredo… Planeamos retirarnos y vivir juntos. -Vi que Álvarez asentía ligeramente-. Y luego está lo de mi hermana…

– ¿Lo de su hermana? -El cambio de tono me sorprendió.

– Sí, Vera Blanco. Siempre ha seguido mis pasos, y ahora mismo se entrena en los teatros. Sé que tiene dieciocho años y puede hacer lo que le dé la gana, pero en cierto modo me siento responsable de ella y… Bueno, nunca me gustó que quisiera ser cebo. He pensado que quizá decida dejarlo también cuando yo lo haga.

– Ya. -Álvarez asintió, pensativo-. La comprendo, Diana, y le deseo suerte.

Tras otra breve pausa, añadí:

– Gracias por escucharme. Quería que usted fuese el primero en saberlo. Ahora iré al teatro a hablar con Padilla, pero antes… Antes me gustaría decirle otra cosa.

No prolongué demasiado la pausa: el visor de conducta seguía vigilándome y no era prudente «dramatizar» ninguna situación. No puse un énfasis especial al continuar.

– Aquel día, en el teatro, lo enganché por accidente.

No se movió ni dijo nada. Siguió mirando hacia delante mientras yo hablaba, mis pausas marcadas por el repiqueteo de la lluvia sobre el coche.

– Yo ensayaba su filia, y por pura casualidad usted me miró. No debe darle más importancia. Puede que haya pensado mucho sobre lo que sintió al verme, y, probablemente, sus pensamientos tomaron un curso muy extraño… Pero no se preocupe más. Fue mi máscara, no usted. Es como si se equivoca y toma LSD en vez de aspirina. Ni siquiera tuvo nada que ver el hecho de que yo estuviera desnuda o fuese mujer.


Un cebo masculino lo habría enganchado también, y usted lo atribuiría a otras causas. Olvídelo. Era puro teatro.

Álvarez Correa suspiró y giró la cabeza. Sus ojos se detuvieron un instante antes de llegar a los míos, pero quise creer que en aquel esfuerzo había gratitud y sonreí.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? -inquirió.

– Claro.

– ¿Por qué quería decirme a mí primero lo de su dimisión?

– Porque… -Pensé en acicalar la respuesta, pero de nuevo opté por la verdad-. Porque usted es uno de mis jefes, pero no pertenece al teatro. Necesitaba decírselo antes a alguien como usted. Usted es toda la sinceridad que tengo a mi alrededor -añadí.

Intenté que sonara a elogio, pero mientras abandonaba el coche caí en la cuenta de que Álvarez era un político, y quizá se había ofendido de que lo acusara de sincero.

4

Miguel y yo la llamábamos la «habitación de la sinceridad». Teníamos una en cada teatro, y aquella era la de Los Guardeses, el lugar adónde me dirigí después de mi entrevista con Álvarez.

– He estado pensando en ti toda la mañana -me dijo Miguel en los labios.

– Mentiroso.

– En la «habitación de la sinceridad» no podemos mentir, señorita.

Sonreímos. Volvimos a besarnos y apoyó las manos en mi húmeda cazadora apretándome contra su pecho. Tenía las manos bonitas, sin dejar de ser masculinas, muy suaves y a la vez poderosas. Me gustaba sentirlas sobre mi cuerpo.

Nuestras bocas se apartaron lo justo para poder mirarnos a los ojos.

– ¿Cómo ha ido todo? -susurró Miguel.

– Bien. Sin sorpresas.

– ¿Cómo se lo tomó?

– Supongo que normal. Álvarez no es un hombre de muchas palabras, ya sabes.

– A ti esa clase de hombres te va.

– Capullo. -Lo besé.

Nunca recordaba quién de los dos había comenzado a llamar así a nuestras «habitaciones de la sinceridad». Imagino que surgió cuando nos percatamos de que en los demás sitios de los teatros estábamos casi siempre fingiendo. La habitación de Los Guardeses carecía de ventanas y se hallaba iluminada por una sola bombilla desnuda colgada del techo. Su espacio era tan reducido que si me hubiese plantado en medio y separado los brazos, habría tocado los anaqueles de metal que se alzaban a cada lado, llenos de props de teatro: collares, brazaletes, sombreros, relojes de pulsera, gafas, ropa interior de ambos sexos; incluso grandes orquídeas y pequeñas violetas artificiales rebosando de un cajón. Había hasta un retrete en el suelo, por supuesto también teatral, sobre el que todo el mundo bromeaba. Empezaba a resultar aburrido bromear sobre él.

En cualquier caso, por pequeña y cutre que fuese, era nuestro refugio, el lugar donde nos reuníamos para hablar de nosotros, a salvo de visores de conducta o técnicos. Miguel y yo teníamos poco tiempo, y últimamente solo coincidíamos en los teatros.

– ¿Le has contado lo nuestro? -preguntó despejándome la frente con gesto de maquillador.

«Lo nuestro» sonaba bien en su voz. Sonreí.

– Le dije que quería a un compañero. El ya sabe el resto. Iba a decirle que quiero a «un chico», pero tratándose de un hombre de cuarenta y pico, barbudo, con canas prematuras, lo vi un poco exagerado…

– Te gustan mis canas prematuras.

– Eso es verdad, papá.

Miguel seguía sonriendo de forma encantadora, pero advertí una pizca de seriedad en su expresión. Sabía que le afectaba nuestra diferencia de edad.

– Todo lo bueno necesita años para desarrollarse plenamente, señorita -replicó.

Me adentré en sus ojos un instante antes de hablar. -Me estaba burlando de ti. Eres el hombre más joven que conozco.

– No intentes arreglarlo, niñita. -Rozó mi nariz con el dedo índice. Volví a besarlo. Estaba arrebatador-. De todas formas -añadió-, cuando se lo digas a Padilla lo sabrá todo el mundo.

– Seremos famosos dentro de unas horas.

– Lo dirán en los telediarios…

– «Cebo de la policía española abandona su trabajo para vivir junto a un ex cebo madurito» -improvisé, queriendo provocarlo.

– No: «El célebre profesor de preparación psicológica técnica y ex cebo de la policía nacional, Miguel Laredo, decide unir su destino al de una joven y desconocida cebo madrileña».

– Demasiado largo.

– Entonces… «El célebre y atractivo preparador Miguel Laredo se casa.»

– No vamos a casarnos. -Reí.

– Pues no se me ocurren más titulares. Y sin titulares, no hay noticia.

– Entonces no habrá noticia.

Nos quedamos mirándonos, y aproveché para gozar de su sonrisa. Miguel era un hombre alto, más que yo, que no soy nada bajita, y se hallaba en buena forma. Su barba estaba tan recortada que era preciso pasarle el dedo por las mejillas para saber que seguía ahí, pero era tan blanca como la nieve, más aún que su melena espesa y revuelta, lo cual contrastaba casi siempre con el color negro de la ropa que le gustaba vestir: aquel día, camisa de cuello Mao y pantalones italianos, ambos de un negro sin matices. Sin embargo, era la sonrisa lo que otorgaba al conjunto un sentido, como si toda su belleza hubiese sido creada para alegría de otros. Aquella expresión perenne de «podría hacerte reventar de risa si quisiera» me fascinaba. Mirándolo, me daba por pensar cuánto nos gustan a las mujeres los hombres que no han dejado del todo de ser niños.

Nuestra relación había comenzado aquel último año. Hasta entonces Miguel había sido para mí el «profesor Laredo»: una leyenda viva del mundo de los cebos en España, y resulté tan sorprendida como el resto de mis compañeros cuando supe que el célebre y atractivo ex cebo y preparador se fijaba en mí. «¿Cómo lo conseguiste?», me había preguntado burlona mi hermana Vera al enterarse. Me hice la importante entonces, pero la respuesta más sincera que hubiese podido darle era: «Porque no lo pretendía». Había surgido, tan solo. Y era real. Si había algo verdaderamente real en mi vida en aquella época, era que nos amábamos.

– Bueno, ¿y cómo te sientes en el gran día? -dijo al fin.

– La verdad, no lo sé. Todo ha ido muy deprisa. Tendré que acostumbrarme.

– Claro, es lógico.

– Y sigue disgustándome dejar el trabajo a la mitad.

– Pueden sustituirte en las cacerías que llevas, ya te expliqué…

– Sí, ya.

– Pero no es eso, ¿verdad?

Sacudí la cabeza y me aparté el cabello húmedo de la cara. -Se me pasará.

– Es el Espectador -dijo Miguel.

Titubeé sin acertar a responder. Habíamos hablado del tema millones de veces, yo lo había consultado con millones de almohadas y preguntado a millones de espejos. Y sin embargo, allí estaba, otra vez, inevitable. El Espectador. Un nombre cuya sola mención hacía que la bilis acudiera a mi garganta y el asco llenara mi cuerpo como si recibiera una transfusión de mierda por las venas.

«Pero ya basta. Has dimitido. Kaput. The end.»

– Terminaremos cazándolo, cielo, te lo aseguro.

– Lo sé -dije-. Siempre terminamos cazándolos. Es solo que… No sé explicarlo.

– Es solo que pones todo de tu parte, lo das todo para convertirte en lo que tu presa más desea… y luego te cuesta abandonar. A mí me ocurrió igual cuando decidí que había llegado la hora de cerrar la tienda.

– Sí, creo que es eso -repuse con desgana. A Miguel, como a casi todos los hombres, le gustaba pensar que conocía muy bien a su pareja, y yo no dudaba de que en muchas ocasiones captara mis motivos más íntimos, pero algo en mí se rebelaba siempre en contra de aquel escrutinio.

La puerta se abrió en ese instante y se asomó una chica muy joven, de baja estatura, rubia, ojos levemente azules, el pelo recogido en una cola corta y abierta. Vestía el albornoz blanco que llevamos los cebos durante las pausas entre ensayos y llevaba colgada del cuello la tarjeta roja que la identificaba como tal. Pero yo no necesitaba leer su nombre en la tarjeta para saber que era Elisa Monasterio. Venía acompañada de un niño de unos diez u once años, muy guapo, que vestía de igual forma.

– Oh, perdonad, pensé que no había nadie -dijo Elisa enrojeciendo-. Quería buscar props para él. Es un «Arthur» nuevo y está un poco confuso. -Le revolvió el pelo al niño-. No sé si interrumpo algo…

– No, adelante -dijo Miguel.

– Hola, Diana. -Elisa sonrió hacia mí. Una hebra de pelo le cayó sobre un ojo.

– Hola, Elisa.

Elisa Monasterio compartía el piso de cobertura con mi hermana, y era su mejor amiga. Interesada como siempre en indagar todo lo que afectaba a Vera, yo ya había recabado información sobre ella. En el departamento consideraban a Elisa buena chica, aunque deseosa de trepar.

– ¿Cómo estás, Diana? -preguntó mientras sacaba cajas llenas de props.

– Bien, gracias. ¿Y tú?

– Mucho trabajo, pero bien.

Surgió un instante de incómodo silencio. Pensé que era muy curioso lo que nos ocurría a los cebos: Miguel y yo habíamos hecho, o dejado que nos hicieran, cosas impensables, grotescas, perversas. Cosas que, solo con contarlas, hubiesen quitado el sueño a un capo del narcotráfico. Y sin embargo allí estábamos, como ex alcohólicos en una terapia de grupo, sometidos a los titubeos sociales de una pausa embarazosa.

– Acabaremos pronto. -Elisa atrajo al niño hacia sí y se puso a revisar las cajas-. Veamos: necesitamos unas cuantas flores…

El verdadero nombre del niño no era Arthur. Gens denominaba así a los cebos menores de edad, por el personaje infantil de una de las primeras obras de Shakespeare, Rey Juan. Arthur es el heredero de la corona, pero el actual rey ordena asesinarlo tras intentar cegarlo con hierros al rojo. La escena de la tortura contenía consejos en clave sobre la máscara de Inocencia, según Gens. El apodo se había hecho popular.

Me pregunté, viéndolo alzarse de puntillas sobre sus zapatillas de algodón para mirar el interior de la caja, de qué rincón de la vida habría salido aquel «Arthur», qué clase de trauma habría empujado a sus padres -si los tenía- a aceptar tal destino para su hijo. Porque, aunque salvar a muchos niños poniendo a unos pocos en peligro pueda resultar admisible, no conocía a ningún padre normal que aceptara ese canje. Gens, sin embargo, consideraba a los «Arthur» tan solo como parte del censo de personajes. Su punto de vista al respecto había sido siempre teatral.

– Creo que con esto nos apañaremos -dijo Elisa sosteniendo varias flores artificiales y algunas cintas de goma-. Perdonad otra vez. -Dejó una sonrisa ruborizada en el aire al marcharse.

– No sabía que hoy hubiese clases teóricas -comenté, una vez a solas con Miguel.

– No son teóricas. Los perfis están diseñando nuevas técnicas con el Espectador. Padilla quiere resultados cuanto antes.

Me quedé de una pieza al oírlo.

– ¿Padilla va a usar a cebos inexpertos con ese monstruo?

– No, no -repuso Miguel con rapidez-. El «Arthur» está en otro ensayo…

– No me refería al niño.

– Bueno, Elisa no es exactamente menor de edad…

– Hablo de inexpertos, no de menores, Miguel. Sé que Elisa tiene dieciocho años, como Vera. Es una de sus grandes amigas. Pero ¿cuántas cacerías de verdad ha realizado? ¿Dos? ¿Tres? ¿Y qué habrá capturado? ¿A un falsificador de tarjetas de crédito? ¡No está a la altura de alguien como el Espectador!

– Cielo, ese tema se lo dejo a los perfis. Mi trabajo consiste en…

– Lo único que me gustaría saber -corté- es por qué nadie me ha dicho que los parámetros del perfil del Espectador han cambiado tanto como para usar a inexpertos.

– Cambian constantemente, cielo. Ese tipo no se parece a nada que hayamos tenido aquí en mucho tiempo… Y todo se hace a nivel confidencial. Yo mismo me enteré ayer de que tenía que entrenar a Elisa y soltarla en las áreas de caza esta noche…

– Dios mío.

– Padilla y Álvarez están obsesionados con ese bicho.

– Yo también -repuse.

– Y ahí es donde te equivocas. -Miguel alzó la voz, pero volvió a suavizarla de inmediato-. Te he dicho mil veces que esta profesión no es cuestión de obsesiones, ni siquiera de emociones…

– Esta profesión ya no es mi profesión. Y no te hagas el maestro conmigo.

Nos callamos, y me arrepentí de mi dureza.

– Lo siento -dije.

– No, no pasa nada.

– No quería hablarte así.

– No, no, de veras, no pasa nada, cielo. Lo que ocurre es que tengo la impresión de que… Bueno, de que has dejado el teatro demasiado pronto.

Hubo un silencio. Miguel agregó:

– Le diré a Padilla que te asigne solo la cacería del Espectador… Cuando lo atrapemos, podrás retirarte a gusto.

Aquella inesperada propuesta reavivó mi enojo.

– Eso es absurdo. Tú has sido el que más ha insistido para que lo deje todo. Partir desde cero, vivir con tu sueldo un tiempo… ¿No era esa toda la historia?

– Y lo sigue siendo.

– ¿Pero?

– Pero no quiero que te pases el resto de la vida con esa espina clavada… Está claro que sigues dándole vueltas al tema, quieres cazarlo… Bien, adelante. No me gusta, pero menos aún que lo dejes después de hacer un falso positivo…

– El falso positivo no ha tenido nada que ver. -Apreté los dientes-. Lo he dejado porque tú me lo pedías. ¿No querías mantenerme?

Todo rastro de dulzura se borró por completo de su semblante. «Otra vez la has cagado, Diana», me reproché.

– No, no quiero mantenerte, y me ofende que digas eso -repuso Miguel-. Quiero que dejes el trabajo, sí, pero si tuvieras cualquier otra profesión, no te lo pediría.

Sabía a qué se refería, y no dije nada. Pese a ello, no me gustaba que me protegiera tanto. Su preocupación por mí era como el roce de algo suave contra una zona muy sensible de mi cuerpo: al mismo tiempo agradable y molesto.

– ¿Sabes? -prosiguió-. Padilla visitó hace poco a Claudia Cabildo… Me contó cómo estaba… -Bajó la cabeza y durante un instante solo contemplé su cabello grisáceo-. Yo pensé que… que no quería que te convirtieras en eso por nada del mundo, si es que tienes la mala suerte de sobrevivir a algo así… No quiero que sigas, Diana. Y ahora menos que nunca…

A Claudia Cabildo la había capturado un psico llamado Renard tres años atrás. Yo también la visitaba de vez en cuando, y sabía lo que Renard le había hecho. En aquel momento no quería recordarlo.

Respiré hondo en la pausa que siguió y suavicé la voz.

– No voy seguir, Miguel. Tomé una decisión. He dicho que lo dejo, y eso es lo que haré. Supongo que lo que me ocurre es que necesito tiempo para asumirlo…

– Hablas como si se tratara de una ruptura amorosa -ironizó.

Pensé un instante en aquello. No se me había ocurrido verlo de esa forma.

– Creo que era Víctor Gens quien decía que abandonar a alguien a quien odias es como abandonar a quien amas -repuse-: ambas cosas te crean un vacío.

– Víctor Gens era un guarro.

Me eché a reír.

– Tú no te quedas atrás -dije, pensando que era imposible no amar al hombre que te hace reír cuando te sientes tan mal-. Creo que podré vivir sin ser cebo, si me ayudas.


A veces tenía la sensación de que protagonizaba una obra romántica, muy ingenua, muy vacua. Cuando nos abrazamos en ese instante me ocurrió así, incluso imaginé que podía sonar alguna clase de música. Me sentía amada y confortada, a resguardo en aquel pecho fuerte, envuelta por sus brazos como por un manto de seda, pero a la vez tonta y débil, como si una parte de mí no estuviera conforme con aquella entrega. Un perro que se dejaba acariciar el vientre, pero que también tenía ganas de morder.

Cuando dejamos de abrazarnos, Miguel pareció sufrir un ataque de timidez. Fingió observar la cubierta de un holovídeo que había dejado en la estantería cuando entramos en la «habitación de la sinceridad», un ensayo de Altea, uno de los más atroces sobre máscara de Inocencia que se habían hecho jamás, con el uso de cebos involuntarios y auspiciado por el FBI. Recordé que Gens añadía: «Lo hicieron cuando el FBI era una institución seria». Me pregunté, no por primera vez, si el cambio de trabajo de Miguel lo había convertido a él también en una «institución seria». Llevaba ya más de dos años en su actual puesto, tras retirarse como cebo a una edad, los cuarenta, en que la mayoría de nosotros estábamos muertos o habíamos «caído al foso», si no nos habíamos retirado antes. Sin embargo, Miguel no parecía afectado por sus experiencias.

Entonces dejó de mirar el holovídeo y se volvió hacia mí.

– Hay… algo más, Diana. Padilla no ha querido contártelo… -Lo que vi en sus ojos hizo que me estremeciera. Agregó, tragando saliva-: Es sobre tu hermana.

5

Resulta difícil moverse libremente por Los Guardeses, como por cualquier otro teatro de la policía. No es que haya una vigilancia sofisticada, con agentes armados y complejos aparatos electrónicos, que por otra parte son inútiles, ya que la tecnología más avanzada puede ser superada por otra nueva y los hombres mejor entrenados son fácilmente abatidos por hombres aún mejores. El edificio en sí tampoco tiene nada de especial: es una finca rústica a unos cincuenta kilómetros al noroeste de Madrid, de paredes de piedra, dos plantas y un extenso sótano. Cuando hay ensayos se llena de coches y varios camiones que aparcan a la entrada, y al acabar el trabajo todo el mundo se larga y no queda ni rastro de lo que han hecho, salvo quizá los objetos de la «habitación de la sinceridad» y algún mobiliario disperso. Un visitante casual pensaría que se está rodando una película. A la entrada, en el aparcamiento, un simple vigilante de seguridad pide algún tipo de identificación tras un saludo ceremonioso, nada más. Ni perros guardianes, ni francotiradores, ni alambradas. Y sin embargo, como en el cuento de Cortázar, pobre del desgraciado que quiera entrar en la «casa tomada» de un teatro durante un ensayo con cebos.

Pese a todo, cuando Miguel terminó de hablar, apreté los dientes, di media vuelta y salí de la «habitación de la sinceridad» sin decir media palabra, ignorando sus llamadas y el paso de colegas y técnicos a mi alrededor. Manteniendo la vista en el suelo, como solemos movernos en los teatros, sin mirar a nadie ni hablar con nadie, crucé el vestíbulo y antes de llegar al salón de ocio (un cuarto grande con una mesa de ping-pong, algunos aparatos para hacer deporte y un dispensador portátil de bebidas no alcohólicas), torcí hacia la escalera que llevaba a los escenarios del sótano. En la pizarra de la puerta, al pie de la escalera, estaba escrita la máscara que en aquel momento se ensayaba: Orgía. «Suena bien», había añadido algún gracioso con letra apresurada debajo. Yo no era fílica de Orgía, pero ciertos gestos de aquella máscara podían perturbarme, de modo que agradecí el aviso. Empujé la puerta y entré en la oscuridad.

Había cuatro escenarios iluminados con un par o tres de cebos en cada uno. Los menores de edad ocupaban uno, y en los otros tres había adultos jóvenes. En todos se ensayaba Orgía, y la atmósfera era densa, casi pegajosa. Podían escucharse en el aire jadeos y breves textos de Shakespeare, mezclados con las escuetas instrucciones de los preparadores. Avancé sorteando figuras en penumbra hasta detenerme frente al último escenario de la sala.

Allí estaba mi hermana. El decorado eran unos cuantos cubos de madera iluminados por focos, y Vera rodaba por el suelo junto a ellos. Mientras yo la observaba se le unió Elisa Monasterio. Ambas estaban desnudas, y se enzarzaron en una coreografía de caricias no consumadas, como si algo les impidiera tocarse. Elisa lo hacía muy bien, profesionalmente, pero observé con pena que Vera se equivocaba porque pretendía hacerlo bien. Ponía voluntad, lo cual era un error de novato. Todavía ignoraba que el trabajo del cebo no consistía tanto en engañar a otros como a nosotros mismos. Nuestra mayor fuerza residía en no ser conscientes de la fuerza que poseíamos.

Elisa también era novata, pero no albergué ninguna duda sobre que llegaría a ser un cebo muy valioso. En cambio, Vera seguía aún muy verde.

Cuando llegó el momento de interpretar la escena de la máscara -el diálogo entre Gloucester y Ana en Ricardo III-, Elisa lo hizo de manera maravillosamente simple:

– «Que la negra noche ensombrezca tu día, y la muerte tu vida…»

Vera le daba la réplica:

– «No te maldigas a ti misma, bella criatura, porque eres ambas cosas…»

El ensayo era un ejercicio casi inofensivo basado en los estudios del grupo FOX. Normalmente no me hubiese afectado, pero mientras las observaba empecé a sentirme como si hubiese bebido un vasito de licor fuerte. Pensé entonces en algo que no se me había ocurrido antes: la máscara de Orgía precisaba que el cebo fuese rechazado por la conciencia de la presa para conseguir el enganche, de igual manera que el personaje de Ana se dejaba tentar por el deforme Gloucester pese a aborrecerlo, y el hecho de que uno de los participantes fuera mi hermana, sin duda, me provocaba aquel rechazo con más facilidad, y por tanto aquel deseo creciente en mi psinoma. Decidí interrumpirlas. No quería correr el riesgo de quedar enganchada con mi propia hermana.

Varias caras se volvieron hacia mí cuando intervine. El entrenador, un tipo musculoso y calvo con fuerte acento alemán, puso cara de fastidio pero me dio permiso para hablar «urgentemente» con Vera. Nos dirigimos al camerino, y me desagradó que Elisa nos siguiera, como si formara una parte indivisible con Vera o quisiera protegerla de mi mala influencia.

El camerino era una habitación estrecha con anaqueles negros, el clásico espejo con bombillas y una cómoda. Había albornoces colgados, pero ninguna de las dos hizo ademán de vestirse. Elisa, quizá con el fin de tener una excusa para quedarse, comenzó a calzarse unas medias de retícula. Vera sacó un echarpe de seda brillante y lo alisó. Ambas se lanzaban sonrisas cómplices, como colegialas.

– Eli me dijo que te había visto en el teatro con Miguel. -Vera semejaba estar muy contenta-. ¿Te ha gustado nuestra «función»?

– ¿Podemos hablar tú y yo a solas, por favor? -pregunté descaradamente.

– Oh, ¿así que es confidencial? -Vera jugaba con el echarpe cubriéndose los pechos-. ¿De hermana a hermana?

Yo sabía que intentaba provocarme, pero no la complací.

– Es igual -dijo Elisa con suavidad gatuna, acariciando lánguidamente una lámpara alta junto a la pared-. Ya me voy.

Posó el índice en sus labios, lo besó y rozó con él los labios de Vera. Al pasar junto a mí me lanzó una sonrisa picara. Se la devolví. No estaba enfadada con ella, y a decir verdad tampoco con Vera. Ambas eran muy jóvenes y gozaban de ser cebos, como todos nosotros. Yo había pasado por ese período y lo conocía bien: la sensación de tener a otros en tu poder, de conseguir lo que quieras de los demás solo con moverte y hablar. El sueño de que, hasta el final, eres dueña de tu propio destino y del de aquellos que te rodean, como cree el malvado rey Ricardo III en la tragedia de Shakespeare.

A solas, Vera cambió de actitud y se mostró impaciente. Se arrolló el echarpe al cuello y me dio la espalda para elegir un albornoz.

– Acaba cuanto antes, hermanita -dijo-. Tengo que seguir ensayando.

Me quedé mirándola un instante. Casi me afectó su extrema juventud, reflejada en aquella piel tersa y brillante. Vera no era tan alta como yo, pero estaba muy bien formada. Su cabello, a diferencia del mío, que llevo por los hombros y es trigueño, era muy largo y de color casi negro, y la humedad de una ducha reciente lo oscurecía aún más. De espaldas parecía más adulta, porque sus pechos pequeños y el resplandor de su sonrisa revelaban ingenuidad, pero su entrenamiento físico se notaba en los músculos. Me gustaba verla. La amaba con todas mis fuerzas. Era mi hermana, lo único que me quedaba en el mundo. Habíamos vivido juntas hasta que ella había cumplido la edad en la que yo me había convertido en cebo -los quince-, pero había decidido no dejarla sola jamás. Y protegerla.

– Ya sabes lo que quiero -afirmé.

Había descolgado el albornoz, pero no se lo puso. Cuando se volvió hacia mí, parte del cabello le caía sobre el rostro.

– Así que ya te has enterado. Sabía que el bueno de Miguel no se callaría…

– Y ahora que ya lo sé, he venido a decirte que no puedes.

– Para su información, le comunicamos que Vera tiene dieciocho años y el mes que viene cumplirá diecinueve -replicó, acentuando las cifras-. Déjame vivir mi vida.

– Eso es exactamente lo que quiero: que vivas. Por eso no vas a participar en la cacería del Espectador. Solo quería decirte eso. Nos vemos luego.

Sus palabras, pronunciadas entre dientes, me detuvieron cuando me giré.

– ¡Vete a tomar por el culo, hermanita!

– Voy a hablar con Padilla, que es más o menos lo mismo.

– ¡No tienes ningún derecho a decirme lo que debo o no debo hacer!

– Soy, precisamente, la persona que tiene todo el derecho del mundo a decírtelo. Y sé de qué va esto, además.

– ¡Yo también sé de qué va esto!

– Tú no tienes ni puta idea. El Espectador es caza mayor, Vera.

– ¿Y qué?

– Que no estás preparada, sencillamente.

– ¡Padilla cree que sí lo estoy! -Su aparente control se agrietaba. Yo buscaba eso: indignarla, hacerle pasar una rabieta, mostrarle lo infantil que todavía seguía siendo.

– No grites, por favor. A Padilla solo le interesa justificar su sueldo a fin de mes y moderar los gastos. Han recortado el presupuesto para cebos con experiencia y están usando a estudiantes. Muy bien, allá él. Pero tú no jugarás en el equipo.

– ¿Y cómo lo vas a impedir, Diana? -Compuso una mueca que me dolió, por lo mucho que me recordaba a mamá cuando se encrespaba-. ¿Te acostarás con él a cambio de que me deje fuera? ¿Le harás una Orgía, como las que hacías para Gens en la granja?

No me importó su ataque. Sabía que Vera envidiaba mi aprendizaje con Gens.

– Padilla hará lo que yo le diga.

Aquella simple respuesta la detuvo. Su rostro semejó un estanque helado sobre el que de repente yo hubiese apoyado la bota. Me dio pena comprobar cómo suavizaba el tono y presionaba otros resortes.

– Escucha, he estado preparándome y sé que puedo hacerlo… Elisa me ha visto y también lo cree. A ella la han elegido para esta noche. Hemos practicado juntas…

Pensé en decirle que Elisa Monasterio tampoco serviría, que usarla para cazar al Espectador era como enviarla a un barranco con los ojos vendados, pero decidí concederle una tregua. A mi hermana le costaba rogarme: era fílica de Petición, y no se le daba bien implorar. Siempre había imaginado que, si tenía suerte, Vera se uniría a un hombre (o a una mujer, pues sabía que Elisa y ella eran más que amigas) a quien miraría como me estaba mirando a mí, obligándolo a comportarse como un corderito.

– Solamente te pido una oportunidad, Diana. Confía en mí, por favor. Toda la vida me has visto como a una niña pequeña que se toma el trabajo como una diversión… No lo haces con mala intención, lo sé… Quieres cuidarme, protegerme, y te lo agradezco. Pero ya no soy una niña -añadió con toda la seriedad que pudo, y se apartó del cuerpo el albornoz que aún sostenía, quizá para mostrarme lo mujer que creía ser-. Y este trabajo es mi vida. Me pasa como a ti… Tú lo has dado todo por esto, ¿no? Has hecho cosas… terribles… por papá y mamá, ¿verdad? Por su memoria… Eres el mejor cebo del mundo, y jamás lo dejarás… No me pidas que lo deje yo.

Era el momento que esperaba. No cambié de expresión al hablar.

– Voy a dejarlo, Vera.

Me miró como si yo fuese una alucinación.

– ¿Qué?

– Vine al teatro a presentar mi dimisión a Padilla. Ya hablé con Álvarez.

– ¿Hablas… hablas en serio?

– Totalmente.

– ¿Cuándo lo decidiste? -Lo decía como si se tratara de algo espantoso.

– He estado pensándolo desde hace meses. Pero fue este fin de semana.

– No… no sabía nada…

– No quería que lo supieras hasta que no se hiciera oficial. Ahora ya lo sabes.

Además de Vera y Padilla, había pensado en decírselo a otras dos personas más. Una de ellas sería Claudia Cabildo.

Y también se lo contaría al señor Peoples, pero por teléfono.

Jamás iría a ver al señor Peoples, ni siquiera para esto. Solo la posibilidad de verlo me hacía estremecer de pies a cabeza y un sudor frío bajaba por mi espalda. Se lo diría por teléfono. Una llamada muy breve.

Vera movía la cabeza, aturdida.

– Pero… ¿por qué?

Me encogí de hombros.

– Quiero vivir una vida normal junto a Miguel. Creo que tengo derecho, ¿no?

– ¿Y vas a abandonar al Espectador? -Su tono era el de quien pregunta si iba a abandonar al hombre al que amaba-. ¿Vas a dejarle que siga haciendo lo que hace? ¿Qué… qué coño te pasa?

– Cuida tu lenguaje -le reproché-. Y para contestarte, te diré que estoy harta de vivir odiando. Ahora quiero saber lo que se siente cuando amas a alguien. Solo para variar. Por cierto, te animo a que hagas lo mismo, Vera. La vida tiene otras cosas, y deberías probarlas. Directora de cine era otro de tus sueños, ¿recuerdas? ¿Por qué no lo intentas? Puedo ayudarte, tengo dinero…

– No quiero tu asqueroso dinero -dijo, poniéndose el albornoz lentamente. En el espejo, a su espalda, vi cómo sus manos sacaban su larga mata de pelo por fuera del cuello de la prenda.

– Vera -musité-. Podemos intentar llevar una vida normal… las dos.

Sonaron unos golpecitos y la puerta se abrió. Me hallaba tan cerca que casi me dio en la espalda. El rostro alargado de Elisa Monasterio asomó por la abertura.

– Perdonad. ¿Os falta mucho? Hermann dice que tenemos que seguir, Vera.

Ambas le dijimos «enseguida», y ella nos miró con suspicacia y, en mi opinión, con un poco de descaro. Yo sabía que Vera no iba ni al baño sin contárselo antes a «Eli», y esa intimidad me indignaba. Sin embargo, cuando la puerta se cerró, mi hermana parecía más tranquila.

– Hagamos una cosa -dijo-. Déjame seguir con el Espectador. Cuando lo cacen, te juro que pensaré en serio en dejar esto.

Traté de reunir paciencia.

– Vera: el Espectador es lo más peligroso que hemos tenido desde hace mucho tiempo. Los perfis todavía no lo comprenden…

– No va a pasarme nada, y lo sabes. Nunca picará con una inexperta. Tú misma lo dices: Padilla nos usa para justificarse. Caerá con una de vosotras… -Se interrumpió-. O con una de tus compañeras, si tú lo dejas… Yo solo quiero participar. ¡Sabes bien que no voy a lograr atraerlo! -Parecía decepcionada, como si se quejara de que un guapo actor de cine no se fijase en ella entre la multitud de admiradores.

Pero se equivocaba, por supuesto. El Espectador era un lobo entre corderos. Podía elegir a cualquiera. Solo tenía que apuntar con el dedo para devorar a otra.

– Te pido solo esto -insistió-. Llevo cuatro años preparándome para ser cebo…

– Yo nunca quise que lo fueras. Pero tú tenías que hacer todo lo que yo hacía.

– Pero ya lo soy, es lo que importa. Déjame intentarlo, Diana, por favor…

«Una droga.» Así decía Gens que se volvía aquel horrendo trabajo. «Cuando descubres la pasión y la perversión de servir de veneno a quien odias, ya no puedes dejarlo.» Vera tenía inoculada aquella droga en los ojos. Yo sabía que jamás abandonaría.

La miré en silencio un instante: sus dieciocho años contenidos en un cuerpo pequeño y terso con una voluntad de fuego, tan deseosa de justicia como yo lo había estado a su edad. ¿Acaso iban a frenarla mis palabras?

– De acuerdo. Pero cuando lo capturen, pensarás seriamente en dejarlo -le dije.

– ¡Claro que sí! -Su rostro se iluminó-. ¡Te lo juro!

De improviso se arrojó sobre mí. Sentí su juventud palpitando en mi hombro mientras su voz repetía «gracias» y sus brazos me estrujaban, casi ahogándome. Así era Vera de emocional, de apasionada.

– ¿Sabes una cosa? -Se apartó para mirarme con ojos brillantes-. A veces pienso que no lo hago por papá y mamá, sino por mí… Para sentirme bien del todo.

Sabía que tenía razón. En realidad, nunca nos sacrificábamos. Hacíamos lo que queríamos hacer, lo que siempre habíamos querido. Nos elegían porque gozábamos destruyendo a quienes destruían, y nos entregábamos por completo al hacerlo. Éramos bombas repletas de venganza, y no nos importaba reventar junto a los crueles.

Le despejé el cabello del rostro. Sonreí.

– Muy bien. Hablaré con Padilla sobre mi dimisión pero no te mencionaré.

– ¿Y si él te habla de mí? -preguntó indecisa.

– Le diré que puedes hacer lo que quieras. Ya eres mayor, ¿no? Ahora debes regresar al ensayo. Luego hablamos.

Su sonrisa emocionada me acompañó como un guardaespaldas mientras abandonaba el camerino. En los primeros tres escenarios seguían progresando en la escena de Ricardo III: hombres con hombres, hombres con mujeres, niños entre sí. En el último, Elisa Monasterio aguardaba la llegada de mi hermana y me dirigió una mirada implacable al verme. La ignoré: no nos caíamos bien, pero no me importaba. Esperé hasta que Vera se incorporó y me acerqué a Olga Campos, la coordinadora de entrenamiento, que las observaba mientras bebía una infusión.

– Olga, perdona que te moleste, pero me gustaría ver a Padilla. Tú sabes siempre dónde está. ¿Puedes llamarlo?


Olga también había sido cebo, y bastante buena, hasta que un ascenso -debido, según las habladurías, al rollo sentimental que mantenía con Padilla- la había colocado en aquel puesto. Llevaba un albornoz de un negro tan denso como su rizado cabello, y en la sombría atmósfera del sótano parecía un rostro flotante adosado a un vaso de papel. Elevó las negras cejas apenas mirándome por encima del borde del vaso.

– ¿Es urgente, Diana? Estoy hasta el culo de…

– Es muy urgente. Quiero pedirle que expulse a mi hermana del departamento con efecto inmediato. Sin indemnización. Solo quiero que la expulse.

Por fin había conseguido que me prestara atención. Apartó el vaso de los labios y me miró con desfachatez. Olga era algo basta, de dientes tan grandes como sus palabras. Se creía la reina de la fiesta en aquel mundo de novatos.

– Eh, ¿qué te has fumado? -Rió-. ¿Crees que Padilla te va a hacer caso, pendeja?

– Si no lo hace -proseguí suavemente-, o no lo hace con bastante rapidez, puede que hable con los medios. Les encantará oírme, te lo aseguro. Les contaré sobre los teatros, los sótanos como este donde ensayan menores de edad para el gobierno, los chicos y chicas que se entrenan para tentar a los locos y todas y cada una de las operaciones en las que he participado. Quizá hasta me lleve fotos. Les parecerá fascinante.

No creía que nadie más me estuviese oyendo. Gestos y frases se sucedían sin interrupción en los escenarios. En cuanto a Olga, seguía mostrando toda su caballuna dentadura. Sabía que no me creía: ser chivato no entraba en la lógica de nuestra profesión, sencillamente. Pero confiaba en que mi amenaza la espabilara. Me señaló con el índice.

– Eso no ha estado bien ni como broma, capulla. Me encargaré de que Padilla te dé una patada en el culo. Perderás el trabajo.

– Ya lo he perdido -repliqué-. Tú, limítate a llamarlo.

La dejé y me aparté a un lado. Vera y Elisa habían hecho otra pausa y escuchaban las instrucciones del entrenador, pero Elisa aprovechó para volver a mirarme, desafiante, como si sospechara lo que me disponía a hacer.

6

A Elisa Monasterio no le agradaba Diana.

Lo pensaba mientras caminaba por las silenciosas calles abrazada a sí misma, no debido al intenso frío y su escaso vestuario, sino a la interpretación de la máscara que ejecutaba. «Es una presuntuosa. Una estúpida presuntuosa que vive de las rentas. Y ahora que se ha jubilado, no quiere que su hermana llegue a su altura.»

En el fondo, sabía que se trataba de una opinión algo injusta. Podía creer perfectamente que Diana solo pretendiera proteger a Vera. Ella también la protegería, si se diera el caso. Y era cierto que Vera era una principiante, que le seguían sorprendiendo las extravagancias del oficio y asustando más de lo debido algunos de los ensayos, pero ¿eran razones suficientes para cerrarle la puerta de la profesión en las narices?

No le molestaba admitir que se sentía celosa del altar en el que Vera había colocado a Diana. En opinión de Vera, nadie había sobre la Tierra más importante que su hermana, y de hecho ni siquiera la había mencionado cuando, tres días antes, al salir de Los Guardeses tras los ensayos y la reunión con Padilla, se derrumbó en el hombro de Elisa para comunicarle la noticia entre sollozos:

– Dice que tengo que mejorar mi estilo…

– ¿Tu estilo?

– Me tendrá en reserva… pero quizá no pueda continuar de cebo…

Incrédula y rabiosa, Elisa besó suavemente su pelo mientras la abrazaba.

– Así que tu hermanita, al final, ha ejercido su poder -dijo entre dientes. Pero fue un error, y Vera reaccionó casi ofendida.

– No, no. Diana no ha tenido nada que ver. Padilla lo ha decidido hoy mismo…

– Qué casualidad. El día en que tu hermana vino al teatro a hablar con Miguel.

– Elisa. -Vera la miró (Elisa lo recordaba) entre implorante y agresiva-. Mi hermana cambió de opinión, ya te conté. Me aseguró que no le diría nada.

«Y si Diana se lo aseguró, eso es la ley», pensó Elisa irritada al recordar a la pobre Vera arrojada como un fardo en la cama del pequeño apartamento de cobertura que compartían en Leganés, gimoteando inconsolable. Todo su futuro arrugado y echado a la papelera en menos de un minuto. ¿Y por qué? Padilla era un hijo de puta a quien se le había agriado el carácter debido a tener una hija minusválida, Elisa lo sabía, pero de igual manera sabía que, como director del departamento, jamás habría cambiado de opinión respecto de Vera si la Gran Hermana no hubiese intervenido en el asunto. Estaba segura de que la todopoderosa e influyente Diana Blanco, uno de los mejores cebos de la policía española, era la responsable de la decisión que había tomado Padilla.

Podía perdonarle a Diana que se llevase toda la admiración de Vera, pero jamás le perdonaría que le hiciese el menor daño. «Por mucha hermana que seas, y por mucha Diana Blanco, no tienes derecho a eso.» Adoraba a Vera y se sentía, en cierto modo, responsable de ella. Y si Diana quería hacer el papel de la madre que Vera no había logrado tener, entonces Elisa aceptaba ser la verdadera hermana mayor. Una hermana cuya relación con Vera poseía un grado de intimidad que Diana jamás lograría alcanzar.

Se detuvo un instante, después de que un desnivel en la acera le hiciese casi perder el equilibrio. Calzaba unos absurdos zapatos de plataforma morados, que en Los Guardeses llamaban «coturnos», a esas alturas manchados de barro. La fina llovizna que no había cesado de caer durante toda la noche se había intensificado, y la sentía rebotar sobre su pelo recogido en una rígida y complicada trenza. Tenía el trasero helado, lo cual no le extrañaba en absoluto, pues llevaba las nalgas al aire sobresaliendo por la doble abertura del pantalón de látex púrpura. Era una prenda muy sexy que se pegaba a sus piernas como una capa de sudor, pero después de tres noches seguidas usándola se había acostumbrado. Todo su vestuario era un disfraz supuestamente calculado para atraer al fílico de Holocausto. En cualquier caso, pese a lo extraña que se sentía y las incomodidades del frío y las ajustadas prendas, le gustaba salir así. Además, estaba drogada. No era que lo necesitase, desde luego no después de tres noches haciendo lo mismo, pero nunca estaba de más tomar alguna cápsula de esos potingues que logran marearte lo justo sin darte sueño: Prizaprim, Dialdrén, cualquiera servía. La droga la obligaba a veces a ralentizar el paso y separar un poco las piernas para no caer, pero al mismo tiempo la relajaba, y de ese modo la máscara no se estropeaba con los nervios.

Porque, en efecto, estaba nerviosa.

Era difícil no estarlo con algo como el Espectador ahí fuera.

Se preguntó si «profesionales» como Diana Blanco usaban drogas. Pero, qué caramba, claro que las usarían. Había máscaras en las que era imperativo adormecerse un poco, incluso dejar que el caballo galopara solo, sin el jinete de la conciencia. No era que ella las usara porque era inexperta: todos los cebos se drogaban, y no solo para darse valor. Era un trabajo muy extraño pero apasionante.

Volvió a pensar en Vera, sumida en el dolor por aquella estúpida decisión de sus jefes. Se prometió que hablaría con Padilla al día siguiente. Si no conseguía nada, al menos intentaría sonsacarle para averiguar si Diana había influido, y si había sido así… «Bah, olvídalo. ¿Qué vas a lograr? Diana Blanco ya no está en activo, ha dimitido, y en cuanto a Vera, ¿crees que recuperará el trabajo porque le demuestres que Diana usó su influencia? Lo más probable es que Padilla te expulse también a ti.» Pero estos eran los pensamientos de su ángel malo. Los ahuyentó con otra sacudida. Amaba demasiado a Vera para no intentar hacerle justicia.

Notaba los labios ásperos bajo el carmín, y el rostro húmedo de lluvia. Aferraba las correas del largo bolso con ambas manos, un bolso en cuyo interior no había nada importante. Se trataba de un prop teatral, y su único fin consistía precisamente en mostrar aquellas correas: se suponía que la visión de su hombro desnudo sobre el top azul eléctrico cruzado por las correas atraía a los Holocaustos. En teoría.

Pasó junto a unos bidones tan sucios como toda la calle. Se percibía igual: sucia, manchada de arena, como si la lluvia contuviera partículas de polvo. Desde luego, podía ser cierto, ya que caminaba junto a la acera donde se estaba levantando la grandiosa e inacabable obra del que debía terminar siendo un auditorio gigante de estilo romano en Madrid, uno de los proyectos más ambiciosos de la ciudad. La gente lo llamaba «el Circo», lo cual, en opinión de Elisa, era un nombre más que apropiado, ya que se trataba de un espectáculo circense de especulación inmobiliaria, con la participación de varias empresas privadas y el ayuntamiento. Muchos lo comparaban a las obras emprendidas tras la bomba del 9-N, quince años atrás: algo demasiado colosal que parecía no acabarse nunca.

Y mientras tanto no había teatro ni nada que se le pareciese, solo una vasta extensión de dunas, un hoyo enorme flanqueado de arcos por el extremo más alejado, y en medio, las voraces y complicadas máquinas paralizadas durante la noche. En aquellos años de «Circo», el extrarradio donde se construía, al sur de la capital, se había convertido en el coto de vagabundeo de gran parte de la fauna nocturna. Traficantes, bandas organizadas o semiorganizadas y prostitución aparecían y desaparecían bajo las islas de luz halógena pública y los resplandecientes anuncios de las vallas. Los escasos coches recorrían las sucias avenidas como fantasmas, y solo los autobuses parecían dotados de vida: se detenían, vomitaban su contenido de juventud coloreada, y proseguían su rumbo como cajas de zapatos adornadas de bombillas. Bajo los arcos de piedra se divisaban, en las noches de invierno, las fogatas de los vagabundos. No había nadie caminando por aquella soledad que no tuviese la intención clara de conseguir algo: comida, droga o cuerpos. Era un lugar poco apropiado para una chica solitaria, pero también una de las áreas de caza seleccionadas por los perfiladores. «Te ha tocado el Circo, Elisa -le había dicho el perfi Nacho Puentes la tarde del lunes, mientras ella se arreglaba en camerinos-. Pero no te preocupes: es de baja probabilidad.» Lo cual significaba que podías morir antes partido por un rayo en una noche despejada que toparte con el Espectador.

Elisa sabía todo eso, y lo aceptaba. Era una principiante, y en Los Guardeses corría el rumor de que usaban a chicas como ella solo para cubrir las apariencias. «Bueno, ¿y qué? Así empezaron todos. Hasta los dioses, como Diana Blanco, Claudia Cabildo, Miguel Laredo y Olga Campos, ¿no?» Si ella tenía que joderse tres noches a la semana haciendo labores de figurante, lo haría. Ya le darían los grandes papeles cuando le tocara el turno. Lo peor era lo ocurrido con Vera, para quien ya no había futuro. «Pobre Vera… Pero quítatela de la cabeza ahora…»

Clap, clap, sus zapatos de plataforma producían ruidos de disparos en medio de aquella quietud de cementerio en obras. No se oía otra cosa, salvo un lejano rumor de agua derramada por canalones. Eran cerca de las dos de la madrugada y hacía por lo menos una hora que Elisa no veía pasar un solo coche. Dentro de media hora más saldría de escena: entonces sacaría el impermeable que guardaba en el bolso y tomaría el autobús para regresar a Moncloa, donde estaba el aparcamiento subterráneo en el que se hallaban sus ropas. Se cambiaría y saldría convertida en Elisa Monasterio, y de vuelta a su piso de cobertura, donde la estaría aguardando Vera quizá aún despierta, preocupada y envidiosa de su suerte. Y así hasta la próxima. ¿Resumen de aquel estreno? Un montón de frío, un par o tres de encuentros con borrachos y gamberros, poco más. Pero decidió que estaba bien como experiencia.

Una sombra se aproximaba a ella desde el extremo final del tramo recto de acera. Fijándose mejor, Elisa se dio cuenta de que eran dos. Parecían hombres, probablemente jóvenes, y probablemente con tantas intenciones de no molestarla como la lluvia de respetar su calada cabecita rubia. Aferró con fuerza el bolso y avanzó hacia ellos sin titubeos. No estaba asustada. Era un cebo en plena escena, disfrazada, con cuerpo y mente preparados. Un cebo quizá novato, pero con capacidad para defenderse y atacar.

«¿Y si uno de ellos es el Espectador? Bien: entonces serás tú quien lo elimine.»

Esbozó una media sonrisa al preguntarse, de repente, qué diría su madre si la viera con aquellos pantalones púrpura que desnudaban su culo caminando a solas por el Circo en dirección a dos desconocidos. «Seguramente sufriría una crisis», se dijo.

Lo que más había odiado de su madre no eran las crisis sino los hombres, de los que había tenido casi tantos como crisis. Al menos, así lo creía Elisa, que había vivido con ella hasta los trece años, época en la cual empezó a responder a la actitud desequilibrada materna con arrebatos propios. En ellos tragaba toda la comida que podía y luego la devolvía sin digerir en el retrete, al modo de los antiguos romanos en las orgías. En aquel tiempo era una chica regordeta y vacía, sin futuro, y ya había pensado varias veces en quitarse de en medio. Lo único que la retenía era que a su madre no parecía importarle lo que hiciera, y ella quería que le importase. Pero, según Elisa, era difícil que algo le importara de verdad a aquella señora, que ocupaba su tiempo en fingir que dirigía dos tiendas de ropa de lujo en Madrid, seguramente una de las tajadas que había logrado sacarle a su padre cuando este decidió abandonarlas. El padre era el gran secreto familiar: Elisa sabía que era un político, diputado o algo así, pero su madre nunca lo mencionaba, y si lo hacía, era para insultarlo durante una de sus crisis, mientras rompía espejos, porcelanas o ambas cosas. Sin embargo, la mayor parte de las veces aceptaba bien que él la hubiera abandonado embarazada de Elisa y no hubiera regresado jamás, quizá porque a partir de entonces había dispuesto de dinero en abundancia y de todos los hombres que había deseado. El último que Elisa conoció era un masajista negro: fue precisamente a los pies de este que Elisa vomitó un día el almuerzo, y su madre decidió al fin llevarla a un gabinete psicológico.

