Epílogo

Madrid,

dos semanas después


– Hola, ¿puedo pasar?

– Claro. Qué pregunta. Me alegro de verte.

– Y yo a ti.

– Siéntate, por favor.

Sonreímos. Mario Valle se ajustaba las gafas en el puente de la nariz. La consulta estaba, como siempre, ordenada y elegante, aunque de forma excepcional las persianas se hallaban levantadas y la luz del mediodía penetraba por ellas.

Elegí el diván en vez del asiento frente al escritorio, lo cual pareció divertirle. Él eligió sentarse en la butaca de los pacientes, frente a mí.

– ¿Vas a hacerme otra confesión?

– Un poco, sí -convine.

Su sonrisa persistía, pero era como si estuviera paralizada.

– ¿Ha ocurrido algo?

– Nada especial. -Me quité la cazadora y la dejé a un lado-. Siento no haberte llamado en estos días.

– Supuse que estarías… trabajando -dijo.

– Bueno, me quedaban cosillas por resolver. Valle asintió.

– ¿Ya están resueltas?

– Puede decirse que sí. Y lamento haber venido sin avisar. Pensé que a última hora de la mañana ya habrías terminado la consulta pero no te habrías ido aún…

– Por Dios, Diana, ¿acabaste con las disculpas? Me encanta verte, en serio.

– A mí también me agrada verte. -Me froté los brazos-. He estado pensando.

– Es un ejercicio muy sano que debería practicar la gente más a menudo. Además, te sienta bien pensar. -Me miraba la mano izquierda, con el pequeño muñón del dedo meñique-. ¿Cómo te encuentras?

– Bien. Las heridas van cerrándose.

– Me alegro. Estás guapísima.

– Gracias. Tú también estás muy guapo.

Me deleitó ver que Mario Valle reaccionaba ante el piropo como la mayoría de los hombres: quitándole importancia, como si se tratase de una verdad evidente. Al sonreír de nuevo noté que se hallaba más relajado.

– Y una vez que has sobornado al psicólogo elogiando su belleza, dime qué has estado pensando.

– Bueno, me pediste que tomara una decisión, ¿recuerdas?

Por un momento fue como si Valle sospechara padecer una enfermedad mortal y le hubiesen dicho que ya había llegado el resultado de los análisis.

– No quiero que me digas nada que no desees decirme. -Me detuvo con un gesto.

– Deseo decírtelo.

– No, no, Diana, no. De verdad.

– ¿No quieres saberla?

– Ya la sé. Por favor, ya la sé. La supe en el mismo momento en que te pedí que la tomaras. -Hizo un vaivén con la mano-. Quieres a un… a uno de tus compañeros, ¿no es cierto? Estabas planeando retirarte y vivir con él. Oye, perfecto. Lo único que pretendo, lo único que he pretendido siempre, es que dejes ese trabajo. Te lo juro. Solo me importa tu felicidad, Diana. Que dejes de sufrir. No me mires así, hablo en serio…

– No te miro de ninguna forma, pero…

– Quizá te dije algo que no debí decirte -añadió apresuradamente-. Me dejé llevar por el impulso… Supongo que es parte del síndrome del hombre mayor atraído por la chica joven y guapa. No quiero insinuar que exageré mis sentimientos. Fui sincero. Nos pasamos toda la vida buscando alguien que nos pueda comprender, y de repente lo encontramos. Eso fue lo que me ocurrió contigo. Lo siento.

– ¿Puedo hablar? -Levanté el índice mientras sonreía.

– No, no puedes. No quiero oír lo que ya sé. No es necesario. Lo de pedirte que te decidieras fue una reacción adolescente, impropia de… ¿De qué te ríes?

– Me hacéis gracia los psicólogos. De cada tres cosas que decís, dos son un autoanálisis.

– Aquel día, según parece, dije la tercera -replicó Valle, y nos callamos tras breves sonrisas-. Te echaré de menos -agregó después de la pausa, con una voz tan suave que parecía dirigida a sí mismo-. Pero no es preciso que vengas a disculparte por tu elección.

– No he venido a disculparme, Mario.

