Mis grandes conjuros funcionan,
y estos, mis enemigos, están todos atados.
La tempestad, III, 3
Claudia Cabildo sonrió. Ni siquiera necesitaba usar de nuevo la pistola: los había enganchado fácilmente con un Enigma. Duraría solo unos minutos, pero Miguel ya estaba fuera de combate tras el disparo, agonizando en el suelo. En cuanto a Diana… Bien, no representaba problema alguno.
De hecho, su presencia otorgaba al plan un excitante cambio de rumbo.
La contempló a la luz de la linterna.
– Siempre te has pasado de lista, Jirafa. Es tu gran defecto.
Diana Blanco, la puta afortunada. No sabía, nunca había sabido lo que era sufrir de verdad a manos de alguien. Quizá había llegado el momento de que lo aprendiera.
Oyó gimoteos desde un rincón. La imbécil de Vera seguía temblando, acurrucada sobre la tarima del escenario. Tampoco tenía nada que temer de ella: estaba poseída, y antes había gritado y golpeado la puerta de la celda siguiendo sus instrucciones. Ella controlaba la situación. Los demás solo eran figurantes a su servicio, maniquíes, extras en una obra que ella misma había escrito y ahora protagonizaba.
Retornó a Diana y notó que movía los labios.
– Dime, cariño. -La incitó-. Seguro que tienes muchas preguntas…
– Te suicidaste… Te vi morir, quemarte viva…
Claudia soltó una carcajada.
– Resucitar de verdad es lo único que las máscaras no pueden lograr aún. Todo fue un teatro. Has estado viendo mi guiñol todo el tiempo. Incluso tú misma has sido una excelente marioneta. Llevo dos años creando esta obra. No está mal, ¿eh?
Mientras hablaba, había empezado a quitarse el viejo vestido proveniente, como los demás, de la guardarropía de la granja. Lo hizo descender por las estrechas caderas hasta los tobillos, sacó un pie, luego el otro. Debajo llevaba un mínimo top de tirantes, una pequeña falda fruncida, leotardos hasta las rodillas y tacones, todo en negro. Un vestuario muy apropiado para la Labor, la filia de Diana.
– Claro, no lo he hecho todo yo sola. Padilla colaboró desinteresadamente. Lo poseí hace un año, unos meses después que a Nely. Me resultó muy útil tener en mis manos a nuestro director, Jirafa, toda una pasada, tía. Fue Padilla quien utilizó los protocolos de las reuniones de urgencia, por ejemplo, y citó a Álvarez en un lugar apartado, dentro de un coche, el mismo día en que tú te entrevistabas con Gens en la Zona Cero. Yo estaba esperándolo en el asiento de atrás, hice un Ambiguo en cuanto Álvarez entró y lo programé para que se ahorcara aquí mismo dos días después. Lo suyo fue fácil. Lo de capturar al viejo, algo menos. El viejo no se fiaba de nadie, claro. Yo ya sabía que no había muerto en el jodido balandro, que vivía oculto, incluso contaba con cebos guardaespaldas. Me temía. Intentar que Padilla lo localizase habría sido ponerlo sobre aviso. Pero el propio Padilla me había dicho que tú eras la única a quien Gens había permitido contactar con él. Ignorábamos la clave sobre el «señor Peoples», pero estaba segura de que si se lo pedías tú, el viejo daría un saltito y asomaría la nariz, estuviera donde estuviese. Eso sí, no podía usar máscaras contigo para obligarte a acudir a él, Gens lo habría detectado. El viejo era caza mayor, ya sabes. De modo que usé a tu hermana. La excusa del Espectador era justo la que necesitaba: un psico de los grandes, complejo, un enigma propio para Gens… Toda buena trama necesita excusas. Así que, una noche Nely y yo nos dirigimos al área de caza de Elisa Monasterio, la compañera de Vera, y cuando pasó junto a nuestro coche salí y la poseí. La oculté en el sótano de mi casa y la programé. La policía acabará encontrando su cadáver en el fondo de un embalse al noroeste, donde ella misma se arrojó. De ese modo la conducta de Vera te sonó más lógica. Genial, ¿eh? Cebos que usan a cebos como presas para capturar a otros. Parece una obra de William.
Tras quitarse el sucio vestido, Claudia hizo una pausa y empleó cinco segundos en realizar una Labor. Usó la forma clásica de Gonylov: giró en un ángulo y a una velocidad precisos, llevó las manos a los frunces de la falda y contrajo los músculos de la espalda iluminándolos con la linterna al tiempo que mostraba fugazmente los glúteos. Luego se situó de perfil y pareció meditar. Por último, de frente, piernas rígidas y abiertas. La máscara de Labor se basaba en intensos contrastes: músculos al tiempo que fragilidad, delicadeza versus violencia. Ariel y Calibán, las dos extrañas criaturas que sirven al mago Próspero en La tempestad, eran sus símbolos: espíritu del aire, semidemonio de la tierra. En su última obra escrita en solitario, Shakespeare había querido ofrecer las claves secretas de la Labor. La técnica de Gonylov utilizaba tales contrastes.
El rostro crispado de Diana y la forma en que entreabrió los labios le probaron la fuerza con que la máscara se había abatido sobre su psinoma.
«Enganchada», se dijo. Ahora era cuestión de no soltarla. Continuó:
– Por supuesto, poseí a Vera también gracias a mi ayudante de escenografía, el querido Padilla, que la hizo visitarme una vez. Vera tenía el código de acceso de tu piso de cobertura, y no necesitó forzar tu puerta cuando entró aquella mañana. Fue ella quien escondió la muñeca en el fondo de tu armario y se dedicó a instalar microcámaras en los visores de tu salón y dormitorio antes de que llegaras. Así empecé a controlar tus movimientos y llamadas. Luego peleó contigo, rompió el retrato de tus padres… Todo muy realista, ¿verdad? Admítelo. Tú te lo tragaste. Sabía que intentarías cazar al Espectador para salvarla, de ese modo te obligaba a pedir ayuda a Gens, y eso hiciste. Y en cuanto supe dónde vivía el viejo, pude controlarlo también a él. Al enterarme de que te había enviado aquí para ensayar, hice que Álvarez viniera a primera hora, y colocara los maniquíes y letreros antes de suicidarse… Necesitaba involucrarte poco a poco, hacer que ataras cabos… Gens había creado a Renard con el hábito de abandonar muñecas ahorcadas junto a sus víctimas, ¿no? Decidí hacer lo mismo. Era mi mensaje: «Renard ha vuelto», quería decir. Utilicé el símbolo de Medida por medida, la obra de la justicia. Quería que Gens sudara y se angustiara antes de que fuese a por él. Los últimos toques resultaron maestros, debes reconocerlo. Secuestré a tu hermana la noche en que iba a salir a cazar, tras programarla para que me abriese la puerta cuando yo la llamara por teléfono. Me escondí en su cocina y realicé una Petición cuando entró. Le ordené desconectar el chip subcutáneo y me la llevé. Así creerías que era otra víctima del Espectador y eso te obligaría a pringarte más en el asunto. La oculté primero en el sótano de casa, luego aquí. Por supuesto, siguiendo mis instrucciones, Padilla modificó los resultados de los análisis informáticos…
Se detuvo. ¿Por qué le parecía que Diana parpadeaba demasiado? Estaba segura de que no podía desengancharse haciendo uso de su voluntad tan solo, pero de sobra sabía lo peligrosa que era su ex compañera. La miró a los ojos un instante y los parpadeos cesaron.