Todo se hizo como solía hacerse en tales casos (luego lo supo): la diagnosticaron de algo llamado «bulimia nerviosa» y le pasaron un test de medio centenar de preguntas tontas, al estilo de «qué color te gusta más» o «cuál es tu canción preferida». Pero, al parecer, Elisa ofreció las respuestas adecuadas, porque le pidieron que acudiera a otro gabinete algo más raro que el primero, donde le hicieron nuevas preguntas y la sondearon sobre su familia y amigos (pero ¿qué familia y qué amigos?). Allí le enseñaron a relajarse, a combatir por sí misma la bulimia y, sobre todo, a gozar hasta extremos que Elisa no podía ni imaginar que existieran, tras trece años de vida llena de privaciones, con imágenes de personas moviéndose y hablando, vestidas o no. Luego la indujeron a participar en curiosos ejercicios, como aquel tan divertido en que debía permanecer inmóvil de cintura para arriba, sin traspasar un área delimitada por un trípode. Con el tiempo se enteraría de que eran ejercicios propios del fílico de Carne, y de que esa era su filia. No consistía en que le gustaran más las chuletas que el pescado, como le había comentado jocosamente uno de los psicólogos: -Los nombres de las filias son simples nombres, como los de las flores. Ser fílica de Carne solo significa que tu psinoma posee una estructura específica y resulta cautivado por ciertos gestos, aspectos y palabras de otras personas que no son, por ejemplo, los que me cautivan a mí, que soy fílico de Máscara.

Elisa replicó, en broma, que agradecía la explicación, pero que seguía sin entender nada. ¿Qué era el psinoma? Sin embargo, en aquel mundo a la inversa «no entender nada» era precisamente, según el mismo psicólogo, la máxima sabiduría. Si no entendía nada, estaría más capacitada para gozar, para dejar en libertad su psinoma y disfrutar de aquello que realmente la hacía disfrutar, sin explicación alguna. «Como cuando interpretas un papel en el teatro -le había dicho-: no eres tú la autora de la obra, sino quien habla lo que la obra dice.» Y ciertamente, lo único que a Elisa le importaba era seguir haciendo todos aquellos ejercicios, seguir jugando a moverse, vestirse y hablar como le indicaban. Sus estudios en el colegio, la vida en casa de su madre y hasta su sueño de ser periodista pasaron a un segundo plano. Lo único que quería hacer era eso.

Luego, cuando aquellos hombres tan serios de traje azul oscuro se entrevistaron en privado con su madre, Elisa fue invitada a hacer las maletas y despedirse para siempre de la Eli sa triste y desgraciada que había sido alguna vez. Durante un par de años había residido en una especie de colegio universitario en la sierra de Madrid, y después le habían adjudicado aquel piso de Leganés compartido con Vera. Conoció los teatros, leyó a Shakespeare, se enamoró de un compañero y luego de Vera. Veía a su madre a ratos perdidos y, por primera vez, sus conversaciones con ella acababan en paz. Tenía buenos amigos, se sentía realizada y feliz.

Y cuando le dijeron que todo aquello era ser cebo, no le importó.

Había deseado serlo antes de saber cómo se llamaba.


Los dos hombres le bloquearon el paso situándose en diagonal, no de frente, para impedir que cruzara la acera o retrocediera. El vaho de ambos convergía en su rostro y olía a cerveza agria.

– Mira lo que tenemos aquí.

– Uau. ¿Sola? ¿Te has perdido?

– ¿Perdido? Nooo. Mírala por detrás. -Una risita.

– ¡Vaya culo!

– Vaya pantalón, mejor. -Rieron-. Te quedaría bien a ti.

Hablaban castellano con dificultad. Elisa supuso que serían rumanos, o checos. Ambos eran muy jóvenes y muy rubios, y por la indumentaria parecían traficantes, probablemente vulgares. El de su izquierda, que era el de más baja estatura, vestía una apretada chaqueta que, a la luz de una valla que destellaba anunciando la proximidad de la disco club Tarquin, parecía como de piel de serpiente. El otro se cubría con un abrigo largo de cuero, y tenía el cabello más abundante y enmarañado que su socio y el rostro alargado, como de lobo. Sin duda ambas prendas las habían comprado a los chinos o canjeado por píldoras. «Serpiente y Lobo: dos idiotas», pensó Elisa. Dos colocados de medio pelo que confiaban en vender su mercancía en los clubes, y si la noche se presentaba propicia, robar a cualquier despistado o violar a una chica, o puede que ambas cosas al mismo tiempo. Quizá llevaran armas de fuego, pero Elisa dudaba de que las usaran alguna vez.

Cruzaron unas cuantas palabras en otro idioma y luego Lobo dijo:

– ¿Eres una puta? Pareces una niña.

– Dejadme -murmuró Elisa en un tono calculadamente neutro, bajando la cabeza muy despacio, como le habían enseñado, y entornando los párpados.

– «Por favor» -indicó Lobo apuntándola con un dedo enguantado-. Señorita no educada. «Déjame, por favor.»

– Déjame, por favor -repitió Elisa, dócil.

– ¿Queremos dejarla? -preguntó Lobo.

Durante un instante no hubo respuesta.

– No, no queremos -dijo al fin Serpiente en un tono distinto-. No vamos a dejarla.

Incluso su amigo pareció sorprendido y lo miró, titubeante. Lo que para Lobo continuaba siendo una broma, para Serpiente se había convertido en algo más serio.

Aquella reacción intrigó a Elisa. Desde luego, no parecían fílicos de Holocausto: ninguno de ellos miraba con fijeza las correas del bolso sobre su hombro. Y a juzgar por el tono de voz de Serpiente al decir «mírala por detrás», calculó que el cabecilla debía de ser él. Pero ¿qué le ocurría? ¿Por qué aquel repentino cambio?

Probó a improvisar un gesto de paso: se apartó unas guedejas de la sien. Comprobó que Serpiente seguía con los ojos fijos en el centro de su cuerpo, sin que el gesto lo distrajera. Se preguntó si sería fílico de Carne, como ella, de los que se enganchan con fantasías en relación con el torso y las piernas. Sin manos, sin texto verbalizado, como el personaje de Lavinia, la muchacha de la horrible obra de juventud de Shakespeare, Tito Andrónico, a quien cortan manos y lengua para impedir que delate a sus violadores. El fallecido genio Víctor Gens (Elisa había leído sus libros varias veces) afirmaba que Lavinia era un símbolo de la máscara de Carne, como toda aquella obra. Recordaba sus palabras: «La carne es inconsciente, no actúa, no habla. La técnica se basa en no gesticular ni enviar texto alguno, solo mostrar el cuerpo como objeto usable». Era cierto, un psicólogo húngaro lo había probado con cebos drogados. Pero todo eso era la teoría, ahora se hallaba en medio del ejercicio práctico. El corazón le latía con fuerza, casi podía oírlo bombear como una máquina de pistones bajo su top de látex luminoso.

Tras un primer instante de sorpresa, Lobo festejó la nueva actitud de su camarada. Se situó a espaldas de Elisa, cogió su trenza y la movió juguetonamente de un lado a otro. «¿Por qué no? -parecía decir-. Este momento es tan bueno como cualquier otro.»

– ¿Cuánto pides por los dos? -dijo burlón en su oído mientras palpaba su trenza.

– No puedo ahora, por favor.

– No puede ahora. Oh. Entonces, ¿cuándo? ¿Mañana?

– Lo hará gratis -masculló Serpiente-. Gratis. A los dos. Ahora.

– Eso es. Y le gustará.

– Claro que le gustará.

Serpiente no la había tocado aún (otra prueba de que era el más vulnerable), aunque se acercaba tanto que su chaqueta presionaba el hombro izquierdo de Elisa. Ella le oía jadear. Decidió darles una última oportunidad.

– Dejadme -insistió, y agregó mirando a Serpiente-: soy peligrosa.

– Eh, ¿has oído? -aulló Lobo tras ella, oprimiéndole una nalga-. Es «peligrosa»…

«Lobo no importa -pensaba Elisa-. Concéntrate en el jefe.» No quería hacerles daño, porque estaba claro que ninguno era el Espectador, pero se estaba poniendo un poco nerviosa, y decidió tomar la iniciativa. En cuestión de décimas de segundo clausuró sus percepciones conscientes. Para ello aprovechó el mareo que la droga le producía y se concentró en una pantomima que había realizado días antes, junto a otra chica, en Los Guardeses. Su memoria recuperó los olores, tonalidades y texturas del decorado y el cuerpo de su compañera, y el presente se disolvió como las nubes de vaho que expelía. Desvió el rostro hacia el lado opuesto a Serpiente, pero se cuidó de no hablar ni gesticular. «Mutilada», como diría su entrenador.

La reacción fue instantánea.

Serpiente se quedó inmóvil, mirándola como si no supiera qué estaba viendo. Elisa se percató de que le había dado tanto placer que el chico se hallaba casi pre-poseído.

– Largaos y dejadme en paz -ordenó a Serpiente, y escapó por su lado.

Caminó sin apresurarse haciendo caso omiso a las llamadas quejosas de Lobo, y de repente oyó una discusión en su idioma. Giró la cabeza y vio a Serpiente alejarse con rapidez y a Lobo seguirle un poco confuso, mirando de vez en cuando hacia ella y quizá preguntándose por qué su compañero había dejado escapar aquel bocado fácil. Elisa estaba segura de que Serpiente soñaría con ella esa noche, y probablemente todas las sucesivas. Se masturbaría pensando en ella. Quizá enfermara de obsesión. Quizá se cortara las venas. Pero lo tenía bien empleado, decidió.

Apretó el paso hasta rebasar el anuncio luminoso del club Tarquín y reprimió un malvado deseo de reír. ¿Quién podía negar que ser cebo era maravilloso? De haber querido, habría hecho lo que le hubiera dado la gana con aquel par de idiotas. Cualquier cosa. Pensar eso le hacía sentirse poderosa, invencible. ¡Qué bien lo había resuelto todo y con cuánta limpieza! El enganche había sido ejemplar, rápido y sutil. Tenía que contárselo a Vera, la facilidad con que había manejado la situación. ¡Cómo le habría gustado a su madre dominar a los tíos así! Esa nueva ocurrencia la hizo reír. Entonces echó un vistazo al reloj, y, para mayor contento, descubrió que su turno había concluido, y se dirigió exultante al final de la calle, donde se hallaba la parada del autobús. Ni siquiera se percató del coche verde manzana aparcado en el bordillo de la acera por la que caminaba, cuyos cristales tintados reflejaron la luz de las farolas al abrirse bruscamente la portezuela del conductor.

Aún alegre, Elisa miró hacia atrás cuando ya era demasiado tarde.

7

Mi padre se llamaba Eduardo. Eso fue lo primero que escuché aquella noche, hace trece años:

– Te llamas Eduardo.

No sé por qué me desperté, ya que quien hablaba no estaba gritando. Al contrario, su tono era curiosamente dulce. Me froté los ojos y miré el reloj de la mesilla, uno muy bonito con forma de pájaro y una pantalla redonda insertada en una de las alas extendidas. Y esto es algo que tengo como grabado a fuego: las 3.38 marcaba, con números verdes. Me intrigó que los números no brillaran. Deberían haberlo hecho, ya que eran fosforescentes y a mí me gustaba mucho verlos resplandecer en la oscuridad, pero había algo en mi habitación, algo inusual, que lo impedía.

Había luz.

Es decir, no del todo. Mi cuarto estaba a oscuras, pero la puerta se hallaba abierta y la luz llegaba desde la escalera, sin duda desde el salón de la planta baja. Supuse que alguien había abierto la puerta, quizá mamá, y luego había salido sin cerrarla. Era una idea absurda, ya que mamá nunca era tan descuidada, pero eso fue lo que pensé.

Me disponía a llamarla cuando escuché risas y otras voces, entre ellas la de Oksana, nuestra criada, así como de nuevo aquella voz:

– Muy bien, Eduardo. Ahora, calma. No vamos a entender a usted si no calma…

Un tono viril y a la vez dulce. Me agradaba sin que pudiese evitar, al mismo tiempo, un cosquilleo creciente en el estómago, como si fuese una medicina que solo hiciera efecto al cabo de unos minutos de ser ingerida. Era la voz de un hombre, pero la relacioné de inmediato con la de Oksana, que chapurreaba de igual forma el castellano. No vamos a entender a usted si no calma. Me hacía gracia aquella expresión. De hecho, pensé que había una especie de fiesta en el salón, y que uno de los amigos de papá estaba imitando la voz de Oksana. Pero ¿por qué una fiesta a esas horas?

Me esforcé en recordar lo que habíamos hecho aquel día: era sábado, y mi familia y yo habíamos ido al cine a ver una bonita película, una historia de amor de las que nos gustaban tanto a mamá y a mí, y Vera había volcado el bote de palomitas en el suelo, bajo su butaca, y mamá le había reñido. Estaba segura de que papá no nos había dicho que hubiese ninguna fiesta esa noche, y además era muy tarde. Descarté esa idea.

Entonces, tras levantarme en silencio y acercarme al umbral, me di cuenta de que, bajo las voces joviales, alguien sollozaba.

Cuando por fin supe quién era, me sentí culpable por no haberla reconocido antes. A lo largo de los años me ha venido a la cabeza muchas veces la imagen de mi madre, su rostro, sus labios moviéndose, pero nunca diciéndome palabras. En mi memoria, desde aquella noche, mamá no ha vuelto a hablarme jamás: solo llora en voz baja, entre hipidos ininteligibles.

Salí al pasillo, pero me detuve antes de llegar a la baranda de la escalera, al escuchar el susurro frenético de la voz de papá.

– … que no lo ves? Ya estoy calmado… Y ahora, ¿por qué no dejas que mi mujer suba un momento a ver a las niñas?

– Eduardo, escuche…

– Estoy calmado… Será solo un momento. Maite, por favor, deja de llorar…

Mi puerta era la última del pasillo. A mi derecha, el cuarto de Vera también estaba abierto, pero por fortuna Vera se hallaba en la cama, dormida. Y a través de la puerta del dormitorio de mis padres, abierta de par en par, vislumbré en el suelo el edredón rojo y la sábana. Pensé que mamá se enfadaría si descubría aquel caos, pero de inmediato razoné que ya tenía que haberlo visto, porque era ella quien lloraba.

Me acerqué con sigilo a la escalera. No estaba realmente asustada, pero de algún modo me parecía prudente que las personas del salón no me vieran. Por eso escogí la escalera y no el pasillo, ya que sabía que desde aquella podía abarcar gran parte de la planta baja sin ser vista. Descendí unos cuantos peldaños sin hacer ruido con mis pies descalzos, mientras estiraba el cuello para mirar a través de las barras de madera de la baranda, como quien intenta divisar un escenario desde una mala localidad.

Al primero que vi fue a papá. Estaba atado con cinta adhesiva a una silla de frente a la escalera. La cinta era plateada, y cruzaba su pecho y vientre desnudos bajo la camisa del pijama abierta, enroscándose en piernas y tobillos. Estaba casi irreconocible, con el rostro rojizo y sudoroso y el cabello alborotado. Entornaba mucho los ojos, y comprendí que era porque no llevaba las lentillas que se quitaba siempre al acostarse, ni tampoco gafas. Fue ese detalle, absurdamente, lo que más me aturdió, ese descuido en un hombre como él, alto cargo en una empresa que fabricaba fibra de vidrio, siempre tan pulcro y elegante.

Oksana, la chica ucraniana de servicio que habíamos contratado hacía dos meses, se hallaba de pie junto a papá. Era muy joven, apenas veinte años, rubia y bajita. No llevaba uniforme sino la cazadora y los vaqueros que se ponía en los días libres, e intervenía en la conversación con frecuencia, hablando en su idioma o en su extraño castellano. Me sorprendió mucho verla hablar: gesticulaba con violencia y alzaba la voz, en contraste con la persona sumisa que me había parecido hasta entonces. A mamá no podía verla, sin duda porque estaba sentada en el lado opuesto a papá, bajo la escalera, pero las otras dos personas que había en el salón no paraban de moverse, y las vi con claridad. Eran un hombre y una mujer. La mujer se movía de espaldas a la escalera, por lo que solo logré atisbar su cuantioso cabello castaño oscuro y su chaqueta de cuero. El hombre, el propietario de aquella voz, iba y venía desde la silla de papá al sofá. Su detalle más llamativo era que tenía la cabeza rapada por completo salvo una mata de pelo central que iba desde la frente a la nuca, negra y espesa como la crin de un caballo.

– Eduardo -decía Hombre Caballo con aquella forma de pronunciar que sonaba a «Edardo»-. Niñas bien. Calma.

– Estoy calmado, joder -jadeaba papá, pero desde luego no lo estaba-. Te repito que estoy calmado. Y ya os di las tarjetas y las claves… ¿Qué más queréis, coño?

– Cash -dijo Hombre Caballo frotándose el índice y el pulgar derechos de una manera que yo sabía que significaba «dinero»-. ¿Entiende?

– ¡No tengo efectivo en casa, ya te lo he dicho! ¡No cash¡ ¿Entiendes tú?

– No grite -advirtió Hombre Caballo-. Oksa no cree eso. Oksa dice ver dinero, muchos billetes usted en despacho. Dónde está.

– A veces he tenido dinero en casa, pero no acostumbro a…

Oksana entonces hizo algo. Se situó frente a mi padre de un brinco, tan rápida que me sobresaltó, y empezó a gritarle. Oksa era bonita, todos lo decíamos. Aunque su rostro era grueso y redondo, su silueta era esbelta y su mirada, grande, de ciervo asustado. Pero en aquel momento tenía la cara roja y una vena le hinchaba el cuello.

– ¡Dinero! -gritó y le dio una bofetada a mi padre-. ¡Dinero! ¡Tienes! -Lo golpeó otra vez en un vaivén de su pequeña mano: eran golpes de fuerza inaudita, o así me lo parecieron, y la gruesa cabeza de mi padre giraba de un lado a otro-. ¡Dónde! ¡Dormitorio! ¡Despacho! ¡Dónde!

Hombre Caballo dijo: «Oksa», y ella se detuvo a duras penas, jadeante. Al mismo tiempo el llanto de mi madre se convirtió en una súplica desgarradora. La otra mujer, la del cabello castaño, se movió fuera de mi vista, oí otro golpe y luego el grito de mamá, lo cual provocó que papá también gritara y Oksa corriera a cerrar las cortinas. El breve alboroto camufló mis propios sollozos. Ver a Oksana golpear a mi padre me había dejado petrificada. Sentí que iba a orinarme encima, como si de repente hubiese retrocedido en el tiempo y, en vez de doce años, me hubiese convertido en una niña de cinco como Vera. Me llevé las manos a la boca e intenté detener el llanto o atenuarlo, pero solo cuando regresó el silencio logré aguantar la respiración de manera que mi lloriqueo, aunque proseguía, carecía de energía para hacerse oír. Aun sin saberlo, había realizado uno de los ejercicios de autocontrol que luego me salvarían la vida en tantas ocasiones.

– «Edardo» -retornó a hablar Hombre Caballo cuando los demás callaron, pero su voz ya no me parecía dulce: era como un animal de bellos colores que de repente enseñara los colmillos-. Hacemos algo. No queremos hacer, pero usted no ayuda… ¿Traemos niñas? -Mientras el hombre hablaba, Oksana se había situado de espaldas a papá y le tapaba la boca con más cinta elástica. Las mejillas de papá se hinchaban como los peces globo que Vera y yo contemplábamos en los vídeos educativos de ordenador-. ¿Quiere eso? ¿Traemos niñas?

– Papá decía que no con la cabeza y su silla crujía como un juguete de cuerda. El sollozo de mamá era ahora un chillido, pero atenuado, como si también le estuvieran tapando la boca-. ¿Prefiere mujer? ¿Niñas? Usted elija.

– Niñas -dijo Oksana inclinada sobre papá desde atrás, sujetando su cabeza con la mano-. Dice «niñas». Le gustan más. -Papá no decía nada, solo gimoteaba con el rostro de color cereza y las mejillas temblorosas y rebosantes sobre la mordaza, pero Oksana parecía disfrutar, y mientras le agarraba el pelo con una mano llevó la otra bajo su vientre y le tocó allí donde yo nunca quería mirar y siempre miraba-. Sí… prefiere niñas. «Edardo» prefiere niñas pequeñas. -Y lanzó una carcajada.

– No queremos. -Hombre Caballo apuntaba a mi padre con el dedo-. No queremos. Pero tú obligas. Oksa, ve por niñas.

Fue aquella orden lo que me hizo reaccionar. Casi sentí como si alguien me hubiese quitado el freno de mano: un crujido y mis articulaciones recobraron el movimiento. Pero no podía levantarme, las piernas me temblaban demasiado, de modo que me arrastré hasta lo alto de la escalera raspándome las rodillas y empecé a gatear en dirección al cuarto de Vera. Lo único que acertaba a comprender era que tenía que proteger a mi hermana. Mi cerebro era la habitación del terror y yo me hallaba encogida y a oscuras en su interior, y solo podía pensar: «Vera. Vera. Vera…».


– ¿Y?

– No hay más. A partir de ese instante sigo sin recordar nada.

– Bueno -dijo el doctor Arístides Valle, pero en un tono inseguro, como si mi amnesia le defraudara, y se ajustó las gafas sin montura, de cristales redondos, en un gesto muy característico. La consulta era un pozo de calma y penumbra. Yo permanecía sentada frente al escritorio, los codos en los muslos, inclinada hacia delante como si acabara de vomitar-. De todas formas, hemos avanzado -agregó-. No mucho, pero sí algo desde el otro día. Si lo dejamos ahora, todo el camino que hemos recorrido no habrá servido de nada…

Asentí y separé las piernas al tiempo que tomaba aire. Tenía algo de calor, pero no me quité la cazadora. Tampoco hablé, aguardé en silencio a que Valle continuara.

– ¿Entiendes lo que estoy intentando decirte, Elena? Si dejamos esto ahora, todo el esfuerzo realizado a lo largo de las últimas consultas será en vano. Como inflar un globo sin hacerle un nudo -dijo, pero no logró sorprenderme; yo ya estaba acostumbrada a sus metáforas-. Comprendo lo difícil que tiene que ser para ti recordar. Tienes un bloqueo en esa parte, es típico de algunos traumas, pero créeme si te digo que hemos dado varios pasos muy positivos. Ese suceso de tu adolescencia puede relacionarse con tus síntomas. Si dejas la terapia, tendrás que empezar desde cero en el futuro…

Tragué una bola de saliva y carraspeé.

– Lo sé -dije-. Pero no puedo seguir viniendo.

Valle me observaba con la cara apoyada en una mano.

– Podemos arreglarlo si es por dinero -propuso-. En serio. No me pagues hasta…

– No, no es eso. De verdad, le agradezco que me haya escuchado. Es que, sencillamente, no puedo venir más.

– Comprendo -admitió Valle sin insistir, y respiró hondo.

Tosí un poco, sintiendo que mis mejillas ardían (sabía que tenían que estar rojas), y miré de hito en hito a Valle mientras aguardaba a que me dejase marchar. No quería mostrarme brusca, pero la decisión estaba tomada. Ya no tenía por qué seguir acudiendo a su consulta, y, tal como había hecho con Álvarez y Padilla cuatro días antes, quería quemar todas mis naves para empezar una nueva vida. Por eso había pedido adelantar la cita a aquel jueves, para que «Elena» pudiera desaparecer también, y cuanto antes mejor. De modo que seguí aguardando, la mirada posada en algún lugar alrededor del rostro de Valle, aunque de vez en cuando examinándolo directamente a la luz de la pantalla de ordenador abierta sobre su mesa.

Arístides Valle era atractivo, pero sobre todo elegante y dulce. Tendría unos cuarenta años, complexión corpulenta y estatura media, con el pelo color ceniza cortado a cepillo. Su rostro ovalado, juvenil y carnoso, transmitía una apropiada sensación de calma inalterable, como un estanque que ninguna piedra pudiera perturbar más allá de unos cuantos segundos. Cuando hablaba, se inclinaba hacia delante, como si quisiera salvar la distancia que nos separaba y situarse a centímetros de mi cara. Vestía siempre conjuntos perfectos: en aquella ocasión camisa de tonos morados, pantalones a juego y corbata fucsia. Era un hombre culto, de ademanes suaves, desenvuelto, que parecía dotado de infinita paciencia para soportar los silencios. Yo había acudido a su consulta privada cuatro semanas atrás aduciendo dolores de cabeza e insomnio, y ahora, tras cuatro sesiones de charla durante las cuales había contado lo que lograba recordar sobre el horrible episodio que cambió mi vida (por supuesto, con nombres falsos y sin revelar nada más), había decidido abandonar. Me dio por pensar, mientras lo contemplaba, que el doctor Valle ya nunca conocería mi verdadero yo.

Si es que yo tenía algún «verdadero yo» al que poder llamar así.

De súbito Valle quebró el silencio, pero en un tono más campechano, como si se le hubiese ocurrido algo nuevo.

– ¿Puedo hacerte una pregunta, Elena?

– Claro.

– ¿Me has contado toda la verdad?

Parpadeé.

– ¿Cómo?

Mi sorpresa le satisfizo, en cierto modo. Se retrepó en el asiento y volvió a ajustarse las gafas. Al hablar, lo hizo casi con timidez, aunque en él parecía fingida.

– ¿Sabes? Llevo más de veinte años en este oficio, quince en España, antes casi cinco en Argentina, un período en los Estados Unidos… Esos de ahí son mis diplomas. -Hizo un ademán hacia la pared a su espalda y sonrió-. Pero nada de lo que he estudiado en mi vida, nada, óyeme bien, me ha ayudado tanto en mi profesión como mi infancia en un barrio pobre de Bogotá. Te aseguro que soy psicólogo desde mucho antes de que me dieran el título, porque en mi país había que ser un poco psicólogo desde niño para saber de quién podías fiarte, quién era sincero y quién intentaba hacerte daño. He visto mucha miseria y dolor… -Miró hacia el techo, titubeando antes de proseguir, y supe que iba a emplear otra metáfora-. Como esos pescadores de perlas asiáticos, que pueden bucear mucho tiempo sin oxígeno porque los entrenan de niños… A mí me enseñó la vida a aguantar la respiración, Elena, y conozco un poco las profundidades. Todo lo que he hecho después solo ha servido para explicarme qué fue lo que aprendí. Para eso sirven los estudios y los libros, no para otra cosa: para explicarte lo que aprendes en la calle. Y tú pensarás, ¿por qué me cuenta este rollo? -No era una pregunta que esperase respuesta, y no respondí-. Yo te lo diré: porque puedo percibir cuándo alguien me miente, cuándo tratan de engañarme, cuándo ocultan cosas… Y, por la razón que sea, tú has estado mintiéndome desde el principio.

No se me ocurrió qué decir. Me mordisqueé el dedo pulgar como si chupara los restos de algún dulce mientras miraba a Valle con fijeza. Él también me observó un rato, y luego, de improviso, movió la mano frente a la pantalla sensible del ordenador.

– «Elena Fuentes Marchena -leyó-, veinticinco años, natural de Madrid, remitida hace cuatro semanas por consejo de un compañero…» -Pasó por alto varios datos, como si quisiera llegar a lo esencial-. «Insomnio, cefaleas, pérdida de apetito, síntomas compatibles con una depresión que no responde a los tratamientos habituales… Antecedentes…» -Se detuvo y me miró sin expresión-. Y aquí es donde dejo de entender las cosas.

Me despejé la frente de los pocos cabellos que no habían querido unirse a la mayoría, recogidos en una cola. Mientras aguardaba a que Valle prosiguiera, fruncí el ceño, sintiéndome como una estudiante díscola regañada por un maduro y atractivo profesor.

– Esto no encaja. Te explico. Se menciona el horrible suceso de tu familia. No es algo, por otra parte, que yo desconozca. Es la típica técnica de «la criada». En Bogotá comenzaron a practicarla en las casas de gente rica. Ella entra a servir con nombre y documentos falsos, pasa varias semanas tomando datos sobre los hábitos y el lugar donde se guarda el dinero, y luego, una noche, desconecta los códigos de alarma y abre la puerta a sus amigos, que son los que actúan. Por lo general, se limitan a robar y marcharse. En este caso, todo se complicó, porque se trataba de unos psicópatas. Les hicieron mucho daño a ustedes… Todo eso es correcto. Pero hay un punto desconcertante.

Volvió a mover la mano para cambiar de archivo, y esta vez hizo girar la pantalla en mi dirección.

– Busqué la noticia en la hemeroteca, porque, como te digo, pensaba que no me contabas la verdad. Y la encontré, en efecto. Esta es la página de El País. La fecha encaja con tu versión. Pero, aunque los nombres de los componentes de la familia se mencionan solo con iniciales, como puedes comprobar tú misma…, las iniciales de vuestros nombres no se corresponden con los que me has dado.

– Cambiaron las iniciales para proteger nuestra intimidad -dije.

Valle hizo un mohín, como si me diera la razón en algo banal y me la quitara al mismo tiempo en lo importante.

– Podría ser, y eso pensé, pero… ¿Sabes lo que es Winf-Pat? Un entramado de informes y archivos cifrados de la red donde puedes encontrar todo sobre cualquier paciente del mundo, con los permisos adecuados. El acceso completo solo se facilita por orden judicial, pero existen modos de acceso parcial que usan médicos y psicólogos penales. Al llegar a España, trabajé un tiempo atendiendo a delincuentes, y aún me ocupo de ciertos casos, de modo que poseo una clave de acceso. Intrigado por lo de las iniciales, busqué el suceso y obtuve los nombres de las personas de los periódicos: Diana Blanco y Vera Blanco eran las hermanas de la noticia, no Elena ni Cristina.

Miré a Valle largamente durante la pausa que siguió. No estoy muy segura de cuánto duró aquella pausa. Recordé una vez, durante un ensayo de Romeo y Julieta para Gens, en la granja, en el que Claudia Cabildo y yo interpretamos a los amantes y durante todo el tiempo habíamos tenido que mirarnos sin tocarnos, entregando el texto como en fugaces relámpagos de aliento, mientras nuestra excitación era llevada al límite por una droga. Por un momento pensé que el doctor Valle y yo nos mirábamos de igual forma, separados por el balcón insalvable del escritorio.

– Al principio pensé que me habías mentido, tan solo -prosiguió Valle tras comprender que yo no iba a confesar-. Algunos simuladores, incluso, pueden llegar a falsificar documentos oficiales… Pero lo más curioso es que existen realmente una Elena y una Cristina Fuentes en Winf-Pat con un suceso idéntico en su historial pero ninguna otra prueba de su existencia, introducidas allí como por la fuerza. -Se encogió de hombros-. Direcciones distintas, familias distintas, historial similar… Todo muy raro. Más aún si tenemos en cuenta que, para falsificar los archivos de Winf-Pat, se necesita algo más que simple habilidad o deseos de mentir…

Hizo otra pausa, ofreciéndome una nueva oportunidad de confesión. Pero yo estaba distraída con una idea repentina. «Psicólogo», pensaba. Y me preguntaba, aunque no por primera vez, hasta qué punto podía conocer la existencia del psinoma, y qué diría si algún día llegaba a conocerla.

Qué diría el querido «psicólogo» si llegaba a enterarse, por ejemplo, del experimento clandestino sobre filia de Fuego llamado en clave «Sixtant», donde se demuestra que el placer que sentimos podemos transmitirlo a otro ser humano tan solo tocándolo, como si ardiéramos y lo quemáramos con nuestras llamas, no importaba que fuésemos del mismo sexo o distinta edad. Qué diría si supiera la verdad sobre el deseo humano y el amor. ¿O quizá ya la sabía? Pero lo dudaba, parecía un hombre optimista.

– ¿Quién eres, Elena? -Valle bajó la voz, como quien habla junto a un niño dormido-. ¿O debo decir «Diana»? ¿De dónde has salido? No pareces tan solo una mentirosa. ¿Por qué no me cuentas la verdad y luego, si quieres, te marchas y no regresas? Es como si llevaras una máscara… ¿Por qué no te la quitas?

Aquella nueva «metáfora» me cogió desprevenida. Sentí como una corriente eléctrica recorriéndome la espalda, un calambre casi doloroso, y permanecí sentada en la misma posición, incapaz de moverme, siquiera de concentrarme en algún tipo de actividad, hasta que al fin logré ponerme en pie.

– Debo irme. Lo siento.


Valle no contestó, pero me llamó cuando ya me encontraba en la puerta para indicarme que se me olvidaba la mochila. Sentí sus ojos fijos en los míos mientras la recogía y escuché su voz con aquel acento que era como si una caja de música se abriera cada vez que hablaba.

– ¿Qué he dicho para que te sientas tan mal? ¿Por qué lloras?

Me sequé las lágrimas y, sin mirar atrás, regresé de nuevo a la puerta.

– Adiós, doctor. Gracias.

Una vez en la calle, rodeada del aire fresco y gris del mediodía otoñal, logré tranquilizarme. Mientras me dirigía al coche con pasos apresurados pensé que, de cualquier forma, para bien o para mal, ya no iba a volver nunca a la consulta del doctor Arístides Valle. Y, aunque quizá había sido un error venir a decírselo, lo cierto era que ya todo había acabado. Mi trabajo había terminado, y con él, mi vida anterior.

Ahora partía, como Romeo, hacia el destierro de una vida normal.

8

Tengo una vieja silla de enea en el dormitorio, una reliquia de la casa de mis padres. Mi tío Javier, el hermano de papá, que fue con quien Vera y yo vivimos algunos años después de la tragedia, había arramblado con todo lo que poseíamos y lo había almacenado en un guardamuebles kilométrico, en espera de que decidiéramos repartírnoslo. Pero no hubo nada que repartir: Vera jamás visitó aquel almacén, y aunque tampoco yo lo deseaba, siempre fui más práctica que mi hermana y al final opté por conseguir algo aprovechable para rellenar los vacíos de mi piso de cobertura en Yuste.

Fue un grave error, como después comprobé. Las lágrimas apenas me dejaron ver lo que había en el guardamuebles. No era que los objetos reavivaran mis recuerdos, sino, al contrario, que me pareció que no me pertenecían. Eran propiedad de una niña llamada Diana Blanco que había vivido una vida paralela a la mía. De modo que di media vuelta y estaba a punto de salir cuando, a través del velo de lágrimas, distinguí aquella silla. Formaba parte de un conjunto del mismo estilo que teníamos en el jardín, junto a la piscina, y el aspa de madera que iba de pata a pata tenía un lado roto que papá había arreglado chapuceramente con cinta aislante. Ignoro por qué me llevé justo esa silla, ya que ni por asomo encajaba con los muebles minimalistas de mi sobrio apartamento. Luego pensé que había sido un arrebato típico de mamá, de esos que Vera había heredado pero que en mí no eran frecuentes, algo así como el deseo furioso de desafiar mi propio dolor: «Me has quitado a mis padres, me has quitado el pasado, y ahora ¿vas a quitarme también todas mis cosas?». De modo que eché mano de la silla y me marché. No regresé al guardamuebles y lo puse todo en venta a través de una agencia cuando mi tío falleció. Pero la silla siguió conmigo, en el dormitorio, a los pies de la cama, aunque solo la usaba para poner ropa. Nunca me sentaba en ella, no solo porque era vieja y temía que pudiera partirse, sino porque crujía de forma especial si lo hacía, un sonido muy desagradable, como de pisar hojas secas, que solo se producía si soportaba el peso de una persona.

Y eso fue lo que escuché al apagar el televisor aquella mañana, exactamente el crujido de la silla de enea en mi dormitorio, habitación en la que aún no había entrado desde que había llegado a casa.


Acababa de regresar de la consulta con el doctor Valle y no me sentía realmente mal, pero sí vacía, como cuando te esfuerzas mucho en hacer algo y luego ese algo termina bruscamente y ya no sabes en qué emplear la energía sobrante. Era jueves por la mañana, y tan solo habían pasado tres días desde el anuncio de mi dimisión. Casi todos los que tenían que saberlo lo sabían ya: Álvarez, Padilla, Miguel y Vera. También había zanjado las cosas con Valle. Ya solo me restaba visitar a Claudia Cabildo y telefonear al señor Peoples, aunque había decidido dejar esto último para el final, y ni siquiera estaba segura de si lo haría. Me hallaba en ese período intermedio en que aún no sentía los efectos de mi nueva vida, pero ya empezaba a experimentar la ausencia de la anterior; ese lapso entre lo que quieres y lo que finalmente haces, que es como un «fantasma», según recordaba que decía Bruto en la obra de Shakespeare meditando sobre el plan de asesinar a César. Por suerte, tenía cosas en qué pensar: mi vida con Miguel, la posibilidad de buscar un nuevo empleo, esa otra -allí, en lontananza, pero visible- de tener hijos y, por supuesto, mi hermana.

Sabía que lo de Vera no estaba resuelto todavía, por mucho que hubiese logrado coger a Padilla por las pelotas en Los Guardeses y presionarlo para que prescindiera de ella, haciéndole prometer que se lo diría como si fuese idea suya. Por supuesto, Vera se lo había tomado muy mal. «Se marchó llorando del despacho», me había dicho Miguel, que había estado presente durante la penosa entrevista. Y no es que yo sintiera ningún remordimiento por la jugarreta que le había hecho; a veces era preciso sacrificar una cosa para obtener otra, también lo decía Bruto, y la vida de mi hermana era, para mí, mucho más importante que no traicionarla. Yo había confiado en que mi simple dimisión la influyese para que dejara de ser cebo, pero, lejos de eso, se empeñaba en serlo más que nunca. Aunque estaba segura de haber obrado bien, me resultaba difícil pensar en las consecuencias. Era como si hubiese apuñalado a mi hermana por la espalda.

Por si fuera poco, desde nuestra conversación en Los Guardeses no había vuelto a hablar con ella, y cuando la llamaba escuchaba siempre el buzón de voz. Tanto silencio me preocupaba. ¿Sospecharía algo? Miguel me había asegurado que mi nombre no había salido a relucir en toda la entrevista, pero yo me fiaba menos de Padilla que de un retrete cubierto de cristales rotos. También era posible que Vera no quisiera hablar con nadie, lo cual era lógico. Necesitaba cierto tiempo para asumir el golpe. «Más o menos como yo», pensé. Y mientras entraba en casa aquel jueves, tras la visita a Valle, decidí que, si seguía sin dar señales de vida, trataría de llamar a Elisa Monasterio para informarme sobre Vera indirectamente.

Mi apartamento de la calle Yuste era de cobertura. Según el registro, en él residía Elena Fuentes Marchena, una tele-operadora de veinticinco años a quien le quedaba un curso para acabar empresariales. Pero yo no tenía que llevar una doble vida ni nada por el estilo, como hacen los espías de las películas, sino tan solo sonreír dulcemente a los vecinos y tratarlos con cierta fría cortesía, para que no se entusiasmaran con mi sonrisa. Elena existía únicamente para que mi nombre real no figurase en las infinitas guías y buscadores que poblaban la red, salvo, como acababa de decirme Valle, en cosas como Winf-Pat. Y el apartamento iba en consonancia con mi modesta existencia: era más pequeño que muchos de los despachos en los que había entrado en mi vida, aunque poseía tabiques divisorios entre el saloncito con cocina y el dormitorio con baño. Lo más completo era el sistema de seguridad. Por eso, cuando me cercioré de que todos los códigos de alarmas seguían en su sitio, entré despreocupadamente, volví a activar las alarmas y me desplomé en el sofá del salón sin pasar por el dormitorio. En el sofá estiré las piernas, moví la mano en el aire, pronuncié el nombre del canal que deseaba, y comencé a ver las noticias mientras le daba vueltas al tema de Vera.

Las noticias eran las comunes del mundo en que vivíamos, la «lupercalia de nuestras ciudades», en expresión de Gens, una palabreja que creía recordar que había tomado de Julio César. Un nuevo ataque terrorista en Egipto. Recrudecimiento de la guerra en Georgia. Ajustes de cuentas mafiosos. Nueva organización de trata de blancas en Italia. Y, en Madrid, los casos del supuesto Envenenador y del Espectador. Al parecer, Interior había decidido que el primero sustituyera en interés de audiencia al segundo, y el informativo le dedicaba cinco minutos más. Había fallecido otra persona con los mismos síntomas que en los siete casos previos: parálisis y convulsiones. Se trataba de un chico de veintitrés años, toxicómano, que había muerto en su domicilio. El estudio informático de la autopsia demostraba que había ingerido la misma, aunque aún desconocida, sustancia que las anteriores víctimas, por mucho que no dejase rastros orgánicos. La policía estaba cada vez más segura de que había una persona detrás de todos los casos, un sujeto que ya había sido bautizado por la prensa como «el Envenenador», aunque ni siquiera hubiese sido probada la existencia de un tóxico. La noticia se ofrecía como una especie de película de suspense, con imagen de la víctima incluida, un chaval de pelo color oro sucio, ojos claros y rostro exangüe.

En comparación con aquel montaje, las alusiones al otro caso, el del monstruo, fueron pobres. El Espectador parecía aburrir a los medios. Bien era cierto que, tras la aparición de la chica dominicana cuatro semanas atrás, en los contenedores de basura que daban al patio trasero de una residencia de ancianos, no había vuelto a actuar, que se supiera, y ese período de calma aparente le restaba interés a la información. Pero yo era una de las pocas personas que había visto imágenes del cadáver de Aída Domínguez, veintidós años, natural de la Re pública Dominicana, escupida por el Espectador como un hueso desollado, tras siete días de secuestro, en un basurero, y para mí la «noticia» seguía estando tan a flor de piel como si tuviese un acné infectado en la cara.

Soñaba, sentía, me horrorizaba con Aída, que había vivido vendiendo su cuerpo en Madrid hasta que el Espectador se lo robó para rompérselo, para horadarlo hasta lo profundo, para roérselo hasta el alma. Me veía mirando por los ojos de Aída, sufriendo su inmenso dolor, chillando por su boca. Aída Domínguez, veintidós años, ya formaba parte de la larga hilera de fantasmas que señalaban acusadoramente, con su tormento, a todos los crueles y violentos de este mundo.

«Según fuentes de Interior, la policía sigue una pista clara en el caso del asesino de prostitutas», decía el locutor. «Una pista clara», pensé. Bravo por Álvarez, cada vez demostraba más imaginación. «Una pista clara», cuando en realidad no teníamos ni puta idea. «Pero ya has dejado el trabajo, idiota. Kaput. The end. Ya no te incumbe.» Con un gesto de rabia, disolví la imagen del televisor sintiendo que iba a llorar.

Y oí aquel ruido.

La silla de enea. El dormitorio.

Supe, sin lugar a dudas, que había alguien allí. Alguien que ya estaba en casa cuando yo llegué y que había permanecido sentado en silencio mientras yo me arrojaba sobre el sofá del salón como un saco de patatas. En mi mente casi apareció, como en un cine, la imagen de lo que había hecho el supuesto intruso: se había removido en la silla, confiando en que el sonido del televisor ocultara el ruido, sin sospechar que yo lo apagaría bruscamente.

Elena Fuentes Marchena, tele-operadora de horario irregular, hubiese saltado del asiento, rígida de miedo ante la posibilidad de un extraño en su casa. Pero en mi vida real, si tal cosa existía, yo estaba preparada para situaciones así. Ni siquiera necesitaba armas. Yo era un cebo. Yo era mi propia arma. Solo la sorpresa constituía un riesgo para mí, pero pocas cosas podían dañarme si estaba preparada.

Lo que hice fue levantarme y dirigirme sigilosamente a la habitación contigua. La puerta del dormitorio se hallaba entornada y la habitación, a través de la abertura, aparecía sumida en la oscuridad. Esto último reafirmó mi convicción de que había alguien. Nunca me olvidaba de descorrer las persianas cada mañana. Me gustaba la luz.

Por un instante me quedé mirando aquella abertura. El recuerdo de otra oscuridad se me hizo casi doloroso, como el pinchazo de las glándulas que se siente al saborear un ácido: la que había penetrado como un vendaval a mis doce años de vida y soplado hasta apagar las velas de mi edad infantil. Para aquella otra oscuridad no estaba preparada, y por lo visto, a juzgar por mi amnesia ante Valle, seguía sin estarlo.

Calma. No vamos a entender a usted si no calma.

Preparé mentalmente una máscara defensiva y empujé la puerta con suavidad. Una sombra se hallaba de pie junto a la silla de enea. El instante previo a encender la luz con una orden verbal resumió todas mis pesadillas. Y por increíble que parezca, cuando por fin se me reveló la verdad, no me sentí mucho mejor que antes.

– ¡Puta! -escuché.

La figura sostenía algo en la mano. Antes de que yo pudiese distinguir qué era, lo vi volar hacia mi cabeza.

El objeto no me dio por poco, pero se estrelló contra el marco de la puerta entre un alboroto de cristales. Una mínima parte de mi conciencia reconoció el holorretrato enmarcado de papá y mamá que tenía en la mesilla de noche, el resto se dedicó a recibir el cuerpo de mi hermana, que se abalanzó sobre mí.

Durante los años en que vivimos en casa del tío Javier, antes de que un estudio psicológico casual me eligiera para ser cebo, Vera y yo peleábamos a menudo. El inicio era siempre el mismo: yo decía o hacía algo que la irritaba y ella, en vez de discutir, me atacaba físicamente. Ninguno de sus golpes me hacía verdadero daño, entre otras cosas porque siempre he contado con más fuerza que Vera. En ocasiones pensaba que solo trataba de retarme para que me comportara como un padre. Como si me dijera: «Basta de ser la hermana mandona, ahora necesito alguien que sepa ponerme en mi sitio». Era una bonita explicación para las riñas triviales, pero se quedaba corta ante la crisis de furia que en aquel momento la poseía.

Lo que más me desconcertó fue que había cálculo y control bajo su frenesí. Me cogió de las solapas de la cazadora y me arrastró hacia el interior del cuarto, tirando de mí y empujándome contra la pared. Sin concederme tregua, me hizo girar y me arrojó sobre la cama, se sentó a horcajadas sobre mi vientre y cerró los dedos en mi garganta. Apretó, pero no con mucha fuerza. Y sin embargo, al ver sus ojos enrojecidos y rabiosos, sentí que allí, dentro de su mirada, yo ya había sido estrangulada varias veces.

– ¡Cabrona! -susurraba entre dientes, la voz ronca-. ¡Voy a matarte!

No me defendí, solo abrí la boca en busca de aire. Entonces me soltó, pero descargó sobre mí una lluvia de golpes con las palmas de las manos abiertas. Usé los brazos para protegerme, y en un momento dado aproveché mi rostro oculto y el decorado de la cama en que yacía para alzar la voz sin brusquedad, en un tono de congoja:

– Vamos, sigue, adelante, me lo merezco.

Se quedó como congelada, los puños en el aire, resoplando como un caballo. Yo había usado una rápida técnica de Amor, donde el texto reclama justo lo contrario de lo que pretendes conseguir, como el hábil discurso shakesperiano de Marco Antonio ante el cadáver de César. No era la filia de Vera, pero sabía que ciertos gestos de la máscara de Amor podían frenar o aumentar la violencia de algunos psinomas durante unos cuantos segundos. Odiaba emplear una máscara con mi hermana, si bien lo prefería a tener que responder físicamente a su terrible ataque.

– Ahora, ¿podemos hablar? -Coloqué las manos sobre la cabeza y atrapé mechones de mi liso cabello, para prolongar más su placer-. Por favor. ¿Hablamos?

Vera bajó los brazos y, aún sentada sobre mí, se desmoronó como un alud.

– ¿Qué me has hecho? ¿Cómo pudiste…? ¡Hija de puta! ¿Cómo has podido…?

La dejé llorar encorvada, la cabeza sobre mi hombro. Aquello me dolió más que sus golpes. La abracé casi con timidez, previendo un nuevo estallido.

– No quiero perderte, Vera -dije-. A ti no.

– Ya me has perdido -repuso con súbita frialdad. Se incorporó apartándose el pelo de la cara y reveló un rostro de pesadas ojeras marcado por el llanto y el insomnio. Se alisó la camiseta amarilla que le llegaba a los muslos, bajo los cuales se extendía una malla negra que también sobresalía por las mangas y acababa en las rodillas, donde comenzaban las cintas cruzadas de sus sandalias romanas. Y mientras hacía todo eso, no dejaba de hablar, gélida, furiosa-. Ahí te quedas, hermanita… Podrás dejar el trabajo, irte a follar con Miguel Laredo, tener hijos y llevarlos al cine… Podrás olvidarte de papá y mamá… Pero yo no voy a hacerlo, ni por cien Padillas que me despidieran… He descubierto que puedo seguir siendo cebo aunque me expulsen. Bonita profesión. No quiero dejarla. Oh, no. No ahora. Y tú no me lo vas a impedir tampoco -dijo, a punto de llorar de nuevo-. ¿Sabes? Desde la muerte del profesor Gens, tienes menos enchufes en el departamento que un palo de madera… Nadie va a hacerte caso, porque a nadie le importas ya. Estás fuera, out… Padilla me readmitirá. ¿Qué trabajo le cuesta? Si cazo, mejor para él. Si no, igual le da que pruebe. ¿Lo captas?

– ¿Quién te lo ha contado? ¿Padilla?

– ¡Me dijo hoy que le presionaste el lunes para que me echaran! -Lloró.