Valle me observó. Si yo hubiese sido una caja fuerte, su ceño en aquel momento sería el del ladrón experto. Yo también lo miré. Su dulzura, su simpatía, incluso su vanidad de hombre elegante -en aquella ocasión camisa y pantalones verdes y camiseta borgoña-, todo en él parecía estar dirigido a un único fin. Era como si dijera: «Estoy aquí, soy simpático, amable, puedo escucharte, comprenderte». Me agradaba su forma de ser.

Dejé de sonreír, pero no de mirarlo. Inspiré profundamente. Agregué:

– He venido a decirte que te he elegido a ti.


Dos semanas antes no hubiese podido imaginarme a mí misma diciendo eso. Pero, claro está, tenía otras cosas en qué pensar. Y los del equipo de seguridad de mi departamento se habían encargado, como siempre, de hacer que pensar fuese una actividad difícil. Habían irrumpido en el escenario de la granja la noche trágica de Claudia provistos de la parafernalia habitual para cebos peligrosos: visores de deformación de imagen y filtros de sonido, así como pistolas hipodérmicas, aunque sabían que una máscara bien ejecutada hubiese traspasado esas burdas defensas. Yo ya había perdido la conciencia después de que mi hermana disparase sobre Claudia, pero ellos colaboraron desinteresadamente clavándome un dardo en la garganta.

Y tras aquel telón, el Taller. Los enfermeros habituales, la vigilancia habitual. O quizá un poco peor que lo habitual.

Pasé horas sintiéndome como si mi aliento pudiese contagiar un virus hemorrágico. Me mantenían tras unas cortinas semitransparentes y me miraban como a un animal sin catalogar. Me cambiaban de ropa sin previo aviso, y a veces me la quitaban durante varios minutos, de forma que me resultara imposible planear una máscara con un disfraz específico. Por supuesto, hicieron caso omiso a mis ansiosas preguntas, hasta que al fin entró El Que Contestaba, un tipo en mangas de camisa, gafas y aspecto de mirar menos seres humanos que pantallas. Vino rodeado de personal de seguridad.

– Su hermana está fuera de peligro -dijo. Yo había incluido a Miguel en mi pregunta, y el silencio sobre su estado me hizo sentir un viento gélido en la nuca.

El funcionario cruzó los brazos y añadió:

– Laredo perdió mucha sangre, y aún está en Cuidados Intensivos. El proyectil no lesionó el corazón ni los vasos sanguíneos importantes, aunque perforó la parte superior del pulmón izquierdo. Su pronóstico es reservado.

Oír que seguía con vida me alivió tanto que casi deseé saltar. Pero ni siquiera sonreí, fiel a mi entrenamiento como cebo. No pocas veces todo se pierde por la expresión inoportuna de un afecto, lo sabía muy bien.

A cambio de aquella información tuve que ofrecer la mía. Hablé de Claudia, de Gens, de lo que sospechaba que habían hecho y de lo que sabía con certeza que hicieron. También del Yorick, de lo que creía que era y el efecto que producía. Esta última parte de mi declaración fue minuciosa, porque salvo Vera o yo misma, todos los que habían experimentado o ensayado aquella máscara, incluyendo a Claudia y Gens, se habían llevado el secreto a la tumba. Mientras yo hablaba, el hombre escuchaba y asentía. Nadie tomaba apuntes, y me figuré que si mis pensamientos hubiesen sido imágenes, habrían colocado otra cámara más intentando filmarlos.

Y cuando la inquisición acabó, me dejaron visitar a Vera.

Se hallaba en una habitación similar a la mía, pero con vigilantes montando guardia en la puerta. Claro está, no la protegían de lo que pudieran hacerle otros, sino de lo que ella pudiera hacer a los demás. Era una simple muchachita, o eso parecía, pero había sido poseída por el Yorick, y era obvio que el Yorick seguía desconcertándoles. Además, a veces no estaba claro cuándo una máscara había dejado de ser eficaz o, simplemente, fracasaba aunque pudiera ser intentada de nuevo. Sea como fuere, me dejaron pasar, y allí estaba. Con los ojos bajos, modesta, mínima, aparentemente inofensiva.

Me produjo una emoción extraña encontrarme frente a Vera, de esa clase «al borde de todo» -la alegría y la pena, la confianza y la duda, la calma y la inquietud- que, según Gens, emana de las últimas obras de Shakespeare, en las que aquel escritor había intentado superar los límites del teatro y la literatura. Recordé, en concreto, la última en la que había dejado su rastro, en colaboración con Fletcher: Los dos nobles parientes. Y así estábamos Vera y yo, vestidas con idénticas batas de hospital, unidas por nuestro vago pero distinguible parecido físico: parientes nobles o innobles que se reúnen casi por primera vez después de una larga ausencia.