– ¿Qué te pasa, Jirafa? ¿Nerviosilla? Calma y «escucha un poco más». -Le agradó recordar aquella frase de Próspero, el mago de La tempestad-. ¿No quieres saber cómo logré «morir»? Lo llevaba planeando casi un año, pero hasta este verano no encontré a la chica ideal: una ucraniana, camarera en un bar de Ibiza. Olena. «Leni» para los amigos, como nos confesó cuando la poseí. Su parecido físico conmigo era extraordinario. La cité con el anuncio de una falsa agencia de castings y la poseí durante la prueba. Era fílica de Poder, fue sencillo: técnica de La comedia de los errores. Luego usé mis dotes especiales para programarla. Instrucciones fáciles al principio: tendría que venir a Madrid en el primer avión en cuanto la llamara de nuevo. Cuando hallaste a Álvarez la llamé y la escondí en el sótano. El domingo, después de que me visitaras y me hicieras esas preguntas, supe que había llegado el momento de mi «suicidio». Me había ocupado incluso de hacer creíble lo de disponer de gasolina, debido a la excusa de la cortadora de césped. Nely solo tuvo que atraerte fuera de la habitación, y, zas, se produjo el cambio: Olena pasó al interior por la ventana, y yo, que acababa de interpretar el papel de la chica traumatizada que lo ha recordado todo, hice mutis por el mismo sitio y aguardé fuera mientras ella, vestida y peinada como yo, se incendiaba ante tus narices. Con la casa a oscuras debido a mi «crisis de nervios», tu confusión fue más fácil. Ordené a Olena que corriera quemando todo lo que pudiese, ya que había escondido a varias personas en el sótano durante días y el fuego borraría los rastros. Luego me dirigí a mi coche, donde había dejado a Vera, y me alejé antes de que llegaran los bomberos. Oh, no me mires así. La chica quería una oportunidad como actriz, ¿no? Y yo se la di. Fue un papel muy «ardiente» -agregó, divertida-. Pero necesario; con tu declaración y la de Nely, Padilla no tuvo problemas a la hora de reclamar el cuerpo sin necesidad de autopsia. Fin de la obra: Claudia Cabildo muere. Y hoy, tras asistir a mi supuesto funeral, el viejo decidió que ya no tenía nada que temer de mí y ni siquiera se hizo acompañar por sus guardaespaldas de costumbre al regresar a casa. Yo lo esperaba allí. Un Aura me bastó. Le ordené hacer la maleta y avisar como si se marchara de viaje. Luego lo traje a la granja y le dije: «Ya que tanto te ha importado siempre tu brillante cerebro, voy a concederte el placer de tocártelo en vida…». -Rió, regocijada con su propia frase-. Comenzó a destrozarse el rostro con sus propios dedos. Lo de vestirlo como Leontes y colocarle la máscara se me ocurrió después, cuando supe que tendría que traeros a Miguel y a ti a la granja. Hice que Gens te llamara. El repetía mis palabras conforme las oía… Sinceramente, Jirafa, no quería acabar de esta forma. Yo solo pretendía matar a Gens y a tu estúpida hermana y luego desaparecer, puf. -Hizo un gesto en el aire-. Te echarían la culpa, te encerrarían y yo empezaría desde cero en alguna isla desierta, como Próspero. Pero gracias a tu brillante sugerencia de la pulsera, habríais localizado a Gens antes de que yo hubiese logrado huir… Así que me obligaste a improvisar. Lo dicho, te pasaste de lista, cariño. Y mira lo que has logrado, que me cargue también a «tu» Miguel. En fin.
Diana volvía a parpadear. Ahora temblaba. Parecía esforzarse en hablar.
– ¿Por… Por qué… todo?-dijo.
A Claudia la pregunta se le antojó estúpida.
– ¿Te refieres a por qué he hecho todo esto? ¿Qué te parece la palabra «venganza», Jirafa? Yo creo que se queda corta. Pasé un año vomitando cada vez que me dormía, ¿lo sabías? Cerraba los ojos, volvía a ver a esos hombres con máscaras que fingían ser uno solo tocándome o aplicándome corrientes, y me despertaba dando arcadas… Más de una vez quise matarme durante ese año, pero me lo impedían. El gobierno me pagaba una casa y un sirviente, pero la primera estaba llena de visores de conducta y la segunda era un ex cebo. Comprendí que era mejor fingir que seguía pirada delante de las escasas visitas que recibía: los médicos, Padilla, tú… Entonces, al año siguiente, decidí actuar por mi cuenta. Un día llevé a Nely al único lugar de la casa que no contaba con visores: su cuarto de baño. Allí la poseí enseguida. Descubrí que el experimento Renard me había dotado de nuevos recursos… A partir de ese momento, Nely fue mi principal herramienta. Lástima que también haya sido para ella su última actuación…
Dirigió la linterna al suelo, cerca de la tarima de madera. Parecía haber allí un maniquí despatarrado, pero a la luz se advertían tendones, piel bronceada, rizos de un cabello azabache. El charco de sangre bajo su cabeza ya estaba seco.