Me incorporé y quedé sentada en la cama. Me dolía el cuello, el pelo se me había soltado de la goma y creía que tenía sangre en el labio, pero no tenía. Vera lloraba contemplando el holorretrato roto a sus pies. Yo pensaba en varias posibles venganzas para hacer pagar a Padilla su traidora indiscreción, pero de pronto supe que había algo más. Lo había percibido en el temblor de las manos de Vera al alisarse la ropa, en su forma de acentuar «ahora» al decir: «No ahora», en sus brutales golpes… Algo que no era tan solo haber descubierto mi intriga. Aproveché la pausa para intervenir.

– ¿Qué ha ocurrido?

Habló sin mirarme, con una voz que era como un escalofrío.

– Tiene a Elisa… Desapareció anoche, durante su turno en el área de caza del Circo… Los análisis afirman que ha sido él. -Un sudor frío me bañó de pies a cabeza mientras la escuchaba, pero intenté disimular mi propio pánico para no incrementar el suyo.

– Puede haberle pasado otra cosa -mentí, deseando que supiera que mentía para tranquilizarla, ya que, de ese modo, quizá le hiciera creer en mi siguiente (y más grave) mentira-: además, en el peor de los casos, Elisa es un buen cebo. El Espectador no había caído en la trampa con ninguna de nosotras hasta ahora, así que no se esperará tener a un cebo… Si él la tiene, si es él, Elisa lo eliminará, seguro…

Lo más horrible fue comprobar que Vera fingía creerme, como en esos lentos stripteases de la máscara de Amor en que la presa se enganchaba pensando, precisamente, que intentábamos engañarla.

– Sí, desde luego. Eli va a joder a ese cabrón… pero no la dejaré sola.

– No siempre ha secuestrado a otra chica cuando ya tiene a una-objeté.

– Si lo ha hecho una vez, puede repetirlo.

– Comprendo -dije titubeante. Pero lo único que comprendía era que no iba a poder detenerla en esa ocasión, y ello me hacía sentir insegura y entregada a todo lo que dijera, lo cual me llevó a su vez a reaccionar con rabia-. Pero no debiste entrar en casa sin avisarme, de todos modos. Sé que te di los códigos de la puerta, pero este es un piso de cobertura… Has cometido un error grave.

El reproche no era, desde luego, la mejor forma de calmarla. Vera, que se había agachado a recoger los trozos del retrato, volvió a indignarse.

– Esta casa ya no es tu cobertura. Has dejado el trabajo, ¿no? Pronto te largarás de aquí. Además, quería que supieras que no me has engañado. Esta mañana le dije a Padilla que, hasta que Elisa no regresara sana y salva, yo iba a volver a las áreas cada noche, le gustara o no. Me dijo: «Díselo a tu hermana, es ella la que no quiere que trabajes». Y aquí estoy, por eso he venido. -Sorbió por la nariz mientras se pasaba la manga por la cara-. Puedes estar segura de que saldré todas las noches hasta que ese cabrón me elija también, o hasta que Elisa regrese, te lo juro… -Se le quebró la voz.

– Has roto el retrato de papá y mamá -la interrumpí, sin saber por qué, tan estúpidamente indignada como ella.

– Tú los has pisoteado -replicó-. A ellos y a su recuerdo.

La acusación me hizo reaccionar. Hablé con repentina calma.

– No, yo no los he pisoteado. A nuestros padres los mataron delante de nosotras, Vera, cuando tú tenías cinco años y yo doce. A nosotras nos hicieron tantas cosas que ni siquiera las recordamos. Pasamos meses enteros en el hospital, y esa etapa sí la recuerdo. Tú tenías los tímpanos perforados y no me oías. Los médicos me explicaron que te los habían roto a golpes. Dormías la mayor parte del día, pero yo procuraba sentarme junto a ti para que me vieras al despertar, y cuando despertabas, te hablaba, aunque sabía que no podías oírme. ¿Sabes lo que te decía? Te decía que no había podido ayudarte entonces, pero que juraba por la memoria de nuestros padres que jamás, jamás iba a permitir que alguien volviera a hacerte daño. Te juraba que mataría a quien te tocara. No, no lo mataría. Me lo comería vivo. Y he tratado de cumplir mi juramento. -Hice una pausa-. Te jugué una mala pasada el lunes, lo sé, pero volveré a hacerlo siempre que piense que estás en peligro. Haré cualquier cosa si pienso eso, Vera. Cualquier cosa. No solo por ti, también por papá y mamá.

Vera había recogido todos los trozos del retrato y en aquel momento los dejó sobre la mesilla cuidadosamente. Luego se volvió y cogió su chaqueta de lana, que había arrojado sobre la silla de enea. No habló hasta que no se la puso y extendió con un cabeceo su largo y lindo pelo castaño oscuro por la espalda. Al mirarme, me apenó ver cuánta soledad había en sus ojos.

– Tú haz lo que quieras -dijo con indiferencia-. Pero yo saldré a cazar a ese bicho todas las noches. Todas. -Se dirigió a la salida, pareció olvidar algo y se volvió de nuevo hacia mí-. Solo te pido un favor: guarda tu compasión para ti misma.

No cerró ninguna puerta al irse. Y, durante un buen rato, yo tampoco.


– ¿Qué coño quieres, Blanco? No es buen momento para llamaditas, joder, estamos hasta el culo de trabajo desde anoche… Te habrás enterado del secuestro de Elisa…

– Sí, Vera me lo contó -dije reprimiendo la rabia-. Y otras muchas cosas.

Padilla titubeó.

– Mira, tuve que decirle la verdad cuando me llamó esta mañana… Se subía por las paredes con lo de Elisa, ¿comprendes? Me dijo que iba a salir a cazar, hiciéramos lo que hiciésemos, que no íbamos a poder impedírselo…

– Pero sí podéis -repliqué secamente.

Intentaba no poner emoción en mi voz, pese a que solo hablábamos por teléfono y no frente a un decorado. Julio Padilla, el director de nuestro departamento, el César de los Cebos, era fílico de Petición, como Vera: el mejor modo de no mosquearlo era hablarle con práctica frialdad.


– Podéis llamarla a capítulo -agregué-. Podéis entretenerla haciéndole repetir un ensayo cada noche. Podéis enviar a otro cebo a su casa para engancharla con una Petición. Podéis poner perros guardianes en su puerta…

– Y podemos hacer que un adivino le advierta sobre los Idus de Marzo, si quieres -tronó Padilla en el auricular inalámbrico colocado en mi oreja. Yo hablaba arrodillada en el suelo de mi apartamento mientras tecleaba en el portátil para extraer todos los archivos sobre técnica de Holocausto que había en nuestra red codificada-. Vamos, Blanco, el lunes acepté tus amenazas, pero no te pases de lista conmigo, ¿vale? Quieres que cuidemos a tu hermana, pero ¿qué me ofreces a cambio? ¿Dinero o tu cuerpo? -ironizó.

– Al Espectador -dije-. En bandeja.

Hubo un silencio.

– Bromeas.

– No.

– Te recuerdo que llevas más de dos meses intentándolo, reina.

– Llevo más de dos meses haciendo el trabajo rutinario que los perfis aconsejan. A partir de ahora voy a encargarme yo sola. Jornada intensiva.

– ¿La gran Diana Blanco suplicando ser readmitida? -Se burló-. Esto no funciona así, bonita, esto no es «ahora entro, ahora salgo», como en el sexo, niña. Imagínate el cabreo de la administración si te diera de nuevo de alta como funcionaria…

– No quiero ser readmitida. Lo haré por mi cuenta. Te entregaré al Espectador sin cobrar un euro más. Solo exijo que impidas a mi hermana salir a cazar.

Otro silencio. Sabía que Padilla era, a su modo, casi más…políticamente correcto que Álvarez, pero al hablar con los cebos mostraba a veces una gran brutalidad. Se decía que, tras el accidente que había dejado a su hija paralítica, el lado humano de su profesión se había atrofiado en él por completo, y quizá debido a eso estaba considerado tan buen director. Pero yo no intentaba apelar a su humanidad sino a su oportunismo.

– No quiero ayuda de ninguna clase -añadí-, únicamente que arregles una entrevista entre los perfis y yo para mañana a primera hora. Quiero saberlo todo sobre el Espectador, lo que sabéis, lo que sospecháis, lo que solo imagináis, desde la talla de sus camisas hasta el partido al que vota. Lo público, lo secreto y lo confidencial.

La risa de Padilla brotó como si estuviera escuchándolo bajo una bóveda.

– Diana Blanco, la «cerebrito» de Gens, no has cambiado… ¿Y todo esto para qué? ¿Para proteger a tu hermana? No vamos a poder controlar a Vera hasta que tú caces a ese monstruo, si es que lo haces, compréndelo…

Yo lo comprendía, y tenía mi respuesta preparada.

– Dame una semana. Si el viernes que viene no lo he cazado, lo dejo.

– ¿Una semana frenando a Vera? Tendría que meterla en la cárcel.

– Tú mismo.

Encontré un centenar de archivos sobre máscara de Holocausto. Los descargué en una pantalla virtual en el aire, y el pequeño salón de mi casa resplandeció como un árbol de Navidad. Entonces pinché en las carpetas con toda la información que poseía sobre el Espectador y las abrí también mientras aguardaba a que Padilla pensara. Era como un elefante adormecido a la hora de tomar según qué decisiones.

– Una semana es mucho, chica lista.


– Tres noches entonces: mañana viernes, sábado y domingo, y la entrevista con los perfis para mañana.

– No cazarás ni un puto conejo en tres noches.

– ¿Qué pierdes con probar? Te estoy proponiendo sustituir a una novata por una veterana gratis, gran genio.

– ¿Acaso cree usted, señorita, que Psicología Criminal de Madrid es lo que le salga de sus putos ovarios, por Diana Blanco que sea?

No me alteré, seguía abriendo páginas mientras hablaba.

– Sabes que puedo cazarlo, Julio. Es el Espectador, la gran pieza, Julio. No tendrás siquiera que mencionarme. Tú te llevas todo el triunfo, Vera se queda en casa y conmigo puedes hacer luego lo que te salga de tus putos cojones.

Hubo otra pausa, esta vez breve.

– Tres noches. Ni una más, Blanco -dijo Padilla y colgó.

9

Ricardo Montemayor y Nacho Puentes, los perfis que coordinaban el caso, estaban esperándome la mañana del viernes en Los Guardeses. Cuando los tres ocupamos nuestros asientos, Montemayor dijo:

– Empieza tú, Nacho.

– No, please, tú. Yo te interrumpiré si te equivocas.

– Uf, entonces no vas a abrir el pico en toda la mañana.

Sonreímos. Montemayor y Nacho siempre estaban bromeando.

– Veamos. -Montemayor alzó una ceja-. En el perfil del Espectador hay cosas buenas y cosas muy malas…

– Ya te has equivocado, sorry -cortó Nacho-. Hay cosas malas, cosas muy malas y cosas francamente jodidas. Y estas últimas son la mayoría.

– Aceptémoslo. No pondré reparos a su punto de vista, monseñor Puentes.

Nacho alzó una mano en señal de agradecimiento. Montemayor prosiguió:

– En cualquier caso, hay muchos datos. Quizá sería mejor si tú nos hicieras las preguntas, Diana.

Crucé las piernas y sostuve el pequeño notebook en la palma de la mano izquierda para rascarme con la derecha el costado bajo la camiseta de tirantes.

– Solo tengo una pregunta, en realidad, chicos -dije-. ¿Cómo puedo hacerlo trizas en tres noches?

– Averigúalo tú y nos lo cuentas -repuso Nacho.

– Querido discípulo -terció Montemayor-. La señorita Blanco necesita el alfa antes que el omega.

– Ok, papá.

Montemayor rezongó y alzó una ceja mientras se retrepaba en el asiento. Era cierto que tenía más edad que Nacho, pero no tanta como para poder ser su padre. Pese a su calvicie y su barbita grisácea, la escasez de arrugas y la tersura de la piel delataban cuarenta y pocos años, si bien algo estropeados por un vientre notorio. Vestía siempre con prodigioso descuido, y su preferencia (yo ignoraba por qué) eran los chalecos militares y pantalones de camuflaje llenos de bolsillos. En directo contraste, Nacho Puentes era de esa clase de maniquíes que podías imaginarte con facilidad en los escaparates de lujo. De espesa melena negra peinada hacia atrás, piel morena y ojos oscuros, su cuerpo de bailarín siempre realzado por ropa de marca (en aquella ocasión, un Armani marrón entallado), tenía esa clase de belleza masculina treintañera tan perfecta que casi parecía insulsa. Algunos comentaban que era gay y que su pareja era Montemayor, pero yo sospechaba que aquel rumor era producto de la envidia de los hombres, tan propensos a tildar de maricas a cuantos dioses griegos ven sobre la Tierra.

Una cosa era segura: se trataba de dos de los mejores perfiladores de la policía europea, y eso era lo que más me importaba.

Porque el Espectador era lo peor que teníamos en Europa desde hacía tiempo.

– Veamos, ¿qué sabemos? -Montemayor manipulaba el pequeño teclado sobre sus piernas-. Sabemos que es varón, caucásico, alrededor de cuarenta años, atractivo, saludable, muy inteligente, con medios económicos altos… Un Nacho -resumió.

– Mis medios económicos son todavía bajos, dear professor -dijo Nacho.

– Y espero por tu bien que os separen otras diferencias -repuso Montemayor-. Posee una casa bastante equipada, con varias plantas y un sótano, o quizá dos niveles de sótanos. Lo más probable es que se encuentre en los alrededores de Madrid capital. Menos probable, en provincias limítrofes. Es fílico de Holocausto…

– Uno bien gordo. -Nacho asintió-. Usa cuerdas incluso para atarles la cabeza.

– Dejemos sus perversiones para después, querido discípulo. Primero, el alfa.

– All right. Y babea con tops negros, correas, G-strings…

Montemayor miraba a su compañero con expresión de reproche.

– G-strings -gruñó-. Tangas, coño. Habla en cristiano, joder.

– Sorry, daddy.

– No tiene pareja en la actualidad. Nacho y yo nos inclinamos más por un viudo que por un JD. Alcé la vista de la pantalla de mi notebook.

– ¿Un JD?

– «Jodido divorciado» -aclaró Nacho, y ambos rieron-. Demandas judiciales, peleas por custodias, pensiones astronómicas, ya sabes…

– Más bien creemos que su pareja desapareció del mapa.

– Más bien creemos que él la hizo desaparecer -matizó Nacho.

– No sabemos cuándo. Quizá fue su primera víctima. -Montemayor se encogió de hombros-. Le gustó y repitió. De hecho, su evolución muestra signos del «Berowne Perjuro» -citó en tono docto-. No sabemos cuándo comenzó, quizá desde muy joven, pero ha ido perfeccionando sus rituales y acelerando el ritmo. Puede que antes fuese itinerante e irregular. Ahora es un «Berowne», y tiene un único lugar, un «Reino». Pensamos que es su casa, y por eso creemos que está dividida en dos partes: una superior, para su conciencia; otra inferior, para los deseos.

Apunté el dato. Sabía que Montemayor aludía al estudio de Víctor Gens sobre la comedia de Shakespeare Trabajos de amor perdidos, donde un rey y tres de sus súbditos juran llevar una vida de castidad y estudios hasta que la intromisión de cuatro damas de la corte francesa los hace dar marcha atrás. El primero en decidir que deben romper el juramento es el personaje llamado Berowne, y Gens denominaba así al delincuente que, tras una etapa de represión, deja en libertad su psinoma sin que nada lo retenga. Con los tobillos cruzados, el notebook sobre los muslos, tecleé: «Es un Berowne: pasó por una etapa de represión de sus deseos de Holocausto. Ahora los concentra en una casa, probablemente zona inferior».

Interrumpí a Montemayor con suavidad y le pregunté si aquel dato podría estar relacionado con cierta preferencia por la filia de Mirada, que según Gens era la clave simbólica de aquella comedia. Aceptaron mi suposición.

– No obstante, es preciso valorar la importancia del contacto visual en este caso, Diana -precisó Montemayor-. No digo que no le guste que lo mires, pero su conciencia fue fulminada en algún punto por el psinoma, y eso ha incrementado de manera notable el concepto que posee de sí mismo como sujeto dominante.

– Y su ritmo depredador: diecinueve víctimas en ocho meses -agregó Nacho.

– Veinte, si contamos a Elisa -dijo Montemayor.

Estaba distraída pensando en repasar un viejo estudio de Moore sobre técnica de Mirada, y tuve que pedirles que repitieran el último dato. Sentí un escalofrío.

– Según mi información eran solo doce -dije. En el aire situado entre los perfiladores había aparecido una pantalla virtual con veinte naipes de una baraja de rostros.

– Interior decidió barrer los casos dudosos bajo la alfombra para no alarmar en exceso -explicó Montemayor-, pero lo cierto es que no son solo prostitutas o solo inmigrantes. Tenemos varias españolas, una turista francesa, una colegial polaca, una rusa…

– Muchas del Este, de todas formas -dijo Nacho-. Pero es bastante cosmopolita, aunque siempre las elige de piernas largas: tenemos incluso dos bailarinas. -Me miró lanzándome un guiño-. Tú tienes las piernas largas. Eso es un punto positivo.

– Le patearé las pelotas con mis piernas largas -repliqué, y Nacho se echó a reír-. ¿Por qué tantas extranjeras? ¿Podría ser extranjero?

Nacho meneó la cabeza.

– Desde luego, es hombre de mundo, pero de alguna manera parece resultar tranquilizador para las víctimas, por lo que sospechamos que habla castellano y probablemente inglés con naturalidad. Su pick-up es completamente espontáneo, nada de «entra ahí o disparo» o golpes en la cabeza, aunque en la etapa final, cuando las introduce en el coche, usa drugs: un espray anestésico muy efectivo que te deja olor a rosas.

– Por Dios, Nacho -cortó Montemayor-. ¿Puedes hablar en algún momento como Dios manda? «Su pick-up», «drugs»… -Me miró, cómicamente enfadado-. Lo siento, está así desde que vino de trabajar con el grupo de Berkeley este verano. A mí me dice «let's go» cada vez que le pregunto si nos vamos a almorzar…

– Cállate ya, Monte, jodido español son of a bitch -canturreó Nacho.

Sonreí como se esperaba de una damisela rodeada de caballeros con buen humor. Yo no conocía ni un solo perfi que no bromeara constantemente, quizá debido a que se pasaban la vida examinando el horror al microscopio. Bromeaban aún más que los forenses… y pensar eso me llevó a mi siguiente pregunta.

– ¿Creéis que tiene conocimientos forenses?

Montemayor alzó las cejas y Nacho resopló.

– Acabaríamos antes si te dijéramos qué es lo que no sabe -respondió el primero, muy serio-. Está al tanto de las novedades en recogida de muestras, utiliza los mejores sistemas de degradación de ADN y borrado dactilar, escanea el cuerpo al final… ¿Qué más quieres? Domina la informática, posee conocimientos médicos…

– Como todo el mundo hoy día -apuntó Nacho-. El actual acceso a la información nos convierte a todos virtualmente en expertos de lo que queramos.

– Por lo tanto, eso no indica que sea médico o policía…

Los perfiladores cambiaron una mirada entre sí.

– En eBay venden degradantes de ADN de última generación -recordó Nacho.

– Un chaval de inteligencia media podría saber lo mismo que él si se lo propone, Diana -añadió Montemayor.

Estuve un rato tecleando, y al incorporarme sorprendí a Nacho mirándome los pechos, sueltos bajo mi camiseta de tirantes. Me sonrió sin rubor y le devolví la sonrisa. Fue como si quisiera decirme: «Trabajo y placer no son incompatibles».

– ¿Todo esto que me habéis explicado es la parte buena, o ya estamos en la muy mala? -pregunté.

Nacho se removió provocando reflejos opalinos en su aterciopelado traje.

– Ni siquiera hemos empezado con la mala, honey. ¿Tú qué dices, Monte?

– Digo que la parte mala comienza cuando sabes que es experto en psinomas.

– ¿Qué?

Ambos me miraban asintiendo en silencio. Montemayor cerró la carpeta con los rostros de las víctimas usando un puntero y la dejó flotar en el aire.

– Estamos convencidos de que conoce el mundo de los cebos y nos elude, Diana. Desde luego, con él no funcionan los trucos clásicos. Veamos, por ejemplo, el vestuario. Ya sabes que el fílico de Holocausto realiza la captura en el momento de elección. Eso está demostrado. El acecho puede demorar, pero la captura siempre sucede de inmediato a la elección, y por tanto la apariencia de la víctima es clave, ¿vale? -Asentí. Ya conocía ese dato-. Pero no todas las apariencias son holocáusticas puras. La francesa, Sabine Bernard, vestía este abrigo… -Montemayor movió el puntero sobre la carpeta. En la penumbra de la habitación, uno de los cuartos de trabajo de los perfis en Los Guardeses, se formó la imagen de un maniquí con abrigo. Monte lo hizo girar en las tres dimensiones-. Observa las áreas descartadas por el estudio cuántico. Este abrigo no engancha a un Holocausto, apunta más a un Aspecto. Otro ejemplo: la estudiante de intercambio alemana Silke-Hedrun Lang. Vestía ropa casual y el pantalón era muy holgado, tal que así. -Señaló los puntos rojizos sobre el borde del pantalón fantasma que había sustituido al abrigo-. Esa borrosidad sexual de cintura para abajo gusta a uno de Caída. Pero Nadia Jiménez, la prostituta a la que secuestró un mes después, iba casi desnuda, con una especie de top de colores y gafas de diseño, el disfraz que atrae a los de Exhibición. El fílico de Holocausto no se siente tentado por las piernas desnudas.

Yo estaba confusa.

– Entonces, ¿por qué nos hacéis salir disfrazadas para el Holocausto?

– Porque el estudio cuántico del vestuario revela que, entre el cincuenta y el setenta por ciento, la elección es de Holocausto -indicó Montemayor-. Pero el resto pertenece a filias distintas. Hemos tratado de incorporar algunos de esos detalles a vuestro disfraz, sin mucho éxito hasta ahora…

– ¿Y de dónde proceden esas otras filias?

– Espera. Te mostraremos más ejemplos.

Otro rápido tecleo y el aire se cuadriculó. Un panal de celdas rectangulares, en cada una de ellas un elemento de decorado: farolas, aceras, muros.

– El escenario tampoco encaja en todos los casos -continuó Montemayor-. Hubo un testigo en el rapto de la estudiante polaca Suvienka Zajac, en mayo pasado. La vecina de un piso miraba a la calle cuando la vio entrar en un coche…

– Se fijó en la marca y el color del vehículo, la pobre -terció Nacho-, pero era una señora mayor, claro. No estaba al tanto de la nueva tecnología de las portátiles de «tuneado» rápido. Yo tengo una. Cabe en un maletero. Es la leche: puedes llevarte el coche al campo y dejarlo irreconocible en media hora. Y eso sin contar con los medios sofisticados de… Oh, perdón, dear professor. Lo he interrumpido.

Montemayor suspiró antes de proseguir, manipulando la escena en el aire.

– Suvienka estaba esperando el autobús, y la eligió en ese instante. Observa el decorado. El muñeco muestra la posición del personaje: estaba cerca de la esquina. Bastante enmarcada, diría yo, y a poco que viera el coche acercarse se daría la vuelta, así, con lo cual la probabilidad de que el Holocausto la elija se incrementa… Pero, mira, desde este ángulo, o desde este, las dos direcciones posibles por las que el coche pudo acercarse… -Movió el cuerpo del maniquí femenino en varias direcciones y lo descompuso en partes que, a su vez, adoptaron otras posiciones: cintura, pechos, piernas-. ¿Ves? El escenario en que la eligió no es holocáustico puro, está mezclado con Aura o Sigilo, incluso contando con las microconductas de la víctima… Desde luego, el verdugo que capturó ahí no era un Holocausto, me juego el sueldo de un año.

– No te juegues una mierda o no nos creerá nadie -objetó Nacho.

Montemayor lo ignoró.

– Y en la elección de Gerrit van Oosten…

Decidí interrumpirle.

– Puede que no sean esos los momentos exactos de elección. -Me detuve, avergonzada ante la expresión de los perfis-. Bueno, claro, vosotros sabéis más…

– El psinoma, querida Diana, es matemáticas -replicó Montemayor con frialdad-. Tú lo vives desde el punto de vista de la actriz en el escenario, pero quien te contempla reacciona de manera exacta y cuantificable, siempre.

– Sherlock Holmes ya es demasiado «elemental», dear Watson -señaló Nacho-. Hoy cada crimen es una ecuación que resuelven los ordenadores cuánticos.

– Se acabaron los detectives, policías, forenses… -apostilló Monte, sentencioso-. Ya solo quedan ordenadores, perfiladores, cebos y Shakespeare.

– Vale -acepté.

– Oh, no, no vale -amenazó Nacho, en broma-. Nos ha ofendido, señorita Blanco.

– Te contaremos, mejor, las cosas que te incumben -decidió Montemayor mientras yo respondía, con fingida humildad, «lo siento mucho, señor Puentes».

De pronto flotaron horrores puros en la oscuridad.

– Genitales de víctimas. -Montemayor señaló las holografías-. Los objetos inorgánicos en vagina pueden ser de dos clases: faloides y no faloides. Los fílicos de Holocausto nunca introducen objetos no faloides: sencillamente, esa no es su manera de gozar. Pero en la vagina de Suvienka Zajac había más de quince cristales rotos de botella empujados uno a uno con pinzas. Los cristales son objetos no faloides, pero en los gestos de introducción había un porcentaje inusual de Holocausto. Para que te hagas una idea: es como si Nacho manejara las pinzas, tú introdujeras los cristales un poco y yo otro poco más… y cada uno de nosotros se influyera psinómicamente con el psinoma del otro. En la vagina de Verónica Casado, en cambio, había solo tentativas…

– Tenía quince años, desde luego -intervino Nacho-. Es la teenager por excelencia del grupo. Hay Holocaustos que no penetran a la víctima si es muy joven…

– Concedido, querido discípulo. Pero en las articulaciones rotas volvemos a tener problemas. Las articulaciones pueden romperse de manera abierta o cerrada, siendo el primer caso todas aquellas que facilitan el acceso a genitales. Para el verdugo, es una manera de decir «he roto tus cerraduras». El Espectador emplea maquinaria pesada para quebrar las cabezas del fémur y el húmero y descoyuntar las articulaciones de las extremidades. Pero en varias víctimas hubo luxaciones y amputación de falanges. -Movió los dedos de la mano izquierda adelante y atrás-. Lo cual son formas cerradas, no holocáusticas, discípulo, aunque el análisis muestra también mezcla con Holocausto…

Montemayor se extendió algo más, poseído ahora por cierto sentimiento de orgullo herido ante Nacho. Habló de las «tentativas de taladro», las «perforaciones inacabadas» y los «hiper-desgarros», y lo ilustraba todo con imágenes. Me quedé hipnotizada mirándolas. Incluso dejé de escuchar la perorata médica de Monte. A lo largo de mi carrera había cazado, o ayudado a cazar, una decena de monstruos, pero todavía seguía sintiendo el mismo asombro que el primer día, el mismo pavor, aquel asco infinito ante la visión de sus demenciales obras. ¿Por qué?, me preguntaba. Y aunque sabía que la explicación era el psinoma, seguía haciéndome la misma pregunta. ¿Por qué?

Cuando discutían la forma de cortar el esfínter anal, los detuve.

– Chicos, me temo que no tengo toda la mañana. ¿Cuál es el resumen?

– Díselo tú, Nacho -indicó Montemayor-. A mí no me gusta dar malas noticias.

– ¿Sabes, Diana -preguntó el aludido-, por qué lo llamamos «el Espectador»?

– Porque es un experto en elegir con la mirada. Eso es lo que se dice.

– Eso es lo que piensa mucha gente en el departamento… Pero, en realidad, lo apodamos así porque se limita a dejar que actúen otros, aunque él siempre mantiene el control. -Me quedé mirándole-. Sí: otros le ayudan.

– Un momento -dije-: si usa cómplices y les permite elegir, entonces tendría que aparecer en el análisis cuántico un conjunto compacto de psinomas diferentes. Estaríamos hablando ya de un grupo de dos o tres criminales, o de una banda…

– Hay excepciones, pero en general es cierto -concedió Montemayor-, y ahí está lo jodido: hay rastros de otros psinomas, pero, según el ordenador, no los suficientes.

– ¿Y traducido para los ignorantes? -pregunté con un hilo de voz.

– Utiliza a otros, está claro. Pero de una manera tan extraña que no sabemos qué relación tienen entre sí, y ni siquiera si son personas distintas. Los denominamos «empleados». Siguen sus directrices, y a veces obran por su cuenta, tanto en la elección como en los juegos posteriores, pero se detienen en puntos específicos y a veces reciben influencia directa del Espectador. Es una técnica muy astuta, lo nunca visto. Por eso creemos que su conocimiento del psinoma es muy notable. Nos esquiva continuamente.

– Ignoramos cuántos «empleados» utiliza -intervino Nacho-. Pero no se trata de un grupo organizado ni xana, folie à deux. Es más bien una simbiosis.

– ¿Múltiple personalidad? -sugerí, y al verles negar de inmediato supe que habían anticipado la pregunta.

– Cada personalidad tendría el mismo psinoma y los «empleados» no existirían -explicó Montemayor.

– Es, ante todo, un Holocausto -dijo Nacho-. Les ata la cara, así y así. -Colocó los dedos en aspa sobre sus propios ojos-. Usa una cuerda muy fina para rodear la cabeza. La presencia de esperma degradada en el rostro y sobre la cuerda indica que este escenario final le calienta mucho. Es un grandísimo Holocausto, además de un grandísimo hijo de puta. Pero existen rastros de otros psinomas colaboradores…

– ¿ Y no podría estar imitando los efectos de varios psinomas distintos?

Montemayor sonrió. Nacho, más respetuoso (o quizá con deseos de no ofenderme para invitarme luego a salir), se limitó a ignorar mi «burrada».

– Nadie puede imitar los efectos de un psi-no-ma, Dia-ni-ta -deletreó Montemayor-. Tan solo el hecho de atarles la cara posee billones de marcas distintivas psinómicas llamadas «microespacios». Tú eres una Labor. Si quisieras atarle la cara a alguien, nunca lo harías como un Holocausto, ni aunque dispusieras de un ordenador cuántico.

– Pero le ayudan otros -protesté-. ¿Por qué no se nos ha informado a los cebos de que el Espectador es más de una persona?

Fue la primera vez que noté a Montemayor irritado.

– Porque no son más de una persona, ni tampoco una sola. No pongas esa cara, es lo que hay. No sabemos qué es. Si os decimos que vais a ver a dos o tres personas en un coche, quizá nos equivoquemos, quizá se turnen. Pero tampoco parecen varias personas a la vez sino algo así como un solo cerebro dividido en compartimientos. Podríamos estar ante una filia nueva, pero si fuera así, ¿por qué esa cantidad de Holocausto?

– ¿Y qué ocurrió con Elisa? ¿Ha sido él… o ellos?

– Es pronto para saberlo. El ordenador central está analizando los microespacios de los escenarios donde pudo desaparecer. Tardará una semana. El Circo era de baja probabilidad, pero suponemos que es posible.

– ¿Y yo? -dije-. Me propongo recorrer las áreas de riesgo estas tres noches. ¿Cuánto me calculáis?

– Unos treinta años, tirando por lo bajo -dijo Nacho. Le mostré el dedo medio.

– Alta probabilidad de encontrártelo -respondió Monte rascándose la calva-. No estamos diciendo que te elegirá a ti, eso depende de sus «empleados» y del genial truco que utilizan. Pero la probabilidad de que coincidáis es mayor del ochenta por ciento. Incluso aunque haya capturado a Elisa, saldrá a elegir de nuevo. Tiene hambre todavía. Mucha. Y no olvidemos que si Elisa intenta engancharlo y fracasa, acabará con ella muy pronto, porque disrupcionará. Le dará demasiado placer. No le durará tres días.

Nacho Puentes mostró la punta de la lengua apoyándola en el labio superior antes de hablar: habían diseñado, dijo, nuevos ejercicios para las etapas de elección y secuestro que yo podía aprender en cuestión de horas. Me los pasarían al note.


– Si realmente estás decidida a intentarlo -agregó.

Me quedé callada un instante, la vista fija en el notebook. De improviso una imagen me había poseído: cuerpos desnudos en los escenarios del sótano, mis compañeras y yo actuando como si posáramos, intentando gustar. «Oh sí, yo voy a ser la elegida, no ellas. Yo.» El olor de la piel caliente bajo los focos, cuerpos contoneándose… convertidos luego en aquel puzzle de holografías forenses. Un súbito cansancio me invadió entonces. Me entraron tentaciones de cerrar el note, levantarme y marcharme, olvidarme del Espectador y del maldito sacrificio, la repugnante inmolación a la Dio sa Justicia. Pero entonces pensé en Vera, y fue como si respirara aire puro.

– De acuerdo -dije-. Quiero saber cómo puedo convertirme en el bocado más suculento de toda su puta vida.

10

Yo era un monstruo, y lo sabía. Mi trabajo consistía en serlo.

Hacía tiempo que había dejado de engañarme a mí misma con espejismos de virtud y justicia: no era mejor que aquellos a quienes debía destruir. «Hay que tratar, tan solo, de no ser peor», recordaba que me había dicho alguna vez la buena de Claudia.

Siempre que me preparaba en casa para convertirme en el deseo de un monstruo, como ocurría en aquel momento, no podía evitar pensar eso. Como si el propio acto de prepararme para ellos me acusara. Mírate, Diana, vas a transformarte en lo que más le gusta a esa bestia. Y en ese «más» estaba el problema. No bastaba con resultarle apetecible: para gustarle por encima de cualquier otro cuerpo, para que me eligiera precisamente a mí, tenía que llegar a ser lo que él más quería. Desde la piel a las entrañas, yo debía ser eso que el monstruo deseaba obtener cuando mordía.

«Y, sin embargo, siempre guardando cierto equilibrio, ¿correcto, doctor Gens?», pensé, al tiempo que cerraba las anticuadas cortinas manuales de mi modesto salón.

«Si me desea en exceso, se lanzará sobre mí y me tragará de un bocado antes de que pueda empezar a trabajarlo… ¿Cómo decía usted, doctor?» Me esforcé en recordar las palabras exactas mientras pronunciaba «luces» en voz alta, y las dos lámparas de pie y cuello de jirafa colocadas en esquinas opuestas se encendían obedientes, apuntando hacia el centro del salón. «¿Hay que saber ser agua y combustible para el mismo fuego?» Quizá no era la frase textual, pero si no lo era, el sentido se conservaba.

Hice girar el respaldo sin aberturas de la silla hacia mí. Había elegido aquel mueble porque la curvatura sólida del respaldo era, de entre todos los objetos que tenía en casa, lo que más se parecía a la superficie de la columna contra la cual Gens hacía que nos frotáramos para ensayar la máscara de Enigma. Me aseguré de que el portátil estuviese encendido y colocado sobre un puf, con los ejercicios de los perfis y el texto anotado de Gens del Sueño de una noche de verano en la pantalla. A los pies del puf tenía una botella de agua mineral. Todas las puertas estaban cerradas. Eran las ocho y media de la tarde del viernes y disponía de tres horas para ensayar.

Haría Enigma primero, luego Holocausto.

Los perfis afirmaban que una máscara de Enigma rápida podía protegerme de los accesos de violencia grave durante las cruciales primeras horas de secuestro. «Te atará y te mantendrá accesible. Estarás, valga la expresión, en pelotas bajo la tormenta, de modo que intenta fabricar un paraguas», habían dicho.

La máscara de Enigma era un arte poderoso. Se basaba en provocar un modesto derrumbe de la realidad con gestos, texto y decorados mínimos, con lo cual resultaba útil si tenías que estar confinada en un pequeño espacio, atada y amordazada. Se suponía que la sensación de extrañeza que provocaba en el psinoma podía frenar las agresiones salvajes y prematuras que dejan completamente fuera de juego a un cebo. Mientras me situaba en el centro del improvisado escenario y me quitaba las sandalias, recordé que Claudia Cabildo estaba considerada una experta en aquella máscara, y que ella y yo la habíamos practicado juntas, tanto en exteriores alrededor de la granja como en la augusta casa de Víctor Gens en Barcelona.

«Claudia», pensé, y me detuve antes de quitarme el pantalón del chándal. Casualmente, o no, había visitado a Claudia Cabildo aquella misma tarde del viernes y acababa de regresar de su casa. «Claudia: otro monstruo, como yo. Recorríamos juntas los laberintos de oscuridad, ¿no? Dos monstruos caminando de la mano por la noche sin luna de los locos.» Super-woman. Lo harás.

Claudia, mi guía, mi señal en la oscuridad, el monstruo más perfecto jamás creado para complacer a otros.

Hasta que fue devorada por un monstruo mucho peor.


Claudia Cabildo estaba enterrada. Aunque en ocasiones me hablara, siempre lo hacía desde las profundidades de una tumba. Cuando decidía visitarla me obligaba a mí misma a no perder de vista tal perspectiva: me disponía a ver a alguien, a pasar el rato con alguien, que ya no habitaba en la superficie de la vida.

Sin embargo, necesitaba verla. Había días en que aquella necesidad era casi física, como el deseo de morder una fruta y llenarte la boca con su zumo o recibir la lluvia directamente sobre el cuerpo. En otras ocasiones, me ilusionaba creer que era una decisión racional, como apoyarme en el siguiente peldaño para subir una escalera. Sea como fuere, a lo largo de aquellos últimos años la había ido a ver siempre que se producía un acontecimiento en mi vida: cuando cobraba una presa difícil, cuando fracasaba, cuando supe que estaba enamorada de Miguel Laredo o cuando discutía con Vera. Se lo contaba todo, aunque dudaba de que Claudia me escuchara.

La mañana del viernes, después de salir de Los Guardeses tras la entrevista con los perfis, sentí de nuevo aquella necesidad. Marqué su número en mi móvil y la voz ronca de Nely Ramos contestó casi de inmediato. Sí, desde luego, podía ir esa misma tarde si quería, a «Clau» le encantaría verme, las cinco y media sería la hora ideal. Cuando colgué, pensé que había estado planeando ir los días previos para contarle lo de mi dimisión, pero que ahora mis motivos eran muy distintos.

La tarde era fría y gris. Al bajar del coche en la calle Teseo en Las Rozas, miré al cielo y lo vi taponado de nubes como sacos. Esa noche -la primera de mi intensa cacería del Espectador- no habría luna. Mal encuentro a la luz de la luna, orgullosa Titania. Al mismo tiempo llegó hasta mi nariz el perfume de las flores que adornaban el pequeño jardín de la casa. El departamento había accedido a contratar a un jardinero, y Nely me contaba cuánto disfrutaba Claudia viendo cortar el césped y podar setos y rosales. Claudia y sus plantas. «Un vegetal protegiendo a otros.» El chiste era horrendo y estúpido, pero acudía siempre a mi cabeza.

Y los nervios, también inevitables. Un hormigueo en el estómago, una sensación de inseguridad ante el encuentro. Mal encuentro a la luz de la luna. De nuevo, la misma pregunta que me hacía siempre: ¿acaso Claudia Cabildo y yo éramos amigas? Y, por enésima vez, la misma respuesta: no puedes ser amiga de la persona con quien has hecho de todo. No puedes amar por completo a quien te ha vejado y hecho gozar en el mismo grado en que te ha ignorado; a quien conoce ese lunar que tienes junto al sexo, tus pesadillas de medianoche o la manera en que gritas en el dolor o el orgasmo, pero ignora qué películas te gustan o si te agrada contemplar un ocaso.

Claudia y yo, compañeras desde los quince años, no éramos amigas ni nos amábamos. Pero había algo que nos unía, más fuerte, más carnal, que el trozo de piel que comparten ciertos gemelos.

Nely me aguardaba en la entrada tras abrir la cancela. Llevaba un puñado de uvas y las hacía desaparecer en la boca. Me ofreció, pero negué con una sonrisa.

– Hola -saludó con su voz rasposa y a un tiempo musical, que parecía contener en sí misma la historia de sus veintiún años de vida desde que naciera en Las Palmas.

– Hola, Nely. ¿He llegado demasiado pronto?

– No, está bien. Pasa.

Nely tenía el cabello ondulado color azabache, la piel tostada, maneras gatunas y una figura muscular. Había sido cebo, y bastante bueno, hasta los diecinueve, en que decidió dejarlo. No por nada especial, explicaba, nadie le había hecho mucho daño, pero «las cosas hay que hacerlas hasta un punto, y luego dejar de hacerlas», decía. A veces uno tenía la impresión de que había algo más que no contaba, pero si lo había, se trataba de sus propias y privadas pesadillas. Como todavía era muy joven, el departamento había seguido ofreciéndole pequeños trabajos, entre los que se incluyó cuidar por horas a una ex cebo «caída en el foso» (y, por tanto, potencialmente peligrosa para ser cuidada por simples enfermeras) como Claudia. A Nely le gustó tanto el trabajo que pidió quedarse todos los días, e incluso empleaba sus vacaciones reglamentarias de verano en acompañarla al balneario. Cocinaba, la bañaba, la atendía como una niña a su mejor muñeca. A mí me gustaba que fuese Nely quien lo hiciera, porque parecía una chica tan dura como su aspecto, y a la vez amable y abnegada.

Atravesamos el silencioso vestíbulo de aquel chalet sin personalidad, de paredes blancas y lisas y muebles escasos y obvios. La típica casa del gobierno, tan semejante a aquella otra en que nos vimos por primera vez Claudia y yo, habitáculos como peceras con visores de conducta ocultos, creados para albergar a criaturas como nosotras.

– ¿Qué tal está? -pregunté.

– Tiene días. -Nely se volvía apenas para mirarme mientras devoraba la última uva y me guiaba por el salón. Sus zapatillas deportivas no hacían ruido al pisar el brillante parquet-. Hoy la veo muy baja. Pero ayer vino el hombre ese que arregla el jardín, fíjate, y se animó bastante. No sé, depende… -Se encogió de hombros y se detuvo ante una puerta cerrada-. Yo creo que a veces se pone más boba de lo que está para que le haga caso… Es una mala, la pobrecita, una mala tremenda, pobre mía…

Abrió aquella puerta y entré en una habitación que, en mi recuerdo, estaba situada diez años atrás, en el chalet al que me llevaron para que conociera a Víctor Gens, tras mi etapa de formación en la casa de la sierra. En aquel entonces, una figura esquelética vestida con un camisón y un sombrero de paja esperaba allí también para ser presentada al Gran Doctor. Estaba agazapada en una silla con una rodilla levantada, y yo miré aquella rodilla y pensé que era el objeto más flaco y huesudo que jamás había visto en una persona. Luego supe que su propietaria se llamaba Claudia, que en su rápido lenguaje sonaba «Ciada», porque ella nunca se molestaba en hablar despacio salvo cuando hacía teatro. Y supe asimismo que el sombrero no era suyo, sino prop de vestuario que Gens nos hacía llevar (solo eso, y una finísima correa en la cintura) cuando interpretábamos al personaje de Bottom en las escenas finales del Sueño de una noche de verano. Usábamos tanto aquel sombrero que terminó rompiéndose, y recordé que Claudia comentó: «Vaya, ahora me dará vergüenza salir desnuda con ese sombrero roto», y yo me reí ante su ironía.

Pero no era la habitación de diez años atrás. Ni la misma Claudia.

– Hola, Cecé -dije.

– Uau, mira quién es. ¿De vacaciones? ¿Vamos?

– Cree que te la vas a llevar al balneario -explicó Nely riéndose-. ¡La pobre!

– Ya fuiste a la playa este verano, Cecé. -Sonreí-. ¿Quieres ir otra vez?

– Guau, guau, guau -dijo Claudia moviendo el perrito de peluche que abrazaba. Era un peluche muy feo. La etiqueta le brotaba del trasero.

– ¿Sabes quién soy? -pregunté.

– La super-woman. Desde luego.

– Es Diana Blanco, boba. -Mientras hablaba, Nely descorrió los estores de las ventanas con un botón-. No te hagas la nena pequeña, por favor. Ya sabes quién es.

– Claro -dijo Claudia y susurró al peluche-: es la Jira fa, Guau. -Me eché a reír: Claudia seguía recordando el primer apodo que me puso, debido a mi estatura.

Inundada por la luz gris de la tarde y repleta del olor a plantas húmedas, la habitación parecía la más viva de la casa. Paradójicamente, ya que era la tumba de Claudia. Y allí estaba ella, en el sarcófago del enorme sofá, siempre tan poderosa y tan débil.

– Jirafa -dijo en un ronco susurro-. Esa jodida lluvia en el escenario. A cuatro patas. Y otra vez la jodida lluvia. -Sabía que se refería a nuestros ensayos en los teatros de la policía, que poseían aspersores en el techo del escenario para imitar la lluvia. Los ejercicios con el cuerpo empapado eran fundamentales para ciertas máscaras, pero yo los odiaba especialmente-. «Ah, otra vez, la jodida lluvia…» -Me imitó.

– Sí, Cecé. -Me reí ante las sorpresas de su memoria-. La jodida lluvia.

Claudia Cabildo tenía mi edad, pero parecía treinta años mayor. Seguía siendo delgada, casi ascética. En su rostro semejaba haber solo ojos: azules, remotos, dos imanes, dos cielos vacíos. El cariño de Nely la había embellecido para la ocasión. Su cabello rubio y corto estaba brillante y recién peinado, la blusa y la falda se hallaban limpias y planchadas y un suave perfume a lavanda la rodeaba como un halo. Me dio por pensar de repente que comprendía el amor que Vera profesaba por la pobre Elisa. Pero no creí que fuese realmente amor, sino la necesidad de hallar un reflejo de nosotras en nuestra compañera, y decirnos: «Ella hace lo mismo que yo. No estoy sola en esta locura».

No, no la amaba. Y, en realidad, solo había fingido desearla. Pero no se me ocurría nadie más -ni siquiera Miguel- con quien poder confesarme sin tapujos. Salvo el señor Peoples, por supuesto, a quien aún no había llamado, y en quien no quería pensar.

– Tienes un aspecto estupendo, Cecé. La playa te sienta bien.

– Sí, Jirafa. Muy bien.

– Te he traído algo.

Nely nos había dejado solas «hasta la hora del zumo», de modo que ocupé un escabel a los pies de Claudia y extraje un visor de «holos» del bolsillo de mi cazadora.

– ¿Sabes quién es? El niño de Tere Obrador… Cumplió cinco años el mes pasado y estuve en la fiesta… Hice estas fotos para ti… Y esta es Tere… ¿La reconoces? -Yo confiaba en que reconociese el nombre antes que las imágenes tridimensionales que aparecían como humo de colores frente a su rostro.

– La Mandona.

Reí, emocionada.

– Sí, es la Mandona… Quería que vieras a su chico… Es la misma cara de Tere…

Claudia y yo habíamos hablado mucho de Tere, y era obvio que seguía recordándola porque había mencionado el mote que le habíamos puesto por el papel dominante que Gens le hacía interpretar en los ensayos. Teresa Obrador había comenzado los estudios con nosotras pero los había abandonado cuando su madre cambió de opinión respecto de ella y amenazó con acudir a los tribunales si no se le devolvía a su hija. Todo se arregló al final con una indemnización, y aunque Teresa casi enfermó por haber dejado el trabajo que tanto le gustaba, estudió otra cosa y se casó. Yo había ido a su boda y procuraba asistir a casi todos los cumpleaños del pequeño Víctor (no deseaba saber por qué le habían puesto precisamente ese nombre). Era un niño de carita redonda, como su madre, un pequeño duende de manos gorditas. A mí me encantaba verlo.

– Puedo descargar estas imágenes en tu ordenador cuando quieras -le dije. Claudia no respondió, y de repente me sentí como una idiota, apagué el visor y volví a guardarlo en la cazadora-. En realidad, Cecé, había venido a contarte otra cosa…

Entonces empecé. Se lo conté todo, a ella y a su perrito de peluche. Ya le había hablado en otras ocasiones del Espectador, de modo que pasé con rapidez a la desaparición de Elisa y a la impulsiva decisión de Vera, que había motivado la mía. Ella solo escuchaba, o parecía hacerlo, con sus grandes ojos abiertos como pozos hacia mí.

– Tengo miedo, Cecé… Estoy cagada… No solo por Vera, también por mí… Ese tío es peligroso… Una pieza grande… No puedo dejar que Vera lo haga…

– Anda, bah, Jirafa… -decía Claudia sin énfasis. ¿Me comprendía? No me importaba. Seguí confesándome.

– No sé si cazaré esta vez. Es un hijo de puta muy listo. Tiene a los perfis confundidos. Solo sé que debo intentarlo… Hasta ahora van veinte, ¿te imaginas? Una bestia de las grandes, Cecé. ¡Tengo tres noches antes de que Vera salga! Debo hacerlo… Debo ser yo, y cuanto antes, pero me da tanto miedo… No se lo digo a nadie, pero tengo mucho miedo, Cecé… -Pensé que iba a llorar, pero entonces sucedió algo.

De repente cinco gélidos objetos atraparon mi mano.

– Lo harás -dijo Claudia-. Eres la super-woman.

Las manos de Claudia eran como ella misma: nervudas, flacas, tensas. En la muñeca se apreciaban las cicatrices de los grilletes con que el monstruo de Renard la había tenido encadenada durante un mes en aquel zulo al sur de Francia «de paredes de tierra y techo de vigas en aspa», como lo describía una y otra vez la pobre Claudia durante el período inmediatamente posterior a su rescate, hacía ya casi tres años. Por extraño que pudiese parecer, aunque había soportado una inconcebible serie de tormentos, Claudia no había sufrido grandes lesiones físicas. El único destrozo había sido el de su cordura: en el interior de su mente, Renard había arrasado.

– Lo harás -repitió Claudia, aunque yo ni siquiera sabía si ella misma comprendía lo que estaba diciendo-. Eres la super-woman, Jirafa.

