El sol aún no había asomado por sobre los picos orientales, pero el día ya estaba caluroso. Al llegar a la primera cuesta empinada del camino, a unos cuantos kilómetros del pueblo, don Juan se detuvo a la vera de la carretera pavimentada. Se sentó junto a unas enormes rocas, arrancadas de la faz de la montaña cuando la dinamitaron para abrir el camino. Me hizo señas para que me sentara a su lado. Por lo general, parábamos ahí para hablar o descansar cuando íbamos en camino a las montañas. Esta vez, don Juan anunció que el viaje sería largo y que hasta podríamos quedarnos en las montañas varios días.
– Hay muchas cosas que discutir -dijo don Juan-, así que vayamos al grano de una buena vez. El tercer centro abstracto se llama los Trucos del Espíritu, o los trucos de lo abstracto, o el acecharse a sí mismo, o el desempolvar el vínculo con el intento.
Me sorprendió la andanada de nombres, pero no dije nada. Esperé a que continuara con su explicación.
– Y otra vez, como en el caso del primer y el segundo centro abstracto, hay una historia básica -continuó-. La historia dice que, después de tocar la puerta del hombre de quien ya hablamos sin tener ningún éxito, el espíritu siguió el único camino posible: el ardid. Después de todo, el espíritu había resuelto sus dificultades anteriores como el hombre por medio del ardid. Era obvio que si quería que ese hombre le prestara atención debía engatusarlo de nuevo. De esa manera, el espíritu empezó a instruirlo en los misterios de la brujería. Y así es como el aprendizaje de la brujería se transformó en lo que es: una ruta de artificio y subterfugio.
– La historia dice que el espíritu engatusó al hombre haciéndolo cambiar una y otra vez de niveles de conciencia, con el fin de explicarle en ambos reinos cómo ahorrar energía y reforzar su vínculo de conexión.
Don Juan me dijo que si aplicábamos esta historia a un ambiente moderno, nos encontraríamos con el caso del nagual, conducto viviente del espíritu, que repite la estructura de este centro abstracto y recurre al artificio y al subterfugio para enseñar.
Dejó de hablar súbitamente y se levantó, luego echó a andar hacia la cordillera de montañas. Aceleré el paso y comenzamos nuestro ascenso.
Muy entrada la tarde alcanzamos la cima de las altas montañas. Aun en esa altitud hacía mucho calor. Durante todo el día seguimos una brecha casi invisible. Por fin llegamos a un pequeño claro. Era un antiguo puesto de vigilancia que dominaba el norte y el oeste.
Nos sentamos ahí y don Juan reanudó la conversación sobre las historias de la brujería. Dijo que yo ya había oído la historia de como el intento se manifestó al nagual Elías y de cómo el espíritu tocó la puerta del nagual Julián. También había oído la historia de cómo él mismo se había hallado con el espíritu, y por cierto, me sabía de memoria la historia de cómo me había yo encontrado con el abstracto. Declaró que todas estas historias poseían la misma estructura, sólo diferían los personajes. Cada historia era una tragicomedia abstracta con un actor abstracto, el intento y dos actores humanos, el nagual y su aprendiz. El guión era el centro abstracto.
Pensé que al fin había comprendido yo lo que era un centro abstracto, pero no podía explicar del todo, ni siquiera a mí mismo, que era lo que yo comprendía; mucho menos, explicárselo a don Juan. Cuando traté de exponer mis pensamientos me encontré balbuceando.
Don Juan parecía estar familiarizado con mi estado mental. Sugirió que reposara y me limitara a escucharlo. Dijo que su siguiente relato trataría sobre el proceso que emplea un nagual para llevar a su aprendiz al reino del espíritu; un procedimiento que los brujos llaman quitar el polvo del vínculo de conexión con el intento.
– Ya te conté la historia de cómo el nagual Julián me llevó a su casa, después de que me hirieron, y cómo cuidó de mi herida hasta recuperarme -continuó don Juan-. Pero nunca te conté cómo le quitó el polvo a mi vínculo con el intento, cómo me enseñó a acecharme a mí mismo.
"Lo primero que hace un nagual con su aprendiz es jugarle una treta; en otras palabras, le da un empellón en su vínculo con el espíritu. Hay dos formas de hacerlo. Una es por medios seminormales, como lo hice contigo, y la otra es directamente por medio de la brujería, como mi benefactor lo hizo conmigo.
Don Juan volvió a contarme cómo su benefactor había convencido a la gente, amontonada a su alrededor, de que él era hijo suyo y que necesitaba llevarlo a casa, porque estaba herido. Pagó a unos hombres para que cargaran a don Juan, inconsciente debido al impacto de la bala y a la pérdida de sangre. Días después, don Juan recobró el conocimiento y se encontró con un indefenso y amable viejecito y su voluminosa esposa cuidando de su herida.
El viejecito dijo que su nombre era Belisario, que su esposa era una famosa curandera y que ambos le estaban curando su herida. Don Juan les dijo que él no tenía dinero para pagarles. Belisario sugirió que cuando se recuperara, se podría arreglar alguna forma de pago.
Don Juan dijo que estaba totalmente confundido, lo que no era nada nuevo para él. En ese entonces, él apenas tenía veinte años. Y era un indio imprudente y musculoso, sin sesos, sin educación y con un carácter horrendo. No tenía ningún concepto de la gratitud. Aunque le parecía que era muy amable de parte del viejo y de su esposa el haberlo ayudado, su intención era esperar hasta que su herida sanara y después esfumarse de la casa sin decir ni gracias ni adiós.
Cuando se recuperó lo suficiente y estaba listo para huir, el viejo Belisario lo llevó a un cuarto vacío y entre susurros temblorosos le reveló que la casa donde estaban no le pertenecía a él sino a un hombre monstruoso que lo tenía a él y a su mujer prisioneros. Le pidió a don Juan que lo ayudara a escapar de su tormento y cautiverio. Antes de que don Juan pudiera responder, un verdadero monstruo, como de un cuento de ogros, se precipitó dentro del cuarto, como si hubiera estado escuchando tras la puerta. Era de un color gris verdusco; tenía la cara de un pez y un solo ojo inmóvil en el medio de la frente. Era tan grande que apenas cabía en el cuarto. Lanzó un zarpazo a don Juan, siseando como una serpiente, listo para deshacerlo. El susto de don Juan fue tan tremendo que se desmayó al instante.