– No he bautizado aún a su personaje -dijo Claudia-. Tendría que llamarse «Ariel», quizá. El siervo espiritual. Padilla fue mi «Calibán», el esclavo bestial. Lo curioso es que, cuando poseí por primera vez a Padilla, solo quería interrogarlo… Necesitaba saber qué había ocurrido con Renard, por qué todas mis máscaras habían fracasado con él… Y, oh sorpresa, me contó lo inesperado. -Torció la cara-. ¿Te imaginas escuchar eso? ¿Te imaginas oírle decir lo que hicieron conmigo? ¿Puedes hacerte una ligera idea, Diana Blanco, de lo que te sucede cuando crees que has sido torturada más allá de cualquier límite por un psico, y averiguas que fueron tus propios jefes? -Repasó con la vista la atlética figura del cebo-. No, no puedes. Has sido una niña mimada. El departamento te tuvo siempre más respeto, Jirafa… Y a la hora de elegir una cobaya, pensaron: «Mejor Claudia. Es más bajita. Perdemos menos»… -Intentó dominarse. Agregó-: Te confesaré algo. Al oír a Padilla, me entraron ganas de ordenarle que rompiera un espejo y se comiera uno a uno los trozos. Pero entonces pensé que jamás podría vengarme del resto si hacía eso. De modo que fui paso a paso. Nuestro querido director era una pieza clave, y antes de destruirlo lo exprimí al máximo. Me sirvió para conseguir un coche, crear la falsa compañía de castings y reclutar a Olena en Ibiza aprovechando la temporada en el balneario… Y para atraer a Álvarez, claro. Con Álvarez fui piadosa, hasta cierto punto… Con el señor Julio Padilla no lo fui. A fin de cuentas, Álvarez se había limitado a dar el visto bueno a lo de Renard. En cambio, Padilla había apoyado a Gens desde el principio. Fue idea suya construir este túnel, Jirafa, ¿lo sabías? Quería obtener el Yorick tanto como Gens, y elegirme para el proyecto le costó mucho menos que aplastar una mosca sobre su calva. Por eso, en la última programación, incluí algunas órdenes divertidas para su familia. Y hoy, noche de Halloween, tercer aniversario del inicio del genial experimento, lo llamé y lo puse en marcha. Solo tuve que decirle: «Hazlo». Al oír mi voz por el auricular, su psinoma tomó el mando, y ya solo sintió placer. En cambio, Nely no ha sufrido en exceso. Le ordené que se degollara con los dedos antes de que llegarais, tan solo. Era preciso: después de más de un año de posesión su psinoma no habría sabido sobrevivir a solas y habría resultado peligroso abandonarla. Por supuesto, no deben relacionarla con esto, así que haré desaparecer su cuerpo… Lo siento mucho, Nely -agregó en dirección al cadáver-. Por si te sirve de consuelo, te diré que los demás lo van a pasar mucho peor…
– E-e-ella te… que-que-quería… -dijo Diana-. I-i-gual que Ve-ve-vera y yo…
Temblaba y tartamudeaba como si tuviese fiebre. A Claudia le intrigaba aquella reacción ante el enganche, pero supuso que cabía en lo posible.
– ¿Quererme? -Casi por primera vez sintió que se enfurecía-. Supongo que no pensarás que tus visitas compasivas a lo largo de todos estos jodidos años y tus palmaditas en la rodilla te hacían mejor a mis ojos, ¿verdad, super-woman? jamas hemos sido amigas, de modo que, ¿por qué venías? Te lo diré: para no sentirte culpable. Éramos dos, igualmente válidas… No, yo más válida que tú, siempre… Y cuando ese viejo cerdo decidió destrozarme a mí, supiste que estabas viva solo por favoritismos, y venías a decirme: «Oh, cuánto lo siento, Cecé, te dieron por el culo para conservarme a mí…». Claro que lo «sentías», hija de puta… ¡Sentías un gran alivio!
Sumida en la furia, Claudia no percibió el cambio en la postura de su presa hasta que fue demasiado tarde. «Es imposible -pensó-. No puede desengancharse tan…»
En el instante en que lo pensaba, recibió un puñetazo.
No fue un gesto muy hábil, sin embargo, no tuvo dificultad alguna en esquivarlo. Diana intentó golpearla otra vez, pero se movía como un boxeador grogui y solo logró perder el equilibrio. Claudia no le permitió otra oportunidad. Se cogió el hombro derecho con la mano izquierda al tiempo que se inclinaba y flexionaba una rodilla. De inmediato alzó los brazos en un gesto de rendición y tensó los músculos pectorales mientras lanzaba un extraño gemido. Típica maniobra rápida de Labor. El efecto fue instantáneo: pareció como si, de repente, Diana no supiera qué hacía.
– Hija de puta -volvió a decir Claudia, recobrando el dominio.
Se preguntó cómo lo había logrado su ex compañera. ¿Cómo había conseguido atacarla pese al enganche? Iluminó el suelo a los pies de Diana y lo supo. Las gotas de sangre seguían cayendo desde el vendaje sucio y deshecho que colgaba de su mano izquierda. Meneó la cabeza, impresionada con la táctica de Diana: había estado arañándose el muñón todo aquel tiempo, hasta soltarse los puntos. El intenso dolor había atenuado el placer y debilitado el enganche.
No se enfrentaba a ninguna novata, desde luego. «Es jodidamente peligrosa.»
Pero ella era más rápida. Y contaba con un excelente entrenamiento: había estado estudiando las complejidades de la máscara de Labor en previsión de que llegara el momento de poseer a su poderosa colega. Sosteniendo aún pistola y linterna, llevó las manos al borde de la falda y se la quitó, acentuando el esfuerzo con gestos calculados. Lo que hipnotizaba a los de Labor era eso: la apariencia de esfuerzo. También se despojó de los zapatos. Su cuerpo era ahora una anatomía blanca y tres guiones negros: top, tanga y leotardos. Mostró el perfil y miró a Diana en un gesto final. Alzó la linterna por sorpresa, iluminando el rostro del cebo desde cerca. Comprobó que no parpadeaba: se hallaba ya en un estado próximo a la preposesión.
Pero necesitaba cerciorarse. Toda precaución era poca con aquel demonio.
– Quítate la cazadora y dámela -le ordenó. Diana obedeció de inmediato y Claudia arrojó la cazadora lejos-. Arrodíllate. -Diana casi se dejó caer sobre las rodillas. La linterna revelaba el intenso sudor en su rostro y la piel de sus brazos y bajo el cuello, otra prueba de preposesión. La camiseta de tirantes color naranja que llevaba se pegaba a su cuerpo húmedo-. Golpéate la cara con la mano derecha. -Vio caer a Diana de lado, alcanzada en el pómulo por el dorso de su propia mano, sus largas piernas enfundadas en vaqueros perdiendo el equilibrio. Pero de inmediato se incorporó y retornó a su postura de rodillas alzando el rostro, como si esperase el siguiente golpe. Ni siquiera se había quejado. Aquella reacción era definitiva.
Ya no había duda, Diana se hallaba por completo bajo su control, y ni siquiera un dolor intenso le permitiría volver a moverse voluntariamente.
La observó un instante, con plena conciencia de su poder sobre ella: Diana a sus pies, la espalda arqueada, la garganta ofrecida, jadeante, dispuesta a acatar su voluntad. Como Nely Ramos, Álvarez, Padilla o Gens. Mis encantamientos no se rompen. Solo le molestaba el hecho de no poder poseerla del todo aún. Tal cual estaba, en aquella posición de inferioridad, lo habría logrado tan solo cambiando el tono de voz hasta convertirlo en una especie de musiquilla, como las misteriosas canciones del espíritu Ariel, pero sabía que eso habría estropeado su minucioso plan. Acabaría poseyéndola, desde luego, pero no antes de hacer lo que debía.
