II. Entreacto

Ven, Noche cegadora,

venda los suaves ojos del piadoso Día.

Macbeth, III, 2


22

Oscuridad.

Dos luces atravesándola.

A esas horas de la noche del jueves la autovía del Norte despejada.

El cómodo asiento, los mandos, la suavidad del volante, música de saxofón a bajo volumen como terciopelo frotando su oído… todo contribuía a relajar al hombre. El ordenador de a bordo lanzaba destellos señalando una carretera sin tráfico. Pronto llegaría a la desviación hacia el pueblo de la sierra y el lugar donde se hallaba el viejo pabellón de caza. Media hora, como mucho.

El resplandor de los mandos subrayaba el rostro del hombre en azul. Se observaban huellas de cansancio que hinchaban sus párpados, pero, en general, mantenía una expresión serena. En ocasiones un coche lo adelantaba, las luces como una cortina que se abriese y cerrase sobre su cara: un parpadeo, de nuevo oscuridad.

No había que tener prisa.

El niño iba en el asiento contiguo, extrañamente callado. El hombre le echó un vistazo y comprobó que tenía el mentón elevado y la cabeza echada hacia atrás, de tal manera que la visera de la gorra se inclinaba cubriéndole parte de la cara. El ligero vaivén del Mercedes ranchera lo hacía moverse bajo el cinturón de seguridad como un muñeco. Aquello no gustó al hombre.

– Eh, ayudante -dijo, sonriendo.

Una punta rosada emergió de los labios del niño y los recorrió como palpándolos. Entonces la visera giró despacio hacia el hombre. Un coche los adelantó en aquel instante, provocando una ráfaga de parpadeos en los ojos soñolientos.

– No te duermas, macho. ¿Estás cansado?

Era una pregunta estúpida, pero el hombre sabía que, con el niño, siempre resultaba preciso aclarar las cosas. Las obviedades, para él, eran materia de reflexión.

– Un poco. -La suave respuesta fue seguida de un bostezo.

– Bueno, duérmete. Te despertaré cuando lleguemos.

En realidad, le irritaba que el niño se durmiese, aunque podía comprenderlo: habían pasado más de seis horas seguidas en tensión. Él mismo se sentía agotado.

– ¿Falta mucho? -preguntó el niño.

– Yo también quiero llegar, Pablo.

– Solo era una pregunta.

El hombre resopló, decidiendo que enfadarse no tenía sentido.

– Cuestión de media hora, más o menos… No quiero ir muy rápido, he visto un montón de policías… de tráfico -añadió con una sonrisa al percibir que el niño lo miraba-. No querrás que me pongan una multa, ¿no? Oye, ¿por qué no te quitas la cazadora? Luego tendrás frío al salir del coche…

– Estoy bien.

– Solo era una pregunta. -El hombre emitió una risita.

– ¿Por qué hay tantos policías de tráfico?

– Y yo qué sé. No es importante.

Estaba mintiendo. A lo largo de la carretera en calma había venido observando, aquí y allá, no solo policía de tráfico sino coches de la nacional que lo adelantaban sin sirenas ni luces giratorias, como de incógnito. «Tranquilo: ante todo, no llamar la atención. Revisa el tablero, que no te paren porque llevas un faro apagado.» Incluso en la ciudad le había parecido ver mayor frecuencia de coches patrulla, estacionados o no. El hombre sospechaba que buscaban algo específico.

Para empeorar las cosas, había tenido que parar a la salida de Madrid, porque el niño necesitaba orinar y a él se le había olvidado, con el ajetreo, repostar el depósito de su potente Mercedes Bluefire. Había optado por una estación que conocía, y que contaba con una tienda de víveres regentada por filipinos, con lo cual aprovechó para comprar algo de cena, ya que en la casa no había provisiones. Mientras usaba el surtidor había visto otros dos coches de la policía aparcados a la salida con sus ocupantes dentro. ¿Los polis lo habían mirado, quizá, con extraña fijeza? Luego, en la tienda, mientras elegía bocadillos envasados, patatas fritas, chocolatinas, refrescos para Pablo y cerveza para él, había creído percibir que los escasos clientes -incluyendo a una puta drogadicta de ojos vidriosos- lo espiaban con idéntico denuedo. ¡Es él! ¡Es él!, parecían pensar. Sabía que el ayuno y la fatiga podían crear falsas impresiones, pero a pesar de todo tembló un poco al sostener los billetes con que pagó en efectivo la compra y la gasolina.

Sin embargo, la monotonía del viaje había ayudado a disipar aquellos residuos de ansiedad. Ahora, pasada la medianoche, se sentía muy bien, e incluso estaba considerando la posibilidad de comer algo antes de llegar, cuando el niño dijo:

– ¿Mañana no voy al colegio?

– No, mañana no. Yo tendré que ir a la oficina a eso de las diez, pero volveré enseguida. Quiero que hagas un poco de tarea mientras tanto.

– No tengo tarea.

El hombre miró al niño un instante: estaba despatarrado en el asiento, como una especie de juguete roto, con aquellas rastas cayendo por sus hombros y la cazadora de piel rabiosamente violeta que parecía quedarle grande.

– Matemáticas y lengua -dijo el hombre-. Quebrados y verbos. Ya tienes tarea. Luego puedes jugar arriba. O ir abajo un rato, si quieres.

– ¿Qué puedo hacerle?

Sabía que el niño conocía perfectamente la respuesta a aquella pregunta, y no se le pasó desapercibido el tono circunspecto de su voz; en Pablo, eso significaba irritación. Pero decidió que lo aceptaría, y habló con mansedumbre.

– Nada de cortes, golpes en la cabeza o aparatos hasta que yo regrese… Es el primer día, ya sabes… Oye, Pablo, ¿estás enfadado?

El niño no dijo nada. El hombre dijo:

– Ya sé que esta elección ha sido distinta a las demás, pero sigues siendo mi ayudante, y te prometo que voy a tener mucho cuidado… Mucho.

– Ella no te gusta -dijo entonces el niño como si señalara un hecho tan obvio como la oscuridad de la noche por la que viajaban.

El hombre quedó un rato en silencio.

– Bueno, no demasiado -reconoció al fin, y notó la boca seca al hablar.

– Ni a mí.

Era pavoroso comprobar cómo el chaval daba en el clavo, pese a su edad; no es que ella no fuese atractiva, es que no encajaba con su tipo. Eso era preocupante. Una chica en vaqueros, cazadora de pordiosera y aires de estar más que satisfecha consigo misma, a la que, en otras circunstancias, no habría mirado dos veces en la calle…

Muy preocupante.

Tomó una curva a más velocidad de la debida, y levantó un poco el pie del acelerador. Las palmas de las manos le sudaban y sentía los cabellos pegados a la frente.

Sospechaba cuál podía ser el verdadero motivo. Había estado leyendo todo lo necesario al respecto durante años. Sabía que existían formas de obligarte a elegir incluso aquello que te producía rechazo. Mejor dicho: lo elegías precisamente porque lo rechazabas. Creía recordar que una de aquellas técnicas, llamada «máscara de Espectáculo», estaba descrita en Hamlet. Vamos a montar una obra para atrapar tu conciencia, un teatro-trampa para pillarte los dedos, una ratonera. Te ofreceremos justo el espectáculo que más odias, y por esa misma razón no podrás dejar de verlo. Con ese falso cebo pescaremos tu carpa de la verdad.

Tendría que indagar, desde luego. Necesitaría aclarar las cosas. La interrogaría, vaya que sí. Con exquisita precaución, como si manipulara un explosivo líquido, pero debía aceptar el riesgo, porque estaba en juego su propia identidad de criatura libre y consciente, ese vórtice negro que era su ser.

De pronto se sintió avanzando a tientas en la tiniebla, como perdido e incapaz de concretar la realidad. Respiró hondo, oyó un rato la melodía del saxofón y la sensación pasó. La atribuyó al cansancio. «Calma… Es ella la que se halla en la oscuridad, es ella la que lo ha perdido todo, y será ella quien grite… Vamos a darle bien…»

– ¿Qué? -oyó.

– ¿Qué quieres? -Miró al niño, sobresaltado. -Estabas hablando, papá.

Se percató de que había expresado algún pensamiento en voz alta y lanzó una carcajada que le hizo sentirse de nuevo en desventaja frente al niño.

– Decía que vamos a darle bien por el culo… -canturreó. Y repitió alzando el tono, como si quisiera que lo escucharan de lejos-: Vamos a darle a esa puta por el culo.

– ¿Es una de esas… trampas? -El niño pronunció la palabra de forma tan peculiar, dotándola de todas las temidas y aceptadas cualidades que el hombre le había enseñado, que, en esta ocasión, este decidió ofrecerle una respuesta optimista:

– Te aseguro, Pablo, que, si lo es, pronto va a comprobar que nosotros somos también dos buenas trampas, así que no te… -La pantalla del ordenador de a bordo cobró vida de repente, dibujando un relámpago blanco en el rostro del hombre-. Mierda.

– ¿Qué pasa?

El hombre no respondió, entre otras cosas porque aún no lo sabía con seguridad. Luces parpadeantes a menos de un kilómetro de distancia. La pantalla señalaba un pequeño embotellamiento. Cabían varias posibilidades.

Mientras disminuía la velocidad, deseó que se tratase de un simple accidente.


Oscuridad.

Por dentro y por fuera.

No solo no veía nada, sino que mis propios ojos parecían inútiles. Al parpadear, algo me rozó las pestañas. Escuché un gorgoteo: mi voz. Quise moverme, pero solo mi voluntad lo hizo, entre contracciones inútiles.

¿Era un sueño? No estaba segura.

Un momento antes me hallaba en una especie de camilla. Veía luces de quirófano y escuchaba música tenue de saxofón y el ronroneo de un motor que, sin duda, era algún tipo de aparato quirúrgico. Hombre Caballo se inclinaba sobre mí, como si fuese a operarme. Me había colocado unas gomas en la boca que apenas me dejaban respirar y atado manos y pies. Yo tenía que girar la cintura para elaborar una máscara (un Espectáculo, según la técnica de Baumann), pero solo logré mover la cabeza, y al hacerlo contemplaba, en otra camilla junto a la mía, el cuerpo desnudo y retorcido de Álvarez, con los ojos como cosas metidas a presión en las órbitas y la lengua hinchada como el cadáver de un sapo. Hombre Caballo, todo cubierto de sangre, sostenía un cuchillo.

Ahora sí que vas a reírte, devochka.

En ese momento la música de saxofón cesó, y también el ruido del motor, y el quirófano desapareció en medio de una densa y opresiva oscuridad.

Al intentar tomar aire con la boca abierta no lo recibí, lo cual me alarmó, aunque por la nariz aspiré un denso aroma a rosas. De hecho, tenía algo entre los dientes, una goma delgada y larga, y, al masticarla, también saboreaba rosas. Eso no estaba mal, pero deseaba poder respirar con normalidad.

De golpe supe que aquello no era un sueño: no podía moverme, hablar ni ver nada, y me asfixiaba. Si sumaba todas esas cosas, el resultado era igual a «pánico», pero durante mi entrenamiento había aprendido que tenía que experimentar cada sensación por sí sola, sin ejecutar con ellas la aplastante álgebra del terror.

En principio, la asfixia no parecía grave. Si respiraba por la nariz sin forzarme a dar bocanadas, recibía lo suficiente para no ahogarme. De modo que la nariz era una de las pocas cosas que funcionaban bien en todo mi cuerpo. Otra era el oído; lo que escuchaba me hacía pensar que alguien había abierto una ventana hacia la calle, aunque el sonido me llegaba atenuado, como si estuviese envuelta en algodones. Coches pasando. Vocerío. Un tono recio, militar:

– ¿Me permite… del coche y el permiso…, por favor?

No me esforcé en intentar recordar lo sucedido, pues acabaría haciéndolo tarde o temprano, y lo único que lograría con ese vano esfuerzo sería angustiarme. En vez de ello, proyecté la mente de dentro afuera para explorar mi situación, como me habían enseñado: «Podéis estar encerrados en una nuez -decía Gens- y sentiros reyes del espacio infinito: recordad a Hamlet, Hamlet, siempre Hamlet».

Estaba viva, desde luego, pero mi vida no era envidiable. Me hallaba recostada de lado sobre algo duro, los brazos torcidos hacia atrás y las muñecas atadas a la espalda con lo que parecía una goma que se extendía hasta mis tobillos, de forma que mis piernas, más fuertes, tiraban de los brazos haciendo que me arqueara dolorosamente. En la cara notaba una venda y una mordaza. Esta última era, en primer lugar, una doble correa de goma anudada en la nuca con una parte central algo más gruesa que empujaba mi lengua hacia atrás. Podía morderla, y eso hacía. Lograba gemir, pero el sonido se atenuaba con una gruesa tira de cinta adhesiva colocada por encima, que me picaba en las mejillas. La venda me tapaba los ojos por completo y no parecía de nudo sino de velero, daba varias vueltas a mi cabeza y acababa en la mitad de mi nariz.

Estaba vestida, aunque sin zapatos, pero conservaba los calcetines. Sentía la ropa interior, los vaqueros y una camiseta con uno de los tirantes -el perteneciente al hombro que se hallaba en posición superior- caído hasta la mitad del brazo. Creí reconocer la prenda: era la camiseta amarilla que a veces usaba en las máscaras de Espectáculo y Holocausto. Me la había puesto por alguna razón que no lograba recordar, en ese punto todo era muy confuso. También percibía la tela que rozaba mi piel por fuera, como una especie de sábana arrojada sobre mí.

Pero no era una sábana; al mover la cabeza en todas las direcciones que pude, sentí el mismo obstáculo, y las puntas de mis dedos lo palparon hasta el suelo.

«Un saco. Estoy dentro de un saco.»

Eso explicaba la sensación de falta de aire y el horrendo calor que me hacía sudar a chorros, así como el hecho de que escuchara los sonidos atenuados, como si tuviera la oreja pegada al cristal de un acuario: coches, voces remotas, un grito discernible:

– ¡Circulen, por favor!

La voz fuerte y autoritaria de antes, más cerca.

– ¿Podría abrir… maletero…?

Una respuesta suave pero más próxima.

– ¿Pasa algo, agente?

– No… control, señor. Abra el…

Me concentré en escuchar, aunque empezaba a sentirme mareada y las palabras eran como agua entre los dedos.

– Escuche, por favor… mi hijo ha estado en… cumpleaños y lo llevo a… Pero se siente mal… ¿Podríamos, por favor, continuar…? Uno nunca sabe…

– No tardaremos… maletero, por favor…

¿Qué me había sucedido? ¿Por qué me encontraba así? Imágenes de maniquíes y muñecas ahorcadas iban y venían como en un carrusel dentro de mi dolorida cabeza. Era evidente que me habían drogado. Olor a rosas. Nacho Puentes, uno de los perfiladores, me había dicho que había un anestésico que dejaba ese aroma cuando…

Entonces la voz suave dijo algo así como: «Ahora vuelvo… Tranquilo, chavalote…», y otra voz, también cercana, le respondió.

– Vale. -Aguda, sin énfasis, como la de un mal actor infantil.

Un niño. Rastas bajo la gorra. Cazadora violeta. Rostro muy hermoso.

La revelación fue inmediata.

«Estaban esperándome en el aparcamiento de casa, el niño me distrajo y él se acercó por detrás y me cubrió la nariz y la boca con algo…»

Los nervios me removieron el estómago, y por un instante me horroricé pensando que iba a vomitar, y que me ahogaría con mi propio vómito. Lo que hice fue concentrarme en seguir pensando. «No dejéis la mente inactiva: una mente que no se cuestiona a sí misma, cae de inmediato en la trampa del miedo», indicaba Gens. Hamlet, Hamlet, siempre Hamlet, ante cualquier situación: pensar, pensar, pensar.

¿Qué ocurría? ¿Dónde estaba? Antes escuchaba un motor: me hallaba dentro de un coche. «Me llevan a algún sitio.» Pero nos habíamos detenido. ¿Por qué?

Un ruido imprevisto, como un disparo en mi cabeza. Una compuerta abriéndose muy cerca. «Es el maletero. Estoy dentro de un saco en el maletero de su coche. Pero ¿por qué lo está abriendo?»

Recordé lo que había escuchado antes. ¿Pasa algo, agente? No, un control.

Entonces comprendí. Se trataba de algo azaroso, claro, la policía elegía uno de cada diez coches en un punto cualquiera de la carretera, lo hacían detenerse y examinaban el interior con un escáner de bolsillo. Probablemente aquella vigilancia era una de las medidas tomadas por Padilla tras la desaparición de Vera. Anticipé lo que ocurriría a continuación. Hallarían un saco sospechoso. No tendrían ni siquiera que ordenarle que lo abriera, el escáner me descubriría. Lo arrestarían.

Según aquel esquema, quedaban unos cinco segundos para que todo concluyera.

Pero algo extraño ocurría.

El maletero tenía que estar abierto, y el saco a la vista. Oía claramente el escaso tráfico, las órdenes de los otros policías y hasta los débiles pitidos de lo que debía de ser el escáner. Entonces, ¿por qué el policía no mencionaba el saco? Intenté gemir, pero solo logré un débil gorgoteo. De repente volvieron a hablar:

– ¿Qué hay en esas cajas?

– Oh, repuestos para máquinas de jardín. Quiero hacer obras este fin de semana.

– ¿Puede abrir una?

– Claro. -Golpes metálicos cerca de mi rostro, palabras perdidas-… bricolaje. Por favor, agente, ¿hemos terminado? Mi hijo se siente…

«Cajas», pensé con rapidez. Yo sabía que no me encontraba dentro de una caja sino de algo blando. ¿Quizá oculta detrás? Sí y no. Sin duda se trataba de una artimaña más elaborada: un vehículo grande, un maletero especialmente preparado, una plancha de separación entre las cajas y yo. El policía tenía que estar contemplando un falso fondo. En cuanto al escáner, en una caja de «repuestos» podía camuflarse con facilidad un deformador de señales. Naturalmente, él había previsto aquel control.

Un truco muy ingenioso, con un grave fallo.

Yo.

Mi hijo se siente mal. Comprendí la ansiedad que revelaba aquel tono de voz. «El niño no se siente mal, eres tú quien está jodido, ¿eh, compañero? Sospechas que los efectos del anestésico han pasado ya, y si estoy despierta puedo hacer ruido, ¿verdad?»

Seguía necesitando aire, me dolía hasta la raíz de los cabellos, cada vez que contraía un músculo deseaba morir y sentía náuseas, pero sabía que, si lo intentaba, lograría hacer ciertas cosas muy molestas: agitar el saco con manos o pies, incluso mejor aún, girar sobre mí misma. El espacio en que me encontraba debía de ser muy estrecho, y estaba segura de que tan solo con ladearme armaría el suficiente alboroto.

El policía volvió a hablar:

– Llévelo a un médico, si se siente tan mal el chico…

– Quizá lo haga, en cuanto me permita usted irme…

Decidí que giraría el cuerpo hacia mi izquierda. Aunque no lograse derribar el doble fondo con las piernas atadas, haría ruido y el poli me descubriría. Pero me quedaban pocos segundos antes de que el registro finalizara. Atesoré todo el aire que pude, me preparé. Inicié una breve cuenta atrás.

– ¿Ha terminado, agente?

«Tres… dos…» De repente me detuve.

Pensé otra cosa.

Me pregunté qué ocurriría si lo arrestaban en aquel momento. «Juicio… Sentencia… ¿Diez años, quince?» ¿Cuánto tiempo pasaría en la cárcel antes de conseguir una reducción de condena, o antes de que una desmemoriada justicia echara tierra sobre la cabeza de Aída Domínguez y el resto de sus pobres víctimas y se apiadara del culpable? Ello sin contar con que podía no ser arrestado. Era un guerrero nato, tan bueno en lo suyo como yo en lo mío. Quizá consiguiera subir al coche y huir antes de que aquellos policías tuviesen ocasión de reaccionar. Y si llegaba a su cubil, aunque lo arrestasen media hora después, ¿qué ocurriría con mi hermana?

¿Hacer ruido? ¿No hacerlo? Duda hamletiana.

– De acuerdo -dijo el policía-, puede seguir, gracias.

– Gracias a usted.

«Pues va a ser que…

Un golpe enorme, como una losa de acero sepultándome… no.»

Imaginé que había cerrado el maletero con gran alivio por su parte, sin sospechar que también por la mía. Casi sonreí bajo la mordaza. «Juntos para siempre, tú y yo.» No iba a perderlo, ahora que ya lo tenía. Oh, desde luego que no. «No he venido a enviarte a la cárcel, hijo de puta: he venido a destruirte.»


Sentí una vibración. Reanudábamos la marcha. Me hallaba mareada, sedienta, casi asfixiada, amortajada por el dolor y deseosa de terminar con aquel abominable tormento, pero sabía que no tardaríamos en llegar a dondequiera que fuese. «No va a matarme en el trayecto. Debemos de estar cerca.»

Y me pregunté si el Espectador sospechaba que, de nosotros dos, quien verdaderamente se hallaba en peligro era él.

23

Y terminó, claro. Como todo en la vida. De repente dejé de balancearme. Una portezuela se abrió. Otra, segundos después.

Pero tardaban en venir a por mí, y mi suplicio, ahora que confiaba en ser liberada, se hizo insoportable. Era como si tuviese que bailar ballet clásico dentro de una bañera: necesitaba mantener en equilibrio todos mis malestares. Si relajaba las rodillas, las vértebras me lanzaban disparos de dolor. Cuando creía que iba a desmayarme de dolor, la sed me lo impedía. Para no pensar en la sed me concentraba en respirar un aire cada vez más escaso, con lo cual necesitaba estar quieta para ahorrarlo. Pero si me quedaba mucho tiempo quieta, relajaba las rodillas y todo volvía a empezar como en un círculo dantesco. Gens decía: «A veces tendréis que fingir que estáis muy jodidos, pero no os preocupéis, porque la mayoría lo estaréis de verdad».

Después de lo que me pareció una eternidad, llegaron los esperados ruidos: maletero, cajas, panel. Algo tiró de mi saco y me sentí cargada sobre unos brazos. No hablaban, ni él ni el niño, pero escuchaba sus jadeos: «Uh, ah». Él me transportaba como un novio a la novia en la noche de bodas. «Ven, Desdémona: no tengo sino una hora de amor… para pasarla contigo.» Lo celebré con apropiados murmullos bajo la mordaza. Sentirme llevada en volandas, agazapada en su pecho como una víbora, me había recargado la batería. Sabía que, inevitablemente, mi presa estaba introduciendo en su hogar el veneno que lo destruiría. «Así, así: llévame contigo, no me sueltes…»

Me soltó, pero con delicadeza. Sin embargo, volví a ver las estrellas cuando lo hizo, y mordí la seca mordaza como un perro rabioso un palo quemado.

Escuché su voz:

– Pablo, abre la puerta.

No creí que se refiriese a la puerta principal de la casa. Me hallaba en un suelo liso y oía ecos de un probable techo. Quizá se trataba de un garaje. Pensé en aquel nombre: Pablo. Lo repetí como un mantra: Pablo, Pablo. El nombre del niño. El «enigma», como lo había llamado Gens. ¿Qué quería, qué era Pablo? Resultaba preciso comprenderlo, porque con él no tendrían efecto las máscaras.

Entonces fue como si volviese a nacer: una cremallera, un tirón, el saco bajó hasta mis hombros. Por fin el bendito aire fresco. Pero procuré controlarme. Cuando sufres, el momento de mayor debilidad es justamente el del alivio: todos los torturadores lo saben, y es entonces cuando te aprietan las tuercas de verdad. De modo que seguí agitándome y gimiendo sobre el gélido suelo, mostrando la usual parafernalia de la chica aterrorizada e implorante que tanto gusta a los bastardos.

– Agarra de aquí, Pablo.

Me habían sacado la cabeza. El resto salió con otro tirón. Oí ruidos de hule agitado y puerta metálica cerrándose. Un rasguño de luz se filtraba por el borde inferior de mi venda, pero no me permitía ver más allá de las narices, nunca mejor dicho. Entonces escuché un zumbido distinto, y antes de que tuviese la oportunidad de alarmarme la goma que unía mis tobillos a las muñecas se quebró.

No hubo alivio ahora, sino el peor dolor que había sentido desde que había despertado. La brusca distensión fue como una vuelta de tuerca en el potro para mis extremidades; grité, o lo intenté, aunque solo logré un berrido animal. Un nuevo zumbido, y mis tobillos se separaron. Sentí un par de dedos presionando mi muñeca izquierda bajo las gomas, y creí erróneamente que también me soltaría las manos. Pero solo era una medida de precaución. «Se asegura de que estoy bien, de que nada en mí precisa atención urgente.» Tras tomarme el pulso, me agarró del brazo y tiró. Pretendía que me levantara, pero, claro, caballero, eso era imposible, mis piernas eran como dos prótesis recién injertadas en el tronco.

Hubo un cambio de estrategia, la mano liberó mi brazo y agarró un mechón de pelo. Fui alzada en vilo por los cabellos. La cinta adhesiva sobre mi boca se hinchó con mis gritos. Traté de sostenerme frenéticamente sobre dos objetos que intentaban recobrar su condición de piernas entre hormigueos y temblores. Otro tirón, y avancé a trompicones. Cuando al tío Javier le dio el ataque que lo dejó parapléjico me decía que lo peor era experimentar la inutilidad de sus piernas «como algo que te sobrara de tu persona». Yo no estaba parapléjica, pero fue como aprender a andar; me resbalaba, me golpeaba las rodillas, volvía a incorporarme, todo a la vez, como en una película cómica. Al fin mis pies en calcetines lograron coordinarse y el tirón del pelo se suavizó.

– Déjame pasar, hijo.

Cruzamos un umbral. Lo supe por el cambio de luz en el borde de la venda. Y eso me salvó de dislocarme un tobillo, ya que anticipé las escaleras antes de hallar el primer peldaño. «El sótano, por supuesto. Me lleva al sótano.» El no me puso las cosas fáciles: me hizo bajar sin pausas, a tirones, encorvada, con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados. No le importaba que me hiriese, que me partiera un hueso; como todo gran deseador de Holocausto, prefería controlarme a mantenerme ilesa.

En el tramo final, donde la escalera contaba con un pequeño rellano y giraba, perdí el equilibrio, y fue entonces cuando sentí un brazo sosteniéndome por la cintura. De modo que sí le importaba mi integridad, después de todo. Pero enseguida volví a ser arrastrada.

Un frío más intenso, olor a potingues: esa fue mi primera impresión del sótano. Un golpe brutal contra la esquina de una mesa metálica en mi muslo derecho: esa fue la segunda. Salté y aullé de dolor, expulsé lágrimas y se me escaparon gotas de pis. Fui recompensada con otro fuerte tirón, pero un instante después nos detuvimos. Al parecer, otra de sus sutiles técnicas para demostrarme lo macho que era y el poder que ejercía sobre mí consistía en obligarme a hacer las cosas sin decírmelas. En esta ocasión, tuve que adivinar que quería que me arrodillara. Tirones, empujones, y al fin quedé de rodillas. Rocé una pared con manos y pies. Una argolla de metal helado hizo clic alrededor de mi cuello sudoroso y escuché un mecanismo de ajuste detrás. No podía sentarme ni ponerme en pie, lo cual me deprimió, porque sabía perfectamente en qué se convertía estar arrodillada cuando pasaban las horas.

De nuevo la búsqueda de pulso, ahora en mi garganta. Entonces el borde inferior de la venda se ensanchó. Un gusano bajo mi ojo izquierdo. Tras el dedo, un brillo filoso, un chirrido y la venda se rasgó de abajo arriba.

Quedé deslumbrada ante el estallido de blancura, con la mirada empañada de lágrimas, pero el rostro del hombre que se inclinaba sobre mí se hizo cada vez más nítido.

Él.

– Hola -dijo.

No hay experiencia comparable a la de ver al monstruo. No me refiero en esas fotos de la policía que son las que escogen los medios para intentar mostrarnos lo aviesos o normales que parecen ser, sino a verlos en su mundo, entre sus cosas, a centímetros de tu cara.

Yo he visto varios, y por muy diferentes que parezcan, todos comparten una característica. Es tan notoria como su boca, su nariz o sus ojos. Ningún actor, en ninguna película de psicópatas, ha sabido representarla. Es su rúbrica inimitable.

Se trata de la siguiente: el monstruo nunca te ve.

Puede mirarte o no, permanecer callado o no, despreciarte o interesarse por ti, reírse con tus bromas o acompañarte durante el llanto. No importa lo que haga, o a donde dirija sus ojos, nunca te ve. Y cuando contemplas a un monstruo por primera vez, eso es exactamente lo que notas. Para el monstruo, eres invisible.

No conozco la causa de eso. No soy científica. Gens afirmaba que se debía a que están entregados por completo a su psinoma. Viven hacia dentro. Es como si sus ojos hubiesen sido colocados al revés, las negras pupilas hacia el interior oscuro de sus cráneos y el globo blanco, improductivo, asomado a la órbita. Se trata de algo muy raro, y me paraliza cada vez que lo percibo, porque siempre he creído que todo aquel que porta un rostro, todo el que te mira, habla y sonríe, es un ser humano.

Pero hay excepciones.

Contemplé la cara del hombre durante apenas un segundo, y lo supe. Era él. Lo demás consistía en detalles banales: unos cuarenta años, corpulento, rostro anguloso, labios finos, melena castaño oscura. Podía haber sido un maduro ídolo del rock o un profesor de universidad de esos que chiflan a las estudiantes. Vestía camisa y pantalón negros y botas marrones Camper. Tenía sendos anillos sin labrar en el pulgar y el anular de la mano izquierda.

Me importaba una mierda lo que pareciese: era el Espectador.

Y percibí su deseo. El deseo atroz que sentía por mí, solo comparable a las ganas de destruirlo que yo sentía por él.

Ambos, hambrientos el uno del otro, mirándonos frente a frente.

Después de decirme «hola», alzó la mano abierta y me arrancó la cinta adhesiva de la boca. Luego deslizó entre la mordaza de goma y mi mejilla la hoja afilada de bordes serrados que había usado para cortar la venda. Era una especie de cúter eléctrico. Colocó la hoja plana contra mi rostro, pero sin tocarlo, apretó un botón, sentí el aire agitarse y las gomas se rompieron con un chasquido.

No arrojé saliva detrás. Mi boca era un yermo y tenía los labios agrietados, resecos, y la lengua pegada al paladar. Gemí y tosí. Vi una botella de plástico inclinarse sobre mí y bebí con avidez, derramando parte del contenido sobre mi barbilla y mis vaqueros. El agua estaba tan fresca que probarla era como besar por primera vez al hombre al que amas. Pero al tiempo que bebía, clavé las uñas de las manos atadas a la espalda en la pared que había detrás, hasta hacerme daño. «Nunca permitas que la presa te manipule: si te da placer, trata de sentirte incómoda», aconsejaba Gens.

Cuando vacié la botella, el Espectador la apartó y sonrió.

– ¿Quién… es usted? -gimoteé en mi papel de víctima.

– Oh, ya lo sabes. -Hizo un vaivén con la mano anillada-. Y yo sé quién eres tú. No perdamos el tiempo. Me has hecho algo especial. Quiero saber qué es.

Lo miré parpadeando tras un mechón de pelo. El Espectador lo despejó con un gesto suave mientras llevaba la otra mano al bolsillo y me mostraba un carnet electrónico con su foto. Fingí asustarme.