– Fue magistral la manera cómo mi benefactor dio un empellón a mi vínculo con el espíritu -continuó-. Claro está que me había hecho entrar en un estado de conciencia acrecentada antes de la entrada del monstruo y lo que en realidad vi, como si fuera un hombre monstruoso, fue algo que los brujos llaman un ser inorgánico, lo cual es simplemente energía sin forma.
Don Juan dijo que eran incontables las diabluras que su benefactor hizo a sus aprendices, provocando siempre situaciones chistosísimas pero bochornosas para quienes las sufrían, especialmente para él, cuya seriedad y rigidez lo hacían el blanco perfecto para las bromas didácticas de su benefactor. Agregó, como si acabara de ocurrírsele, que, huelga decirlo, su benefactor era quien se entretenía más que nadie con esas bromas.
– Si tú crees que me río de ti, lo cual hago, eso no es nada comparado con la forma en que él se reía de mí -continuó don Juan-. Mi diabólico benefactor había aprendido a llorar cuando quería ocultar su risa. No te puedes imaginar como lloraba al principio de mi aprendizaje.
Continuando con su historia, don Juan señaló que su vida nunca fue la misma tras el espanto de ver a ese hombre monstruoso. Su benefactor se las arregló para que así fuera. Don Juan explicó que una vez que un nagual ha puesto en juego los trucos del espíritu, tiene que hacer lo imposible para mantener a sus discípulos en línea, especialmente a su discípulo nagual. Este esfuerzo para mantenerlos en carril puede tomar dos rumbos. Puede ser muy fácil, porque el aprendiz es tan disciplinado y sensato que su decisión es todo lo que necesita a fin de entrar al mundo de los brujos, como en el caso de la joven Talía; o es la dificilísima labor de convencer a un aprendiz que no tiene ni disciplina ni sensatez.
Me aseguró que en su caso, debido a que era un campesino sin prudencia o freno alguno, y sin un solo pensamiento en la cabeza, el proceso de mantenerlo en línea adquirió proporciones grotescas.
Poco después del primer empellón, su benefactor le propinó un segundo empellón al mostrar a don Juan su habilidad para transformarse. Un día, cambió de apariencia y se volvió un hombre joven. Don Juan fue incapaz de concebir esta transformación de otra manera que no fuera un ejemplo del arte de un actor consumado.
– ¿Cómo lograba esos cambios? -pregunté.
– El era las dos cosas, mago y artista -replicó don Juan-. Su magia consistía en transformarse al mover su punto de encaje a la posición que le proporcionaría exactamente el cambio que él deseara. Y su arte era la perfección de sus transformaciones.
– No entiendo muy bien lo que me está usted diciendo -dije.
Don Juan explicó que la percepción es como la bisagra de todo lo que el hombre es y hace, y que la percepción está regida por la ubicación del punto de encaje. Por lo tanto, si el punto de encaje cambia de posición, la percepción del mundo cambia de acuerdo con ella. Es el cambio de percepción lo que trae el cambio de apariencia. El brujo que sabe exactamente dónde poner su punto de encaje puede transformarse en lo que quisiera.
– La pericia del nagual Julián para mover su punto de encaje era tal que podía efectuar las transformaciones más sutiles -continuó don Juan-. El que un brujo se transforme en cuervo, por ejemplo, es definitivamente una gran hazaña, pero requiere un enorme, y por lo tanto, tosco movimiento del punto de encaje. Pero transformarse en un hombre gordo, o en un hombre viejo es algo que requiere el movimiento más sutil del punto de encaje y el conocimiento más sagaz de la naturaleza humana.
– Preferiría no pensar o hablar de esas cosas como si fueran hechos -dije.
Don Juan rió como si yo hubiera dicho algo chistosísimo.
– ¿Cuál era la razón de las transformaciones de su benefactor? -pregunté-. ¿Lo hacía para divertirse?
– No seas estúpido. Los guerreros no hacen nada sólo para divertirse -respondió-. Las transformaciones de mi benefactor eran estratégicas; didácticas por la necesidad, como en el caso de su transformación de viejo a joven. De vez en cuando esas transformaciones tenían consecuencias divertidísimas, pero eso es otro asunto.
Le recordé que yo le había preguntado anteriormente de dónde aprendió su benefactor a efectuar esas transformaciones y que él me había dicho que su benefactor tuvo un maestro, pero no me dijo quién.
– Le enseñó ese misterioso brujo que está bajo nuestra tutela -replicó don Juan lacónicamente.
– ¿Quién es ese misterioso brujo? -pregunté.
– El desafiante de la muerte -dijo, y me miró con aire interrogante.
El desafiante de la muerte era un personaje muy vívido para todos los brujos del grupo de don Juan. Según ellos, el desafiante de la muerte era un brujo que tenía siglos de edad. Había logrado sobrevivir hasta el presente gracias a su habilidad de mover su punto de encaje. Lo movía de una manera específica, dentro de su campo de energía total, a ubicaciones también específicas.
Don Juan me había contado, asimismo, acerca de un acuerdo al que llegaron, siglos atrás, los videntes de su linaje y el desafiante de la muerte. Un acuerdo en virtud del cual el desafiante les proporcionaba dones a cambio de energía vital. Debido a este acuerdo lo tenían bajo su tutela y lo llamaban "el inquilino".
Don Juan me había explicado que los brujos de la antigüedad eran expertos en mover el punto de encaje. Y al moverlo descubrieron cosas extraordinarias sobre la percepción, pero también descubrieron cuán fácil es perderse en aberraciones. La situación del desafiante de la muerte era, para don Juan, un ejemplo clásico de cómo los brujos se pierden en una aberración.