Permanecimos así, cogidas de la mano, hasta que apareció Nely con el zumo de frutas. Me despedí en ese instante y durante el trayecto de regreso a casa las frases de Claudia seguían sonando en mi cabeza:

– Eres la super-woman… Lo harás. Lo harás.


El Sueño de una noche de verano, una de las obras de juventud que, según Víctor Gens, Shakespeare habría escrito por orden del clandestino Círculo Gnóstico de Londres, es una pieza sorprendente: un mundo de hadas, duendes, nobles y actores aficionados transformados en asnos, donde una hierba mágica exprimida sobre los ojos puede incitar a la víctima a enamorarse del primer ser que contemple, por horrendo que sea, lo cual constituye, en palabras de Gens, «la clave de la filia de Enigma».

La máscara de Enigma pertenecía al grupo de Rechazo, es decir, aquellas en las que la presa se enganchaba precisamente porque no le gustaba lo que veía. Los movimientos, actitudes y tonos de voz del cebo producían una inquietud expectante, ansiosa, en el objetivo, así como la represión temporal de sus deseos de daño. Gens me había hecho ensayar aquella máscara por primera vez en exteriores -una carretera de campo como decorado-, disfrazada solo con unas botas y un pareo enrollado en forma de cuerda, abierta de piernas en el suelo. Años después, encontró una manera más «elegante» de practicarla, sin disfraz ni vestuario alguno, usando solo un objeto para frotar contra el cuerpo, como una de las columnas de mármol de su casa de Barcelona.

No había columnas ni carreteras en mi apartamento, pero no las necesitaba si podía utilizar el respaldo de la silla. Apoyándome en esta, me despojé del pantalón del chándal, y estaba a punto de quitarme la camiseta cuando uno de los canales permitidos de mi teléfono me hizo pasar una llamada al altavoz. Decidí escuchar sin contestar.

– Sé que estás ahí, cielo, ensayando, y sé que si discutimos voy a joder todo tu teatro, y no quiero, de verdad… Te diré lo que te dije ayer, cuando me contaste que querías seguir cazando: eres una maldita tozuda, pero es lo que me gusta de ti… -Sonreí, de pie e inmóvil ante las lámparas encendidas, las manos aferradas a la camiseta en el gesto de quitármela. Pensé que lo echaba de menos, que deseaba sentir sus brazos alrededor de mi cuerpo y su boca contra la mía. Y mientras lo pensaba, la voz suave de Miguel seguía sonando, como si él también se confesara ante una Claudia remota y vacía-: ¿Sabes? Desde que empezó nuestra relación, vivo en un temor constante a que te pase algo… Supongo que es comprensible, ya que debo decirle, señorita, que estoy como loco por el mejor cebo de la policía española… -Volví a sonreír-. Pero, por comprensible que sea, uno nunca se acostumbra a esto…


No obstante, repito, eres una tozuda, y me esperaba algo así… Tus cartas siempre tienen posdata, como decía mi abuela. Todo lo que comienzas lo acabas. -Se detuvo un instante y agregó-: Ese hábito no es malo en ciertas situaciones, claro, pero confío en que no lo hagas extensivo al conjunto de nuestra relación. No quiero que lo nuestro acabe nunca…

Había susurrado esto último de una manera que me hizo intervenir. Dije en voz alta «contestar», y cuando supe que Miguel me escuchaba repliqué:

– Déjame empezar contigo sin trabajo pendiente antes de pensar en acabar.

Hubo una breve pausa.

– Comprendo -admitió Miguel-. Tan solo quiero saber esto… Padilla te ha dado tres noches. ¿Qué harás si no lo cazas el domingo?

– No lo sé -respondí con sinceridad.

Hizo otra pausa y al final optó por respetarme. «Te amo», agregó.

– Yo también te amo -contesté y colgué. Recordaba de repente algo que los perfis me habían dicho aquella mañana: «Si quieres que te elija, hazte suya del todo, conscientemente. Intenta amarlo»-. Te amo, te amo, te amo… -seguí diciendo en voz alta, como una Titania ante un Bottom con cara de monstruo, dirigiéndome al Espectador-. Y voy a joderte vivo, amor mío…

Mientras me dejaba arrastrar por la furia, me quité la camiseta.

11

El hombre entró en el pequeño sótano descalzo, con un albornoz atado a la cintura, saludó a su ayudante y dejó sobre la única mesa libre su pesada carga. Se trataba de dos bolsas con casi todos los productos que había logrado conseguir aquel domingo, ya que lo más grande lo había dejado un par de plantas más arriba, en el garaje.

Metió las manos en la primera bolsa y sacó dos clavadoras-grapadoras neumáticas y un taladro con batería recargable, así como un juego completo de brocas finas que venían dispuestas en una bonita caja. Al sacar esta última vio el resguardo del tíquet de compra adherido a ella, lo cogió, abrió la incineradora instalada en la pared y lo arrojó dentro, junto con la bolsa ya vacía. Comprobó que había varias etiquetas de ropa todavía sin quemar. Cerró la incineradora y decidió que lo quemaría todo más tarde.

De la segunda bolsa extrajo dos enormes tijeras de sastre guardadas en material reciclable, así como -muy importante, menos mal que se acordó- una bomba de engrase neumática de tamaño manejable. Había tenido problemas últimamente con la máquina del segundo sótano, que chirriaba cada vez que la utilizaba hasta el punto de que ya le resultaba insoportable, y los botes de aceite lubricante no surtían efecto.

Por último colocó sobre la mesa los frascos de Betadine y las cajas con ampollas de Disodol, que había comprado en la farmacia de guardia. Se deshizo igualmente de la bolsa y el segundo tíquet. Con todos los objetos ya sobre la mesa, encontró un momento para respirar hondo y serenarse.

Estaba algo enojado, porque era domingo y había tenido que salir apresuradamente en busca de un centro comercial abierto. Por regla general, se tomaba su tiempo para comprar, y obtenía notables descuentos en las viejas tiendas especializadas del centro de Madrid, o en los contactos que tenía en la red. Pero aquella semana el trabajo había sido de locura, sin permitirle apenas un descanso, por lo que el sábado por la noche se percató de que debía reponer una serie de herramientas con urgencia, y ya no podría hacerlo hasta el domingo. Se decidió por Leroy-Merlin, pese a que odiaba aquellas grandes superficies repletas de falsas ofertas, en las que nunca podías regatear el precio, a diferencia de lo que ocurría con los pequeños comerciantes o en las webs.

Además, estaba el arañazo. Se fijó de nuevo en él, observándolo a la luz de los fluorescentes azulados que iluminaban la habitación: formaba una línea casi recta y rojiza de cuatro centímetros y medio de longitud justo encima del nacimiento del pulgar, en el dorso. Había leído que los arañazos y mordeduras de seres humanos eran muy peligrosos, por eso nada más llegar a casa se lo había lavado seis veces, tres con jabón normal y otras tantas con Hiposán, un desinfectante quirúrgico. Había dejado de sangrar, e incluso la irritación de la piel era menor.

Desde luego, aquel arañazo no le irritaba tanto como el otro.

Pero había decidido olvidar el asunto, y para ello tenía un método infalible: recordarlo por última vez y arrojarlo a la incineradora de su memoria.

El arañazo de la mano se lo había hecho la chica. Puede que el otro también, pero no estaba seguro.

En parte el primero era culpa suya, porque incluso antes del forcejeo se había percatado de que las uñas de la chica eran largas y afiladas, con el esmalte raspado hasta la mitad, lo cual indicaba probablemente que no eran postizas y que las usaba para todo. Una gata menor de edad con malas pulgas. Sin duda, llevaría uno de esos estúpidos tatuajes de guerra en el lomo o el pubis, representando cualquier tontería falsamente esotérica, y puede que hasta varios piercings en lugares delicados. A primera vista le había parecido hindú por las facciones y el bronceado, pero luego resultó que era sudaca, quién sabía de qué país con exactitud, entre aquel mosaico de acentos. Al chico que la acompañaba no lo había visto bien, pero casi podía imaginarse las largas greñas y los bíceps desnudos mostrando más tatuajes.

Pese a todo, admitía haber tenido suerte. Acababa de efectuar la compra en Leroy-Merlin y decidió dejar la pequeña carretilla hidráulica de repuesto en el almacén y bajar solo las dos bolsas al coche. De haberse entretenido más intentando bajarlo todo al aparcamiento subterráneo, puede que a esas horas estuviese todavía declarando en la comisaría de policía. Pero el destino lo quiso de otra forma, y a ello contribuyó que fuese domingo y el aparcamiento estuviera bastante despejado, solo con un coche estorbando la visión de su nuevo Mercedes Bluefire ranchera, por lo que advirtió enseguida, incluso desde lejos, las sombras que se movían junto a él.

De inmediato supo lo que sucedía. Dejó las bolsas de la compra en el suelo y se acercó todo lo sigilosamente que pudo, pero no lo bastante como para impedir que la chica -que era la que montaba guardia- lo viera y avisara a su compañero.

– ¡Eh! -exclamó él al verlos correr-. ¡Eh!

El chaval se alejaba a toda pastilla, ya inaccesible, pero a ella sí pudo alcanzarla. Y mientras lo hacía, el primer pensamiento que se le vino a la cabeza, curiosamente, fue: «Vaya, tiene el pelo de Jessie». Porque Jessie lo tenía de la misma forma, era fácil verlo pese al gorro de lana negro que cubría la coronilla de la chica: largo, castaño oscuro, lacio como una bufanda. Y por cierto, Jessie había sido tan delgada y de tan baja estatura también. Se acordaba perfectamente de Jessie, por mucho que hubiesen pasado más de diez años de su muerte.

Sea como fuere, alargó la zancada y logró atrapar el delgado brazo bajo la astrosa cazadora negra.

– ¡Eh, eh! -repitió.

– ¡Suéltame! -gritó la chica.

Él dijo: «Vale, vale». Pero no la soltó. En cambio, aprovechó que ella se entretenía en gritar para aferraría de los brazos. No fue muy difícil. La hizo girar hacia él, y hubo un forcejeo durante el cual, sin duda, ella le arañó.

– Chis -le indicó él, arrastrándola como si ella fuese ingrávida hasta la pared junto a su coche y atajando el ataque de nervios con una mano en su boca-. Calma, oye… No voy a hacerte nada… Si sigues gritando, el vigilante del aparcamiento acabará asomando la cabeza por la ventanilla, te oirá, y tendrás un problema. Vendrá la policía. Te arrestarán, ¿comprendes? Así que cálmate.

Retiró las manos con suma lentitud, pero no la suficiente. Nada más soltarla, la escurridiza figura se apartó de la pared y se movió ante él como una estrella del fútbol, haciendo una finta. Sin embargo, estaba preparado. Volvió a atraparla en el último segundo y ahogó su grito con el mismo gesto.

– He visto chicas de tu edad arrestadas -le dijo-. Es un rato muy jodido, aunque te suelten pronto. Te obligan a ducharte delante de otros. A veces delante de hombres, ¿lo sabías? -Le gustó contarle aquella idiotez y ver cómo ella fruncía el espeso ceño negro sobre la mano que la amordazaba-. Quizá te suelten pronto, pero te aseguro que jode…

– Yo… no he hecho nada… -gimió ella cuando él le dejó hablar.

– Estabais intentando robarme el coche. Yo diría que eso es algo.

– No… Yo no…

Ahora que la chica parecía más sumisa, se apartó para mirarla. Detectó enseguida los temblores que le hacían entrechocar los dientes y el brillo de sudor que cubría su rostro. Recordó que no debía juzgarse a nadie por las apariencias: sabía que no existían solo lo blanco y lo negro, sino una infinitud de grises de ligerísimas diferencias tonales. Sin embargo, muy a su pesar, admitía que comportamientos como el de aquella chica daban la razón a la ideología de derechas, que siempre parecía pensar que toda medida de seguridad y represión en Madrid se quedaba corta. Eso le hizo recordar el liberalismo progresista de Cristina, su última compañera sentimental, de veintitrés bonitos años.

– ¿Sabes lo que eres? -preguntó con afable tono de voz.

– Deje… que me vaya… por favor… -rogó la chica, apretándose contra la pared.

– ¿Sabes lo que eres? -insistió él.

– Me… me llamo… -Le dijo un nombre, incluso una edad, ambos falsos, sin duda. Él le sonrió con tranquilidad.

– No te pregunto quién eres. Te pregunto si sabes lo que eres. Te diré algo: tienes «mono», ¿verdad? ¿Desde cuándo hace que te pones? No estarás comprando ese último derivado que te hace polvo el cerebro, ¿verdad? ¿Ves ese programa de Canal Joven, «Sé tú»? ¿El de Michelle, la doctora rubia alemana? Hablaron hace un par de semanas de esa droga y entrevistaron a chicos que se la inyectan. Dios, ¿no lo viste? Michelle los defiende, pero… ¿cómo se puede defender ese estado espantoso en el que quedan? Eran momias. Peor aún: las chicas de tu edad parecían machos. Borrachos de tasca jurando y escupiendo. ¿No lo viste…? Mira, espera… Tengo algo para ti. -Ella no lo escuchaba: miraba angustiada a un lado y a otro con sus grandes canicas color carbón que, al moverse, dejaban una medialuna marfil en el lado opuesto de los ojos, pero fijó la vista en la mano del hombre cuando este la sacó del bolsillo.

El hombre hizo crujir frente a ella los billetes. Entonces sacó la otra mano.

– Y aquí tengo una tarjeta con un número de teléfono. Es una clínica privada. Puedes llamar y pedir cita diciendo que vas en mi nombre. Nada de listas de espera, ni cinco minutos para cada paciente, ni pastillas para que aguantes a solas. Te tratarán como a una reina, te quitarán la abstinencia, te curarán. Puedes llevarte una de las dos cosas. -Movió ambas manos, mostrando los euros en una y la tarjeta en la otra, como un mago-. Tú eliges: seguir comprando porquería y arruinándote la vida, o acabar con el vicio y darle un nuevo rumbo a tu existencia, desmentir a esos vecinos «respetables» que afirman que sois ganado, miseria humana…

La chica se había quedado mirándolo, totalmente absorta. Los mechones de su cabello oscuro rebosaban fuera de la gorra de lana como una capucha, y la quincallería que colgaba de su cuello destellaba cuando movía el delgado pecho con los jadeos.

– ¿Por… por qué hace esto? -preguntó.

El se limitó a encogerse de hombros. La chica lo miró una vez más, y de improviso, con un veloz gesto de culebra, cogió el dinero y se alejó corriendo. Fue un visto y no visto. El hombre sonrió, guardó la tarjeta -que no era de ninguna clínica sino de un salón de fitness- y tuvo que reprimir un acceso de hilaridad al pensar que el dinero que la chica se había llevado era de ella misma: un par de billetes arrugados de cinco euros que él le había quitado del bolsillo de la cazadora durante el forcejeo. «Tú robas, yo robo», pensó. Se dijo que tenía futuro como carterista. Pero, tras la diversión de la pequeña broma, dedicó un instante a reflexionar, meneando la cabeza. Por supuesto, había sabido desde el principio lo que ella iba a elegir. ¿Acaso podía esperarse que aquella ladronzuela colgada optara por mejorar su suerte? Así eran las cosas, y así habían sido siempre: oro antes que plomo, apariencia antes que sinceridad, los cofres de Porcia. «Madrid, a la altura del resto de metrópolis hipócritas», se dijo.

Percibió primero el arañazo de la mano, que ya sangraba, y trató de calmarse recordando que en casa tenía todo lo necesario para la desinfección. Regresó a por las bolsas, volvió al coche, las guardó en el maletero, y, antes de dirigirse al almacén a recoger la carretilla hidráulica sintió la tentación de comprobar si todo estaba en orden en su magnífico vehículo.

Y entonces lo vio. El otro arañazo, esta vez en la carrocería de azul cromado, junto al manillar de la portezuela, oblicuo, no muy largo pero visible, sin duda la huella de alguna herramienta utilizada por manos torpes y nerviosas de toxicómano.


La casa se hallaba en la sierra, rodeada de bosque. «Soledad y naturaleza cerca de la capital», decía el anuncio de la agencia que hizo que se fijara en ella. Era un antiguo pabellón de caza que había pertenecido a una familia aristocrática, y lo único que el hombre conservaba de la vieja decoración era un taburete que tenía en el primer sótano. A veces colocaba sobre él la ropa desgarrada.

El hombre condujo en meditabundo silencio, solo distraído por el continuo ronroneo del motor. Aquel silencio le hizo recordar su propia biblioteca, cuyas estanterías llegaban hasta el techo, y, por pura asociación de ideas, a una estudiante de filología con gafas redondas que había conocido dos meses atrás. Se fijó en que el cielo estaba lleno de nubes grises otra vez -todo el fin de semana había sido igual- y esa noche también llovería. La luz poseía cierta sucia cualidad, como si pasara a través de un fondo de botella.

Un suelo de hojas otoñales crepitó mientras aparcaba frente a la amplia entrada. A la izquierda se hallaba la puerta del garaje, que albergaba otros dos coches y varias máquinas de pintura automática y manipuladores de carrocería, pero, tras sacar las bolsas y dejar la carretilla nueva cerca de dicha puerta, el hombre utilizó la entrada principal y encendió las luces del comedor moviendo la mano en el aire. En el interior reinaba un silencio pulcro con olor a diversas mezclas de abrillantadores de madera y ambientadores. La nueva chica de la limpieza, que era de Ciempozuelos y cobraba por horas, estaba resultando bastante eficiente. La anterior, una señora mayor, rumana, contratada desde que el hombre tenía la casa, lo había llamado un par de semanas antes, llorando, para decirle que un hijo suyo estaba gravemente enfermo y que sentía mucho tener que ausentarse unos días para marchar a su país. «Serán solo dos días», dijo. La pobre mujer parecía tan afectada por interrumpir el trabajo como por lo sucedido con su hijo, y el hombre intentó tranquilizarla. No había ningún problema, podía tomarse el tiempo que quisiera, lo importante era la salud de su hijo. En cuanto colgó, el hombre bloqueó las llamadas de los teléfonos de aquella mujer, borró sus números y habló con una agencia para conseguir una chica nueva que se incorporase al día siguiente. Cuando la rumana logró localizarle, tras una semana de infructuosos intentos en varios teléfonos, él le dijo que estaba despedida.

La nueva chica era muy buena, lo bastante tonta para carecer de curiosidad, lo bastante lista como para no joderlo con hijos enfermos.

– ¿Hola? -dijo el hombre en voz alta-. Estoy aquí. ¿Hola? ¿Ayudante?

Pero no recibió respuesta.

Su «ayudante», como él lo había bautizado -el nombre gustaba a ambos-, no se encontraba en aquella planta. «Estará abajo», pensó.

Silbando la tonada de una vieja película, entró en su dormitorio, dejó las bolsas en el suelo y pasó al cuarto de baño. Allí se lavó cuidadosamente el arañazo con dos clases de jabón. Luego orinó y estuvo un rato jugando con el pene: lo estiró entre el índice y el pulgar frotando el glande con el primero hasta sentir que se endurecía. Con el miembro aún fuera del pantalón, regresó al dormitorio y se desnudó íntegramente, arrojando toda la ropa al suelo: chaqueta de esquiador, jersey, camiseta, pantalones de lana, botas, calcetines, hasta el reloj con ordenador de pulsera.

Entonces comenzó a gritar.

Abrió mucho la boca y arrojó saliva. Las venas del cuello se le hincharon y la cara se le enrojeció. Lo hizo frente a la pared, adoptando la actitud de quien desafía a su oponente a un duelo salvaje donde todo está permitido. Sin dejar de aullar, alzó los puños y los descargó una, dos, tres, cuatro veces contra el tabique. Sintió dolor, pero no el suficiente. La chica, el arañazo de la mano, el de la carrocería… imágenes que daban vueltas ante sus ojos. ¿Sabes lo que eres? ¿Sabes lo que eres?

Los gritos y puñetazos cesaron, pero aún se sentía furioso. Giró hacia la cama, cuidadosamente hecha, como él exigía, arrancó el cobertor y las sábanas, quitó la funda de las almohadas y empezó a rasgar la tela. A sus pies cayeron algo así como pétalos gigantescos de diversos colores. Eso le hizo recordar que tenía que inventar un sistema más fácil para deshacerse de la ropa tras pasarla por el escáner de limpieza, ya que le costaba llevarla a la incineradora desde el primer sótano, con el consiguiente riesgo de dejar atrás cualquier pequeña prenda o etiqueta o trozo de retal. También afloró otro recuerdo súbito: un día, cuando contaba doce años de edad, en que un compañero de clase le pintarrajeó un cuaderno.

De repente se sintió bastante bien. Le dolían las manos, pero comprobó que no se había hecho daño con los puñetazos. Abrió el armario, cogió un albornoz de baño color habichuela y se lo puso. La cama estaba hecha un desastre, y no podía dejarla así para que la chica de la limpieza la viera al día siguiente, pero decidió arreglarla luego. Volvió a cargar con las bolsas y salió descalzo y en albornoz del dormitorio. Antes de proseguir su recorrido se detuvo un instante en la puerta del otro dormitorio. Se trataba de un cuarto cuya decoración era incluso más minimalista que la del suyo. Se aseguró de que se hallaba vacío. «Está abajo», pensó, ya con seguridad.

Atravesó el salón y la cocina y accedió al garaje. Le gustó realizar descalzo y desnudo bajo el albornoz toda la operación de abrir la gran puerta electrónica, introducir la carretilla hidráulica y volver a cerrarlo todo. Luego se detuvo frente a los tres ordenadores en línea que controlaban los accesos por carretera vía satélite, los bloqueos de la casa, las alarmas y el rastreo de noticias. Abrió las ventanas de este último y leyó lo más reciente acaecido en Madrid: las pesquisas sobre el supuesto «Envenenador» y su supuesta sustancia tóxica no identificada, que no le interesaron, así como las noticias sobre el «asesino de prostitutas», que repasó con cuidado. Se dijo que necesitaba conseguir un multiordenador que le ahorrase el engorro de tener aquellos tres obsoletos portátiles en línea. Pero prefería esperar y encargarlo por piezas para construirlo él mismo: era más barato y dejaba menos rastros. En la vida todo era cuestión de esperar, se dijo, recordando cómo logró emboscar al chico que le había pintado el cuaderno tras una semana entera espiando sus costumbres, y le había roto el cráneo con una barra de acero robada de un taller. No creía ser un Shylock, pero no perdonaba la libra de carne.

Al pensar esto último recordó también que aquella semana le tocaba releer El mercader de Venecia. Trataba sobre la Filia de Aspecto, que podía resumirse afirmando que «no es oro todo lo que reluce», como en la elección de cofres de Porcia. Era importante conocer bien al enemigo.

Sosteniendo las bolsas de la compra con una sola mano, desbloqueó la entrada a los sótanos y accedió a la escalera por la que a veces las obligaba a bajar, desnudas, a golpes de correa.


Tras recobrar la calma en el pequeño sótano, el hombre se volvió hacia su ayudante. Le dijo que se detuviera, tendió la mano y tomó el pulso de la chica en la garganta. Aún era fuerte, y con los analgésicos y el Betadine las heridas de pechos y muslos no representarían una amenaza inmediata para su vida. Observó que había bebido suficiente agua. Calculó que podían mantenerla un par de días más.

Se agachó frente a ella y le sonrió, despejándole los cabellos de la cara. La chica, atada con los brazos sobre la cabeza y arrodillada, había dejado de gritar y gemía débilmente, mordiendo las cuerdas que ceñían su rostro.

– ¿Sabes lo que eres? -susurró. Un sonido ronco brotó de la joven garganta. Al hombre le recordó un poco a la sudaca ladronzuela del centro comercial-. ¿Sabes lo que eres? – insistió y señaló, divertido, hacia su pecho-. Elige: ¿libra de carne o dinero?

No obtenía ninguna reacción. Era obvio que necesitaban material nuevo.

Se incorporó, y su ayudante se arrodilló de nuevo y siguió con el taladro. Lo manejaba con parsimonia. Parecía aburrido.


El hombre miró la hora en la pantalla del portátil del sótano, que controlaba la máquina de torno. Siete y diez, tiempo de sobra para bajar a Madrid. A por otra.

– Dúchate y cámbiate de ropa -ordenó a su ayudante-. Nos vamos.

12

Confiaba en haber sido elegida. Confiaba en que fueran ellos.

Me llevaban a gran velocidad por la oscura carretera. El presunto «empleado» iba conmigo en el asiento posterior. Quien conducía, y no paraba de hablar mientras tanto, era el fílico de Holocausto, mi candidato a Espectador. Me echaba alegres vistazos desde el retrovisor al tiempo que llenaba el interior de la cabina con su vozarrón.

– A nosotros nos van las tías que lo aceptan todo… Ah, caramba, ya sabes. Sin inhibiciones. De las que se ponen a cuatro patas y dejan que hagas lo que quieras… ¿Me explico?

– Vamos, Leo -decía mi acompañante-, Elena tiene más clase que eso…

– Bueno, con clase o no, hará lo que queramos. -Sus ojos me sonrieron-. ¿Verdad, guapa?

– Vosotros pagáis, vosotros mandáis.

– Ah, caramba, ¿ves, Pedro? Una chica práctica.

El coche iba cada vez más veloz, como mi pulso. Me sentía tensa, con la boca seca, sin poder pensar en otra cosa que en rogar por no estar equivocada. «Son ellos. Tienen que serlo. Lo son.» Era domingo por la noche, casi la una de la madrugada, el último día del plazo que Padilla me había concedido. Pensaba en Vera, a quien nadie iba a retener ya a partir de la noche siguiente. Pensaba que el tiempo se me acababa, y que las dos noches anteriores habían sido un completo fracaso. Me aferraba al clavo ardiendo de aquella última posibilidad, porque ya no me quedaban otras opciones.

Me habían elegido en el área de caza de un bar de carretera, mientras yo me ajustaba la correa de una de las botas y apoyaba el tacón en una silla, lo cual era un gesto holocáustico. Eso me hacía pensar que quien dirigía el cotarro era el señor Caramba, y Pedro se dejaba llevar. Intuía que había algo en aquella pareja. Me deseaban, eso desde luego. Si las miradas fueran agua, estaría empapada. Y fingían, sobre todo Leo. Sus bravuconadas ocultaban algo más que el simple subidón de la raya de neococa que sin duda se había metido.

– Al final hemos tenido suerte, ¿eh, Pedro?

– Desde luego, Leo.

– Dando vueltas con el coche cuatro jodidas horas sin ver a ninguna que valiera la pena… ¿ Qué ha pasado con tus colegas, guapa? ¿Están escondidas?

– Seguro que lo del «asesino de prostitutas» influye, Leo -dijo su amigo.

– Bah, ese tío es un montaje de los periódicos. Yo no me lo creo. ¿Tú sí, nena?

– Elena sabe que con nosotros está segura. -Pedro volvió a contestar por mí.

– Yo no pondría la mano en el fuego. -Leo estalló en risas-. El caso es que, mira, por lo menos dimos con una que parece buena.

– Buena, guapa y seria.

– Demasiado seria, ¿no? Pero, ah, caramba, yo conozco a esta clase de tías… Tan serias al principio, y luego, oye, se dan la vuelta y te lo enseñan todo, ¿eh?

El señor Caramba, mi preferido, parecía formar una sola masa con el pedal del acelerador. No dejaba de apretar este último ni de hablar abriendo mucho la boca y lanzando saliva, con un deje canario que exageraba cada vez más, como si se pasara toda la semana reprimiéndolo. Su cabeza carecía de pelos y casi brillaba como plástico a la incierta luz del interior del Audi. Tenía una perilla bien recortada, y bajo ella dos o tres papadas que hacían pensar que llevaba varias máscaras de goma. Era gordo, pero no descuidado: esa clase de constitución física que, abandonada a sí misma, podía convertirse en una enorme croqueta, pero cuyo propietario intentaba domar con gimnasio, gastronomía «saludable» y quizá taichí practicado con el resto de colegas empresarios.

Y era fílico de Holocausto. Enorme, fogoso, de los que dolía mirar a los ojos porque era como mirar a un perro famélico. Aquel deseo le llevaba a disimular. El señor Caramba hacía estallar fuegos de artificio y mantenía oculto el magma del volcán. Allí, en esa profundidad, podía haber cualquier cosa.

Yo confiaba en que hubiese locura.

– No le hagas caso -decía su compañero, sentado tras él, con el cuerpo vuelto hacia mí-. Leo es un poco bestia, pero buena persona… Ahorra tus fuerzas, Leo. La señorita pasa de ti.

– Claro, ahorra tus fuerzas, Leo -dije.

Leo lanzó una carcajada, pero su compañero solo sonrió, mirándome a través de la penumbra del coche como si me dijera: «Tú y yo compartimos algo que Leo no puede entender». Su apariencia encajaba con aquella actitud: delgado, de barba bien recortada y ojos grandes y bonitos donde giraba como un torbellino su propia filia. Yo me había percatado, tras media hora de gestos de prueba, que era un deseador de lo Líquido, proclive a engancharse con una máscara básica de actitudes cambiantes. Me parecía lógico que uno de sus «empleados» fuese un Líquido, porque se trataba de una filia que podía mostrar propiedades de otras, y quizá ahí radicaba la confusión de los perfis. Un Holocausto ayudado en la elección por un Líquido: el conjunto sonaba bien y me hacía concederle crédito a la posibilidad de éxito. Pero también podían ser dos yuppies aburridos, con trajes y coches caros, que habían salido a desmelenarse tras esnifar un poco de una de esas cocas de diseño que venden en la red, cuya propaganda afirma que carecen de riesgos y te provocan maravillosas erecciones. Era pronto para saberlo.

– ¿Queda mucho? -pregunté.

Leo, que había cesado por una vez de hablar y se limitaba a destrozar una melodía de Hará Mess con un tarareo insoportable, contestó «Sí, un huevo», al tiempo que su amigo me decía: «No».

– Estamos cerca -añadió Pedro, tranquilizador.

– ¿Qué pasa, Elenovska, rusa putita? -estalló alegremente Leo-. ¿Tienes prisa?

Le divertía llamarme «rusa», me había dicho, aunque sabía que yo no lo era. Y le divertían otras muchas cosas que aún no había confesado.

– No, no tengo prisa, pero tampoco tengo toda la noche. Y dijisteis que la casa estaba cerca, calvo cabrón.

– ¿Qué me has llamado?

Pedro reía. Leo giró el grueso cuello de toro y tomó una curva haciendo entrechocar las copas de martini colocadas en la pequeña mesita del minibar situado entre su compañero y yo. Mientras, chillaba en mi dirección.

– Eh, oye, superputa, te hemos pagado ya más dinero del que has visto en todo el mes, ¿eh? Y te pagaremos el resto al final. Así que no jodas con prisas. Ah, caramba. Estás rentada por toda la jodida noche, ¿oyes? Eres nuestra.

– No, no oigo. ¿Puedes gritar más?

Yo quería subir el dial de la provocación grado a grado. «Quítate el disfraz, Leo, vamos, Leo, muestra lo macho que eres y lo pirado que estás…» Con la excusa de explorarme una bota, me incliné en el asiento y, al incorporarme, sonreí, me puse seria, estiré los brazos. Todo aquel ramillete de gestos deleitó al siempre movedizo fílico de lo Líquido, que me miraba con ojos que parecían despedir luz. Me habían hecho pasar al asiento posterior cuando subí al coche, y yo había optado por mantener a Pedro al borde del enganche y dejar a Leo libertad para expresarse. Pedro dejó de reír para comentar:

– La señorita tiene razón, Leo, le dijimos que la casa estaba cerca…

– Bueno, ¿y? No son todavía la una. ¿Es que tienes que irte con mamá, capulla? ¿O es que te preocupa perder la virginidad? Te hemos pagado, ¿no? Eres nuestra toda la noche, así que cierra la puta boca hasta que te diga que la abras bien grande. Ah, caramba, cierra la boca, ¿quieres? ¿Eh? ¿Quieres?

– Por favor, Leo, ya vale -dijo el Líquido en tono suplicante-. Elena colaborará.

Todavía no había llegado el momento de convertirme en el manjar sumiso de Leo, así que no dije nada. Pedro volvió a mirarme.

– Leo tiene su carácter, yo el mío. Pero somos buenos chicos, te lo aseguro. La pasarás bien. A tu salud. -Levantó la copa de martini y volvimos a beber. Yo confiaba en que hubiese una droga en mi copa. O que alguno de ellos me rociara con un anestésico con olor a rosas. Confiaba, confiaba.

Mientras bebía, dejé de escuchar a Leo y a su comparsa y miré de nuevo a mi alrededor, como había hecho al entrar en el coche. Las medidas de seguridad proseguían: inhibidor de llamadas y señales en el salpicadero, bloqueo de puertas, el ojo rojizo de un escáner para cerciorarse de que yo no llevara ni un cortaplumas encima y un radar para los coches que nos rodeaban. Los típicos juguetes de la gente que desea seguridad y privacidad. Me hallaba prisionera, incapaz de llamar por el móvil o de ser seguida o rastreada por equipos de largo alcance, sentada en un Audi negro que me llevaba como un bólido hacia un lugar desconocido. Probablemente me estaban drogando. Eran un par de hijos de puta, desde luego. Pero yo necesitaba que fueran mis hijos de puta.


La primera noche, la del viernes, todavía me sentía optimista. Había visitado más de la mitad de las áreas de caza, todas las de probabilidad alta y la mitad de baja, y había acabado extenuada, sin más resultado que algunos borrachos, grupos desordenados de gamberros con líderes de Holocausto y un policía de la misma filia que no dejó de mirarme y seguirme hasta que comprendí que no iba a intentar nada contra mí. Pero confiaba en las noches que me quedaban. El sábado detecté a dos posibles candidatos en sendos coches que se detuvieron a mi lado, primero en carretera, en la zona de los clubes, y luego en la ciudad, cerca de Santa Ana. Uno se me reveló bruscamente como un falso positivo, un fílico de Desinhibición borracho que acabó hablándome de lo mala que era su madre con él y me expulsó del coche. El otro me llevó a una zona apartada, se abrió la cremallera y pidió que usara mi boca. Lo abandoné de inmediato, ya que sabía con certeza que mi amor secreto no iba a exigirme sexo en el momento de la elección.

La mañana del domingo, mareada por la falta de descanso y la tensión, había llenado la pequeña e incómoda bañera de casa con agua tibia y espuma y me había sentado dentro encogiendo mis largas piernas. Apagué las luces del techo dejando solo las que adornaban las esquinas de la bañera, luces frías sin riesgo de cortocircuito. Era un decorado muy semejante a cierto famoso ensayo sobre la máscara Líquida. Las luces y el vapor hacían pensar en farolas en la niebla, como el escenario de Jack, el de Whitechapel, otro «Espectador» dedicado a destripar a sus propias prostitutas en un Londres que aún ignoraba la existencia de las máscaras y el psinoma y que veía en Shakespeare tan solo a su autor nacional.

Mientras me relajaba, pronuncié en voz alta el número de teléfono de Miguel. Su agradable voz (Dios, cuánto lo echaba de menos) resultaba tan suave como el agua tibia.

Por desgracia, el resto no fue tan grato.

– No puedo influir en Padilla para que te conceda más noches, cielo -dijo tras escuchar mi petición-. Y lo sabes.

– La verdad, no lo sabía -repliqué, sintiéndome de pronto irritada-. Pensé que eras el director adjunto de entrenamiento de cebos. Solo te pido…

– Diana…

– Solo te pido -insistí- que sigas llamando a Vera a los teatros por las noches para hacerla ensayar, digamos, durante toda la semana. Solo eso. ¿Tengo que escribirte una petición oficial? ¿Firmar un documento?

– Diana, cielo, no puedes seguir sola en esto…

– Ya tengo dieciocho años, papá.

– No soy tu padre ni he pretendido serlo. -Como todos los hombres heridos, Miguel reaccionó con una súbita, falsa frialdad-. Es que, sinceramente, te estoy viendo correr al precipicio sola… Incluso aunque te eligiera a ti… ¿Sabes lo que es el Espectador? Es un billete solo de ida para el cebo. Si quieres matarte, prueba a echar el secador del pelo en la bañera. Será mucho más rápido y menos doloroso…

– Esa chorrada está fuera de lugar. Soy un cebo. Estoy haciendo mi trabajo. El día en que quiera jubilarme, te lo comentaré.

– Hace una semana querías jubilarte.

– Y hace dos días pedí reincorporarme.

– Y lo conseguiste. Padilla te dio tres noches. Hoy es la última.

– Gracias por tu ayuda -dije, pero no colgué.

– Diana, no lo vas a lograr en tres noches, ni en diez… Ese tipo utiliza algo, un truco para eludir la elección psinómica… Nadie sabe qué es. Todos estamos confusos.

– Eligió a un cebo, y puede elegir a otro. -Me incorporé en la bañera y me quité el jabón de la cabeza.

– Tampoco sabemos eso. Elisa ha desaparecido, cierto, y los estudios preliminares lo señalan a él, pero estamos esperando los cuánticos. Hay otros locos en Madrid.

– Dime algo que no sepa.

– Por ejemplo, ¿que me importas mucho?

Durante un rato ninguno de los dos rompió el silencio. Pese a sentirme indignada, comprendía la cautela de Miguel y su incómoda situación. En los altavoces se oía su respiración a veces profunda, a veces entrecortada.

– ¿Qué quieres que haga? -dijo al fin, en tono de derrota.

– Quiero más noches -supliqué mientras cogía la toalla-, necesito más tiempo. No permitas que Vera salga por su cuenta, por favor. -Me prometió intentarlo y colgamos sin decir que nos amábamos, para no ofender nuestro sentimiento.

Padilla me llamó una hora después, cuando ensayaba Holocausto en el salón.

– Blanco, me perdonarás si soy vulgar, pero debo decirte que estoy hasta los cojones de tu hermanita y tú. Hemos ordenado a Vera que se presentara en el teatro estas dos noches pasadas para ensayar «por sorpresa», y lo volveremos a hacer hoy. Pero juro por la constelación de Sagitario, que presidió mi venida al mundo, que no voy a intentar retenerla ni una noche más. Sencillamente, no puedo dedicarme a educarla. Y ahora, ya sabes, hoy es domingo, mi hija está en casa y quiero disfrutar de su compañía y olvidarme de que, de lunes a sábado, pongo el culo sobre una tonelada de explosivo llamado «el Espectador». Bueno, no es exactamente un explosivo… Es un palo encajado en mi jodido culo con mi dimisión grabada a lo largo. Sal a la calle, echa el anzuelo, engancha a ese cabrón, elimínalo y todo habrá terminado. Felicidades, una medalla, mi gratitud eterna. Pero no me toques más los cojones.

No me molesté en replicar. Lo que hice fue pronunciar el número de emergencia de Álvarez en cuanto Padilla colgó. Tras identificarme con mi PIN, pedir «audiencia» y colgar, recibí su llamada. Se mostró más comprensivo, pero en Álvarez la apariencia de comprensión era indistinguible de la política.

– Diana, es usted una superdotada -dijo, como si estuviera revisando mi ficha mientras me hablaba-. Puntuación de las más altas en las pruebas de inteligencia. Eso me hace pensar que comprende la situación. Su hermana es mayor de edad. Incluso aunque la despidiéramos, no podríamos impedir que hiciera lo que quisiera. Tampoco podemos impedírselo a usted. Padilla le dio tres noches, y esta será la última. Sinceramente, le aconsejo que haga su trabajo y deje que los demás hagamos el nuestro.

Colgué sabiendo que ya no tenía a nadie más a quien poder acudir.

Mientras me disfrazaba para salir, lo pensaba: sería esa noche, o nunca.

Era mi última oportunidad.


Y mi última oportunidad viajaba a más de ciento cincuenta kilómetros por hora en un Audi negro produciendo un ruido sordo, como de oleaje constante.

Habíamos abandonado hacía tiempo la autopista de Valencia e íbamos por una comarcal bordeada de pinos. Caía una fina llovizna que el viento convertía en pequeños dardos. En el interior del Audi el gran Leo seguía canturreando, perdido en su propio salvajismo, mientras que Pedro, el caballero andante, hablaba por el móvil con alguien que, al parecer, también se dirigía al mismo sitio que nosotros. Una casa donde llevar chicas y usar drogas. Una fiesta high-class, como diría Nacho Puentes. A lo mejor una de las chicas se prestaría a ser atada por Leo. Música estridente y puede que porno virtual. Nada demasiado raro.

Empezaba a estar inquieta. Decidí que tenía que hacer algo antes de llegar al lugar de la orgía. Algo decisivo. Tenía que descartarlos. El modo de atraerme había sido sospechoso, con la notable cantidad de dinero que me ofrecían por una noche «de juerga». Y, en efecto, quizá me hubiesen drogado con la bebida, pero no parecía ningún tipo de sedante sino todo lo contrario: el corazón me saltaba en el pecho, un calor de radiador me enrojecía la cara y los pezones me dolían endurecidos bajo el top. Parecían quererme muy dispuesta para cualquier cosa. Pero todo eso era normal en el mundo de «noches locas» del ejecutivo Pedro y el ejecutivo Leo. Drogas, chicas, mucha pasta.

Podían ser. Podían no ser. Tenía que asegurarme antes de que me drogaran más y acabara bailando desnuda y borracha junto a la piscina con el señor Caramba.

Miré frente a mí y vi los botones de un reproductor de música online empotrado entre el minibar y la televisión. Eso serviría.

Aunque Shakespeare habla de los cambios emocionales (llamados «cambios de estado» en psinómica) en varias obras, hay una en concreto, Mucho ruido y pocas nueces, dedicada a estudiar los efectos de tales cambios: el novio rechaza a la novia de repente pese a amarla, un hombre jura matar a quien considera su amigo íntimo, aquellos que menos se soportan terminan enamorándose y los que parecen estúpidos descubren todos los engaños. Gens decía que Mucho ruido era un símbolo de los cambios de estado en máscaras como la Líqui da o la de Holocausto, pues provocan disrupciones controladas en ambas. «A veces, para mirar dentro -decía-, es preciso abrir con bisturí.»

Me dispuse a realizar una violenta cirugía.

Alargué la mano y presioné el botón de encendido del reproductor. De inmediato atronó un rap, fiel como un enorme perro que acudiese ladrando a mi gesto. Eso hizo que ambos hombres me miraran. Usé la música para contonearme como si bailara, pero en realidad eran movimientos calculados. Sin pausa, cogí la copa de martini y fingí que bebía, derramándome parte del contenido por la barbilla. Giré hacia Pedro, de forma que viera mi cuello y ropa goteantes del líquido que tanto placer otorgaba a su filia, solté una risotada de borracha y aplaudí. Casi antes de que acabara de hacer todo aquello, los dedos gordezuelos de Leo habían volado ya hacia los mandos y apagado la música. Era el detalle final que esperaba. El brutal silencio fue como una caída de telón. Bruscamente, clausuré mis percepciones e impulsos y me quedé quieta y seria.

Mucho ruido y pocas nueces: algarabía que terminaba en calma.

Fin. Tiempo total de mi teatro: unos ocho segundos.

Pedro estaba ya fuera de combate. Era un simple Líquido, y su desván era vulgar. La disrupción lo había inmovilizado con el brazo derecho apoyado en el largo respaldo, la mano izquierda sosteniendo aún el teléfono por el que había hablado, la cara vuelta hacia mí y los ojos muy abiertos, como si me hubiese visto practicar una acrobacia fascinante. Los labios le temblaban ligeramente. Pero toda iniciativa por su parte resultó superada con creces por la reacción de Leo tras el volante.

– ¿Qué coño…? -chilló-. ¿Qué has…? -Había perdido la concentración y el coche empezaba a dar tumbos-. ¡Este no es tu puto coche, rusa! -Pensé que ya no era el suyo tampoco-. ¡La próxima vez pides permiso antes de tocar nada, eh! ¿Me oyes? ¡Pides permiso! -Sin embargo, Leo aún ocultaba cosas, y yo quería verlas todas.

– Lo… siento -dije, entregando aquel simple texto en el instante exacto, tras un breve ejercicio respiratorio, expeliendo las palabras como si fuesen humo.

Casi sentí cómo aquel disparo de mi voz daba en el centro justo de su Holocausto. El psinoma es una fruta frágil y jugosa encerrada en la cascara más gruesa de todas. En aquel momento la cascara de Leo se quebró.

– ¿«Lo… siento»? ¿¿«Lo siento»?? -Sus ojos, en el retrovisor, iban de la carretera a mi rostro en un zigzagueo constante, y el coche, en armonía, empezó a perder velocidad, todo lo contrario que su verborrea, que se aceleraba-. ¿Sabes lo que voy a hacerte por ese «lo siento»? ¿Sabes lo que le hago a las chicas, perra rusa? ¿Lo sabes, perra en celo…? ¡Ah, caramba!

Lo único que supe en ese instante fue que el psinoma de alguien que torturaba, o veía torturar, a sus víctimas no clamaba con la desesperación del de Leo al quedar en libertad. Aquel deseo vociferante revelaba a un pobre diablo viviendo un pobre infierno.

El capullo del señor Caramba no era mi amor secreto, mi Gran Hijo de Puta, mi objetivo. Menos aún su compañero. Ni siquiera estaban relacionados con el Espectador. Eran otro falso positivo.

De súbito ya no teníamos la carretera delante, sino árboles y matorrales. El guardabarros chocó contra la barrera del arcén, y mientras derrapábamos tuve tiempo de pensar que un accidente grave me importaba mucho menos que aquel nuevo fracaso. Al fin todo cesó junto a un pequeño árbol de ramas tan torcidas como mis planes.

– ¡Cristo! -barbotó Leo y apagó el motor-. ¡Joder, me cago en…!

Miré a su compañero. Seguía disrupcionado, pero aquel estado cesaría en cuanto yo me marchase. Igual le ocurriría a Leo, pero mientras que el primero expresaba su disrupción con parpadeos y rigidez, Leo bufaba, elevaba la voz, se envalentonaba.

– ¡Anda, lárgate! ¡Mueve el culo, zorra! ¡Te vas a ir a Madrid a patita, caramba! ¡Ah, caramba: te vas a ir a follarte a tu puto papá…!

Comprobé que había desactivado el bloqueo de puertas. Saqué el dinero que me habían entregado y lo dejé en el regazo de Pedro.

– ¡Eso es, puta cabrona! ¡Vete! ¡A follarte a papá! ¡Lárgate!

Iba a irme. Juro que iba a hacerlo.

Ya había salido del coche, incluso. Pero entonces giré y lo vi, abotargado por sus propios gritos y un notable exceso de grasa, embutido en su traje a medida. Noventa kilos de dinero y frustraciones con los que atormentar a chicas abnegadas. Una masa calva con un orificio central que eructaba injurias. Un montón de mierda de ejecutivo del siglo XXI bajo los efectos de la neococa. Me pregunté vagamente qué les habría hecho a las chicas que había llevado a sus fiestas privadas en compañía del sumiso Pedro. Tal pensamiento bastó para que, aún de pie junto al coche, abriese la portezuela del copiloto, me agarrase al techo, apoyase una bota en el asiento y lanzase la otra hacia su rostro. Oí el crujido en mitad de su último «fóllate a papá». Luego vino un saludable silencio. En el asiento de atrás, Pedro gimió y se encogió sobre sí mismo.

Miré a Leo, deformado, sangrante, y pensé que, como mínimo, le había roto la nariz a otro falso positivo. Quizá incluso lo había matado, lo cual, decidí, sería una verdadera pena.


– Ah, caramba -dije, y cerré de un portazo.

Luego me alejé por el campo nocturno mientras revisaba la cobertura de mi móvil para llamar a un taxi.

13

Era lunes, ocho y cuarto de la tarde. Me encontraba en casa, de pie frente al receptor de voz de mi teléfono. El parpadeo del LED del receptor me indicaba que podía pronunciar un número de teléfono cualquiera, y la comunicación se establecería.

Miraba aquel receptor sabiendo que jamás me atrevería.

Tomaría la decisión más lógica, más fácil. Optaría por la vida. Regresaría con Miguel, esta vez para siempre. Intentaría convencer a Vera de que abandonase aquella locura. Yo misma abandonaría también, conseguiría otro empleo. El Espectador caería, tarde o temprano, y Vera y yo estaríamos a salvo.

Tenía un espejo colgado en la pared, sobre el receptor. Alcé la vista y me observé reflejada. Una mujer de cabello pajizo, rostro ojeroso y ropa descuidada me devolvía la mirada. Aquella mujer me decía otras cosas. «Sucia cobarde», por ejemplo. También decía: «La dejarás sola, como cuando mataron a papá y mamá. No intentes excusarte. ¿Sabes lo que vas a hacer? Vas a poner a resguardo tu culito, para que no te hagan daño. Y ella se quedará sola, y no abandonará. Porque, en el fondo, Diana Blanco, super-woman, en el fondo, ¿sabes qué te pasa? Que tienes un miedo atroz al Espectador, a que te deje idiota para siempre como le ocurrió a Claudia, y eso en el mejor de los casos. Tu miedo te obliga a ser egoísta. Eso te pasa. A mí no puedes mentirme».

Pero no era cierto. No del todo. Siempre he tratado de ser muy injusta conmigo misma, y eso me ha ayudado a mejorar. Sin embargo, pese a los abucheos de mi conciencia, sabía que lo había dado todo. Había pasado tres noches entregándome por completo, sin reservas. La suerte había estado en mi contra, tan solo. El Espectador no había salido a cazar, pese a las probabilidades que indicaban lo opuesto. O sí, pero uno de sus «empleados» había optado por nuevas e inesperadas áreas de caza. O quizá habían recorrido las áreas probables, incluso me habían visto, por no me habían elegido por cualquier motivo. O puede que fuese su truco, esa artimaña desconocida que le hacía eludir a los cebos. «Pero yo, óyeme bien, espejo, espejito, he hecho todo lo que he podido.»

«No -contestó mi reflejo con absoluta calma-, no lo has hecho todo.»

Eso me llevó de nuevo a mirar el teléfono.