Haciendo honor al lazo familiar, dijimos lo mismo al mismo tiempo:

– ¿Cómo estás?

Y sonreímos, claro, sin saber cómo comenzar aquella escena tragicómica.

– Tú primero -propuse.

– Estoy bien. Me han dicho que duermo casi doce horas todos los días. ¿Y tú?

– Igual. Ya sabes, para vivir el lujo a tope, solo tienes que ponerte mala.

Me encantó encontrar en su rostro la misma risita de siempre.

– Tú no tienes aspecto de estar muy mala -dijo.

– ¿Te refieres a que he engordado?

– No, sigues siendo alta, flaca y…

– Y «desgarbada» -completé, reconociendo una frase en broma que papá solía decirme. Sentí cierto dolorido asombro. Me pregunté, no por primera vez, cuánto recordaba realmente mi hermana de nuestros padres y cuánto era, tan solo, la memoria de lo que yo le narraba sobre ellos-. No creo que engordemos con la comida que dan aquí.

– Desde luego. -Pellizcaba el borde de la sábana con insistencia. Yo no deseaba ponerla más nerviosa hablando de lo ocurrido, pero Vera era mi hermana, y cebo como yo: estábamos acostumbradas a hundir el bisturí en lo más delicado de nuestra conciencia. De modo que me senté a su lado y le acaricié el brazo mientras hablaba.

– Siento lo de Elisa… Lo siento mucho. -Se encogió de hombros, pero reprimió el llanto: parecía intentar demostrar que podía superarlo-. ¿Lo recuerdas todo?

– Sí. -Titubeó-. He fallado…

– No, me salvaste la vida. Y te portaste como una verdadera profesional.

– Me dejé poseer. Caí en la trampa.

– Claudia era demasiado fuerte para todos.

Pero no era ese su pensamiento final, y al intentar reparar los pequeños desperfectos yo estaba descuidando, como una imbécil, la avería mayor.

– ¿Sabes? -musitó entonces-. Al principio, no quería… dispararle… a…

Asentí comprendiendo lo que insinuaba. «No quería dispararle a ella sino a ti», era la frase que no se atrevía a pronunciar. Naturalmente, había tenido otra intención al agacharse y coger la pistola, pero había cambiado de opinión, o se había obligado a hacerlo con un esfuerzo de voluntad, en el último segundo.

– Vera, cariño, cálmate. -La abracé al verla llorar-. Una posesión intensa deja vínculos, no debes sentirte mal por eso… Tu psinoma tendía a protegerla a ella, porque Claudia había sido tu fuente de placer. Pero al final elegiste salvarme a mí, lo cual me prueba que te hago más feliz. -No logré que sonriera, pero al menos su llanto cesó. La besé en el pelo y añadí-: Además, es bueno que hayas experimentado lo que se siente al estar poseída. Todo buen cebo debe probar su propia medicina…

Se apartó para mirarme con ojos asombrados y llorosos.

– ¿«Todo buen cebo»?

Asentí.

– Eres buena, pero en el futuro serás aún mejor.

– No estoy muy segura de que quiera seguir con esto…

– Es pronto para decidirlo, ¿no crees?

Me miraba de hito en hito. Sus sonrisas eran como criaturas que morían al nacer.

– Pero tú no querías que yo… siguiera…

– Estaba equivocada, y ahora lo sé. -Le despejé el pelo de la frente y respiré hondo-. Ya no eres una niña. No necesitas mi protección, Vera. -Al instante de decir esto pensé que no era cierto. Pero sí lo era, y recapacité de inmediato-. O no la necesitas más que yo la tuya. De modo que piénsalo con calma. Es tu propia vida, y yo voy a dejar que la vivas como quieras. Solo deseo decirte esto: hagas lo que hagas, no lo hagas por papá y mamá. Ya les hemos devuelto con creces el amor que nos dieron. Ellos saben que nunca les olvidaremos, pero ahora debemos dejarlos descansar. Hagas lo que hagas, hazlo siempre por ti.