– Mi nombre es Juan Leman Godoy, y la compañía que dirijo se llama AZ-Sec. Tengo solo treinta empleados pero somos líderes en seguridad de nivel dos en Europa. ¿Sabes lo que significa eso? Te lo explicaré. Diseñamos software de seguridad informática. Trabajamos con particulares y organismos públicos, entre ellos la policía española y la Europol. No es que haya averiguado las contraseñas de documentos confidenciales, es que yo las invento. Sé bastante sobre los cebos, excepto vuestra identidad. Y sé que te han entrenado para mí. -Sus finos labios volvieron a sonreír-. ¿Has venido a rescatar a tus compañeras? Están vivas, abajo, atadas al torno.

Cabeceó hacia una puerta cerrada al otro extremo de la habitación, junto a las escaleras. Mi expresión no cambió, pero sentí frío en el estómago.

– Supongo que sabes lo que hace esa máquina -continuó el Espectador-: habrás visto imágenes de víctimas. Pero he añadido algunos detalles. -Extendió el brazo como si le mostrara la casa a un invitado-. ¿Ves esa pequeña cámara sobre aquella pantalla, la que parpadea? Es un visor de conducta. También hay otro en esa repisa. Están grabándote. ¿No te lo crees? Ya sé que se necesita un ordenador cuántico para detectar máscaras en un cebo, y no presumiré de disponer de uno. Pero he hackeado el sistema del Departamento de Psicología, llevo años haciéndolo. Así que puedo utilizarlo como si fuera mío. El torno, abajo, está controlado con otro ordenador que recibe señales del primero. Si comienzas una máscara, el torno se pondrá en marcha y… -Juntó ambos puños frente a mi cara y los separó lentamente-. Bueno, para tus compañeras será como en el ballet ruso: piernas abiertas, siluetas estilizadas. ¿Me crees ahora?

No, no le creía. Ni la cuarta parte. Sabía que interpretaba su propio papel, el que mejor les salía a los monstruos: el de un condenado mentiroso, un manipulador, el Yago de todos los Yagos. La información de la que disponía no probaba nada, y aquellos aparatos tanto podían ser visores de conducta como simples cámaras de circuito cerrado.

Pese a todo, el frío seguía aferrando mis entrañas. Comprendí que él no esperaba que le creyese: quería jugar con mi duda, utilizarla en su provecho.

Seguí mirándolo sin responder, jadeando.

– Tú y yo nos vamos a entender muy bien -dijo-. Pareces una chica inteligente, y comprenderás el trato enseguida: si me dices lo que quiero saber, os mataré con rapidez. A ti y a tus compañeras. Nada de torno, dolor ni abusos: un disparo en la cabeza. Lo juro. Los cebos no me excitan, no me sirven para nada. Pero si no me lo dices, os mantendré vivas el mayor tiempo posible… Un mes o dos en el torno y os volveréis pulpos, la cabeza en medio de un cuerpo de gelatina. Puedo hacerlo. Tú eliges.

– No… no sé a qué se refiere… -murmuré, atenta a mi propio papel.

– Por favor, deja de fingir. Dime qué me has hecho.

– No le he hecho nada. No sé de qué me habla…

El Espectador chasqueó la lengua. Parecía defraudado. Atrapó con cierta dificultad, porque estaba húmedo de sudor, un tirante de mi camiseta, el que había descendido por mi brazo, y me lo colocó de nuevo en el hombro con delicadeza, junto a la cinta del sujetador. Gemí, mostré miedo. Él habló con voz suave, sin atender a mi actuación.

– Escucha, ayer miércoles por la tarde recogí a mi hijo del colegio. -Señaló al niño, que se hallaba sentado en una mesa balanceando los pies, aún enfundado en la cazadora y con la gorra calada sobre las rastas-. Me disponía a regresar a casa, pero en vez de eso me puse a dar vueltas con el coche sin razón aparente. No pretendía elegir, pero tampoco sabía qué quería. Entonces te vi por casualidad, o así pensé en un principio, ya de noche, entrando en un portal. Giré en una rotonda, y casi choqué contra otro vehículo. Memoricé el número del portal. Luego creí olvidarte y me dediqué a secuestrar a tu compañera en su casa: ya la había seguido en otras ocasiones, y sabía dónde vivía. Cuando acabé, regresé a mi piso en Madrid y, aunque estaba agotado, encendí el ordenador y entré en el registro civil. No te encontré en las fotos de los propietarios, pero supuse que tu piso de cobertura sería alquilado. Revisé los contratos de alquiler del bloque, y te hallé. Elena Fuentes, veinticinco años, teleoperadora. A partir de ahí extraje el resto. Esa noche apenas dormí, y cuando cerraba los ojos seguía viéndote. Estaba seguro de que eras una jodida trampa, pero tenía que saber cómo lo habías hecho. Cómo me habías obsesionado sin apenas mostrarte, en tan solo unos segundos…

Calló un instante y acarició el pequeño cúter eléctrico. Ahora estaba de rodillas en el suelo, como yo. Su larga perorata me importaba un bledo: demostraba el abrumador éxito de la técnica de Gens. Lo que me agobiaba, lo que no podía apartar de mi cabeza, era Imposibilidad de que Vera estuviese aún viva y atada al torno, y que mis máscaras pusieran en marcha el aparato. Naturalmente, incluso aunque él no supiera que era mi hermana, contaba con eso para presionarme. «Si te habla, tratará de manipularte -había dicho Gens-. Es muy bueno usando a los demás; entre su objetivo y él solo existen herramientas.» Pero ¿podía arriesgarme? Tal como me encontraba, de rodillas y con una argolla al cuello, un Holocausto sería sencillo. «Pero si Vera…» Calculé la probabilidad de realizar una máscara más rápida, pues había algunas que los visores podían pasar por alto, como la de Agonía, basada en las técnicas con las que Yago engaña y tortura a los demás personajes en la obra Ótelo, pero no siempre funcionaban.

El Espectador pareció percibir mi dilema, porque sonrió mientras proseguía.

– Esta mañana visité el aparcamiento subterráneo de tu bloque, hallé tu coche y coloqué un rastreador bajo el parachoques trasero, lo cual me permitía seguirte todo el día a través de una pantalla… El resto consistió en esperar. Saliste al mediodía y te dirigiste por la carretera de Extremadura a la zona evacuada del 9-N. Estuviste allí toda la tarde. Supuse que habías ido a ensayar, sé que utilizáis edificios abandonados para eso. Mi hijo y yo aguardamos en tu aparcamiento con un hambre de lobo, ¿eh, Pablo? -El niño asintió con la cabeza-. Estábamos cansados y nerviosos, y por un momento pensé que pasarías la noche fuera, pero al fin el punto en la pantalla se movió. Lo del saco y las ataduras vino después. Quería hacerte el viaje incómodo. -De improviso alzó la afilada punta del cúter eléctrico y la deslizó por mi rostro. Aparté la cara-. Ahora te contaré lo que pienso. Conozco las máscaras. No las entiendo del todo, pero he leído lo bastante sobre ellas… Sin embargo, esto es distinto, ¿verdad? Es como estar borracho o fumar opio. No me gustas, no eres mi clase de tía… Podrías resultar atractiva vestida de otra forma, sí, quizá, pero nunca… nunca como para esto. Dime qué me has hecho. -Empecé a balbucir, pero su voz me detuvo, convertida en un susurro-. ¿Sabes? Finges muy mal.

Lo miré un instante.

Hazlo otra vez, devotchka.

– No tengo ni puta idea de lo que dice -dije con firmeza.

El Espectador suspiró.

– Tus compañeras están bien todavía… pero puedo empezar a manejar el torno.

– No sé a qué compañeras se refiere -repliqué en el mismo tono.

Empezó a asentir despacio, dirigió la mirada hacia una esquina de la pared y se cambió el cúter de mano. Yo había estado observándolo y logré anticiparlo y volver la cabeza, pero de todas formas el puñetazo en mi mandíbula fue brutal. Ambos gritamos. Al girar la cara sentí el tirón de la argolla en el cuello, y me enderecé para evitar asfixiarme. Noté la sangre resbalándome por la comisura.

– Vaya, así que han enviado a la fuerte del equipo -dijo, frotándose los nudillos. O creo que eso fue lo que dijo, porque el golpe me había dejado medio sorda-. Bien. -Se puso en pie y le habló al niño-. Pablo, ¿quieres comer ya?

– Sí.

– Voy a sacar las cosas del coche. Lávate las manos. -Se dirigió a las escaleras y comenzó a subir.

24

El niño se quedó un rato mirando las escaleras cuando el Espectador se fue. Pablo.

Observé su aspecto. Gorra azul, cazadora violeta, vaqueros, botas amarillas, rastas marrones, piercing en el labio. Un periquito multicolor con expresión de ángel pensativo. Ropa cara, vida solitaria, mimado en exceso, introvertido. Le calculé diez u once años, como Gens había supuesto. Piel demasiado pálida. «No ve la luz del sol.» Lo imaginé encerrado en sótanos, bajo lámparas, dedicado a… ¿a qué? Me estremecía pensar qué cosas podía haber hecho, o contemplado.

Decidí sondearlo. Tragué la poca saliva que pude reunir.

– Por favor… -supliqué-. Ayúdame…

Me miró, y no dejó de hacerlo cuando repetí mi ruego, lo cual era buen signo. Al menos no me eludía. Pero sus ojos no mostraban emoción. Sus parpadeos eran guijarros dejados caer en un estanque: un remolino, luego nada.

Lo que importaba era saber si podía ser manipulado. No con máscaras, desde luego. El psinoma de los niños es inestable, e incluso las máscaras más sencillas resultan ineficaces con ellos. Alguna que otra, como la de Destrucción, es capaz de influirles si se emplea la técnica precisa, pero no podía arriesgarme a probar. La amenaza del Espectador, fuese cierta o no, me bloqueaba.

Tenía que intentar conocer qué había tras aquellos grandes ojos oscuros.

Hablé con calma. Opté por incluir su nombre.

– Pablo… Te llamas Pablo, ¿verdad?

Bajó de la mesa y se alejó sin responder. Eso también me gustó. «Está interpretando un papel», pensé. Pretendía ignorarme, pero aquel primer tanteo era esperanzador

Lo seguí con la mirada. Se detuvo ante un lavabo impoluto, que parecía de laboratorio, y quedó de espaldas a mí mientras yo escuchaba el sonido del grifo. Luego hizo algo típico de los niños: se quitó la cazadora después de lavarse, como si se hubiese dado cuenta de que podía mojarse las mangas. Debajo lucía una camiseta de un tono también llamativo, entre naranja y morado.

Mientras se lavaba, yo aproveché para echar un vistazo alrededor y hacerme una idea aproximada de dónde me encontraba.

Aquello no tenía comparación con lo que evoca la palabra «sótano». Era una habitación amplia, rectangular, climatizada, dotada de parpadeantes alarmas contra incendio. Me habían encadenado a una de las paredes largas, en la esquina opuesta a las escaleras y la puerta cerrada del segundo sótano. Luces graduables en el techo refulgían sobre dos mesas, una semejante a las de autopsias, con la superficie agujereada y un tubo de desagüe. Botellas de suero en perchas metálicas se alzaban junto a ellas. En las paredes, vitrinas con frascos. Un equipo completo para mantener con vida al juguete mientras te diviertes. Y todo muy limpio, mineral y cristalino. El blanco, el color de moda: había repisas blancas con instrumental de acero de mango blanco, botes blancos, guardapolvos blancos. Hasta las pantallas donde estaban situados los dos supuestos visores dirigidos hacia mí eran blancas. Recordé de improviso un chiste muy viejo y malo, pero que nos hacía reír mucho a Vera y a mí cuando papá lo contaba: un hombre blanco cae desde un balcón blanco a una acera blanca, y viene una ambulancia blanca que se lo lleva a un hospital blanco. Allí entra a verlo un médico vestido de verde que, de repente, dice: «Caramba, me equivoqué de chiste». Aunque conocíamos el final, no podíamos dejar de reírnos. Vera daba palmadas con sus manitas de niña de cuatro o cinco años, regocijada ante el tono que papá ponía cuando hablaba el médico: «Caramba, me equivoqué de chiste».

«Un hombre oscuro y un niño oscuro te llevan a una habitación blanca…»

Tras lavarse, el niño hurgó en la cazadora y extrajo una consola portátil de juegos. Yo no era especialista en juegos virtuales, y no podía saber a qué clase de cosa le gustaba jugar, lo cual lamenté. La abrió, se puso el visor sin quitarse la gorra y de repente su cabeza se asemejó a la de una mosca. En los cristales negros estallaban luces. Eso no me agradó, porque lo aislaba de mi presencia. Por fortuna pareció aburrirse enseguida, o quizá temía que su padre regresara y lo sorprendiera, se quitó el visor, lo guardó y cerró la consola. Repetí mi ruego.

Para mi asombro, me contestó con calma, mirándome con sus grandes ojos:

– No puedo ayudarte. Tengo miedo de papá.

Su respuesta fue tan inesperada que me quedé sin saber qué decir. Asentí con la cabeza, y estaba eligiendo una réplica cuando escuché pasos en la escalera.

El Espectador entró cargando una caja de cartón que le ocultaba la cara.

Supuse que sería una de las que llevaba en el maletero, de esas que contenían «repuestos». Había metido encima varias bolsas de supermercado. La dejó sobre la mesa agujereada y fue sacando y colocando los productos en la otra mesa: patatas fritas, bocadillos envasados, frutos secos, golosinas y varias latas de bebidas. Se le cayó una lata, y al agacharse a recogerla observé que le clareaba el pelo en la coronilla. El niño se acercó como un patito dispuesto a ser alimentado.

– No tenían Pepsi, lo siento -dijo su padre a modo de disculpa mientras le entregaba otro refresco.

Comieron y bebieron a pocos metros de mí, el Espectador apoyado en la mesa y el niño de pie. A ratos el adulto comentaba algo banal y el niño movía la cabeza asintiendo: las almendras «eran muy buenas y mucho más baratas» que las que solían comprar; la camiseta de Pablo se había «manchado de foie» y debía «limpiarse». Todo se desarrollaba de manera tan natural que parecía preparado de antemano para demostrarme que mi presencia, arrodillada y encadenada a la pared, no les importaba.

Opté por cambiar de táctica. Recordé lo que nos contaba Gens sobre Rey Lear. El orgulloso rey ordena a sus tres hijas decirle cuánto lo aman, advirtiendo que la que hable mejor recibirá más dote. Las dos primeras se deshacen en elogios imposibles, pero la menor, Cordelia, que supuestamente lo ama más, no dice nada. Gens explicaba: «Lear, indignado con su silencio, la deshereda, pero se pasa el resto de la obra buscándola. Precisamente por callar, por representar un enigma, Cordelia es la obsesión de Lear, la que realmente lo atrae, lo captura y, al final, lo destruye».

En aquella obra de madurez, Shakespeare ofrecía la clave de la máscara de Destrucción: callar y entregarse sin fingir. Yo no quería hacer ninguna máscara, pero sí aprovechar el armazón que la componía. Al principio persistí en mi papel, suplicando, gimoteando, mientras ellos comían. Pero de repente dejé de hablar y los desafié con mi silencio. Eso hizo que el Espectador me mirase en un par de ocasiones, intrigado. Le devolví la mirada mostrando preocupación, pero no excesiva, mientras me tanteaba con la lengua en la comisura del labio donde había recibido el puñetazo. Quería resultar ambigua, no fácil. Por mucho que él supiera, o creyera saber, que yo era un cebo, tenía que enseñarle que el camino que llevaba hacia mí era tortuoso. Si realmente Vera no estaba muerta, si su vida dependía de lo que yo hiciera, entonces debía callar y dejar de fingir para convertirme en un enigma obsesionante. ¿Qué soy? ¿Qué pienso? Era preciso torturarlo con aquellas preguntas.

En un momento dado, el Espectador pareció perder la paciencia. Se limpió con una servilleta de papel y señaló los envases vacíos sobre la mesa.

– Recoge todo esto, Pablo. Yo voy abajo, a por las cosas.

Cuando lo vi desaparecer por la puerta del fondo, tras marcar un código de seguridad, me concentré en actuar. Me dolían las rodillas por la postura y el muslo derecho por el golpe contra la mesa, y seguro que sangraba. La mejilla junto a la comisura del labio se me había hinchado como si masticara una patata, y seguía teniendo sed y ahora también hambre y ganas de orinar. Hice acopio de todo eso para convertirlo en emoción. Eran molestias físicas, pero las transformé en un tono de voz.

– Pablo.

El niño recogía los envases vacíos de los bocadillos. Me miró.

– Pablo, tú me ayudas a mí, yo te ayudo a ti, ¿vale?

No respondió. Eché un vistazo a la puerta del fondo. El Espectador la había dejado entornada después de bajar las escaleras hacia el segundo sótano: yo había oído los pasos. ¿Cuánto tardaría en regresar con «las cosas»? No creí que mucho. Y quizá me vigilaba con cámaras ocultas, de modo que no tenía nada que perder si probaba.

Gens había dicho: «El niño podría ser la clave. Es improbable que te considere una aliada, pero, aun así, intenta reclutarlo».

Pablo seguía limpiando y arrojando los restos a una papelera metálica también blanca. Se le cayó una lata, como a su padre momentos antes, pero repitió la operación pacientemente y no quedó satisfecho hasta que la tapa de la papelera se cerró por completo. «Es obsesivo para sus tareas», pensé. Probé a acentuar su aspecto práctico.

– Si me ayudas, te prometo que tu papá no te hará ningún daño. Seremos dos.

– No podemos vencer a mi padre -dijo de repente-. Es muy fuerte.

– Pero podemos escapar.

– Nos pillaría. Papá corre mucho.

– Tú conoces este lugar. Nos esconderíamos en el campo. -No, yo no sé esconderme bien.

Hubiese sido un error presionarlo. Lo vi manipular algo y cambié de tono.

– ¿Qué es eso?

Se encogió de hombros. Era un pequeño juguete que había sacado de una bolsa transparente, y que quizá venía incluido con la compra de las patatas fritas o las golosinas: una calabaza negra sobre una varilla flexible. Al agitar la varilla, los ojos de la calabaza chisporroteaban y se oía una voz ululante. Recordé que faltaba menos de una semana para la noche de Halloween. Tras agitarla un par de veces, el niño pareció cansarse y dobló la varilla como si quisiera romperla. Lo vi tan entregado a esa nueva tarea que se me ocurrió utilizarla para ganarme su confianza.

– No vas a poder partir eso así -le dije-. Se dobla demasiado.

– Uno de mi clase lo hace -declaró-. Se llama Naru y es hindú, no indio.

– Bien por Naru. Pero ¿qué quieres hacer? ¿Sacar la calabaza?

– No, partir esto.

Tras plantar una bota amarilla sobre la varilla y tirar sin resultado, se la llevó a los dientes. Observé que sobre la mesa sin agujeros reposaba el cúter eléctrico. Pero tuve cuidado de no mencionárselo: no parecía ser la clase de niño que olvidaría utilizar lo más evidente si se daba el caso. Me puse a pensar como él para intentar ayudarlo.

– Escucha, si tiras más, te harás daño en los dientes. Ese plástico es más duro que un chicle. Haz esto: muérdelo y dale vueltas sin dejar de morderlo. Tuércelo. -El niño obedeció-. Así. Ahora, tira de un lado a otro…

– Da igual -dijo de repente y contempló el trozo mordido. Luego echó el juguete a la papelera. La calabaza ululó un poco y guardó silencio.

– Pablo, ¿sabes cómo se abre esta argolla? -Alcé el mentón para que me mirara.

– Sí. Yo puedo abrirla. Es fácil.

– Y luego podrías cortar las gomas de mis manos con ese aparato… -Cabeceé hacia el cúter-. ¿Qué te parece? Podrías hacerlo, ¿verdad?

Pareció reflexionar. La obligatoria postura de rodillas empezaba a atormentarme. Cambié el peso de una rótula a otra.

– ¿Eres una de esas trampas? -preguntó, mirando el cúter y luego a mí.

– No, no soy una trampa, Pablo.

– Si te ayudo, papá irá a la cárcel.

Yo pensaba de prisa.

– No, irá a un hospital. Allí lo curarán.

– ¿Papá está enfermo? -El rostro bajo la gorra azul no cambiaba de expresión.

– Bueno, primero tendrán que examinarlo, ¿no? Quizá no lo esté, pero hay que saberlo. Tenemos que ayudarlo también a él… Tú no quieres que él siga haciendo las cosas que hace, ¿verdad? -Miraba de reojo la puerta, atenta a cualquier sonido.

– ¿Qué cosas?

– Esas cosas que hace… que nos hace a las chicas…

– No sois chicas, sois putas.

No lo dijo siquiera con impaciencia, sino como si yo hubiese pronunciado mal una palabra y él me corrigiera. Ignoré su comentario y sonreí.

– Pablo, si estoy libre cuando tu papá vuelva, lo convenceré de ir al hospital…

– ¿Y si no quiere?

– Entonces haré lo que él me diga. -Las mentiras tenían que ser simples, y era preciso no dejarle reflexionar sobre ellas-. Y ahora, ¿por qué no pruebas a liberarme?

Una mirada al cúter. Otra hacia mí.

Yo aguzaba el oído, pero solo había silencio. La puerta por la que había salido el Espectador seguía inmóvil.

El niño cogió el cúter y se agachó a mi lado.

– Eso es, Pablo… -Lo animé-. No, espera… Antes quítame la argolla…

– No, primero las gomas. -Me sostuvo los antebrazos y tiró hacia arriba y atrás, obligándome a tensar la cadena de la argolla. Separé todo lo que pude las manos con el fin de facilitarle el acceso a la goma, pero lo que hizo fue atrapar mi meñique izquierdo dentro de uno de sus puños, extenderlo y, tras un sonido como de pistón, poner la hoja eléctrica en marcha.

Mi alarido fue cercenado por la argolla, ya que el inesperado dolor me obligó a saltar hacia delante. Quedé estrangulada durante una fracción de segundo pero volví a respirar al arquearme hacia atrás. Sabía que me asfixiaría si me desmayaba, lo cual no tardaría en suceder, porque la sangre se me iba de la cabeza al tiempo que me brotaba por el dedo, y aunque no la veía, la sentía tibia empapándome las perneras de los vaqueros. La vista se me nubló, y no pude seguir manteniendo la postura de rodillas con el torso alzado. La argolla empezó a ahorcarme.

Algo golpeó mi mejilla. Era mi dedo meñique: el niño me lo había lanzado.

– Muérete -dijo sin emoción.

Deseé obedecerle. Lo sentía mucho más por Vera que por mí, y pensé en ella fugazmente mientras cerraba los ojos.

Entonces una sombra ocultó las luces y me encontré tendida en el suelo con la mano izquierda en alto. El Espectador se inclinaba, reía, aplaudía.


Un grito. Abrí los ojos. Vi una cruz.

Era enorme, presionaba mi ojo derecho. Moví la cabeza y se convirtió en un aspa. Rozaba mis pestañas, las arañaba con su rugoso borde. Eran cuerdas. En la boca también las sentía, aunque podía sacar la lengua entre ellas. Me apretaban la cara, anudadas a mi nuca. «Les ata la cara.»

Me sentía mareada, sudorosa. Desde donde me encontraba podía ver la papelera blanca con el juguete de calabaza sobresaliendo por el borde, burlón, oscuro. Deduje que no me habían trasladado de habitación. Pero mis condiciones sí habían cambiado.

Estaba recostada de lado en el suelo, y no tardé en darme cuenta de que me encontraba completamente desnuda. Me habían atado de nuevo como en el maletero, los tobillos a las muñecas, aunque ahora con cuerdas muy finas. El dolor de los brazos extendidos me hizo intentar agarrar las cuerdas. Al mover las manos, noté algo en torno al meñique izquierdo, una especie de vendaje endurecido. Recordé que me lo habían amputado. No experimentaba un intenso dolor, y supuse que era debido a algún tipo de anestesia. ¿Cuánta sangre había perdido? Tenía una sed endiablada y sentía la piel pegajosa de sudor y quizá de sangre seca.

El grito se repitió, más bien el chillido, penoso, ensordecedor. Gemí cuando se estrelló contra mis tímpanos. No se trataba de ningún juguete esta vez: era un ser vivo que sufría hasta extremos insoportables. Pensé en Vera, y me removí pese a las cuerdas. ¿La habían subido a mi sótano? ¿La estarían torturando junto a mí?

Intenté torcer el cuello y mirar, pero tras un esfuerzo agotador solo alcancé a distinguir las patas de la primera mesa. Las lámparas del techo me cegaban.

Dos pequeños pies de piel tersa y salpicada de sangre se detuvieron a medio metro de mi cara. Una cosa cayó junto a la papelera, la golpeó y rodó un instante sobre las baldosas. Oí la voz del niño:

– Se ha hecho caca.

Me quedé como hipnotizada. Olvidé, incluso, mis propios dolores, y hasta la preocupación por mi hermana pasó a un segundo plano. Había visto muchas atrocidades en mi vida, pero aquello me impresionó de una forma que no sabría explicar.

Era un cachorro. Quizá de labrador, no podía saberlo ni aunque hubiese sido experta en razas caninas. Nadie habría podido averiguar a primera vista el linaje de aquel bulto de pelaje oscuro, desfigurado de manera tan inmisericorde, con las patas cortadas y vendadas y los ojos como coliflores púrpuras. Pero no fueron tanto las heridas, antiguas o recientes, lo que más me aturdió, sino aquella especie de entrega, de resignación, aquel modo de permanecer allí donde había sido arrojado, como una vejiga que se hinchara respirando y gimiendo en una agonía que semejaba no tener fin.

El niño se agachó entonces. Vestía pantalones cortos y camiseta de tirantes con un número de jugador de baloncesto en la espalda, pero seguía llevando la gorra con visera sobre las rastas. Su ropa estaba manchada de sangre, y también tenía sangre en las manos. Recogió al perrito con un gesto de enfado y se esfumó de mi campo visual. Escuché varios aullidos más, luego nada.

Al instante la luz del techo volvió a desaparecer. Miré hacia arriba: la silueta con largas rastas parecía un ser de otro mundo.

Un chorro frío cayó sobre mi rostro, haciéndome parpadear. Pensé en cualquier cosa, ácido u orina, pero era agua.

– Bebe.

Yo tenía una sed abrasadora y giré la cara con avidez, pero al hacerlo la columna de agua se desplazó. Estiré el cuello, y el líquido quedó fuera de mi alcance.

– Bebe -repitió.

El agua caía ahora a un palmo de distancia. Giré el cuerpo aferrándome a las cuerdas y casi grité cuando me desplomé bocabajo, los pechos aplastados contra las heladas baldosas. Repté milímetro a milímetro. Mis manos y tobillos atados juntos se balanceaban en el aire y la aspereza de las baldosas me arañaba los pezones.

«Muévete. Bebe», era lo único que oía, una y otra vez, y el ruido del agua al derramarse a centímetros de mi rostro. Logré beber un poco lamiendo el suelo y capturando las gotas que rebotaban cerca, pero al final desistí, exhausta.

Entonces el agua dejó de caer, y de improviso una mano pequeña y fría se apoyó en mi mejilla y un objeto se introdujo en mi oído derecho. Podía ser un punzón. Su extremo puntiagudo invadió el conducto deteniéndose antes de llegar al tímpano. Quedé paralizada de pánico. El rostro del niño llenó de repente todo mi mundo: una tersura enorme de ojos fijos. En su expresión no había nada, ni siquiera diversión.

– Muévete o te lo clavo.

El rostro se apartó, pero el punzón siguió en mi oído. El agua volvió a caer y no me quedó otro remedio que contorsionarme como una posesa. De repente comprendí lo que el niño quería, y me esforcé en dárselo. No era diferente de lo que podía querer cualquier otro niño: quería jugar. Jugaba conmigo de la misma forma que lo había hecho con aquel cachorro, y me cortaría otro dedo o hundiría el punzón en mi oído si tales cosas le divertían más de lo que yo pudiera ofrecerle. No tenía que alcanzar el agua, tenía que entretenerlo. Eso era lo que se esperaba del juguete de carne y hueso en que me había convertido. De modo que no pretendí beber, ni siquiera arrastrarme realmente, sino representarlo. Le ofrecí el teatro de gruñidos, lengua afuera y espasmos en el suelo que deseaba contemplar, y al poco perdió el interés, retiró el punzón y se alejó. Yo seguía sedienta, pero mi oído se hallaba ileso.

Intenté concentrarme durante aquella pausa. Me costaba respirar, bocabajo como estaba, y al tomar aire mi espalda era la que se movía, tensando más la cuerda que me unía manos a pies. Descubrí que si hacía el esfuerzo de contraer el vientre podía llenar mejor los pulmones. El corazón me palpitaba como si el latido brotara del propio suelo. No creía que hubiese pasado mucho tiempo desde mi llegada al sótano. Los calambres y el entumecimiento no eran excesivos, y la anestesia, o lo que fuese aquella droga, seguía camuflando el dolor de mi dedo amputado. Ello me hacía pensar que habían transcurrido solo algunas horas. Sería viernes por la mañana, todo lo más. Imaginé que ambos se habían ido a dormir un rato y me dejaron allí, y el niño se había levantado antes a jugar con el cachorro. En todo caso, el padre no tardaría en llegar.

El hecho de que el Espectador hubiese regresado del segundo sótano a tiempo para detener la hemorragia y vendarme la mano no probaba que me vigilara, pero quizá sí lo hacía, y no solo con visores sino con cámaras normales. Luego me había desnudado, y atado con aquellas cuerdas. No creía que hubiese abusado sexualmente de mí mientras estaba dormida: más bien me había quitado la ropa para construir conmigo la materia degradada que luego destrozaría. Me sentía sucia, olía a sudor, orina y sangre, lo cual acentuaría mi aspecto de animal de matadero, listo para ser sacrificado. ¿Quién comenzaría de los dos? ¿Él? ¿El niño?

Maldije en silencio mi error con este último. Había intentado engatusarlo de forma racional, sin comprender que se hallaba fuera de mi alcance en ese aspecto. De hecho, era él quien me había engañado. Quizá contaba con una serie de reglas que obedecía en la escuela o con su padre, pero frente a mí, como frente al cachorro, era puro psinoma. «Materia ciega», lo habría llamado Gens, una criatura repleta de deseo sin restricciones. Conmigo llegaría allí donde su placer le dictara, sin que nada en mi persona lo detuviese: me abriría agujeros, me cortaría, me trituraría, atravesaría mi carne como una termita hasta quedar saciado. No había nada que hacer con él a nivel humano. Su pobre y corta vida junto al Espectador lo había convertido en eso. Tenía que haberlo sabido.

Había cometido un grave error, debido a lo nerviosa que me sentía por mi hermana, y lo había pagado muy caro.

Pensé en las posibilidades que me quedaban. No se me ocurrió ninguna. Gens me había advertido: «Desde el momento en que te desnude y te ate la cara, empezará la cuenta atrás. Las oportunidades de poseerlo a partir de ahí serán mínimas». Claro está, tanto Gens como yo habíamos dado por supuesto que sería posible hacer máscaras, y, de acuerdo a eso, yo me había preparado para el Espectador de la única forma en que sabía hacerlo un cebo.


Pero no había anticipado su treta. Había esperado encontrar a mi hermana viva o muerta, no un chantaje con visores de conducta, fueran o no verdaderos. Eso me confundía, me atenazaba más que las propias cuerdas. Estaba casi segura de que el Espectador mentía, de que era imposible que sus cámaras detectaran una máscara rápida. Y si quería contar con unas mínimas probabilidades de salvar a Vera, o de sobrevivir yo misma, tendría que optar por hacer una máscara tarde o temprano.