Era lunes, casi las ocho y media ya. Llevaba una hora allí de pie, frente al receptor. Recordé entonces lo que habíamos hablado Valle y yo aquella misma tarde.


Había decidido visitar por sorpresa al doctor Valle. No supe bien por qué, fue un impulso. Su secretaria me anunció, pero cuando entré en el despacho Valle mantenía la expresión de sorpresa.

– Elena… ¿Cómo estás? No esperaba verte… Siéntate, por favor.

– No me llamo Elena -dije, sin sentarme-. Mi nombre es Diana Blanco. Usted tenía razón: le he mentido.

Me dedicó una mirada evaluadora, como si quisiera adquirirme y no estuviese seguro de que yo pudiera valer el precio que iba a pagar.

– No hay problema -dijo-. No vengas a la defensiva. El principio básico de cualquier terapia es que el paciente nunca dice toda la verdad. Pero debemos asumirla, y tú has dado un paso positivo decidiendo regresar. No te culpes por haberla ocultado.

– No he sido yo quien la ha ocultado -repliqué.

– No entiendo.

– La han ocultado aquellos para quienes trabajo.

Valle se ajustó las gafas en el puente de la nariz.

– Ya que has venido, ¿por qué no te sientas un rato?

Lo hice. Había percibido un cambio sustancial en su tono, más frío, más profesional. La sorpresa se había convertido en sospecha. Imaginé que, hasta entonces, había estado intentando clasificarme sin éxito. Yo no era la muchachita tímida y acomplejada. Yo no era la mujer casada y frustrada. Yo no era buceadora en la piscina de las drogas. Pero la implicación de «otros» en mi existencia le hacía pensar, sin duda, que, después de todo, yo sí era clasificable, aunque quizá necesitaría algo más que un psicólogo. A esas alturas yo ya había conocido muchos locos, y sabía que no pocos se delataban con frases como la mía.

No sonreí, aunque sentí la tentación de hacerlo. No había venido a frivolizar, sino a despojarme de todo. Así que comencé, con mucha calma, antes de que él pudiese preguntarme nada. La consulta, como siempre, se hallaba en penumbra, solo el ordenador iluminando su rostro y algunas luces indirectas en rincones revelando arte indígena, diplomas, un tablero de ajedrez.

– No encontrará nada mío en Winf-Pat, ni en ningún otro sitio. Mi documento de identidad y mi número de Seguridad Social están a nombre de Elena Fuentes. Todos esos datos son ficticios. No hay nada realmente mío, salvo mis iniciales en esa noticia. Nada más. Yo no soy nadie. -Pareció creer que esta declaración era producto de mi tristeza, pero me apresuré a añadir-: Y esto que le estoy diciendo no es nada. Usted no lo está oyendo. Esta entrevista no ha ocurrido nunca. Soy como una actriz, pero mi vida real es secreto de Estado. Si sale por esa puerta ahora mismo y le dice a su secretaria la mitad de lo que le estoy contando, ninguno de ustedes durará veinticuatro horas. Imagine que soy un gas venenoso encerrado en un cristal. Manéjeme con cuidado.

– ¿Me harás daño? -preguntó, inalterable.

– No seré yo quien se lo haga. Usted piensa que la gente oculta la verdad para protegerse. Yo la oculto para proteger a otros. Por eso me marché el otro día de su consulta cuando usted empezó a rascar en mi cristal. No le mentí en lo de mis síntomas: duermo mal, tengo dolores de cabeza… Hay médicos oficiales que habrían podido atenderme, pero quise hablar con alguien ajeno a mi vida. Al principio pensé que usted me ayudaría sin que yo tuviese que contar nada, con recetas de cocina psicológica, no sé si me entiende. Algo así como «tómate esto, haz lo otro». Fue una estupidez. Es usted demasiado bueno. Y cuando me dijo lo de Winf-Pat, comprendí que debía irme para protegerle.

Hice una pausa. La expresión de Valle era la del profesional que ya ha llegado a una conclusión. Me veía como la pobre chica que «quiere hacerse la importante», y para ello no duda en enloquecer. «Mire, doctor, lo importante que soy.» Estaba decidida a sacarlo de su error, pero quería ir despacio, sin saltar a la pasarela como una debutante.

– Esa es mi parte buena -continué-. La mala es que soy una egoísta y… y con usted me he sentido por primera vez calmada y acogida. Eso me ha hecho volver a necesitarlo… De modo que esta mañana decidí regresar y ponerlo en peligro para recibir otra dosis de ayuda. Pero la decisión es suya: si no quiere escucharme más, lo comprenderé. Me iré y no volverá a verme. Ya le he advertido de los riesgos.

Ni siquiera me dejó concluir. Cuando dije «me iré» alzó una mano como si mis palabras fuesen personas que avanzaran hacia él con ganas de lucha.

– Diana, estoy aquí para escuchar cosas. Tú has venido a contarlas, y yo las escucharé e intentaré ayudarte. -Se permitió una sonrisa-. Y no te preocupes: por muy raro que sea lo que cuentes, te aseguro que me han contado cosas aún más raras.

Yo también sonreí. La pausa fue larga como una sobremesa entre amigos. Entonces dije, sin perder la sonrisa:

– No tiene ni puta idea de lo que voy a contarle.


Hablé durante unos diez minutos antes de que me interrumpiera. Ya nada era igual, desde luego: yo era la actriz, Valle mi público. Él había ido desplazando gradualmente el centro de su interés desde mi persona a lo que yo decía. Al menos, mi lenguaje, al principio, le sonaba familiar.

– Espera un momento, conozco la teoría del psinoma…

– Qué bien -me burlé-. Así podrá explicármela. Yo nunca la he entendido.

– Viene a decir que lo que somos, pensamos y hacemos depende exclusivamente de nuestro deseo, y que estamos expresando ese deseo cada fracción de segundo: con los gestos, los movimientos de los ojos, la voz… Algunos psicólogos, incluso, plantearon hace años la posibilidad de que esa expresión fuese cuantificable. Es decir, que pudiera medirse y formularse mediante una especie de… código matemático como el genoma, de ahí el nombre de «psinoma». El psinoma sería, pues, algo así como el código de nuestro deseo. Pero se comprobó que era imposible computar los billones de datos de la fisonomía y el entorno, y sus variaciones cada cierto tiempo. Es como querer computar las infinitas posibilidades del ajedrez. -Señaló el tablero-. De modo que la teoría cayó en el olvido. No se puede comprobar. ¿Me equivoco?

– Solo en una cosa -dije sonriendo-: ahora sí se puede. Cuando se inventaron los primeros ordenadores cuánticos, que realizan… bueno, tropecientas operaciones por segundo… se registraron los gestos, los tonos de voz y las conductas de las personas ante un sinfín de estímulos y se comprobó que podían agruparse según cualidades comunes. Hay más de cincuenta grupos: se les llama «filias», y cada persona tiene una.

– Interesante. -Valle sonreía, escéptico-. Pero no conozco esos estudios.

– Son secretos -repliqué bajando la voz, y Valle pareció tomárselo de buen humor y dijo «ah» también en voz baja-. Los sujetos de la misma filia reaccionan igual ante estímulos iguales. A los cebos se nos adiestra para identificar las filias.

Me di cuenta de que Valle retornaba a su primer diagnóstico: lo que yo estaba contando tenía que ser mi «delirio».

– Ah, bien, bien… ¿Y cuál es mi «filia»? ¿Ya la sabes?

– Usted es fílico de Presa -contesté de inmediato-. No le haga caso al nombre, es una manera de llamarlo.

– ¿Y qué significa? -preguntó Valle como si se tratase de su signo del zodíaco.

– En general, que a usted le gusta que las personas se sacrifiquen, pero no por usted… Le gustan las víctimas, las derrotadas, las que claudican… Pero, más aún que todo eso, lo que a usted realmente le gusta es el giro de los cuerpos para mostrar la zona posterior. No quiero decir que le guste solo el culo, pero también el culo. -Sonreí-. A su psinoma le encanta ver la zona divisoria del culo alejándose de usted. Y las imágenes partidas, como reflejadas en espejos rotos. Ya sé que no me entiende.

Arístides Valle había descolgado la boca. Supuse que era la primera vez que alguien, loco o no, le decía algo así. Pero se recobró enseguida, como yo ya esperaba.

– Lo siento, pero no me reconozco en nada de lo que has dicho.

– Eso es debido a que no somos conscientes de lo que realmente deseamos. Cuando vemos a alguien hacer algo que nos gusta, lo atribuimos a otra cosa para entenderlo: decimos que nos hemos enamorado, o que nos agrada su inteligencia… Mis profesores me decían que el psinoma no está en la conciencia: la contiene.

– A veces ocurre que nos enamoramos de verdad -objetó Valle.

– Ya le he dicho que los nombres no importan. A usted puede gustarle mucho una mujer y llamar a eso «amor», pero lo que en realidad sucede es que, cuando usted la conoció, ella se movió de una forma, o dijo algo en un tono o ante un decorado que complació a su filia de Presa. Fue pura casualidad. Si usted hubiese encontrado a esa mujer en el decorado preciso y vestida de la manera apropiada, y ella hubiese actuado mejor, usted habría quedado «enganchado» y le sería difícil dejarla. Y si ella continuara complaciendo su filia, el placer que usted sentiría sería máximo y quedaría «poseído». Ya no podría actuar voluntariamente. A los cebos se nos enseña a enganchar y poseer.

– A ver, a ver… -Valle seguía escéptico, pero era obvio que mi locura le intrigaba-. Según lo que dices, no existirían los verdaderos sentimientos. Esa mujer de tu ejemplo se mueve, dice algo, yo me enamoro… Visto así, el mundo sería solo un teatro.

– Exacto, un teatro. Los cebos somos como actores: aprendemos un conjunto de gestos, voces, escenarios y ropas, y ofrecemos una especie de… espectáculo que engancha a otros. A eso lo llamamos «máscaras». Existe una máscara para cada filia.

– ¿Solo eso son los sentimientos para ti? ¿«Máscaras»?

Me encogí de hombros.

– Nuestra inteligencia los llama «sentimientos», pero a nuestro psinoma le basta con la «máscara». Los nombres no importan, ya le dije. Al menos, para un cebo no importan… Y la verdad, tampoco me interesan las especulaciones filosóficas.

– Así que trabajas como cebo… -Valle meneó la cabeza, pensativo-. Siempre he sabido que hay personas que hacen eso para la policía, pero no creí que fuera tan complejo. Pienso que existen métodos más simples y directos para luchar contra el crimen…

– No ahora. La tecnología hoy está al alcance de todos. Los científicos inventan una sustancia para impedir que el ADN del asesino sea eliminado del cadáver, y mañana se inventa otra que anula el efecto de la anterior. Igual ocurre con las armas y con todo. Hace tiempo que se ha renunciado a continuar por ese camino. Cuando se descubrió y clasificó el psinoma, se mantuvo en secreto por esa razón: porque era lo único que podía ofrecernos seguridad… El asesino puede borrar su ADN, pero no la forma en que elige, mata y abandona a la víctima, que dependen de su psinoma. Una empresa sospechosa de blanqueo de dinero borrará las pruebas con tecnología informática avanzada, pero un cebo puede infiltrarse en ella y conseguir pruebas si engancha el psinoma de un alto cargo… El psinoma no puede fingirse ni ocultarse: nuestro placer es una fórmula matemática. Aunque lo intentáramos, los ordenadores lo descubrirían. Y cuando se conoce la filia del delincuente, los cebos realizamos máscaras para atraerlo.

Hoy se usan cebos en todo el mundo. En España se aprobaron en secreto tras la bomba del 9-N.

Valle me escuchaba como si quisiera encontrar los flecos de mi historia.

– En todo el mundo, dices… -reflexionó-. Es raro que haya tanta gente que quiera trabajar en eso, ¿no? ¿Cómo os seleccionan? ¿Respondéis a anuncios en los periódicos?

– Bueno, sucede que uno de los psicólogos que participó en el proyecto del psinoma tuvo una idea brillante. Quizá lo haya oído mencionar: el doctor Víctor Gens.

– Sí. De origen catalán. Era criminólogo. Pero murió ya, ¿no?

– Hace dos años, sí. En un accidente en alta mar.

– Sí, creo recordar que tenía un yate o un balandro, hubo tormenta y se ahogó. Fue noticia en nuestro mundillo…

– Pues a él se le ocurrió una idea para reclutar cebos. Era simple, y a la vez genial: aprovechar nuestro propio psinoma. Estableció los parámetros que debe tener un psinoma cualquiera para resultar complacido siendo cebo y organizó un programa al que se conectaron varias clínicas en todo el mundo. Un menor de edad acudía por cualquier problema a una de esas clínicas, se investigaba su psinoma y, si los parámetros encajaban, se pasaba a la siguiente fase. Suele escogerse a quienes provienen de hogares destrozados, huérfanos en su mayoría, de ese modo todo resulta más fácil. El gobierno se encarga de conseguir las autorizaciones y entrenarnos. Y mantenemos el secreto, porque se trata de nuestro placer. ¿Quién va a querer contar eso? Es un nudo bien trabado, ya ve. -Sonreí-. Al final siempre hacemos lo que más nos gusta.

– De modo que una «conspiración» de psicólogos… -Valle meneó la cabeza, quizá dudando entre avisar a un loquero en aquel momento o esperar a que me marchase para hacerlo-. Es interesante, aunque debes admitir que suena a ciencia-ficción…

– Pues, en realidad, es un tema bastante antiguo… De hecho, Gens afirmaba que el psinoma ya se conocía hace quinientos años. Decía que Shakespeare describió todos los psinomas en sus obras. No es una teoría completamente aceptada, pero, en Europa, parte del aprendizaje de un cebo consiste en estudiar las obras de Shakespeare a fondo.

– Así pues, detenemos a los asesinos porque leemos a Shakespeare…

Ignoré su burla incrédula.

– Las cualidades de su filia de Presa, por ejemplo, se ofrecen en clave en la escena de la abdicación en Ricardo II, cuando el rey solicita el espejo y lo rompe…

– Ya. -Valle jugaba distraídamente con una pluma-. Por cierto, ¿puedo saber cuál es tu filia, o también es un secreto de Estado?

– Soy fílica de Labor. Me gusta ver ciertos signos físicos en los cuerpos… -Me detuve de repente y respiré hondo-. Oiga, sé que no cree ni una palabra de lo que le digo. Pero yo necesito que me crea. He venido a eso. Así que intentaré demostrárselo. Lo haré con mucho cuidado, pero le pido disculpas si después se siente molesto.

Me observó por encima de las gafas, y por primera vez advertí en él la mirada del hombre. Como si yo me estuviese ofreciendo en las esquinas con un top de malla. Sus labios se desviaron sutilmente desde la simple diversión al desprecio. Parecía decirme: «Soy doctor en psicología, no un chico inmaduro, por favor. ¿A mí con esas?». Pero, en cierto modo, era obvio que le gustaba que yo hubiese decidido al fin dejar de teorizar y mostrarle, allí, en su refugio intelectual, lo loca que estaba.

– Tú misma -dijo-. ¿Qué vas a hacerme?

– Voy a realizar unos gestos muy breves aquí mismo, en el sofá -expliqué-. Antes de que acabe, usted se llevará una mano a la cabeza y fingirá rascarse o ajustarse las gafas. Ese será el primer signo de su placer. Luego tendrá una… una intensa erección. Ese será el segundo signo.

– Ah -asintió con gravedad, como si la intromisión de lo sexual fuese el detalle que esperaba para apuntalar su diagnóstico. Pero regresó enseguida a la sonrisa-. Muy bien, adelante. ¿Sigo sentado o me pongo de pie?

– No, así está bien -dije, y elevé los brazos en ángulo recto, los puños cerrados e inmóviles, como si estuviese esposada a una pared; luego los junté por los nudillos y los separé bruscamente mientras entornaba los ojos y abría la boca de forma precisa, creando una imagen partida. No dejé de mirar a Valle mientras gesticulaba, pero replegué mi conciencia con un simple esfuerzo. Gens lo hubiese llamado «gesto de abdicación». Era un teatro de Giles Yilan. El decorado original, un diván rosado, no resultaba indispensable.

Antes de que yo bajase las manos, Valle se llevó la suya derecha a la sien y se rascó. Entonces pareció darse cuenta de lo que hacía y la apartó, temblando, como si tuviese mucho frío. Intenté frivolizar para disminuir la tensión:

– No hace falta que me enseñe el segundo signo. Le creo.

Valle me miraba. Era como si esperase algo más de mí, una indicación, una orden, aunque yo sabía que no estaba enganchado. Me apenó su rubor desconcertado.

– Escuche, no le dé más vueltas -dije-. Si se hubiese tomado una pastilla para dormir, ahora tendría sueño, ¿no? Causa y efecto. Pues yo he hecho algo para provocarle esas reacciones, y usted ha reaccionado, es todo. Suponga que ha visto una película o una obra de teatro… Lo único que he hecho ha sido representar su deseo, y su psinoma ha respondido. -Carraspeé-. La… la erección pasará pronto.

Siguió en la misma postura, los ojos atados a los míos, parpadeando.

– Lo siento -agregué, y al tragar saliva noté un nudo en la garganta-. Solo quería que me creyera, doctor… Yo… necesito ayuda, su ayuda. Todos mis amigos, el hombre al que amo, mi hermana… todos pertenecen a mi mundo. ¿Cómo dijo usted? ¿Un teatro? Sí, eso es mi vida… Necesito un poco de sinceridad. -Me detuve a saborear la palabra. Los ojos me escocían-. Mi trabajo me gusta, y a la vez me parece horrendo. Quiero dejarlo, pero mi hermana ha seguido mis pasos y se ha metido en una cacería muy peligrosa… Necesito protegerla, pero no sé cómo… No sé con quién hablar… Necesito alguien que me escuche y no me vea como si yo fuese solo una máscara… Sé que por dentro soy algo real. Por dentro no finjo. -Me pasé la mano por la cara, secándome las lágrimas-. Lo siento… No quería molestarle… Siento mucho… Odio lo que soy…

Arístides Valle seguía rígido. Si un alma podía ser golpeada por un rayo, la imagen perfecta era él en aquel instante. Esperó hasta que dejé de llorar, y entonces, en voz muy baja pero muy dura, entre dientes, siseó, como si me maldijera:

– Vete. Vete de aquí.

Asentí y salí a llorar a la calle.


«Pero no es cierto: no lo has intentado todo.»

Mi espejo tenía razón, claro, como cualquier otro espejo.

Era lunes, casi las nueve menos cuarto de la noche, cuando tomé la decisión. Sentí desprecio por mí misma mientras pronunciaba el número en voz alta, pero me resultaba imposible conocer el origen de aquel desprecio. Quizá era debido al miedo que experimentaba. Miedo de recurrir a él otra vez, siquiera de verle después de los años. Y eso me generaba ira: una rabia densa que ascendió por mi garganta como un vómito mientras escuchaba el tono de llamada, una, dos, tres veces, pero que murió sin brotar en palabras cuando la voz contestó.

Lo único que dije fue:

– Quiero hablar con el señor Peoples. -Y agregué-: Por favor.

14

El parque Zona Cero se halla al sur de Madrid, y fue diseñado sobre el cráter que dejó la gran bomba del 9-N quince años atrás. Se trata de un lugar silencioso, gris, casi elegante. Hay setos, bancos de flores y algunas estatuas andróginas en posturas que parecen indicar que saldrían corriendo de allí si pudieran. No las culpaba: aquello es poco más que un yermo de tres kilómetros cuadrados lleno de fantasmas y delincuentes, donde nunca juegan los niños. Incluso con el abrigo que llevaba sentía algo de frío. Debajo me había puesto tan solo una malla de Celia Touchstone, uno de esos modelos muy especiales que puedes comprar por encargo, en color amarillo pero con todo el costado, incluyendo los brazos, de tejido transparente, de forma que puesta de perfil parecía estar desnuda. No llevaba bolso, pero sí unas botas a juego. Las lluvias recientes habían dejado grandes charcos sobre los que chapaleaban mis tacones. Y aunque aquel martes a las diez de la mañana el sol había sido engullido por enormes nubes, también llevaba gafas de cristales oscuros, quizá porque no quería ver la cara del señor Peoples.

Bordeando el parque se retorcían árboles de cuentos de brujas, con hojas barridas por el viento o enfangadas por la lluvia. Contaba una leyenda urbana que de noche jóvenes prostitutas del Este trepaban a los tocones para llamar la atención de la clientela que discurría en los lentos coches por las calles de alrededor. Todo taxista te decía lo mismo, sobre todo si eras hombre. Yo nunca había trabajado en Zona Cero, pero compañeros que habían ido a cazar por allí no habían visto a ninguna chica hacer eso. Atribuían el rumor a la circunstancia de que aquel distrito era la Pequeña Rusia de Madrid, aunque no solo se alojaban inmigrantes rusos. Por descontado, la célula terrorista responsable del 9-N poseía también su propia leyenda.

Junto a los árboles, los artistas contratados por el ayuntamiento habían plantado sus extravagancias. En mi trayecto hasta el límite que lindaba con la pequeña calle Corin, pasé junto a algunas, la mayoría figuras humanas en fibra de vidrio con velos cubriendo sus cabezas: estaban sentadas, pero se contorsionaban. Recordaba haber oído en un documental que estaban dedicadas «al dolor humano». No me pareció que hubiese ninguna necesidad de hacer estatuas simplemente porque los muertos del 9-N habían sido más de diez mil, incluyendo al grupo que fabricó la bomba atómica casera, con el doble de heridos y afectados por la radiación. Nunca adopto el punto de vista de la cantidad en estas cosas. Y ni siquiera me gustaban como símbolos del dolor humano. Para mí, el «dolor humano» no tenía una silueta tan bonita, sino que era nauseabundo y hasta miserable, lleno de agonías, supuraciones y gritos. Yo lo odiaba, como odiaba las enfermedades. Nunca se me hubiese ocurrido hacerle una estatua, como tampoco se la hubiese hecho a la peste bubónica o la parálisis cerebral.

Por supuesto, sabía que el señor Peoples no opinaba lo mismo.

Algo muy similar a tocar unos bornes de doscientos voltios con los dedos húmedos me sacudió de pies a cabeza cuando distinguí su figura solitaria destacada en aquel marco de árboles sin hojas y calles vacías, siempre muy consciente de sí mismo, un actor estepario, único, orgulloso de serlo. Me esperaba donde me había dicho, en los confines del parque, junto a la calle. Lo reconocí incluso de espaldas, y fue al acercarme cuando empecé a darme cuenta de que los escasos años transcurridos se habían desplomado sobre él con más peso que la simple suma de los días.

Yo ya lo había conocido viejo, pero ahora estaba envejecido. La espalda se le encorvaba como si se hallara sentado en la última fila de un teatro intentando ver mejor el escenario. Llevaba un sombrero de alas caídas, y hasta se había dejado barba. Un bastón reciente apuntaba hacia el suelo como la pata de palo de un pirata. A pocos metros de él, adolescentes de vaqueros destrozados, gorras de lana con estrellas rojas y bufandas que a veces ocultaban sus caras, mataban el tiempo junto a un murete acribillado de viejas pintadas. Antes de percatarse de mi presencia, y dirigirme las consiguientes frases provocadoras, observé que señalaban al «abuelo» del sombrero como quien contempla un ridículo muñeco de nieve que empezara a derretirse. Ambos ignoramos al grupo de chavales al vernos.

– Hola, señor Peoples -dije.

Una débil sonrisa torció la barba nevada bajo las huesudas chapetas y las redondas gafas negras.

– Hola, Diana -dijo el doctor Víctor Gens.


– Suelo pasear por el parque de la Bomba. Me hace pensar en mí mismo: algo nuevo edificado sobre ruinas y muertos. Un buen lugar para que nadie te moleste. Por cierto, no te han seguido, ¿verdad?

– No, claro que no. -Me sorprendió la pregunta y miré a mi alrededor. Había escasos transeúntes por el parque, moviéndose como en esas mascaradas de preparación en las que tenías que avanzar con los ojos vendados y murmurando como en trance.

– Ah, antes de que se me olvide… -Gens emitió una ronca carcajada-. Te agradezco que no hayas dicho nada más después de saludarme, ni siquiera cuando me he callado. Nada de «me alegro de…» o «qué bien que…». Te alegras tanto de verme como de que una cucaracha pasee por tu cara, lo sé. Y eso está bien, porque no finges. Lo cual significa que finges bien.

Sonreí sin ganas para ocultar cierta timidez que me sorprendía. Habían pasado solo dos años, pero me hallaba ante un Gens diferente. Una mezcla alquímica de fuerza y debilidad. Me llamaban la atención los tendones que semejaban sostener su cabeza como cuerdas de mástil, o el conjunto de arrugas que rodeaban sus ojos ocultos bajo las gafas negras, o el temblor jadeante que imprimía a sus manos un aleteo de homeless aterido. Todo aquello me chocaba, no lograba asimilarlo. Tuve que esforzarme en pensar que se trataba de él. Era Víctor Gens haciendo de viejo. Y fingía bien.

– Me tendrás que contar cómo va el mundo… Me entero de cosas, no de todas. Estoy un poco volcado hacia mí mismo. Citas con el médico online, color de pastillas de la mañana, color de pastillas de la tarde, ya sabes… Llevo una especie de diario de mi estreñimiento. Antes pasaba mañanas enteras intentando recordar si había ido al baño al levantarme de la cama o no… Cuando uno se olvida de su propia mierda, puede decirse que ha llegado el momento de cerrar la tienda… Entonces me dan ataques de preguntas, como yo los llamo… Una pregunta tras otra… Pero todas vienen a significar lo mismo: ¿he hecho algo en esta vida? Algo que merezca la pena, quiero decir… ¿Y sabes lo que me respondo? Que sí, que he hecho algo que merece la pena. Y ahora ese algo está paseando conmigo por el parque. -Empecé a murmurar una frase de cortés agradecimiento pero me interrumpió-. Bah, cállate. Te he dicho lo único bueno que pienso de ti.

– No quería agradecerle sus palabras, sino que haya accedido a verme -repliqué.

Gens movió el bastón con brusquedad.

– Oh, venga ya, Diana, fui yo quien te dejó la puerta abierta, y solo yo podré cerrarla en tus narices. Pero quería hacerlo. Eres mi herencia, mi legado, ¿por qué no iba a querer verte? Claudia Cabildo y tú, mis dos legados al mundo… A este mundo en ruinas, siempre tan joven y tan viejo, que duerme plácidamente… -Miró a su alrededor con cierta fijeza, como si estuviese viendo a alguien dormir así-. ¿Qué estaba diciendo? -Se lo recordé. Asintió pero no siguió con el mismo tema, como si le aburriera. Se rascó la arrugada barbilla-. Ya te dije que podías acudir a mí, te di el número y el nombre de Peoples. Nadie más conoce esa clave. No quiero ver a nadie. No quiero saber nada. Para mí, el mundo se acabó.

Tras un breve silencio que subrayó aquella frase, y mientras bordeábamos los límites del parque, Gens alzó el arrugado rostro bajo aquel sombrero sin pretensiones.

– ¿La ves? -dijo-. ¿A Claudia?

– De vez en cuando.

Otra pausa. Otra pregunta:

– ¿Cómo está?

– Tiene momentos -dije-. Estuve viéndola la semana pasada y creo que me reconoció. Pero, en general, no sale del estado de estupor. A veces ni se da cuenta de que estoy con ella.

– Renard realizó un legrado a fondo de su conciencia y sus impulsos. Se especializaba en eso, entre otras cosas. Sí, sí, la chica-soldado… Mi chica-soldado… Pienso mucho en ella. A fin de cuentas, yo la formé, como a ti. Diana, mi Diana…

– Dejó que su voz se extinguiera mientras repetía mi nombre. Luego rió-. ¡Cuánto te costaban las mascaradas de obediencia! Hacer de alumna arrojada a un banco, horas y horas sobre aquella sábana, y al mismo tiempo de soldado, de marine testosterónico… «¡Señor, sí, señor!». ¡Qué mal lo hacías! A Claudia, en cambio, eso le resultaba fácil.

Se detuvo. Al mirar atrás me di cuenta de que no habíamos recorrido tanto camino como yo creía. Seguía viendo a los chavales junto al murete y oyendo sus risas. Comprendí que moverse en el espacio junto a Gens era como hacerlo en su tiempo. Ahora estábamos a un paso de la acera. La pequeña calle frente a nosotros seguía siendo Corin, y más allá, una sucursal de banco, un supermercado y un bloque de apartamentos ofrecían aires de falsa tranquilidad.

Una ráfaga de viento levantó a la vez los faldones de mi abrigo y la gruesa chaqueta de lana de Gens.

– ¿Y tú? -preguntó-. He oído decir que te retiras…

No me sorprendió que estuviese al tanto de la noticia.

– Bueno… estoy terminando algunos trabajos. Cuando acabe, lo dejaré, sí.

– Ya -dijo Gens.

Me odié a mí misma por el tono avergonzado con que hablaba y decidí añadir, desafiante:

– Estoy enamorada. Quiero pasar otras experiencias, tener hijos, quién sabe… Recuerda a Miguel Laredo, ¿verdad? Nos relacionamos desde hace un año, o cosa así. Vamos a vivir juntos.

Gens estuvo asintiendo y diciendo «ah» mientras me escuchaba. Sostuve su mirada, pero no pude traspasar los negros cristales de sus gafas. En cambio, tuve la absurda impresión de que él sí podía traspasar los míos. Cuando callé, dijo:

– ¿Y tu hermana? Tengo entendido que sigue entrenándose…

– Se ha vuelto un grano en el culo. -Sonreí-. Está empeñada en hacer algo gordo.

– Ah, sí. El Espectador. No te sorprenda que lo sepa -advirtió-: Padilla me envía puntualmente los informes.

– Ignoraba que Padilla supiese que está usted vivo.

– Oh, por Dios, claro que sí. Y ese mercachifle… Se me ha ido el nombre ahora… Álvarez, sí… Álvarez Correa. Esos dos lo saben todo. Puede que uno visite al otro, compartan cama e información… -Graznó de nuevo su risa-. Lo que no saben es dónde estoy. Por eso no quiero que les digas que me has visto. Piensan que sigo en París, o en la granja… -La sola mención de la granja, como la llegada de una visita esperada y temida, hizo que me estremeciera. Por fortuna, Gens cambió de tema, distraído-. Precisamente fue a Padilla a quien se le ocurrió la idea de utilizar mi costumbre de navegar con el balandro para fingir mi muerte… De ese modo tenían la excusa perfecta para no encontrar mi cadáver. Ya comprenderás que yo no podía montar el teatro de mi muerte sin contar con ellos… Es como robar en un local de la mafia: no puedes hacerlo solo. Pero a ellos les negué la posibilidad de verme bajo ninguna circunstancia… Me envían los informes a un buzón anónimo de correo electrónico, yo los hago pasar por varios filtros y luego los reenvío a mi propio servidor. Son medidas muy banales: el día en que les dé la gana, me encontrarán, pero lo bueno es que yo me enteraré. Y no les va a dar la gana nunca. Me necesitan.

De pronto sentí el estúpido impulso de adularlo.

– No pueden prescindir de alguien como usted.

Me miró sin cambiar de expresión, y recordé que era su pose con cualquier cebo: demostrarnos que no podíamos afectarlo con halagos.

– Estoy retirado, en todo caso. Desterrado en mi bosque de Arden… -Alzó los brazos mientras sonreía-. Soy…¿quién? ¿El viejo Adam? ¿Jacques, el melancólico? ¿Sabes? Se cuenta que Shakespeare hacía de Adam en Como gustéis. Es curiosa, ¿no? Digo esa leyenda de que siempre interpretaba a viejos: Adam, el fantasma del padre de Hamlet… Quería fingir vejez, quizá… No recuerdo por qué estaba contando esto…

– Decía que está retirado.

– Sí, así es… Exiliado en mi bosque de Arden… hasta que tú, una preciosa Rosalinda, has venido a sacarme a la luz del sol.

– No he venido a sacarlo de ningún sitio -repliqué-. Solo quiero pedirle ayuda.

Esperé en vano a que me preguntase para qué. Se limitó a asentir en silencio. Durante la pausa intenté colocar mejor una maldita hebra de pelo que no había recogido en el apresurado moño que me había hecho antes de salir y que ahora el viento usaba para martirizar mi rostro. En la calle, frente a nosotros, una pequeña furgoneta se detuvo con un súbito frenazo. Bajaron dos personas que entraron en el supermercado, una era una mujer robusta que se contoneaba bajo una boina de cuero. Gens dijo entonces:

– Ayuda para tu hermana, claro. Quieres salvarla del monstruo.

– ¿Ha leído su perfil? -pregunté.

– Claro que lo he leído. Buena pieza, el Espectador. De trofeo. El psico más astuto que hemos tenido en muchos años. Cuánto daría por estar todavía al frente y dedicarme a él… Pero yo haría lo mismo que Padilla: usaría a tu hermana. A estas alturas deberías saber tan bien como yo que ella es el cebo ideal para cazarlo.

Procuré mantener la calma.

– No lo creo, pero aun si fuese así, no es la ideal para eliminarlo.

– Vamos, Diana, con diez años de experiencia, ¿es necesario leerte la cartilla? El paso clave para eliminar a la presa consiste en que te elija. No solo eso… -Llevó la temblorosa mano izquierda a la boca y movió los dedos frente a ella-: Que babee al elegirte.

– Pero Vera no podrá eliminarlo. Este psico me recuerda a Renard… Él…

Gens alzó el índice, interrumpiéndome.

– Tú no conociste a Renard. -Y repitió, con dureza-: No lo conociste. No hables de lo que no sabes. -Apoyó de nuevo las dos manos en el bastón mientras retornaba a la calma-. Los cebos veteranos sois graciosos. Os retiráis antes que los futbolistas, ganáis un pastón y una pensión de por vida. Ese abrigo de piel sintética verde o esa malla que llevas… ¿Qué chica a tu edad puede permitirse comprar todo eso? ¿Y qué es lo que has hecho para conseguirlo? Gozar. Complacer tu psinoma. El resto es silencio, querida. Ignorancia, más bien. No tienes que saber nada; el cebo perfecto es el cebo ignorante. Y la ignorancia es una aceptable imitación de inocencia… La inocencia es lo opuesto al fingimiento. Es un estado adánico previo al pecado en el que ni siquiera nos diferenciábamos sexualmente. Tu hermana es lo bastante ignorante como para parecer inocente. Si el monstruo la muerde, su psinoma puede disrupcionar de placer, y quizá se elimine a sí mismo. En eso confían en el departamento, y lo sabes.

– No, no lo sé.

– Lo sabes -insistió Gens-. No con tu cerebro emocional, claro. Tu parte emocional te lleva a querer protegerla. Pero, fíjate bien, cuanto más deseas protegerla, más inocente se vuelve ella, porque te rechaza y elige al Espectador. Es como si la condimentaras con tu protección. Perdona el símil, pero a estas horas me entra siempre hambre y suelo pensar en comida… La sazonas al querer ayudarla. Y tu hermana se convierte así en el bocado más exquisito, dulce, casi empalagoso… Los perfis piensan que el Espectador morirá de un empacho. ¿Comprendes ahora por qué no la retiran? Estás enrojeciendo, veo que lo comprendes.

En realidad, sentía furia. Sabía que Gens tenía razón: Padilla nunca había pensado en retirar a Vera. Confiaba en su inconsciencia como en una bomba envuelta en papel de regalo. Tras un breve acceso de tos resuelto con el pañuelo, Gens añadió:

– El punto de vista a adoptar aquí es cuánto placer puedes ofrecerle al monstruo. ¿Mucho? Entonces, no sirves. ¿Todo? Entonces quizá sirvas.

– Sé cuál es el punto de vista.

– Oh, pero lo sabes teóricamente. No lo has asumido. ¿Dónde coño tengo el bolsillo? -Intentaba guardar el pañuelo húmedo en sus pantalones de color verde claro-. Una señora me compra ropa de vez en cuando, pero parece que la elige como un test para prevenir mi Alzheimer… Ah, ya está…

Viéndolo tan viejo, tan aparentemente derrotado, cometí el error de apelar a su compasión.

– Se trata de mi hermana… Puede que sea cierto lo que usted dice, pero es Vera…

– Oh, no, señorita. No, no, ahí se equivoca usted: se trata del Espectador. Siempre se ha tratado de él. Los cebos importáis en la medida en que atraéis a los monstruos. Tú eres bastante venenosa, pero no le das tanto placer como Vera, y por ese motivo no va a elegirte a ti, por mucho que jadees y te ofrezcas. Además, ese psico es un genio y nunca elegiría a un cebo profesional. Usa un truco. Vera posee la torpeza exacta…

– Eligió a Elisa Monasterio.

Gens se me acercó con breves pasitos de repente. En los cristales de sus gafas contemplé una doble maqueta de mí misma, una muñeca vudú ensartada por su mirada.

– No juegues conmigo, querida. Monasterio era otra inexperta… Aunque debo admitir que en el caso de esa chica hay detalles chocantes… Habrá que esperar a…

De súbito creí escuchar algo. Pensé que me engañaba, pero vi que Gens también movía la cabeza en dirección a la calle. Durante un instante ambos nos quedamos absortos, sin oír nada más, y supuse que el grito, si había sido eso, había provenido de algún televisor. Gens volvió a mirarme, irritado. Siempre había sido tan alto como yo, pero su espalda encorvada lo había dejado al nivel de mi cuello. Parecía un viejo verde observándome los pechos.

– Bueno, y a fin de cuentas, ¿a qué has venido?

– Se lo he dicho: quiero ayuda. Llámelo como guste. Amo a mi hermana. Usted puede pensar que es el psinoma. Acepto ese juego, de verdad. Pero amo a mi hermana, y quiero ser yo, no ella, quien cace a ese cabrón. Usted conoce el truco que utiliza para eludir a los cebos profesionales. ¿Qué quiere a cambio de decírmelo?

– «Quiero… Quiere…» -Un golpe de viento hizo que Gens se sujetara el ala del sombrero-. ¿Desde cuándo la voluntad de un cebo lo ha hecho más idóneo para cazar?

– Siempre he sido el cebo más idóneo cuando usted me preparaba.

Esta vez percibí que el elogio lo suavizaba.

– Diana Blanco… -Se detuvo y rió con voz ronca-. Recuerdo que, cuando me fijé en ti por primera vez, te dije: «Con ese nombre, no puedes ser otra cosa que un cebo… "Diana Blanco"… Hacia ti apuntarán todos los monstruos del mundo… Por favor, ¡es ideal!». -Estuvo un rato riéndose de su viejo chiste-. ¿Cómo se llamaba esa chica que se retiró antes de ser cebo? «La Mandona», la llamabais vosotras… -Se lo recordé y asintió, divertido-. Sí, Teresa Obrador… La recuerdo en las pantomimas con una boa de plumas tan amarillas como este traje de piel que llevas… Y tú no podías aceptar su dominio. Te rebelabas. Claudia no era más sumisa, pero cometía el error de forzarse a serlo, mientras que tú eras natural…

– Y usted me reprochaba por no entregarme durante el juego.

– Lo hacía, sí. ¿Sabes por qué? Para aumentar tu placer. Gozabas más con las dificultades. Tu psinoma es puro escalofrío cuando te enfrentas a lo que te cuesta esfuerzo… Fílica de Labor, claro. Y ahora, por supuesto, el Espectador te atrae. Tú dices que quieres proteger a tu hermana. Yo digo que él es lo que más deseas.

– Ya le he dicho que lo llame como quiera.

– Sí, pero importa conocer el motivo. Importa mucho. Te contaré algo. Seguro que todos estos años te has preguntado por qué quise desaparecer, por qué monté ese espectáculo con mi supuesta muerte. Bien, lo cierto es que… no me fui. -Emitió una risita-. Como en esos ejercicios en que tienes que excitarte sin quererlo, y luego enfriarte otra vez: decían que me quedara, pero me animaban a irme. Lo de Renard… En fin, llegó a las alturas y fue considerado no solo un fracaso, sino un escándalo. Habían agotado la paciencia conmigo, así que me dieron la patada. Pero «sin humillaciones», me dijeron… Si hubiesen podido, me habrían borrado solo del listín telefónico. ¿Sabes por qué? Porque yo era una cagada, pero era su cagada. No podían evitar tocarme, aunque fuese con guantes. De modo que querían que «desapareciese», y a mí se me ocurrió fingir mi muerte pública y a Padilla lo del balandro… Padilla se lo dijo a Álvarez, que a su vez, como ya sabes, es un lacayo de la Gran Puta de Babilonia, y todos lo aceptaron. Querían seguir utilizándome en la sombra. Ahora hago de «asesor» de Interior. Me desprecian, pero recurren a mí. Saben que soy inevitable. Lo saben desde hace quince años. Mira este barrio… El parque de la Bomba, edificado sobre un cráter de tres kilómetros cuadrados. Un par de cebos de infiltración, solo dos, hubiesen podido penetrar en la célula terrorista e impedir la masacre. Pero, en vez de eso, ¿a qué jugaron? A espías del siglo veinte: micros, vigilancia, análisis de red… La parafernalia usual. Sin comprender que ya nada tecnológico puede detener la locura… Solo un accidente fortuito hizo que todos esos kilotones que fabricaban estallaran aquí, en un barrio del extrarradio, en vez de en el centro. Diez mil víctimas. Veinte mil heridos. Un treinta por ciento más de cáncer en los supervivientes dentro del área de radiación. Después del 9-N se apresuraron a usar cebos. Y ahora… los políticos, no importa a qué partido pertenezcan, se miran entre sí avergonzados como travestidos en un vestuario, y dicen: «Oh sí, tuvimos que despedirlo. Metió la pata con Renard… Su chica, Claudia, falló y Renard la machacó… Pero necesitamos sus cebos. Necesitamos a Víctor Gens. Más que nunca».

La sirena de un vehículo de la policía se acercaba desde los confines de mi audición, pero Gens seguía con su rostro vuelto hacia mí, como si no la oyera.

– No recuerdo a qué venía esta historia… -dijo.

– Me contaba los motivos que tuvo para desaparecer.

– Ah. Pues ya lo sabes: les ayudo en secreto. Sus informes son también los míos.

– Pero se guarda datos -repliqué, y Gens, que ahora semejaba estar más interesado en la sirena, me miró-. Lo conozco, profesor. Se reserva teorías que no les cuenta. ¿Qué debo hacer para que me las cuente a mí?

En ese instante sucedió algo. O más bien, dos cosas.

Por un lado la llegada del coche de policía, enorme, frenético, que al detenerse en la esquina pareció lanzar al aire a sus ocupantes como impulsados por un muelle. Eran dos, uno de ellos mujer, pero parecían asexuados bajo aquellos uniformes con casco, tubos y controles. Solo en la cara se mostraban las diferencias. Eso sí, ambos parecían haber recibido los cursillos en la misma escuela, y adoptaron una posición clásica de disparo. Apuntaban hacia el supermercado. De este último emergió la segunda cosa, mucho más caótica, precedida de nuevos gritos (ahora sí estaba segura de que era un grito lo que había oído), insultos, confusión. Eran dos, igualmente, armados, y uno también era mujer. Reconocí a la de la boina de cuero que había entrado momentos antes en el local. Sudaba, bufaba y miraba como una fiera bajo la visera, pero algo en su robustez y sus manos enormes hacía pensar que podía ser hombre, o transexual. El otro tenía los ojos achinados, pero quizá era tan español como ella. Cada uno llevaba un rehén: la mujer agarraba del cuello a un empleado de uniforme blanco apuntándole con una larga fragmentadora, su compañero retenía a una mujer embarazada. Todos gritaban a la vez.

La mujer policía les dio el alto y la de la boina hizo girar el cañón de la fragmentadora hacia ella. El brutal estampido me hizo parpadear. Luego me pregunté qué podría haber hecho para impedir aquello, y me respondí que nada. La de la boina había disparado al tuntún, pero se trata de un arma con la que hasta un niño puede matar. El hombro izquierdo de la agente saltó en pedazos -haciendo honor al nombre de «fragmentadora»- y su cuerpo rebotó contra un árbol y acabó tendido a varios metros de distancia. Su compañero gritó joder, hostia, cosas así, y alzó los brazos, rindiéndose.

– ¿Qué haces, coño? -chilló el achinado hacia la de la boina-. ¿¿Qué has hecho?? ¡Has jodido a un policía!

– ¡Iba a dispararme! -gritaba su compañera, más bien vociferaba-. ¡A dispararme!

En el segundo siguiente pude pensar. Y lo primero que pensé fue: «Pero ¿y el resultado? ¿Qué se llevan, aparte de rehenes? ¡Ni siquiera han atracado la sucursal de al lado! ¡Es un supermercado, por Dios! ¿Qué han conseguido?». Supe de inmediato que no era eso. Estaban aterrorizados, claro: ellos y nosotros, pero ellos mucho más. Quizá también drogados. Al día siguiente el conjunto merecería tres centímetros de espacio en una pantalla de ordenador: «Atraco a un supermercado en Madrid se salda con…». No era nada, no era el 9-N, solo dos idiotas. Eso también resultaba espantoso.

– ¡Al coche, coño! ¡Al coche!

– ¡Nos van a identificar! -gritaba la loca de la boina-. ¡Esos! ¡Nos han visto!

Y de súbito, Gens y yo, sin tiempo siquiera para el susto, nos dimos cuenta a la vez de la situación: la locaza de la boina controlaba nuestras pobres vidas. Y nuestras vidas le inspiraban profundo temor.

Mientras el chino usaba a la embarazada para escudarse hasta llegar a la portezuela de la furgoneta (pero por el lado del copiloto, más protegido), la Gran Jefa retrocedió y nos pasó revista con ojos desorbitados. Una mata de pelo teñido de violeta le caía bajo la boina, y yo veía una bota de cuero y algo así como un top turquesa detrás del uniforme del aterrorizado empleado. Pensé que podía ser una filia de Desinhibición.

– ¿Qué miras, cabrón de viejo, coño de viejo? -Había alzado de nuevo la fragmentadora y apuntaba hacia Gens, que se hallaba, como yo, a unos cinco metros.

«Va a disparar», fue lo segundo que pensé. Vi la cara de Gens blanca y perlada como una zapatilla de bailarina. Vi a Gens muerto. Ni siquiera ocuparía espacio informático en esta ocasión, porque Gens ya estaba muerto. Acaso se me permitiera revelar la verdad en mis memorias, cuando tuviese ochenta años: «Vi a Gens morir, esta vez en serio, de la manera más cutre que puedan imaginar: destrozado por la fragmentadora de una drag-queen drogada que salía de un supermercado, quizá tras robar embutidos…». Un latido del corazón. Dos.

La fragmentadora es un subfusil de dos cañones con cables unidos a la muñeca. Posee un detector de objetivo y otro de movimiento que obliga a la mano a girar para impedir que seas tomado por sorpresa. Incluso en España puedes adquirir una fragmentadora a través de la red, en sitios como www.vitranz.com. Pago contra reembolso. Total discreción. Admiten VISA. Es un arma poderosa.

Yo también.

Las posibilidades a favor de una filia de Desinhibición eran pocas, pero tampoco contaba con más tiempo ni más opciones. «Conoce a tu presa -decía Gens cuando me entrenaba-. Observa cada gesto, escúchala, averigua lo que desea. Y complácela.»

Un latido. Me quité las gafas de sol para despejar la mirada. Dos latidos. «Ten conciencia de tu ropa, tu postura y el escenario que te rodea.» Alcé ambos brazos a la misma velocidad, para atraer su atención antes de que disparase a Gens. Gané otro latido. La fragmentadora desvió su horrible y oscuro rostro. Ahora la drag-queen me había elegido a mí como objetivo. Desvié la vista, separé las piernas y tensé los músculos. «El psinoma es como un pulpo invisible: extiende sus tentáculos y te palpa. Toca tu sexualidad, tu inconsciente, tus pensamientos.» Replegué la conciencia. Me enfrié, como decimos en la jerga. Gané otro latido. Pero sentí que mi presa solo titubeaba. Iba a dispararme. En un escenario adecuado -ensayábamos Desinhibición en la granja, frente a una pared bajo luces rosadas- mis gestos hubiesen sido decisivos. Pero no contaba con un escenario. «Improvisa. Eres una actriz. Te están mirando. Improvisa…»

Tres latidos. La máscara de Desinhibición se basaba en cambiar la percepción sexual con gestos, como en esas obras de Shakespeare en las que un hombre finge ser mujer que finge ser hombre que finge ser mujer. Decidí usar el abrigo. Con la mano derecha cerré las solapas ocultando el pecho. Tenía el cabello sujeto en un moño alto, así que alcé el rostro hasta disimular este último de forma que mi pelo pareciera muy corto a ojos de mi presa. Y de inmediato doblé la cintura y separé las solapas con la mano izquierda mostrando la ondulación de los pechos bajo la malla. Un ser andrógino.

Casi pude sentir cómo le gustó.

El placer tiene sus propios ruidos. Creí escuchar este: sonaba a aliento retenido.

Mi presa dejó escapar al rehén, que se agachó llorando y gritando, y bajó el arma, confundida, absorta en mí.

Cuando el disparo del policía la abatió, supe que había muerto deseándome.


Gens y yo desandamos nuestro breve camino poco después. Atrás dejábamos la turbulencia de la policía, las ambulancias, los bomberos y todas esas fuerzas que resultan tan útiles cuando ya ha ocurrido la catástrofe. Víctimas: la mujer policía, uno de los atracadores. El «chino» había decidido entregarse cuando vio caer a su compañera. Rehenes a salvo. Final feliz del Atraco de la Mortadela. Gens había comentado, con mansa ironía: «Pequeñas desventajas de vivir en el extrarradio», y ni él ni yo habíamos pronunciado otra palabra desde entonces. Era como si acabáramos de salir de ver alguna impactante obra teatral. En un momento dado Gens se detuvo a explorar en el suelo con la punta del bastón. No me miró al hablar, pero lo vi sonreír.