– ¿Y tú? ¿Qué harás?

No cometí el error de disimular mis propias dudas.

– No lo sé. También tengo que tomar una decisión.

– Entonces estamos igual. -Sonrió.

– Sí, igual. -Nos abrazamos, y mientras sentía su cuerpo respirar junto al mío, supe que la niña de tímpanos rotos a la que yo había cuidado toda mi vida había desaparecido para siempre. Ahora éramos Vera y yo, dos mujeres con distintos futuros. Ya ninguna de las dos necesitaba de la otra. Las dos estábamos, por fin, solas.

Y debido a ello, las dos estábamos, por fin, juntas.

El resto consistió en recoger la mesa. Esa fue mi impresión de los días que se sucedieron: despejar mi mundo y esperar a ver qué quedaba. Miguel mejoraba, y aunque los ratos que pasaba con él eran breves, me alegraba comprobar que cada día su pulso era más firme y su mirada más intensa. Hablábamos poco, y nunca del futuro. Todo consistía en aguardar a que él se sintiese con fuerzas, y entonces podría comentarle mis dudas, mis esperanzas, la sombra aún remota de mi decisión.

Entretanto, también tuve que recoger la mesa de otros. Claudia había planteado más enigmas que soluciones, y empezaba a extenderse la idea de que el Yorick era un hallazgo revolucionario. La única testigo de aquella máscara con capacidad para contarlo todo era yo, y antes de que me dieran el alta recibí la visita de algunos de los grandes: Vincent Jolia y Stephen Barth, de Psicología Criminal del FBI en Virginia, y Jean-Paul Alain, de París, gran amigo y viejo colaborador de Gens. Me sentí como si fuese un fenómeno de feria. Y lo repetí todo como un loro, salvo lo relacionado con el propio Gens. Nuestro nuevo director de departamento -el perfi Ricardo Montemayor- y nuestro enlace con el gobierno, Gonzalo Seseña, me dijeron que, en lo que al mundo respectaba, Gens ya estaba muerto y no era preciso matarlo por segunda vez. Sin embargo, no por ello dejaron de ofrecerle un segundo entierro.

Se celebró en Barcelona, tres días después de que yo saliera del hospital, durante una ceremonia privada a la que Seseña, sorprendentemente, me invitó. Y para mayor sorpresa por mi parte, decidí aceptar. Tomé un puente aéreo, y permanecí callada y distante en el magno camposanto en que se hallaba el panteón de los Gens, donde fue introducida la urna con sus cenizas. Pensé que aquel mausoleo con gárgolas como máscaras en sus frisos era el lugar adecuado para albergar sus restos; un guiñol de marionetas de piedra, el telón final para el señor Peoples, el hombre que demostró que los hombres son actores, que el mundo es un escenario y que todo eso ya lo sabía otro hombre quinientos años antes. Y recordé a ese otro hombre, mucho más lejano.

Gens me lo había contado. Tras aquellas últimas obras en las que autores «oficiales» habían colaborado disimulando las claves ritualistas, William Shakespeare se había retirado a su pueblo natal, donde había fallecido en poco tiempo. «Una medida inteligente: el gobierno lo eliminó con rapidez y sin violencia, tan solo obligándolo a vivir con la familia -comentaba Gens, socarrón-. Yo no tengo familia, por suerte -añadía-, y ello me hace pensar que no van a poder eliminarme con sutileza. Moriré creando, moriré en la batalla.» Recordé aquellas palabras, y supuse que las diferencias ya estaban niveladas: Shakespeare y Gens habían explorado los extremos, habían sido devorados por sus propias creaciones y ahora eran tan solo un enigma y un monumento.

Durante aquellos últimos días pensé en Gens, en Claudia -a la que Seseña quiso rendir un tardío homenaje demoliendo la granja- y, por supuesto, en Miguel y Mario Valle, pero sobre todo en este mundo de locos, carente de verdades profundas salvo el placer, donde solo la ciencia y el teatro pueden intentar conseguir una justicia propia.

Entonces, una noche, tomé la decisión.

Y al día siguiente me presenté en la consulta de Valle.


– Te he elegido a ti -repetí, más firme.

Mario Valle se había puesto en pie.