Pero necesitaba tiempo y calma para tomar una decisión, y sabía que el Espectador no iba a concedérmelos.

25

No le oí llegar. El niño había puesto un rock estridente.

– Quita eso -dijo el Espectador.

El brusco silencio me molestó tanto como el ruido. A esas alturas ya no había nada que no me molestase.

– ¿Le has dado agua? -Por un momento no supe si se refería al cachorro o a mí.

No hubo respuesta. El Espectador repitió la pregunta y el niño dijo «sí».

– Respóndeme cuando te pregunte, Pablo.

Yo seguía bocabajo en el suelo, sujetando las cuerdas que unían mis muñecas a los tobillos para aliviar la tensión. Cuando me cansaba, intentaba contraer los músculos de las piernas. El dolor de mi dedo cortado era como un perro hambriento esperando soltarse. Todo tenía un aspecto muy jodido, pero sabía que lo peor quedaba por venir.

Sentí sus dedos sobre mí y deseé que mi piel fuese ácido y lo quemara. Me tomó el pulso en la garganta, me exploró el vendaje y recibí un picotazo en el bíceps derecho. Algún tipo de analgésico subcutáneo, quizá; el Espectador no quería que me desmayase antes del espectáculo. Yo solo veía su rodilla apoyada en el suelo envuelta en un pantalón negro, pulcro, recién planchado. Aspiré un perfume masculino. Entonces me tiró del brazo y me puso de costado. En el instante en que gemía sentí un tubo de plástico en la boca, entre las cuerdas. Bebí todo lo que pude. Vomité parte del agua. El Espectador era una silueta borrosa bajo los focos.

– ¿Ha descansado bien? -Cerró el tapón de la botella-. ¿Tiene hambre? ¿Hay algo que podamos hacer por usted?

Ninguna de esas preguntas esperaba respuesta. Advertí, en cambio, que de vez en cuando miraba hacia atrás y desplazaba un poco el cuerpo. «Se asegura de no bloquear la lente de los visores», pensé.

Volvieron los aullidos, ahora débiles, y el papá estricto alzó la cabeza.

– Llévate al perro abajo, Pablo.

– ¿No puedo tenerlo aquí?

– Ya me has oído. Y dúchate, cámbiate de ropa y ponte zapatos.

Hubo un silencio tenso, roto por algo que se estrelló en la mesa, detrás del Espectador, y rodó hasta el borde: el niño, sin duda irritado, había lanzado el cúter que sostenía antes de marcharse. Su padre emitió un suspiro. Volvió a mirarme y sonrió. Parecía como si se disculpara ante una vecina por el comportamiento de su hijo.

– Te confieso que, a veces, yo mismo le tengo miedo -dijo-. Es un chico muy listo, pero vive su propio mundo. Supongo que ha sido el precio que he tenido que pagar por sentirme seguro. Convencí a su madre, en Bruselas… Viví varios años allí, ¿sabes? Trabajaba como profesor de informática mientras organizaba mi propia compañía de seguridad… Ella era una alumna de origen norteamericano. La convencí de tener un hijo. Cuando lo logré, la eliminé. Necesitaba un niño. Había leído mucho sobre vosotros, y sabía que un niño sería la defensa perfecta. Trampa por trampa, supongo. Vosotros engañáis, yo engaño. Lógico. -Mientras hablaba no paraba de tocarme: despejaba cabellos de mi frente, me magreaba un pecho, el culo o los muslos. Con la otra mano se acariciaba la entrepierna. Se había puesto una camisa nueva, morada, y zapatos de ante-. No te lo vas a creer. ¿Sabes lo que cambió mi vida? El 9-N. Hasta ese momento mi compañía era pequeña, casi doméstica, pero tras la bomba atómica en Madrid, los gobiernos empezaron a pedirnos ayuda a todos los del sector. Yo era español, y los de aquí pensaron que sería ideal para asesorarles en seguridad. El 9-N fue lo que me trajo a España, sí. -Sonrió casi como confiando en que yo lo imitara-. Luego esperé hasta que Pablo cumplió los once años para empezar en serio. Espera, voy a ver cómo tienes eso.

Al hacerme girar para ponerme de nuevo bocabajo me agarró de ambos brazos. Hurgó en el vendaje. Quizá me lo estaba cambiando, no lo sabía, tenía aquella zona parcialmente insensible. Pese a todo, me dolía. Gruñí bajo las cuerdas. Siguió hablando.

– Lo que no quería, por encima de cualquier otra cosa, era que me engañarais. Tenéis poder. Sois brujas. Usáis la psicología como antaño las pociones. Sé que hay otras como tú dando vueltas por Madrid, acechándome. A veces he creído ver a una y me he obsesionado tanto que no he podido dormir. Pero siempre he dejado elegir a Pablo. A él no lo engañáis. Hasta que te vi a ti.

De repente lo supe: me tenía mucho más miedo que yo a él. Y era porque me deseaba como jamás había deseado a nadie. La técnica de Gens se había abierto paso en su psinoma como una riada, arrastrándolo todo, derribando sus bien cuidadas defensas y hasta su confianza racional en su hijo.

– Llevo casi toda mi vida haciendo esto -continuó-. No solo a mujeres, pero sobre todo a mujeres. En varias ciudades de Europa. Cuando descubrí que podía borrar rastros y cambiar informes con un simple ordenador, me resultó fácil dedicarme, digamos, de lleno. La única diferencia es que ahora he saltado a la fama, porque lo hago en una misma ciudad y he empezado a usar a Pablo. Tú crees que soy una bestia, y lo comprendo. Pero te pregunto, ¿no está todo en eso que llamáis el «psinoma»? Si solo he hecho lo que vosotras, cebos o no, me inducís a hacer, ¿quién es el culpable? Si te he traído aquí porque tú me has tentado, ¿quién es el culpable? ¿Puedo evitar hacer lo que hago? Una vez, en Bruselas, secuestré a un técnico alemán de psicología y le obligué a decirme cuál era mi filia. Me gustó el nombre: de Holocausto. Pues bien, no puedo hacer nada contra eso. Holocausto es lo que soy. En otros tiempos, la psicología suponía que estábamos enfermos o tarados. Ahora sabemos que somos así porque nuestro psinoma es así. Es como nacer con ojos azules o piel oscura. Necesitamos complacer nuestra filia como cualquier otra persona, Shakespeare ya lo había dicho antes que nadie: Macbeth no es más culpable que Lear, ¿no es cierto? Veamos… No tiene mal aspecto…

Supe que se refería a mi herida. Notaba en la piel roces de gasas y cremas. Seguía bocabajo, mi cuerpo formando un arco, la mejilla izquierda aplastada en el suelo, la cara rodeada de cuerdas, tobillos y muñecas contra las nalgas. Tenía que soportar el examen con los músculos tensos, incapaz de moverme. En un par de ocasiones creí que me desmayaría, y mordía las cuerdas que cruzaban mi boca para impedirlo.

– Lamento lo del dedo -dijo el Espectador mientras lo vendaba de nuevo-. Regañé a Pablo, pero hay que tener en cuenta que intentaste camelarlo, ¿eh? Eso fue una mala pasada por tu parte. En fin, la herida ha dejado de sangrar. Y te he puesto crema para que no se te pegue el vendaje. ¿Te duele?

No respondí. Seguí mirándolo parpadeante.

Se agachó más. Su aliento en mi cara olía a café.

– Dime qué me has hecho. Solo eso, solo eso, y te mato ahora mismo, te lo juro.

Chapurreé un insulto a través de las cuerdas.

No pareció sorprendido ni enfadado. Me palmeó suavemente el hombro.

– Voy a hacerte más daño del que puedas imaginar -dijo en tono afable-. Tanto, que terminarás creyendo que soy Dios y me rezarás para que pare. Pensarás en la muerte como en un orgasmo, y te irás al otro mundo recordando lo que te hice. Y cuando reencarnes, soñarás todos los días de tu nueva vida con lo que te va a suceder a partir de ahora, y despertarás gritando. Enloquecerás todas tus existencias futuras con lo que vas a sufrir aquí, en este mismo momento…

Me hablaba como si ya lo hubiese hecho. Era el clásico tono del psico, yo lo había oído ya otras veces. En el teatro de los horrores de su mente, todo eso ya había sucedido. Luego me besó en el pelo, se levantó e hizo como acostumbraba: pareció olvidarse de mí y se dedicó al niño, que acababa de regresar vestido con unas bermudas y calzado con sus flamantes botas amarillas.

Comieron algo situados en un punto en el que no podía verlos. Después colocaron una especie de trípode y estuvieron un rato entretenidos con una pequeña holocámara, ajustando la luz y el color de la imagen. Trabajaban mano a mano, sin muestras de afecto, pero sin aparentar necesitarlas. Eran simbióticos, como diría Gens, se ayudaban mutuamente: Macbeth y Lady Macbeth colaborando en lo que más les gustaba. El papá quería saber de qué forma el color de mi carne podía contrastar mejor con la pared blanca que tenía detrás y cómo hacer para que la cámara se moviera automáticamente y me filmara en primeros planos cuando me llevaran a la mesa. Calificaba mis piernas de «demasiado largas y flacas» o se extendía hablando de mis tetas o mi culo como si le agradara que el niño oyese todo eso. Yo era un objeto que penetrar, cortar, quemar, romper. No creí que aquella conversación tuviera otro fin que caldear sus propios ánimos. Estaban habituados a hacerlo.

Tras quitar el trípode y apagar la cámara, dieron varios pasos hacia mí.

– Tengo que irme a la oficina en media hora, Pablo -dijo el Espectador-, pero empecemos.

La frase me electrizó, sentí que el estómago se me encogía. Resultaba imposible detenerlos ya. Podía parar al Espectador momentáneamente con una máscara rápida, pero hacer una máscara para salvarme sin saber lo que ocurría en el segundo sótano no entraba en mis planes. Mordí las cuerdas para no dejar escapar mi terror con un gemido cuando el Espectador se agachó sobre mí.

– ¿Sabes lo que eres? -preguntó jadeante. Percibí que se trataba una especie de frase ritual, un gatillo para dispararme todo su daño. En ese instante el niño dijo:

– La caja de cristales.

– ¿No la has traído? Súbela.

– No puedo solo.

El padre resopló un «vale», se levantó, les oí salir y bajar las escaleras.

El plan que había trazado era casi absurdo, pero necesitaba hacer algo, y de repente se me presentaba la oportunidad. Probablemente, la última que tendría.

Se basaba en un único objeto. Durante toda la estúpida perorata de mi verdugo yo no había dejado de pensar en él. Volví a verlo cuando el Espectador se apartó de mí para comer y preparar la cámara: el cúter eléctrico que el niño había lanzado en su enfado sobre la mesa, y que había rodado hasta detenerse en el borde.

En el borde.

No lo habían tocado. Allí seguía, mostrando ostentosamente la afilada punta. Bajo él, la pata de la mesa en aquella esquina se encontraba al nivel de mis muslos.

Era un plan desesperado, y por tanto acorde con mi situación. «Solo dame unos segundos.» Tomé aire hinchando el pecho. Mientras mordía las cuerdas que cruzaban mi boca de tal forma que pensé que terminaría cortándolas, comencé a reptar, como había hecho cuando el niño jugaba conmigo. Llegué pronto junto a la pata de la mesa, pero sabía que no iba a poder golpearla en aquella posición. Tenía que ponerme boca arriba. Por fortuna, la vuelta la daría con el lado derecho, evitando así hacerme más daño en el muñón del meñique izquierdo, que me latía con un dolor sordo pero creciente.

Tensé los músculos e intenté hacerlo en dos fases. Primero, sujeté las cuerdas como si fuesen riendas y me dejé caer de costado. Eso fue fácil. Pero al querer girar del todo y ponerme boca arriba, descubrí que apenas podía. No había calculado bien, y tenía la pata de la mesa demasiado próxima. Perdí los nervios y me retorcí en el suelo gruñendo, tan cerca y tan lejos de mi objetivo. La imagen del cachorro mutilado me aturdió, y durante un instante ni siquiera pensé en mi hermana sino en mí misma, en el pánico ante la expectativa de ser torturada de aquella forma. Pero ese camino solo llevaba al pozo que engulliría mi carne. «No, por ahí no. Ante todo, mantener la calma.»

Respiré profundamente, una, dos, tres veces. Oía remotos ruidos. ¿Ya venían? Daba igual. Decidí que no sería yo la que claudicara.

Examiné la situación. Me encontraba echada sobre el costado derecho, de espaldas a la pata de la mesa, de modo que podía golpear el mueble con los talones. No con fuerza, ya que tenía los tobillos atados a las muñecas, pero me hallaba muy cerca y no necesitaba dar patadas. Quizá también podía emplear el muslo izquierdo. El cúter se hallaba en el borde y su mango era circular. Rodaba. Con un poco de suerte, solo necesitaría que la mesa respondiera a mis embestidas.

Con el vendaje del dedo presionando mis nalgas, me arqueé hacia atrás, apoyé los talones en el mueble y comencé a golpearlo. Salvo por el cúter y algunos envases de plástico, la mesa estaba vacía, y mis sacudidas la hicieron temblar. El ruido que producía era leve.

No quería pensar en qué sucedería después, cómo me las arreglaría cuando el cúter cayera -si lo hacía-, o qué haría si rodaba hacia el lado contrario. «El futuro es un fantasma, y lo inventamos para asustarnos -nos decía Gens-. Macbeth se horroriza con lo que puede suceder, y eso le lleva a no percatarse de lo que sucede realmente.»

Seguí golpeando la mesa.


– Mírala, Pablo, se ha aburrido de esperarnos y está dormida… Oh, me equivoqué, sigue despierta. ¿Hemos tardado mucho? Han sido solo unos minutos… Qué impaciencia. Deja eso ahí, Pablo…

Los zapatos de ante moviéndose de un lado a otro: desde la mesa de autopsias a la segunda mesa, parada, giro, las punteras dirigidas hacia mí.

– ¿Estás cansado, Pablo? -Respuesta inaudible entre el ruido de objetos metálicos-. Tranquilo, lo haremos a nuestro modo. Ahora un poco, luego más… Pasará mucho tiempo con nosotros. No importa si es una trampa o una simple puta… Ha venido sola, está sola, nadie puede protegerla aquí, como nadie pudo proteger a las otras… Vamos a hacer todo lo que queramos con ella… ¿Recuerdas cómo chilló cuando le cortaste el dedo? -Respuesta afirmativa. Zapatos moviéndose-. Siempre acaban gritando, no importa lo fuertes que parezcan, lo duras, lo orgullosas… Sin ropa y atadas, son solo carne. Lógico, claro. -Los ruidos se interrumpieron. Titubeo de las punteras.

Y de repente, el giro esperado. Los talones ahora sustituían a las punteras.

– Dejemos esto aquí… Esa caja va en la repisa…

Alcé la vista. El Espectador me daba la espalda mientras hablaba.

– Ella hubiese podido abreviar este trance, pero ha optado por seguir fingiendo… Una lástima. La sinceridad escasea. Ninguna mujer es sincera.

«Ahora.»

– Cuánto me gustaría hallar sinceridad, verdadera sinceridad, y no este teatro…

Empecé a extender las piernas, los brazos… Entonces los zapatos giraron de nuevo y escuché un clic. Miré hacia arriba.

Los ojos del Espectador eran apenas un punto más vivos que el agujero del cañón de su automática.

– Pero eso es pedir demasiado, ¿no? -Sonrió-. Ahora sé buena, ya que no sincera, y deja en el suelo el cúter eléctrico, por favor.

Quedé inmóvil. Padre e hijo se hallaban frente a mí. Una familia de dos miembros, bien avenida. Cuatro ojos mirándome. Cinco, si contaba a la pistola.

– Vamos, no me digas que te creíste mi propio teatro… -El Espectador parecía sorprendido-. ¿La farsa que montamos con la cámara y el trípode te hizo pensar que no había otras cámaras vigilándote? Pensé que serías más lista. Desde luego, en el aspecto físico, nada que objetar. Estás en forma: moverte atada, derribar el cúter de la mesa, arrastrarte hasta cogerlo… Hemos gozado con el espectáculo, así que te di tiempo para que pensaras que lo habías logrado. Ahora te explico: no voy a matarte, no tengas esa esperanza… Pero contaré hasta cinco, y si no has soltado el cúter para entonces, te pulverizaré un brazo. Luego te curaré y te haré lo mismo que pensaba hacerte, pero con un brazo menos. Tú eliges. Uno, dos…

Extendí del todo las piernas, y los trozos de cuerda que había enrollado en los tobillos cayeron al suelo. Escupí las ataduras del rostro, que también había cortado. Mostré el cúter en la mano derecha y lo dejé en el suelo frente a mí.

– Muy bien. -El Espectador parecía satisfecho-. Ahora empiezas a ser sincera…

Sonriendo sin dejar de apuntarme, se acercó un paso. Al ver la mueca que crispó sus labios y su dedo tenso sobre el gatillo, supe que, de todas formas, me dispararía.

– ¿Sabes lo que eres? -preguntó con voz ronca.

– Sí -contesté desde el suelo-. Soy una jodida trampa, capullo.

Se dio cuenta de lo que ocurría un segundo demasiado tarde.

Por supuesto, mi plan no era tan solo liberarme. En los teatros nos enseñaban que debíamos preparar más de un método, «vías alternativas», lo llamaban. Tras cortar las cuerdas, me había movido hasta conseguir que el visor de conducta de mi derecha quedara bloqueado por la mesa, y, ya libre, había esperado hasta que el cuerpo del Espectador había bloqueado inadvertidamente el segundo. Sabía que no permanecerían ocultos demasiado tiempo, pero aquel repentino eclipse era más que suficiente.

No había tiempo para un Enigma, pero sí para una Maldad. La máscara de Maldad podía hacerse de dos maneras: rápida o lenta. La primera se usaba para repeler agresiones inmediatas, y era efectiva con varias filias. Se basaba en realizar una «promesa» y frustrarla de inmediato utilizando gestos y muecas emocionales. Al estilo de las brujas de Macbeth: tentar con una supuesta verdad que se cumplirá en el futuro, pero que se revela como tramposa. No era preciso un decorado, una postura, una luz o un disfraz determinados; podía hacerse en un restaurante, una sala de conciertos o en medio del campo. Yo la conseguí desde el suelo en dos segundos. Me removí, sonreí, quedé sería, cerré los ojos, los abrí. El efecto duraba muy poco, pero también contaba con eso.

Nada nos deja tan indefensos como el placer, ni siquiera el miedo. Si quieres desarmar a alguien de verdad, no lo amenaces, hazle gozar. El Espectador bajó el brazo con que sostenía la pistola y se quedó mirándome mientras yo me incorporaba con el cúter de nuevo en la mano. La escena, para cualquiera que la contemplara, podía tener aires de ensayo teatral interrumpido. «Una pausa, caballeros: la actriz se levanta, el actor deja la pistola de juguete.» Al instante siguiente, por supuesto, todo se reanudaría.

Pero yo me abalancé sobre él antes de que ese momento llegara.

Acerté, pero no un pleno. No me tocó el bote millonario, ni siquiera un décimo. Había estado atada durante horas, tenía los músculos agarrotados y el solo hecho de levantarme me había provocado un mareo. Pero al menos sentí que la afilada punta se hundía sin obstáculos en el flanco izquierdo de la maravillosa camisa morada. ¿Qué tenemos ahí? ¿El bazo? Supuse que no era el mejor de los lugares, pero tampoco era malo. El Espectador se quejó con un sollozo y, todavía mejor, dejó caer el arma.

Cometí un error entonces: quise extraer el cúter para golpearlo de nuevo. Fue una pérdida de tiempo. Lo saqué, pero se me resbaló con el sudor de la mano. La respuesta no tardó en llegar, y por supuesto yo no era una adversaria digna. Estaba mareada, dolorida, tenía un dedo amputado y me encontraba desnuda. Tuve suerte y logré esquivar el primer puñetazo echando la cabeza hacia atrás, pero mi vientre quedó expuesto a su rodilla. Me golpeó dos veces, en el estómago y luego en la cara, cortándome la respiración. Retrocedí hasta dar con el culo contra un borde liso, grité de dolor y caí de espaldas sobre una superficie llena de objetos. Era la mesa. Y sin duda, el Espectador vio algo en ella que podía utilizar fácilmente, porque ni siquiera se molestó en recuperar la pistola. Se echó sobre mí como una araña con las patas extendidas. Con la mano izquierda se sujetaba la herida del vientre, mientras que con la otra intentaba coger lo que había visto, que se hallaba cerca de mi cabeza. Le agarré el brazo extendido, coloqué las rodillas como muralla y forcejeamos. Instintivamente supe que, fuera cual fuese aquel objeto -un bisturí, un cuchillo-, si el Espectador lo alcanzaba la lucha finalizaría.

Poco a poco, su brazo ganaba terreno a los míos. Mi preparación física no era mala, pero él tenía más fuerza y se hallaba en mejor estado. Lo vi sonreír frente a mi cara: una sonrisa roja, rabiosa, de perro macho triunfador. Sin embargo, los cebos no éramos luchadores, éramos tramposos. «Bruja», ¿no me había llamado así? De pronto decidí sorprenderle.

En vez de intentar rechazarlo, cerré las piernas sobre su espalda entrelazando los tobillos como si estuviéramos copulando. La hebilla de su cinturón me marcó el pubis y su cara se pegó contra la mía como dos calderas de líquido hirviendo.

Entonces, sencillamente, le solté el brazo y le dejé coger lo que quería.

Por un instante me miró desconcertado. Había invertido toda su energía en conseguirlo, y de repente yo le decía: «Ahí lo tienes, y de paso también a mí. Dos por uno». Se quedó atónito, los ojos como platos. Momento que aproveché para flexionar el codo izquierdo, el que menos él esperaba, y lanzarlo contra su rostro.

En las personas de constitución robusta, el codo es un objeto romo, pero en gente flaca como yo, cuyos brazos pueden ser abarcados en todo su diámetro por una mano grande, consiste en un par de huesos afilados, una piedra prehistórica tallada como un cuchillo de sílex. Yo lo había utilizado con éxito en varias ocasiones. Lo dirigí hacia su ojo derecho y lo atrapé abierto de asombro y tan indefenso como un bebé en la cuna. Reconozco que me encantó sentir cómo el globo estallaba en la órbita y el líquido que contenía, lleno de tantas imágenes de niñas torturadas, me salpicaba el brazo.

El Espectador aulló alguna clase de sílaba. No fue simplemente un «ah» sino un «me» o un «ma». Quizá llamaba a su madre. Lo cierto es que se echó hacia atrás, y yo separé las piernas para dejarle paso y luego lo ayudé gentilmente con ellas a estrellarse contra la pared. Entonces alargué la mano y cogí lo primero que vi: una de las perchas metálicas con una botella de suero colgando.

No fue una buena elección; pesaba mucho, y cuando logré alzarla y levantarme comprobé, con pánico, que mi oponente había encontrado la pistola y se hallaba sentado en el suelo intentando usarla. Al parecer, se había hecho daño en el brazo izquierdo al golpear la pared, y la mano diestra se agitaba a solas, torpemente, con el fin de asir el arma por la culata. Pero estaba tan dominado por el llanto y los temblores por su ojo tuerto que no atinaba.

Sin embargo, comprendí que él ganaba esta vez.

Era como el juego de piedra, papel y tijera: yo intentaba usar una barra de metal y él una pistola. Por mucho que yo lograse encajar mi primer golpe antes, si no lo dejaba inconsciente en ese mismo instante no iba a poder evitar que disparase, ni siquiera en el improbable caso de que consiguiera aturdirlo de nuevo con otra máscara rápida. Frente a mi estúpida barra, la pistola era decisiva. ¿Me arriesgaría? Decidí que no.

Le lancé la barra a la cabeza deseando que la botella de suero se rompiera en su cara, y eché a correr como pude.

Con el rabillo del ojo distinguí una silueta -el niño-, pero se apartó de mi camino y no le presté atención. Un paso, dos. Mis pies descalzos saltaban sobre los objetos desparramados por el suelo. Calculé mentalmente el tiempo que el Espectador podía tardar en apuntarme y disparar. Tres pasos, cuatro. Frente a mí tenía las escaleras de subida, que eran de caracol y no ofrecían protección alguna en el primer tramo, y la puerta del segundo sótano, que estaba abierta y daba a otras escaleras que bajaban. Cinco, seis pasos. Dos opciones.

Opté por la última, ya que siempre era más rápido bajar que subir, y no me equivoqué. Cuando cruzaba el umbral agachada, un trueno silbó sobre mí. Otra bala dio en el marco d la puerta y una tercera en la pared oblicua del techo de las escaleras, cubriéndome con una lluvia de esquirlas. Salté los dos peldaños finales.

Las escaleras desembocaban en un corto corredor de paredes blancas. Aquello era territorio nuevo. Él contaba con esa ventaja. Vi una salida a la izquierda, otra al fondo. La de la izquierda era un pequeño cuarto trastero subterráneo: penetré en él sin aliento y busqué frenéticamente a mi alrededor. Bidones, latas de líquidos inflamables, infinidad de artículo de bricolaje apilados en las paredes. Todo podía convertirse en arma, y precisamente por eso era una pequeña ratonera de tentaciones. Un mundo de pinchos, púas, metal y gasolina para masacrar cuerpos, pero se necesitaban baterías, repuestos, destreza y mecheros que los hicieran funcionar. Nada a la vista tan evidente como una pistola, un martillo o una llave inglesa.

Había perdido un tiempo precioso en aquella casita de chocolate llena de falsos métodos para acabar con el loco que te persigue: oí sus pesados pasos en la escalera. Cojeaba, pero con toda probabilidad a su pistola no le importaba eso.

Salí al pasillo de nuevo y probé la puerta del fondo. Tenía un código de acceso, pero estaba abierta, y al cruzar el umbral me asaltaron a la vez un frío punzante y un hedor a cosa corrompida. Cerré la puerta tras de mí y quedé paralizada.

El cuarto de Barbazul. Allí estaba. Mi hermana.

Era un sótano más pequeño que el superior, iluminado con luces zumbantes y crudas en azul claro, como las de un frigorífico. Anaqueles con frascos se aglomeraban en una pared. También había una mesa adosada con dos infames jaulas para cachorros y ordenadores con cubiertas protectoras. Pero todo eso lo vi después. En aquel momento solo pude mirar hacia la gran máquina en forma de aspa horizontal que había en el centro. Tenía que ser el torno. Sobre él, un cuerpo bocabajo, hinchado. Las venas eran visibles en la carne de las piernas, que tenía encadenadas a los extremos más largos del aspa. Desde donde me encontraba solo podía ver los terribles destrozos entre las nalgas.

Me quedé tan aturdida, tan temblorosa, echando vaho con mis jadeos y abrazándome el cuerpo, que ni siquiera me importó escuchar el grito de rabia del Espectador avanzando por el pasillo:

– ¡Estás encerrada, hija de puta! ¡¡Ahí no hay salidaaaaa!!

Seguí quieta, esperando la muerte.

Qué mal lo has hecho, devochka.

Entonces me moví, pero no para salvarme. Solo pensaba en destruirlo.

Me desplacé al fondo de la pequeña cámara sorteando los cables que discurrían por el suelo. No tenía intención alguna de mirar el rostro del cadáver, pero no pude evitar hacerlo de reojo. Y de repente me di cuenta de que no se trataba de mi hermana. Comprendí que jamás habría podido ser Vera: aquella chica llevaba varios días muerta, y solo la temperatura de la cámara había impedido que se pudriera del todo. Pero tampoco era Elisa Monasterio, sino una desconocida. La revelación no me dio ni más ni menos fuerzas, solo me conmovió.

De repente, todo mi ser se hallaba concentrado en contraatacar.

Los pasos se detuvieron en la puerta. Maldije por no haber pensado en alguna forma de encerrarme desde dentro. Ya era tarde. Descarté engañarlo con otra máscara: él dispararía nada más verme, y con el cuerpo maltrecho y rígido de frío como lo tenía, yo jamás realizaría los gestos con suficiente rapidez.

Se demoraba en entrar. Supe por qué: sostenía la pistola con la única mano operativa, y necesitaba desplazar el complicado pestillo de la puerta. Eso me daba algún tiempo. En la mesa junto al ordenador vi una barra de acero de la longitud de mi brazo, pesada pero manejable, y las gruesas teclas de plástico con diagramas del aparato en que finalizaban los cables del torno. A mi derecha había un recodo con una especie de máquina incineradora y una pequeña letrina al lado, donde sin duda las obligaba a agacharse para que se aliviaran frente a él. Me agazapé allí con la barra en la mano, y en ese instante la puerta se abrió.

Un paso, luego otro, su voz:

– Sé dónde estás… Sé dónde estás, puta…

Lo dejé avanzar. No podía verlo, pero podía calcular su avance porque la cojera hacía resonar sus pisadas. Esperé en medio de los zumbidos de la luz de morgue, tensa de miedo y furia, aferrando la barra y expeliendo vapor como un dragón por mis fosas nasales y mi boca abierta. El cabello se me había pegado a la frente como si me hubiese duchado y todo el sudor se había helado sobre mi cuerpo desnudo. Pasos. Pasos. Sé dónde estás. Otro paso.

De repente vi su sombra reflejada en la pantalla de los ordenadores. Se hallaba por fin al nivel del torno, tal como yo confiaba. Tenía que pasar junto a él para llegar hasta mí. Entonces tendí la mano izquierda a toda velocidad. Me dolía de forma atroz, pero no usé los dedos sino la parte carnosa del pulgar para golpear la tecla de apertura de las aspas, bien señalada, rogando por que el torno estuviese conectado. Sabía que las aspas no se abrirían con rapidez, pero esperaba que el movimiento lo confundiera.

Se oyó un chirrido. Simultáneamente, salí de mi escondite y giré la cintura aferrando la barra con ambas manos, como un bateador de béisbol. No quise apuntar muy alto: intentar darle en la cabeza a ciegas era arriesgarme a fallar. Eso hizo que acertara en su hombro izquierdo, ya malherido. Gritó y alzó la pistola, pero las aspas seguían abriéndose tras sus piernas, y perdió el equilibrio. Lo golpeé en la mano, desarmándolo, y luego en el vientre y en las rótulas, hasta asegurarme de que no podría levantarse. Cuando todo acabó, pulsé el botón de cierre de las aspas, me acerqué al cuerpo que se retorcía en el suelo y le puse el pie derecho y la barra en la garganta.

– Dónde están -dije.

Ambos temblábamos. Pareció divertirle mi pregunta, y por un instante su ojo sano me miró burlón. La sangre brotó del otro párpado.

– No están… Nunca han estado… -Logró sonreír con esfuerzo, como si se sintiera ganador-. Yo no he secuestrado a tus compañeras… Lo de los visores también era mentira: jamás hubieran detectado nada… ¿Ves? Quise controlarte con ese truco, y funcionó… Vosotras engañáis, yo engaño… Pero lo que importa ahora es…

Lo interrumpí presionando el talón del pie sobre su cuello.

– Sus desapariciones no se hicieron públicas, cabrón. No estás en condiciones de seguir mintiéndome, hijo de puta…

– No miento… -Gruñó con gran esfuerzo-. Ya te dije que podía acceder a los informes de la policía… El sábado me enteré de la forma en que desapareció la primera, y ayer de la segunda… Pero escucha esto, porque te interesa: alguien modificó las probabilidades en ambos casos…

– ¿Qué quieres decir?