Reforzó aún más la máscara con un gesto de aparente afecto; bajó la cabeza y se acercó, dejando que sus rodillas rozaran la camiseta de Diana. No quiso apresurarse. La sensación de dominar a una presa como aquella era nueva, y muy intensa. Como si fuese una pianista virtuosa, se deleitaba pulsando una tecla en su psinoma con una presión exacta, y observando los resultados: un tic en el párpado, un gemido suave, abrir o cerrar la boca… No odiaba a Diana, pero descubrió que siempre había querido mostrarle quién de las dos era mejor.
– Te diré lo que pienso hacer, Jirafa -susurró moviendo la linterna sobre su rostro como una amaestradora sobre la cabeza de su delfín favorito-. Es sencillo. Una venganza no es perfecta si atrapan al vengador. Tú y yo somos dos de los mejores cebos de Europa: solo una de nosotras podría haberlo hecho todo, así que te necesito para que se olviden de mí… Aunque estoy «muerta», podría iniciarse una enojosa investigación si no apareciera un culpable pronto, lo cual me desagrada, porque en cuanto termine de recoger y borrar mis huellas, me largaré. Sí, de acuerdo, tú te pasarás el resto de tu vida drogada en una cárcel o en un hospital, pero yo he estado tres años en el infierno, Jirafa. Es un negocio justo.
Le divertía observar cómo Diana intentaba rozar su mano con los labios cada vez que la acercaba. Por supuesto, ella la retiraba antes, provocando en la muchacha gestos caninos de adoración. Era preciso no permitirle tocar su piel desnuda aún, ya que podría quedar poseída antes de tiempo.
– Voy a poseerte. -Le anunció-. Luego te ordenaré que mates a tu hermana y te entregues a la policía. -Observó el cambio súbito de expresión de su adoradora, y supo que aún le quedaba considerable voluntad. No iba a poder ordenarle tales cosas sin poseerla, y sospechó incluso que si Diana perdía el contacto visual con ella durante cierto tiempo volvería a desengancharse. Pero tal cosa no iba a suceder, el placer le arrancaría hasta el último residuo de voluntad con la misma facilidad con que un bañista se desprende con los dedos la piel quemada por el sol. Padilla había violado a su amadísima hija paralítica y se había mutilado debido a ello. Ninguna voluntad era capaz de frenar un placer tan devastador, y Claudia lo sabía.
Haría lo que se le antojara con Diana.
– Igualmente -prosiguió-, te declararás culpable de las muertes de Álvarez, Padilla, Gens y Miguel… No habrá sorpresas: eres un cebo veterano, pensarán que has caído al foso. En realidad, si no hubieses mencionado la pulsera, a estas horas estarías encerrada y quizá ya te habrían acusado. Pero es mejor así, de este modo no quedarán dudas… Tú misma lo confesarás. Sin embargo, necesito poseerte primero, y ahí está el problema. Como sabes, el análisis de los microespacios de un crimen puede determinar si la persona que lo cometió estaba o no poseída. Así ha pasado en los casos de Álvarez y Padilla. Lo mismo ocurriría contigo, y no puedo permitirlo. Me interesaba que quedaran rastros de posesión incluso en Gens, pero no en ti, porque tu papel en la obra es ser culpable… Ahora bien, ¿cómo evitarlo? ¿Acaso existe alguna forma de engañar a un ordenador cuántico? Resulta que sí. He estado experimentando con Padilla y los ordenadores del departamento: la máscara Yorick puede lograrlo.
Sonrió como aguardando alguna reacción por parte de Diana ante aquella noticia, pero comprendió que su esclava ya no podía comportarse racionalmente: acuclillada, la cabeza hacia atrás, se entregaba a Claudia como a un orgasmo inacabable.
– Oh, sí, la máscara Yorick existe, Diana -afirmó-. Gens la arrancó de mí a cambio de hacerme pedazos. Y el propio Gens temía y deseaba al mismo tiempo que yo la mostrara. Por eso se ocultó, pero en Madrid. El viejo brujo esperaba, encerrado en su cueva, protegido por cebos guardaespaldas, a que yo apareciese… Y su pequeño Ariel no le defraudó. No he tenido tiempo de interrogarlo a fondo, pero creo que, de algún modo, supo que el experimento Renard no había sido un fracaso… Quizá lo intuyó en los últimos días, poco antes de que los políticos, escandalizados, le obligaran a interrumpir la prueba y fingieran «rescatarme». En realidad, el Yorick no es otra máscara sino un añadido. Yo lo llamo «el toque especial Claudia». No solo sirve para reforzar hasta límites nunca vistos cualquier tipo de máscara, sino que el placer ocasionado es tal que el psinoma de la víctima se hunde, ¿sabes? Literalmente. Como el libro de Próspero: más hondo de lo que puede alcanzar ninguna sonda… Y a esa profundidad, la expresión del placer se confunde con el dolor o la locura. Ningún ordenador puede rastrearlo. ¿Ventajas? Obvias. ¿Desventajas? Tardas más tiempo en preparar la posesión, pero…
Retrocedió un paso. Fue un movimiento calculado. Su presa gimió frustrada al ver que el intenso objeto de su placer se alejaba unos centímetros. Claudia contaba con eso: incrementaría las ansias de Diana antes del teatro definitivo.
– … pero tengo una noticia mala y otra buena, super-woman. La mala es: ya la he preparado… -Era cierto. La técnica del Yorick consistía en imaginar la máscara con exquisito detalle, como si la estuviese realizando: no solo cada gesto, sino el conjunto percibido por la presa. Cuanto más tiempo pasaba concentrada en ese todo, Claudia notaba que el Yorick se reforzaba más, como si se tratase de una batería recargable conectada a la corriente. Y en aquel momento ya lo tenía a punto-. La buena noticia es todo lo que vas a disfrutar, tía. Casi te envidio. Ríete de los orgasmos. A partir de ahora tu sexualidad consistirá en recordar cómo le volaste la tapa de los sesos a tu herma…
En ese instante algo empujó sus piernas por detrás haciéndola tropezar con el cuerpo arrodillado de su víctima. Casi percibió cómo el fino sedal que la unía al psinoma de Diana se quebraba.
Y, mientras caía al suelo, oyó el agónico grito de Miguel Laredo:
– ¡Diana! ¡Su… pistola!
Me hallaba sumergida como en una melaza, densa, empalagosa.
¡Diana…
Los nombres no existían. ¿Qué era un nombre si no una forma de separar? Pero, en mi percepción, un brazo era parte del cuerpo y también del aire en que se movía. Decorado y actores formaban un todo indivisible.