– Diana… tú… No… Tú amas a otra persona…

– Eso he creído siempre -confesé-. No te mentí: quería a alguien. Supongo que sigo queriéndolo, pero… no se trata solo de una decisión entre dos hombres, Mario, también entre dos clases de vida. Y sé que no quiero vivir la que él me ofrece.

– Quizá te engañes.

– Quizá.

El semblante de Valle parecía sometido a los efectos de una mala noticia, pero le oía jadear, expectante. Sonreí.

– Si has cambiado de decisión respecto de mí lo entenderé, de verdad. Yo…

– No, no -me interrumpió-. Solo quiero que estés segura de esto, Diana. Por el daño que podrías hacerte a ti misma, por el que podríamos hacernos mutuamente…

– No ha sido una decisión fácil, pero ya está tomada.

Yo también me había levantado. Nos hallábamos frente a frente, como aquel día en su casa, cuando empezamos a besarnos. Pero ahora no hubo besos, solo miradas intensas, asombro y un largo silencio. Al final, Valle sonrió.

– Ah, carajo, qué final de consulta el de hoy. -Me eché a reír del tono susurrante de su voz-. En fin… tenemos que hablar… Estaba pensando si tenía alguna… botella de champán aquí, pero ni siquiera me quedan cervezas. Solo agua.

– Pues entonces agua.

– Puedo decirle a mi secretaria que vaya a por champán…

– No me emborraches antes del almuerzo, por favor. Brindemos con agua.

Nos reíamos como niños pequeños. Se dirigió a una habitación adyacente, donde al parecer disponía de una pequeña cocina. Le oí trastear con vasos. Me acerqué a la puerta y lo vi sirviendo agua fría de una pequeña jarra procedente de una nevera abierta. Se hallaba de espaldas a mí, por lo que no me resultó difícil colocarle en la nuca el cañón de la pequeña pistola que había sacado del pantalón.

– Deja todo lo que tienes en las manos, Mario, y date la vuelta despacio.

Se quedó paralizado. Repetí la orden amartillando el arma casi plana que había logrado disimular incluso en mis pantalones ceñidos. Lo vi dejar sobre la mesa los dos objetos que sostenía: la jarra de agua y el pequeño vial que había sacado de un compartimiento no mayor que la mano de un niño al fondo de una repisa sobre la nevera. Vislumbré allí varios viales más, así como un frasco sin etiquetar.

– Ahora vuélvete con las manos en la cabeza. Y no intentes nada.

El Mario Valle que giró hacia mí no guardaba mucho parecido con el de momentos antes, ni con el que yo conocía: un tic le inquietaba el párpado, mostraba los dientes. La emoción predominante no era tanto la sorpresa como la rabia.

– ¿Qué es esto, Diana…? ¿Qué me has hecho?

– Te he provocado una disrupción. Es una manera de sobrepasar el enganche para que el psinoma tome por unos cuantos segundos el mando de la conciencia. Es como una mezcla de cocaína y alcohol: a algunos les da por pelear, a otros por coger cuchillos y a ti te ha llevado directo a abrir ese compartimiento oculto que tienes en la repisa…

De repente Valle parecía muy serio.

– ¿Desde cuándo me engañas?

– Desde el principio -dije-. En todo caso, desde mucho después de que tú te convirtieras en el Envenenador.

– Yo… no soy…

– Oh, vamos -lo interrumpí-. ¿Qué guardas ahí? Tiene toda la pinta de ser una caja de seguridad con teclado invisible. Estará equipada con bloqueadores de escáner. Una vez cerrada, nadie podría descubrirla. Es un objeto caro. ¿Qué contienen esos viales que es tan valioso, doctor? Apuesto a que un veneno orgánico, de los que no dejan trazas, preparado con las viejas recetas indígenas de las tribus con que conviviste, ¿no?

La disrupción es como un relámpago: violenta, impredecible, a veces mortal, pero igual de fugaz. Atisbé el despuntar de la razón en los ojos de Valle, en el gesto de su ceño, en los parpadeos. Supe que el enganche había pasado. Pero no creí que necesitara engancharlo otra vez.

– No hay ninguna ley que prohíba guardar tóxicos en una consulta -dijo un Valle más racional, mucho más frío, pero no menos indignado-. Quiero llamar a mi abogado. Lo que haces es ilegal. Lo que hacéis los cebos es ilegal…

– No lo es, en cambio, envenenar a pacientes que acuden buscando ayuda.