Soltó una risa hueca, vacía. Su mano izquierda seguía presionando la herida del vientre. Un humo blanco escapaba con sus jadeantes palabras.

– No lo sabías, ¿eh…? Los ordenadores de tu departamento calculan las probabilidades que tiene cada secuestro de haber sido producido por mí… Primero realiza un análisis preliminar, rápido, y luego otro más profundo. Los análisis preliminares de tus dos compañeras ofrecen casi un cien por cien de probabilidad de que haya sido yo… Eso me intrigó y decidí investigar… No tardé en comprender qué sucedía… Sé cuándo se modifican los datos desde dentro, soy un experto, y te aseguro que alguien los ha amañado para hacerme responsable… Alguien de tu gente os está engañando, gilipollas… Y quizá yo podría ayudaros a atraparlo, pero si me entregas a la policía, nunca sabréis quién es…

Miré el cadáver atado al torno: en vida, podía haber tenido la edad de Vera.

– No pienso entregarte a la policía -dije.

Su único ojo se abrió del todo mientras negaba con la cabeza.

– No… no vas a matarme así, desarmado… No te atreverás…

– No, no me atreveré -convine.

Aparté el pie de su cuello y arrojé la barra al suelo. Cuando comprendió lo que me disponía a hacer, dejó de fingir que era un adulto.

Ignoré su llanto y súplicas, separé las piernas y afirmé las plantas de los pies a ambos lados de su cuerpo mientras movía los brazos. La clásica técnica de Ashburn para el Holocausto. Mi desnudez y el hecho de que mi presa me observara desde abajo reforzaron los efectos. Tardé quince segundos en poseerlo. Luego me alejé de él impidiendo que siguiera viéndome y despojándolo, así, del objeto supremo de placer en el instante de posesión, lo cual le provocó una disrupción dolorosa, agónica.

Lo dejé aullar mientras contemplaba el cadáver en el torno y pensaba en el resto de sus víctimas. El infierno se había inventado para seres como él. Pero yo no necesitaba que hubiese uno: el Espectador ya estaba en el infierno. Sus gritos se hicieron cada vez más agudos conforme su psinoma, incapaz de obtenerme, se refugiaba en etapas más primarias. Chilló todo el terror, la soledad y la angustia que yacían en su biografía. Chilló más allá de su condición humana. Chilló de puras ansias. Empezó a sacudir la cabeza, golpeándola contra el suelo de piedra en un martilleo constante, frenético, que no se detuvo cuando la sangre salpicó las baldosas. De hecho, aceleró el ritmo, como si batiera un tambor en algún ritual maléfico. Su boca soltaba espumarajos y todo su cuerpo temblaba. Era como si un demonio intentara escapar de su cráneo tras un exorcismo. «Te quemo el alma… Te estoy quemando el alma…», pensé.

Por fin decidí tener compasión y pateé la pistola hacia él, pero ya era tarde para que pudiera usarla. En un momento dado, su cuello se torció en un ángulo de muelle roto, se oyó un crujido. Al caer de nuevo, la cabeza quedó inerte.

«¿Te ha gustado mi actuación?», le pregunté mentalmente. Su tortura había durado apenas un minuto; la de sus víctimas, días enteros. Ciertas cosas en esta vida no guardaban equilibrio.

Entonces me sucedió algo. Yo había contemplado el fin del Espectador sin inmutarme, con una rabia y una sensación de triunfo como llamas en una hoguera: a ratos menguando, a ratos cobrando fuerza. Pero cuando todo concluyó, me sentí consumida, marchita, como si hubiese pasado cincuenta años viviendo aquel único minuto. De repente no pude más, y sin pensar siquiera en salir de aquella cámara gélida o vestirme, caí de rodillas. Maldije mi vida, mi trabajo, pero sobre todo mi vida. Me quedé allí, doblada sobre el vientre, como un despojo humano, llorando incontrolable. Por mi cabeza pasaban imágenes de mis padres, de Vera, de Miguel, del doctor Valle… No quería pensar que también lloraba por el Espectador con un llanto rabioso y hondo, y por la necesidad de comprender lo incomprensible, de otorgarle un sentido a las cosas. ¿ Quién es el culpable?

Cuando logré tranquilizarme, caí en la cuenta de que me había olvidado del niño. Decidí ir en su busca. Lo vi nada más abrir la puerta. Me esperaba de pie en el pasillo, el rostro en sombras bajo la gorra y las rastas, sosteniendo algo que en ese instante volcó sobre mí. El líquido grasiento me empapó de pies a cabeza. Apestaba a gasolina. Al verle sacar una pequeña caja del bolsillo de sus bermudas, alcé las manos.

– ¡No, Pablo…! -grité, horrorizada.

Su rostro inexpresivo brilló durante un segundo a la luz de la cerilla encendida.

Entonces me la lanzó.

26

El psinoma.

La expresión matemática de nuestro placer.

Ahora parece que hace siglos que se descubrió, pero aún no han pasado cincuenta años. Sung Yoo, Giacomo Pallatino, David Alien, Charles Bliss, Nathalie Parks…, sus nombres no te sonarán, pero ellos demostraron su existencia. Y los experimentos de David Sun lo llevaron a la práctica.

Una pared azul, una sábana roja, una chaqueta negra, un cuerpo desnudo, un gesto o una voz te producen distintos grados de placer. Es un placer tan sutil y cambiante como la forma de las nubes en el cielo, ni siquiera tú lo percibes siempre. Sin embargo, los ordenadores cuánticos lograron computarlo y clasificarlo en folders. Cada folder es como el código genético del deseo de una persona: ahí está escrito, mediante números. Se le llamó «psinoma». Luego se comprobó que podían agruparse según características comunes. A cada grupo se le llamó «filia». Hay cincuenta y ocho clases de filias identificadas en la humanidad.

Sorpresa. Resulta que, frente al mismo estímulo de placer, tú reaccionas igual que todos los que poseen tu misma filia: te rascas la pierna, subes la ceja, te aclaras la garganta, dices «te amo», lloras, tienes un orgasmo. No puedes hacer otra cosa.

Más sorpresa. Si el estímulo es muy intenso, quedas poseído. Significa que te conviertes en su esclavo. Haces cualquier cosa: te matas, matas a otros, torturas, violas.

¿Y sabes lo más divertido? Que los estímulos pueden representarse. Fingirse. Como en un teatro, con un vestuario, unos gestos, una luz, una voz. A eso se le llama «máscara». No importa si eres ciego, sordomudo, retrasado mental o genio: si la máscara está bien hecha, la percibirás de una forma u otra, sentirás placer, quedarás poseído.

A partir de ahí, cualquier conjetura vale. Quizá hayamos nacido predestinados, y luego el azar nos selecciona. Quizá un asesino en serie se diferencie de otras personas por la clase de estímulo que recibió cuando aún estaba desarrollándose. En una sesión a puerta cerrada del Congreso de los Estados Unidos, la doctora Nathalie Parks llegó a proponer que se revisaran de arriba abajo las leyes. Si no tenemos otro remedio que hacer lo que nos gusta, ¿por qué encerrar a unos cuantos? ¿Por qué condenarlos? ¿Por qué ejecutarlos? Se requería, exigió, una amnistía universal.

No le hicieron caso. Prefirieron crear a los cebos.

– Comprendo -dijo Seseña.

No, no comprendía, pero me pareció natural. Gonzalo Seseña, joven y virginal abogado de cabello curiosamente grisáceo, rostro atractivo y ademanes amables, era el nuevo Comisionado de Enlace tras la muerte de Álvarez. Había sido nombrado con urgencia el fin de semana, como suele ocurrir en este país, tan solo para tapar el agujero, y andaba como perdido en aquel mundo. El primer deber que le había reportado su cargo había sido visitarme en el CDE, el Clínico de Defensa Especial, pomposo nombre para el hospital donde nos trasladaban cuando nos estropeábamos, y que todos llamábamos «el Taller». Era domingo por la mañana, y Seseña no se había afeitado, no llevaba corbata, su traje gris estaba arrugado y parpadeaba constantemente. Los guardaespaldas, más elegantes, lo rodeaban como devotas gallinas al nuevo polluelo, instándolo a que adquiriese conciencia de ser importante, pero Seseña se sentía cómodo en el rol de aprendiz.

Tras presentarse de manera oficial, no había parado de hacerme preguntas técnicas, que yo procuraba responder, en parte, porque su compañía me resultaba agradable.

– ¿Y Shakespeare? ¿Qué pinta en todo esto?

– Es solo una teoría de Gens, pero muchos la admiten… -Y me enrollaba.

– Comprendo -repetía Seseña tras escucharme. Estaba sentado a los pies de la cama de mi espaciosa habitación de hospital. Era un hombre realmente guapo, pero a diferencia del perfi Nacho Puentes no parecía vivir de contemplarse constantemente en el espejo-. Por cierto, ¿cuál es mi filia? ¿Puedes saberlo nada más verme? -Le dije que creía que era fílico de Aura y pareció impresionado-. ¿Y eso qué significa?

– La filia de Aura significa que tus ojos miran siempre a mi alrededor, examinan el decorado antes que a la persona. Hiciste eso al entrar en esta habitación: lo miraste todo antes de saludarme. Y cada vez que te hablo te mueves un poco. Te inquieta obtenerme de manera aislada, saber que existo fuera de un contexto… Necesitas encajar a los demás en una imagen prefabricada. La obra que habla de ella es Antonio y Cleopatra: los protagonistas no están enamorados el uno del otro, según Gens, sino de las imágenes y el contexto que cada uno representa para el otro. Son dos fílicos de Aura.

– Puedo quedarme inmóvil aunque me hables -propuso, sonriendo.

Yo sonreí también, encantada con su ingenuidad.

– Sí, pero… ¿Ves? He comenzado a decir «sí», y has parpadeado dos veces seguidas muy rápido, lo cual también es síntoma de Aura… Resulta imposible hacer algo en contra de nuestro psinoma… Sería más fácil parar el corazón a voluntad.

– Comprendo.

En ese instante Padilla intervino con su brusquedad habitual.

– Perdona, Gonzalo, ¿y si dejas para otro día la segunda parte de «Todo lo que quiso saber sobre el psinoma y nunca se atrevió a preguntar»? Mi chica está agotada…

– Disculpa, Julio -cortó Seseña con suave firmeza-, pero soy nuevo en esto y ya tengo a una legión de abogados detrás de mí queriendo saber por qué su cliente, el afamado director de AZ-Sec, pudo suicidarse golpeándose la cabeza cincuenta veces contra el suelo… ¿Qué te parece si les doy tu teléfono y respondes tú?

– ¡Por Dios, Gonzalo! -barbotó Padilla-. ¡El «afamado director» se cargó a más de veinte muchachas solo en Madrid! ¡Y si contamos con su etapa de Bruselas, podría entrar en la nómina de las Grandes Bestias, con Chikatilo y compañía!

– No estoy diciendo que…

Pero Padilla ya estaba suelto y nada podía pararlo.

– ¡Y su querido niño, el hijo de los Monster, el que ahora está liado con cubos de plástico y rodeado de psicólogos! ¿Sabes lo que quería hacer ese angelito de las rastas?

– Diana ya sabe lo que quería hacer, y yo también -dijo Seseña.

Era cierto. No solo lo sabía, sino que cada vez que lo oía mencionar mi cuerpo volvía a arder. Había ardido veinte veces en la imaginación mientras aquella cerilla volaba hacia mí. Solo me había salvado el simple hecho de que mi agresor era un niño. Un adulto jamás habría pretendido golpearme con el fósforo: lo habría dejado caer en el charco de gasolina. Pero Pablo era un niño, a fin de cuentas, y me lanzó el proyectil como si yo fuese un mutante en un juego virtual. «¡Muere, monstruo!» La cerilla se apagó como una estrella fugaz en mitad del trayecto, ni siquiera me rozó. Fue una especie de milagro. Ello me permitió correr hacia él y reducirlo intentando no hacerle daño.

Pero el daño ya estaba hecho, y era mucho mayor que la pérdida de mi meñique izquierdo o la posibilidad de haber sido quemada viva: era aquella carita tersa convertida de repente en el rostro de una barracuda dando dentelladas en el aire, mientras yo sujetaba su cuerpo con el mío desnudo y empapado de gasolina. El peor daño era aquello en que se había transformado Pablo. Si el Espectador merecía la condena eterna, razonaba, era por esa única víctima. Porque, a diferencia de las chicas torturadas, el niño no había tenido otra vida antes. Ni tendría otra después; residiría para siempre en el infierno que su padre le había construido.

Cuando el huracán Padilla perdió fuerza, Gonzalo Seseña restauró la calma.

– Solo pretendía entender de qué va todo esto, Julio… El asesino más peligroso que ha tenido Madrid desde hace años ha sido capturado con métodos, digamos, poco convencionales… Necesito conocer el terreno que piso… -Se levantó de la cama y miró a su alrededor («mirada de palacio», como definía Gens esa cualidad del Aura). Luego me sonrió-. Siento haberte hecho tantas preguntas. Sé que debes descansar. -Tras felicitarme «en nombre del presidente y el ministro», huyó con sus guardaespaldas.

Padilla meneó la calva cabeza cuando nos quedamos solos.

– Este Seseña tiene más mierda dentro que un baño público en un festín de espinacas -rezongó-. Pero puedo entenderle, el cabrón de Leman era uno de los expertos en seguridad informática que consultaba nuestra gente… Resulta que teníamos la víbora bajo el culo, y no lo sabíamos… A veces me pregunto si sería posible que uno de vosotros apareciera en el Congreso de Diputados, hiciera una máscara y convenciera a todos los partidos políticos de que necesitamos hacer lo que hacemos. ¿Cómo estás?

– Cansada, pero mejor -reconocí.

– Siento no haber podido venir antes. El viernes, cuando te trajeron, estabas para el arrastre, y ayer sábado tuvimos reunión de urgencia en el ministerio para dar carpetazo al asunto del Espectador… -Dije que lo comprendía, y Padilla pareció animarse-. ¿Qué tal, princesa? Ya veo que rodeada de ramos de flores… ¿Te tratan bien? ¿Te dan sopa de albóndigas y cocido madrileño? -Se acercó con las manos cruzadas en el vientre y bajó la voz-. Ahora que se ha ido el capullo ese, te diré en confianza que Martos quiere darte una medalla, una orden o algo así… Todo se hará en privado, claro, pero están que te besan el culo… Y hacen bien, los cabrones. -Me guiñó un ojo y sonrió-. Oye, ¿sabes que estás muy guapa? Te imaginaba con peor aspecto…

– Cuánto lamento decepcionarle.

– No seas idiota. Te felicito, de veras. Menuda captura. Chapeau.

– Gracias.

Julio Padilla, siempre torpe con el cariño, se sumió en un silencio incómodo. Era un hombre corpulento, casi tan ancho como alto, de cabeza perfectamente rapada, ojos grises y facciones de perro de presa emergiendo de jerséis de cuello vuelto. Conocía bien a los cebos, pero su veteranía al frente de Psicología Criminal se debía a un innegable talento para echar balones fuera, así como a su carácter frío cubierto por un hábil barniz emocional. Se decía que le había influido mucho el accidente que había dejado a su hija paralítica. Sin embargo, era fílico de Petición, como Vera, y le encantaba sentirse indispensable y atender ruegos. En ese momento lo complací.

– No quiero medallas -murmuré-. Solo quiero saber dónde está mi hermana.

– Joder, reina, ojalá lo supiéramos. Han escaneado toda la zona alrededor de esa puta casa en la sierra. Mañana lunes rastrearán el embalse cercano. Te juro que…

Lo interrumpí sin elevar la voz, desde la cama, mirándolo a los ojos.

– El Espectador no la secuestró, Julio. Ni a Elisa Monasterio tampoco.

– ¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

– Él me lo dijo -respondí, dubitativa.

– ¡Anda, coño! ¿Y qué más te dijo? ¿Que quería casarse contigo? ¡Era un psico! ¡Te hubiese dicho que eras la emperatriz de Egipto, si con ello…!

– No tenía por qué mentirme en eso. Y nunca ha hecho desaparecer los cuerpos, ni las ha eliminado en un solo día. El cadáver de esa chica húngara aún estaba allí…

– Rumana -corrigió Padilla rascándose la papada-. Eva Rutlu, veintidós años. Estaba tramitando los papeles en nuestro país y nadie denunció su desaparición…

– Rumana o húngara, ella era el único cadáver, Julio. La última que secuestró.

– Diana, el análisis informático ha determinado que a Elisa y Vera se las llevó ese tío con un noventa y nueve, coma…

Lo escuché en silencio. «Alguien ha amañado los datos», había dicho el Espectador. «Alguien de tu departamento os está engañando.» Pero ¿debía creerle?

Tras cansarse de dar cifras, Padilla me miró un instante, pensativo.

– Estás agotada, Blanco. Estresada por la desaparición de tu hermana y por la captura. Ese salvaje y su retoño te… te hicieron mucho daño. Pero has realizado una cacería impecable. Eres la mejor, siempre lo has sido. -Me sorprendió aquella alabanza, más bien propia de Claudia Cabildo, y a él también, quizá, porque de improviso optó por dar una de cal con una de arena-. Por supuesto, estoy al tanto de lo que hiciste, y de cómo lo hiciste…, pero vistos los resultados, no tengo nada que objetar, al contrario…

Sabía a qué se refería. Yo ya había contado mi entrevista con Gens a los psicólogos que me habían interrogado en el hospital, así como la técnica empleada para cazar al Espectador. No hubo grandes sorpresas. Como el propio Gens me había dicho, los altos cargos del departamento sabían que seguía vivo y le pasaban informes de vez en cuando. El hecho de que Gens revelara sus trucos a una antigua discípula antes que a ellos les fastidiaba, pero encajaba dentro de la imagen orgullosa del viejo psicólogo.

Yo estaba pensando en otra cosa. Decidí plantearlo con naturalidad.

– Julio, ¿qué ha ocurrido por fin con lo de Álvarez?

Fue como si hubiese entrado un coronel: Padilla se irguió, muy serio.

– Un suicidio. Dejó una carta, lo típico… Fuiste a ensayar a la granja en coincidencia con su muerte, nada más.

Alisé la sábana con la mano que no tenía vendada y asentí.

– ¿Y qué era ese… túnel? He estado años allí y no sabía que existiera.

– Oh, una ampliación que hizo Gens en el sótano para construir nuevos escenarios, pero nunca llegó a utilizarse. -La entrada de un enfermero le dio la excusa que precisaba. Se quedó mirándome, como indeciso-. Vendré mañana. Intenta descansar.

No respondí: pensaba en un túnel de paredes de madera y techo de vigas en aspa.

Y en lo mal que mienten todos los filícos de Petición cuando se les pregunta.

El Taller era una clínica sin carteles ni distintivos con un jardín seco por el que los cebos podíamos pasear en camisón, como viejos patricios que ya han entregado a su prole la parte de mundo que poseyeron. Lo habían edificado en un polígono industrial más próximo a Segovia que a Madrid, Dios sabía por qué, y contaba con un quirófano y una sección de larga estancia con veinte camas. La decoración me recordaba desagradablemente la de los sótanos del Espectador: paredes y muebles blancos, ventanas metálicas. Desde el techo te espiaban visores de conducta y cámaras de holovídeo.

Pero no era ninguna cárcel, por lo que ese mismo domingo decidí largarme.

Fue después de la visita de Padilla. Miguel, que había venido el sábado a darme besos y rodearme de ramos de flores de antiguos compañeros -una tradición cuando uno de nosotros realizaba una captura esperada-, me trajo también algo de ropa de mi apartamento. Tras el almuerzo, me levanté, la cogí y me vestí en el baño.

Me sentía débil y mareada, y me dolía todo el cuerpo. Tenía la cara señalada con la huella de las mordazas de goma y cuerdas y los golpes del Espectador, la garganta con la línea roja dejada por la argolla y varios hematomas en el vientre, espalda y muslos. Por supuesto, y pese a que me constaba que lo habían intentado, no habían podido injertarme el dedo. Lo hallaron el mismo viernes, tras una búsqueda desesperada y minuciosa, formando parte de la horrenda colección de trozos de víctimas que el Espectador guardaba en los frascos del segundo sótano. Aunque la temperatura allí no superaba los cinco grados centígrados, mi meñique estaba sumergido directamente en líquido conservador, con lo cual el tejido era irrecuperable. A decir verdad, me importaba un rábano: despedirme del meñique izquierdo no era, ni de lejos, tan duro como asumir la pérdida de otras muchas cosas de mi vida, incluyendo, por encima de todas, la de mi hermana. Si por algún milagro encontraba a Vera sana y salva, bien podía irse al infierno mi mano entera.

En el Taller casi todos eran hombres, casi todos vestían de blanco y casi todos acostumbraban a tocarte: te palmeaban la espalda, te estrechaban la mano, te auscultaban o te cambiaban el vendaje. Mi enfermero se llamaba Alfredo, y era un chico de mandíbula angulosa, muy apuesto, que se presentó en mi habitación casi antes de que terminara de abrocharme los zapatos. Le dije que me iba, y llamó a un médico, que a su vez llamó a otro. Me advirtieron que los cinco puntos de sutura que me habían dado tras limpiarme el tejido del muñón habían cerrado bien, aunque podían soltarse con los esfuerzos, y que aún necesitaban asegurarse de que no había lesiones internas. Pero, tras la exención de responsabilidades con las suficientes firmas, claudicaron. Yo era una especie de «enchufada» para ellos, la heroína del día. Incluso se mostraron obsequiosos: los autocares públicos tenían horario de domingo, y Alfredo se ofreció a llevarme en su coche hasta Madrid.

De regreso a casa, hice una llamada. Luego me duché e ingerí un analgésico con un vaso de leche y galletas mientras encendía el televisor. Repetían la noticia que ya había visto en el hospital: la muerte el viernes del «presunto» asesino de prostitutas de Madrid cuando un «equipo especial» iba a proceder a su arresto. Los detalles aún no habían sido esclarecidos, pero se suponía que la víctima, «conocido empresario en el sector de la seguridad informática», se había quitado la vida. Los locutores hablaban ansiosos frente a la atroz casa de la sierra. El niño solo se mencionaba de pasada, sin relación alguna con los acontecimientos. Yo sabía que se hallaba en un centro psicológico para menores y que estaban intentando encontrar a algún posible familiar.

Pero la calma vende menos que la inquietud, y el secuestro de una niña en Barcelona y el hallazgo de otra víctima del Envenenador ocupaban la mayor parte del informativo. Esta última era una mujer de unos sesenta años fallecida en su domicilio de Moncloa. Sin embargo, seguía sin haber nada claro y hasta la propia existencia de un «envenenador» se ponía ya en duda, porque aún no se había aislado la sustancia. Luego venían fotos de la niña secuestrada. Ojos tristes, pelo rubio, seis años. Se me revolvió el estómago, apagué el televisor y me fui a la cita que había concertado por teléfono.

Era una preciosa tarde otoñal de Madrid, de esas de cielo puro y sol que, aunque declinante, sigue calentado. Después de los días que había pasado sumida en pesadillas, tenía que haberme sentido mejor al respirar aquella atmósfera suave y dorada. En cambio, me encontraba nerviosa y mis manos sudaban sobre el volante mientras salía de Madrid en dirección hacia Las Rozas. Lo que me disponía a hacer no me gustaba nada, y no podía evitar la tensión. En contraste con mi ánimo, la calle Teseo presentaba un aspecto pacífico y florido. Nely Ramos salió a recibirme en cuanto toqué el timbre de la cancela. De sus lóbulos colgaban unos pendientes de aros enormes.

– ¡Qué bien que llamaste! -Sonrió-. ¡Le va a dar una alegría verte…! Pero ¿qué te ha pasado?

Le conté que había tenido «un pequeño accidente», sin más. De cualquier forma, el vendaje impedía ver del todo mi dedo seccionado. Me precedió hacia la casa, pero no entramos, en vez de ello, la rodeamos hasta el jardín posterior. Y mientras tanto Nely no cesaba de hablar con aquella voz enronquecida y a la vez dulce, de acento canario.

– Está tomando el sol como los lagartos, cuando hace buen tiempo le encanta… Incluso creo que se da más cuenta de las cosas, ¿sabes? El otro día le pidió al jardinero que usara la vieja cortadora de césped del trastero… El hombre le dijo que eso era una antigualla, que las de hoy son eléctricas, pero ella insistió tanto que, ya sabes… tan mimadita que está… Al final, el pobre se pasó toda la tarde limpiando el cacharro y consiguiendo combustible… Según parece, el ruido del motor le trae recuerdos de la niñez… ¡Todo es poco para complacerla, pobrecita!

Y allí estaba, retrepada en una butaca plegable en el jardín, descalza, las flacas rodillas sobresaliendo por el borde de un sencillo vestido turquesa. El pelo pajizo le brillaba como una mitra bajo el sol. Un seto bien recortado le servía de marco. Parecía dormida. Se la veía indefensa y a la vez majestuosa.

– Clau, mira quién ha venido… ¡Pero, abre los ojos, boba! -Nely cogió una manta caída a sus pies y se la puso. Verla actuar como una mamá resultaba curioso, porque Nely era mucho más joven que Claudia-. Está despierta, lo que pasa es que es muy, muy mala… Le gusta fingir, ¿verdad? ¿Verdad que a Su Majestad le gusta fingir? -Claudia lanzó una risita de niña-. ¿Vas a portarte así con tu amiga? ¡Es Diana! ¡Diana Blanco!

Para acercarse a ella había que pisar el césped, y mis zapatillas se hundieron en el barro de las lluvias recientes. Mientras Nely bromeaba, crucé los brazos y sonreí.

– Hola, Cecé.

– Uau. La Jirafa. La number one.

Había hablado sin abrir los ojos, y Nely y yo lanzamos carcajadas. De repente se me formó un nudo en la garganta y sentí rebosar las lágrimas. No escuché lo que dijo Nely al dejarnos solas, creo que iba a traerme una silla. Seguí de pie, contemplando a Claudia Cabildo y tratando de contener mi emoción.

– Tú sí que eres la number one, Cecé -dije-, y lo serás siempre.

Abrió los fantásticos ojos azules. Realmente parecía más viva, pero de improviso me percaté de que el sol del atardecer le daba en la cara y, sin embargo, me miraba sin parpadear. Era como si aquellas ventanas redondas se abrieran a un cuarto vacío.

– ¿Te has mordido? -preguntó.

Me contemplé el vendaje de la mano mientras sonreía.

– He capturado, Cecé -le dije-. Este viernes. ¿Te acuerdas que te hablé de eso y me aseguraste que lo haría? Pues lo hice. Era una serpiente muy grande, y me clavó los colmillos, pero se los arranqué de raíz. Ya no volverá a hacer daño a nadie.

– Eres una super-woman.

– Bah -dije en tono intrascendente-, mi captura fue normal, nada que ver con la que tú lograste con Renard.

Me miró un instante. Luego cerró los ojos y ladeó la cabeza sin contestar.

Yo sabía que aquello no era cierto. Claudia no había tenido éxito con Renard, y, de hecho, la policía le había salvado la vida al hallar por casualidad el escondite al sur de Francia donde Renard la retenía. Renard no le había dejado apenas cicatrices, pero había usado el hambre, la sed y la electricidad día a día, durante un mes, hasta enloquecerla, sin que ninguna de cuantas máscaras hiciera Claudia lograran detenerlo. Claudia Cabildo era un ominoso monumento para todos nosotros, la señal que nos indicaba que hasta el más experimentado de los cebos podía fracasar.

La llegada de Nely con la silla nos interrumpió. Me senté, rechacé su ofrecimiento de beber algo y esperé a que se alejara de nuevo. Mientras tanto, Claudia seguía aparentando que dormía. Parecía tan inocente que sentí renovados deseos de abandonar el cruel plan. Pero aquella misma imagen arruinada en comparación con el recuerdo de la Claudia de antaño me hizo persistir.

«Es preciso -pensé-. También por ella.»

– Renard -insistí con suavidad-. Lo capturaste tú.

– Él fue quien me capturó a mí -dijo con sorprendente exactitud.

– No. Él solo te secuestró y te hizo daño, Cecé, pero tú lo envenenaste, le quemaste el alma… ¿Recuerdas cuando hablábamos de quemarle el alma a los psicos

– Renard -murmuró mirando hacia un punto del jardín, como si hubiese visto a Renard allí de repente, alzándose sobre los setos.

– Tú lo lograste, Cecé, le quemaste el alma a ese monstruo. A Renard. A pesar de que te tuvo encerrada un mes entero en esa especie de… de cueva subterránea al sur de Francia, cerca de Toulouse, creo… -Me había inclinado hacia delante y hablaba despacio, mirándola con la fijeza con que miramos la débil capa de hielo que nos disponemos a pisar-. Ese antro que me contaste, de paredes de piedra…

– Mi vida, Jirafa. -Abrió los ojos-. Mi vida se pierde como una meada al sol.

Insistí con suavidad.

– Esa cueva, Cecé… ¿Recuerdas? Donde te encerró…

– Eran de madera… Paredes de madera…

Me callé y la escruté sin distinguir nada en ella muy diferente de la soleada calma de las hojas que tenía detrás. Pero al menos ahora sabía que su memoria era accesible. Aunque yo recordaba bien lo que me había dicho tiempo atrás sobre el lugar donde había estado encerrada, pretendía que fuese ella misma quien lo repitiera.

– Sí, de madera, eso es… -Asentí-. Me decías que a veces pasabas mucho rato acostada y solo veías el techo… Debes de recordar muy bien ese techo… Era liso, creo.

– Me alegro de verte, Jirafa… -dijo-. Eres una super-woman.

– Yo también a ti, Cecé.

– Hemos vivido tantas cosas juntas…

– Desde luego, pero lo de Renard lo hiciste tú sólita.

– Sí, yo -concedió.

– Te tuvo un mes, un mes allí dentro… -De repente necesité una pausa: hablarle así me quemaba la garganta. Respiré hondo y proseguí-. Un mes en aquel sitio horrible, de paredes de madera, con tantos pasillos oscuros… y aquel techo…

– Solo uno.

Me detuve.

– ¿Cómo?

– Creí que eran varios, pero solo era un pasillo, recto… -Alzaba un índice huesudo y en su muñeca advertí la cicatriz de los grilletes con los que Renard la había encadenado. Sentí que el corazón me latía tan fuerte que pensé que Claudia podía oírlo, pero de repente comprendí que ni siquiera me veía: era como si dentro de sus ojos hubiese entrado alguien y proyectara su sombra en las pupilas-. Al principio no lo supe… Me vendaba los ojos al llevarme de una celda a otra… Luego me quitó la venda. Es difícil hacer máscaras sin ver… -Asentí, animándola-. Pero yo las hice incluso antes… No paré de hacerlas, Jirafa… Lo intenté todo… «No te rindas, no te rindas», me decía…

– ¿Quién? -la interrumpí.

– ¿Qué?

– ¿Quién te decía «no te rindas, no te rindas»?

Sonrió acariciando la manta que la cubría. El jardín estaba en silencio. De vez en cuando un coche lo perturbaba tras la valla oculta por los setos.

– El doctor Gens siempre nos decía eso, Jirafa.

– Sí, pero hablábamos de Renard.

– ¿De Renard? -Parpadeó varias veces y su semblante pareció alterarse como una vela al calor de la llama. Decidí escoger otro camino.

– No importa. ¿Recuerdas las habitaciones?

– Las celdas.

– Eso es, las celdas.