… su…
Ruidos e imágenes se asemejaban a admirar un largo pasillo desde varias perspectivas o las facetas de una gema bajo la luz. La mano izquierda y la mandíbula me dolían, sí, pero se trataba tan solo de un color añadido al fondo, un bordado del ropaje. Mi única sensación importante, o la única que recuerdo, era casi geométrica: como si yo fuese un círculo aún no cerrado, un trazo que esperaba su momento para concluir.
… pistola!
Entonces aquellas huesudas rodillas chocaron contra mí. Hubo un leve cambio de escenario. La luz giró como el foco de un campo de concentración durante una fuga masiva de prisioneros. Y vi público: un nutrido grupo de cadáveres en trajes de época, puestos de pie. Uno se parecía a Ana Bolena, pero aún tenía la cabeza sobre su sitio.
A partir de ese instante la realidad se reanudó.
– Eh, sigues vivo, Miguel… -Escuché.
De repente todo sucedía demasiado rápido, como si alguien hubiese acelerado la imagen de vídeo. Yo me hallaba sentada en el suelo, aún aturdida por el golpe contra Claudia, y cerca de mí había una pistola. La reconocí; era el arma desmontable con que Miguel me había amenazado en casa. Creí recordar que Claudia la sostenía y acababa de caérsele. Miguel quería que yo la cogiese por algún motivo.
Tendí la mano hacia ella, pero la voz de Claudia volvió a sonar:
– Parece que no dediqué suficiente tiempo a mejorar la puntería estos años…
Se había levantado y, aprovechando el impulso, lanzó la pierna derecha contra el cuerpo de Miguel, que continuaba acurrucado en el suelo. Pese a no llevar zapatos, el golpe propinado con el hueso del talón fue brutal. Miguel soltó un gemido y rodó dejando un rastro húmedo y oscuro hasta alcanzar la base de un maniquí, que se desplomó sobre él. Allí se quedaron ambos, muy quietos. Entonces otra mano entró en mi campo visual como un fino tentáculo y atrapó la pistola.
– Pero mi error tiene remedio, ¿no? -dijo Claudia, y apuntó hacia Miguel.
Trae a las niñas, Oksa.
Ver a Claudia golpear a Miguel me hizo reaccionar.
Nada que Claudia me hubiese dicho o hecho hasta ese momento me importaba demasiado. Era consciente de que había estado preposeída y de que Claudia había perdido el control sobre mí debido al empujón de Miguel, que, pese a estar herido, se las había ingeniado para arrastrarse hasta sus piernas mientras ella hablaba. Intervine tan solo porque quería impedir que disparase.
Salté hacia ella en el instante en que, con un sonido de chapa de lata de cerveza, algo mortal e invisible escapaba del pequeño cañón. No llegué a tiempo de tocarla antes de que efectuara el disparo, pero mi ataque la hizo moverse para rechazarlo, con lo cual la bala cambió de rumbo. Mientras la embestía, escuché un impacto, y rogué por que fuese un destrozo inofensivo en la pared.
Ya no podía hacer nada más por Miguel, ahora tenía que preocuparme de mí.
Claudia podía estar delgada, pero era pura fibra, recia como una cuerda marinera, y casi me hice más daño yo al golpear su vientre. Al menos logré desplazarla y nos convertimos en uno de esos artilugios inventados por nuestros ancestros para volar: yo era el motor, Claudia manoteaba. Cruzamos media habitación, y pude apartar a tiempo las manos antes de que se produjese el choque final.
Pero no dimos contra la pared, y lo supe al escuchar el ruido del armazón metálico: era el gran espejo cubierto por el telón. El cristal no parecía haberse roto. Por fortuna, yo tampoco.
La pistola.
Ya he dicho que no soy una luchadora experta. Sin embargo, estaba entrenada en el orden de prioridad básico de cualquier pelea. «Primero desármala.» Aproveché el golpe contra el espejo y agarré la muñeca derecha de Claudia. Tuve que hacerlo con la mano derecha, ya que la izquierda, con el vendaje destrozado, me dolía en exceso. Vi de refilón que Claudia sonreía, sentí su aliento en mi cara como tras un ensayo extenuante en la que ambas nos hubiésemos acariciado. Me dijo algo, pero no la oí. Al fin la pistola saltó de sus dedos y cayó en algún lugar ignoto. Creí comprender lo que había dicho: «¿Quieres quitármela? Ahí va».
Ella misma la había soltado.
Claudia tampoco era una luchadora experta, claro. Éramos cebos, éramos tramposas. No se trataba de ver quién tenía más fuerza sino de quién engañaba mejor. Y mientras atraía mi atención hacia el gesto de soltar el arma, alzó el muslo izquierdo de una forma tal que su cuerpo casi pareció flotar en el aire.
Fui proyectada hacia atrás por la brutal patada. Extendí los brazos y una muchedumbre de fantasmas polvorientos me recibió, brindándome un falso apoyo, como una reina desfallecida ante súbditos aduladores. Intenté agarrarme a ellos, pero lo único que logré fue volcar algunos maniquíes. Creí que Claudia me golpearía de nuevo y procuré levantarme con rapidez, pero no lo hizo.
– ¡Bien, super-woman! -exclamó-. ¡Así! ¡Levántate!
Me lanzó el puño, pero lo esquivé. Encajé el siguiente golpe, y la sangre me corrió por la barbilla.
– ¡Vamos, muévete, Jirafa! ¡Pégame!
La táctica de Claudia no variaba: esperaba, golpeaba, esperaba. Entonces comprendí por qué. Quería mantenerme a distancia, no pelear. Su propósito no era que perdiese la conciencia, ni siquiera vencerme, sino engancharme de nuevo. Estaba preparándose para una máscara. Ello me llevó a improvisar un plan.
Me había desplazado hacia una esquina, la que se hallaba frente a la salida y el espejo que usábamos en los ensayos. El telón que lo cubría se había desprendido de un lado y colgaba del otro, bloqueándolo parcialmente. Amagué una caída tras un nuevo golpe, para quedar de espaldas a Claudia, muy cerca del espejo y preparé mi propia máscara en cuestión de décimas de segundo.
La filia de Claudia era de Sangre. No tenía nada que ver con los vampiros, sino con la atracción provocada por un cebo que ha inhibido su psinoma en beneficio de un decorado intenso donde predomina el color rojo. Gens la relacionaba con Enrique VIII, una de las últimas obras del dramaturgo, escrita en colaboración con otro supuesto miembro del Círculo Gnóstico, John Fletcher. Las curiosas y abundantes direcciones escénicas y los decorados majestuosos, así como el púrpura del vestuario de personajes como Wolsey, incluso el hecho de que el rey protagonista se hiciera célebre por decapitar a algunas de sus esposas, eran símbolos ocultos de la máscara. Los líquidos rojizos como la propia sangre reforzaban el efecto. Gens nos hacía ensayar la técnica derramándonos una botella de vino sobre la piel desnuda.