– Yo no he hecho daño a nadie. -Tras una pausa, agregó-: No pensaba darte eso.

– Ya lo sé. La disrupción te hizo delatar tu pequeño secretito, tan solo.

– No tienes pruebas… No tenéis nada.

Aquel Valle a la defensiva empezó a repelerme. Sin dejar de apuntarle, sonreí.

– Diga más bien que con el hallazgo del veneno, lo tenemos todo, doctor. Los ordenadores habían establecido conexiones con dos o tres médicos y psicólogos a quienes las víctimas podían haber visitado, incluyéndole a usted. Por supuesto, el acceso a Winf-Pat le permitía borrar los datos de los pacientes que acudían por primera vez, ¿verdad? De ese modo era casi imposible saber que todos habían visitado su consulta. Y el efecto del veneno no era inmediato: usted les ofrecía un vaso de agua y los dejaba marchar. ¿Son nanocápsulas? Se liberan al cabo de varias semanas, a veces meses, y no dejan huella… Nadie podía dar con su rastro, y desde luego ningún juez iba a firmar una orden de registro en los domicilios que un ordenador había elegido. Se necesitaban cebos. A mí me destinaron a usted. Cuando pensé en dimitir me ocupaba de dos cacerías: la del asesino de prostitutas y la suya. Aún no estábamos seguros de que usted fuese el Envenenador, pero como yo iba a dejar el trabajo lo visité por última vez. Tenía que despedirme de manera «natural» para cederle el paso al nuevo cebo que me sustituyera. Luego, cuando decidí proseguir, continué de nuevo con ambas cacerías y seguí visitándolo. Lo de hallar mi nombre verdadero en Winf-Pat y usar mis recuerdos y mi identidad real estaba preparado de antemano. Eran el escenario del teatro.

Valle movía la cabeza de un lado a otro, intentando mostrarse sarcástico.

– Es absurdo -estalló entonces-. Tú misma dices que yo era sospechoso, y sin embargo me confesaste toda la verdad sobre ti: que eras un cebo de la policía…

– Era parte de la máscara. Su filia no es la de Presa, como le dije, sino otra similar, aunque bastante más rara: la llaman «de Cebo». El nombre no importa. Lo que importa es que para realizar mi teatro con usted, tenía que contarle la verdad sobre mí. La máscara de Cebo exige que el cebo declare abiertamente que lo es. Yo no podía callar nada sobre mí misma, salvo mis intenciones. Es laboriosa, requiere días para ajustaría. Yo la perfeccionaba con cada visita que le hacía. Hoy decidí que era el momento adecuado para la disrupción.

– Todo lo que has hecho es ilegal -repitió Valle, la frente húmeda de sudor.

– ¿Es más legal envenenar pacientes?

– ¡No los envenenaba! Nunca he dañado a nadie, Diana. Aliviaba su terrible sufrimiento… ¡Estaban prisioneros! ¡Drogados con sus propias obsesiones! Un chico de apenas veinte años, destruido por la heroína… Una mujer de sesenta diagnosticada de cáncer, que contaba los días que le quedaban hasta que los remedios que usaba contra el dolor dejaran de surtir efecto… Un hombre que maltrataba a su esposa una y otra vez, sin importarle la cárcel o las órdenes de alejamiento… Te dije que aprendí cosas viviendo con las tribus del Amazonas. No solo fueron recetas de venenos. ¡Ellos no son como nosotros! ¡No se aferran desesperados a una vida mezquina! ¡Con ellos aprendí a valorar la dignidad! ¡Aprendí que, cuando nuestra vida carece de dignidad, lo deseable es que nos quiten de en medio!

– Es justo lo que pienso yo -le dije, mirándolo a los ojos-. Por eso quiero quitarle de en medio, doctor.

Quedó un instante en silencio, devolviéndome la mirada. Todo lo que había confesado había sido grabado por el pequeño receptor que yo llevaba en la pulsera, y supuse que el juez no tardaría en ordenar el arresto y la policía llegaría en pocos minutos.

Aun así, Valle no capitulaba. Bajó las manos lentamente mientras sonreía, como desafiándome.

– Diana… ¿a qué juegas conmigo? Dices que para engancharme necesitabas contar la verdad sobre ti… pero no solo me has contado tu vida…

– Las manos en la cabeza, doctor.