– Sin barrotes… Puertas de madera… A veces me dejaba dormir en el suelo… Siempre creyó en mí, me enseñó tanto…

Mi boca se secó. Algo así como el roce con un reptil erizaba mi espalda.

– Ahora hablas de Gens, Cecé.

– No, de Renard… Me tuvo un mes allí dentro…

– Pero te referías al doctor Gens. Dijiste «creyó en mí, me enseñó tanto»…

– Sí, Gens. Confiaba en mí. Me tuvo un mes allí dentro, pero yo quemé su alma…

– ¿Hablas de Gens o de Renard, Cecé?

La dulce voz de Nely, desde la casa, no sonó tan dulce como de costumbre.

– Oye, perdona, creo que será mejor que pares… La estás poniendo fatal…

Ignoré a Nely, que se aproximaba, y acaricié el hombro de Claudia.

– Cecé, por favor, haz memoria… ¿Viste a Gens en aquel lugar? ¿Viste al doctor Gens mientras estabas en esas celdas? -Sus ojos no cambiaron, siguieron mirándome con vacua ferocidad. Pero sus labios temblaban-. Claudia, ¿me oyes…?

Un cuerpo se interpuso entre ambas.

– ¡Ya está bien! -proclamó Nely, imperiosa, abrazando a su pequeña-. ¡Mira cómo la has puesto! Ya, ya… No pasa nada, aquí estoy… -Solo se interrumpió para lanzarme dardos de fuego con la mirada-. Será mejor que te vayas de una vez, Diana…


Me disculpé, me despedí de ambas y comencé a recorrer el camino hacia la cancela. Mientras me alejaba escuché de nuevo la voz de Claudia, soñadora:

– Había números y letras en las vigas… Yo los contaba… Dos a, tres be, cuatro…

27

«Por favor, contesta, Miguel.»

Lo llamé a casa y al móvil varias veces, sin obtener más respuesta que el buzón de voz. Recordé entonces que, cuando me visitó en el Taller, me había dicho que pasaría el fin de semana en Los Guardeses preparando cebos para la operación contra la banda de trata de blancas del sur. Sabía que acostumbraba a desconectar el teléfono cuando trabajaba. Al fin decidí dejarle un mensaje, pidiéndole que me llamara. Hablé de forma natural, para no levantar sospechas en caso de que alguien estuviese escuchando.

En aquel momento cualquier cosa me parecía posible.

Pasaban de las ocho cuando entré en la ciudad. Anochecía, pero no soportaba la idea de regresar a mi solitario apartamento. No después de lo que sabía, o creía saber, tras visitar a Claudia. Necesitaba hablar con alguien. De repente supe con quién.

Ni siquiera lo llamé para avisarle. Era domingo y la consulta estaría cerrada, pero él me había dicho dónde vivía, agregando que podía ir a verlo cuando quisiera.

El edificio era lujoso, aunque poseía aires de isla solitaria o fortaleza amurallada. Un conocido club nocturno en los bajos empezaba a recibir clientela. Pulsé el número de su piso pensando que si no lo encontraba, o no deseaba recibirme, intentaría ir a Los Guardeses. Pero, tras el escrutinio de dos cámaras de seguridad, el portal se abrió.

Me aguardaba diez plantas más arriba, en el umbral del domicilio.

– Dios mío -dijo al verme.

El doctor Arístides Mario Valle se hallaba como siempre, atildado y perfumado, con una elegante camisa verde claro con los faldones por fuera y un pantalón haciendo juego en color tapete de billar. El níveo cabello estaba bien peinado y sus gafas sin montura mostraban los cristales relucientes.

– Estoy bien -le dije, porque sabía que mi aspecto indicaba lo contrario-. Sé que me he presentado de sopetón, pero si interrumpo algo, me marcho. En serio.

– No, no interrumpes nada. Pasa.

El piso, amplio y confortable, se adornaba con luces indirectas y objetos de arte indígena, como la consulta, y revelaba dinero y buen gusto. Una enorme pantalla en la pared del salón ofrecía noticias sin sonido. Valle se sentó, o más bien se dejó caer, en un puf y me ofreció un cómodo sillón anatómico.

– Sabía que habías sido tú -dijo mientras estudiaba con expresión dolorida mis heridas de guerra en el rostro y la mano-. Lo sabía. Lo supe en cuanto dieron la noticia el viernes, pero no quise llamarte para respetar tu… tu trabajo.

– Hiciste bien. Te lo agradezco.

– ¿Cómo estás? -Hablaba en susurros, como si los ruidos pudieran romperme.

– Bien, de veras. Salió bien. -Me miré el vendaje de la mano y sonreí-. Supongo que pudo salir mejor, pero también peor.

– ¿Quieres hablar de ello?

– No hay mucho que contar. Lo hice, y eso es lo que importa.

Valle tomó aire mientras asentía, y de repente me ruboricé, como si le hubiese hablado de una aventura sexual.

– Perdona -dijo tras un silencio-, estoy aquí, sentado como un idiota… -Se levantó y movió la mano en el aire. El televisor se apagó y una música suave de jazz llenó el espacio-. ¿Quieres tomar algo? Si no es muy tarde para ti, puedo hacer café.

– Un refresco estará bien.

Miré alrededor mientras Valle iba a por las bebidas. Había cierto desorden en la pulcritud que me rodeaba: papeles de impresora subrayados, un libro abierto y colocado bocabajo, cuadernos y un notebook en una mesa central, junto a un diván cuya mullida superficie presentaba huellas de uso reciente. Todo indicaba que Valle había estado dedicado a leer y escribir antes de mi llegada. El libro era una traducción al castellano del Timón de Atenas de Shakespeare. En las paredes había máscaras tribales y una serie de holografías, algunas dotadas de movimiento. Me acerqué a contemplarlas. Eran un bonito recorrido por la vida de Mario Valle: junto a los amigos, junto al rey de España, junto a gente barbuda y sabihonda. Otras mostraban a un Valle juvenil, delgado, sudoroso, bajo un sombrero de paja, rodeado de un grupo de nativos del Amazonas.

– Conviví varios meses con algunas tribus antes de marcharme de mi país -me dijo al ofrecerme el vaso-. Me enseñaron el valor de la dignidad por encima de cualquier ventaja material. La sociedad moderna los ha invadido por los cuatro costados, pero no renuncian a seguir solos, orgullosos de sí mismos y de su sabiduría ancestral. Creo que tú y yo tenemos algo en común con ellos… Por ti -agregó alzando su vaso.

– No me siento muy orgullosa de mí misma -dije tras el brindis-. Hago mi trabajo, nada más.

– Tu humildad es loable -declaró Valle-, pero se debe a que te han enseñado a ser herramienta, no a manejarlas. Deberíais ser noticia, tú y tus compañeros… -Señaló el televisor-. Han estado horas hablando de la muerte de ese loco… Todo el mérito para la policía, ninguno para ti.

– Yo soy también la policía.

– Por supuesto. Ya sé que estoy diciendo una idiotez. Sois «materia clasificada», claro. Pero, bueno, me jodió que no se reconociera tu… labor.

Pensé decirle que, puestos a elegir, prefería la celebridad de las víctimas antes que la de los cebos, pero quise cambiar de tema, en parte para interrumpir aquella atmósfera sentimental que el tono suave y las miradas fijas de Valle dejaban en el aire.

– Gracias por recibirme, Mario.

– No digas tonterías. Me alegra mucho que hayas venido. No sabes cuánto.

Hice un gesto hacia la mesa y sonreí.

– ¿Has estado haciendo los deberes?

– Bueno, ya me habían presentado al gran William, pero ahora lo leo con más cuidado. -Valle imitó mi sonrisa y cogió el libro-. ¿Conocías esta obra?

– Las conozco todas, es parte de mi trabajo. Timón es el hombre rico, generoso e ingenuo que, al quedarse sin dinero y perder a todos sus amigos, decide irse… -Hice una pausa y puse cara de mala-. ¿… al Amazonas?

La carcajada de Valle, por primera vez desde que lo conocía, fue estentórea.

– Te recuerdo que el psicólogo soy yo. -Me apuntó con el libro-. Pero en parte tienes razón, me siento identificado con él. No soy misántropo, pero tampoco precisamente filántropo. La humanidad no da para mucho. Lo curioso es la interpretación que ofrecía Víctor Gens sobre la obra… Saqué un texto suyo de internet… -Cogió los papeles subrayados-. No menciona las máscaras, desde luego, pero dice que Timón, en la segunda parte, cuando aparenta despreciar a todos, es más generoso que nunca. Tanto, que se da por completo, en cuerpo y alma, para que beban su sangre y coman su carne… Como Cristo… y los cebos. -Me miró.

– En realidad se refiere a la filia de Crueldad -comenté-. Para enganchar al fílico de Crueldad, tienes que fingir que, por mucho daño que quiera hacerte, jamás llegará a dañarte de verdad, porque tú deseas sufrir más. Eso lo bloquea… La clave, según Gens, está en la actitud de aparente desprecio de Timón.

Valle me escuchaba meneando la cabeza. Cuando acabé dijo:

– Querida Diana, permíteme que te diga que tu profesión es…

– Una putada, ya lo sé.

– Sí, del todo.

Soltó el libro y los papeles sobre la mesa. Aproveché para agregar:

– He venido a contarte algo, Mario.

– Oh, esa es la putada de mi profesión: todos quieren contarme algo…

Hubo un silencioso embarazoso que ninguno de los dos supimos romper. Mario Valle se mostró torpe al ofrecerme de nuevo el asiento mientras él regresaba al puf y apagaba la música. Luego apoyó los codos en los muslos y la barbilla en ambos índices, adoptando una actitud profesional. El rubor teñía sus mejillas de color cereza.

– Lo siento -dijo-. Cuando me pongo idiota, soy muy idiota.

– No, por favor. Yo soy la que ha venido sin avisar.

– No sé quién dijo que los hombres dejamos de usar la cabeza cuando nos la besan -murmuró, y sonreímos torpemente-. Quizá fue Erich Fromm -añadió en tono de broma.

– Cuando os besan… ¿qué cabeza? -insinué, y soltó otra vez aquella carcajada, insólita para sus calmadas maneras.

– ¡Eso ya no es de Erich Fromm! -Reímos. De pronto noté que me sentía relajada, capaz de hablar. Valle me animó con un gesto, y la seriedad de mi cara lo contagió.

– Supongamos -comencé- que te digo que me han engañado. En mi trabajo.

Se irguió bruscamente, como si lo hubiese acusado a él.

– ¿A qué te refieres?

Se lo expliqué. Le hablé de Claudia Cabildo y de Renard. En un momento dado me interrumpí para quitarme la cazadora con cierto esfuerzo, porque me dolía el brazo izquierdo. Debajo llevaba una simple camiseta púrpura, de un tono similar al de algunos de mis hematomas. Valle se levantó y me ayudó cortésmente.

– No recuerdo esa noticia -dijo tras regresar al asiento.

– No se hizo pública. En teoría, Renard era un pez mediano que necesitaban para capturar al grande, un simple jefe de una banda mafiosa de Marsella a quien querían hacer confesar y no sabían cómo, pero también un psico de los buenos…

– ¿Un qué?

– Un psicópata. Torturaba personalmente a sus víctimas y tenía la costumbre de dejar muñecas rotas y ahorcadas junto a los cadáveres. Era fílico de Crueldad, precisamente. -Señalé el Timón-. El problema más gordo era que conocía la existencia de los cebos y resultaba peligroso. Encargaron el caso al doctor Gens, y él eligió a mi compañera Claudia para infiltrarse en sus filas… El montaje era el clásico: Renard sospecharía tarde o temprano de ella y querría interrogarla. Entonces ella lo poseería, lo interrogaría a él y luego lo eliminaría. Pero algo falló. Renard la encerró en un zulo al sur de Francia y la trabajó durante un mes, y Claudia no logró engancharlo. Lo intentó de diversas maneras, sin éxito. En cambio… Renard sí tuvo éxito con ella.

Mientras hablaba me contemplaba la mano vendada que descansaba sobre mis vaqueros. Al levantar la vista descubrí que Valle estaba pálido.

– Una de las primeras cosas que nos enseñan es a refugiarnos en nosotros mismos cuando llega el dolor. Pero Renard se encargó de destruir todos los refugios de Claudia, uno tras otro, hasta que ella ya no pudo retroceder más. La policía francesa encontró el zulo antes de que Renard la matara, pero Claudia ya había caído al foso… Es la expresión que usamos para indicar que uno de nosotros ha perdido la chaveta. Sigue con vida, pero no ha vuelto a recuperarse.

– ¿Y qué ocurrió con ese… Renard?

– Lo mató a tiros la policía.

Valle realizó una inspiración profunda y se frotó los ojos bajo las gafas.

– Desde luego, fue algo horrible, Diana. Comprendo que…

– Eso no es lo peor -lo interrumpí.

Le hablé entonces de la extraordinaria similitud entre el túnel de la granja y el lugar donde Claudia había sido torturada. No mencioné el suicidio de Álvarez ni las muñecas ahorcadas, por mucho que me parecieran pruebas del remordimiento de uno de los supuestos culpables. Valle me escuchaba con creciente nerviosismo.

– ¿Estás tratando de decirme que Renard colaboraba con tus jefes?

– Estoy tratando de decirte que quizá Renard ni siquiera existió. -Ahora me costaba esfuerzo hablar. Todo el cansancio y el dolor se habían desplomado sobre mí como una nevada. Me froté los brazos, desnudos e inermes-. Trato de decirte que quizá fue un experimento, algo que querían lograr con nosotros… Y puede que esos experimentos continúen: mi hermana y otra compañera llevan días desaparecidas… El análisis informático afirma que han sido víctimas del asesino de prostitutas, pero hay… -Al llegar a este punto titubeé. ¿Qué había? ¿La palabra del Espectador contra la de aquellos en quienes confiaba? Pero decidí que ya no confiaba en nadie-. Hay datos que hacen sospechar que ese análisis ha sido amañado -concluí, mirando a Mario Valle a los ojos.

Las luces convertían la pared a nuestro alrededor en un vacío blanco: el rostro de Valle era del mismo color.

– Tienes que denunciarlos… -murmuró al fin.

– Carezco de pruebas, solo el recuerdo de una compañera enferma. -«Y la palabra de un asesino», pensé.

– ¡Debes conseguirlas! ¡Yo te ayudaré!

– Ya estás ayudándome solo con escucharme.

– ¿Solo con…? ¡Diana, por favor, cómo es posible!

Valle se levantó bruscamente y se llevó la mano a la boca como si quisiera impedir que de ella fluyeran palabras sin sentido. Luego empezó a ir de un lado a otro mientras hablaba, con una ansiedad que él mismo no parecía advertir.

– Escucha, te lo diré de una vez: ¡deja de pensar como un soldado en tiempo de guerra, por favor! Te concedo que tu trabajo ha hecho mucho bien a la sociedad, ¡te lo concedo! Pero ya ha terminado, ¿comprendes? ¡No les debes nada! ¡No debes nada a nadie -Yo lo miraba ir y venir-. ¿Qué más quieren de ti? Te guste o no lo que haces, ¿qué más te queda por hacer? ¡Mírate! ¡Mira tu cuerpo! Has luchado, te han herido cruelmente, has hecho lo que ellos querían… ¿ Y cómo te pagan? ¿Con engaños? ¿Esa es la clase de justicia que proponen? ¡Ya basta, Diana! ¡Por mucho que ellos sean los lobos, tú no eres el plato de carne…!

Había un espejo en forma de sol azteca. Valle se detuvo ante él de repente.

– He conocido mucho sufrimiento -agregó, con voz queda-. Las injusticias adoptan múltiples formas, como las drogas de las que te hablé… He visto a niños vender sus cuerpos para vivir, y aun así no vivían. La miseria es el psicópata del mundo, el más cruel. Tú hablas de Renard, del asesino de prostitutas, de células terroristas y secuestradores… Es como ver fotos de judíos en campos nazis y decir: «Ahí está el único mal, la única depravación»… Pero todo eso es el teatro de esta santa civilización occidental, la excusa del Primer Mundo para cerrar los ojos ante el mayor de los crímenes. ¿Sabes cuántos niños he visto con el mismo aspecto que esos judíos, Diana? ¿Sabes cuántos niños sigue habiendo en el campo de concentración de los países subdesarrollados? Todos ellos son cebos como tú. Trabajan ofreciendo su carne y sangre para ser devorados. Y mientras tanto, nuestra sociedad monta una farsa de crímenes, terroristas, asesinos… y les da la espalda. -Giró y me miró. Sus ojos, tras las gafas, brillaban como si también ellos fueran de cristal-. Deja este teatro, Diana… Baja del escenario, no les sigas el juego a los hipócritas, a los pequeños amos… Te lo suplico, como amigo.

– ¿Tú no les sigues el juego?

La pregunta lo sumió en el silencio. Sus cejas se alzaron con expresión de dolor.

– Yo no admito la farsa -dijo al fin-. Vivir con esos pueblos de la jungla me enseñó a ser lo que soy. Sin máscaras. -Dio varios pasos hacia mí-. Te lo pedí un día, sin conocerte, y te lo pido ahora otra vez: deja las máscaras a un lado y sé tú misma.

– Ya no soy tu paciente -repliqué con cierta rabia-. Me he curado.

– No te hablo como psicólogo, sino como… como el hombre al que besaste la otra noche.

Había dicho aquello en un tono muy bajo, pero aun así con extraordinaria nitidez. Me levanté. Estábamos frente a frente.

– Me he equivocado contigo… -dije, y me pareció que cada palabra me ocasionaba un dolor súbito-. Cuando supiste que no me llamaba Elena, tuve que abandonar… ¡Tuve que salir de tu consulta y no volver a verte! Pero ¿qué hice? ¡Involucrarte cada vez más! -Valle decía que no, pero yo atropellaba su negativa con mis sollozos-. ¡Te he puesto en peligro, hablándote así! ¡Y he seguido haciéndolo! ¡Conozco los riesgos, pero solo pienso en desahogarme!

– Pues desahógate -dijo con suavidad, abriendo los brazos hacia mí.

– ¡Te estoy utilizando… para poder ser yo misma!

– Eso me parece bien…

– ¡Pero te he puesto en peligro! -Me interrumpí y susurré-: Y tú me importas.

– Y tú a mí, Diana.

Me eché en sus brazos, en su afable oscuridad, me tendí sobre él como si su apellido fuese su cuerpo: un valle acogedor y protector, oreado por su respiración. Cerré los ojos, pero mis lágrimas atravesaron los párpados y brotaron como rocío.

– Déjame ayudarte… -murmuraba Mario Valle apretándome contra él, haciéndome daño involuntariamente en mis heridas, pero sin que me molestase-. ¡Por favor, para ya de hacer de padre y madre de ti misma y deja que alguien te ayude alguna vez!

Durante el primer beso apenas pensé en otra cosa que no fuese su boca. Alcé la mano y le quité las gafas como quien despoja a su pareja de una máscara durante un baile. Volvimos a besarnos, y de repente sentí esa inclinación, esa caída acelerada, ese tobogán de la carne por el que, una vez te deslizas sobre él, ya no hay vuelta atrás porque no puedes ni quieres frenar y sigues hasta el final.

Me di cuenta de que aún sostenía sus gafas mientras él me guiaba al dormitorio.

Mario Valle amaba con pasión y delicadeza, con una ternura sorprendente que Miguel no solía entregarme, pero en los momentos finales sus jadeos se convirtieron en sollozos, como si le doliera su propio placer, o el hecho de provocármelo.

Al acabar, ambos boca arriba sobre la cama, buscó mi mano y permanecimos unidos por ellas como si quisiéramos pasear rumbo al techo. El dormitorio era un espacio de luz tenue con paredes de ese color terroso de los ríos que surcaban su Amazonas.

– ¿Has sido… tú? -preguntó de repente, mirándome-. ¿No ha habido… otra cosa?

Al principio no entendí qué quería decir, pero luego caí en la cuenta: seguía pensando en la máscara que yo había hecho en su consulta días atrás. Tenía aquel placer clavado como una espina en su psinoma. Le dije que no había habido nada más que yo.

– Quiero vivir contigo -murmuró.

– Estás loco -repliqué.

– Sí.

Aún en la cama, se ofreció a darme un «masaje curativo indígena». Puso la palma de la mano hacia abajo y me acarició con infinita suavidad los hematomas del vientre. Me dolían, pero no quise decirle nada. Estuvo un rato pasando su mano por mi cuerpo y luego susurró:

– Diana, sé que amas a otro… A un compañero, me dijiste… Escúchame… Solo te pido… una decisión. Tu trabajo, la entrega constante a ese mundo que te está utilizando, o mi mundo y yo tal como eres, sin máscaras. Ambos lucharemos por que se conozca la verdad, encontraremos a tu hermana y llevaremos a los tribunales a toda esa basura… Piénsalo y decide. Si vienes conmigo, será para ser tú misma. No puedo aceptar que sigas sufriendo. No acepto el sufrimiento. Pídeme cualquier cosa, menos eso. Pero si deseas seguir como hasta ahora, entonces… -Enarqué una ceja, y de repente Valle giró hacia mí y me besó-. Entonces, un carajo. No te librarás de mí… -Reí con suavidad-. No, en serio: tú decides. Seguiré ayudándote, sea cual sea tu decisión, pero si optas por seguir tu camino, yo… te juro que no te molestaré nunca…

– Gracias -dije.

– ¿Me prometes que lo pensarás?

– Te lo prometo.

El teléfono fue creado para destrozar momentos así. Sonó el mío entre mi ropa dispersa por el suelo. Imaginé quién podía ser, y cogí el aparato con sensación de vergüenza.

Pero la voz aterrorizada que saltó a mi oído pidiendo ayuda no era la de Miguel.


– ¡No sé qué le pasa! -gimió Nely angustiada, esperándome en la puerta-. ¡Te lo juro! ¡Debería saberlo, pero no lo sé! ¡Lo siento!

– Tranquila, Nely, cariño. -Entré en la casa y fue como hacerlo en una tumba: toda oscuridad y silencio-. ¿Por qué no hay luces?

– ¡No quiere que las encienda! ¡Se pone hecha una fiera! ¡Desde que te fuiste está muy nerviosa, Diana…! -Me guió como una sombra por los pasillos oscuros-. ¡No sé de qué hablasteis, pero no ha vuelto a ser la misma…! No ha querido comer nada, y cuando iba a bañarla esta tarde, se negó… ¡Estoy tan asustada!

– ¿Has llamado a alguien?

– ¡No me deja! -sollozó Nely-. ¡Ni médicos ni a Padilla! ¡Solo repite: «Que venga Diana, llámala, quiero ver a Diana»…! ¡Al principio pensé que podía arreglármelas sola, pero son casi las once de la noche y sigue igual! Siento haberte molestado…

– Has hecho bien, bonita. -Pensé que Mario Valle no opinaría así: me había marchado apresuradamente de su casa y lo había dejado tenso, preocupado.

Nely abrió las puertas dobles que había al fondo del salón. Claudia se hallaba de pie al otro extremo del cuarto, tenuemente iluminada por el resplandor de las farolas que penetraba por la ventana abierta. Llevaba el mismo sencillo vestido turquesa y parecía tan pequeña y delgada que apenas destacaba entre los muebles. Cuando giró el rostro para mirarme percibí su palidez de cadáver.

– He estado… recordando, Jirafa… -dijo nada más verme-. Cosas.

– Cálmate, Cecé, ya estoy aquí… -Hice un gesto a Nely, que retrocedió-. ¿Puedo encender las luces, Cecé?

Ignoró mi pregunta.

– He visto al doctor Gens… Lo he visto, en mi celda. Yo miraba hacia arriba. No era fácil mirar hacia arriba: me dolían hasta los ojos… ¿Te han dolido alguna vez los ojos? No podía hablar, ni moverme, pero miraba y lo veía. A Renard nunca le vi la cara: llevaba una máscara…

– Cecé, escucha…

– Yo no podía hablar ni moverme. No le gustaba que me moviera. No necesitaba atarme: Renard era muy convincente. -Rió con voz ronca-. ¿Sabes lo que hizo una vez? Me empapó de gasolina y me obligó a sostener un fósforo ardiendo con los dientes, mientras él… Bueno, no «me golpeaba», tampoco «me hurgaba»… Todo eso, quizá. Y lo más interesante, como diría Gens, lo más de lo más, era que yo estaba deseando soltar esa cerilla. Deseaba arder como mierda en el campo. -Hizo una mueca, tembló. Ahora que me hallaba más cerca, advertí su locura, que era como un sudor que la empapara, la extrañeza de todo su ser, la lejanía desde la que hablaba como desde el fondo de un pozo-. Morirme mil veces… No, muchas más. ¿Cuántas veces has deseado morirte tú?

– Ya pasó todo, Cecé… -Me acerqué a ella despacio, tendiéndole los brazos.

– Pero no soltaba la cerilla. Prefería vivir como una mierda. El doctor Gens me hizo un gran regalo… Le costó mucho, pero lo consiguió. Al final vomité todo lo que era. Al fin lo supe. Qué era, quiero decir. Por qué quise ser cebo. Lo vomité. Tú no lo sabes, Jirafa: necesitas a Renard para que te haga vomitar… Pero yo sé lo que somos. Arcadas. Ni siquiera bilis. Náusea. Eso es lo que somos, los cebos.

– Sí, Cecé, somos eso… Ahora vas a dejar que te cuidemos, ¿vale? -Miré hacia la sombra encogida de Nely, junto a la puerta-. Nely, llama al departamento y…

– ¡He caído al foso! -cortó Claudia, chillando. Luego nos miró como asustada de su propio grito-. ¿Y sabes qué es, Diana…? Un espejo enorme. Pero lo más espantoso es que te miras en él y no ves nada…

– Nely -insistí con cuidado-, llama al departamento o deja que lo haga yo…

Al fin Nely se movió. Pero lo que hizo fue sujetarme el brazo.

– Ha sido una mala idea avisarte, ¡se está poniendo peor! -Empezó a tirar de mí-. ¡Vete, Diana! ¡Vete! ¡Me ocuparé de todo! -Yo no deseaba abandonar la habitación, pero me dejé llevar. El estado de Nely, de repente, me parecía casi peor que el de Claudia. Pasamos al salón y la cogí de los hombros.

– ¡Nely, cálmate! ¡Claudia está enferma y nos necesita! ¡Debemos ayudarla!

– ¡No puedo más! -Nely movía la cabeza de un lado a otro. Su manera violenta de sollozar la afeaba horriblemente-. ¡He pasado demasiado tiempo cuidándola, y ya no puedo…! ¡La quiero mucho, pero te juro que ya no puedo…!

La abracé y la dejé llorar en mi hombro. Entonces ambas lo oímos: repiqueteos en la otra habitación, cajones que se abren. Cruzamos las dobles puertas a tiempo de ver cómo Claudia arrojaba al suelo el bote de plástico cuyo contenido había volcado sobre su cabeza. Un olor fuerte y familiar se extendió como un espectro. Durante una fracción de segundo quedé desconcertada, pero de repente supe de dónde procedía aquel líquido. «La cortadora de césped con motor de…»

Al ver la pequeña luz en las manos de Claudia reviví, en un atroz déjà vu, la escena con el hijo del Espectador, dos días atrás. No recuerdo cuántas veces grité su nombre, o escuché a Nely gritarlo, mientras corríamos hacia ella.

Hasta que el estallido cegador en que se convirtió Claudia Cabildo nos detuvo.

28

A veces me ha parecido como si yo no tuviera nada por dentro. Como si fuese solo capas y capas de barro moldeadas como una mujer. Acostumbrada a fingir tantas emociones, a menudo me ha costado averiguar lo que de verdad sentía.

No me ocurrió así en el funeral de Claudia.

Claudia Cabildo no había sido mi amiga. Jamás hubiese ido con ella al cine o a una fiesta, nunca me acordaba de felicitarla en su cumpleaños. Pero era como un símbolo para mí: de nuestra lucha, nuestro sufrimiento, nuestra derrota. Y ahora, también, del engaño en que vivíamos, la terrible farsa en la que nos hacían actuar.

No estaba vacía, en este caso. Tenía cosas dentro: un dolor profundo, aunque no abrumador, que dejaba suficiente espacio para una furia contenida a duras penas. Todo mi cuerpo se hallaba tenso, las lágrimas me quemaban como surgidas de un volcán. Era como si me dispusiera a pelear de nuevo contra el Espectador.

Y mi ánimo solo empeoró ante el ritual que presencié.

El día previo había sido agotador. Después de que los bomberos y el personal sanitario salvaran lo que quedaba de la casa de la calle Teseo en Las Rozas -un cuerpo carbonizado y cuatro paredes ennegrecidas-, vino el extenuante interrogatorio de la policía. No sé cuántas veces conté cómo Claudia se inmolo a lo bonzo, quizá con escalofriante premeditación, tras hurtar el combustible sobrante de una vieja cortadora de césped. O cómo Nely y yo corrimos de un lado a otro intentando vanamente encontrar algo, lo que fuese, para apagar la bola de llamas que se tambaleaba entre aullidos quemándolo todo a su paso y, derrotadas ante lo inevitable, yo decidía sacar a la fuerza a Nely de la casa. Por suerte, Padilla llegó a la comisaría justo a tiempo de tomar el relevo, liberándome de mis responsabilidades como testigo. De regreso a mi apartamento desconecté el teléfono y me eché vestida sobre la cama. A partir de ese punto ya no recuerdo mucho más. Fue como si el lunes hubiera desaparecido de mi calendario.

Por la noche hallé fuerzas para revisar los mensajes, y había uno de Miguel: al día siguiente se celebraría una ceremonia en honor de la que había sido «una de las grandes». En privado, por supuesto, en el tanatorio de Las Columnas, carretera Norte. Estábamos invitados. Decidí acudir, en parte, para poder hablar a solas con Miguel si se presentaba la ocasión. Pero las cosas no salieron como esperaba.

El martes, último día de octubre, no llovía cuando llegué a Las Columnas, aunque las nubes se congregaban, grises, en la gran explanada del cielo. Decir que fue un funeral íntimo sería un eufemismo. Más bien fue clandestino. Cinco años de aberraciones y combates y otros cinco de locura se resumían en dos coches oficiales y una decena de personas: Padilla, Gonzalo Seseña, la subdirectora Olga Campos, los perfiladores Nacho Puentes y Ricardo Montemayor, algunos ex cebos, Miguel y yo. Cosa extraña, también la madre de Claudia, alta, enlutada, de pelo muy corto y gris, a quien yo nunca había visto. Me sorprendió que a Claudia le quedaran seres queridos, y quizá no le quedaban, porque el semblante de aquella mujer no se inmutó en los momentos en que lo volvía hacia mí desde la primera fila de la capilla. Pensé que había venido porque la etiqueta lo exigía, como Padilla y Seseña: cónsules mezclados con la plebe durante el último adiós al soldado.

La capilla era estúpidamente artística, y dentro se oían el estúpido Claro de luna y un estúpido coro infantil. Un cura joven, calvo, bajito como un niño, titubeó al ir a pronunciar el apellido de Claudia e hizo una pausa para leer el guión. El féretro había sido colocado sobre dos soportes que parecían sillas, y antes de la misa Nacho Puentes me había susurrado, para restar gravedad con una broma: «Falta de presupuesto». Pero no me reí. Fue como si de improviso me percatara de lo teatral que era todo.