– Debo decírtelo: no te había visto actuar desde hacía años, y eres… jodidamente perfecta. Nunca imaginé que pudiera hacerse una Desinhibición así… Diana Blanco, el cebo más veloz del Mississippi…

Estuvo un rato escarbando. No repliqué, por supuesto. Sabía que pretendía algo, así que aguardé.

Luego dijo:

– Supongo que debo agradecértelo. Me has salvado la vida. Por cierto -añadió dejando de cavar, como si se le hubiese ocurrido una idea repentina-, vivo cerca de aquí. Anda, acompáñame. Te enseñaré cómo me paga el gobierno por mi trabajo. Y quiero algo a cambio.

– ¿A cambio de qué? -pregunté.

Pero Gens siguió alejándose a paso renqueante, sin contestar.

15

Imaginaba a Gens viviendo en algún lugar especial, «morboso» quizá, pero todas mis fantasías saltaron por los aires cuando me hizo pasar a su pequeño apartamento, el tercero izquierda de un bloque de pisos nuevos cerca de la Zona Cero. Los edificios tenían un aire similar y anónimo, apretados a lo largo de la calle, blancos, horadados por ventanas de cortinas verdes. El portal de entrada estaba sitiado de zanjas y excavadoras. Tras marcar el código de acceso, Gens se limpió el polvo de la obra que cubría el teclado en sus pantalones turquesa. Luego lo vi enrojecer y resollar mientras subía las escaleras, porque -explicó- jamás tomaba el ascensor. Ignoro si intentaba despertar mi compasión. Por lo pronto, había logrado asombrarme.

– No es nada lujoso -dijo banalmente cuando me hizo pasar-. Puedes dejar el abrigo en esta silla… No es necesario que te limpies el barro de las botas en un felpudo. Además, no hay felpudo… -De nuevo, su risa enronquecida-. Mi soviética fortachona lo limpiará todo cuando venga.

En realidad, no era la ausencia de lujo lo que me resultaba inusual. Su ático de crujiente madera en París o la mansión barcelonesa poseían decoraciones espartanas. En cambio, echaba en falta la historia, que tan importante había sido siempre para Gens. Le recordaba despreciando a quienes no se interesaban por lo antiguo. Decía que el único sentido de la existencia estaba en el pasado. Atesoraba su herencia: grandes cuadros con marinas, muebles tapizados, estanterías voluminosas, olor a sustancias conservadoras. Era muy consciente de sus raíces catalanas e italianas, así como de la larga saga familiar de nobles médicos que culminaba en su padre, el cirujano Ricard Gens. Se esforzaba por imitar a sus antepasados en hábitos y gestos, como si quisiera demostrar a un público imaginario que él había existido antes de existir. «Honrar el pasado, asegurar el porvenir», solía decir citando a su padre.

Pero nada había más inseguro que el porvenir de Gens, a juzgar por aquel piso.

Algo en la impersonalidad de ese mundo me asustaba. Era como descubrir a un hombre joven sentado a la mesa en el comedor de una residencia de ancianos. Me hacía pensar que Gens había aceptado aquello a cambio de otra cosa: quizá dinero, anonimato o quién sabía qué. Me ponía nerviosa.

– Esto es una colmena de jubilados de clase media -explicó mientras buscaba un sitio (o el sitio) para dejar el sombrero y la chaqueta que acababa de quitarse-. Nos llevamos aceptablemente bien, pero yo he dejado de ir a las reuniones mensuales porque una sesentona pretende ligarme. No puede evitarlo, está en su psinoma, je, je. No me gustan los vecinos -sentenció innecesariamente, ya que mientras subíamos las escaleras lo había visto mirar hacia las puertas como quien espía madrigueras de animales peligrosos-. Siéntate, por favor. ¿Qué quieres tomar? Puedo hacer café, a lo mejor Anushka ha dejado hecho… Y tengo vino. El dueño de una bodega me regala una caja cada Navidad… Oh, no te preocupes más por el barro…

Yo me contemplaba las botas, en efecto, pero pensé que aquello lo decía como excusa para explicar la forma que tenía de mirarme, sobre todo mi malla amarilla de laterales transparentes. Seguí de pie, dejé el abrigo en una silla y pedí agua. La pausa me ofreció la oportunidad de acabar mi examen. Parecía haber tres habitaciones, salón, cocina y dormitorio, sin contar un baño al fondo de un distribuidor en forma de cruz. El salón era luminoso, predominaban el metal y el plástico, sin rastro de antiguos tesoros. Lo más llamativo: estanterías repletas de libros, mesa con pantalla incorporada y una reproducción del retrato Chandos de Shakespeare (lo único que había conservado de antaño) en el pequeño espacio de pared que carecía de libros o ventanas. Había mondaduras de naranja en un plato sobre la mesa y un vaso con restos de café con leche. Y olía a escondite: esa clase de aroma de los que viven refugiados.

Gens regresó arrastrando unas zapatillas grises y portando un pañuelo violeta atado al cuello, lo cual, unido al jersey verde, pantalones turquesa y pelo níveo, le hacía parecer una especie de artista extravagante. Se había quitado las gafas desnudando unos ojos azul desvaído, y al darme el vaso vislumbré en ellos el destello de poder del Gens de siempre. Luego la vejez lo apagó. Se disculpó como si hubiese olvidado algo, regresó a la mesa y movió la mano frente a la pantalla. Sin duda era un chequeo médico online. Observé el parpadeo de una pulsera clínica en su flaca muñeca izquierda.

– Tengo la tensión caprichosa -explicó mientras revisaba los datos en la pantalla y se escuchaban pitidos intermitentes-, y el hecho de que hoy casi me pegaran un tiro no ha servido para calmarla… También controlo la frecuencia y el ritmo cardíacos… Supongo que quiero seguir vivo y bien el mayor tiempo posible, porque si no, no me explico por qué coño tanta preocupación por todos estos detalles…

Bebí un par de sorbos y de repente decidí que el drama de Gens me importaba mucho menos que el mío. Y que, en cualquier caso, el mío era más urgente.

– ¿Qué quiere de mí, Gens? -espeté-. Suéltelo de una vez.

– ¿Qué quiero de ti? ¡Qué voy a querer! -Sus ojos me repasaron de arriba abajo antes de regresar a la pantalla-. Placer, por supuesto. Eso es lo que queremos todos, sin excepción, en todo momento. Incluso cuando queremos dolor, es placer lo único que queremos. Y tú lo sabes.

Apreté los puños. Recuerdos de ejercicios humillantes en la granja y fuera de ella me vinieron a la cabeza como explosiones al oírlo hablar de esa forma. Seguí mirándolo a través de mis gafas oscuras.

– Eso no es una respuesta.

– Pues es la única que puedo darte. -Apagó la pantalla con un vaivén-. Eres la misma de siempre: buscas respuestas que puedes comprender. La alumna frente al profesor… ¡Cuánto me he esforzado por quitarte esa manía! ¿Sabes lo que quiero? Quiero soñar. No dormir, fíjate bien… Duermo como un bebé, y sin sedantes. Pero mis noches son completamente negras, como si la película de mi inconsciente se hubiese acabado ya y no hubiera segundo pase. Todo lo que hago es solo lo que quiero hacer. Siento que hasta mi corazón late porque me empeño. Añoro hacer algo involuntario.

– Hágase cebo -repliqué.

– Muy graciosa… -Lanzó su ronca risita al tiempo que se alisaba, en un gesto coqueto, su notable mata de pelo blanco-. No trato de inspirarte compasión, querida, sino de responder a tu pregunta…

– No ha logrado ninguna de las dos cosas.

Hizo una pausa y señaló de repente la ventana.

– Quiero mar. Esa es otra cosa que quiero. Lo echo de menos. Me gustaban incluso los días grises de Barcelona, por el mar. Aquí en Madrid hay demasiado polvo. Mal sitio para esperar. Yo me limito a esperar, como todo el mundo. Fastidia un poco, pero ¿quién puede abandonar la sala de espera, así como así?

No me esforcé en descifrar el sentido de sus palabras. Estaba acostumbrada a no entenderlo. Gens vivía para ser enigmático. Ser comprendido era, para él, ser destruido.

– A fin de cuentas -agregó-, ni siquiera quiero tu amor. No soy tu padre.

– Hace bien -susurré.

– Solo deseo explicarte mi vulgaridad. Es decir, mi aparente vulgaridad. Si fueras poco atractiva, incluso siendo cebo… Pero, mírate: veinticinco años, tan hermosa… Has ganado un poquito de peso, lo cual te sienta de maravilla. Ese aire que tienes, tan… despampanante… Por la calle, las cabezas giraban a tu paso, querida. -Aferraba el respaldo de una silla mientras hablaba, como si necesitara el bastón también para estar quieto. Parecía tan viejo de repente que los piropos que me dedicaba adoptaban, en efecto, cualidades paternales-. Mañana seré la comidilla de este barrio en ruinas… Mis vecinos los vejetes se preguntarán quién eres… Algunos creerán haberte visto de estrella en una película. «¿Cómo se habrá podido permitir ese lujo de chica?», pensarán. Y eso es lo vulgar. Odio eso.

Lo corté, impaciente.

– Dígame lo que quiere, vulgar o no, y yo le diré si acepto.

Pareció más molesto que sorprendido, pero yo sabía que, a cierta edad, la molestia deja de sorprendernos.

– En parte, lo que quería era explicarte por qué lo quiero -contestó, y por un instante dejó de ser la abuelita cariñosa para mostrar los colmillos.

– Ya he entendido esa parte.

– No con tu cerebro emocional. Lo has razonado, tan solo. Pero tu emoción siempre prevalece, por mucho que tu gran inteligencia quiera controlarla… Tu inteligencia es como ese moño que te has hecho: complicado, pero incapaz de albergar del todo tu cabello. Es curioso. Recuerdo que te decía lo mismo en los primeros tiempos. Eras puro fuego a los dieciséis años. Habías descubierto el goce de ser cebo, y yo insistía: «Diana, quítale emoción. Si quieres ser cebo, no lo serás. Es el único trabajo que solo se hace bien cuando no se quiere hacer». Y sin embargo, sabía que serías de los mejores. Por eso te elegí, ¿no? Entrenamiento personal. Y este es el punto al que quiero llegar: estuve cuatro años formándote. Eras una chiquilla preciosa. Vi todo lo que había que ver en ti, y te hice hacer de todo. Hay amantes que mueren tras toda una vida de lujuria sin haber hecho ni la mitad de lo que tú hiciste frente a mí. Igual que Claudia Cabildo, o esa inglesa a la que entrené, Mia Anderson, o Miguel Laredo, o Alfredo Frommer… Disculpa, pero estoy obligado a ser muy claro. Si te pido algo, no quiero caer en la vulgaridad del viejo verde. Me sentiría mucho más humillado con mi petición de lo que tú podrías sentirte complaciéndola…

– Ya le he dicho que lo he entendido.

– Sea -admitió.

Nos quedamos un rato mirándonos. Yo hacía esfuerzos por dominar el asco y el miedo que me producía su presencia, demostrarle que ya no era una «alumna» que se ejercitaba con temor en el mástil de su balandro. Pero comprendí que él tenía razón en un punto: como cebo, yo había hecho ya demasiadas cosas como para que me importase hacer una más. Simplemente, tenía que aceptarlo.

Me quité las gafas y las plegué.

– Haré lo que quiera, pero no sin recibir algo a cambio.

– Claro, un trato es un trato. -Gens varió el tono, comportándose de manera estudiadamente natural-. Quieres atrapar al Espectador, ¿no?

– Quiero saber cómo puede elegirme.

– Eso es fácil: dándole placer. Lo único que queremos todos los seres vivos es eso. En nuestro lenguaje significa que eliges aquello que complace a tu psinoma. Por desgracia, lo que más complace al psinoma del Espectador es Vera, ya te lo he dicho.

– Digamos que estoy de acuerdo.

Mi réplica pareció sorprenderle.

– ¿Entonces?

– Pero ese es el deseo que el Espectador se reconoce a sí mismo. El deseo que admite. Usted decía que eso es la punta del iceberg. Hay algo debajo, la parte oscura y enorme de su psinoma. Yo quiero convertirme para él en el deseo que no puede admitir.

– Ni tampoco rechazar. -Gens asintió sonriendo, como si celebrara mis palabras-. Quieres ser inevitable y perfecta. Pero te olvidas, querida mía, de que entonces huiría de ti. Espantado. No podemos contemplar nuestro deseo más profundo sin sentir terror.

Yo tenía ya una réplica para esa objeción.

– Pero usted puede ayudarme a encontrar el grado exacto. El punto de equilibrio entre su placer y su miedo. Aquello que no lograría dejar de elegir aunque le asustara.

Gens parecía muy divertido con aquella especie de examen. Coloqué las manos en la espalda, como una alumna aplicada.

– El error de tu propuesta está en la forma -observó-. Cada psico es un universo de refinamiento y sutilezas psinómicas, y el Espectador, en cierto modo, es uno de los más sutiles. Un genio del placer. Posee el hedonismo de un Falstaff. Tú quieres descifrarlo en cinco minutos, y eso es imposible. Tampoco puedo explicarte a Miguel Ángel o a Beethoven en ese tiempo. -Y de improviso su tono se hizo gélido mientras entornaba los ojos-. Has acudido a mí vestida con esa ropa y esos colores porque sabes perfectamente que atraen a un fílico de Aura. Y pones las manos en la espalda mientras me entregas un texto burdo, una representación de payaso, para que el viejo profesor te ofrezca su sabiduría. Vamos, Diana… Hace un momento, frente a la loca de la fragmentadora, realizaste una obra maestra. No vengas ahora con este teatro de aficionados. No me ofendas con tu vulgaridad.

Ni siquiera pestañeé. Gens era demasiado astuto, pero yo venía preparada.

– Usted habló de hacer un trato -dije-. Eso significa que tiene algo que ofrecer.

– Tengo simples conclusiones. A nadie le importan ya.

– Cuánto siento no poder endulzarle el trago de su jubilación.

Gens respondió al fuego como solía: contraatacando.

– Quieres salvar a tu hermana y tú misma la pones en peligro con tu deseo de protegerla, lo cual, como te expliqué, la idealiza más para el monstruo… -Meneó la cabeza, divertido-. ¡Ella es el cebo perfecto en este montaje!

Aquella última frase me hizo reaccionar. En ocasiones, durante las pruebas, Gens se comportaba como un sádico abogado del diablo y defendía justo la idea contraria a la que creía cierta. Pensé que podía estar haciendo lo mismo ahora.

– Quizá demasiado perfecto -dije.

– ¿Perdón?

– Eran sus enseñanzas cuando ensayábamos placer de contacto: la satisfacción completa del deseo lo extingue completamente.

– Explícate. -Vi que me observaba con curiosidad.

– Vera puede ser lo que él más desea, pero si solo es eso, sin mezcla alguna de otra cosa, jamás podrá eliminarlo tras ser elegida. La escalada de placer del Espectador acabará en cuanto la posea. Vera se apresurará a hacer un Holocausto, y ya no habrá nada detrás. El deseo del Espectador se agotará por sí solo, sin llevarlo más allá. Usted decía que solo la frialdad puede lograr que el calor acuda. Si me convierto en su placer secreto, en aquello que desea y rechaza a la vez, puedo subir el dial todo lo que quiera hasta destruirlo. Y usted lo sabe, de modo que deje de fingir. Fue usted mi profesor, pero yo ya no soy su alumna. No me ofenda tampoco con su vulgaridad.

Me detuve como si me faltara el aliento. Gens tenía una expresión neutra.

– Quieres convertirte en su represión… En aquello que su represión encierra. Muy brillante -convino, tras aparentar valorarlo-. Pero no voy a aplaudirte por eso.

– ¿Cómo decía usted? «No importa que el público no aplauda si el silencio en el teatro es absoluto.»

No recibir sus elogios me hizo saber que por primera vez me admiraba.

– El problema de decir «quiero convertirme en su represión» está en la primera palabra -objetó-. «Querer» ser el positivo y el negativo del deseo de otro es imposible. La voluntad se dedica a destrozar los contenidos inconscientes. El deseo total es siempre simbólico, irrepresentable: incluso verbalizarlo lo estropea. Dime, ¿qué quiere Falstaff? Me refiero al Falstaff del Enrique IV, no al de Las alegres comadres…

Sabía que Gens se refería al cómico y genial caballero gordo que había popularizado Orson Welles en la antigua película Campanadas a medianoche.

– Sobrevivir -dije.

– Ni siquiera eso. Falstaff es puro placer: epicúreo, mentiroso, emocional… No quiere nada porque lo quiere todo. Es un gran muñeco de goma relleno de azúcar, la clave del placer puro… Hace tiempo especulé, incluso, con la idea de que este personaje pudiera contener el secreto de la máscara que atrajera a todas las filias…

Asentí, recordando aquella vieja ilusión teórica de Gens.

– La máscara Yorick.

– Sí, el comodín del juego. Estaba convencido de que, en nuestro interior, en el epicentro de nuestro deseo, donde late el magma que nos hace estallar de placer, las imágenes que poseemos son las mismas. Si no, ¿por qué existen los símbolos? Allí abajo, en ese abismo, tu placer y el mío poseen idéntica forma. Él lo sabía. -Señaló el retrato Chandos de Shakespeare mientras hablaba-. Por eso sus obras nos afectan a todos… Siempre creí que la máscara Yorick se ocultaba en ellas. Trabajé tanto para obtenerla…

Por un instante ambos contemplamos al escritor: su barbita picuda, el pendiente en el lóbulo, la mirada lejana y astuta. Me parecía increíble, y también desasosegante, que Gens siguiera creyendo en aquel Eldorado de la psinómica, la leyenda que él mismo había contribuido a forjar, la existencia de una máscara que pudiese enganchar a todas las filias, y a la que él mismo había bautizado como «Yorick», el cadavérico bufón cuyo cráneo sostiene Hamlet en la célebre escena. Quizá era un signo de vejez.

– Pero no lo logré -dijo al fin, como si le hablara al retrato-. Una máscara así requiere del cebo un grado de involuntariedad ajeno a los seres vivos. Habría que estar tan muerto como el verdadero Yorick para hacer un Yorick, si es que existe… -Me miró, y observé en su expresión cierto aire divertido-. De modo que la única solución de la que dispones es imposible… Ni Shakespeare logró encontrarla.

– Hay cosas más convencionales. Aprovechar mi deseo de salvar a mi hermana…

– Utilizarlo como implicación emocional, sí. -Fingió meditar en ello, rascándose la barbita-. Al estilo de la técnica de Feder para la máscara de Ocio: no querrías atraer al Espectador, querrías salvar a tu hermana, y de ese modo atraerías de forma inconsciente… Has hecho tus deberes. -No respondí. Gens esbozó una fea sonrisa-. Pero no te saldrá. El Espectador utiliza un habilísimo y… y yo diría que terrible truco para eludir a los cebos… A menos que superes esa barrera, no lo conseguirás.

De repente lo supe. Tuve la absoluta certeza de que Gens jugaba conmigo, como siempre: había estado jugando desde el principio, para obtener de mí lo que deseaba.

– Usted sabe cuál es… -dije con lentitud-. Dígame qué quiere a cambio. Sea lo que sea, dígamelo y lo haré.

Como si aquella declaración fuese la contraseña que esperaba, Gens movió súbitamente la mano y la persiana electrónica a su espalda descendió, sumiendo el salón en total oscuridad. Una lámpara de pie me cegó, apuntándome. Sentí calor. Oí el ruido de una silla.

Estuvo así cierto tiempo, sentado frente a mí, mirándome en silencio, su rostro deshecho en sombras. La luz, sobre su cabeza, hacía arder su pelo blanco.

Entonces me dijo lo que quería.

16

Más o menos a la misma hora de la mañana del martes en que Víctor Gens decía a Diana Blanco lo que quería, Alberto Álvarez Correa, Comisionado de Enlace entre Interior y Psicología Criminal, descubrió el coche. Estaba aparcado al otro lado de la calle y era un modelo nuevo de BMW gris marengo con cristales tintados. Álvarez no podía ver a su ocupante, pero sabía que allí tendría lugar la cita.

Enfundado en un abrigo oscuro y balanceando un maletín de ejecutivo, Álvarez miró, como buen ciudadano, a un lado y otro de la calle antes de disponerse a atravesarla. La calle tenía el nombre de una batalla de un rey famoso, pero Álvarez no recordaba ni qué rey ni qué batalla eran. Estaba como encajada entre dos grandes edificios de oficinas en Campo de las Naciones, y solo la poblaban jóvenes ejecutivos y empleados de lujosos concesionarios de automóviles. Había también un par de restaurantes y una vinoteca. Esta última, que se hallaba a pocos pasos del coche, estaba adornada con barriles y recordó a Álvarez, inevitablemente, la estúpida anécdota que habían contado aquella mañana durante el desayuno «informal» con el ministro del Interior y los directores de Inteligencia, Recursos y Operaciones en el Centro Nacional de Inteligencia. Se burlaban del secretario de organización de un encuentro veraniego con unos colegas extranjeros, que había incluido entre las diversiones una visita a unas bodegas de vino.

– La próxima vez tendríamos que llevarlos a ver zarzuela -decía el ministro. Se hallaba de buen humor, aunque a Álvarez le apenaba que el buen humor en la clase política casi siempre delatara ignorancia-. ¿Vienen a España? ¡Pues, hombre, natural! Una visita guiada a unas bodegas. Por Dios, qué cutrez.

– Para eso, mejor las corridas de toros -había apuntado, siguiendo la burla, el director de Inteligencia, espigado, moreno, muy necesitado de ortodoncia cuando sonreía.

Álvarez había sonreído sin ganas, arrinconado en un extremo de la larga mesa, mientras cortaba el cruasán endurecido y lo convertía en una masa aceptablemente tierna mediante sorbos del horroroso zumo de naranja. En aquellas reuniones tenía la sensación de que el mundo se caía a pedazos y que a nadie le importaba, porque, a fin de cuentas, ahí estaba él para sostenerlo, Alberto Álvarez Correa, digno Comisionado de Enlace entre Interior y todo lo demás. Él y sus «chicos».

Se percató de que estaba apretando la mandíbula al recordar aquel desayuno, y procuró desviar la tensión hacia la mano con que sostenía el maletín. Echó un vistazo al reloj: llegaba con un minuto de adelanto a la hora prevista, lo cual era un tiempo más que adecuado para llegar. Ser puntual, decía su padre, es tener la mitad de las cosas bien hechas. «¿Y la otra mitad, papá?», preguntaba él cuando era niño.

«Mis chicos», pensó mientras comenzaba a atravesar la calle, enterrando su indignación, y todas sus emociones, a kilómetros bajo su conciencia, como solía hacer.

Así los llamaba el ministro: «los chicos». Álvarez debía admitir que la expresión le gustaba más que «las agentes», como los denominaba la anterior ministra de Interior, dando erróneamente por supuesto que siempre eran mujeres. Además, la ministra no quería ni oír hablar de que aquellas «agentes» hiciesen nada impropio o indigno de su sexo, ni de la posibilidad de que pudieran «no respetarse los derechos constitucionales» a la hora de encargarles un trabajo. Sospechaba Álvarez que aquella señora pensaba que los cebos eran poco menos que chicas 007, duchas en artes marciales, espionaje y conducción de coches deportivos. El se limitaba, como siempre, a escucharla y ofrecerle su informe. Durante sus más de doce años al frente del digno y honroso cargo de Comisionado de Enlace etcétera se había acostumbrado a tratar con las sucesivas ideas absurdas que cada ministro se hacía de aquel mundo. La de los «chicos» no era, ni de lejos, la peor.

– ¿Y qué tal los chicos, Alberto? -había preguntado el ministro en el desayuno.

Álvarez se había encogido de hombros mientras ofrecía su respuesta preferida.

– Bien, señor ministro. Están distribuidos. -Era la respuesta idiota tipo A. Normalmente no necesitaba otra, pero en aquel momento se cernían nubes de tormenta y consideró necesario agregar la tipo B, más elaborada-: Pero creo que es mejor que me pregunten caso por caso.

– Hombre, ya que lo mencionas… -Comenzó Inteligencia, y expresó su preocupación por la célula neotalibán recientemente constituida en España. Dijo que se necesitaba con urgencia algún tipo de infiltración entre sus miembros. Un «chico», precisó.

Por su parte, Operaciones quería saber qué decir a la Interpol respecto de la banda de trata de blancas que actuaba en la costa andaluza, cuyas ramificaciones hacían sospechar que formaba parte de una conocida banda «soviética» (empleaba la jerga con que se designaba a los delincuentes del Este). Se necesitaban «un par o tres» de chicas. No agregó, ya que era obvio, que tales chicas tendrían que ofrecerse para ser contratadas. Cuando le llegó el turno, el ministro confesó que dormía con los expedientes del Espectador y el Envenedador de Madrid bajo la almohada, o más bien, que estos no le dejaban dormir.


Y todos miraban a Álvarez al acabar

El les explicó de qué forma estaban distribuidos los «chicos», y cuál había sido la prioridad en cada caso, sin dar detalles. «Cómo os joderían los detalles -pensaba-. Os importa solo el resumen.» Los miraba uno a uno mientras les arrojaba huesecillos de explicaciones, sabiendo cuánto les asustaría que él les dijera que ya no veía a ningún «chico» si podía evitarlo. Que trataba aquellos asuntos con Padilla, y siempre lejos de los teatros. Que había levantado un muro entre los cebos y él, como a su vez los políticos lo construían entre el propio Álvarez y ellos. «Porque quizá alguien pueda pensar que existen seres humanos así -suponía-, pero no que trabajan en este país, en esta ciudad, a tu lado.»

– De modo que todos se encuentran tendiendo redes -había concluido Álvarez, recordando a tiempo que la palabra «cebo» se hallaba completamente prohibida en las conversaciones de la alta política española, incluyendo los desayunos «informales».

– Bien, bien, bien. -Jorge Martos, el ministro, se acariciaba la barba entrecana mientras sonreía. Álvarez había aguardado, sumiso: sabía que Martos usaba el político sistema de repetir tres veces lo mismo para disponer de tiempo para pensar-. Indudablemente, hay que obtener algún resultado, porque echas un vistazo a los informes de mi gente y no paras de llorar. Lo último que proponen con el asesino de chicas es conseguir una orden judicial para efectuar registros en más de medio centenar de casas de la provincia. -El ministro nunca lo llamaba «el Espectador», recordó Álvarez, apodo que, por cierto, nadie no vinculado a Psicología era capaz de entender-. Les he dicho: «Oye, por favor, seamos serios…».

– Qué absurdo -dijo Inteligencia.

– Ridículo -dijo Álvarez una fracción de segundo después.

– Pero yo les comprendo, coño, porque el surveillance no está haciendo nada, nada, nada. -Una de cal, una de arena, era la norma del ministro en las discusiones-. Tenemos diez helicópteros sobrevolando Madrid provistos de escáner de rastreo… ¿Resultado? Cinco registros en falso en domicilios. Demandas judiciales. Y cuesta un huevo mantenerlos.

– Se parte de… -Álvarez se detuvo para tragar una flema que atiplaba su voz-. Perdón… Se parte de la base de que posee un sótano grande de dos niveles bajo tierra. Pero probablemente usa bloqueadores de última generación, y a ello le suma algún tipo de convertidor virtual para falsear el mapeo de la casa. Tenemos un nuevo sistema que permite detectar ese equipo sofisticado, pero… si, por ejemplo, dispusiera de un F-SASAT, o sea, un activador de falsas señales de satélite, entonces…

Mientras leía datos, sintiéndose cada vez más absurdo en su papel de chico listo, Álvarez pensaba: «¿Y las granjas? Las hemos cerrado todas. Es cierto que en ellas los cebos eran tratados de forma inhumana… sobre todo en la que Gens tenía en Madrid… Sí, sí, de acuerdo, pero… ¿Ahora echamos de menos a los cebos bien formados, como en sus tiempos lo estaban la Blanco o la Cabildo? Hemos retirado la mitad del presupuesto de Psicología por causas éticas y económicas y ahora… ¿Qué es lo que quieres? Esto es lo que hay, 007, licencia para matar: esto es lo que hay…».

– Bien, bien, bien. Todo bajo control, entonces -había dicho el ministro.

«Todo bajo control, una mierda», había pensado Álvarez.


Cuando el desayuno terminó, recordó que aquel mamarracho ni siquiera había mencionado una sola vez al cebo desaparecido en combate, «Elisa Iglesias», como la llamó el de Operaciones, así, de pasada, en un aparte a Álvarez. Elisa Catedral o Elisa Monasterio, sea lo que sea, por favor, no la mencionemos. Tenía apenas dieciocho años, había recalcado el de Operaciones. Por favor, no mencionemos a los cebos que aún no están en edad de merecer. No hablemos de los niños y niñas. «Ponéis el grito en el cielo cuando tenéis que explicar a la embajada francesa que una estudiante de dieciséis años de Tolouse ha sido secuestrada por nuestro psico nacional, pero no hablemos de las chiquillas que son cebos…»

Mientras cruzaba la calle, Álvarez Correa sintió que el cruasán se le revolvía en el estómago. Lo malo era que él podía comprender aquella negación, porque tenía hijos. «Imagínalos haciendo una mascarada… Imagínalos entrenándose en una granja para gustarle a un loco… Pero ahora imagínalos secuestrados por ese loco debido a que nadie ha querido mejorar el mundo de los cebos. Imagínalos torturados debido a que no existen buenos cebos capaces de entregarse al loco y destruirlo.» A fin de cuentas, como el doctor Gens le había dicho en cierta ocasión, «los cebos están haciendo lo que les gusta», por mucho que ningún legislador aceptase el placer de un cebo como prueba de la legalidad de sus actividades.

Su inquieto subconsciente le regaló otro mal recuerdo: la entrevista con Diana Blanco, hacía más de una semana. Blanco, una de las leyendas vivas del departamento, a quien, por azar, él había contemplado durante un ensayo en los teatros años atrás, experimentando así por primera vez en carne propia el poder de aquellos individuos. Los malditos cebos, sus demonios particulares, sus pesadillas diurnas, sus «chicos», a quienes no podía contemplar de frente pero tampoco dejar de lado. Los cebos, tan monstruosos como sus presas. «Y como sus instructores», pensó Álvarez con un escalofrío. Porque, ¿acaso era más humano Víctor Gens? Rememoró con alivio el día en que aquel psicólogo esperpéntico se había marchado para siempre. Por supuesto, sabía que Gens seguía vivo, y Padilla le había comentado que, de vez en cuando, le enviaban informes de casos para solicitar su opinión. «Pero al menos lo hemos perdido de vista. Al menos.»

No soportaba el recuerdo de Gens. Los pecados de Gens eran también suyos.

Sus pecados, su caída. A raíz del incidente con Diana, y pese a que no comprendía nada de psicología psinómica, Álvarez había leído acerca de su propia filia. Filia de lo Ambiguo, emparentada con otra llamada «de Caída», relacionada de algún modo con la obra Enrique V de Shakespeare, donde se narra la muerte de Falstaff, símbolo de la «caída» en la edad madura, del placer que el joven rey debe reprimir. ¿Y también -se preguntaba Álvarez- de su caída personal, de la sensación de estar precipitándose al vacío moral, al tragante donde justos y pecadores eran devorados sin distinción?

El coche de cristales tintados parecía agrandarse conforme él se acercaba. Le habían asegurado que la entrevista no duraría más de una hora, lo cual le animaba, desde luego, ya que así podría regresar a tiempo a su despacho en Interior, cerrar las puertas y prepararse para recibir una holoconferencia desde Londres con su hijo menor, Ismael. Dieciséis años de alegrías y preocupaciones. Oh Dios, deseaba tanto volver a ver su rostro y su cuerpo flacucho de chiquillo. Su hijo se educaba en un selecto colegio de Londres donde daban prioridad a las artes y humanidades en general. Quería ser actor, y Álvarez se había doblegado de buen grado a su deseo. A fin de cuentas, ya tenía bastante con sus otros dos hijos, un flamante empresario y un estudiante del Trinity de Dublín deseoso de hacer alguna carrera política, para satisfacer las ansias familiares de alta burguesía. ¿Por qué no dejar que Ismael jugase a su modo? Recordó de improviso que, en su última holoconferencia, el chaval se había quejado del «tostón» de obra que había ido a ver al teatro El Globo -Enrique V, precisamente-, añadiendo: «Desde luego, no es la mejor que escribió ese hombre, ¿verdad, papá?».

Deseaba alejar a sus hijos de aquel mundo y sus peligros, protegerlos de la existencia de los cebos, jóvenes como ellos que interpretaban a Shakespeare para proteger a otros. «Porque alguien tiene que hacer lo que debe hacerse», solía decir Gens.

Álvarez sintió compasión de sí mismo al verse reflejado por los cristales oscuros del coche. Allí contemplaba la clase de hombre que los demás pensaban que era: burócrata, calvo, caminando pesaroso bajo el gris del Madrid otoñal. «Comisionado de Enlace, qué coño: un cargo inventado que ni siquiera es político… Pero alguien tiene que hacerlo, ¿no es cierto? Y la mitad de las cosas bien hechas no es suficiente aquí, papá.»

El coche parecía vacío. Nada se escuchaba ni se movía en su interior. Mientras Álvarez lo rodeaba por la parte de atrás para abrir la puerta del copiloto, pensaba: «Acabarían cayendo, desde luego… El Espectador y el Envenenador… Los atraparíamos incluso sin cebos, claro. Sería cuestión de tiempo. La pregunta es cuánto». En cierto modo, se hallaba bastante esperanzado, ya que el motivo de aquella reunión confidencial era recibir nuevas y recientes pistas en ambos casos. Si podía entregarle al ministro ciertos progresos en las dos investigaciones, acabaría el día felizmente.

Llevó la mano a la portezuela del copiloto, y de repente pensó algo.

Siguiendo el protocolo de aquella entrevista secreta, había ordenado a sus guardaespaldas que no lo esperasen y regresaran a Interior. También había ahuyentado a su chófer y al secretario que siempre lo acompañaba. Estaba solo.

Pero tal eventualidad no tenía que preocuparle, ya que la entrevista que se disponía a realizar era completamente normal. Los códigos habían sido verificados. Iba a reunirse exactamente con la persona que conocía, como de costumbre.

Y sin embargo, de repente estaba preocupado.

Imagínate a cualquiera de esos monstruos que cazan tus «chicos» aguardándote aquí, dentro de este coche.

La idea era absurda, pero no era la primera vez que se veía asaltado por los inquietos fantasmas que albergaba. Su trabajo le obligaba a abandonar los pasillos de museo de los ministerios para enfrentarse al horror de uno y otro bando: locos peligrosos, cebos terribles. Nadie era capaz de comprender cuánto valor, cuánto coraje era necesario para, simplemente, seguir siendo él mismo cada día.

Abrió la portezuela y la desplazó un poco. El interior del coche que podía vislumbrar desde su posición seguía oscuro y vacío. Una ráfaga de aire llevó hasta sus fosas nasales un ligero aroma a loción.

– ¿Hola? -dijo cautelosamente.

– Pasa -repuso una voz conocida.

Sintiéndose más tranquilo, Álvarez se agachó y ocupó el sitio del pasajero, colocando el maletín en el regazo y recogiéndose los faldones del abrigo al cerrar la puerta.

– Espero que esto dure solo una hora -dijo en dirección a la persona que se hallaba tras el volante-, y que valga la…

Y entonces lo supo.

No estaban solos. Sin duda, el otro individuo había permanecido agazapado en el asiento posterior hasta ese instante, y ahora se erguía. Álvarez vio crecer su sombra en el salpicadero.

Lo último que pensó al volverse y encontrar la oscuridad fue que no llegaría a tiempo para la holoconferencia con su hijo desde Londres.

17

Como siempre, hice mi trabajo con desprecio. Y como siempre, intenté usar ese desprecio a mi favor.

Aún resonaba en mi oído su gangoso tono de voz cuando, minutos antes, me había dicho lo que quería:

– Dame una Belleza. Integra. Hace tiempo que no la veo… Engánchame con ella.

– No puedo engancharlo con una Belleza. No es su filia.

Por supuesto, Gens no se había tragado la objeción.

– Soy fílico de Aura, y sabes que puedes, si lo haces bien y lo das todo… Y lo darás -afirmó con suave certidumbre-. Tus padres fueron torturados y asesinados y tu hermana golpeada salvajemente cuando tenías doce años. Tú también estabas allí, pero a ti apenas te hicieron daño. ¿Sabes por qué?

– No lo recuerdo -contesté, trémula.

Gens asentía desde su asiento.

– Oh, claro, has bloqueado ese recuerdo porque te sientes culpable. Desde entonces consideras que tienes una deuda con Vera. Quieres sacrificarte por ella, quieres salvarla, y sabes que soy tu única posibilidad de cazar al Espectador… Por eso vas a darme esa Belleza con todas tus fuerzas. Si me enganchas, te ayudaré.

Su repulsivo chantaje no me tomó por sorpresa. Aquel era el Víctor Gens de siempre, no el viejecito de apariencia amable que realizaba su chequeo médico rutinario o tomaba naranjas y café con leche. Yo ya estaba acostumbrada a odiarlo. Me había preparado mentalmente el día previo para aquel encuentro.

– De acuerdo -musité.

Sentía rabia y desprecio hacia mí misma. Sabía que Gens quería drogarse conmigo. Que un entrenador usara a un cebo para su propio placer era algo perverso, aberrante. Por supuesto, se daban casos, aunque yo no conocía a ningún cebo que aceptara de buen grado tal humillación. Pero pensé que, si lo enganchaba, podría conseguir la información que quería aunque él se negara a dármela. Si Gens deseaba jugar sucio, yo iba a devolverle el golpe.

Examiné la pared que tenía detrás. La del recibidor del salón. Había un espejo de marco grueso y una cómoda alabeada, muebles quizá demasiado vistosos, pero la luz que me llegaba de frente los neutralizaría con mi propia sombra. Usaría mi desprecio a modo de barrera para incrementar el efecto.

La Belleza necesita distancia: tocarla es destruirla. Se trata de una máscara de la voluntad. Consiste en hacer creer a tu presa que eres inalcanzable. El grado de Belleza se incrementa cuanto más inaccesible y remota finges ser. Su clave reside en la comedia Noche de Reyes, donde cada personaje ama, o aparenta amar, a la pareja inadecuada.

Gens aguardaba el comienzo de mi teatro en silencio. Yo no lograba distinguir su expresión debido a la luz de la lámpara, pero lo imaginé sonriendo, encorvado, jadeante como un viejo verde que ha pagado por un rato de placer. Eso me ayudaba a distanciarme de él.

Lo primero que hice fue retroceder unos pasos y apoyarme en la cómoda. Relajé los brazos, flexioné un poco las rodillas y realicé un «cambio de estado»: abrí la boca, solté el aliento, sonreí de repente.

– Creía conocerle, profesor… Pensé que era un científico, un sabio… Pero veo que lo único que le importa es pasarlo bien…

Estaba actuando. Soltaba un texto cualquiera, improvisado para emplear el tono de voz distante, propio de los preliminares de la Belleza.

– Quiere ver el espectáculo, ¿no? -agregué-. Pues voy a complacerlo…

– El espectáculo no es distinto de la verdad -susurró Gens desde las sombras-. Yo sé por qué estás haciendo esto. Tú sabes por qué estás haciendo esto. No hay engaño. También sabías por qué elegiste hoy vestirte así, con esa malla transparente en los costados… -Sus rodillas se extendieron desde la zona de sombras, y mientras hablaba, sus manos alisaban el arrugado pantalón turquesa-. Nunca, nunca has entendido del todo esa sutil diferencia, Diana… Si tú finges y yo me lo creo, entonces, ¿qué importa la verdad?

– La verdad sigue siendo importante, sea cual sea.

– Vamos, por favor. Si creo que me amas, para mí eso será verdad. Y si creo que eres bella, entonces lo eres. No puedo llegar más allá de tu máscara. Nadie puede. Lo que creemos que es, es. Ahora mismo te veo ahí de pie, y no sé muy bien qué pretendes… Tus palabras, tus gestos… ¿pertenecen todos a la máscara? Eres un misterio para mí, como yo lo soy para ti. Pero si me ofreces una solución para tu misterio y yo la acepto, entonces, ¿qué importancia puede tener que sea falsa, dime? Para mí esa será la solución. -Y agregó, tras una pausa-: Pero no sé por qué te estaba diciendo esto… Disculpa la interrupción, por favor…

Me di cuenta de la ingeniosa trampa que me tendía. Aquellos razonamientos, aparentemente bien enhebrados, constituían su defensa. Gens sabía lo que se avecinaba y estaba levantando una muralla protectora con ladrillos de lógica vulgar.

Sin embargo, al añadir que no sabía por qué me lo decía, me hacía dudar de su propósito real.

Era un zorro, pero no tenía delante a una novata.

Mientras Gens hablaba, yo había estado haciéndome una idea de la forma en que la luz de la lámpara se reflejaba en mi ropa. La Belleza requiere de luz cenital, pero los cebos teníamos que improvisar con los elementos disponibles. Me incliné, haciendo ondular los reflejos sobre mi malla, separé las piernas, llevé la mano derecha al muslo. Mi expresión era neutra.

– Sea como sea, si quiere que finja, lo haré -dije sin énfasis-. Le daré lo que me pida. Y me importan una mierda sus motivos. -Apoyé la mano izquierda en forma de garra sobre el borde de la cómoda-. Lo que me pida… -Manos al pelo, como para alisarlo, acompañando el gesto de un jadeo muy suave. Así, la atención de mi presa quedaba atada a mi rostro enmarcado entre mis brazos y la luz. Mano derecha descendiendo con lentitud, la palma hacia arriba: la mirada de Gens tendería a seguir su recorrido. La detuve a la altura del muslo y la aparté de mi cuerpo.

Una súbita calma pareció apoderarse de la escena. Un testigo cualquiera creería que el anciano frente a mí se había dormido, pero yo sabía que había logrado abrir una brecha en sus defensas. Gens mismo llamaba a aquella fase «el toque de queda»: el psinoma, anegado de placer, empieza a amotinarse y la razón tiende a reprimirlo con la mordaza de una paz forzada.

– Eres… buena -susurró-. Pero existe un límite, un techo en esta máscara, y lo sabes… Ningún cebo lo traspasa. Perderás.

– Es posible.

– Me gusta que no te rindas. Que sigas… luchando.

– No soy yo quien está luchando. Es usted.

Alcé el mentón. De inmediato incliné la cabeza con cierta brusquedad. A eso lo llamábamos «zoom»: la vista del público enfoca la parte del cuerpo que mueves dos veces seguidas. Los magos también lo hacen. Aproveché para cambiar de expresión: ligero matiz de orgullo. Eso lo distraería lo suficiente como para que mi gesto de cruzar las manos sobre el pubis lo sorprendiera.

Cuando me disponía a moverme de nuevo, Gens dijo:

– Quizá deberíamos dejarlo… Parar aquí, en este punto.

Al principio aquel comentario me confundió. Pero al comprobar que no hacía ni decía nada más, comprendí que me había entregado otro texto burdo para frenar el placer que yo le provocaba. Usé aquella débil defensa para acentuar la presión.

– Usted lo pidió, yo se lo daré.

Había improvisado un truco para mostrarme inaccesible: aparentar que hacía la Belleza bajo coacción. Fingí nervios de debutante. Pequeños temblores en la punta de los dedos, parpadeos, labio inferior pellizcado entre los dientes. Lo complacía demostrándole que me asqueaba complacerle. Lo cual era la verdad. Pero, en nuestro teatro, los cebos usábamos la verdad para fingir.

Gimió. Supe que podía seguir subiendo el dial.

– Quizá… consigas engancharme -reconoció-. Pero nunca lograrás convertirte en… ¿Cómo dijiste…? El equilibrio entre el deseo y el miedo del Espectador… Los psicos gozan de la apariencia. Para ellos no hay diferencia entre el escenario y el patio de butacas… Un personaje es igual al actor, para un psico, y… Oh, Dios…

Aquel tono quejumbroso no era fingido. Yo estaba afectándole.

Me abría paso hacia su psinoma de manera inexorable.

Pero Gens no se rendía: continuaba su perorata con la obstinación de un capitán de barco que se negara a abandonar la nave que naufraga.

– La Belleza tiene un techo… Te diré cuál es: no puedes evitar fingir. Ahora estás fingiendo que finges… Produces reacciones en mí, pero mi conciencia sabe que finges. Estás encerrada en tu propio teatro… De ahí tu fracaso…

– Haré lo que pueda.

Crucé las manos sobre los muslos. Giré de manera que Gens pudiese ver mi espalda reflejada en el espejo detrás de mí. Mi espalda le hablaría otro lenguaje. Dos cuerpos, dos mensajes distintos.

El gesto hizo que interrumpiera su cháchara y se inclinara hacia atrás. Entonces corté con rapidez el contacto entre mis ojos y los suyos, como si de repente me interesara un punto en la pared. Así le concedía un respiro, pero sin aflojar la presión.

Gens aprovechó la pausa para volver a la carga.

– ¿Y cómo convences a un público de que lo que finges es real…? Por definición, el público es incrédulo… ¿Cómo avanzar más allá? Sucede igual ahora… Una máscara puede embellecerte todo lo que quieras, pero jamás lograrás ocultar que la llevas. Cuanto más bella es, más ostensible resulta…

Intenté no distraerme con sus hábiles palabras, y cambié de táctica por sorpresa.

Me situé de perfil. La luz dio de lleno en el área transparente de la malla. Gens no había esperado aquel movimiento, y enmudeció. Tentarle con el costado de mi cuerpo, desnudo bajo la abertura del cuello a las botas, era un aparente error de novata. Se perdía, así, la inaccesibilidad que tanto trabajo me había costado construir. Pero entonces fui más lejos. Me incliné, deslicé las manos por la pantorrilla hacia la cremallera de la bota derecha, la abrí. Me la quité como si estuviese untándome algún tipo de crema en la pierna, con suaves y repetidos gestos. Mientras me descalzaba no cesaba de hablar, entregando el texto en un tono espontáneo, como si estuviese decepcionada:

– Oh, vamos, profesor… ¿Por qué disimular? Si lo que quiere es esto, ¿por qué no decirlo? No me importa, incluso lo esperaba… ¿Qué otra cosa podía buscar alguien como usted? Lleva años viviendo solo… ¿Desde cuándo no ve a una mujer? -Era un texto muy burdo, pero yo confiaba en el tono sincero con que lo expresaba.

Me quité la otra bota y las cortas medias con idénticos ademanes, sin pausas. Un error común del cebo principiante en la Belleza es vender muy cara la desnudez, como si se tratara de un espectáculo erótico, sin percatarse de que la tentación de lo oculto juega contra sí misma a cada instante. El camino correcto consiste siempre en restar importancia a la revelación, de modo que esta no sea un «límite» sino el comienzo de algo más. De esa forma es posible continuar aumentando la tensión hasta el enganche.

Sin duda, Gens adivinaba lo que yo pretendía, porque su silencio era absoluto.

– Vamos, profesor, ¿no es esto lo que quiere?

Descalza, me situé frente a él. Separé las piernas. Al principio había pensado en desnudarme por completo, pero de nuevo supuse que Gens estaba esperando eso. Sin embargo, interrumpir mi desnudez con brusquedad era también erróneo. De modo que opté por un tercer camino, intermedio, para continuar inaccesible.

La malla poseía una cremallera en la espalda. Coloqué las manos en ella pero no hice amago de abrirla. Fue un gesto natural que hilvané con los anteriores. Me puse de puntillas. En mi imaginación, me comportaba como si una ducha invisible me bañara o me restregara algún tipo de crema en la espalda, pero lo que en realidad le enviaba era la apariencia de que me quitaría la ropa del todo al instante siguiente. No lo hacía, pero con mis gestos creaba el mismo mensaje una y otra vez. Improvisé un texto:

– Pobre profesor… El ídolo caído…

Sin embargo, al mismo tiempo me daba cuenta de que había llegado al final del camino. El texto se debilitaba, y perdería inaccesibilidad tanto si optaba por continuar desnudándome como si lo seguía demorando. Progresar en una Belleza estando completamente desnuda era posible, pero eso solo se hallaba al alcance de los cebos más expertos en aquella máscara, y yo no lo era.

Callé. Detuve el teatro. Comprobar mi derrota me dejó desanimada.

Escuché aplausos, débiles, sarcásticos.

– Perfecto -dijo Gens-. Perfecto. Tu idea de jugar a desvestirte… El texto, lanzado con una excusa natural… Durante un momento… -Se pasó una mano por el rostro-. Durante un momento has aparentado ser lo más bello que he visto en muchos años… Pero ya no puedes avanzar más, y lo sabes. Has perdido, pero te agradezco el intento. He gozado -gruñó.

Me sentía cansada de aquel juego. Recogí las medias.

– Pues váyase a la mierda -dije.

– No ha sido culpa tuya. Intentar una Belleza solo con la voluntad es siempre azaroso… Moricke usaba escenarios específicos para…

– Ahórreme la clase, por favor. Fui una gilipollas al acudir a usted. -Me tragué las lágrimas y cerré la cremallera de una de mis botas con un gesto violento.

– Un momento, un momento… -De repente Gens parecía irritado-. Eres tú la que pides lo imposible. Eres tú la que has venido a que te diga cómo puedes convertirte en el objeto perfecto para ese loco, y yo solo deseaba mostrarte de qué manera tu increíble voluntad es un estorbo en este caso… Desde el momento en que quieres, actúas, y en cuanto actúas, finges. No puedes ir más allá…

– Adiós, profesor. -Me resultaba imposible seguir oyéndole. Iba a llorar si no salía de allí. Había acabado de calzarme y me dirigía a coger el abrigo, cuando Gens dijo:

– No puedes ir más allá… salvo que yo te diga cómo. -Al ver que me detenía en la puerta, lanzó una risita-. Intentemos arrojar un poco de luz en este espinoso asunto -añadió y movió la mano. La lámpara se apagó y las persianas subieron hasta la mitad, permitiendo el paso de una débil franja gris. Desprovisto del refugio de la luz cegadora, Gens volvió a parecer un viejo decrépito-. Dime, ¿qué obra de Shakespeare contiene la Belleza?