Hice un veloz repaso de los elementos: luz -la linterna en manos de Claudia-, disfraz -mi camiseta manchada de sangre- y fondo -el telón rojo ornamentado del espejo-, y decidí que eran ideales. En el siguiente turno de «espera» entre los golpes salté frente al espejo y giré hacia Claudia portando la máscara.
Me salió bastante bien, pero había olvidado un detalle. O dos.
Claudia también era buena.
Y se había vuelto incluso mejor.
Fue como un póquer. Sentí que giraba lanzándole un full, y casi creí ver en su sonrisa la mano que despliega cuatro ases.
Y un comodín al final. El joker de la baraja. Yorick.
Parte de mi mente, la que no quedó nublada por completo en ese instante, comprendió que tenía que tratarse del Yorick, porque la Labor que ejecutó, aunque impecable (abrir los brazos, contraer los bíceps, apuntar con la linterna hacia su vientre), jamás me habría arrebatado de esa forma por sí sola.
Pero el Yorick la convirtió en algo abrumador.
Di un respingo y golpeé contra el espejo, aferrando el telón con ambas manos.
– Ah -dijo Claudia, recobrando el resuello-. Mírala: cautivada.
Así era como me sentía: no estaba poseída aún, pero ya no podía apartar la vista de ella. Todavía era capaz de pensar, de buscar explicaciones, y sin embargo me estaba dejando arrastrar de nuevo por aquel cuerpecito menudo. Era como tragar un cargamento de afrodisíacos y comenzar a percibir los primeros síntomas: calor, pulso acelerado…
– Oh, por favor, Diana. -La pequeña diosa movía la cabeza de cabellos cortos y rubios, en gesto de reproche, frente a mí-. ¿Has intentado atacarme con una máscara? Tienes valor, desde luego… Déjame que te diga algo: llevo preparándome para esto desde hace años. Incluso sin el Yorick podría contigo, Jirafa.
Intenté pensar con claridad. Hablé, jadeante:
– Estás mordiendo el palo… Matarás a los que de verdad te amamos, Claudia…
– ¿Amarme de verdad? -repuso extrañada-. No te entiendo. ¿Quién ama «de verdad»? ¿Mis padres? ¿Gens? ¿Nely? ¿Acaso tú? No existen los sentimientos «de verdad», Jirafa, ¿no lo sabías? Solo hay psinoma. Teatro. Máscaras.
– Yo nunca te he hecho daño, ni Miguel tampoco…
– Ya te expliqué: te necesito para salir bien librada. Y a tu chico lo trajiste tú.
– Estás enferma… Has caído al foso… Necesitas ayuda…
Confiaba en que mis palabras le provocaran rabia, y el afecto controlado con que me sujetaba se debilitara. Fue un error. Claudia lo percibió enseguida y contraatacó a su manera: girando en semiperfil, la rodilla izquierda flexionada y los músculos de sus largos y flacos muslos en tensión, mientras hablaba de manera que su voz parecía brotar con esfuerzo:
– ¿Tú crees? Es posible…
Fue como si una oleada de fiebre me atravesara de pies a cabeza. Casi hubiese sido capaz de dibujar sobre mi cuerpo el trayecto de aquel rayo de placer. Me arqueé, aún aferrando el telón, proyecté las caderas hacia Claudia y emití un gemido prolongado. No pude articular ni una sola palabra más.
Todavía de perfil, Claudia estiró el elástico del tanga y sujetó la linterna entre la cinta y el vientre. La luz, colocada de esa forma, apuntaba hacia su torso y rostro desde abajo, creando insólitos contrastes. Sus músculos a flor de piel quedaban realzados, y hacia ellos se dirigió mi mirada prisionera. Claudia estaba construyendo con su cuerpo y la luz un decorado de Labor tan majestuoso que sentí que la saliva fluía de mi boca abierta. Entonces miró un instante a Miguel y a Vera, sin duda para asegurarse de que esta vez ninguno de los dos la interrumpiría. No parecía probable: Miguel yacía desmayado o muerto junto a la pared opuesta, y la forma de acurrucarse sobre la tarima de Vera hacía pensar que seguía poseída.
Sin apresurarse, Claudia se volvió de nuevo hacia mí. En sus ojos, alrededor de los cuales la linterna creaba un antifaz de sombras, flotaba un brillo burlón.
– Por fin solas, tú y yo. Imagínate el Yorick en este punto, colega. Mientras peleábamos, he seguido cargándolo. Será una experiencia pionera. Nadie ha sentido tanto placer en la puta historia… Te mearás de gusto mientras matas a tu hermana y a Miguel, tía, será la hostia, créeme. Qué lástima que después no recuerdes nada. Luego llamarás al departamento… Voy a hacerte viajar al cielo, Jirafa. Así descubrirás lo que yo supe con Renard: cuánto se parece al infierno. Dos extremos insoportables.
Sabía que no fanfarroneaba. Mientras hablaba, separó las flacas piernas afirmando los pies, las puntas dirigidas hacia mí, y comenzó a alzar los brazos iluminada por la linterna desde abajo. Era como si una luz procedente de sus ingles hiciera resplandecer toda su figura.
Comprendí que en pocos segundos ya no habría vuelta atrás. Los últimos jirones de pensamiento coherente escaparían de mi cabeza como los objetos de la cabina de un avión a gran altura con el fuselaje destrozado.
– Te diré una última cosa -susurró Claudia mientras las sombras de sus manos trepaban como hiedra, a un ritmo preciso, por la pared que tenía detrás-. Nunca fuiste mejor que yo. Eras guapa, chula… Gens te conservó por eso, a él le gustabas. Pero nunca fuiste como yo. -Sus flacos brazos se elevaban como un amanecer: cuando completaran su ascenso, el sol de la máscara me cegaría del todo. Casi podía oír la aplastante llegada del placer, su rumor de pesada maquinaria haciendo vibrar todos mis órganos. Disponía solo de algunos segundos. Pero era preciso calcularlos, y la concentración me costaba cada vez más-. Yo le di el Yorick, Jirafa… -agregó mientras sus brazos casi finalizaban su recorrido; me fijé en las manos, abiertas, girando con la suave exactitud de módulos de nave espacial-. Fui yo quien lo obtuvo, no tú… Recuérdalo para siempre.
– Enhorabuena, Cecé -dije.
Entonces lo hice.
Éramos cebos, éramos tramposas. Esperaba haberla engañado con el intento de máscara que había realizado antes. En realidad, tal como acostumbraba, contaba con un segundo plan, más extraño. Mi propósito había sido colocarme delante del espejo y aferrar el telón que lo cubría por una esquina. En el instante en que Claudia realizaba los gestos finales, hice lo único que se me permitía hacer en el estado en que me encontraba. No podía atacarla, no podía escapar, ni siquiera cerrar los ojos.