O casi. Miguel me abrazó y me dedicó un sincero «te amo» en un par de ocasiones. Y hubo un momento de llanto estremecedor procedente de la pobre Nely, que llegó cuando la ceremonia ya había comenzado. Se había recogido el cabello y parecía haber envejecido veinte años. «Ahora también ella necesita que la cuiden», se me ocurrió al verla. El dolor de Nely, sin duda la única verdadera amiga que Claudia había tenido en toda su vida, me impresionó más de lo que esperaba. Tal vez porque la envidiaba. Yo deseaba, como ella, poder expresar lo que sentía ante aquellos políticos, cebos y perfiladores que fingían una pena circunspecta. Paradójicamente, solo Nely, única espectadora entre tanto actor, le daba voz a las emociones.

Nadie salió a hablar como en los funerales americanos. En España no teníamos esa costumbre. Además, no era fácil decir nada sobre Claudia. Su biografía carecía de grandes tragedias familiares, a diferencia de la mayoría de nosotros: padres oriundos de Valencia, separados, algún problema infantil de carácter, poco más. Gens la había elegido para formarla personalmente, eso era lo que importaba.

Y también, por lo que yo creía saber, la había destruido personalmente.

Pero mi furia no solo iba dirigida contra Gens, o contra unas autoridades encubridoras. Sobre todo, me odiaba a mí misma.

Aunque me costase admitirlo, había sido yo quien había resucitado la pesadilla de Claudia tras tres años de olvido. Y no me consolaba pensar que era preferible la verdad, porque la verdad apenas consistía en un miserable ataúd que albergaba los restos retorcidos, y pronto incinerados, de una muchacha traicionada por sus propios mentores («Oh, querida -hubiese dicho Nacho Puentes-: a ti sí que te ha quemado el trabajo»). La conciencia de culpa me resultaba insufrible.

Quizá a ello se debiera lo que después sucedió.

– Amén.

La breve ceremonia concluyó, el cura hizo mutis por un lateral y la primera fila empezó a vaciarse. Padilla, con abrigo y jersey de cuello vuelto negros, flanqueado por Olga Campos y un preparador cuyo nombre no recordaba, pasó junto a mí, me dedicó una mirada fugaz y suspiró.

– En fin, todo ha acabado ya -comentó con aire pesaroso.

Fue oírle decir eso, mientras el resto de asistentes, incluyendo a la señora que hacía el papel de madre, daban la espalda al féretro casi antes de que lo trasladaran fuera del recinto, lo que me hizo reaccionar.

Todo ha acabado ya.

Aparté el brazo de Miguel y me volví hacia Padilla, los ojos llorosos bajo los cristales negros de las gafas de sol que me había puesto.

– No, no todo ha acabado ya -dije, y la voz me temblaba-. No ha hecho más que empezar. -Padilla se paró en seco, aunque manifestó menos sorpresa de la que cabría esperar si hubiese sido inocente. Su rostro ovoide de cabeza rapada estaba pálido y parecía avejentado. Supuse que los remordimientos lo consumían como a Álvarez, y eso me dio energía para proseguir-. Voy a llegar hasta el fondo, Julio. Será lo último que haga antes de dejar este puto trabajo, pero te juro que a partir de ahora no vas a poder sentarte en tu puto despacho sin pensar en mí… Seré un grano en tu puto culo…

– No entiendo nada, perdón -repuso Padilla, parpadeando.

Por desgracia, nunca he sabido hacer las cosas bien cuando doy rienda suelta a mis verdaderas emociones. Casi siempre pierdo el control, como Coriolano, el orgulloso militar de la obra de Shakespeare. Tras aquel par de disparos certeros, comencé una absurda ráfaga:

– Aún no sé si lo de mi hermana tiene que ver con lo de Claudia… Creo que sí… Vamos, estoy segura… Conseguiré pruebas, te lo advierto…

– Diana, cielo… -decía Miguel a mi espalda.

Yo no alzaba la voz, y pese a todo empezábamos a tener público; tras asegurarse de que la madre de Claudia había salido ya, Seseña se había vuelto a mirarnos, y lo mismo hacían Olga, Nacho y Montemayor.

– Mejor vete a casa y descansa, Blanco -cortó Padilla-. Estás agotada.

– ¿Quieres que lo cuente yo? -Me había acercado tanto a él que mi jersey azul bajo la cazadora rozaba su abrigo-. ¿Les cuento a Seseña y Olga cómo cayó al foso Claudia, o ya lo saben? -Padilla movió la cabeza, como dando a entender que yo no era digna de una réplica, y se alejó perseguido por mi voz-. ¡Claudia ha muerto, pero yo no! ¿Me oyes? ¡Y aún no he caído al foso! Suéltame, por favor… -Rechacé la mano de Miguel, y de repente, al observar su expresión, me avergoncé-. Lo siento.

– Diana, quiero hablar contigo -dijo Miguel-, pero no aquí.

– Yo también quiero hablar contigo -repliqué con dureza-. Vámonos.

La capilla, ya vacía, me agobiaba con su denso olor a flores de coronas de muertos, pero afuera, el gris y frío día de otoño me despejó. Los coches oficiales se estaban marchando y el escaso público no tan oficial se dirigía, parsimonioso, hacia el aparcamiento. Ya no quedaba nadie en el interior del largo porche acristalado del tanatorio.

O apenas.

Lo reconocí de inmediato: una silueta oscura avanzando con paso renqueante hacia el fondo del porche. Pese a su lentitud, se hallaba lejos, por lo que deduje que había asistido a la ceremonia desde la entrada, como quien adquiere una butaca de última fila para poder abandonar antes que nadie la función.

«Y discretamente, ¿verdad? Oh sí, sobre todo discretamente.»

Tomé una decisión rápida: hablar con Miguel podía esperar, pero no sabía cuándo se me iba a presentar una oportunidad semejante. Lo besé, le aseguré que ese mismo día lo llamaría, ignoré sus aturdidas preguntas y corrí en pos de aquella sombra huidiza.


– ¡Señor Peoples! ¿Ya se va? Se perderá la fiesta. Padilla nos invita a todos a una copa para celebrar el éxito de la operación Renard…

Víctor Gens apenas modificó sus pasos al oírme, aunque la mención del nombre de Renard le hizo envararse. Vestía de negro riguroso de pies a cabeza: sombrero, abrigo, guantes. De espaldas, solo el área de pelo blanco entre el sombrero y el cuello del abrigo representaba una variación. La madera barnizada de su bastón reflejaba la luz.

– Diana… -le oí murmurar, como si mi nombre fuese un dolor inguinal-. No tengo ganas de hablar contigo, querida.

– Entonces sabrá lo que se siente al hacer algo sin ganas. -Le corté el paso. Me creía capaz de ponerle una zancadilla si era preciso-. Quiero a mi hermana, Gens.

Soltó una risa hueca.

– Nunca he dudado de eso, ella es tu punto débil. ¿Cómo está Vera?

– Le diré cómo si usted me dice dónde. -Me esquivó, pero volví a ponerme frente él-. Por favor, devuélvamela, y le doy mi palabra de que no lo denunciaré, doctor…

Aquel ruego lo detuvo. Me miró un instante. Llevaba unas gafas de cristales redondos tan negros que, sobre su rostro blanco y huesudo, parecían órbitas vacías. Era como si me observase un cráneo con sombrero.

– El gran problema de todos los profesionales -dijo-: mezclar el afecto con el trabajo. De verdad, querida, no pienso hablar contigo. Estoy cansado…

Hubiese podido incrustarle el puño en su rostro de anciano, pero no fue el respeto lo que me lo impidió sino el gesto que hizo con la mano que no sostenía el bastón, como llamando a alguien. Nos encontrábamos cerca de una salida lateral, y más allá del muro blanco del tanatorio había una cancela abierta y un coche oscuro aparcado junto a ella, con dos hombres esperando de pie. Uno parecía un robusto conductor de camión, y podía ser el chófer. El otro, joven y flaco, se acercó con aire guerrero haciendo balancear sus brazos enfundados en una cazadora vaquera.

– ¿Sí, doctor? -Su acento del Este era fuerte-. ¿La señorita lo está molestando?

– Así es, Vasili -convino Gens-. Échala, por favor.

Supuse que Vasili intentaría ponerme las manos encima y me preparé. Pero, en vez de ello, se plantó con las flacas piernas abiertas delante de mí, llevó los dedos al pecho y los entrelazó, al tiempo que doblaba en ángulo la cintura y desplazaba el peso de una pierna a otra. Reconocí un primer paso de Bassiani en la clásica máscara de Enigma. El conjunto de gestos y el decorado del muro blanco que enmarcaba su figura me pusieron la piel de gallina, y sentí escalofríos de confuso placer. Aquella técnica era muy, muy efectiva para repeler agresiones o gestos violentos, y su realización había sido aceptable. Solo había cometido un error, pequeño pero jodido. Yo no estaba agrediendo a nadie.

Es como si quieres dormir y alguien te da un beso: lo mismo puedes despertarte del todo que dormirte antes. A mi psinoma le gustó lo que hizo, pero no lo suficiente como para bloquearme. En cambio, yo intenté otra cosa. Había observado la expresión de Vasili al oír la orden de Gens, y pensé que podía ser fílico de Orador. Realicé una técnica de Orville: convertí el deseo de interrogar a Gens en un falso afecto, junté las manos en la cabeza y murmuré «cuánto lo siento». Sabía que el efecto se vería reforzado con mi vestuario de cazadora negra de solapas alzadas y pantalones de cuero. La máscara pretendía representar a un ser poderoso a quien le costara mucho implorar a los demás, como Coriolano, en la gran tragedia política de Shakespeare, que apenas logra rebajar un ápice su orgullo para solicitar el apoyo del pueblo. Un Orador rápido es puro azar, no sirve como máscara de urgencia, pero si aciertas te toca siempre el premio gordo, así que conviene arriesgarse.

Yo acerté.

Cuando el tal Vasili puso cara de idiota, o dejó de fingir que no lo era, sonreí.

– ¿Ahora contrata a temporeros para hacer de cebos, Gens?

Gens rió. Su risa era como si nos hubiesen adjudicado a todos al nacer un número concreto de carcajadas y a él apenas le quedara un par.

– ¡Pobre Vasili! -graznó-. Es un buen ayudante que ha aprendido algunos trucos, tan solo… En realidad, te equivocaste: no es un Orador sino un Inocente, pero ambas filias se relacionan y has logrado confundirle… Anda, Vasili, vete al coche, no tardaré… Y no te enfades, hombre, hiciste lo posible, pero ella es Diana Blanco. La entrené yo -agregó con orgullo-. Ni cien como tú podrían detenerla. -Vasili dejó de contemplarme como si yo me hubiese materializado desnuda una noche en su cama entre su mujer y él, y se alejó con pasos de zombi. Gens me sonrió-. Bien, tú ganas. Hay una vereda muy bonita por aquí, daremos un paseo otoñal de tanatorio…

Las Columnas debían su nombre a un camino serpenteante y corto donde el arquitecto había empleado el granito y la imaginación sobrantes en esculpir media docena de pilares. Eran simples cilindros altos sin adornos, pero la presencia de Gens pareció convertirlos, de algún modo, en el decorado de una película de romanos. Se detuvo junto a uno y me escrutó. Me sentí en desventaja de repente, como en un ensayo.

– Me han contado que hiciste una captura increíble -dijo-. Oh, no es preciso que me des las gracias… Fue un canje: tú me regalaste una agradable sesión de Belleza y yo te entregué la técnica adecuada… Ganaste por goleada, según veo. No te estropeó mucho, ¿verdad? Solo unos cuantos arañazos en la cara, algunos golpes y… -Señaló con el bastón el vendaje de mi mano-. Oh, ¿qué fue? ¿El meñique? Sabía que el niño haría algo así… Es una máquina ese chaval: he visto los holovídeos del centro psicológico y he remitido un informe recomendando que lo trasladen al colegio y lo hagan «Arthur». Tiene todo lo que se necesita para ser como tú: es bello, listo, moldeable, y le gusta tanto engañar que ni siquiera se da cuenta de cuándo miente… Por si fuera poco, posee el trauma familiar exacto. Un verdadero «hijo de Coriolano», dedicado a desgarrar mariposas vivas. Bien entrenado, será un cebo excelente…

– ¿Y usted hará experimentos con él, igual que con Claudia? -inquirí. Gens repitió el nombre con cierta desgana, como aparentando que ya daba igual lo que pudiéramos hablar sobre ella, pero yo no me arredré-. Déjeme preguntarle algo: ¿por qué ha venido hoy aquí, doctor? ¿Quería contemplar el resultado de sus pruebas o es que todavía es capaz de sentir remordimientos?

Me devolvió la mirada.

– Ya que veo que estás en plena crisis ética, te haré una pregunta también -dijo-: ¿habrías podido eliminar a alguien como el Espectador con remordimientos? ¿Fueron remordimientos lo que sentiste al destruir a ese… diamante tallado de placer puro?

– ¿Quiere saber lo que sentí? Asco. De mí misma y de mi trabajo. Como si al aplastar a un insecto me diese cuenta de que soy un insecto también.

– Sentiste asco porque sentiste placer: no es culpa mía que nos hayan enseñado desde niños a que detrás de uno debe venir el otro a la fuerza. Él sintió placer desnudándote y atándote. Su hijo sintió placer amputándote un dedo. Tú sentiste placer destruyéndolos. Nunca has asumido qué significa ser cebo, por eso eres un cebo tan bueno.

Yo negaba con la cabeza. No quería entrar en su juego dialéctico.

– ¿Y qué cree que sintió Claudia al comprender que Renard nunca existió? ¿O cuando recordó que usted también estaba presente cuando la torturaban?

– Diana. -Gens se pasó una mano enguantada por la cara-. Tengo un chequeo online con el médico dentro de una hora… -Me mostró la pulsera clínica-. Ya sabes, el corazón, la tensión, todas esas chorraditas de los viejos… Y me gustaría estar en casa. Así que dime, por favor, qué quieres de mí…

– Quiero saber para quién he estado trabajando hasta ahora.

– Nadie dijo que tu trabajo fuera fácil.

– Nunca lo ha sido -convine-. Pero ni Claudia ni yo sabíamos que la mayor dificultad era usted.

Sobre nuestras cabezas, en el cielo gris, estalló un trueno que fue como un ruido de océano. Los faldones negros del abrigo de Gens echaron a volar con una ráfaga de viento. Ambos alzamos la mirada, pero yo la bajé antes.

– Fue por la máscara Yorick, ¿verdad? Su delirio personal, su asqueroso afán de descubrirla… Construyó en secreto ese túnel, inventó a un psico, o lo tomó prestado de los archivos, y encerró a Claudia haciéndole creer que trabajaba en una misión real. Ella intentó una y otra vez la máscara de la filia de Renard, pero no surtió efecto, y ahora sé por qué. Claudia misma me lo dijo, sin comprenderlo: Renard siempre tenía el rostro cubierto. Eran distintos hombres, ¿me equivoco? Cada día la torturaba un tipo con un psinoma diferente, y ella se esforzaba por engancharlos a todos con una sola máscara. Ese fue su método para hallar el Yorick, ¿verdad, doctor? Muy hábil.

Yo estaba segura de tener razón, pero Gens no iba a decírmelo. En aquel momento ni siquiera parecía escucharme: alzaba la cara con gesto orgulloso hacia el cielo de tormenta, o hacia lo alto de las columnas que nos rodeaban.

– El psinoma -dijo, como si aquella palabra explicara todo lo ocurrido-. El paso más importante que ha dado la Humanidad desde que adquirió conciencia de sí misma. No fuimos los primeros en sospechar su existencia, claro. Los antiguos cabalistas hablaban de algo intermedio entre el cuerpo y el espíritu, lo llamaban el zelem, que algunos identifican con el golem, una imagen hecha a semejanza nuestra, paradisíaca, portadora de placer. No de felicidad -recalcó-. De placer. Lo cual puede ocasionarnos felicidad o desdicha supremas. John Dee era cabalista, y aprovechó esos conocimientos para fundar su Círculo Gnóstico. Quizá Shakespeare fue educado por el Círculo desde niño y concibió obras que no eran sino rituales basados en lo que había aprendido. El psinoma… El hecho de que los gestos de un cuerpo o una voz nos lleven a la locura o el éxtasis. La razón de las creencias y las pasiones. La posibilidad de controlar a las masas con una sola persona… ¿Y vamos a entorpecer la exploración de este universo de carne y espíritu con obstáculos falsamente morales? -Volvió a dirigir hacia mí los huecos negros de sus gafas de sol, innecesarias en la gris soledad del día-. ¡Claro que Padilla y Álvarez lo aprobaron! ¡Y lo habrías aprobado tú, en su lugar! No podía hacerse de otra manera: vuestros ensayos eran muy duros, pero sabíais que eran ensayos. Con el Yorick resultaba imprescindible que el cebo creyera que la situación era real. Hubo sangre, sí, pero, como dice Coriolano, «curativa»… Claro que lo aprobaron… Y luego lo enterraron todo, hasta que al gilipollas de Álvarez se le ocurrió revelarlo…

– Al menos él tuvo la decencia de matarse.

No pareció oírme: su semblante se deformaba de rabia.

– ¿Sabes por qué intentaron enterrarlo todo luego? Yo te lo diré: porque fracasé. Si hubiese obtenido el Yorick, ahora estaría dirigiendo cebos en toda Europa. Pero, en cambio, ¿qué conseguí? Que Álvarez y Padilla decidieran mi «muerte» oficial, que el gobierno español casi desinfectara los lugares por los que pasé y, ahora… he conseguido tu odio. Porque fracasé. O mejor dicho, porque Claudia fracasó.

Esa vez sí. Esa vez lo hice.

Un segundo después me miré la mano, como si me costara creer que había abofeteado a un viejo. Las gafas de Gens habían caído al suelo sin hacer ruido, y este apoyó el bastón en la columna y se dedicó a buscarlas en silencio, quizá exagerando su temblor para acrecentar mi culpa. Pero no era culpa lo que yo sentía, y ya ni siquiera repulsión: solo una inmensa, inagotable tristeza.

– Siempre me he preguntado por qué acepté convertirme en cebo -dije viéndole tantear como un ciego en el césped-. Ahora lo sé: quería serlo para librar al mundo de seres como usted.

No volvimos a hablar hasta que Gens no tuvo las gafas en su sitio, el sombrero ajustado como deseaba y el bastón de nuevo en la mano enguantada. Luego se frotó la mejilla que la huella de mis dedos empezaba a tornar rojiza, y me di cuenta de que aquel era el único rubor que alguien como Gens podía permitirse. Para entonces, las primeras gotas de lluvia habían comenzado a caer junto con mis lágrimas.

– ¿Por qué Claudia? -sollocé-. Ella lo amaba a usted, lo adoraba… ¿Por qué tuvo que ser ella? Dios mío, Gens… ¿por qué ella?

– Por esa misma razón. Porque me amaba, y sabía que no se rendiría. Claudia era como parte de mí. Estaba completamente entregada. Ella me daría el Yorick…

– Y a cambio, usted la traicionó… y la destruyó.

– No fue conmigo con quien se roció un bidón de gasolina -susurró, devolviéndome la bofetada a su manera. Me gustó aquella crueldad: detuvo mi llanto. Y quizá fue percatarse de su desventaja lo que le hizo cambiar de tono y aparentar compasión-. Pero no me he llevado a Vera, si eso es lo que crees… Los experimentos clandestinos finalizaron tras el montaje fracasado de Renard. Yo estoy fuera de juego desde hace años…


– Una mierda: tiene guardaespaldas que conocen técnicas de cebos. ¿Por qué? No me parece que eso sea estar fuera de juego…

– Piensa lo que quieras. En lo que a mí respecta, te repito, no he vuelto a hacer ensayos, ni prohibidos ni oficiales. -Las gotas de lluvia, cada vez más numerosas, rebotaban en su sombrero-. Y ahora, si has terminado de pegarme, debo regresar a casa; esta lluvia es perjudicial para mi psinoma… -Inició la marcha con paso vacilante, pero aún dijo algo más, como tenía por costumbre, sin volverse-: Es a Padilla a quien debes preguntar… Si hay algo oculto, solo lo sabe él.

Sin embargo, mientras lo veía alejarse, tuve la sensación de que mentía.

29

Julio Padilla se hallaba inquieto.

No era un temor racional ante una amenaza concreta, sino la vaga ansiedad de quien espera un acontecimiento aún indefinido pero desagradable.

Ignoraba la causa de aquella sensación, aunque admitía que habían surgido problemas. No necesitaba tener el título de psicólogo criminalista colgado de la pared de su despacho para comprender que los suicidios de Álvarez y Claudia habían devuelto a la superficie la basura hundida, y, para colmo, Diana Blanco estaba escarbando en ella.

Sin embargo, no atribuía su malestar a eso. Aquellos problemas eran conocidos, y susceptibles de ser controlados. No llegas a convertirte en jefe de un departamento como Psicología Criminal permitiendo que los obstáculos te abrumen.

Quizá era aquel clima de tormenta, o el deprimente funeral al que acababa de asistir, todo ello mezclado con un fuerte dolor de cabeza y varias noches de sueño intranquilo. Nada que no pudiese arreglar un buen descanso, decidió.

Mientras lo pensaba, sintió la mano de Olga Campos en su rodilla, e inconscientemente miró hacia el chófer que los trasladaba desde el tanatorio al teatro de Los Guardeses, pero los ojos del conductor seguían fijos en el tráfico. Se volvió hacia Olga y contempló sus labios gruesos y sensuales.

Le encantaba Olga, había sido un cebo muy notable y era una estupenda colaboradora y, a ratos, una amante excepcional. Por un tiempo la relación entre ambos se había deteriorado, ya que Padilla estaba casado y no albergaba la más mínima intención de abandonar a su mujer, pero, tras varias rupturas y reconciliaciones, mantenían ahora una distancia cordial y trataban de respetarse mutuamente. Olga era muy lista, además de mucho más joven y ambiciosa, y Padilla sabía que ella lo utilizaba para medrar, de igual forma que él la utilizaba a ella cuando la visitaba en su apartamento. Estaban empatados, suponía, y mientras todo siguiera así, a él no le importaría.

– ¿Cómo estás? -preguntó Olga.

– Bien -mintió-. Sobreviviendo.

– Siento lo ocurrido. -Ella continuaba acariciando su rodilla-. Pero no debiste invitar a Diana al funeral.

– No fui yo quien lo hizo, fue Seseña.

– En todo caso, no ha contado nada que Seseña no supiera ya.

Padilla asintió.

– Diana está pirada desde que capturó -añadió Olga a modo de explicación-. Y la desaparición de su hermana no ayuda a calmarla. Quizá incluso haya caído al foso. Habría que vigilarla de cerca. ¿Quieres que lo hagamos?

Aquel tono de voz no le pasó desapercibido a Padilla. Sabía que la ex cebo lo complacía sutilmente con preguntas retóricas, que agradaban tanto a su filia de Petición. Apretó la mano de la joven, pero lo que hizo fue apartarla con delicadeza de su rodilla.

– Muy bien. Oye, Olga, reina…

– Dime.

– Estoy cansado. Creo que tengo gripe. ¿Te ocuparías tú del resto de cosas por hoy y me dejarías cerrar la tienda e irme a casa?

– Claro. Por supuesto.

– Gracias, guapa. Nos vemos mañana.

– Mañana yo también cierro la tienda, Julio, es fiesta. -Olga no rió, pero se preparó para hacerlo: boca abierta, dentadura mostrada, semblante alegre-. ¿Lo olvidaste?

– Ay, coño. Primero de noviembre, sí. Tiene gracia.

– ¿Qué es lo que tiene gracia?

Decidió no responder, porque en realidad no creía que nada de lo que pensaba tuviera demasiada gracia. Al llegar a Los Guardeses recogió sus documentos y su notebook, los guardó en el maletín y se marchó a casa en su propio coche. Durante el trayecto distinguió calabazas maléficas y gnomos bajo setas anunciando festejos de Halloween. Claro está: era esa noche. La fiesta de las máscaras. Treinta y uno de octubre, por supuesto. «En un día como este, hace tres años, comenzó el experimento Renard -pensó-. Casualidades de la jodida vida.»

Poco antes de llegar a su domicilio en Arturo Soria, la lluvia se intensificó. Los limpiaparabrisas batían como desesperados y el coche pasó a formar parte del denso embotellamiento de víspera de festivo en Madrid. En circunstancias normales, Padilla habría blasfemado y hecho sonar el claxon, pero en aquel momento los pensamientos -y la maldita ansiedad- lo distraían.

«Tendríamos que haber demolido esa granja hasta los cimientos… Pero todos creíamos que podía ser utilizada de nuevo… ¡Qué absurdo, joder!»

Le parecía inconcebible que el idiota de Álvarez hubiese querido destapar la caja de Pandora con su suicidio. ¿Por qué ahorcarse en el túnel? Por remordimientos, había dicho en su nota de despedida. ¿Y por qué sentir remordimientos tres años después? Gens había sido el único responsable de aquella prueba, y lo que era peor: no había tenido éxito al final. En cuanto a Claudia Cabildo, era un cebo, ¿no? Los cebos estaban para ser probados y usados. ¿Remordimientos? «¡Siéntelos por las víctimas, joder, por todos los inocentes que sufren!» Los ojos se le humedecieron y comprendió que, debido a alguna extraña asociación de ideas, estaba pensando en su hija Carolina. «Por todos los inocentes cuyas vidas han sido truncadas para siempre, qué coño, siéntelos por…»

En ese instante se dio cuenta de que ya había llegado a Arturo Soria y pasado de largo por su casa.

Esta vez sí soltó una maldición en voz alta. Al girar el volante en una rotonda para cambiar de sentido notó las manos sudorosas. Era muy posible que, después de todo, realmente estuviera incubando una maldita gripe.

Su chalet era de los últimos construidos tras la renovación de la antigua avenida y poseía los más avanzados sistemas de seguridad y un inconfundible aire a típica casa de barrio residencial, con una parcela de jardín, garaje y hasta un perro. Padilla pulsó los códigos del mando a distancia, abrió la puerta del garaje e introdujo el coche, dejando atrás el cuantioso ruido de la lluvia. Se alegró al ver que la Honda de su hijo Alvaro estaba aparcada dentro, lo cual significaba que había llegado temprano. Entonces cayó en la cuenta de que Alvaro tenía una fiesta esa noche, y lo más probable era que se hubiese marchado antes de la facultad. Recordar la fiesta le deprimió: ello significaba que su hijo saldría de nuevo con la moto y regresaría de madrugada tras haber ingerido alcohol. Por mucho que supiera que Alvaro era precavido no le agradaba demasiado el plan. Además, había cierto espinoso tema en relación con esa fiesta, por lo que se preparó para la batalla nada más entrar en casa.

Alvaro, un chaval de dieciocho años alto y apuesto, estaba en el salón rastreando vídeos musicales en el ordenador de la televisión para descargarlos en su portátil, sin duda con el fin de llevarlos esa noche. Se hallaba de rodillas y de espaldas a la entrada, y sus largas piernas sobresalían de las bermudas. El sonido de los vídeos atronaba.

– Baja eso, Alvaro -gritó Padilla.

– Has llegado pronto, papá. -Su hijo apenas volvió la cabeza mientras obedecía.

– Me he tomado el día libre. ¿Y mamá?

– No ha llegado. -Esta vez Alvaro sí lo miró, sonriendo-. Es pronto.

– Ya.

Rebeca, su mujer, era abogada y trabajaba en un bufete. Padilla la había conocido en la Facultad de Derecho, donde él mismo había estado varios cursos. A veces Alvaro se burlaba de él diciendo que había estudiado «todo lo que después no había hecho»: leyes y dirección de empresas, entre otras cosas. En parte la ironía era cierta, porque su puesto al frente del departamento de Psicología Criminal no implicaba la posesión de ninguno de esos conocimientos, y en realidad había realizado estudios de psicología después de ser nombrado para el cargo. Pero el demonio entendía qué se necesitaba para dirigir un departamento así, y al final, suponía, le había tocado a él.

Se quitó el abrigo, lo colgó en el armario del recibidor y aprovechó para asegurarse de que todos los sistemas de vigilancia, que incluían visores de conducta, estuvieran encendidos. Lo hacía por costumbre, pero en esa ocasión los revisó con especial esmero. Seguía inquieto. Desde el vestíbulo le llegaba el sonido de la lluvia derramada sobre el porche como el de una ducha en el interior de un baño.

– ¿Vas a salir esta noche, Alvaro?

Su hijo se volvió de nuevo y lo miró como si estuviera loco.

– Hoy es Halloween, papá. Tengo la fiesta. ¿Te pasa algo?

– No, nada. ¿Qué has decidido por fin con lo de tu hermana?

Alvaro resopló, pero al menos Padilla consiguió que dejara de preguntarle si le ocurría algo.

– Papá, he quedado con Michelle en Plaza de Castilla a las diez, ¿vale? Voy a ir en moto. Ya te lo dije, no puedo llevar a Carola.

– Puedes -cortó Padilla con peor humor del que habría deseado-. Cogerás el coche de tu madre, la llevarás a las nueve y regresarás a tiempo para tu maldita moto y tu Michelle… Luego la recogeré yo. Tu hermana tiene derecho a divertirse.

– ¡Perfecto, pues llevadla vosotros!

– No quiero discutir, Alvaro. -Y en verdad no quería, pero oyó a su hijo replicar:

– ¡La semana pasada dijiste que intentarías llevarla tú!

Lo había olvidado. Ese golpe bajo a su memoria le hizo enrojecer, y se vio reflejado en el espejo del recibidor, toda la cabeza ovoide y rapada en color rosado. Él no era así. ¿Qué le ocurría? Era la inquietud, sin duda. Pero ¿por qué?

Decidió postergar la discusión y se encaminó a su dormitorio para acabar de desnudarse, pero entonces vio a la criada salir del cuarto de Carolina y cayó en la cuenta de que su hija también habría vuelto del colegio y estaría en casa.

Padilla dejó pasar a la chica y entró en la habitación de su hija como en busca de oxígeno. El cuarto era luminoso y radiante, con paredes pintadas de azul turquesa y verde claro. Carolina estaba sentada en su silla de ruedas eléctrica frente al caballete, deslizando un fino pincel que olía a acuarela, como el resto del aire. A Padilla se le alegró el corazón mientras la contemplaba con el orgullo de siempre: el pelo largo y lacio del color rubio de Rebeca, los ojos azules y el rostro redondo heredados de él, vestida con aquella camiseta naranja y la malla negra de gimnasia de rehabilitación. Un observador imparcial juzgaría que no era la adolescente de catorce años más bella del mundo, pero Padilla pensaba que la belleza era también cuestión de conocer el alma. Y Carolina, por dentro y por fuera, era lo más bello que él había visto jamás.

– Hola, papi, has venido temprano.

– Hola, corazón. -Quizá era su estado de nervios, pero instantes después se percató de que había exagerado el saludo: la había envuelto entre sus grandes brazos y la había besado en la cabeza, impidiéndole seguir pintando.

– ¿Qué pasa? -dijo Carolina de inmediato, sin perder la sonrisa pero con semblante de duda-. ¿Te ha pasado algo en el trabajo?

– No, nada. Es que me alegro mucho de verte.

Nunca hablaba de su trabajo. Ni siquiera Rebeca lo sabía todo, tan solo que dirigía una unidad especializada en trazar perfiles psicológicos de los criminales. El mundo de los cebos era un compartimiento estanco que guardaba siempre fuera de su hogar.