Don Juan acostumbraba repetir, cada vez que era pertinente, que si el punto de encaje es empujado por alguien que no sólo lo ve sino que al mismo tiempo posee la energía suficiente para moverlo, éste se desliza dentro de la bola luminosa a la ubicación que aquel que lo empuja indique. Puesto que su resplandor es suficiente para iluminar los campos filiformes de energía que toca, la percepción resultante es de un nuevo mundo, tan completo como el mundo de nuestra percepción normal. Cordura y fortaleza, por lo tanto, son esenciales en los brujos para tratar con el movimiento del punto de encaje.
Continuando con su relato, don Juan dijo que él no tardó en acostumbrarse a la idea de que el viejecito que le había salvado su vida era en realidad un joven disfrazado de viejo. Pero un día, el joven se convirtió otra vez en el viejo Belisario que don Juan conoció en un principio. Él y su mujer, con gran prisa, empacaron sus cosas y se prepararon para partir. Antes de que don Juan pudiera hablarles, aparecieron, de repente, dos hombres sonrientes con un tiro de mulas y cargaron todo.
Don Juan rió, saboreando su historia. Dijo que mientras los arrieros cargaban las mulas, Belisario se lo llevó a un lado y le hizo notar que él y su esposa estaban disfrazados otra vez. Él era de nuevo un viejo y su bella mujer era nuevamente una india irascible y gorda.
– Yo era un estúpido y estaba en la edad en que sólo lo obvio tiene valor -continuó don Juan-. Tan sólo un par de días antes, había visto su increíble transformación de un viejecillo enteco, de como setenta años, a un vigoroso joven de cerca de veinticinco, y había aceptado la explicación de que su vejez era sólo un disfraz. Su mujer también cambió de una vieja acrimoniosa y gorda a una joven bella y esbelta. Por supuesto, la mujer no se transformó como mi benefactor. El sencillamente cambió mujeres. Escondió a la vieja gorda y sacó a la hermosa. Claro está que me pude haber dado cuenta en ese entonces de todas esas maniobras, pero la sabiduría siempre nos llega gota a gota y muy dolorosamente.
Don Juan dijo que el viejecito lo abrazó para despedirse y le aseguró que su herida estaba curada, a pesar de que todavía no se sentía del todo bien. Después, con una voz que reflejaba una verdadera tristeza le murmuró al oído: "le has gustado muchísimo a ese monstruo; tanto que nos ha dejado en libertad a mí y a mi mujer y te ha tomado a ti como su único sirviente".
– Me hubiera reído de él -dijo don Juan- de no ser por unos espantosos gruñidos de animal y un ensordecedor traqueteo de objetos que provenía de las habitaciones del monstruo.
Los ojos de don Juan brillaban de deleite. Yo quería permanecer serio, pero no podía contener la risa.
Belisario, consciente del estado de pavor de don Juan, se disculpó repetidas veces por el giro del destino que lo había liberado a él y había hecho prisionero a don Juan. Chasqueó la lengua en señal de disgusto y maldijo al monstruo. Con lágrimas en los ojos, enumeró todos los quehaceres que el monstruo exigía todos los días. Y cuando don Juan protestó, Belisario le confió en voz baja, que no había forma de escapar, porque el monstruo además era un brujo sin par.
Don Juan le rogó a Belisario que le recomendara qué hacer, y Belisario le dio una larga explicación sobre el hecho de que los planes sólo sirven para lidias con seres humanos comunes y corrientes. En el contexto humano, por lo tanto, podemos conspirar y planear, y dependiendo de la suerte, aparte de nuestra astucia y dedicación, podemos triunfar. Pero ante lo desconocido, específicamente en la situación de don Juan, la única esperanza de sobrevivir consistía en aceptar y comprender.
Belisario le confesó a don Juan, en un murmullo apenas audible, que con objeto de asegurarse de que el monstruo nunca lo perseguiría, se iba al estado de Durango para aprender brujería. Le preguntó a don Juan si él consideraría lo mismo: la posibilidad de aprender brujería para liberarse del monstruo. Y don Juan, horrorizado ante el mero pensamiento de la brujería, dijo que no quería tener nada con los hechiceros.
Don Juan se apretó los costados, riendo, y admitió que le divertía imaginar cuánto habría disfrutado su benefactor con ese diálogo entre ellos. En especial cuando él, en un paroxismo de horror rechazó la invitación, hecha en buena fe, para aprender brujería diciendo: "Yo soy un indio. Nací para odiar y temer a la brujería".
Belisario intercambió miradas con su mujer y su cuerpo empezó a sacudirse como en convulsiones. Don Juan lo observó con más atención y se dio cuenta de que estaba sollozando en silencio, obviamente herido por el rechazo. Su mujer tuvo que sostenerlo hasta que dejó de llorar y recobró la compostura.
Cuando ya salían de la casa, Belisario le dio a don Juan otro consejo. Le dijo que debía tener en cuenta dos cosas: que el monstruo aborrecía a las mujeres, y que don Juan debía mantenerse muy alerta por si aparecía un remplazante y sucedía que el monstruo le cobraba aprecio, al punto de querer cambiar de esclavo. Pero que no pusiera en ello muchas esperanzas, pues iban a pasar años antes de que siquiera pudiera salir de la casa. Al monstruo le gustaba asegurarse de que sus esclavos le eran leales o, cuando menos, obedientes.
Don Juan no pudo soportar más. Se desmoronó en llanto y le dijo a Belisario que a él nadie lo esclavizaría. En todo caso, siempre podía suicidarse. El anciano, muy conmovido por ese arranque confesó haber sentido exactamente lo mismo, pero, ¡caramba!, el monstruo era capaz de leer los pensamientos y cada vez que intentó quitarse la vida se lo había impedido de inmediato.
Belisario se ofreció otra vez a llevarse a don Juan con él para aprender brujería como la única solución posible. Don Juan le dijo que su solución era como saltar de la sartén al fuego.