– Noche de Reyes.

– ¿Y cuál es la clave principal de la obra?

– Los personajes aman a aquellos que no pueden amarlos a ellos. Lo inaccesible.

– ¿Y en qué pareja se expresa mejor esa inaccesibilidad?

Recordé los exámenes a los que Gens me sometía mientras me entrenaba.

– Viola y Olivia -dije-. Viola se disfraza de hombre y Olivia se enamora de ella.

Gens se levantó de la silla y, de pronto, engoló la voz, recitando:

– «Te ruego, dime lo que piensas de mí…»

– «Que pensáis que no sois lo que sois» -contesté, reconociendo el diálogo entre Viola y Olivia que Gens nos hacía ensayar sobre la obra.

– «Si pienso eso, pienso lo mismo de vos…»

– «Entonces pensáis lo correcto: porque yo no soy lo que soy.»

Gens gesticuló como si las palabras flotaran en el aire y su mano me indicara que las volviera a leer.

– ¿Qué ves ahí? -preguntó.

– Viola admite ante Olivia que está disfrazada.

– Exacto, pero Olivia parece reconocerlo también. Olivia está enamorada de un disfraz, y al mismo tiempo sabe que debe separar el disfraz que ama del ser que lo lleva, y solo de esa manera podrá encontrar a Sebastián, el hermano gemelo de Viola, que es el disfraz hecho carne. Noche de Reyes -meditó Gens, mesándose la barba-. La fiesta de la Epifanía, la «revelación»… Una de las piezas más profundas del teatro. ¿Aprendió Shakespeare las claves de la Belleza en el Círculo Gnóstico de John Dee? No lo creo. Siempre he tenido la impresión de que el Círculo era una patraña, un grupo de aristócratas inconformistas que querían regresar a las antiguas costumbres religiosas que Enrique VIII y la reina Elizabeth habían desterrado del país… Aunque puede ser que ese embaucador de Dee conociera el psinoma… Pero me estoy desviando de lo que quería decirte… Veamos: si quieres convertirte en algo superior a tu hermana, en el deseo más íntimo del Espectador, en teoría, ¿qué deberías darle?

– Todo -respondí.

– ¿Es tan sencillo como «dárselo todo»? -insistió Gens-. Vamos, Diana, fuiste mi mejor alumna junto con Claudia… El Espectador es infinitamente voraz, como cualquier otro psico. Quiere tus piernas, tu sexo, tu cerebro, tu alma, tu cuenta corriente, tu coche, tu casa… ¿Y qué más? ¿Qué puedes ofrecerle para que te prefiera a ti antes que a nadie?

Me hablaba ahora desde muy cerca. Intenté hallar una respuesta mientras sentía su aliento estrellarse en mi cara, sucio, ardiente.

De pronto una imagen cruzó mi cabeza. Un recuerdo oculto, aterrador.

Ahora vas a reírte, devochka. Gens gritó:

– ¡Dime! ¿Solo quiere todo lo que eres?

– No… -Jadeé.

– Entonces, ¿qué más quiere de ti?

– También quiere… todo lo que no soy.

El estallido del silencio tuvo más fuerza que nuestras voces.

– Exacto. -Gens me apuntó con el dedo-. Quiere tu mentira, tu disfraz, tu teatro… Quiere tu Noche de Reyes. -Sonrió-. Quiere verte actuar. El Espectador quiere poseer a una actriz. -Dejó en el aire aquella frase y siguió hablando en un tono intrascendente, como si lo más sustancial ya hubiese sido dicho-. Prueba con una máscara a distancia: un Espectáculo o una Exhibición, por ejemplo. Comienza en tu casa, haz tu vida normal durante uno o dos días… Luego ve a algún sitio especial, un sitio que te haga sentir que finges, y haz un Holocausto. La granja puede servir. Es posible que allí lo caces.

– La granja no es un área de caza -repliqué, rígida.

– No necesitarás ningún área de caza. Te olfateará, irá hacia ti. Está demostrado que el psinoma carece de límites precisos: depende del placer que ofrezcas. La tentación infinita posee un área infinita. Te percibirá y te buscará, incluso sin que él mismo lo sepa. Vendrá hacia ti aunque tenga que arrastrarse por todo Madrid babeando. -En sus ojos había un brillo de diversión-. Solo así superarás su hábil truco para eludir a los grandes cebos… -agregó.

– Sus «empleados»… -insinué, pero Gens negó con la cabeza.

– Oh, no seas ingenua, solo tiene uno. Pero lo usa bien.

– No puede ser… Hay rastros de distintas filias en la elección y los cuerpos de…

– Por favor, Diana, ¿eres igual de estúpida que todos los perfiladores de este país? -Gens reía roncamente-. ¡Los «expertos» y sus ordenadores cuánticos…! ¿Un ejército de «empleados», quizá? Claro que no. Apostaría por lo más simple: usa a una sola persona, pero con un psinoma amorfo, aún sin definir. Por eso aparenta poseer una filia que imita a muchas otras y, pese a todo, recibe más influencia del Holocausto… Es el truco perfecto. -Me miraba con fijeza, quizá esperando una respuesta que debió de ver en mis horrorizados ojos, porque asintió-. Es lo más lógico, ¿no? Calculo que su «empleado» tendrá unos diez u once años…

La idea me parecía espantosa, incomprensible.

– ¿Ha… secuestrado a… un niño para que lo ayude?

El rostro de Gens ahora era pétreo.

– ¿Aún no comprendes? -Y su semblante se torció en una lenta sonrisa-. Estoy seguro de que usa a su propio hijo.

18

El hombre se disponía a regresar a casa, pero lo pensó mejor y empezó a dar vueltas con el coche.

Tenía calor en el interior de su confortable Jaguar Windsor, el vehículo que usaba en la ciudad. Notaba la piel de la cara ardiendo. Pero el niño le había pedido que no encendiera el aire acondicionado, y el hombre lo aceptaba: estaban en pleno octubre, a fin de cuentas, y la tarde era fría. De modo que soportaba el calor con una sonrisa, aunque su mano derecha, sudorosa, la única que apoyaba en el volante de piel, resbalaba sobre el cuero. Había comenzado a anochecer, se encendían los escaparates, brillaban los anuncios de mujeres altas y estilizadas con botas de látex. ¿Cuánto tiempo llevaban recorriendo Madrid sin un destino concreto?, se preguntaba. Por lo menos dos horas, porque había recogido al niño en el colegio a las seis, y ya eran algo más de las ocho. Y desde luego, no había sido el estúpido incidente con aquella profesora lo que había provocado su vagabundeo. Ni lo de Demi, ni su cita cancelada con Cristina, ni la reunión programada para el día siguiente con esa analista de sistemas, Rebeca No sé quién, de intrigantes ojos verdes. Ninguna mujer le hacía cambiar sus hábitos. Había decidido dar un paseo antes de cenar, tan solo.

El colegio no estaba lejos del ático del barrio de Salamanca donde vivían cuando no podían marcharse al campo. Se trataba de un moderno centro internacional. Al hombre le gustaba su ambiente sofisticado y elitista, permisivo y a la vez estricto, sin lastre religioso alguno. Educación neutra, respetuosa con la intimidad, no solo con el piercing y las rastas largas y sucias de Pablo. Se limitaban a enseñar, no escudriñaban en la vida de los chavales. Era muy caro, pero el hombre lo pagaba a tocateja y aportaba además generosas donaciones que lo convertían en persona grata para la dirección: no era cuestión de descuidar el único sitio donde el niño pasaba el tiempo cuando no estaba con él.

Aquel miércoles, el hombre había llegado diez minutos antes, como de costumbre. Pocos, aunque lujosos, coches, casi siempre con chóferes, aguardaban ya en el aparcamiento de terrizo, y el hombre había estacionado el suyo cerca de la salida. Los chavales habían empezado a aparecer por la puerta a las seis en punto, sonriendo vivarachos en la gris tarde otoñal, pero el hombre se hallaba absorto pensando en las varias tareas que le aguardaban mientras comía almendras en el interior del coche, y al principio no se enteró. Siempre rellenaba uno de los platillos del minibar del vehículo con aquellas almendras. Se deleitaba con su carnosa suavidad, su color de piel bronceada, las formas redondeadas que se dejaban morder con…

– ¿Señor Leman?

Una sombra delante de su ventanilla.

– Hola, Demi, qué tal. -El hombre dejó de comer, hizo descender el cristal y sonrió afable bajo sus gafas de espejo. La intromisión le irritaba, pero nada en su expresión hacía suponerlo. Recordó que la chica era una de las nuevas profesoras de Pablo, muy dispuesta, muy entusiasta. De origen norteamericano, pero criada en Londres y Madrid. Al hombre le parecía poco peligrosa; una más del rebaño, al menos hasta entonces.

– Me gustaría hablarle. ¿Tiene un minuto?

– Oh. ¿Qué ocurre?

– No se preocupe, no pasa nada… -Demi se expresaba en correcto castellano, con fuerte acento-. Pablo es muy inteligente y va muy bien… Es solo que… ¿Podríamos ir un momento a mi despacho?

– Ahora no, voy corto de tiempo. Tengo una reunión muy importante.

– ¿Mañana, entonces?

A unos metros a la izquierda de la joven se hallaba el niño, los ojos bajos, aguardando dócilmente el final de la sagrada conversación. El hombre sonrió aún más.

– Por Dios, Demi, ¿qué pasa? No me tengas en ascuas hasta mañana…

– No, no pasa nada, de verdad… -Ella se ruborizó y se inclinó más hacia él en la ventanilla para hablar en tono discreto, mientras jugaba con su collar de cuentas étnico y se despejaba el flequillo de la cara. El hombre pensó que intentaba resultar atractiva-. Verá, ayer le pregunté a Pablo qué había hecho el fin de semana, y me dijo que había ido al cine con un compañero de clase… Por casualidad, yo había visto la misma película, así que le comenté cosas sobre ella, pero no supo decirme nada… Y hoy le pregunté al compañero… No había estado con Pablo en ningún momento. Su madre lo confirmó. Cuando volví a interrogarlo, Pablo confesó que me había mentido…

El hombre se echó a reír.

– ¿Eso es todo? Por favor, Demi, me habías asustado… Pablo estuvo en casa el fin de semana, en efecto. No le apetecía salir.

– Lo sé. Lo que quiero decir, señor Leman…

– ¡Fue solo una pequeña mentira entre chavales!

– No, señor Leman, no «entre chavales»… Me mintió a mí. Y, con toda honestidad, lo que menos me gustó fue que, al preguntarle por qué lo había hecho, contestara que había querido hacerlo, así, tan solo. No pareció afectado, ni antes ni después. Pablo tiene solo once años, y las mentiras a esa edad no…

– Demi -cortó el hombre con su mejor sonrisa-, creo que le das demasiada importancia a algo banal…

– Perdone, señor Leman, pero creo que…

– Pablo es un chico muy inteligente, tú misma lo dices…

– Nadie discute eso, yo…

– Pero se ha educado sin madre, y eso ha agudizado su timidez. Mi papel ha consistido en brindarle todo el apoyo y la compañía que he podido, pero nunca seré el sustituto de una madre. Nunca. Debes comprenderlo.

– Me consta que Pablo le quiere mucho, señor Leman. Usted es todo su mundo. Precisamente por eso…

– Precisamente por eso, Demi -dijo el hombre repitiendo la palabra con cierta brusquedad, pero sin elevar la voz-, precisamente por eso… -Hizo una pausa mientras tamborileaba con el índice en el volante-… creo que tienes toda la razón. Debemos vigilar esa conducta.

El cambio de expresión de la chica reflejó un alivio notorio.

– Exacto, señor Leman, era lo que yo quería que usted entendiera, tan solo…

– Sí, definitivamente, debemos ocuparnos cuanto antes de eso. Hablaremos mañana. Gracias por todo, Demi…

– Gracias a usted, señor Leman. Lo único que quiero es que Pablo sea feliz…

– Lo sé, Demi, muchas gracias. -El hombre se preguntaba cómo serían los pezones de la chica. Sus pechos eran pequeños, pero estaba seguro de que sus pezones eran oscuros y grandes como las almendras que aún sostenía, y quizá se endurecieran mucho al contacto con el agua. Se la imaginó metida en una bañera, alzando los pechos. Una bellísima holandesa pelirroja con la que su padre había estado liado tras divorciarse de su madre tenía los pechos pequeños, pero el hombre recordaba muy bien sus puntiagudos pezones. La joven solía llamarlo cuando se bañaba para que él la contemplase-. Ahora debo irme… Pablo, al coche. ¿Aceptarías una almendra, Demi? -Ella denegó sonriendo, no quería engordar-. Gracias por todo, de verdad.

Al salir del colegio empezó a recorrer las calles al azar, sin ser apenas consciente de ello. El sonsonete guiri de la chica daba vueltas en su cabeza una y otra vez. «Grasias a usted. Grasias.» En un momento dado se volvió hacia el niño.

– La próxima vez que cuentes una mentira tan elaborada, no digas después que has mentido.

– ¿Qué es una «mentira tan elaborada»? -preguntó el niño.

– Complicada.

El niño se limitó a ajustarse el cinturón de seguridad y mirar por la ventanilla. El hombre observaba de reojo su gorra de béisbol en dos tonos de azul y sus largas rastas castañas. El perfil del niño era muy semejante al de Jessie, su madre, que había sido muy hermosa: hasta el mismo piercing en los labios. El hombre se preguntó, no por primera vez, qué habría dicho Jessie de haber vivido lo suficiente para ver a la criatura que había procreado para él.

Le había costado mucho convencerla. Aparte de ser una de sus aventajadas alumnas de informática en Bruselas, Jessie era bailarina aficionada de ballet, y al principio rechazaba la sola idea de deformar su silueta con un embarazo. El hombre había fingido aceptar su decisión, pero días después había empacado las cosas de Jessie y le había dicho que, puesto que aquella relación no tenía futuro, se veía obligado a decirle adiós y echarla del apartamento que compartían. Ella era muy dependiente -él se había cuidado de elegirla así- y al final había cedido, entre lágrimas, reconciliaciones y una borrachera de champán y porros. «Tengamos un hijo, Juan, te daré un hijo, Juan…» A Jessie le encantaba emborracharse, y el hombre había aprovechado esa bendita costumbre a la hora de montar el supuesto accidente de coche que acabó con la vida de la joven madre exactamente dos meses y tres días después de parir a Pablo. Desde luego, ella no podía seguir viva, ya que lo de tener un hijo no había sido un capricho sino una necesidad perentoria. El niño era su defensa frente a las trampas: el hombre lo había calculado meticulosamente. Podía admitir la cárcel, y sabía que algún día acabaría en ella (también sabía que saldría), pero no podía pensar siquiera en la posibilidad de caer en una de esas trampas. Eso no. Cualquier cosa, excepto que una chica lo engañara.

Mientras conducía, para olvidar el banal incidente con Demi, se dedicó a hacer un repaso mental de todo lo que debía comprar cuanto antes. «Una nueva alfombra de pelo. Sacos de hule. Cuerda. Un par de linternas nuevas. Otro taladro. Anestésico. Borrador biológico. Cinta aislante.» En un momento dado movió la mano frente al sensor de sonido y estalló un techno-rap a todo volumen. Ni el niño ni él dieron muestras de estar escuchando la ensordecedora música. Lo más urgente eran los sacos de hule y la cuerda. Se quitó las gafas de sol, porque la noche caía deprisa y las oscuras nubes parecían descender sobre Madrid, y las guardó en el bolsillo superior de su chaqueta morada de Valentino. Le gustaba el color morado, y a Pablo también. Con otro vaivén apagó la música. Recordó de improviso una imagen curiosa: los pechos de un cadáver, un pezón endurecido y el otro hundido en la areola. Seguía sudando, a saber por qué.

– Papá -dijo el niño.

– Qué.

– ¿No puedes dejar la música puesta un rato más?

– No.

El niño se encogió de hombros, metió la mano en su cazadora y sacó una consola portátil. Al tiempo que hacía girar el volante introduciendo el coche en una bocacalle, el hombre se distrajo contemplando uno de tantos anuncios referentes a la cercana fiesta de Halloween: una calabaza con la que una chica cubría sus genitales. Solo se veían las manos, el vientre, las curvas caderas. Había leído en algún sitio que Halloween era una fiesta muy antigua, pagana, orgiástica, deformada como tantas otras por la sociedad moderna. Hombres disfrazados con astas de ciervo, burlados por la diosa Diana. «Diosas y cornudos», pensó. Mientras lo pensaba, activó el teléfono del coche con un gesto. «Colegio. Director», dijo. Oyó dos tonos de llamada antes de escuchar la voz de la secretaria, y luego la del señor Brooke. La conversación fue breve, pero aun así el hombre tuvo tiempo de pensar en otras cosas mientras el director del colegio ejercitaba, ansioso, su castellano para padres influyentes.

– Desde luego, señor Leman, si ese es su deseo, nosotros estamos…

– Gracias.

– Debo hacerle notar, no obstante, que Demi es nueva, y aún no conoce…

El hombre seguía pensando en todo lo que le faltaba por hacer. Llamaría a Cristina para sugerirle otra cita. Haría que le enviaran un ramo de flores. La cita con Rebeca, la analista de sistemas que buscaba trabajar para su selecta compañía, era a las once de la mañana del jueves, es decir, al día siguiente. No había planeado almorzar con ella porque quizá vendría acompañada, y no le apetecía que nadie lo mirara a él mientras él miraba los ojos verdes de Rebeca. Además, esa mañana tenía que recoger el Mercedes del taller, donde lo había llevado el lunes para que arreglaran el arañazo en la carrocería que aquellos dos ladronzuelos habían…

Recordar eso fue un error. Sus nudillos emblanquecieron aferrando el volante.

– … es una buena profesora, aunque todavía está muy verde en relaciones…

– Comprendo, señor Brooke -cortó el hombre, impaciente-. Pero no voy a hablar más del asunto. Sencillamente, no quiero que esa chica vuelva a dar clases a mi hijo. De hecho, no quiero volver a verla. No quiero ni cruzármela por casualidad. Me da igual lo verde o amarilla que esté. Si la veo, señor Brooke, si tan solo vuelvo a verla, aunque sea de lejos y sonriendo, o incluso de espaldas, señor Brooke, si vuelvo a verla en su colegio, hablaré con su jefe, señor Brooke, y me llevaré a mi hijo. Pero antes hablaré con su jefe para que quede claro quién es el responsable… Usted elige.

– Por supuesto, señor Leman, por supuesto… Solamente quería…

– Usted elige, señor Brooke.

– Ya… Ya he elegido, señor Leman.

– Gracias, señor Brooke. Adiós, señor Brooke.

Cortó la comunicación mientras apretaba los dientes. Había mujeres que creían que todos los hombres eran masoquistas, se dijo. Él, desde luego, podía serlo hasta cierto punto. Recordó que existía una de esas cosas… (los nombres técnicos le inquietaban)…una «filia» llamada de Leopold, relacionada con Sacher-Masoch y con su propia «filia», así como con la obra teatral Las alegres comadres de Windsor en que las mujeres se reían a mansalva de los hombres obligándolos a llevar astas de ciervo en la cabeza. Pensar que una mujer se riera de él le provocaba una erección, pero no lo atribuía a ninguna «filia» sino a un afán de sinceridad: cuando la mujer se burla del hombre está siendo sincera, opinaba. Él, a veces, las obligaba a reírse por el mismo motivo. Las hacía sentarse en un retrete y mirarle y reírse. De niño solía espiar a su madre en el cuarto de baño, y luego a las chicas que habían vivido con su padre, y siempre que lo descubrían se reían. «¿Sabes lo que eres?», le increpaba su madre. Las mujeres eran expertas en burlas: las aprendían de niñas, las ensayaban de adolescentes y al llegar a una madurez de comadres ya no practicaban otra cosa.

Descubrió que había salido a la autopista, vio una desviación, la tomó y regresó a Madrid. Estaba seguro de que había pillado una gripe: seguía sudando profusamente.

– ¿Puedes apagar la consola, por favor? -dijo-. Me pone nervioso ese ruido.

El niño la apagó pero no la guardó. El hombre añadió:

– Al llegar a casa, quiero que te duches antes que nada. Apestas a barro.

– Entonces, ¿vamos a casa? -preguntó el niño.

– Claro que vamos a casa. Solo estoy dando un rodeo.

– ¿Podré ver holovídeos antes de ducharme?

– No.

– ¿Y después? -Ya veremos.

Se dio cuenta de que no había encendido las luces de posición y lo hizo en ese instante. El coche las encendía automáticamente, pero el hombre había desconectado todos los mecanismos automáticos porque le molestaba que una máquina pensara por él. Además, de esa forma ahorraba dinero.

– ¿Qué has dicho?

– «Vagina» -repitió el niño-. Naru dice que es igual que «coño».

El hombre rió, y se dio cuenta de que se le había pasado el mal humor.

– Dile a tu amigo hindú que, a diferencia de ti, no ha visto un coño de verdad en toda su vida… No, mejor no se lo digas. Es una broma.

– ¿Lo de Naru es una mentira «laborada»?

– No. Solo es un error. Y es «mentira elaborada».

– Ya -aceptó el niño-. ¿Estamos eligiendo? -preguntó entonces desviando la cabeza para mirar por la ventanilla a un grupo de chicas que se reían en la acera.

– No. Estamos dando una vuelta, tan solo.

– ¿No teníamos que ir esta noche a la otra casa?

– Sí, es decir, no. Iré yo solo.

El hombre se mordió el labio intentando capturar un pequeño pellejo. La pregunta del niño le había hecho recordar que, en efecto, tenía que ir a la casa de la sierra a sacar el cuerpo. El climatizador del segundo sótano lo conservaría un tiempo, pero no quería esperar. Aquella última fase se estaba volviendo cada vez más complicada, y el hecho de que a la chica le hubiese fallado el corazón durante la sesión de torno le había cogido por sorpresa: había confiado en mantenerla con vida por lo menos tres…

– Papá.

– Sí.

– ¿Has oído lo que te pregunté?

– No -dijo el hombre.

Hubo una pausa, y cuando el niño hizo la pregunta el hombre no pudo saber si se trataba de la que él no había oído o de otra nueva.

– ¿Sigo siendo tu ayudante, papá?

Sonrió levemente. Sabía el motivo de aquella duda. Llevaban desde la noche del domingo intentándolo sin resultados apreciables -él rechazaba a todas las que el niño escogía: por demasiado jóvenes, o demasiado bajitas o demasiado maduras-, y eso mermaba la confianza de su hijo, por mucho que él le explicase que la elegida tenía que gustarles a ambos. Ya había cedido en un par de ocasiones a los gustos infantiles de Pablo, incluso a sus caprichos, pero no podía seguir doblegándose.

Sin embargo, era preciso animarlo de algún modo, porque Pablo era su seguro de vida. Si el niño influía en la elección, él estaría a salvo de las trampas.

Y de súbito se sintió bastante mejor. Seguía sudando pero ya no pensaba que estuviese enfermo. Echó un vistazo a la hora en el tablero iluminado -las ocho y treinta y cinco de aquella noche de miércoles- y se dijo que por qué no, al fin y al cabo, necesitaban otra, así que por qué no probar otra vez. Quizá esa noche tuvieran suerte.

– Por supuesto que sigues siendo mi ayudante -dijo, girando en otra bocacalle-. El mejor que he tenido nunca. Y ¿sabes qué? He cambiado de opinión… Abre los ojos, ayudante, porque te aseguro que esta noche elegimos.

19

Cuando abrí los ojos solo había oscuridad.

Te llamas Eduardo. Ahora te reirás, devochka.

Entonces supe lo que me había despertado: el insistente sonido del teléfono.

Alargué la mano, una luz se encendió. Vi la silla de enea, reconocí mi dormitorio. Las sábanas estaban arrugadas a mis pies, como si me hubiese pasado la noche peleando. En el reloj digital era jueves, 6.50 de la mañana. Dije en voz alta: «Contestar».

Y me preparé para oír una mala noticia.


Más tarde recordé lo que había soñado aquella noche. Había visto a papá y mamá; a Vera, a sus cinco años; a Aída Domínguez, la última víctima conocida del Espectador; a Claudia Cabildo, la última víctima de Renard. Y a muchas más. Todos observándome con esa clase de mirada sin vida que dedicamos cuando, por azar, contemplamos a alguien desde un espejo, o como esas muñecas sucias y mutiladas que colgaba Renard junto a los cuerpos de las personas a las que asesinaba. Pensé que me exigían… ¿qué? No justicia, tampoco venganza. Quizá entrega. O ni siquiera: actuación.

Todas las víctimas de aquella guerra infinita clamando que actuara para ellas, que me cubriese con una máscara sin rasgos y accediese a interpretarles el olvido.


La mañana anterior, la del miércoles, un día después de mi conversación con Gens, la había pasado en la cama con mi notebook en el regazo, dedicada a revisar la máscara de Exhibición mientras tomaba sorbos de café. Gens había dicho que podía realizarla en casa mientras hacía mi «vida normal» durante uno o dos días, y yo seguiría sus instrucciones. Saldría, iría al supermercado y al gimnasio, vería algo de televisión.

Y dejaría la temida visita a la granja para el jueves.

La máscara de Exhibición había sido descubierta por el psicólogo franco-argelino Didier Kora, pero Gens creía hallar sus claves en esa sátira feroz de la guerra de Troya titulada Troilo y Crésida, que Shakespeare había llenado de guerreros pervertidos, alcahuetes vulgares y amantes infieles, donde el valor de la vida y la dignidad dependen de la opinión de otros. «El hombre aprecia más lo que aún no ha obtenido», dice Crésida, y los gestos de la máscara consistían, precisamente, en exhibir el cuerpo activando el inconsciente pero reprimiendo el deseo y la expresión, «como una joya e una vitrina: expuesta pero protegida», decía Gens.

Cuando estuve lista, puse manos a la obra. El disfraz de la máscara era sencillo y lo encontré enseguida: zapatos negros de tacón, un fino tanga negro. Me desnudé, me peiné el cabello recién lavado y lo até en una cola. Luego me coloqué el disfraz. Gens sugería que activáramos el inconsciente mediante un recuerdo, un suceso desagradable, traumático. Los cebos no carecíamos de tales experiencias, y en mi caso utilicé mi propia tragedia. Intenté concentrarme en lo que había recordado en casa de Gens el día anterior: lo que nos hicieron a mi familia y a mí Hombre Caballo, Oksana y la otra mujer. Luego cerré las cortinas del salón y encendí las lámparas, iluminando la pared vacía que necesitaba como escenario. Todo eso eran cosas típicas del teatro de la Exhibición.

Lo único que jamás había hecho era interpretar sin público.

Mientras me movía de cara a la pared, las piernas separadas, recitando a ratos pasajes del Troilo y dedicada a activar mi memoria manteniendo percepciones y emociones al mínimo, me preguntaba si aquello estaría sirviendo de algo. «¿Estás ahí? ¿Me sientes?», interrogaba al silencio. Imaginaba a mi amor secreto, a mi objetivo, a mi hijo de puta, sentado en la oscuridad, contemplando mis gestos, oyendo mi voz…

El teléfono sonó al cabo de media hora, interrumpiéndome. Me reproché no haberlo desconectado. Pero cuando el visor me informó que se trataba de mi hermana llamándome por un canal seguro, me alegré. No habíamos vuelto a hablar desde la pelea que habíamos tenido en casa una semana antes, y el solo hecho de que me llamara constituyó para mí un gran alivio. Detuve el ensayo jadeando, volví a colocarme el tanga que había deslizado por las piernas y acepté contestar imaginando que todo era posible: Vera me insultaría, lloraría, me pediría perdón. O quizá -temía pensarlo- se trataba de algo más serio. Pero fue eso lo primero que me dijo: aún no había ni rastro de Elisa.

– Lleva una semana perdida… -Su voz nasal, trémula, llenaba el salón-. Una semana… Si hubiese tenido éxito, ya sabríamos algo, ¿verdad?

– Quizá sí, quizá no.

– ¿Tú crees que todavía puede eliminarlo?

– Elisa es buena. Cualquier cosa podría ocurrir.

Ambas sabíamos que si era el Espectador quien la había capturado, Elisa ya estaría muerta o jodida para siempre, pero Vera había llamado en son de paz y yo no quería estropear ese momento por nada del mundo.

Aproveché el descanso para dirigirme al baño, secarme un poco el sudor y orinar mientras escuchaba a Vera por los altavoces.

– Padilla está de los nervios… Nos ha colocado controles subcutáneos a todas las nuevas… Sistema de posición, nano-micros, ya sabes…

– Eso es… -dije, y frené a tiempo. Las opciones que barajaba eran «capullada», «inútil», «absurdo». Pero de nuevo pensé que Vera solo quería que yo refrendara sus acciones-. Eso es aceptable -concluí.

– Sé que no servirá de mucho, pero al menos demuestra que le importamos…

– Por supuesto.

«Demuestra que quiere mantenerte pura, gilipollas -pensaba-. Si llevas aparatos encima, te creerás más segura y actuarás con naturalidad.» No era cuestión, sin embargo, de explicárselo a Vera, aunque seguía sintiendo la necesidad de protegerla.

Regresé al salón, donde brillaban las cegadoras lámparas, y aguardé de pie con los brazos cruzados a que Vera colgase para reanudar el ensayo.

– Padilla me llamó al teatro todas las noches del fin de semana, ¿sabes? Estuve entrenándome, y ya me siento preparada…

– ¿Vas a salir esta noche? -pregunté, intentando no mostrar mi ansiedad.

– Salgo todas desde el lunes, Diana. Quiero ser yo quien salve a Elisa.

Tuve que morderme el labio para no suplicarle que se quedara en casa. Fue tan difícil como evitar un vómito.

– ¿Y qué estás haciendo tú? -indagó.


– Nada. Descansar. -Me ajusté la banda elástica del tanga, enrollada sobre mis caderas.

– Por aquí dicen que has regresado al trabajo…

– No. Lo he dejado.

Aún me hizo otro par de preguntas que me intrigaron, como si quisiera curiosear en mi vida. Entonces añadió:

– Quería llamarte para disculparme por lo del otro día. Me sentía fatal…

En ese momento sí que la corté.

– No tienes que disculparte por nada. Mejor lo olvidamos. -Mientras hablaba, el visor de mi teléfono parpadeó con otra llamada en espera: el nombre era «Dr. Valle»-. Debo colgar. Cuídate -agregué, deseando que mi voz fuese mágica y realmente la protegiera. «O ella o yo -pensé con absoluta seguridad-: elegirá a una de nosotras dos.»

– Y tú también -respondió-. Un beso.

Colgamos tras aquellas palabras banales. Supuse que, para concluir en paz una conversación con mi hermana, ambas teníamos que fingir.


– Gracias por querer verme -le dije a Valle nada más llegar, esa misma tarde.

– ¿Por qué no iba a querer verte?

Valle me miraba de hito en hito. Parecía receloso.

– No sé -contesté-. Creí que, a estas alturas, usted ya habría hecho las maletas y estaría oculto en algún país remoto con otra identidad… Es broma. Realmente me agrada que me haya llamado -agregué.

– Y yo lamento haber sido tan brusco el otro día. -Entonces se burló también-. Eres muy rara, pero si no me gustasen los raros, ¿qué haría trabajando en esto?

– En parte, yo me hago la misma pregunta.

Tras aquel preámbulo de suaves sonrisas, Valle retornó a la seriedad.

– Yo también me alegro de que hayas venido. Quisiera que charláramos un rato.

– Adelante.

– Pero, me preguntaba… ¿Qué te parece si nos vamos a otro sitio? Es tarde, mi último paciente se ha marchado ya… Podría invitarte a un café o… a cenar.

Su tono de voz había ido perdiendo gas conforme hablaba hasta acabar en un susurro. De pronto pensé que me apetecía mucho que Valle me acompañara esa noche. Pareció más sorprendido que yo cuando acepté, se echó una elegante chaqueta negra sobre su camisa blanca y rechazó mis protestas por ir tan desaliñada en comparación, con mi cazadora, camiseta y vaqueros. El sitio que propuso quedaba al doblar la esquina, se llamaba Cassandra y en su interior refulgían budas, máscaras doradas, yelmos griegos y fotos del Dalai Lama en misteriosa convivencia, acorde con la fusión entre cocina griega e hindú que prometía la carta. Una gran pantalla de televisión sin voz, situada en el salón del horno tandoor y sintonizada con un canal de noticias, ponía la nota europea al conjunto. Apenas había nadie salvo extranjeros a esa hora temprana.

Mientras las cartas volaban ante nuestros ojos, entregadas por una camarera de apropiado aire exótico, volví a agradecerle a Valle la invitación.

– Por favor, tutéame -dijo desplegando su servilleta-. Y llámame Mario.

– Creí que te llamabas Arístides.

– Arístides Mario. Si tienes valor, puedes usar mi primer nombre.

– Mario me gusta.

Decidimos saltarnos el bufet y pasar directamente a un pollo deshuesado con curry y una botella de vino. Cuando la camarera se marchó con el pedido, Valle miró a su alrededor, asegurándose de que estábamos lo bastante solos. Entonces se inclinó hacia mí y supe que había llegado la hora de hablar. Respondí afirmativamente cuando me preguntó si me sentía capaz de charlar «de lo mío».

– He estado meditando sobre tu curiosa profesión, Diana -dijo-. Debo admitir que he visto muchos sacrificios a lo largo de mi vida, gente dándolo todo por los demás… Pero el tuyo es enorme. Eres una persona muy especial.

Negué con la cabeza.

– No soy especial, y tampoco estoy de acuerdo con lo del sacrificio. Todos obedecemos a nuestro psinoma. Todos hacemos lo que nos gusta, aunque no entendamos por qué nos gusta. Sencillamente, es lo único que podemos hacer.

– Eres demasiado dura contigo misma. Ver las cosas desde ese punto de vista debe de ser terrible… ¿Por qué te ríes?

– Me hace gracia que un psicólogo diga eso.

Valle se encogió de hombros.

– Que admita la existencia del psinoma no significa que piense que carecemos de libertad para decidir. En eso he basado siempre mis terapias, en mostrar los caminos aceptables y ofrecer a mis pacientes la oportunidad de cambiar. Todos podemos cambiar. Y hay caminos más y menos aceptables.

– ¿Cómo es el mío?

– Inaceptable.

– Lo suponía. -Sonreí.

– Entregarte, siendo inocente, para castigar a los culpables es inaceptable, Diana.

– Yo veo las cosas de manera más simple, doctor… Mario. -Unté un poco de lo que parecía ser crema de yogur en una pequeña tostada-. Todos necesitamos comer: algunos, verduras; otros, animales; otros, personas. Mi trabajo consiste en evitar que los últimos se alimenten. ¿Culpables? ¿Inocentes? Hasta ahí no llego.

Valle me miraba con mucha seriedad.

– Pues yo sí llego. Tú y tus compañeros sois inocentes. Los únicos culpables son los hijos de perra que te han hecho trabajar en esto. Tu profesión debería ser ilegal.

– Mi profesión es tan «ilegal» como matar, y ahí tienes las guerras.

– Soy el primer pacifista del mundo, Diana, pero no dejo de reconocer que hay guerras inevitables.

– ¿Y esta no lo es? Mira.

Cabeceé hacia la pantalla de televisión, donde desfilaban gente encapuchada, víctimas de atentados, rehenes en manos de grupos internacionales.

– ¿Quién puede parar todo eso? ¿Cómo vamos a pararlo?

– ¿Sin cebos, quieres decir?

– Sí, qué otra cosa podemos hacer. Policías y ejércitos dejaron de servir hace tiempo debido a la tecnología, y la tecnología dejó de servir hace tiempo debido a que todo el mundo puede acceder a ella. ¿Cómo vamos a impedir ahora cosas como el 9-N?

– Por Dios, Diana, ya basta de usar el 11-S, el 11-M o el 9-N para todo… No podemos inmolar a un inocente para aplacar al monstruo. Eso es bárbaro e inhumano.

La llegada de nuestro tandoori alivió el empeño que poníamos en discutir: nunca se agradecen lo bastante las interrupciones tontas. Hicimos entrechocar las copas -«por ti», quiso brindar Valle- y al empezar a comer toda tensión parecía haberse evaporado.

– Por cierto, también he estado leyendo cosas sobre el psinoma -dijo en otro tono-. Nada que haga referencia a la psicología criminal…

– No lo encontrarás. Todo eso va por otra vía.

– Ya lo supuse. Y revisé algunos de los textos «oficiales» de Víctor Gens. Menciona mucho a Shakespeare, en efecto. ¿Por qué crees que le concedía tanta importancia? Dijiste que sus obras poseían la clave de los psinomas, pero ¿por qué? Me refiero a que… Bueno, ya sé que fue un genio, pero Homero, Cervantes y Kafka también lo fueron… ¿Por qué él, precisamente?

– ¿Sabes quién fue John Dee?

– Me suena a marca de maquinaria pesada.

Casi escupí el sorbo de vino debido a la risa. Precisé que era «Dee», no «Deere».

– Ah, creo que era un astrólogo isabelino, ¿no?

– Sí, un supuesto mago y astrólogo de la corte de la reina Elizabeth. En aquella época había mucha gente descontenta con la religión oficial, la anglicana, impuesta por el padre de la reina, Enrique VIII. Pretendían que el pueblo se rebelara y regresara a la supuesta pureza de la religión medieval. Algunos eran papistas, pero otros querían implantar su propia visión del cristianismo, y John Dee era uno de ellos. Fundó una secta clandestina a la que llamó Círculo Gnóstico de Londres. Se reunían en casas de nobles y representaban teatros con los que Dee pretendía cambiar a la sociedad…

– ¿Teatros?

Yo había conectado ya el piloto automático. Conocía la teoría de Gens al dedillo, e intenté resumirla. Que Dee había visto en Europa algunos rituales que producían efectos en el psinoma, pero que los atribuía a causas mágicas. Que al regresar a Inglaterra desarrolló esos rituales en el Círculo, y comprobó su eficacia para producir emociones. Que necesitaban que los rituales fuesen contemplados, en clave, por el pueblo, para que se produjera la rebelión. Que por eso decidieron usar el teatro oficial y educar a autores jóvenes en dichas claves. Que Shakespeare no fue el único autor que perteneció al Círculo:

Marlowe, Jonson, Wilkins y Middleton también pertenecían, si bien Shakespeare fue el más ilustre. Que sus obras serían, entonces, rituales camuflados.

– ¿Y qué lograron? -preguntó Valle, atento.

– Nada. Gens dice que solo consiguieron emociones desordenadas, porque el psinoma no había sido bien entendido ni estaba clasificado como ahora. Dee murió años después que la reina, y el nuevo rey apartó a Shakespeare de los escenarios. El teatro volvió a sus cauces oficiales y perdió toda la magia. Fin de la historia.

– Curiosa teoría… ¿Está demostrada?

– No. -Nos reímos-. Todo sobre Shakespeare es misterioso. Gens decía que es el escritor más enigmático de todos. Pero resulta muy útil a la hora de nuestro trabajo.

Hubo otra pausa, y de repente ambos hablamos a la vez. Volvimos a reírnos.

– ¿Qué? -dije, sintiéndome algo achispada.

– No, di tú primero lo que ibas a decir, perdona.

– Iba a decir que ya sé qué piensas sobre «nuestro trabajo»…

– ¿Qué pienso?

– Que soy una pervertida. -Ante tal afirmación creí que me encontraría con el caballero ruborizado que niega tal indignidad, pero la sonrisa de Valle me sorprendió.

– ¿Acaso no tendría razón? Pero, mira, tú estabas pensando como una psicóloga, y yo, en cambio, trataba de pensar como un cebo…

– ¿ Ah, sí? ¿Y qué pensabas?

Valle cortó otro trozo de jugoso pollo y lo hundió en el curry.

– Que si yo tuviera esa especie de… de poder para provocar reacciones en los demás, estoy seguro de que nunca podría dejar mi trabajo. Sería una droga.

De repente mi risa finalizó. Me quedé mirándolo. Valle siguió hablando con la vista fija en el plato.

– ¿Sabes? La gente tiende a considerar como «droga» solo lo que suele llamarse así, pero un coche, una ideología o un deporte pueden llegar a ser drogas. Desde mi niñez en Bogotá, y a lo largo de mi vida, me he ido encontrando con muchos tipos de drogadictos, Diana: hombres drogados con la crueldad, mujeres drogadas con la violencia, niños drogados con el amor, ancianos drogados con el miedo… Tú lo llamarías «complacer el psinoma», supongo. Sea como fuere, mi trabajo ha consistido siempre en liberar a otros de sus drogas. -Se llevó la servilleta a los labios; luego añadió, aún mirando hacia su plato-: Creo que me has pedido ayuda para que te libere de tu droga. Quieres dejar de trabajar en esta cosa horrible. Quieres dejar de sufrir.

– Quiero vivir con un hombre al que amo -dije, inmóvil-. Yo no lo llamaría «dejar de sufrir», sino cambiar de droga. -Por un instante percibí algo distinto en la expresión de Valle, una emoción súbita-. ¿Qué te pasa?

– No, nada… -Sonrió torpemente, y, esta vez sí, ruborizándose-. Ya me contaste que… que quieres a alguien… Me alegro por ti.

Hubo un silencio.

– ¿Y tú? -Decidí cambiar de tema-. ¿Quieres a alguien?

– Mi pareja me dejó hace dos años; odiaba que la analizara durante la cena.

En coincidencia con nuestras risas distinguí en la pantalla de noticias, a espaldas de Valle, las fotos de varias víctimas del Espectador. El corazón me dio un brinco, y pensé que se trataba de un nuevo secuestro o el hallazgo de otro cuerpo, pero al parecer era una especie de reportaje de los casos ya conocidos.

– Me pregunto qué te impide dejarlo… -dijo Valle-. Qué te obliga a continuar, si todo tu ser odia lo que haces…

– Tengo trabajo pendiente -murmuré, y no me importó que Valle captara mi tensión y se volviera siguiendo la dirección de mi mirada.

El reportaje acabó en ese instante, pero de súbito Valle parecía muy nervioso.

– Diana, déjalo de una vez… -No respondí. Él se inclinaba mucho hacia mí y su voz era suplicante-. Me contaste cómo te reclutaron… Fue espantoso. ¿Para ti fue «complacer tu psinoma»? Eras una niña de apenas doce o trece años… Habías vivido una tragedia horrible de la cual otros se aprovecharon para convertirte… ¿en qué? ¿En una especie de arma? -Sus labios se fruncían con desprecio-. Merecen morir quienes te hicieron eso, Diana. Déjame ayudarte. Me importas. Me importas mucho…

Y, de improviso, yo ya no estaba allí, en el restaurante, sino en algún lugar oscuro, con el rostro de Valle -aquel óvalo de mirada tranquilizadora tras unas gafas sin montura- como única luz.

– ¿Sabes? -dije-. Lo recordé ayer. Aquello que no podía recordar. Lo que nos hicieron a mis padres, mi hermana y a mí. Lo que me hicieron.

Oksa: ve a por las niñas.

Me parecía que, con cada palabra que nacía de mi memoria, me acercaba un poco más a esa luz que era Arístides Mario Valle.

– Subí gateando a la habitación de Vera, que estaba dormida. La desperté como pude y la hice esconderse bajo la cama, pero Oksa nos encontró enseguida. Intenté defenderme, pero amenazó a Vera y supe que solo la salvaría si obedecía. Me dejé llevar. Oksana nos arrastró hasta el salón de la planta baja, y allí ataron y amordazaron a Vera, igual que a mis padres, pero cuando iban a atarme a mí, el… el hombre al que yo llamaba «Hombre Caballo» dijo que se le había ocurrido algo divertido. «Pareces fuerte, devochka», dijo. Me llamaba así. «Vamos a ver si lo eres de verdad.» Y me ordenó que hiciera todo lo que ellos me dijeran. «Te reirás. O toserás. O ladrarás como un perro. O me darás un beso en la boca, a mí o a Oksa. O te bajarás las bragas y bailarás…» Si no me esforzaba en fingir bien, me dijo, golpearían por turno a alguien de mi familia…

Hice una pausa. Las lágrimas me brotaban como palabras, hirvientes, costosas.

– Lo intenté. Entré en el juego. Tenía doce años, pensaba que era lo único que podía hacer para ayudar a mis padres y a Vera… «Ahora te reirás, devochka», ordenaba el hombre, y si yo no me reía como él quería, golpeaba a mamá. Me obligó a bailar. A cantar. «Se nota que finges», decía, y golpeaba a Vera en la cabeza. «Estás fingiendo. Hazlo otra vez.» Cuando a papá le falló el corazón y murió, mamá, pese a la mordaza, se puso a chillar, histérica. El hombre le colocó un cuchillo en la garganta y le dijo que se callara o la mataría. Yo le dije: «!Mamá, finge también, por favor, mamá!». Pero mamá gritaba sin parar, y el hombre la degolló… -Tras otra pausa, agregué-: Un vecino oyó jaleo y llamó a la policía. Eso nos salvó a Vera y a mí… A ellos los arrestaron días después. Creo que siguen en la cárcel, no lo sé. No me importa.

Sentí una mano sobre la mía como arrastrándome a la realidad. Abrí los ojos y allí estaban el mantel, las copas y los platos. Valle me miraba sin dejar de acariciarme. Cuando pensé que me dedicaría palabras compasivas, volvió a sorprenderme.

– Ese hombre tenía razón -dijo-. Fingías muy mal.

Un hormigueo me recorrió el cuerpo. Comprendí que era eso lo que necesitaba escuchar, lo que había estado esperando escuchar durante todos aquellos años.

– Nunca has querido fingir, Diana. Lo haces por el recuerdo de tus padres y tu hermana, pero eres una mala actriz. Lo tuyo no es el teatro. Ahora comprendo qué quieres de mí: quieres que te ayude a dejar de fingir. Quieres recuperar tu sinceridad.

Lloré de nuevo, pero esa vez me sentía mejor. No quisimos postre.

Lo estaba esperando, y sucedió por fin en la puerta, cuando el último de los camareros había terminado de inclinarse apartando la hoja de cristal para que saliéramos. La noche era fría, lloviznaba. Mario Valle se entretuvo más de lo debido poniéndose la chaqueta y percibí que por primera vez sus ojos se concedían un descanso y bajaban hacia mi camiseta, apretada sobre mis pechos sin sujetador -yo había decidido salir con el disfraz de Exhibición bajo la ropa: el fino tanga negro y los zapatos-, se detenían un instante y volvían a mirarme. Pero al contemplar su rostro y verlo enrojecer, supe que no era mi aspecto lo que más le perturbaba sino la «droga», el recuerdo de lo que yo le había provocado el último día con mis gestos.

– Me encantaría que nos viéramos otra vez -dijo.

– A mí también -reconocí-. Gracias por… todo.

Busqué su mejilla con los labios. El movió la cabeza en coincidencia y nuestras bocas se rozaron por azar. Sonreímos, incómodos, y de repente nos miramos y volvimos a besarnos. Cada beso que nos dábamos parecía nuevo, y el último fue como si no nos hubiésemos besado nunca.

De repente pensé que no podía quedarme un segundo más junto a él.

No podía permitirme ninguna debilidad. No todavía, mientras mi hermana siguiera en peligro.

El Espectador esperaba; yo tenía que seguir siendo actriz.

– Debo irme -dije, pero Valle me detuvo con un gesto.

– Diana… Sea lo que sea aquello que estés haciendo, por favor, cuídate.

Dejé a Valle preocupado y gozoso, moviendo la mano en la acera para despedirme, y me alejé hacia una parada de autobús. Llegué al portal de casa casi a las once de la noche, pero aún había gente caminando presurosa por las calles. «¿Estás ahí? ¿Me sientes?» Miré alrededor, y pulsé el código de acceso. Desactivé las alarmas de mi apartamento, me desnudé hasta quedar en tanga y zapatos y reanudé la Exhibición. «Deséame. Finjo ser tuya. Ven a mí. Quiero engañarte.» Era lo que Gens me había recomendado: «Admite que eres un cebo, no te lo calles a ti misma, no intentes ocultarlo». Sin embargo, cuando acabé, dos horas después, me había desanimado. ¿Cómo iba a poder atraerlo así? Gens chocheaba.

Caí dormida enseguida, en contra de lo que esperaba. Pero no soñé con Mario Valle, ni con su beso, ni con aquella cena tan especial en la que había contado lo que nunca contaba a nadie y me habían dicho lo que jamás me decían. Tampoco con el Espectador. Soñé con todas las víctimas que había conocido, el público lleno de dolor para el cual trabajaba. Aquellos que aún reclamaban mi actuación.

Y cuando el teléfono me despertó a las 6.50 de la mañana del jueves, me preparé para la mala noticia.


– ¿Diana…? -La voz de Miguel. Yo lo escuchaba desde la cama, a oscuras-. Quería… quería que lo supieras cuanto antes… -Rogué por que se tratara tan solo del hallazgo de Elisa Monasterio, pero incluso antes de oírlo supe que no se trataba de eso.

«Es Vera -pensé, con absoluta, horrenda certeza-. La ha elegido a ella.»

20

La noche del miércoles, Vera Blanco repasaba sus labios frente al espejo del cuarto de baño cuando creyó escuchar algo.

– Stop -dijo en voz alta, y la minigrabadora que repetía monótonamente los versos grabados por ella misma de Bien está lo que bien acaba se detuvo.

Escuchó. Nada. Había creído oír el sonido de una cerradura. Algún vecino quizá. Desde que Elisa faltaba, sus nervios saltaban como resortes ante los sucesos más banales. Recordó que, minutos antes, había sonado el teléfono y le había provocado otro sobresalto. No escuchó nada al contestar, y dedujo que se había tratado de una equivocación, pero eso no había impedido que se sintiera estúpidamente nerviosa.

No estaba acostumbrada a encontrarse sola en su casa, era eso lo que le ocurría.