«No, nada, no me pasa nada -pensó mientras abrazaba a su hija-. Hoy hemos enterrado a un cebo, y eso te pone nervioso. Pero ya no tiene remedio.» Aceptar que Víctor Gens hiciera lo que hizo con Claudia Cabildo había sido un error, sí, pero ¿y qué? Álvarez también lo había permitido, aunque fingió lavarse las manos. Y si el muy gilipollas hubiese escogido otro sitio para ahorcarse, el tema no estaría ahora de nuevo sobre la mesa de Seseña. Sin embargo, tampoco había ningún problema con eso. Olga tenía razón, el gobierno actual conocía, y admitía, lo ocurrido con Claudia. Lo único que deseaban era echar tierra sobre el asunto. En cuanto a Diana, se ocuparían de ella, le taparían la boca con dinero, como siempre, o la presionarían a través de Miguel Laredo. A nadie le interesaba resucitar cosas muertas, nunca mejor dicho en aquel caso.

«Cálmate. Todo está bien. Hay asuntos por resolver, tan solo…»

– A mí también me alegra verte, papá -dijo Carolina, siempre animosa-. ¿Qué te parece? -Señaló el lienzo y Padilla la liberó del abrazo, pero siguió inclinado sobre su hombro para besarle la fresca mejilla al tiempo que miraba la pintura.

– Es genial -admitió-. Pero el ángel está muy serio.

– Es que es un ángel. No sonríe ni llora. Lo voy a titular «Resurrección».

– Te ha quedado precioso, reina.

Padilla observaba pensativo la figura de camisón blanco, con alas y brazos extendidos, flotando sobre el mar. Le dolía comprobar que Carolina siempre dibujaba recintos con agua en sus pinturas: un mar, un lago… Era como si intentara asumir el recuerdo de su accidente, cuando, con seis años de edad, una estúpida caída sobre el borde de la piscina de su anterior colegio le había seccionado la médula espinal. Fue por entonces que Padilla asumió el cargo de director del departamento de Psicología Criminal y se sintió con la energía y frialdad suficientes para enviar a una chica, a veces de la edad de su hija, a ser inmolada para cazar a un monstruo. Los cebos eran cebos, y trabajaban precisamente para que otras chicas y chicos pudiesen vivir tranquilos, qué carajo. Tal era su convicción, y él creía que así había pensado siempre, y que el accidente de su hija no había influido en eso.

Siguió mirando el cuadro. «Resurrección», pensó.

Carolina le estaba diciendo algo.

– … en poner a Thaisa, pero al final he decidido dejarlo así…

– ¿A quién?

Ella resopló, medio en broma.

– Papá, te odio cuando no me escuchas.

– Lo siento.

– Te decía que quería poner a Thaisa en brazos del ángel, pero al final no la he puesto. ¿Sabes quién es? Thaisa, la mujer del príncipe ese del libro que me diste…

Lo recordó por fin. Le había regalado a Carolina una versión en cuento de varias obras de Shakespeare, entre ellas Perieles. Era una de sus últimas piezas, y en ella había aventuras, magia y amor. Gens hallaba en aquella obra las claves de la propia filia de Padilla, la de Petición, en la impresionante escena del reencuentro entre el protagonista y su hija. Pero Padilla jamás le habría contado a Carolina esto último.

– Te ha quedado muy bien así -dijo intentando disimular el malestar que le había producido recordar a aquel viejo tramposo-. No es preciso que añadas nada más…

– Papá, sé lo que te pasa.

La seriedad de su hija le hizo volver a mirarla. En el jardín, Pirata, el golden retriever de la familia, ladraba a los transeúntes en medio de la lluvia.

– Es por mi fiesta de esta tarde, ¿verdad? Os he oído discutir a Alvaro y a ti, y de verdad, no quiero que me lleve, no quiero que se enfade por mí…

Padilla iba a decir algo cuando sonó el teléfono fuera de la habitación. Oyó la voz de Alvaro: «¡El teléfono, papá!». Besó de nuevo a su hija y se dirigió a la puerta.

– Ya hablaremos -dijo mientras se alejaba-, pero vas a ir a esa fiesta de tus compañeros de clase, Carola, te lleve quien te lleve. Sé que te lo pasarás bien.

Su hija lo aceptó. A diferencia de Alvaro, ella nunca discutía. Quizá porque, como decía su hermano, «siempre conseguía sus propósitos». Con ese alegre pensamiento en la cabeza, y sintiéndose mejor, Padilla se dirigió al dormitorio, donde estaba el teléfono más cercano. «Número desconocido», leyó en el visor.

– Sí -dijo al auricular.

Tras un instante de perplejidad, volvió a colgar. No había oído nada. Sin duda, se había tratado de una llamada a un número equivocado.

Se levantó y, desde el dormitorio, accedió a su despacho.

«No pasa nada. Es que quedan cosas por hacer…» Encendió el ordenador del escritorio y abrió el correo electrónico. Envió un archivo a una dirección concreta y lo cerró. Regresó al dormitorio silbando una cancioncilla y recordó que había olvidado el maletín del trabajo dentro del coche. Pero disponía de tiempo para ir a por él. Mucho tiempo. Antes debía disfrutar. Se inclinó hacia el visor del teléfono.

– Teléfonos -dijo-. Desconectar.

Observó divertido cómo las luces de todos los canales del teléfono se apagaban una a una. Luego pasó al salón, donde Alvaro seguía grabando vídeos que sonaban en toda la casa, y desconectó los sensores de vigilancia. Titubeó mirando a su hijo, pero pensó: «No: todavía no. Lo primero es lo primero…».

Entró en la cocina. Amelia, la chica de servicio, entornaba los ojos manipulando la pantalla táctil del microondas. Padilla se agachó tras ella, tiró de un cajón, lo abrió y sacó un objeto alargado. Se giró hacia la chica.

«Lo primero antes que lo segundo…»

Dejó a Amelia en el suelo sobre un charco rojizo que empapó sus zapatos y las perneras de su pantalón y regresó al salón por la otra puerta. Su hijo seguía de espaldas, concentrado en el aparato de música. Padilla se acercó a él con pasos suaves pero decididos, sosteniendo el cuchillo de carne goteante.


Carolina Padilla retocaba el cuadro cuando un ruido, como de algo que se hiciera pedazos en algún lugar de la casa, la sobresaltó.

– ¿Qué ha pasado? -exclamó.

Nadie respondió. Quizá no la habían oído, porque la puerta de su cuarto estaba cerrada y los vídeos que grababa su hermano seguían sonando en el salón. Afuera, Pirata ladraba más que nunca y la lluvia no había cesado.

Dedujo que la tragedia no había sido grave. «Amelia habrá hecho de las suyas: otro adorno a la basura», pensó sonriendo, y retornó al cuadro. Pero decidió que estaba cansada de pintar, dejó el pincel en el pequeño recipiente de agua donde tenía los otros y se secó las manos. Era muy cuidadosa y limpia, le gustaba recoger sus cosas y tenía su habitación inmaculada. Años atrás, criticado por sus padres debido a su propio desorden, su hermano se había burlado: «Carola no desordena porque no se mueve». Hubo un enfado mayúsculo, gritos, y hasta llanto de mamá. Pero a ella no le afectó aquella frase cruel. Quería mucho a Alvaro y sabía que el sentimiento era recíproco. «Es solo que es un chico -pensaba-. Los chicos son así de tontos.» Desde luego, no iba a ser ella quien le aguara la fiesta esa noche a él.

Echó un vistazo a la hora y supo que Amelia iba a llamar a su puerta de un momento a otro para decirle que la comida ya estaba servida. A ella siempre la avisaban, a su hermano nunca. Carolina no soportaba que sus padres la trataran de forma «especial». A veces pensaba que cuidaban más a su invalidez que a ella: dedicaban tiempo y dinero a procurarle cuantiosos ejercicios de rehabilitación o molestas e inútiles terapias con las llamadas «células madre». ¿Por qué no la aceptaban tal como era? Eso la incordiaba, pero también el no saber cómo expresar aquel sentimiento sin ofenderlos.

Le pareció sentir que alguien se acercaba a la puerta. Amelia, sin duda. Pero quienquiera que fuese no se decidía a entrar. Se preguntó si sería su hermano tratando de gastarle una broma.

– Te estoy oyendo -dijo en voz alta, sonriente.

Nadie contestó. Iba a encender los mandos de la silla eléctrica para acercarse cuando, de repente, algo le llamó la atención en su cuadro.


Papá tenía razón: el ángel estaba demasiado serio. Lo había pintado con los brazos tan extendidos que no parecía invitar a nadie a refugiarse en ellos sino querer atrapar a una víctima inocente. Los dedos se abrían como garras.

Eres mía, Carolina.

Estaba mal hecho, era irreal. Solo su expresión resultaba llamativa, porque, a pesar de su seriedad, a Carolina se le antojaba que en sus ojos había un brillo de…

La puerta se abrió de golpe y la figura que entró tambaleándose en su habitación también estaba mal hecha y era irreal. Parecía haber surgido de una película de terror, con toda aquella sangre por encima, enarbolando aquel cuchillo. Carolina ni siquiera gritó. Sencillamente, no se lo creyó. Una garra aferró su camiseta y se sintió alzada en vilo desde la silla, sus inútiles piernas bailando en el aire como tentáculos de calamar, para luego caer de espaldas contra la cama en la que dormía. No le había dolido: estaba como desconectada de lo que sucedía, contemplándolo todo como parte de la misma pintura. Y cuando el hombre se arrojó sobre ella aplastándola con sus gruñidos, su olor a carne cruda y sus gestos animales y comenzó a tirar de sus pantalones de malla para bajárselos, Carolina supo que no era su padre, no podía serlo, sino el ángel.

Lo supo porque había visto en los ojos del ángel lo mismo que ahora veía, desde tan cerca, en los del hombre.

Placer.

30

Pasé el resto de la tarde haciéndome las mismas preguntas. ¿Por qué tenía la sensación de que Gens me ocultaba algo? ¿Acaso sabía dónde se encontraba Vera? ¿Y qué pensar del secuestro de Elisa? ¿Estaban ambas desapariciones relacionadas con lo de Renard?

Intenté hablar con Padilla, pero en Los Guardeses me dijeron que se había tomado el día libre y yo no conocía sus teléfonos privados. Mi única esperanza era Miguel. Tampoco contestaba. Le dejé un mensaje. A última hora, cuando ya anochecía, mi teléfono sonó y era él. Parecía contento, se disculpó por no haber llamado antes y me propuso algo inusual: vernos en un mexicano de Princesa que nos gustaba a los dos. Yo no tenía ningún deseo de salir a cenar, pero Miguel aseguró que solo buscaba un sitio agradable en el que poder hablar. Terminé aceptando, me puse la cazadora y llegué al restaurante antes que él tras recorrer un Madrid frío y lluvioso. Tuve que admitir que el ambiente del local, bastante lleno en víspera de festivo, los recuerdos de otras cenas disfrutadas allí y los primeros sorbos del margarita me animaron. Y mientras le echaba un vistazo a la carta, que contenía fotos de los platos, una sombra me hizo alzar la vista, y allí estaba.

– Hola, cielo.

– Hola.

Venía espectacular, con una camisa negra opalina y el cabello de nieve ondulado. Su sonrisa, en medio de su barba recortada, me hizo sentir más calor que la bebida. De repente comprendí que había sido buena idea reunimos allí.

Miguel hizo un rápido pedido, luego se dedicó a escuchar. Nos habían dado una mesa cerca de la cocina y se oían voces de camareros, pero estábamos más alejados de las risotadas de los clientes, y de todas formas el mundo desapareció para mí mientras narraba mi encuentro con Gens y las sospechas sobre la desaparición de Vera. Miguel me acariciaba la mano vendada, y recordé un gesto similar de Mario Valle en otro restaurante, parecía que siglos atrás. Cuando acabé, lanzó un suspiro.

– ¿Quieres saber lo que pienso exactamente?

– Como si estuviéramos en «la habitación de la sinceridad» -dije.

– Pienso que te estás metiendo tú misma en un callejón sin salida, cielo.

– Vale. Ahora respóndeme a esto: ¿conocías la verdad sobre lo de Renard?

– No. -Yo lo miraba directamente a sus bellos ojos y solo veía franqueza, como espejos que reflejaran la mía propia-. No sabía nada, te lo juro. Pero te seré muy sincero, Diana, no me sorprende en absoluto. Se han hecho pruebas con cebos en todo el mundo… Espera, déjame hablar… Si vas a preguntarme cómo lo considero éticamente, te diré que reprobable, ¿vale? Ahora bien, ¿creo que hay que montar un escándalo, llamar a los periódicos, poner una denuncia? No, no lo creo. Y tampoco creo que lo sucedido con la pobre Claudia tenga nada que ver con la desaparición de tu hermana… ¿Datos de ordenador amañados? Perdona si te digo que la palabra de un psico al que estabas a punto de eliminar no me resulta del todo fiable…

Al principio me desconcertó tanto su opinión que no repliqué. Luego dije:

– Miguel, el profesor Gens fingió el secuestro de nuestra compañera Claudia y la torturó durante un mes debido a un experimento científico. ¿Eso es solo «reprobable»?

– Todos hemos pasado pruebas muy duras durante nuestra…

– ¡Eso no era una jodida prueba!

Varias caras giraron hacia nosotros. Pensé con alegría feroz que quizá había gente del servicio secreto allí, y al día siguiente los titulares dirían: «Dos cebos son arrestados por hablar en voz alta de asuntos confidenciales ante un plato de nachos con guacamol». Me quedé mirando a una chica que me miraba asombrada mientras se probaba algún tipo de brazalete, y recordé que en aquel restaurante regalaban a las mujeres al final de la cena una baratija de presunto arte azteca. La chica desvió la vista.

Por fortuna, Miguel me conocía, y no respondió a mi exabrupto con un «no grites, por favor», «nos están mirando» o cualquier otra gilipollez semejante de las que solían animarme a gritar más. Se limitó a hacer una pausa mientras untaba otro nacho en abundante guacamol. Luego se secó con la servilleta y bebió un sorbo de vino.

– Diana, cielo, nada de lo que hacen los cebos es normal, ¿de acuerdo?

– No necesito que me lo recuerdes.

– Nuestro trabajo se basa en la ficción, el teatro, el engaño…

– Pero hay cosas reales. Los afectos que sentimos son reales. Lo nuestro es real.

– Sí, lo nuestro es real -admitió, mirándome.

– Y nuestra dignidad como personas, también.

– Disculpa, pero ¿pensaste en tu dignidad como persona cuando te preparabas para el Espectador? ¿No estabas deseando entregarte a él? -Y de pronto percibí una emoción distinta bajo su calma aparente: estaba soltándome todo su enfado-. ¿La chica a la que amo, la que había decidido dejar de una vez el trabajo para empezar una nueva vida conmigo? Y de repente, ¿qué hace? Correr hacia el matadero y poner el cuello en el tajo. -Meneó la cabeza-. Solo trato de decirte que lo que hacemos es completamente anormal, pero lo aceptamos. Incluso nos gusta. Y cuando deja de gustarnos, como me ha pasado a mí, entonces adiós. Nos largamos. A nadie le obligan a quedarse.

– A Claudia la obligaron.

– No: solo le mintieron. Ella estaba dispuesta a entregarse a Renard, pero Gens la eligió para algo más que para detener a un solo loco: intentar descubrir cómo detenerlos a todos. Y si alguien podía dar a Gens la máscara Yorick, era ella. Claudia era uno de los mejores cebos, no solo de este país sino de toda Europa. Igual que tú.

Su última frase flotó en el aire como un olor intenso. Nos miramos.

– Pero Gens la eligió a ella -dije.

– De lo cual me alegro en el alma.

Me quedé sin palabras ante aquella simple, horrible declaración. Miguel añadió:

– Lo lamento por Claudia. Siento compasión por ella como podría sentirla por el soldado al que matan de un tiro mientras pelea junto a mí. Compasión… y también alivio de saber que no fuiste tú. «Gracias a Dios -pienso-, gracias a Dios que fue ella y no Diana.» -Se encogió de hombros-. Mi amor es así de egoísta.

Habían traído el segundo plato, pero yo permanecía inmóvil mirando el mantel.

– Por cierto, quería decirte otra cosa -continuó Miguel en tono anecdótico-. La búsqueda de Vera se encuentra en punto muerto, y ahora están investigando la posibilidad de que, simplemente, se haya marchado. -Levanté la vista, aturdida. Miguel explicó que Vera había usado una de sus previas identidades de cobertura para sacar un billete de avión a Londres. Las fechas concordaban, y habían empezado a llamar a los grandes entrenadores de ese país para saber si estaba con alguno de ellos-. Típico de tu hermana -agregó-: se enfadó contigo y decidió dejarnos plantados a todos…

– Dios mío. -El alivio que sentía era casi físico-. Dios, Dios mío…

– Quería ser yo quien te diera la buena noticia.

Le apreté la mano y decidí no mentirle.

– Me siento mejor. Mi amor también debe de ser egoísta…

Miguel se inclinó para besar mi frente mientras yo reprimía el llanto, y añadió en un suave murmullo, pero con tanta nitidez como si nos rodeara el silencio de un bosque:

– Quiero que te quede claro, cielo: decidas lo que decidas, te apoyaré. Si vas a tirar del mantel con lo de Claudia, adelante, lo haremos juntos.

– Te amo -dije.

– Te amo. Pero nuestros tacos de Jalisco se están enfriando.

A partir de ese punto la velada dio un vuelco completo para mí. No era que confiase del todo en que lo de Vera fuera a resolverse de forma tan simple, pero la sola posibilidad de que hubiese ocurrido así me relajaba. Y me parecía factible: mi hermana había expresado más de una vez su intención de ensayar en los teatros de Scotland Yard. Recordé que uno de sus proyectos consistía en recibir clases de Sophie Atanassio, una de las grandes especialistas en máscaras de relación inconsciente. Mi memoria me entregó una imagen vivida: Vera en Los Guardeses, vestida solo con unos guantes mientras ensayaba la técnica «Blush» para la Negociación, y diciendo: «Creo saber por qué fracasa en esta fase. Me gustaría explicárselo a la profesora Atanassio».

«Oh Dios mío, Dios mío, Vera -pensé sin poder evitar una sonrisa-. Maldita seas. Te vas a enterar cuando regreses… Te leeré la cartilla…»

La cena me resultó exquisita. Y aún más exquisito el momento en que, cuando el camarero nos recomendó tarta de frambuesa de postre, Miguel dijo, mirándome:

– No es aquí donde me gustaría tomar el postre.

Y hasta el camarero se echó a reír con nosotros. Miguel tenía esa forma de decir las cosas que encantaba a todo el mundo, y me di cuenta de que pasar la noche con él era justo lo que me apetecía tras aquel día espantoso. Propuso que fuéramos a mi apartamento, e hicimos el trayecto separados, porque ambos habíamos traído coche y él debía marcharse temprano a la mañana siguiente para ir a Los Guardeses. Eso me concedió un tiempo para pensar a solas mientras me movía por las grandes avenidas del centro y me aseguraba en el espejo retrovisor de que los faros de su coche me seguían fielmente. A ratos veía pasar a grupos de juerguistas enmascarados, como si Halloween se hubiese convertido en una especie de segundo carnaval para Madrid.

Pensé en lo que iba a hacer al respecto de Claudia, pero no se me ocurrió nada. No sería la primera vez, desde luego, que alguien relacionado con el mundo de los cebos denunciaba algo. Sin embargo, nunca se conseguían resultados concretos, por dos razones. En primer lugar, a todos nos interesaba callar, como nos callamos respecto de los pecados compartidos. Éramos conscientes de que la basura existía, pero también de que lo mejor que podía hacerse con ella era guardarla en cubos y reciclarla.

Y había otra razón: el psinoma era demasiado complejo para la mitología popular. Incluso psicólogos no especializados como Valle tenían problemas para admitir todas sus consecuencias. Que una droga te provoque alucinaciones es una cosa, y otra muy distinta que un gesto, un tono de voz o la visión fugaz de una parte del cuerpo puedan enloquecerte. Una noticia que implicara algo tan extraño tendría menos probabilidades de llamar la atención que denunciar que la CÍA ocultaba pruebas de la visita de extraterrestres.

¿Y qué ocurriría si, a pesar de todo, optaba por hablar? Gens estaba oficialmente muerto, y el escándalo no iba a devolverle la vida a Claudia. Me convertiría en una apestada, una delatora, y eso perjudicaría, como mínimo, la carrera de Miguel, por no mencionar nuestras vidas o la de Vera. Los cebos éramos un mundo delicado, pertenecíamos, por así decirlo, a la «genitalidad» del Sistema, cuyos puntos vitales resultan afectados con más facilidad que los sensibles: quizá puedas llevar a la cárcel a un ministro, hacer dimitir a un presidente o hasta derrocar a todo un gobierno, pero no le toques los cojones al Sistema.

Al llegar a casa seguía sumida en la duda, y decidí aparcar mis reflexiones junto con el coche. En aquel momento solo me importaba estar junto a Miguel. Me sentía relajada casi por primera vez desde que mi hermana había desaparecido y no quería desperdiciar ni un segundo. Sin preámbulos, pasamos de las caricias a la cama, y Miguel me hizo el amor mientras me dejaba contemplar su rostro embellecido por los jadeos y acariciar sus anchos hombros y los músculos de sus brazos. Sentí que con cada beso que nos dábamos se evaporaban nuestras diferencias y solo perduraban los buenos recuerdos, y gemí moviendo mi cuerpo bajo el suyo, en la angosta cama de mi apartamento, deseando que aquello no acabara nunca. Y cuando acabó fue como si aún persistiera, porque ambos seguíamos excitados y nos parecía que teníamos la noche para nosotros, de modo que podíamos permitirnos una pausa. Aunque quise convencerlo de que nos ducháramos juntos, me hizo gracia su manera de decir: «Ve primero tú, dame un respiro». Y me reí en el baño a solas pensando que lo amaba, que quería vivir con él, y seguí pensándolo al salir de la ducha, mientras me secaba con la toalla en el aire lleno de vapor, y aún lo pensaba cuando sentí la fría presión del cañón de la pistola apoyada en mi nuca y vi en el espejo, del que poco a poco desaparecía el vaho, a Miguel Laredo apuntándome cuidadosamente, preparado para disparar.


– No te muevas, Diana. Ni un solo gesto.

No me moví, por supuesto. No habría podido, aun sin amenazas. Me quedé mirando el espejo con la toalla en la mano y el cabello como un revoltijo húmedo.

– Ahora quiero que te eches la toalla sobre la cabeza.

– La toalla -murmuré estúpidamente.

– Sí. Sobre la cabeza. Y no hables. Hazlo con rapidez, sin volverte.

Me dieron ganas de reír, no sé bien por qué. Quizá por lo ridículo que parecía todo. Acabábamos de hacer el amor, besarnos, susurrarnos cosas cariñosas. El seguía siendo Miguel Laredo, y por mucho que sonara tensa, su voz era la misma que me tranquilizaba cuando, durmiendo juntos, yo despertaba bruscamente tras un sueño inquieto.

– Sobre la cabeza, Diana -repitió-. La toalla. O disparo.

Obedecí. El mundo, de improviso, se hizo húmedo y con olor a gel. Entonces sentí un brazo alrededor de la cintura tirando de mí y me dejé arrastrar como una bailarina ciega en un violento vals. Mi pie descalzo tropezó contra su zapato, y me percaté de que se había vestido del todo mientras yo me duchaba. Por fortuna, mi apartamento era diminuto y no había pasillos entre los cuartos, ni otros obstáculos que las puertas.

Al llegar al dormitorio me dio más instrucciones: me arrodillé frente a la cama, las manos en alto, la toalla aún por encima. Un fantasma salido de la ducha. Recordé un ensayo de Cimbelino en la granja, cubierta solo con una sábana.

De nuevo, el cañón contra mi sien. Y su voz pegada a mi oído. Al tiempo que hablaba, me aferró la cara sobre la toalla, sin tocarme directamente.

– Sé lo que eres capaz de hacer, Diana. Y tú sabes que lo sé. Ambos somos profesionales. Puedes engancharme con máscaras rápidas, pero te advierto que tendrás que ser muy rápida. Si lo intentas y no lo logras del todo, no podrás evitar que dispare. Créeme, esta toalla es más para protegerte a ti que a mí. ¿Entendido? Contesta sí o no.

Murmuré un «sí» rápido y neutro. Claro que entendía: la filia de Miguel era de Negociación, y su punto débil la relación entre cebo y presa. La máscara exigía que mi cuerpo, y sobre todo mi rostro, fuesen visibles, de modo que la toalla era una medida preventiva por si pretendía engancharlo. Eso me hizo pensar que todo aquello iba muy en serio. Estaba asustada.

Sus dedos me soltaron, pero la pistola no se apartó de mi cabeza. Me quedé quieta respirando mi propio aliento. No podía ver nada frente a mí, solo el resplandor de la luz de la mesilla filtrándose a través del tejido. Si miraba hacia abajo veía mis senos jadeantes y el inicio de los muslos separados. Mantenía los brazos a cierta altura, como me había ordenado. La mano vendada me dolía.

De repente volví a oírle.

– Ahora dime: ¿qué hiciste hoy después del funeral?

– Vi a Víctor Gens en el tanatorio y estuve hablando con él… Ya sabes… Luego vine a casa. Te llamé varias veces, pero no respondías. Luego me llamaste tú…

– ¿Te quedaste aquí todo el tiempo?

– Sí.

– ¿Puedes probarlo?

– ¿Probarlo? -jadeé-. No… No lo sé… Estuve sola… ¿Qué sucede, Miguel…?

Hubo un silencio. Fue tan largo que pensé que Miguel se había marchado. Entonces escuché de nuevo su voz, átona, como si estuviera rezando:

– Padilla ha muerto. Este mediodía, después de regresar del funeral, en su casa. Cogió un cuchillo de cocina, degolló a la criada y a su hijo mayor, y violó a su hija paralítica de catorce años antes de matarla también. Luego se extirpó los ojos y acabó cortándose el cuello. Su mujer no estaba en casa, eso la salvó de participar en la juerga.

Imaginar la atroz escena me erizó la piel.

– ¿Se… se volvió loco…? -murmuré.

– Lo volvieron.

– ¿Qué?

– Estoy seguro de que sabes lo que quiero decir -repuso.

Todo el calor de la ducha reciente se había evaporado de mi cuerpo. Sentía como si alguien hubiese abierto la puerta de un congelador a mi espalda.

– Por supuesto, el análisis informático tardará días -agregó Miguel-, pero los estudios in situ no dejan lugar a dudas: fue poseído. Y ya habíamos recibido el resultado del análisis cuántico del supuesto «suicidio» de Álvarez, el propio Padilla nos lo envió hoy. Adivínalo: los microespacios de la expresión facial, de la forma de dejar los objetos y la ropa en el suelo, del nudo de la cuerda…

Sabía lo que implicaba todo aquello. Intenté hablar con calma.

– Miguel, yo no les hice nada.

– Tú encontraste el cadáver de Álvarez en la granja, Diana. -Me cortó-. Y no tengo que recordarte las amenazas que dirigiste a Padilla esta mañana en el tanatorio. Si hay entre nosotros un cebo capaz de poseer con esa fuerza, eres tú…

– Pero ¿por qué yo? ¡Es absurdo!

– Desde luego, no fue una máscara común -prosiguió-, y ni siquiera poco común… Aún no sabemos cómo lo has hecho, pero también empleaste una técnica revolucionaria con el Espectador, ¿no?

– ¡Nada de lo que estás diciendo prueba nada!

– Quítate la toalla de la cabeza -dijo de repente-. Solo de la cabeza, despacio.

Me asusté ante la orden inesperada. ¿Qué pretendía? Levanté los bordes de la toalla con temblorosa lentitud y la dejé colgando del cuello. La luz de la mesilla me daba en la cara, haciéndome parpadear, pero ello no impidió que me fijara en lo que había sobre la cama, y que Miguel me señalaba. Sentí náuseas de terror puro.

– Estaba en tu armario -dijo.

Era una vieja muñeca, sucia, sin ropa, pelo ni ojos. Le faltaban también los brazos. Alrededor de su cuello estaba atada una pequeña cuerda. Desperdigados por el suelo, parte de mi ropa, bisutería y zapatos. Miguel se hallaba de pie junto a la silla de enea de mis padres, apuntándome. Su rostro era una confusa mezcla de temor y tensión.

– No me mires -ordenó entre dientes.

– ¿Qué es todo esto? -dije desviando la vista.

– Junto al cadáver de Álvarez había tres muñecas colgadas, ¿recuerdas? Y después de masacrar a su familia, Padilla colgó otra muñeca semejante del techo de su casa. -Pronunciaba cada palabra con una dureza inaudita mientras dirigía hacia mí el cañón de la pistola-. Esta la acabo de encontrar en el fondo de tu armario, Diana… ¿Para quién la tenías reservada? ¿Quién iba a ser tu tercera víctima?

De repente percibí que algunos fragmentos de aquella pesadilla encajaban entre sí. Aún me faltaban las piezas importantes, pero podía vislumbrar el principio.

Comprendí que no habíamos cenado juntos, ni dicho frases de amor, ni gozado en la cama: solo habíamos representado su teatro. Como el personaje de Iachimo en esa escena de Cimbelino en que, tras salir de un baúl en el cuarto donde Imogen yace dormida, intenta obtener falsas pruebas de que se ha acostado con ella, así Miguel había estado engatusándome durante el restaurante y el sexo con gestos de mi propia filia, la de Labor, cuidadosamente elaborados, con el fin de poder acceder a mi casa y registrarla. Decía Gens que aquella escena de uno de los últimos romances de Shakespeare era un símbolo de la Negociación, como lo son la decapitación de un personaje vestido con las ropas de otro o el travestismo de Imogen. Pero, para mí, la escena del baúl podía servir como metáfora de la confianza traicionada.

En este caso, sin embargo, la traición era doble. Intenté explicárselo.

– Me han tendido una trampa -dije con toda la calma que pude, sin mirarlo y sin moverme, para demostrarle que no pretendía atacar.

– Una trampa… -repitió.

– Esa muñeca no es mía, alguien la ha puesto ahí para culparme.

Oí cómo chasqueaba la lengua. Al hablar, parecía apesadumbrado.

– Diana, cuando encontré la muñeca revisé los códigos de acceso de tu apartamento: solo tú has entrado aquí desde hace meses… Por favor, escúchame. No hagas esto más difícil de lo que ya es. Me he pasado toda la tarde, desde que la policía halló el cadáver de Padilla, intentando convencer a Olga de que no te arrestara, de que me dejara buscar una prueba concreta… Ni siquiera podemos fiarnos de lo que tú misma crees, ¿no comprendes? -Su voz expresaba ahora un dolor tan intenso que me estremecí-. Si has caído al foso, no eres responsable de lo que haces…

Eso pensaban, por tanto: que la desaparición de Vera, mi esfuerzo con el Espectador o el hecho de conocer lo ocurrido en el caso Renard me habían enloquecido, lo que llamábamos en la jerga «caer al foso». Desde luego, las muertes de Álvarez y Padilla, con el horrendo y sarcástico detalle de las muñecas ahorcadas al estilo del inexistente Renard, parecían la obra de una mente enferma. Pero ¿quién podía estar detrás de todo eso? Por un instante, al ver la muñeca sobre mi cama y oír las palabras de Miguel, me acometió el vértigo: ¿acaso sería cierto que había sido yo misma, sin saberlo?

– Ahora voy a hacer una llamada. Vuelve a cubrirte la cabeza con la toalla, por favor. -De reojo observé que se disponía a utilizar un móvil de pulsera inserto en un adorno púrpura en su muñeca izquierda. Yo ya lo había visto durante la cena.