Belisario empezó a llorar a gritos y abrazó a don Juan. Maldijo el momento en que le había salvado la vida y juró que él no tenía ni la menor idea de que fueran a cambiar puestos. Se sonó la nariz y,mirando a don Juan con ojos ardientes, dijo "La única manera de sobrevivir es si te disfrazas. Si no eres listo, el monstruo puede robarte el alma y convertirte en un idiota que solo hace sus quehaceres. ¡Que lástima que yo no tenga tiempo de enseñarte a ser actor!" y lloró aún más.
Don Juan, ahogado en lágrimas, le pidió que le enseñara cómo disfrazarse, porque él ni siquiera podía concebir lo que era un disfraz. Belisario le confió que el monstruo tenía muy mala vista y le recomendó experimentar con cualquier ropa que le agradara. Tenía, después de todo, muchos años por delante para probar diferentes disfraces. Abrazó a don Juan en la puerta, llorando abiertamente. Su esposa le tocó la mano a don Juan con timidez. Y se fueron.
– Nunca en toda mi vida, he sentido tal pánico y tal desesperación -dijo don Juan-. El monstruo hacía resonar los trastes dentro de la casa como si me esperara con impaciencia. Me senté en la puerta y gemí como perro adolorido. Después vomité de puro miedo.
Don Juan dijo que pasó horas sentado allí sin poder moverse. No se atrevía ni a huir ni a entrar. No es exageración decir que estaba al borde de la muerte cuando vio a Belisario moviendo los brazos, tratando frenéticamente de llamarle la atención desde el otro lado de la calle. El solo verlo ahí le brindó a don Juan un instantáneo alivio. Belisario estaba agazapado en la acera vigilando la casa. Le hizo señas a don Juan para que se estuviera quieto.
Después de un rato horriblemente largo, Belisario gateó unos cuantos metros y se agazapó otra vez, quedando completamente inmóvil. Así, arrastrándose de esa manera, avanzó hasta llegar al lado de don Juan. Le llevó horas hacer eso. Mucha gente pasó por la calle, pero nadie pareció notar la desesperación de don Juan o las maniobras del viejo. Cuando por fin Belisario llegó a su lado, le susurró que no se había sentido bien al dejarlo como perro atado a un poste. Su esposa no estaba de acuerdo, pero él había regresado para rescatarlo. Después de todo, gracias a don Juan, él había ganado su libertad.
Le preguntó a don Juan en un susurro, pero con gran fuerza, si estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por salir del atolladero. Y don Juan le aseguró que él era capaz de todo. De la manera más cautelosa, Belisario le tendió un atado de ropa. Luego delineó su plan. Don Juan debía ir al ala de la casa más alejada de las habitaciones del monstruo y cambiarse lentamente de ropa, comenzando por quitarse el sombrero y dejando los zapatos para el último. Tenía después que poner toda su ropa en un armazón de madera, una estructura tipo maniquí que debía construir rápidamente, tan pronto estuviera dentro de la casa.
El siguiente paso consistía en que don Juan se pusiera el único disfraz que engañaría al monstruo: las ropas en el paquete.
Don Juan corrió al interior de la casa y preparó todo. Construyó una especie de espantapájaros con los palos que encontró en el patio; luego se quitó la ropa y la colocó en el armazón. Pero al abrir el paquete se llevó la sorpresa de su vida. ¡El paquete contenía ropas de mujer!
– Me sentí más que estúpido -dijo don Juan- y estaba a punto de ponerme mi propia ropa otra vez cuando escuché los gruñidos inhumanos de ese hombre monstruoso. ¡Yo estaba perdido! Me habían criado, en realidad, para despreciar a las mujeres y para creer que la única función de la mujer es cuidar al hombre. Ponerme ropas de mujer era para mí tanto como convertirme en mujer. Pero mi miedo era tan intenso que cerré los ojos y me puse la pinche ropa.
Miré a don Juan imaginándolo con ropas femeninas. La imagen era tan ridícula que estallé en carcajadas.
Según contó don Juan cuando el viejo Belisario, que lo esperaba en la acera de enfrente, lo vio con ese disfraz comenzó a llorar sin control. Sollozando así guió a don Juan hasta las afueras del pueblo donde su mujer estaba esperando junto con los dos arrieros. Uno de ellos, muy atrevidamente, le preguntó a Belisario si estaba robándose a esa muchacha tan rara para venderla a un prostíbulo. El viejo lloró tanto que parecía estar a punto de desmayarse. Los arrieros no sabían qué hacer con las lágrimas del viejo, pero la esposa en lugar de apiadarse de don Juan o del pobre viejo, comenzó a carcajearse a su vez, sin que don Juan pudiera comprender la razón.
El grupo inició el viaje en la oscuridad por caminos poco transitados, con rumbo al norte. Belisario no habló mucho. Parecía estar asustado y a la espera de dificultades. Su esposa peleaba con él constantemente y se quejaba de que ponían su libertad en peligro al llevarse a don Juan con ellos. Belisario le dio órdenes estrictas de no volver a mencionar el asunto, por miedo a que los arrieros descubrieran el disfraz de don Juan. Aconsejó a don Juan que mientras no supiera portarse convincentemente como mujer, actuara como una persona un poquito tocada de la cabeza.
En pocos días, el miedo de don Juan había disminuido bastante. De hecho, se sentía con tanta confianza que ni siquiera recordaba haber tenido miedo. De no haber sido por la ropa que vestía, hubiera podido considerar toda la experiencia como un mal sueño.
Don Juan me aclaró que usar ropas de mujer bajo esas condiciones le produjo una serie de cambios drásticos. La esposa de Belisario lo instruyó, con verdadera seriedad, en todo lo que corresponde a una mujer. Don Juan la ayudaba a cocinar, a lavar la ropa y a juntar leña. Belisario le rasuró la cabeza y le untó una medicina de olor muy fuerte y desagradable diciendo a los arrieros que la chica estaba llena de piojos. Don Juan dijo que como era lampiño, no le fue difícil pasar por mujer, pero se sentía asqueado consigo mismo, con toda esa gente y, sobre todo, con su destino. El acabar usando ropas femeninas y haciendo labores de mujer era más de lo que él podía soportar.