Pero podía dejar de resistirme, caer a sus pies.
Y eso hice, dejando que el peso de mi cuerpo me arrastrase, como una fan ante su actriz idolatrada. Mis manos, aún aferradas al telón, tiraron de él. Había esperado que bastara aquel impulso para arrancarlo del marco.
El telón cayó conmigo.
No grité al recibir el brutal golpe en las rodillas, y ni siquiera «desperté», como en las fantasías sobre hipnotizados. Pero comprobé que conservaba un reducto de conciencia, de voluntad propia.
Ignoraba si ocurría lo mismo con Claudia.
Seguía inmóvil frente al espejo, donde veía reflejada su propia imagen paralizada en el gesto final de la máscara. Yo había improvisado aquel plan esperando que, al ver su reflejo, Claudia perdiese la concentración y los efectos de la máscara sobre mí se atenuaran, pero el resultado final había superado todas mis expectativas. ¿Qué podía sucederle? No recordaba ningún precedente sobre un cebo poseído por sí mismo.
Me alejé a rastras de ella y quedé durante un rato jadeando en el suelo. El retorno de sensaciones físicas no placenteras -el dolor del muñón, de los golpes- me hizo pensar que el control de Claudia sobre mí se disipaba. Seguía mareada, como bajo los efectos de una fuerte resaca, pero me hallaba libre.
Levanté la cabeza. Claudia continuaba en la misma postura: las piernas separadas, los brazos en alto. No parecía siquiera respirar. Era algo tan extraño, tan horrible, que aparté la vista tras unos instantes de intensa fascinación, evitando mirar su rostro.
En aquel momento no podía pensar en qué hacer con Claudia; otras personas reclamaban mi atención.
Corrí hacia Miguel y respiré aliviada al comprobar que aún tenía pulso, aunque débil. Até de nuevo el vendaje sobre mi mano para poder utilizar los dedos que me quedaban y restañar mi propio sangrado. Encendí la linterna de Miguel y bajo su luz le desabroché la camisa y examiné la herida. La bala había penetrado un poco por debajo de la clavícula izquierda. Seguía vivo de puro milagro. Por fortuna, había recibido un solo disparo, pero la frialdad y el brillo de sudor de su piel me hicieron pensar que estaba entrando en estado de shock. Me fijé en que él mismo había intentado detener la hemorragia con la mano, y lo ayudé usando mi cazadora. Saqué el teléfono móvil, aunque suponía que sería inútil porque Claudia habría conectado inhibidores de llamadas. Sin embargo, la pantalla me informó de que tenía cobertura. Quizá se había sentido muy segura de controlar la situación y había descuidado otras precauciones, o le había desconcertado el hecho de traernos a la granja. Llamé al departamento, que era más rápido que la policía, me identifiqué y expliqué que había un cebo malherido.
Cuando colgué, vi que Miguel giraba la cabeza para mirarme. Me incliné sobre él y le susurré que lo amaba. Lo abracé queriendo cerrar aquella herida con todo mi ser, impedir que su última sangre se perdiera, conservar al menos aquella sangre final. Cerró los ojos, y pareció caer en un sueño profundo. «No voy a dejarte morir», pensé.
Me volví hacia Claudia. No creí que se hubiese movido ni un milímetro. «Tiene que ser el Yorick», supuse. La máscara de Labor que estaba ejecutando nunca habría provocado aquel efecto en ella, pero recordé sus palabras cuando dijo que el Yorick era un «añadido» que aumentaba hasta extremos inconcebibles el placer de cualquier máscara. «Está contemplando el reflejo del Yorick en el espejo, y eso la posee», deduje.
En ese instante oí un gemido desde otro sitio del escenario.
Recordé a mi hermana y apunté la linterna hacia ella: continuaba acurrucada en la tarima, aunque había alzado la cabeza y me miraba directamente. Fue tan maravilloso comprobar cómo sus ojos perdían el velo de confusión que los había cubierto que casi me olvidé de Miguel.
– ¿Diana? -murmuró.
– Sí, soy yo. Calma, todo está bien. -Aparté la linterna para no cegarla.
Me observaba por encima del hombro, temerosa, como si esperase recibir un golpe, pero existía una clara diferencia entre el miedo y la posesión: Vera salía de su particular pozo cada vez más. La vi reaccionar con pánico al descubrir a Claudia.
– ¿Qué… le ocurre?
– Intentó hacer una máscara -expliqué-. Creo que se ha poseído a sí misma.
– ¡Es… es horrible!
– Lo sé. No la mires. Ayúdame a mantener esto apretado contra Miguel, por favor. -Le indiqué el bulto húmedo de mi cazadora. Vera se acercó y colaboró. Sentí que el hecho de poder ser útil la tranquilizaba de alguna forma. Nos miramos y ella empezó a sollozar.
– ¡Claudia quería… quería hacerte daño…! ¡Yo la odiaba, pero debía obedecerla!
– Olvídalo -susurré.
– ¡Yo quería parar! ¡Pero ella insistía y yo tenía que…!
– Ya basta, Vera. Estamos juntas, es lo que importa.
– ¡Yo la odiaba, Diana! ¡La odiaba! ¡La…!
Sabía lo que intentaba: improvisaba burdas explicaciones con el fin de consolarse a sí misma. La única explicación real era el psinoma, pero su mente racional no podía admitir que el placer la hubiese llevado al extremo de perjudicarme.
– Vera. -Cogí su cara entre mis manos-. Mírame. Ya pasó todo, cariño. Claudia ya no es un peligro.
Como si mencionar su nombre hubiese sido una señal, ambas volvimos a mirarla. Desde donde estábamos, agachadas junto a Miguel, veíamos su figura de espaldas, las flacas piernas desnudas hasta el inicio de los leotardos negros, las nalgas como dos cúpulas de músculo a ambos lados del tanga, la espalda con los omoplatos pronunciados como alas atróficas y los brazos en alto. Era como la estatua de una bailarina, uno de aquellos monumentos al «dolor humano» del parque Zona Cero. Pero había algo más ahora. Cambios en su aspecto.
El más llamativo era la piel: la espalda y los muslos estaban como cubiertos por diminutas lentejuelas o escamas de reptil que brillaban a la luz de la linterna. Comprendí que se trataba de sudor. Clónicas, geométricas gotitas, como si todos sus poros hubiesen decidido abrirse al mismo tiempo y expulsar idéntica cantidad de líquido. Entonces me incliné y vi su rostro reflejado en el espejo.
Tuve que morderme el labio para no gritar.