Supe algo con absoluta claridad: si Miguel hacía esa llamada, si avisaba a Olga o a la policía, ya no habría ninguna posibilidad para mí. Los cebos acusados de crímenes desaparecían del mapa. Éramos demasiado peligrosos para ser enviados a una cárcel común. Se celebraría un juicio, sin duda, pero no antes de que se tomasen todas las medidas precisas para dejarme inútil e indefensa. El hábeas corpus no es aplicable si la acusada es una bomba con el temporizador estropeado.

– Miguel, por favor, espera…

– Haz lo que te digo.

Intenté pensar deprisa, y de repente di con una posibilidad.

– Víctor Gens -dije.

– Diana, cúbrete la cabeza -insistió, aunque vi que mis palabras lo detenían.

– Miguel, escucha, puede ser Gens… -De repente la idea me parecía muy obvia-. ¡Sigue usando cebos, hoy lo he comprobado! ¡Es posible que todo esto sea un montaje suyo, otra especie de experimento…! ¡Tiene que ser Gens! ¡Por favor, envía a alguien a su casa! ¡Sé dónde vive!

Lo que oí entonces sonó en mi interior como un plato roto.

– Ya han estado en su casa, Diana. Esta tarde, cuando Padilla murió, el departamento buscó a Gens. Pero no lo encontraron. Había hecho un equipaje apresurado y llamó a su chófer y su criada para decirles que se marchaba una temporada. No dijo adónde. Siguen buscándolo.

– ¡Eso demuestra que tiene algo que ocultar!

– O miedo de acabar como Padilla y Álvarez -replicó Miguel con sensatez-. En todo caso, lo encontrarán, Diana, descuida. Y ahora, te lo digo por última vez: cúbrete la cabeza. No me obligues a usar esto, por favor. No contigo -añadió.

Sentí como si aquella toalla fuese un telón final, definitivo. Cuando volviera a caer sobre mí, todo acabaría. Pero también advertí que, de no obedecer, Miguel iba a dispararme. O puede que me disparase aunque yo jugara limpio. Me hallaba desnuda, arrodillada, con la cabeza descubierta: cualquier mínimo gesto por mi parte, una mirada, un temblor en los labios, un simple cambio de postura, podían ser interpretados equívocamente. ¿Qué importaba que yo dijese la verdad? Una hora antes Miguel me había dicho que me amaba, lo cual quizá era cierto, y al mismo tiempo estaba interpretando un papel. La verdad, entre cebos, solo es un texto más en el gran teatro del mundo.

Me fijé en la pistola. Era de esas desmontables, como hechas con piezas de Lego, de las que puedes ocultar desarmada en el bolsillo del pantalón. Miguel habría sacado las piezas mientras yo estaba en el baño y la habría preparado en cinco segundos. Disponía de silenciador. Un disparo en el brazo o la pierna me dejaría inútil en mucho menos tiempo del que yo tardaría en enloquecerlo de placer. Tenía el dedo en el gatillo y estaba comprensiblemente nervioso. Sabía que la usaría.

Consideré la posibilidad de engañarlo, de hacer una máscara pese a todo, pero me encontré incapaz de atacar a Miguel. Prefería cualquier cosa antes que eso.

Empecé a alzar la toalla.

Simétricamente, Miguel alzaba el brazo con la pulsera para efectuar la llamada.

De súbito recordé algo. La pulsera.

– Espera -susurré-. Tiene una pulsera clínica.

– ¿Cómo dices?

– Víctor Gens. Lleva una pulsera de chequeo médico on-line. -Yo no lo miraba, pero, a juzgar por su silencio, comprendí que eso no lo sabían.

– ¿Activa? -preguntó tras una pausa.

– Por lo que sé, sí. Pero aunque la hubiese desactivado, serviría si aún la lleva.

Las nuevas pulseras clínicas contenían todos los parámetros biológicos importantes del paciente: eran como su huella dactilar, con la ventaja de que podía ser detectada a distancia. Estuviera donde estuviese, si Gens la llevaba encima sería tan visible para los ordenadores como un huracán para un satélite.

Miguel bajó la mano del comunicador, pero siguió apuntándome.

– Diana, ¿cómo puedo confiar en ti?

– Solo te pido que encuentres a Gens primero… Puedes llamar a Olga y decirle que yo te acabo de dar ese dato… Miguel, sé que Gens tiene la clave de todo… Haz eso tan solo, te lo suplico… Luego denúnciame si quieres.

Hubo una pausa. Me cubrí la cabeza y me encorvé en el suelo, esperando. Ya no podía intentar otra cosa: a partir de ese momento todo quedaba en manos de Miguel.


– Haremos algo -dijo al fin-: llamaré a Olga y le diré lo de Gens. Si lleva la pulsera, daremos con él de inmediato. Pero también le contaré lo que acabo de encontrar en tu casa, Diana. El hecho de que Gens se haya marchado no significa que seas inocente.

Era el típico sentido de la justicia de Miguel. Acepté aquellas condiciones, no me quedaba otro remedio. Me ordenó que no me moviese mientras llamaba.

En ese instante un sonido familiar nos interrumpió.

– Quizá sea Olga -dijo Miguel tras dejar sonar el timbre del teléfono de mi casa dos veces-. Contesta.

– «Contestar» -pedí desde el suelo al receptor, sin moverme.

Sin embargo, la voz que se oyó en los altavoces del dormitorio no era la de Olga.

– Hola, Diana y Miguel… Me reconocéis, ¿verdad? Soy Víctor Gens… -Era su inconfundible tono, su graznido orgulloso pero también violento y jadeante, como poseído de furia-. Sé que estáis juntos, puedo veros y oír lo que habláis… -Una pausa-. Buen punto el de la pulsera clínica, Diana, la verdad, no lo había pensado, y ahora ya es tarde para destruirla… -Una pausa-. Pero también es tarde para pedir ayuda. -Una pausa-. Quiero veros a los dos, ahora mismo. Estoy en la granja. Ya sabéis el camino… -Se oyó su ronca risita-. Debo advertiros que estoy controlando todas vuestras llamadas, Miguel, así que no aviséis a nadie o me enfadaré. Y no creo que te guste mi enfado, Diana… ¿Quieres saber por qué?

De súbito escuché la otra voz, el angustioso, horrible grito:

– ¿Diana…? ¡Diana, ayúdame!

Antes de que pudiese reaccionar, Gens volvió a llenar los altavoces.

– Tengo a tu hermana -dijo.

31

– Lo siento.

– No fue culpa tuya.

– Cada vez es más frecuente en cebos veteranos… Lo de caer al foso, me refiero… Pero no me lo creí de verdad hasta que no hallé esa muñeca en tu armario… Yo…

Miguel se inclinaba mucho sobre el volante al hablar. Recordé cierta técnica para la máscara de Juego en que debías inclinarte así con el fin de resaltar el decorado. Sin embargo, sabía que en aquel momento Miguel solo intentaba ser sincero.

– Está bien -dije.

Yo no deseaba ningún examen de conciencia. Y realmente lo comprendía. A veces yo misma había creído estar a punto de caer al foso. Los cebos jugábamos con nuestras emociones, nuestro placer, nuestras verdades íntimas, hasta que la frontera entre la máscara y lo que éramos bajo ella se borraba. Si es que éramos algo más, y no, como creía Gens, solo nuevas máscaras como estratos geológicos que ocultaban, al fondo, un magma de placer.

«Gens», pensé. Ahora también él parecía haber caído al foso.

– Quería confiar en ti, Diana… -Miguel desovillaba su inútil arrepentimiento-. Quería creerte, te lo juro… Pero tenía un trabajo que cumplir. Y te confieso que ha sido el más difícil de mi vida…

– Lo sé.

De sobra conocía la lealtad casi obsesiva con que Miguel acataba las órdenes. Era lo que menos me gustaba de él, aquello que más se parecía a la mentalidad de soldado lobotomizado que Mario Valle nos adjudicaba. Pero no lo censuraba: todos teníamos nuestra manera de sobrellevar la vergüenza, y la suya era obedecer. Para hacer teatro, el actor Miguel necesitaba seguir ciegamente las instrucciones del director.

Lo miré un instante desde mi asiento: su hermoso rostro, su cabello y barba níveos como un rey de cuento infantil. En verdad, no me importaba que hubiese sospechado de mí. Freud habría dicho que yo intentaba recuperar al padre perdido. Gens diría que la primera vez que lo vi, Miguel hizo algo, o sucedió algo a su alrededor, y mi psinoma quedó enganchado. Daba igual. Fuera lo que fuese, yo lo llamaba amor. Y me pregunté si sería posible salvar nuestra relación cuando aquella pesadilla finalizara.

– Hiciste lo que tenías que hacer -dije-. Y te agradezco que hayas decidido no pedir ayuda ahora…

– No podemos arriesgar la vida de Vera. Ese bastardo va en serio. No sé cómo lo ha hecho, pero parece interceptar los canales de la policía. Si los aviso, lo detectará.

Era cierto. Miguel había intentado llamar a Olga cuando, tras vestirme, salimos apresuradamente de mi apartamento en dirección a su coche, pero la voz que había aparecido en el móvil había sido, de nuevo, la de Gens. Nos dijo que no nos permitiría otra desobediencia similar, y habíamos optado por seguir su juego.

El mundo a nuestro alrededor se había convertido en una oscuridad vertiginosa mientras Miguel pisaba a fondo el acelerador. Era madrugada, y todos aquellos que pretendían salir de la ciudad o entrar en ella para pasar el día de fiesta lo habían hecho ya. Casi íbamos solos por la autopista, nuestros rostros apenas revelados bajo las escasas luces de coches y farolas. Pronto entraríamos en la zona «fantasma», el campo yermo, eternamente invernal del 9-N, y entonces la noche nos envolvería por completo.

Allí nos esperaba Gens. Con mi hermana.

¿Qué haríamos al llegar a la granja? Conversamos sobre ello, pese a que ignorábamos si, de alguna forma, Gens podía seguir escuchándonos. Miguel llevaba su pistola, pero sabíamos que ningún arma resultaba más peligrosa que nosotros mismos. Sin embargo, en esta ocasión no se trataba de un simple psico. Miguel lo dejó claro:

– Loco o no, es Víctor Gens, y conoce a los cebos mejor que nadie. No sé qué quiere: quizá presionarnos o eliminarnos para que no denunciemos el asunto Renard… Pero, si es verdad que tiene a tu hermana, debemos ser precavidos…

– ¿«Si es verdad»? -dije, y Miguel asintió.

– No olvides que solo hemos oído una voz… Incluso aunque se trate de la voz de Vera, no significa que ella esté allí, o que él la tenga en su poder. Lo que te dije era cierto: hay datos que permiten suponer que Vera se marchó a Londres… Si Gens los ha falsificado también, entonces sería el rey del universo.

– Quizá lo sea.

Su silencio me hizo pensar que entendía lo que yo quería decir. Lo ocurrido con Álvarez y Padilla, y el hallazgo de la muñeca en mi casa, delataban algo más que simple astucia. Ni siquiera era capaz de imaginarme cómo lo había logrado Gens, o a quién podía haber recurrido para ello, pero intuía que quien nos aguardaba en la granja no era el Gens de siempre, si es que alguna vez había existido algo así. Y eso me daba miedo. Como cuando intentaba una máscara en un momento de extrema necesidad y fallaba: miedo y confusión. Por no mencionar lo que pudiera sucederle a Vera, si es que Gens realmente la había capturado.

Diana, ayúdame.

Prefería no pensar en ella.

Sentí la mano de Miguel en mi brazo, y supe que nuestra telepatía mutua volvía a funcionar.

– No dejaré que le haga daño a Vera. Te lo juro, cielo. Ese cerdo no os hará daño a ninguna de las dos.

Miré sus ojos, que se habían apartado un instante de la carretera para observarme, su rostro enmarcado por la oscura ventanilla, y le creí.

– A ninguno de los tres -dije, y apreté su mano con la mía.

No hablamos durante el resto del viaje, como si hubiésemos querido prolongar así el calor y la luz de aquella declaración postrera. Poco después nos deteníamos frente a la monstruosa negrura de la granja. Llovía de nuevo, aunque no con intensidad, y sentí frío al bajarme del coche y me froté los brazos sobre la cazadora. El viento convertía las gotas en salpicaduras. «Aquí empezó todo para mí -pensé-, y aquí acabará todo.»

– ¡Víctor! -llamó Miguel, y su grito sonó casi obsceno en la espantosa soledad-. ¡Hemos llegado! ¿Me oye? ¿Por qué no sale y hablamos?

De pie a ambos lados del coche, bajo la lluvia, aguardamos una respuesta.

– No parece haber nadie -dijo Miguel.

– Puede accederse por el otro lado -observé-. Álvarez dejó allí su coche.

Habíamos traído linternas, y al apagar los faros hicimos uso de ellas. Miguel cogió la suya con la mano izquierda mientras sostenía la pistola con la derecha. Esta última producía una larga y estrecha sombra proyectada sobre el suelo. A la nueva luz, los recintos que formaban aquello que llamábamos «la granja» no parecían haber cambiado. Los dos cobertizos de paredes agrietadas y ventanas sin cristales y el molino reconvertido en torre seguían grises y abandonados. Los matorrales no habían crecido a su alrededor, como si la vida temiera tocar aquella materia muerta.

Nos disponíamos a rodear los cobertizos cuando Miguel se detuvo frente al primero. Su silueta se recortaba contra la abertura de la ventana mientras alumbraba un interior que yo aún no podía ver. Luego alzó una pierna sobre el pretil y fue como si la granja lo devorase.

– Oh, por favor -susurró desde la oscuridad.

– ¿Qué ocurre?

Pasé por la ventana y me uní a él, ansiosa. Ninguno de los dos habló durante un buen rato: solo movimos nuestras linternas contemplando aquello.

Toda la planta, hasta donde alcanzaban los haces de luz, abarrotada. Se hallaban en distintas posturas, como fotografiados durante un baile. Un carnaval paralizado en el tiempo. Miriñaques, gorgueras, jubones, calzas, capas, antifaces. Noche de Halloween. Ven a nuestra noche especial, Diana. Luego te fijabas mejor y veías brazos amputados, rostros sin vida, ojos cuya pintura había sido borrada, quizá, por incontables roedores, muñecos tan cubiertos de polvo como las ropas que vestían. No portaban letreros, pero el aspecto de algunos me hizo recordar los personajes que habían representado cuando ensayábamos: «Hamlet», «Lady Macbeth», «Ótelo», «Julieta»… Un desquiciante universo Shakespeare.

Ven a nuestro teatro, Diana. Vamos a ensayar Shakespeare otra vez, juntos.

– Qué es esta locura… -oí murmurar a Miguel.

– Lo ha hecho él -dije-. Ha vestido a todos los maniquíes.

Había tantos que era difícil moverse entre ellos sin rozarlos y sufrir el horrendo espejismo de creerlos vivos: aquí y allá, una mano se mecía en el aire, un brazo retemblaba, una sonrisa parecía sonar… Una figura se volvió hacia mí.

Pero esta última era Miguel.

– Abajo hay luz -susurró.

Señalaba la escalera que llevaba a los escenarios del sótano, situada en medio de la estancia. La puerta al pie de la misma se hallaba entreabierta y por la abertura se filtraba un resplandor tenue pero distinguible. Era evidente que Gens deseaba atraernos hacia allí. Intercambiamos gestos conocidos. En el coche habíamos preparado un plan básico de ataque y defensa con máscaras rápidas, y nos dispusimos a realizarlo. Luego empezamos a bajar, Miguel primero, sosteniendo arma y luz como si ambas produjeran el mismo efecto. Sentí angustia al verlo acercarse a aquella puerta.

– Ten cuidado -rogué.

– ¿Víctor? -dijo en voz alta al tiempo que empujaba la puerta con el pie-. ¿Doctor Gens? -añadió en otro tono que me heló la sangre.

Terminé de bajar y ambos nos quedamos en el umbral, desconcertados.

El salón de aquel primer escenario se hallaba iluminado con una lámpara de camping colocada en el suelo. Por lo demás, estaba vacío, salvo por la presencia de los muebles que habían formado parte de nuestros ensayos, ahora arramblados contra la pared, y la vieja cabina de ducha.

Y por la figura sentada de espaldas.

Desde donde estábamos no podíamos verle la cara, aunque la mata de pelo blanco resultaba inconfundible. Se recostaba contra el respaldo de una butaca sin tapizar, uno de nuestros viejos «tronos» teatrales de madera desportillada, y semejaba llevar algo encima, una especie de capa sobre sus hombros encorvados.

Miguel lo llamó otra vez, pero el silencio era tal que creí que mi corazón había dejado de latir. Nos acercamos cautelosamente por ambos laterales, yo a la derecha. Víctor Gens -porque estaba segura de que era él- parecía haber empequeñecido bajo la pesada túnica gris verdosa que lo envolvía desde el cuello a la puntera cuadrada de sus zapatos. Ocupaba el trono como un viejo rey de teatro, un Lear cansado y remoto, y casi no resultaba sorprendente comprobar que ese era el nombre escrito con letra torpe sobre el pequeño papel adhesivo pegado a su pecho: «Lear». Sus brazos reposaban en los del asiento. Llevaba los mismos guantes negros que yo le había visto llevar aquella mañana en el tanatorio. Pero fue su rostro lo que me provocó una oleada de puro miedo.

Una máscara lo cubría desde la raíz de los cabellos hasta la garganta. Carecía de cuerda para atar a la nuca, y parecía como encajada en la cara. Blanca como un hueso, con aberturas para ojos y boca, sin rasgos. Gens mantenía la cabeza gacha, el pelo caído sobre la extraña faz. Su quietud lo asemejaba con los maniquíes de la planta superior.

– Profesor… -murmuró Miguel-. ¿Víctor…?

Miré a Miguel y supe que pensábamos lo mismo. Aquella postura, el mentón sobre el pecho, la absoluta inmovilidad del cuerpo… Estábamos contemplando un cadáver. Pero no había rastros de sangre o violencia por ninguna parte.

– Voy a quitarle esto. -Miguel alargó una mano.

De súbito, cuando casi la rozaba, la máscara se alzó y un brillo terrible dio vida a las aberturas.


– ¡Dejadme hablar antes!

Había levantado las manos enguantadas, como si quisiera impedir que Miguel lo desenmascarase. Miguel seguía encañonándolo.

– ¿Por qué se ha vestido así, Víctor? ¿Qué es todo esto?

– Teatro -dijo Gens-. ¿Qué, si no? Es lo que ha sido siempre, y no solo esto…

Tomó aire, o quizá rió, difícil saberlo, no lograba ver sus labios. Sin embargo, se trataba de Gens, sobre eso no tenía ninguna duda, aunque su voz sonara algo diferente a la de aquel otro que nos había hablado por teléfono una hora antes. Podía deberse al eco que producía la máscara, pese a que contaba con una abertura para la boca, pero también era como si le costase esfuerzo pronunciar las palabras. Quizá se había drogado, o estaba enfermo y a punto de palmarla. La verdad era que no me importaba lo más mínimo lo que le ocurriese. Solo me interesaba una cosa.

– Dónde está -dije, casi supliqué-. Qué ha hecho con mi hermana…

Me ignoró. Parecía hablar con alguien que no éramos nosotros.

– …lo que pensamos… -Tuve que inclinarme para entenderlo-… lo que hacemos… O lo que los demás nos obligan a hacer… Un teatro. El psinoma. Un baile de máscaras… ¿Qué queda cuando descubres eso? Nada. Vacíos para siempre. Vasos rellenos con lo que otros nos echan… -Aún mantenía las manos a modo de pantalla frente a la careta. Sus dedos temblaban bajo los guantes oscuros. Eran guantes nuevos, la costosa piel reflejaba la luz de las linternas, y la sombra que producían, proyectada contra la máscara, hacía pensar en grandes arañas oscuras trepando por el rostro de una calavera-. Soy culpable -agregó.

– ¿Cómo acabó con Álvarez y Padilla, profesor? -dijo Miguel-. ¿Quién le ayudó?

– Soy culpable -insistió Gens y meneó la cabeza. Poco a poco fue bajando las manos hasta posarlas de nuevo en los brazos del asiento. El lenguaje parecía costarle cada vez más, como si hablara mientras masticaba-. Pero no diré «soy»… Soy lo que tú quieres que sea, y tú lo que yo… Digo, decimos, «soy», «somos»… Pero solo somos placer… Ausencia, abundancia de placer… Y pese a ello, soy culpable.

– Voy a quitarle esa máscara, Víctor.

La amenaza de Miguel volvió a reanimarlo y repitió el gesto protector.

– ¡No! ¡La he llevado siempre! ¡Tú llevas la tuya, deja que yo lleve la mía! ¡Ya te lo he dicho: soy culpable! Por haber despertado un antiguo poder… Algo que yace en nosotros y que debió morir con nosotros… ¡Esperad! ¿Queréis saber más? Os diré esto: Shakespeare conoció ese poder, y lo dejó escrito… -Mientras me inclinaba sobre él me fijé en un detalle banal: el letrero no decía «Lear» sino «Leontes». Las arrugas de la túnica lo habían doblado y me habían hecho leerlo erróneamente.

Leontes era el rey de Cuento de Invierno, una de las últimas obras claramente escritas por el autor inglés, la base de la máscara de Juego. Celoso de su esposa, Leontes la maltrata hasta que ella aparenta morir, pero en realidad sobrevive, y en una mágica escena final «resucita» tras fingir ser una estatua. Una obra enorme, llena de símbolos, pero que en aquel momento no me interesaba lo más mínimo, así como tampoco la larga perorata de Gens.

– Pero Shakespeare comprendió al fin que… que no podía cambiar nada con su teatro, porque si todos cambiamos a los demás con nuestros gestos y palabras, ¿quién controla el cambio? Por eso abandonó… John Dee, su maestro, moría en mil seiscientos nueve… Y al año siguiente, él se retiraba para siempre, el Círculo Gnóstico se cerraba, sus voces enmudecían… y el psinoma era sepultado dentro de nosotros hasta que la ciencia lo resucitó…

De repente perdí la poca paciencia que me quedaba.

– ¡Ya basta! Búsquese otro público, Gens. -Cogí la linterna con la mano vendada y le sujeté la derecha, que aún levantaba sobre la máscara-. ¡Deje de jugar con nosotros!

Miguel me indicaba con gestos que tuviera calma, pero mi angustia crecía por momentos, y mi rabia también. Pensé que había escuchado a aquel viejo embaucador durante demasiados años, y no me importaba si ahora había enloquecido o recobrado la cordura: no iba a permitirle que siguiera robándome lo que más amaba.

– ¡Dígame qué ha hecho con Vera! -le grité.

Gens se liberó de mi mano y, a su vez, me la aferró con fuerza inusitada.

– ¡No volverás a verla con vida! -exclamó.

Me bastó oír eso para cegarme de furia. Di un brusco tirón intentando que me soltara, y al hacerlo le arranqué el guante.

Y quedé inmóvil.

La mano desnuda de Gens parecía llevar otro guante debajo, de intenso, brillante color rojo. Sus uñas estaban tan cubiertas de esa sustancia que no se veían. Clavé las mías en el borde de la máscara, pero se hallaba como adherida a la piel. Gens apartó la cabeza, se oyó una especie de crujido y espesas hilachas rojas empezaron a deslizarse por la abertura bajo mis dedos, salpicando mi mano. Era como si el rostro de Gens fuese pastoso y al remover la barrera que lo contenía se hubiese deshecho y empezado a fluir.

Pero entonces escuché algo que hizo que me olvidase de aquella cosa horrenda.

– ¡Vera! -Eché a correr hacia el pasillo. No me detuve cuando Miguel me llamó.

– ¡Diana, espera! ¡Aquí pasa algo muy extraño…! ¡No vayas sola, puede ser una trampa! -Otro grito eliminó a Miguel de mi percepción y casi de mi conciencia.

Atravesé el pasillo y penetré en el segundo escenario. Mi linterna iluminó más maniquíes, siluetas, brazos en alto, viejos sombreros, rostros ciegos. Incluso distinguí cuerpos arrojados al suelo. El telón rojo del fondo había sido arrancado y observé de refilón que ahora colgaba del gran espejo a mi izquierda. La lona que tapiaba la pared sobre la tarima también había sido arrancada y revelaba la puerta camuflada en el ladrillo. Estaba abierta por completo, y hacia ella me dirigí cuando el grito se repitió, apartando durante mi frenética carrera varios maniquíes, como si me desplazara en medio de una muchedumbre petrificada.

La luz de la linterna, el mohoso trayecto, la densa oscuridad… todo contribuía a convertir el pasadizo en una especie de túnel del terror. Ahora, además de los gritos, también escuchaba golpes. Y cuando dejaba de oír ambas cosas percibía mis propios jadeos y mi voz repitiendo el nombre de mi hermana. Sospechaba dónde podía haberla encerrado aquel viejo loco, pero no me atrevía ni a imaginar lo que le había hecho, o qué le ocurría en aquel instante.

A medio camino, el brusco silencio me confundió. La llamé de nuevo sin obtener respuesta. Había cruzado ya frente a las cámaras que carecían de cerrojo, pero las restantes se extendían ante mí, todas cerradas. Intenté abrir la primera. Mis nervios y el viejo pestillo me entorpecieron. Cuando conseguí abrirla, alcé la linterna. La cámara se hallaba vacía. Repetí la operación en la siguiente. Idéntico resultado. Al acercarme a la tercera, escuché un suave sollozo detrás.

– ¡Vera! -El aire fétido me llegaba a bocanadas, haciéndome toser-. ¡Vera, soy yo! -Aquel pestillo parecía, de algún modo, más resistente. Tiré con toda mi alma hasta que se descorrió y reprimí el deseo de patear la puerta pensando que Vera podía estar directamente detrás. Mientras la abría, reviví cien veces el instante en que la apertura de aquella u otra puerta similar (ya no recordaba exactamente cuál), había dado paso a la horrible visión del cadáver de Álvarez.

Sin embargo, en esta ocasión la hoja de madera se abrió del todo, sin obstáculos.

Lo que más me impresionó, de nuevo, fue el silencio. Incluso los sollozos habían cesado. Era como si hubiese abierto una tumba.

Apunté con la linterna. Al pronto creí que aquella cámara también estaba vacía. Pero un momento después la vi, agazapada en un rincón, de espaldas.

– ¿Vera?

Al repetir su nombre giró su trémulo rostro hacia mí. «Dios mío, no es Vera», pensé durante una horrenda fracción de segundo.

Hasta que se volvió del todo.

Paradójicamente, fue entonces cuando quedé inmóvil.

Más delgada, me dije, las mejillas pálidas, los ojos algo hundidos y rojizos, deslumbrados por la luz. El cabello sudoroso pegado a las sienes, una especie de rebeca sobre los hombros, y bajo ella, un fulgurante aunque sucio top naranja y un pantalón azul turquesa. Algo cambiada, me dije, con indicios de haber sufrido, pero al parecer no herida de gravedad. Asustada, pero al parecer ilesa. Allí estaba. Era ella.

Gimió y me tendió las manos.

El abrazo.

– Estoy aquí-dije sobre su hombro, apretándola contra mí-. Ya ha pasado todo…

Por un instante solo existió aquel abrazo para mí. Yo, albergándola, protegiéndola para siempre. Te vas a reír, devochka. «No, no me voy a reír. Ya no me asustas. Ya no vas a hacernos ningún daño. Nunca más. Ya la tengo. Ya está conmigo. Y si ella está conmigo, papá y mamá están conmigo también. Ya estamos a salvo de ti. Todos.»

Le pregunté por Elisa, pero solo gimoteaba. Decidí que podía estar drogada, pero que no era el momento de averiguar qué le ocurría sino de escapar de aquel antro.

– Voy a sacarte de aquí -murmuré.

Ni siquiera quise explorar las cámaras que me faltaban. Sostuve la linterna con la mano vendada, pasé el brazo derecho por sus hombros y, sin dejar de susurrarle palabras tranquilizadoras, regresé al túnel y me dirigí hacia la salida. Tuve que adaptarme al lento ritmo de Vera, porque, aunque podía caminar, lo hacía a pasos cortos, abrazada a mi cintura y temblando, como si en vez de moverse ella misma deseara que yo la transportase. Me pregunté, con una mueca de rabia, qué podía haberle hecho Gens.

Pero casi olvidé el estado de Vera al salir al segundo escenario y ver a Miguel.

Nos aguardaba extrañamente inmóvil, los brazos en alto, las manos aún sosteniendo linterna y pistola.

Y nos apuntaba con ambas.

– Diana, apártate de ella.

– ¿Qué?

– Aléjate de ella… -Por un momento pensé que se había vuelto loco, pero entonces me fijé mejor en su rostro: parecía horrorizado-. ¿Es que no lo comprendes? ¡No es Gens quien ha hecho esto! ¡No puede ser él!

– ¿A qué te refieres?

No recordaba haber visto a Miguel nunca tan asustado. Sentí que su pavor me contagiaba, allí, en aquel lóbrego subterráneo, y la piel se me erizó de repente.

– Le he quitado la máscara y el otro guante… Dios, deberías verlo… Tiene toda la cara… Debe de habérselo hecho con sus propias manos antes de que llegáramos, ¿comprendes? Piel, músculos… Se ha escarbado hasta el hueso… -Hizo gestos con la mano izquierda sobre su cara mientras susurraba, asqueado, frenético-: ¡Y ha continuado haciéndolo ahora! Debe de estar poseído, Diana… El también.

– No ha sido Vera -dije, abrazando a mi hermana-. ¡Vera no sabría poseerlo!

– Entonces, ¿quién? ¡Inexperta o no, Vera es un cebo! ¡Y ya estaba aquí!

– Quizá haya alguien más -murmuré.

Era una posibilidad inquietante. Miramos a nuestro alrededor. Bajo la luz de las linternas, los rostros de los maniquíes sonreían burlones.

De repente Vera se deshizo de mi abrazo con violencia, retrocedió de espaldas hasta la pared del espejo y alzó una mano. A juzgar por su rostro desencajado y sus balbuceos de puro terror, bien podía estar contemplando un espectro.

– ¿Qué pasa? -dije.

Su gesto me sorprendió tanto que tardé en percatarme de lo que hacía: estaba señalando algo. Algo que había detrás de nosotros. Era como si quisiera avisarnos, alertarnos de un peligro.

Miguel y yo giramos las linternas al mismo tiempo. Reprimí un grito.

Al fondo, tras la primera hilera de figuras, un maniquí se movía.

Bajaba los brazos con lentitud, avanzaba.

Una figura menuda, grácil, femenina, con un largo vestido apolillado: reconocí el traje estampado de flores que llevaba el maniquí apoyado en el telón, el que me hizo descubrir el túnel. Mantenía la cabeza gacha y yo no lograba verle el rostro, pero distinguí el letrero pegado a su pecho: «Hermione». La esposa de Leontes en Cuento de Invierno, recordé, la mujer que semejaba haber muerto y luego salía de la inmovilidad de una falsa estatua para regresar a la vida.

Hermione, la resucitada. El maniquí encarnado. El muñeco vivo.


Me quedé pensando en eso de forma obsesiva y ni siquiera pestañeé cuando, gesticulando delicadamente, la figura arrebató la pistola a Miguel sin esfuerzo y disparó sobre él a bocajarro; ni cuando, con idéntica facilidad, se apoderó de mi linterna, alzó el rostro y se iluminó a sí misma: torso, cuello, rasgos… Su semblante completo, nacido de las sombras, materializado desde la oscuridad de otra vida, anguloso, risueño.

Hermione, la resucitada.

– Bienvenida a mi muerte, Jirafa -dijo.

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