Un día explotó. Los arrieros fueron la gota que desborda el vaso. Esperaban y exigían que esa muchacha tan rara los sirviera y los entretuviera como una esclava. Además, lo obligaban a estar siempre en guardia, porque considerándolo mujer le hacían proposiciones deshonestas en cada oportunidad que tenían.
Me sentí impulsado a hacerle una pregunta.
– ¿Estaban los arrieros en complicidad con su benefactor? -pregunté.
– No -replicó y comenzó a reír a carcajadas-. Eran dos simpáticos muchachos que habían caído momentáneamente bajo su hechizo. El había alquilado sus mulas para cargar sus plantas medicinales y llevarlas a Durango. Pero les dijo que les pagaría muy bien si lo ayudaban a secuestrar a una joven.
"La única cómplice era la bella y esbelta mujer que se intercambiaba con la india gorda".
La naturaleza y el alcance de los actos del nagual Julián me dejaron atónito. Me imaginé a don Juan rechazando proposiciones amorosas y lloraba de risa.
Don Juan continuó con su relato. Dijo que el día que explotó se enfrentó al viejo con severidad y le anuncié que la farsa había durado bastante, y que los arrieros no lo dejaban en paz con sus insinuaciones soeces. Belisario sin inmutarse le aconsejó ser más comprensivo, porque ya se sabe que los hombres siempre serán hombres; y se echó a llorar a gritos, desconcertando a don Juan por completo, al punto de hacerlo defender furiosamente a las mujeres.
Se había apasionado tanto con la condición de la mujer que se asustó a sí mismo. Le dijo a Belisario que de seguir así, terminaría peor que si se hubiera quedado de esclavo del monstruo.
Su desconcierto creció aún más cuando el viejo Belisario, llorando sin control, murmuró idioteces: que la vida era linda, que el poquito precio que teníamos que pagar por ella era una ganga, y que el monstruo podría devorarle el alma de don Juan sin siquiera permitirle suicidarse.
"Coquetea con los arrieros", le aconsejó a don Juan en un tono conciliatorio. "Son campesinos primitivos; todo lo que quieren es jugar, así que dales un empujoncito tú también cuando te lo den a ti. Deja que te toquen la pierna. ¿Qué te cuesta?" y siguió llorando a lagrima viva.
Don Juan le preguntó por qué lloraba así.
– Porque tú eres perfecto para todo eso -respondió, mientras su cuerpo se retorcía con la fuerza de su llanto.
Don Juan le agradeció a Belisario por todas las molestias que se había tomado por él, añadiendo que ya se sentía salvo y que quería marcharse. "El arte del acecho es aprender todas las singularidades de tu disfraz", dijo Belisario sin prestar atención a lo que don Juan le estaba diciendo. "Y aprenderlas tan bien que nadie podría descubrir que estás disfrazado. Para hacer eso, necesitas ser despiadado, astuto, paciente, y simpático".
Don Juan no tenía idea de lo que Belisario estaba hablando. En lugar de averiguarlo, le pidió ropas de hombre. Belisario se mostró muy comprensivo. Le dio a don Juan algunas ropas viejas y unos cuantos pesos de regalo. Le prometió que su disfraz siempre estaría ahí, disponible, en caso de necesitarlo. Nuevamente, lo instó con vehemencia para que se fuera a Durango con él a aprender brujería y así librarse del monstruo de una vez por todas. Don Juan le dio las gracias, pero se rehusó. Sin decir palabra, Belisario se despidió dándole fuertes palmadas en la espalda, repetidas veces.
Don Juan cambió de ropa y le pidió a Belisario que le indicara el camino. Este le respondió que el rumbo de la senda era hacia el norte y si la seguía tarde o temprano llegaría al siguiente pueblo. Agregó que a lo mejor se volvían a cruzar en el camino ya que todos llevaban la misma dirección: la que los alejara del monstruo.
Libre al fin, don Juan se alejó lo más rápidamente que pudo. Debió haber caminado dos o tres kilómetros antes de encontrar señales de gente. Sabía que había un pueblo en las cercanías y pensó que quizás podría conseguir trabajo ahí en tanto decidía a dónde ir. Se sentó a descansar por un momento, anticipando las dificultades que normalmente encontraría cualquier forastero en un pueblo apartado. De pronto, con el rabillo del ojo, alcanzó a ver un movimiento entre los matorrales que bordeaban la senda. Tuvo la sensación de que alguien lo observaba. Se aterrorizó tanto que saltó y empezó a correr en dirección al pueblo, pero el monstruo le salió al frente y arremetió contra él, tratando de aferrarlo por el cuello. Falló por un par de centímetros. Don Juan gritaba como nunca había gritado jamás, sin embargo, tuvo suficiente control como para girar en redondo y correr de regreso en busca de Belisario.
Mientras don Juan corría para salvar la vida, el monstruo iba tras él, abriéndose paso entre los arbustos a sólo unos cuantos metros de distancia. Don Juan dijo que nunca en su existencia había oído un ruido más pavoroso. Por fin, vio a las mulas moviéndose con lentitud en la distancia y gritó pidiendo auxilio.
Belisario; al reconocerlo, corrió hacia él desplegando evidente terror. Le arrojó el paquete de ropas de mujer y gritó 'corre como vieja, tonto'.
Don Juan admitió no saber cómo tuvo la presencia de ánimo necesaria para correr a la manera de las mujeres, pero lo hizo. El monstruo dejó de perseguirlo. Belisario le indicó que se cambiara apresuradamente mientras él mantenía al monstruo a raya.