Sus ojos eran dos bolas de piedra pintada sobresaliendo de las órbitas, y creí distinguir que el sudor resbalaba sobre ellos sin que los párpados se cerrasen. La boca, como otra órbita, se hallaba abierta y rígida, la lengua replegada sobre el paladar. Incluso el rostro parecía haberse hecho más afilado. Imaginé que, abrumado de placer, el psinoma, ese rey tirano, no le permitía perderse, siquiera una fracción de segundo, la visión que tanto goce le causaba y reclamaba más, con lo cual la figura se volvía más placentera y a la vez se desgastaba. Era una especie de cortocircuito. La imagen me recordó la de la figura flaca y asexuada del cuadro El grito de Munch. «Es el Yorick», pensé y sentí náuseas. El cráneo del bufón de Hamlet, aquella faz huesuda de boca y órbitas abiertas como fosos, mirando más allá de sí misma y de la realidad. Supuse que a Gens le habría gustado contemplar el resultado final de su horrible experimento.
Pensar en Gens me hizo volver la cabeza hacia la puerta. Alcancé a distinguirlo a la trémula luz del farol de camping en el escenario contiguo: sentado en el mismo sitio, su rostro convertido en una masa coagulada. Aunque en aquel momento lo odiaba más que nunca, deseé con todas mis fuerzas que hubiese muerto ya. Pensé que Víctor Gens había experimentado el infinito dolor, pero acaso el destino de Claudia merecía más compasión, por tratarse del placer infinito; el dolor había reclamado, y obtenido, la muerte como alivio final, pero el placer parecía prolongar la vida en un éxtasis vegetal, paralizado, insoportable. ¿Cómo podemos defendernos de la felicidad eterna? Claudia se equivocaba; el cielo es mucho peor que el infierno. Matarla habría sido un acto piadoso, y sin embargo preferí esperar a que llegara la ayuda.
– ¿Miguel se pondrá bien? -preguntó Vera.
– Seguro que sí. -Despejé los cabellos sudorosos de la frente de Miguel y noté que reaccionaba a mi mano. Su piel estaba fría y pálida. El pulso persistía, pero era cada vez más débil-. Me salvaste la vida -le susurré-. Y ahora te vas a salvar tú, ¿me oyes? No vas a marcharte, no lo harás…
Maldije mentalmente la demora de la ambulancia, y de pronto me eché a llorar. La mano de Vera acarició mi hombro.
– Todo saldrá bien -susurró.
Una sensación inesperada me asaltó entonces al mirar a mi hermana, borrosa tras la pantalla de lágrimas. De súbito la vi como una mujer adulta. Ni siquiera como a mi hermana, como la niña de tímpanos rotos a la que yo había cuidado en el hospital tras la muerte de nuestros padres, sino como a una amiga, alguien a quien yo amaba pero a quien no por ello debía abrumar con mi amor. Una persona responsable, independiente, que debía seguir su propio camino, fuera el que fuese. Yo la había cuidado todo lo que había podido, pero quizá ya era hora de que ella continuara a solas.
– Sí -le dije, secándome los ojos, aún sorprendida por aquella idea repentina-. Todo saldrá… -Agucé el oído. El estrépito de las sirenas era remoto, pero inconfundible. Parte del malestar que sentía se esfumó de repente, y sonreí hacia Vera-. ¡Escucha! ¿Lo oyes? ¡Ya han llegado! ¡Ya…!
Un estallido descomunal hizo que me interrumpiera. Vera y yo gritamos a la vez.
Volví la cabeza y, por un momento, no pude entender lo que contemplaba.
Aquella criatura ensangrentada, erguida sobre un sudario de cristales rotos, era como un jeroglífico indescifrable.
Luego vi el espejo astillado y creí comprender.
De algún modo, Claudia había superado su inmovilidad y se había abalanzado sobre el espejo, haciéndolo pedazos, y con él su propia carne, la magra piel que la envolvía. Trozos de cristales sobresalían clavados a su cuerpo, la sangre la bañaba haciendo brillar su top negro. ¿Cómo lo había conseguido? No podía ser solo un triunfo de su voluntad. ¿Quizá su psinoma la había impulsado hacia el reflejo, con el fin de poseerlo por completo?
No lo sabía. Y en aquel momento solo me importó ver cómo aquel grupo de huesos, unidos por la nigromancia del deseo hasta formar una figura con apariencia humana, se agachaba a recoger uno de los puntiagudos trozos de cristal, del tamaño de un cuchillo de caza, y saltaba sobre nosotras.
Yo estaba segura de que ya no quedaba inteligencia alguna en ella que planeara la agresión: era su psinoma, erigido en monarca absoluto, en Enrique VIII sediento de sangre, que buscaba solo un cuerpo para obtenerla. Y por lo mismo, mientras me incorporaba y apartaba a mi hermana de un empujón, vi mi muerte reflejada en aquellos ojos.
Solo tuve tiempo de alargar los brazos. El impacto del ataque hizo que me estrellara contra la pared, y aullé de dolor. Con la mano derecha logré detener el émbolo que era el brazo de Claudia antes de que el picudo cristal se enterrara en mi garganta, pero apenas pude hacer otra cosa. Su otra mano atrapó mi pelo, tirando casi hasta arrancármelo, mientras la mano derecha derrotaba con inexorable facilidad el obstáculo que ejercían mis inútiles fuerzas. Mi campo visual se llenó de su rostro: una espantosa calavera con trozos de cristal asomando de los labios yermos, pómulos y cejas, incluso de los globos oculares, que seguían fijos en mí.
El silencio que provenía de su boca abierta era ensordecedor.
El pulso que manteníamos se inclinó a su favor y el cuchillo de cristal rozó mi cuello. Sabiendo que iba a morir, me asaltó un último pensamiento, fugaz pero intenso: quizá Claudia tenía razón y había justicia en su ciega venganza. A fin de cuentas, todos estábamos corrompidos por nuestro propio placer, todos éramos cebos de nosotros mismos. El psinoma no tenía escapatoria: éramos solo lo que deseábamos. Así que cerré los ojos y esperé la muerte liberadora, el placer final, el deseo último, y mientras lo hacía escuché la detonación y quedé manchada de Claudia, de los restos de sus pensamientos huecos, y, cuando pude mirar, contemplé cómo su esquelética figura se desplomaba con la sien izquierda rota y la expresión atrapada en la sorpresa, como si la dictadura del psinoma la hubiese abandonado justo en el instante de morir para permitirle ser la Claudia de siempre, y, junto a mí, el crispado pero decidido rostro de mi hermana, un poco por encima del ojo del cañón de la pistola de Miguel, que aún sostenía.
Recuerdo haber visto a un grupo de sanitarios rodeando el cuerpo de Miguel.
Recuerdo haber rogado en voz alta que lo salvaran.
Recuerdo la nada, la oscuridad, como un telón cayendo sobre mis ojos.