Pese a todo, se asomó por la puerta abierta del baño. Era un gesto absurdo, ya que lo único que podía ver desde allí era el dormitorio, pequeño como el resto del apartamento. Sobre la cama sin hacer, en la que una semana antes había dormido junto a Elisa, estaban esparcidas prendas de disfraz: medias, guantes exóticos, pantalones de malla abiertos, tops transparentes. La luz de la mesilla estaba encendida, y más allá el pequeño salón también se hallaba iluminado. «Qué capulla eres», pensó. Meneó la cabeza sintiendo que sus juveniles mejillas ardían de vergüenza. Acababa de estudiar un artículo de König sobre la importancia del control de la emoción para anular la servidumbre del instinto de placer durante la técnica de Víctima, y ahora, ante el menor ruido, se dejaba llevar por la ansiedad. Una reacción de novata.

Con un suspiro de resignación ante su bochornosa falta de práctica, volvió a repasarse los labios de azul oscuro. Uñas de color verde, labios azules: lo artificioso incrementaba la posibilidad de que la máscara de Víctima saliera bien. Vestía un top hasta el inicio del vientre en un color naranja con reflejos y una malla desde la mitad de las caderas en azul celeste. Ambos colores habían sido escogidos por los ordenadores para facilitar el teatro de Víctima. Luego se cubriría con una cazadora de neolátex con múltiples hebillas para que el Holocausto resaltara por encima. Al inclinarse ante el espejo, el top la hacía parpadear con chispazos de luz reflejada.

Había sido idea suya sumar al disfraz de Holocausto los colores y formas de la Víctima, para que el conjunto fuese más atractivo. Olga Campos había aprobado aquella ocurrencia, lo cual la hacía sentirse orgullosa. Sin embargo, en ella era bastante natural: le encantaba combinar colores, llamar la atención vistiendo de manera exótica, incluso desde niña. Su tío Javier, el hermano de su padre, con quien Diana y ella habían vivido tras quedarse huérfanas, la había apodado «la gitana» debido a su gusto por adornarse con todo lo que encontraba en los baúles de la vieja casa zaragozana donde sus tíos vivían. La casa tenía un bonito jardín por el cual Vera solía pasear con Fantomas, el gato atigrado de su tío, fingiendo ser una princesa de algún planeta lejano. Intentó recordar qué había ocurrido con Fantomas, y cayó en la cuenta de que su tía -la única de su familia que aún alentaba en una residencia, Diana y ella la visitaban por Navidad- le había dicho que había muerto.

Cerró los labios y aprobó el resultado en el espejo. Luego miró el reloj de pulsera insertado en un grillete de cuero en su muñeca: 9.22 de la noche, tiempo de sobra. Cuando acabara con el maquillaje, vestiría ropas menos llamativas para no dañar su cobertura entre el vecindario, se trasladaría al Circo en metro y se prepararía en el cuarto de baño de la estación, donde escondería la mochila con la ropa «normal». Aún no sabía si tomaría alguna droga antes de recorrer el área de caza. Olga Campos no las prohibía ni las recomendaba, pero Elisa solía usarlas cuando…

El recuerdo de Elisa la paralizó un instante. Sus dedos temblaron sosteniendo la barra de labios. «No. Ahora no pienses en ella. Controla tu emoción.»

Pero no podía evitarlo. ¿Cómo evitar pensar en su mejor amiga? Había vivido con ella, estudiado con ella, gozado con ella. La había llevado incluso a la antigua casa de su pueblo durante una tarde inolvidable, dos años atrás, lo cual no había hecho con ninguna otra amiga. Era casi como invitarla a conocer su alma, porque el pueblo de Zaragoza donde Diana y ella habían vivido con sus tíos antes de que Diana fuese reclutada por Víctor Gens, era su lugar, no Madrid. En Madrid solo quedaba una infancia arrasada y un férreo deseo de justicia, primero por sus padres, y ahora por Elisa.

«Para que ese cabrón pague por lo que le esté haciendo. O le haya hecho.»

«No pienses.»

Giró frente al espejo, estirándose el top y estudiando minuciosamente la altura del pantalón sobre la cadera, así como la forma en que la luz descubría su vientre blanco, con un piercing destellante en el ombligo.

Iba a joder a ese cerdo. Lo había jurado. Jamás volvería a hacerle daño a nadie.

Necesitaba un poco de sombra de ojos. Buscó el aplicador y escogió un color muy oscuro. Después de pensarlo, decidió no encender la grabadora de nuevo: ya había oído bastantes veces las mismas frases, y podía acudir a ellas cuando hiciera la máscara. La idea de grabar las frases de la obra relacionadas con la máscara que tocara realizar era de Elisa, y Vera recordó el día en que su amiga se la había contado y le había pedido su opinión. Elisa tenía una fuerte personalidad, pero cuando se dirigía a ella siempre aguardaba su asentimiento. No la presionaba, solo preguntaba y esperaba. Eso complacía mucho a Vera, y la propia Vera sabía que era debido a ser fílica de Petición. Sea como fuere, a diferencia de su hermana, Elisa siempre la tenía muy en cuenta.

Su hermana. Su universo. Su cielo e infierno privados. A veces pensaba que toda su vida se centraba en Diana. Hiciera lo que hiciese, no podía escapar de su inmensa influencia, para bien o para mal. ¿Por qué Diana no se daba cuenta de que ella estaba entregada? ¿Cómo es que no veía que ella la adoraba? Precisamente por eso, por esa adoración ciega que le profesaba, Vera pensaba que habría sido capaz de matarla la semana anterior, cuando supo que Elisa había desaparecido y que la gran Diana, Diana la Cazadora, había influido para que a ella la dejaran fuera de juego. Aunque había llamado a su hermana para disculparse, Dios sabía que seguía hirviendo de rabia.

Acabó de aplicarse sombra en los párpados. Nada en su aspecto era definitivo, desde luego. En un cebo, el disfraz resultaba secundario. «Cómo actúes, y cómo no actúes: eso es lo que importa en una máscara», le había dicho Diana en cierta ocasión. A Dianita le había resultado muy duro que ella quisiera ser cebo también, pero, claro, había acabado cediendo. Recordaba el día en que su hermana se marchó a estudiar a un «colegio especial»: ella solo tenía diez años, y lloró mucho al quedarse sola con sus tíos. Cinco años después, le hicieron las mismas pruebas, y pudo enterarse de qué clase de «colegio» era aquel. Diana, ya profesional, presionó lo que pudo para impedirle seguir el mismo camino, pero solo consiguió que pusiera más voluntad en ello.

Acentuó las sombras mientras daba vueltas a sus pensamientos sobre Diana.

Desde luego, no era de extrañar que fuese una de los mejores cebos del mundo: Diana había nacido para llevar máscaras. Nunca sabías lo que pensaba realmente, ¡era tan astuta! «Es un dios para ti, te dejas influir demasiado por ella», le decía Elisa. Sabía que Elisa y Diana no habían hecho buenas migas, pero en este caso admitía que Elisa tenía razón. En su opinión, ni siquiera la inmensa experiencia de Claudia Cabildo podía compararse con la de su hermana.

Tanto más asombrada se había quedado cuando Diana le dijo que abandonaba.

«Y todo por vivir con un tío como Miguel Laredo», pensó, tensando la mandíbula. El gigoló de los teatros, el guaperas que había dejado la profesión para -oh, por favor- proteger su lindo cutis de las cicatrices. No es que a ella le importase lo que Laredo había hecho, y tampoco estaba celosa -como Elisa había insinuado venenosamente un día- de que su hermana se acostara con él; lo que no lograba concebir era que prefiriese vivir con aquel hombre antes que continuar en la brecha. ¿En eso consistía madurar, en preferir la vulgaridad, la cobardía? ¿En retirarse «a tiempo» antes de que alguien -oh, por favor- pudiese hacerte daño de verdad, como a Claudia Cabildo (o como a Elisa, pero mejor no pienses) Entonces, si tanto miedo tenías, ¿por qué aceptaste ser cebo? ¿Por qué dijiste que sí, hermanita? ¿No habría sido preferible dejar el hábito antes de hacer los votos? ¿A quién tienes realmente miedo? ¿Al Espectador? Quizá su hermana debería haber pedido consejo a Elisa: «¿Qué se hace para ser como tú, Elisa, para salir al ruedo y atraer al toro en vez de meter la cabeza en un agujero como una cobarde de…».

Descubrió que los ojos se le habían humedecido, amenazando todo su laborioso maquillaje. Tomó aire y decidió finalizar los preparativos. Se peinó una vez más el largo pelo castaño oscuro con raya central. Se colgó de los lóbulos pendientes plateados. Cerró las barras de labios y pinturas, hizo acopio de ellas y las introdujo en un bolsillo lateral de la mochila que había dejado en el dormitorio. Regresó al baño y apretó la tecla «Delete», eliminando la grabación con las frases de Bien está lo que bien acaba, una de las obras menos representadas y leídas de Shakespeare, aunque a ella le gustaba la historia de Helena, la protagonista, una «cenicienta» que se lanzaba en pos de su verdadero amor a pesar de la diferencia de clases, e incluso de la oposición del mismo hombre al que ama. En su profesión, las conductas de Helena se relacionaban con la máscara de Víctima, pero a Vera le apasionaba por sí misma la fuerza y el arrojo de la heroína: «¿ Qué poder es este, que eleva mi amor tan alto…?».

Volvió al dormitorio y dejó la minigrabadora en un cajón de la mesilla sin mirar los demás objetos de su interior, que tantos recuerdos le traían de Elisa.

Su portátil estaba en la cama, aún encendido. Cerró el texto anotado de Bien está y abrió el mapa de distribución de cebos en las áreas de caza del Espectador.

Mientras aguardaba a que la página se cargase, sonrió. Dios, cuánto le gustaba aquel trabajo. No podía evitarlo; le daba miedo y le excitaba a un tiempo. La noche anterior había logrado enganchar en el Circo a un joven borracho que había cruzado la fina línea entre la simple molestia y la agresión. Todavía le daba risa recordar lo fácil que había sido: una simple fantasía de Vaughn para liberar su inconsciente y moderar su deseo, mientras adoptaba una postura de Ulrich. Tan solo. Fue guai ver la cara del chico babeante de…

Quedó petrificada.

Esta vez lo había oído muy claro: era el chirrido de una puerta.

Dentro de su apartamento.

La ansiedad le secó la boca. Se dirigió al salón. Con el rabillo del ojo distinguió una figura demencialmente provocativa moviéndose en la pared, y demoró más de lo admisible en percatarse de que se trataba de ella misma reflejada en el espejo de la sala.

A primera vista, el salón estaba como lo había dejado: la pequeña mesa de centro, las butacas, los pósters de sus cantantes favoritos, los restos de una cena apresurada sobre la mesa grande. Más allá, el breve pasillo de entrada y, a la izquierda, la cocina, cuyo interior no podía vislumbrar desde donde se encontraba.

Recordó que la puerta de la cocina chirriaba; Elisa le había dicho más de una vez que tenían que avisar a un técnico, porque no se solucionaba con lubricantes.

La cocina.

No podía haber sido el viento, todas las ventanas de la casa se hallaban cerradas.

Había alguien. Incluso se creía capaz de trazar un plano mental de su recorrido: «Entró en casa cuando me estaba maquillando… Ese fue el primer ruido que oí. Se escondió en la cocina, y al querer cerrar la puerta…».

El corazón le latía fuertemente mientras debatía consigo misma sobre qué hacer.

Al pronto pensó en llamar a la policía, pero enseguida descartó la idea. Qué caramba, ella era un cebo. Ni todo un destacamento de policías era tan peligroso como ella, menos aún si se encontraba disfrazada. Unos gestos de Víctima dejarían clavado a un supuesto ladrón el tiempo suficiente como para intentar engancharlo.

No tenía nada que temer: era el intruso quien debía cuidarse.

Se obligó a avanzar. El silencio era enorme. Cruzó el salón y advirtió que la puerta de la cocina estaba abierta. Recordaba haberla dejado así, pero una alarma recién nacida de su joven instinto empezó a aullar en su cabeza advirtiéndole que, pese a la apariencia, el individuo que sin duda aguardaba oculto allí dentro quería que ella creyese que no había nadie.

«El Espectador», pensó de repente, y sintió como si un reguero de agua helada bajara por su espalda. Pero aquel asesino jamás capturaba en las casas, los ordenadores no las ofrecían como áreas posibles, que ella supiera. Era absurdo suponer que…

Entonces cayó en la cuenta de que no había reparado en lo más banal.

Echó un rápido vistazo al teclado de alarmas de la puerta. No habían sido desactivadas. No había ningún intruso. Se engañaba.

Respiró con alivio. Sin duda, se había confundido con algún ruido procedente del apartamento contiguo. «Dios, realmente estoy nerviosa…»

Más tranquila, recorrió el trecho que le quedaba hasta la cocina, y su sombra se proyectó en el umbral. No vio a nadie. Bien era verdad que la cocina formaba una ele, con un recodo aún oculto donde se hallaba la lavadora, un espacio muy reducido, pero suficiente para albergar a una persona. El último escondrijo posible. Movió un poco la puerta y oyó el típico chirrido. Antes no podía haberse movido por sí sola. Volvió a asustarse.

– ¿Quién es? -preguntó al vacío. Se sintió estúpida hablando allí de pie, sin atreverse a entrar en su propia cocina.


«No entres -le dijo su instinto-. Huye. Vete de aquí.»

Pero era absurdo. ¿Cómo podía haber alguien allí escondido? ¿Cómo había accedido a su casa sin desactivar las alarmas? ¡Por Dios, no había nadie, estaba segura!

O casi.

Decidió entrar. Antes, como buen cebo, se preparó mentalmente para ejecutar el teatro que la salvaría de cualquier improbable agresión.

Con la máscara de Víctima lista, alargó la mano, encendió la luz y entró.

21

Una cosa era cierta: jamás habría vuelto a la granja de no haber sido por Vera.

Pero la llamada de Miguel hizo polvo todas mis dudas al respecto. Fue como una ducha helada: me renovó, me puso en marcha, me dejó insensible.

«Desaparición» era justo la palabra que yo no quería escuchar asociada al nombre de Vera, pero en este caso no había otra manera de expresarlo. Sencillamente, un minuto antes estaba en su apartamento preparándose para salir a cazar, y un minuto después fue como si la tierra se la hubiese tragado. Incluso se perdió la señal de su transmisor subcutáneo. A los imbéciles de turno que vigilaban desde Los Guardeses no les llamó la atención esto último, pues suponían que Vera había «probado el cacharro», y que volvería a activarlo al llegar al área de caza. Pero ni siquiera había constancia de que hubiese llegado al Circo. Las llamadas a sus varios teléfonos resultaron infructuosas. Un registro urgente también; la puerta no había sido forzada, las alarmas funcionaban, no había signos de lucha. A lo largo de la mañana se buscarían huellas y se interrogaría discretamente a los vecinos.

– Padilla ha montado un dispositivo de búsqueda monumental -había añadido Miguel. Recalcó-: Mo-nu-men-tal, cielo… Solo esperan la luz verde de Álvarez para ponerlo en marcha, pero se encuentra de viaje… Me refiero a Álvarez. Están intentando localizarlo. ¿Sigues ahí?

– Sí. -Yo lo escuchaba desde la cama, con la vista fija en el techo.

– Nos preguntábamos si… si Vera te dijo algo acerca de… Bueno, de marcharse a algún sitio, no sé. Es tan impulsiva… ¿Recuerdas algo?

– No, no me dijo nada.

Silencio.

– Cielo, ¿estás bien? ¿Quieres que vaya a verte?

– Estoy bien, gracias. Y no, no vengas. Ya te llamaré. Miguel no había renunciado a su desesperado intento de animarme.

– Los perfis dicen que es posible que no haya sido el Espectador. El apartamento de cobertura de Vera no es un área de caza, ya sabes.

«Pero puede haberla seguido hasta allí, si la vio en el Circo la noche anterior», pensé. También podía haber cambiado de estrategia o de áreas, debido a la colaboración con aquel «empleado» que Gens suponía que era su hijo. Fuera como fuese, sabía que Miguel intentaba darme falsas esperanzas, igual que yo había hecho con Vera aquella misma mañana. Me limité a seguir inmóvil, oyéndolo.

– Además, en el peor de los casos, Vera podría ser el cebo ideal para eliminarlo… Créeme, cielo, todo saldrá bien.

– Vale. Gracias.

A lo largo de mi entrenamiento, algunas pruebas por las que había pasado no requerían de mi inteligencia, mi memoria, mi destreza, mi fuerza física o siquiera de mi voluntad para superarlas. Solo me exigían aguantar. Lisa, llanamente, que el tiempo transcurriese, tictac, tictac, y ese dolor o placer insoportables -no pocas veces una mezcla de ambos- cediera al fin. Mientras Miguel trataba de consolarme hice igual. No especulé con lo sucedido. No me desahogué. No apreté los dientes ni contraje los músculos del cuerpo. Tan solo aguanté, la vista fija en el techo.

¿Y ahora, devochka? Ahora sí que te vas a reír.

Mi viaje a la granja formó parte del mismo ejercicio: pisar el acelerador y aguantar. Salí al mediodía, tras realizar otra extenuante exhibición en casa. Me di una ducha, preparé todo lo que pensaba llevarme, bajé al aparcamiento de mi bloque, cogí el coche, pisé el acelerador y me dio la impresión de que no lo solté hasta llegar a mi destino. Fue un trayecto poco memorable. El cielo gris descargaba a ratos, como sin ganas, pequeñas ráfagas de lluvia. Mientras conducía, pensaba en Vera. Estuve pensando en ella durante la hora aproximada que duró el viaje.

La granja se hallaba a unos ochenta kilómetros al suroeste de Madrid, en una zona despoblada tras la bomba atómica del 9-N. El lugar no había sufrido los efectos directos de la explosión nuclear, pero el gobierno decidió evacuarlo debido al riesgo de radiación. Suburbios, industrias y parcelas agrícolas quedaron abandonados. Y cuando el peligro pasó, los propietarios se mostraron renuentes a regresar. Hubo indemnizaciones, y hasta un ambicioso plan de reconstrucción con ayuda de la Unión Europea, postergado una y otra vez por interminables debates y vaivenes electorales. El resultado de todo ello fue que, varios años después, aquellas tierras se habían convertido en una especie de gran pueblo fantasma con casas y fábricas en ruinas, lugar más que apropiado para instalar el recinto a la vez clausurado y abierto que Gens requería, el monasterio perfecto para sus jóvenes novicios.

Aún hoy me cuesta hablar de la granja. Supongo que he acabado aceptando que se trató de un período indispensable de mi trabajo, y el hecho cierto es que me gustaba mi trabajo. Supongo, igualmente, que los cebos profesionales aprendemos a separar la razón de los deseos, y que en la brecha que se abre entre ambos solo la fuerza de voluntad puede tender un puente. Pero mi ser racional, todo lo que no constituía mi psinoma, se rebelaba indignado ante los recuerdos de las experiencias pasadas allí durante mi formación. Siempre agradecí que el entrenamiento se moderara tras la ausencia de Gens, y que mi hermana no hubiese tenido que vivir aquella indignidad.

Gens despreciaba los teatros oficiales. Muchas máscaras, afirmaba, debían ser aprendidas en aislamiento absoluto y con cierta sensación de indefensión. No pocas veces nos hacía ensayar en alta mar, a bordo de su velero, durante inhóspitas travesías; o en su casa de Barcelona, en la que solo él dictaba las normas. Pero añoraba un ambiente único, apartado y a la vez cercano, donde «sus cebos» se sintieran realmente vulnerables. De modo que cuando eligió aquella granja en ruinas en la zona «fantasma», varios espinazos se doblaron en rápidas reverencias y varias manos se apresuraron a firmar documentos. Eran otras épocas, claro; tiempos de asombro y pánico ante lo que el odio y la locura del «enemigo común» podían llegar a provocar. Entregar una casa apartada y un puñado de adolescentes al doctor Gens para proteger el país no tuvo que costar más a los altos cargos para quienes Álvarez trabajaba que a las autoridades nazis la decisión de ceder laboratorios y niños judíos al doctor Mengele. A fin de cuentas, unos y otros quedaban exculpados, pues eran tan solo rostros anónimos de burócratas que se turnaban con los sucesivos cambios de administración. Si alguna culpa había, sería de Gens; el resto se llamaban «responsabilidades políticas», siempre fáciles de asumir mediante dimisiones. En cuanto a las vejaciones que sufrimos en aquel lugar los jovencitos imberbes a quienes Gens seleccionó para el entrenamiento especial, supongo que lo calificarían de «daño colateral».

El ordenador se ocupó de guiarme a través de la carretera de Extremadura, salida tal, desviación tal, comarcal, vereda. Y al divisarla en medio de los desolados campos manchegos, como tantas otras veces me había ocurrido en los autocares donde nos llevaban a ella, al final de un camino lleno de barro por las lluvias recientes que discurría entre matorrales y promesas urbanísticas, sentí una punzada de angustia pero también un subidón de adrenalina pura; después de todo, aquel era el decorado de las superproducciones de muchas de mis pesadillas.

Tras el bailoteo incesante de los neumáticos sobre el barro, paré el motor en el terreno de acceso y, todavía dentro del coche, contemplé el panorama. Dos cobertizos de tejado ondulado, paredes de piedra con ventanas sin cristales, un viejo molino reconvertido en una especie de torre desmochada para servir de decorado. No diré que eso era todo lo que quedaba, porque eso era lo que había sido siempre. En verano, o cuando Gens lo decidía aunque fuese pleno invierno, ensayábamos en aquel lugar pavoroso que se ofrecía a mi vista. Las demás ocasiones bajábamos a los sótanos, construidos aprovechando una vieja bodega, donde la atmósfera estaba caldeada con climatizadores, pero donde los ejercicios resultaban bastante más duros.

Mientras miraba todo aquello con una especie de estúpida curiosidad, me preguntaba qué hubiese dicho Gens de haber venido conmigo. Quizá: «Alégrate, Diana Blanco, alégrate: este lugar te convirtió en uno de los mejores cebos del país». Puede que fuese cierto, pero no experimentaba la menor alegría por ello. Y en cualquier caso, no había regresado a la granja por nostalgia.

«¿Es aquí donde tengo que esperarte? -le dije mentalmente a mi objetivo, mi presa, mi pasión secreta-. ¿Vendrás a mí babeando, estés donde estés, con tu niño o sin él?» No lo creía, pero no me quedaban más opciones que confiar en Gens. Y de repente pensé que si aquel montón de sufrimientos elaborados con viejos pedruscos me servía ahora para salvar a mi hermana, entonces, oh, por supuesto que sí, profesor…

«Claro que me alegro. Siento una alegría de la hostia.»

Eché un vistazo al reloj del salpicadero y comprobé que faltaban menos de tres horas para que oscureciera. Tenía que ponerme en marcha.

La portezuela de mi Toyota sonó a disparo mortal cuando la cerré tras bajarme; fue eso lo que me hizo percibir el inmenso silencio. Hacía más frío que en la ciudad, pero eso ya lo sabía. Y olores: a tierra húmeda, a madera podrida. Saqué del asiento trasero la bolsa de deporte que traía y me dirigí a la entrada.

El cobertizo principal contaba con una puerta cerrada con un grueso candado, pero aquel detalle parecía ridículo, dada la facilidad con que podía accederse saltando por el hueco de una ventana. Tras sacudir el polvo de mis gastados vaqueros recorrí aquella planta. Se trataba de una sola habitación con algunos recodos. La luz penetraba todavía, aunque ya moribunda, formando cuadriláteros grises bajo las aberturas. En el centro, unas escaleras conducían a la zona subterránea. Pasé frente a ellas, pero por supuesto no quise bajar. Se oían ruidos remotos como de correteos, y pensé que no sería la primera vez que veía ratas en aquel recinto, sobre todo cuando llegábamos tras una larga ausencia. Me estremecí al recordar que, a veces, Gens las utilizaba en los ensayos.

Escombros, paredes desconchadas, hasta algunos de los colchones que usábamos (ahora de pie y apoyados en la pared) y bultos de mohosas cortinas en un rincón: todo estaba más o menos como lo recordaba, aunque con mayores signos de deterioro. Comprendí que dos años de abandono perjudicaban incluso a unas ruinas.

Entonces, al llegar al final del salón, miré casualmente por la ventana hacia una de las ventanas del segundo cobertizo, y vi a un hombre.

Asomaba medio cuerpo por la abertura y apoyaba la pierna en el vano formando un ángulo imposible con el torso ladeado. El conjunto resultaba aterrador, o cuanto menos inquietante, pero también me lo esperaba. Era uno de los maniquíes. Gens los usaba como figurantes mudos en mascaradas o en escenas de Shakespeare. Solíamos disfrazarlos y colocarles nombres de personajes escritos en carteles cuando la escena requería la presencia de varios. Este en concreto estaba desnudo y calvo, y sus ojos pintados aparentaban asombro. Detrás de él, en la penumbra del segundo cobertizo, atisba brazos, piernas y cabezas arramblados en un desorden de fosa común. Maldije a quienquiera que fuese el que hubiera colocado aquel muñeco en la ventana con el fin de dar un susto de muerte al visitante. Sabía que había grupos de gamberros incordiando en la zona «fantasma» del 9-N, y rogué (por el bien de ellos) que no se les ocurriera molestarme.

En todo caso, ni ratas ni gamberros constituían mi principal preocupación.

Regresé junto a los colchones, dejé la bolsa de deporte en el suelo y la abrí. No quería ocultar que había venido a esperar. «Hazlo todo sin disimulo, como si tu propia realidad fuese también un teatro», había aconsejado Gens. Saqué un par de bocadillos envueltos en celofán, un termo de café, una botella de agua mineral, una manta y una linterna plana de larga duración. Tumbé uno de los colchones y lo sacudí para apartar el polvo. Mohoso, pero apropiado. Me senté en el colchón, saqué de la bolsa mi notebook, abrí los archivos con la máscara de Holocausto diseñada por los perfiladores y le eché un vistazo mientras comía y tomaba sorbos de agua.

Cuando me sentí preparada, comencé. Me quité la cazadora y las zapatillas de deporte por comodidad, pero no la camiseta amarilla de tirantes ni los vaqueros ni los calcetines. «Nada de disfraces, y no te desnudes. Haz la máscara como si lo tuvieras delante de ti», había dicho Gens. Primero ejecuté la versión clásica de Holocausto y luego la nueva de los perfis. Gens había asegurado que daba igual la que eligiera. «Solo importa que no seas sutil. Hazla toda, con los gestos y voces que suprimirías en un ensayo. Utiliza los recuerdos del lugar donde estás, piensa que haces teatro para atraerlo. Ante todo: sé completamente impura.» Aquello significaba que no debía ocultar por qué y para quién lo hacía. «No disimules tus propias dudas», había añadido, y eso sí que me salía bien. De hecho, al tiempo que me contorsionaba y gemía sobre el colchón no podía dejar de pensar que todo aquello era una estupidez. No era posible atraerlo encerrada a kilómetros de las áreas de caza. Aunque en teoría una máscara podía llegar a ser percibida a distancia por el psinoma de la presa sin que esta fuera consciente de ello, solo funcionaba con objetivos inespecíficos. Lo llamábamos «red de arrastre»: capturabas peces inocentes también. Una presa concreta exigía una distancia concreta. Gens estaba pirado.

Sin embargo, seguí adelante. Mi tarea no era entender sino persistir, sin destino, sin voluntad. Ser cebo era ser nada, o menos que nada. Ni siquiera tenía que «obedecer» como un soldado a su superior. «Yo tenía» o «yo hacía» eran erróneos. Solo dejando de ser «yo», siendo «eso» que se retorcía sobre aquel asqueroso colchón entre jadeos, sudor y mejillas rojas, me perdería a mí misma. Y solo perdiéndome a mí misma podría confiar en que la bestia me encontrara y se agachara a morderme.

Y cuando lo hiciera, mi cepo se cerraría implacable sobre su garganta.

Al acabar, volví a ponerme la cazadora y me calcé y, aún sentada en el colchón, devoré el segundo bocadillo empujando los trozos con sorbos de café. Luego extendí la manta, me arrebujé en ella y me preparé a pasar varias horas de espera. Te olfateará, irá hacia ti. Pensé que ya había seguido todas las instrucciones de Gens. Sin entenderlas, sin asumirlas, pero al pie de la letra. Fueran o no una locura, las había ejecutado fielmente, como de costumbre. Ya no podía hacer más.

Vendrá hacia ti aunque tenga que arrastrarse por todo Madrid babeando.

La trampa estaba montada, y ahora solo era preciso esperar a que la pieza la olfatease y se acercara a ella.

La trampa era yo.


No recuerdo con exactitud cuándo supe que sucedía algo.

La noche había comenzado a levantarse en las ventanas, eso sí lo sé, porque la atmósfera tenía esa borrosa cualidad azul de las horas tardías en pleno campo. Los rincones del salón ya eran solo nidos de tiniebla. Yo me hallaba en cuclillas sobre el colchón envuelta en la manta, mirando hacia la creciente oscuridad y oyendo el vagabundeo de las ratas, cuando me percaté. Fue como esas veces en que decimos: «¿Cómo es posible? Lo tenía todo el tiempo junto a mí, y no lo veía…». Todo el tiempo.

Las ratas.

De repente no estaba segura de que fueran ellas quienes producían aquel ruido.

Escuché. Se repitió. Silencio. Se repitió. No había cesado, que yo supiera, desde que había llegado a la granja, pero no parecía un simple rebullir de roedores. Era como cuando respiramos sobre un cristal y oímos nuestro propio aliento: una crepitación sorda, ondulante. ¿De dónde procedía?

Intrigada, salí de la manta y me asomé por el hueco de la ventana más próxima, pero el campo, ya negro, y la torre en ruinas del molino no se oían; solo rachas de viento frío al agitar los matorrales. También había silencio al otro lado, en el segundo cobertizo, donde yacían los maniquíes.

Quedaba una tercera posibilidad.

Tras unos cuantos segundos de búsqueda torpe debido a la oscuridad, hallé la lámina delgada de la linterna y la sostuve como una placa de policía contra mi mano. La luz, enorme y pura, convocó sombras en las paredes. Me dirigí a la angosta escalera del centro de la sala y bajé despacio, pensando que la puerta de acceso al sótano estaría cerrada, pero no era así. El gancho del candado se hallaba vacío. La empujé con la mano izquierda alzando la linterna con la derecha y haciendo crujir la vieja madera, como en las clásicas películas de terror. Detrás, solo tinieblas. Tanteé, recordando las luces, pero, por supuesto, lo único que hicieron los interruptores fue ruido; el gobierno no iba a pagar la electricidad de un recinto inútil. Entonces apunté al interior con la linterna.

Fue como recibir un golpe. Me detuve, aturdida, ante la mareante invasión de imágenes. «Junto a esa pared, a Lilian le… En aquella esquina, Claudia y yo… Dios mío, ese era el alto taburete de metal… y el diván rojizo, apolillado, donde…»

Ninguna persona ajena a la granja habría visto lo que yo, desde luego, sino tan solo un espacio de negrura húmeda y gélida, sin salida al exterior, con algunos muebles viejos. Quizá le habrían llamado la atención los maniquíes apoyados en las esquinas y la sorprendente presencia de una cabina de ducha en un rincón. Pero no hubiese podido imaginar la perenne orgía de cuerpos adolescentes, las escenas teatrales gritadas por nuestras jóvenes gargantas, las idas y venidas de Gens señalando, dirigiendo.

Era difícil para mí avanzar por aquel campo minado de mi memoria. No bien daba un paso cuando otra vergüenza me saltaba a la cara. Allí había dejado de ser una niña para siempre. Allí, Cecé y yo, como tantos otros, nos habíamos convertido en pura rabia y pura mentira. Allí el teatro nos había estallado dentro. Pero no eran las horas de crueldades fingidas o reales que soportábamos lo que más humillación me causaba recordar, sino la vacua mirada de Gens detenida en nuestros cuerpos con minuciosa concentración, como el armero experto observa la pistola que fabrica día a día.


Por supuesto, ni la oscuridad ni el estado del lugar suponían un obstáculo a la hora de explorarlo; albergaba un plano mental como grabado a fuego de la disposición de aquel antro, y tras escuchar el ruido de nuevo, más cerca, y superar la primera impresión, me moví con soltura.

Sabía que el sótano constaba de dos grandes escenarios a cada lado de un pasillo que conducía a otras habitaciones: un almacén para props y disfraces, un comedor y una cámara al fondo, amplia, que nos servía de dormitorio. Todo dispuesto para pasar varios días olvidados de Dios y los hombres. El ruido provenía de más allá del pasillo. Tac tac, clop clop. Salí del primer escenario y dirigí la luz hacia las habitaciones, negras como boca de lobo. Sorteando algunas tablas, penetré en el siguiente escenario. Reconocí el gran espejo de cuerpo entero con marco de metal colgado de la pared de la entrada y el enorme telón rojo del fondo sobre la tarima de madera.

También había dos o tres personas de pie, en la oscuridad.

Mi impresión no fue muy grande, pero aun así sentí como si toda mi sangre fuese refresco y alguien me agitara antes de abrirme. Hallar un maniquí en una extraña postura era una cosa, y otra muy distinta encontrarlos vestidos con gorgueras, jubones, botas y faldas, como en los viejos tiempos. Los demás -una buena docena- seguían desnudos y sucios en el suelo. Era como si alguien hubiese escogido precisamente aquellas tres figuras y las hubiese desempolvado y arreglado solo para la ocasión.

Los dos maniquíes masculinos se apoyaban en la pared frente al espejo, el femenino se recostaba contra el telón. Me acerqué a los primeros y comprobé con cierto asombro que portaban pequeños letreros prendidos de la ropa, semejantes a los que les colgábamos en los ensayos: «Angelo», «El Duque». El primero con jubón negro y capa, el «Duque» con una especie de brocado. Un ojo del «Duque» había sido raspado por el tiempo o las ratas, «Angelo» era calvo. Ambos alzaban las manos como pidiendo clemencia. Era perturbador imaginarlos así, quietos en la oscuridad.

Recordaba la obra a la que aludían, Medida por medida, una de las comedias más perversas de Shakespeare. Angelo, hombre de rígida moral a quien el Duque deja el gobierno durante su aparente ausencia, siente de pronto el deseo lujurioso de poseer a una monja que le ruega por la vida de su hermano, pero el Duque lo descubre y castiga. Según Gens, aquella pieza, que hablaba de la justicia implacable -«medida por medida»-, contenía también las claves ocultas de la máscara de Castidad.

Lo más llamativo, sin embargo, eran los carteles; me fijé en que la tinta de rotulador brillaba bajo la linterna, como si alguien los hubiera escrito recientemente.

Estaba valorando aquel hallazgo cuando, de repente, el ruido se repitió a mi izquierda, muy próximo esta vez. Apenas necesité mirar para saber qué lo producía.

El viejo telón que ocultaba toda la pared del fondo, desde el techo al suelo de madera de la tarima, se agitaba parsimoniosamente, y el maniquí femenino, apoyado en él, oscilaba sin llegar a caerse. El ruido lo formaban la ondulación del cortinaje y el repiqueteo de los pies de plástico contra la tarima. Se repetía. Cesaba. Se repetía. Pensé en las ráfagas de viento que removían los matorrales. Pero era absurdo: sabía que detrás de aquel telón no había aberturas, solo una pared de lona y ladrillos. Se trataba de un trampantojo que usábamos para ciertas máscaras.

Se repetía. Tac tac, clop clop. Cesaba.

El maniquí parecía asentir con su rubia cabeza. Llevaba peluca en vez de una toca religiosa, y por tanto no representaba a Isabela, la monja de Medida. En realidad, no portaba cartel alguno. Vestía un ajado ropaje estampado con flores rojas, y sus manos alzadas mostraban el dorso, como invitándome a acercarme.

Sintiendo como si viviera un sueño, puse un pie en la tarima, que emitió un sonido quejumbroso, aparté el maniquí con suavidad y lo dejé acostado sobre la madera. Me concentré en el telón. Lo movía el viento, sin duda, y al apartarlo descubrí por qué.

Era una puerta. En la pared. El hecho de que siempre hubiese estado allí podía no resultar obvio, pero así me lo pareció, ya que el trabajo era detallado: la hoja, abierta hacia el lateral de mi derecha, estaba forrada de trozos de ladrillo. Cerrada, resultaría difícil de descubrir. A ello se unía que aquella pared siempre se hallaba cubierta por una lona de color crudo, que ahora alguien había descolgado y dejado caer bajo el telón.

Más allá, un angosto pasillo parecido a la entrada a una mina abandonada. El aire llegaba desde su densa tiniebla, por lo que debía poseer una salida al exterior, pero durante el trayecto se impregnaba de fetidez. Era como si algo muerto me soplara en la cabeza, desordenando los cabellos que no había sujetado con la goma y borrando como a lametones el sudor de mi rostro. Moví la linterna en el umbral para examinar la construcción. El suelo era de tierra, pero las paredes estaban cubiertas de finas tablas, como las entrañas de un viejo barco.

¿Qué era aquello? Desde luego, no parecía un trabajo reciente, pero yo no lo recordaba. Había pasado años entrenándome a escasos centímetros de aquel tabique, y todo lo que había visto siempre era una lona sobre unos ladrillos. Nadie me había revelado nunca la existencia de aquel túnel, o lo que fuese. Me pregunté un instante si tendría que sentirme mal por ello o, por el contrario, agradecida.

¿Y cómo era que estaba ahora al descubierto, y con aquellos maniquíes señalándolo? ¿Quién lo había preparado todo? Quizá había sido Gens, y entonces se trataría de otra de sus pistas o desafíos, pero si era así, ¿qué significaba?

Di un paso, luego otro. Incluso antes de decidirlo racionalmente, ya estaba recorriéndolo. Al pisar la tierra miré hacia arriba, temiendo que algo pudiera desmoronarse sobre mí, pero el techo, aunque fuera de mi alcance, no era muy alto y revelaba una cuidada labor de mampostería, con tablas cruzadas en aspa. En algunas de estas había números y letras escritos con tiza, misteriosamente preservados del deterioro: «2A», «2B», «3C», «4D»… Advertir aquel orden arquitectónico me provocó un extraño escalofrío.

El pasillo era un camino recto, pero en un momento dado las tablas a mi izquierda se esfumaron, formando una abertura. Lo que aparentaba ser un nuevo ramal no era sino una pequeña cámara sin salida con las paredes de madera forradas de anaqueles metálicos vacíos. Retorné al pasillo y me detuve.

Crujidos. Golpes remotos. Pasos.

– ¿Hola? -dije en voz alta -. ¿Quién hay?

Silencio, ruidos de nuevo, y terminé suponiendo que, después de todo, sí que podía haber ratas. O quizá el maniquí que falta. Quizá Isabela, caminando bajo su toca blanca. Me sentí estúpida ante aquella brusca fantasía, pues sabía que los fantasmas existen, pero son siempre personas vivas. ¿Acaso era mi amor secreto? Pero ¿cómo había descubierto el Espectador aquel túnel?

Hallé otra cámara algo mayor a la derecha, con una mesa y una silla plegable metálicas y tomas de corriente instaladas en el suelo. En las tablas de la pared, ganchos clavados a alturas variables. Pasillo abajo había otras dos cámaras. Todas las puertas se hallaban abiertas, aunque todas poseían cerrojos, pero las puertas de aquellas dos cámaras tenían los cerrojos por fuera. Y si la primera me había parecido un almacén y la segunda un pequeño despacho, el fin concreto de estas últimas se me escapaba: más ganchos en paredes y suelo, cadenas colgadas del techo, más enchufes…

No era que no comprendiese para qué podían servir algunas de esas cosas. Mi curriculum quizá no resultaba útil a la hora de obtener un trabajo honrado, pero estaba repleto de experiencias reales o fingidas en decorados así. La memoria de los cebos profesionales tiene un cuarto de Barbazul que procuramos no abrir nunca, y hubo momentos durante mi exploración en que las bisagras del mío hicieron ñic y vislumbré ciertas escenas que prefería no recordar: el psico que me había tenido colgada de los brazos durante horas antes de que yo pudiese engancharlo, los sádicos que me encadenaron a la pared y se divirtieron apagando cigarrillos en mi piel hasta que logré que uno de ellos eliminara al otro… Recintos sin aire, mordazas, oscuridad y cadenas formaban parte de mi vida. Mi cuerpo albergaba pequeñas cicatrices, como rúbricas, de comienzos de torturas que, por fortuna, siempre había logrado detener a tiempo. Pero, incluso en sus comienzos, la tortura es de esa clase de aprendizajes que nunca olvidas, como montar en bici.

Creía saber para qué podía servir aquel reducto clausurado, pero no por qué ni para quién. A fin de cuentas, nuestro entrenamiento en la granja ya contaba con ejercicios donde te dejaban atada y encerrada durante horas y solo te visitaban para vapulearte. No comprendía la existencia de una zona «censurada»; era como ocultar un solo quirófano en todo el sangriento hospital. ¿Qué había ocurrido allí?

Unos metros más allá, el suelo del corredor empezaba a ascender. Tenía que haber una salida al otro extremo, y debía de estar abierta, a juzgar por el aire que recorría el pasadizo. Quizá había respiraderos a la entrada en los que no me había fijado, y que le daban fuerza a la corriente. En aquel punto había otra cámara, un reducto asfixiante con una letrina mohosa en el suelo donde -esta vez sí- distinguí una rata de verdad escabullándose. Retrocedí asqueada y me fijé en que había una cámara más en la pared de enfrente, que me había pasado desapercibida antes debido a que tenía la puerta cerrada, aunque el cerrojo no estaba echado. La empujé con la punta de la zapatilla de deporte y oí un golpe. Algo había chocado contra ella, un obstáculo. Hice presión con la mano libre, pero la puerta no acababa de abrirse, de modo que me asomé por la abertura.

El terror convirtió la luz de mi linterna en un foco teatral manejado por un loco.

No grité, o no recuerdo haberlo hecho, pero tampoco sé cuánto tiempo estuve mirando aquello, intentando asimilarlo. Como siempre me sucedía cuando me arrojaba de cabeza a la piscina helada del pánico, no logré hilvanar luego un solo pensamiento coherente acerca de mí misma en aquel momento; mi organismo tomó el relevo, y todo lo que yo era se disolvió en todo lo que veía.

En realidad, aquella cámara no tenía mucho de especial en comparación con las demás. Había mantas en un rincón, maderas podridas, humedad. Lo diferente estaba en el techo. Se trataba de cuatro muñecos colgados del cuello a las tablas superiores por sendas cuerdas. Tres eran más bien muñecas calvas, sin brazos, sucias y desnudas. El cuarto muñeco era grande, de tamaño natural, y su presencia constituía el obstáculo que la puerta no lograba salvar. También estaba desnudo, y, aunque no le faltaba ningún miembro, la expresión de su rostro de ojos saltones mostraba mucho más sufrimiento que el de sus compañeras. Se balanceaba suave, pesadamente, y a sus pies había una silla volcada y ropas elegantes de caballero.

Era Álvarez.


– No acudió al trabajo en toda la mañana -me explicó Miguel cuando lo llamé por segunda vez esa noche, su voz tranquilizadora resonando en el interior de mi coche mientras yo conducía a toda velocidad de regreso a Madrid-. Al principio pensaron que estaba de viaje, pero ni en su casa ni en el ministerio sabían nada… A mediodía se le dio oficialmente por desaparecido… ¿Y dices que encontraste su coche?

– Sí, al salir de ese… túnel. Hay una trampilla que da a la parte de atrás de la torre, y estaba abierta. Álvarez aparcó en ese lugar, por eso no lo vi cuando llegué.

– Ya. -Miguel hacía pausas, como si tomara notas-. Tuvo que ser horrible descubrirlo, cielo. Lo siento.

– No fue un espectáculo agradable. -Me mordí el labio mientras adelantaba vehículos que parecían inmóviles en la autopista-. Miguel, ¿estás seguro de que no tienes ni idea de lo que es ese túnel?

– Ni idea. Pero si ya estaba allí cuando ensayábamos, entonces es lógico que no lo sepa… Yo era cebo también en aquella época, ¿recuerdas? Y, por cierto, había leído la letra pequeña de mi contrato, donde se menciona lo del material clasificado…

Yo no disponía de mucha paciencia para soportar el clásico afán legalista de Miguel, pero intenté controlarme.

– Ya sé que no nos contaban cosas. Lo que me pregunto es qué era…

– No lo sé. ¿Lo recorriste todo? Supongo que no tocarías nada… Ahora mismo hay un verdadero ejército de sabios de chaleco fosforescente examinando el lugar.

– No, no toqué nada… Obviamente, Álvarez sí lo conocía.

– Obviamente -repitió Miguel y escuché su titubeo-. Supongo que sabes que querrán hablar contigo. Tengo ahora mismo como una docena de llamadas perdidas y cinco en espera, dos de ellas de Padilla… Se las arregla para llamar a la vez desde dos teléfonos distintos, ya sabes -añadió, hallando espacio para una pequeña broma que me hizo sonreír-. Lo que quiero decir es… ¿realmente fuiste a la granja a… a reflexionar?

Yo le había contado aquella idiotez para evitar hablarle de mis planes con Gens. Aun cuando Miguel sabía que Gens seguía vivo, ignoraba que yo había acudido a él, y desde luego yo no estaba dispuesta a revelar nada en aquel momento. De modo que repetí mi versión, añadiendo que me sentía nerviosa por la desaparición de Vera y necesitaba meditar regresando al sitio donde me había convertido en cebo. Pero de repente se me ocurrió que la pregunta de Miguel implicaba otras cosas.

– Oye, lo de Álvarez ha sido un suicidio, ¿no? -dije mientras el primer semáforo que encontraba a la entrada de Madrid me hacía detenerme. Los oídos me zumbaban.

– Desde luego. -Miguel parecía sorprendido de que yo fuese quien lo dudara-. Cuando llamé a Padilla para informarle, me dijo que acababan de descubrir una nota de despedida en su despacho… Y, a decir verdad, era de esperar: últimamente andaba muy quemado con el trabajo. Seguro que eligió la granja por su aislamiento…

«Oh pobre. Muy quemado. No quieras ver cómo estamos nosotros, los cebos», pensé con cierta furia, recordando la última vez que había visto a Álvarez, casi dos semanas antes, para presentarle mi dimisión. Sentía, en verdad, pena por él (ese rostro espantoso, como si ahorcarse hubiese sido una lenta tortura), pero no tanta.

Había detalles que seguían chocándome. Quise comentarlos con Miguel.

– Esos maniquíes que preparó, con personajes de Medida por medida… Es raro. Creo recordar que Álvarez no sentía ningún interés por nuestro trabajo…

– Últimamente había leído algunas cosas sobre filias y teatro. Padilla me lo dijo.

– Pero ¿por qué atar esas muñecas al techo, Miguel…? Tan parecidas a… -Me detuve, dejando que intuyera lo que no me atrevía a decir.

Renard.

– Comprendo lo que insinúas, cielo -murmuró Miguel-, pero debo recordarte que Renard murió hace casi tres años, cuando iba a ser arrestado…

– Ya lo sé, pero ¿por qué Álvarez haría algo así?

– ¿Por qué hacen las cosas que hacen los que se vuelven chalados? -repuso Miguel-. Supongo que tuvo sus razones, aunque nunca las sabremos… Cielo, debo colgar o Padilla enviará a los GEO a derribar la puerta de mi casa…

– De acuerdo. ¿Seguro que podrás contener la avalancha hasta mañana? Estoy agotada, Miguelín, no quiero hablar con nadie… Yo misma hablaré con Padilla mañana a primera hora, te lo juro. Y haré un informe.

– No hay problema. Espero que no. -Emitió una risita-. Son casi las once. Les diré que necesitas dormir y que podrán hacerte las preguntas mañana. Lo que importa es que descanses… Primero lo de Vera, y ahora esto… Necesitas reponer fuerzas, cielo…

«Necesitaría haber capturado ya», pensé. Pero ningún Espectador había venido babeando hacia mí en la granja. Me reprochaba haber hecho caso a un viejo demente.

De pronto, mientras llegaba a mi calle y bajaba al aparcamiento, me asaltó otra imagen: me vi acostada en la cama vacía que me aguardaba, ese nido de sábanas donde incubaría mi insomnio, y deseé pedirle a Miguel que viniera, de rogárselo casi. Quería abrazarlo, sentir su cuerpo tibio contra el mío. Pero sabía que no era posible. Él tendría que dar la cara por mí hasta el día siguiente.

– Te amo, cielo, no lo olvides -dijo Miguel, y la comunicación se cortó.

– Te amo -dije en voz alta, venciendo el nudo en la garganta que me oprimía-. Te amo, te amo…

Aparqué y apagué el motor, pero no me bajé. Aguantar, ¿no era eso lo que mejor sabía hacer? Soportar en silencio.

Pasé un rato viendo mis lágrimas caer sobre el volante. Pensaba en Miguel, en Vera, en mi fracaso como cebo, en Gens y en aquel túnel oscuro al final del cual Álvarez había decidido poner fin a su propio fracaso, fuera el que fuese. Pero sobre todo en Miguel, en mi deseo de hallar consuelo en su presencia tranquilizadora.

Instantes después, cuando logré serenarme, la Diana que montaba guardia en mi conciencia sentenció: «Estás agotada, gilipollas. Vete a la cama. Mañana verás las cosas de otra forma».

Acepté el consejo y salí del coche. A medio camino por el solitario aparcamiento, atestado de vehículos, recordé que había olvidado la bolsa de deporte en el asiento de atrás, maldije entre dientes, di media vuelta y casi choqué contra alguien.

Cazadora color púrpura, larga visera de gorra de béisbol, rastas hasta los hombros, rostro mortalmente hermoso cuando lo alzó hacia mí. Era un niño.

– ¿Sabes lo que eres? -me dijo sin énfasis.

En ese instante algo cruzó ante mi cara con gran violencia, y fue como si un telón cayera sobre mis ojos.

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