Sin mirar a nadie, don Juan se unió a la mujer de Belisario y a los sonrientes arrieros, quienes evidentemente nunca se dieron cuenta de que la chica rara era hombre. Nadie dijo una palabra durante días. Por fin, Belisario le habló a don Juan y comenzó a darle lecciones diarias de cómo se comportan las mujeres. Le dijo que las mujeres indias eran practicas y que iban directamente al grano, pero que también eran muy tímidas y siempre que se sentían acosadas mostraban las señales físicas del miedo en sus ojos huidizos, en sus bocas apretadas, y en las dilatadas aletas de la nariz. Todas estas señales iban acompañadas de una terrible obstinación; una testarudez de mula seguida por una risa tímida.
Belisario hizo que don Juan practicara esa conducta femenina en cada pueblo por donde pasaban. Don Juan estaba sinceramente convencido que le estaba enseñando a ser actor. Belisario insistía en que le estaba enseñando el arte del acecho. Le dijo a don Juan que el acecho es un arte aplicable a todo, y que consiste de cuatro facetas: el no tener compasión, el ser astuto, el tener paciencia, y el ser simpático.
Otra vez sentí el impulso de romper el hilo de su relato.
– ¿Pero, no es que el acecho se enseña en la conciencia acrecentada profunda? -pregunté.
– Por supuesto -replicó con una sonrisa-. Pero debes comprender que, para algunos hombres, usar ropas de mujer es la puerta de entrada a la conciencia acrecentada. Para mí lo fue. De hecho, vestir a un brujo macho de mujer es más eficaz, para entrar a la conciencia acrecentada, que empujar su punto de encaje, pero más difícil de ejecutar.
Don Juan dijo que su benefactor lo entrenaba diariamente en las cuatro facetas, los cuatro modos del acecho e insistía en que don Juan comprendiera que no tener compasión no significaba ser grosero; ser astuto no significaba ser cruel; tener paciencia no significaba ser negligente y ser simpático no significaba ser estúpido.
Le enseño que esas cuatro disposiciones de animo debían ser perfeccionadas hasta que fueran tan sutiles que nadie las pudiera notar. Creía que las mujeres eran acechadoras innatas. Y convencido de ello, sostenía que sólo en ropa de mujer podía un hombre aprender el arte del acecho.
– Fui con él a cada mercado de cada pueblo por el que pasamos. Y regateaba con todo el mundo -continuó don Juan-. Mi benefactor se hacía a un lado y me observaba. -No tengas compasión de nadie, pero sé encantador -me decía-. Sé astuto, pero muy decente. Ten paciencia, pero sé activo. Debes ser muy simpático y al mismo tiempo aniquilador. Sólo las mujeres pueden hacer eso. Si un hombre actúa de ese modo se lo toma por afeminado.
Y como para asegurarse de que don Juan se mantuviera en línea, el hombre monstruoso aparecía de cuando en cuando. Don Juan lo alcanzó a ver merodeando por el campo. Lo veía, en especial, después de que Belisario le palmeaba vigorosamente la espalda, supuestamente para aliviarle un agudo dolor nervioso en el cuello. Don Juan rió diciendo que no tenía la menor sospecha de que con las palmadas lo hacía entrar en la conciencia acrecentada.
– Nos llevó un mes llegar a la ciudad de Durango -dijo don Juan-. En ese mes tuve una pequeña muestra de las cuatro disposiciones del acecho. Esto en realidad no me cambió mucho, pero me brindó la oportunidad de tener un indicio de lo que es estar en los zapatos de una mujer.
Don Juan me indicó que me sentara allí, en ese antiguo puesto de vigilancia, y que utilizara la atracción de la tierra para mover mi punto de encaje y recordar otros estados de conciencia acrecentada en los cuales él me había enseñado a acechar.
– En los últimos días, te he mencionado muchas veces las cuatro disposiciones del acecho -continuó-. He mencionado el no tener compasión, el ser astuto, el tener paciencia y el ser simpático, con la esperanza de que recordaras lo que te enseñé acerca del acecho. Sería muy bueno que pensaras en estas cuatro disposiciones y, pensando en ellas, llegues a un recuerdo total.
Calló por unos momentos que parecieron largos en extremo. Después hizo una afirmación que no debería haberme sorprendido en lo más mínimo, pero me sorprendió. Dijo que me había enseñado las cuatro disposiciones del acecho en el norte de México con la ayuda de Vicente Medrano y Silvio Manuel. No dio detalles, sino que dejó que yo penetrara el sentido de sus palabras. Traté dé pensar, de recordar. Me di por vencido después de un infructuoso intento y quise gritar que no podía recordar algo que nunca había acontecido.
Pero, al esforzarme por expresar mi protesta, comenzaron a cruzar por mi mente pensamientos ansiosos. Inmediatamente, como lo hacía siempre que don Juan me pedía que recordara la conciencia acrecentada, pensé que en realidad no existía continuidad en los hechos que había experimentado bajo su guía. Esos hechos no estaban entrelazados como los hechos de mi vida cotidiana, en una sucesión lineal. Sabía que don Juan nunca decía nada solamente para inquietarme, así que era perfectamente posible que él me hubiera enseñado el acecho. En el mundo de don Juan, nunca podía yo estar seguro de nada.
Traté de exponer mis dudas. El rehusó escuchar y me instó a recordar. Yo no podía concentrarme, pero no obstante, estaba agudamente consciente de todo lo que me rodeaba. Ya era de noche. Hacía viento, pero no sentí el frío. En las últimas horas del día, se había nublado el cielo y parecía que iba a llover. Don Juan me había dado una piedra plana para que la pusiera sobre mi esternón. De repente, mi mente se aclaró. Sentí un jalón brusco que no era algo ni interno ni externo; era la sensación de algo que me tironeaba de una parte indefinible de mi ser. Súbitamente comencé a recordar con tremenda claridad un acontecimiento que tuvo lugar muchos años antes. La claridad de mi recuerdo era tan fenomenal que me parecía estar reviviendo la experiencia. Recordé lo ocurrido y las personas involucradas con tanta nitidez que me asusté. Sentí un escalofrío.
Le dije todo eso a don Juan. No pareció impresionado ni preocupado. Me aconsejó no dejarme llevar por el miedo. Después guardó silencio. Ni siquiera me miró. Me sentí aturdido. La sensación de aturdimiento pasó con lentitud.