– No. No voy a obedecer. Prueba a dispararme. -Seguí apuntándolo. Valle sonrió, abriendo los brazos-. No soy un asesino, Diana. Podrás pensar lo que quieras, pero yo sé que he ayudado a la gente. Hace dos años mi mujer me abandonó porque no soportaba mi trabajo. Consideraba que yo estaba demasiado entregado a mis pacientes, que apenas tenía tiempo que dedicarle… Yo la quería, pero lo acepté. Comprendí que mi misión era seguir solo. Y ayudar aún más a los que sufren…

Sabía qué era lo que intentaba: como el Espectador, como Vera, buscaba razonar el psinoma. No eran la soledad ni el deseo de ayudar lo que le llevaban a matar, sino el placer que experimentaba. Pero no quise explicárselo; mi propio placer consistía en haberlo atrapado.

– No vas a hacerme daño, Diana… -prosiguió, ahora con una amplia sonrisa, al comprobar que yo no disparaba-. Me contaste la verdad sobre tus sentimientos… Esas cosas no pueden fingirse. Me has amado, te has abierto a mí… Eso no era teatro…

– Las manos, doctor -advertí de nuevo.

– Esto tampoco es teatro -dijo sin hacerme caso, y presionó un pequeño cajón a su derecha. La pistola que extrajo era mayor que la mía, aunque probablemente igual de mortal a aquella distancia-. Tú no vas a dispararme. Me quieres. Pero yo conozco el valor de mi propia dignidad…

Cuando se llevó el cañón a la boca hice un Telón.

La máscara de Telón es muy útil para detener conductas violentas en filícos de Presa o Cebo. Consiste en expresar intensos contrastes con los gestos y la voz en directa oposición, y de inmediato bloquearlos como si cayese un telón. Me esperaba reacciones así, y mi disfraz -blusa negra, pantalones blancos, botas negras- iba de acuerdo con aquella técnica. Según Gens, sus claves se exponían en Los dos nobles parientes: en la lucha que ambos protagonistas mantienen por la misma mujer. Que Shakespeare hubiese acabado su vida creadora con las claves de la máscara de Telón se le antojaba a Gens una acertada metáfora.

Abrí, cerré las manos, me erguí, gemí en un tono grave y junté los dedos delante de mi rostro, ocultándolo. Fue fácil. Valle se echó hacia atrás temblando. Me entregó la pistola cuando alargué la mano. Y aún se hallaba bajo los efectos del Telón cuando escuché la voz asustada de su secretaria y la puerta de la consulta se abrió para dejar paso a una riada de policías. Mario Valle se dejó esposar sin apartar la vista de mí.

– Eran tus verdaderos sentimientos… -murmuraba-. Solo me mentiste hoy, al contarme tu decisión, pero has usado tus verdaderos sentimientos para engañarme… ¿Te das cuenta, Diana? Toda tu pobre vida es un teatro… ¿Qué queda de ti cuando la función acaba? Me quieres, lo sé… No lo has fingido. ¿Por qué me haces esto?

Supongo que pude responderle muchas cosas. Pude decirle que la decisión que tanto me costaba tomar no era, nunca había sido, desde luego, escoger entre Miguel y él, sino entre continuar con mi trabajo o abandonar, como deseaba en un principio. Pude decirle que había optado por seguir, y que cuando Miguel se recuperase del todo intentaría vivir con él y seguir siendo lo que era, lo que había sido siempre por mucho que lo odiara. No servía para otra cosa, nunca había servido para otra cosa. No soñaba, como Víctor Gens o Mario Valle, con el teatro o la dignidad. No mantenía el ideal de creer que el mundo me necesitaba. Era, simplemente, cuestión de aceptar mi destino, de ser fiel a lo que de verdad me daba placer, de no engañarme a mí misma.

Pude decirle tantas cosas… pero solo dije:

– Porque soy un cebo.

La policía llenaba la consulta, y también habían entrado expertos en toxicología. Valle no representaba ya un peligro, ni siquiera para sí mismo: seguía bajo los efectos de la máscara. Ahora les tocaba el turno a jueces y abogados. Mi tarea había concluido.

Di media vuelta y salí de escena, dejando a Valle allí, bajo el Telón.

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