Luego le repetí a don Juan las mismas cosas que siempre le había dicho cuando recordaba un hecho que no tenía existencia lineal.
– ¿Cómo puede ser esto posible, don Juan? ¿Cómo pude haber olvidado todo esto?
Y el reafirmo lo de siempre.
– Este tipo de recuerdo o de olvido no tiene nada que ver con la memoria normal -me aseguró-. Se trata del intento, del movimiento del punto de encaje.
Afirmó, que si bien yo poseía un conocimiento total de lo que era el intento y el mover el punto de encaje, aún no dominaba ese conocimiento. Dijo que para un nagual, realmente saber lo que es todo eso, significa que puede explicar ese conocimiento, en cualquier momento, o usarlo en cualquier forma que fuera conveniente. Un nagual está obligado, por la fuerza de su posición, a dominar su conocimiento.
– ¿Qué es lo que te acuerdas? -preguntó-.
– La primera vez que usted me habló acerca de las cuatro disposiciones del acecho -respondí-.
Cierto proceso, inexplicable en términos de mi conciencia cotidiana, había liberado en mi mente la memoria de un acontecimiento que un minuto antes no existía.
Justo cuando salía de la casa de don Juan en Sonora, él me pidió encontrarlo a la semana siguiente, alrededor del medio día, al otro lado de la frontera con los Estados Unidos, en Nogales, Arizona en la estación de autobuses Greyhound.
Llegué casi con una hora de anticipación. El estaba ya allí, parado en la puerta. Lo saludé. No me contestó, pero me empujó con rapidez hacia un lado y me dijo en voz baja que debería sacar las manos de mis bolsillos. Yo estaba pasmado. No me dio tiempo a responder. Dijo que traía la bragueta abierta y que era vergonzosamente evidente que estaba excitado sexualmente.
La velocidad con la que me cubrí fue fenomenal. Para cuando me di cuenta de que había sido una vulgar broma ya estábamos caminando calle arriba. Don Juan reía, dándome fuertes palmadas en la espalda, como si estuviera celebrando la broma. De pronto me encontré en un estado de conciencia acrecentada.
Entramos rápidamente en un café y nos sentamos. Mi mente estaba tan clara que me forzaba a fijarme en todo. Yo sentía que era capaz de ver la esencia de las cosas.
– ¡No malgastes tu energía! -me ordenó don Juan en un tono de voz muy severo-. Te traje aquí para saber si puedes comer cuando tu punto de encaje se ha movido. No trates de hacer más que eso.
En ese momento un hombre tomó una mesa, frente a mí, se sentó y toda mi atención quedó fija en él.
– Mueve los ojos en círculos -me ordenó don Juan-. No mires a ese hombre.
Me resultaba imposible dejar de mirarlo. Incluso la exigencia de don Juan me irritó.
– ¿Qué ves? -le oí preguntar.
Yo estaba viendo un capullo luminoso, hecho de alas transparentes plegadas sobre el capullo mismo. Las alas se desplegaban, revoloteaban por un instante, se desprendían, caían y eran reemplazadas por nuevas alas, las cuales repetían el mismo proceso.
Don Juan, con fuerza y brusquedad, volteó la silla donde yo estaba sentado hasta que quedé mirando la pared.
– ¡Qué manera de desperdiciar tu energía! -dijo con un profundo suspiro, después de que le describí lo que había visto-. Casi la has agotado. Contrólate. ¡Agárrate con las uñas! Un guerrero necesita ser frugal. ¿A quién demonios le interesa ver alas en un capullo luminoso?
Dijo que la conciencia acrecentada era como un trampolín. Desde ahí uno podía saltar al infinito. Reiteró una y otra vez que, cuando el punto de encaje se mueve, o bien se ubica otra vez en una posición muy cercana a la habitual, o continúa moviéndose hasta el infinito.
– La gente no tiene idea del extraño poder que llevamos dentro de nosotros -continuó-. Por ejemplo, en este momento, tú tienes los medios para llegar al infinito. Si continúas portándote como un idiota, es posible que logres empujar tu punto de encaje hasta cierto límite, mas allá del cual no hay regreso.
Entendí el peligro del cual me estaba hablando, o más bien tuve la sensación física de estar parado al borde de un abismo y que si me inclinaba hacia adelante iba a caer en él.
– Tu punto de encaje se movió a la conciencia acrecentada -continuó- porque te presté mi energía.
No dijo nada más y comimos en silencio una comida muy simple. Don Juan no me permitió beber té o café.
– Mientras uses mi energía -dijo- no estás en tu propio tiempo. Estás en el mío. Yo bebo agua.
Al caminar hacia el carro sentí un poco de náusea. Me tambaleé y estuve a punto de perder el equilibrio. Era una sensación bastante similar a la de caminar usando anteojos por primera vez.
– No te derrumbes todavía -dijo don Juan, sonriendo-. Adonde vamos necesitarás ser fuerte y preciso en extremo.
Me indicó que manejara el coche a la frontera internacional y entrara a la ciudad gemela de Nogales, en México. Mientras conducía, él me fue dando indicaciones: qué calle tomar, cuándo virar a la izquierda o a la derecha, a qué velocidad ir.
– Conozco esta área muy bien -dije bastante irritado-. Dígame adónde quiere ir y lo llevaré hasta ahí. Como si usted fuera en un taxi.
– Bueno -dijo-. Llévame a la Avenida Hacia el Cielo, número 1573.
Yo no sabía dónde estaba esa Avenida Hacia el Cielo o si la calle realmente existía. Más aún, tuve la sospecha de que él acababa de inventar el nombre para ponerme en ridículo. Me sentí ofendido, pero guardé silencio. En sus ojos brillantes había un destello burlón.
– El sentirse importante es una verdadera tiranía -dijo-. Nos hace unos enojones insufribles. Debemos trabajar sin descanso para acabar con eso.
Continuo dándome indicaciones como conducir. Por fin, me pidió detenerme frente a una casa de color beige, de un solo piso, ubicada en una esquina, en un vecindario de clase acomodada. Había algo en la casa que captó de inmediato mi atención: la rodeaba una gruesa capa de grava color ocre. La sólida puerta de entrada, los marcos de las ventanas y las guarniciones de la casa estaban todas pintadas de color ocre, como la grava. Todas las ventanas visibles tenían persianas venecianas cerradas.
Bajamos del carro. Don Juan iba adelante. No tocó ni trató de abrir la puerta con una llave. Cuando llegamos hasta ella, la puerta se abrió en el silencio más absoluto, por sí sola, hasta donde yo pude ver.
Don Juan entró apresuradamente. Aunque no me invitó a entrar, lo seguí. Tenía curiosidad por saber quién había abierto la puerta por dentro, pero no había nadie atrás de ella.
El interior de la casa daba una sensación de tranquilidad. No había cuadros colgando de las paredes lisas y escrupulosamente limpias. Tampoco había lámparas ni estanterías de libros. El piso de baldosas amarillo doradas contrastaba agradablemente con el color blancuzco de las paredes. Entramos en un vestíbulo pequeño y estrecho que daba a una espaciosa sala de cielo raso alto y chimenea de ladrillos. La mitad del cuarto estaba completamente vacía, pero en el lado donde estaba la chimenea había unos muebles muy finos acomodados en semicírculo: dos sofás grandes, color beige en el centro, flanqueados por dos sillones tapizados del mismo color. En el centro del semicírculo había una pesada mesa de café redonda, de roble sólido. A juzgar por lo que veía de la casa, las personas que la habitaban parecían tener dinero pero ser frugales. Y obviamente les gustaba sentarse alrededor del fuego.
Dos hombres, cuya edad parecía estar alrededor de los cincuenta y cinco años, se encontraban sentados en los sillones. Se levantaron cuando entramos. Uno de ellos era indio, el otro era latinoamericano. Don Juan me presentó primero al indio; él estaba más cerca de mí.
– Te presento a Silvio Manuel -me dijo don Juan-. El es el brujo más poderoso y peligroso de mi grupo, también el más misterioso.
Las facciones de Silvio Manuel parecían sacadas de un fresco maya. Su tez era pálida, casi amarilla. Le vi aspecto de chino. Sus ojos eran oblicuos, pero sin el pliegue epicántico de los asiáticos; eran grandes, negros y brillantes. Era un hombre lampiño. Su cabello negro azabache mostraba unos cuantos hebras grises. Tenía pómulos altos, nariz aquilina y labios llenos. Medía un metro setenta, más o menos. Era delgado pero fuerte; vestía una camisa deportiva amarilla, pantalones cafés y una liviana chamarra color beige. Por sus ropas y apariencia general, parecía mexicano-norteamericano.
Sonreí, alargándole la mano, pero Silvio Manuel no la tomó. Me saludó someramente con una inclinación de cabeza.
– Y este es Vicente Medrano -dijo don Juan dirigiéndose hacia el otro hombre-. El es el más sabio y el más viejo de mis compañeros. No en edad, sino porque fue el primer discípulo de mi benefactor.
Vicente hizo un gesto de cabeza tan breve como el de Silvio Manuel. No dijo una palabra.
Era un poco más alto que Silvio Manuel pero igual de delgado. Tenía una tez rosada, y usaba bigote y barba, bien cortados. Sus facciones eran casi delicadas; una nariz fina y cincelada, boca pequeña, labios delgados. Las cejas, espesas y oscuras, contrastaban con su barba y pelo agrisados. Sus ojos eran castaños y también brillantes. Reía a pesar de su expresión ceñuda.
Vestía un conservador traje de sirsaca verdosa, y camisa de cuello abierto. También él parecía mexicano-norteamericano. Supuse que era el dueño de la casa.
En contraste, don Juan parecía un peón indio. Su sombrero de paja, sus zapatos gastados, sus viejos pantalones color caqui y su camisa a cuadros eran vestimentas que usan los jardineros o los criados típicos.
La impresión que tuve al verlos a los tres juntos fue que don Juan estaba disfrazado. Acudió a mi mente una imagen militar. Don Juan era el oficial al mando de una operación militar clandestina, un oficial de alto rango que, pese a sus esfuerzos, no podía ocultar sus años de mando.
También tuve la sensación de que todos tenían más o menos la misma edad, pero don Juan parecía mucho más viejo, aun cuando daba la impresión de ser infinitamente más fuerte.
– Creo que ya ustedes saben que de toda la gente que he conocido, Carlos es el que más se consiente a sí mismo -les dijo don Juan con la más seria expresión-. Es aún peor que nuestro benefactor. Les aseguro que si hay alguien que toma los vicios y pecadillos en serio es Carlos.
Me eché a reír, pero nadie más lo hizo. Los dos hombres me miraron con un brillo extraño en los ojos.
– Ustedes tres van a hacer un trío memorable -continuó don Juan- el más viejo y sabio, el más peligroso y misterioso y el más arrogante y pervertido.
Ni así rieron. Me escudriñaron hasta hacerme sentir incómodo. Por fin Vicente rompió el silencio.
– No sé porque lo trajiste a la casa -le dijo a don Juan en un tono seco y cortante-. No sirve para nada. Ponlo afuera, en el patio.
– Y amárralo -añadió Silvio Manuel.
Don Juan se volvió hacia mí.
– Ven, vamos afuera, al patio -dijo en voz baja, señalando con un movimiento lateral de la cabeza la parte trasera de la casa.
Era más que obvio que yo no les había caído nada bien a los dos hombres. No supe qué decir. Realmente estaba enojado y resentido, pero en cierta forma mi estado de conciencia acrecentada aminoraba esos sentimientos.
Salimos de la casa al patio trasero. Don Juan recogió tranquilamente una cuerda de cuero y me la enroscó alrededor del cuello con tremenda velocidad. Sus movimientos fueron tan ágiles y tan rápidos que un instante después, sin aún haberme dado cabal cuenta de lo que pasaba, quedé atado del cuello, como un perro, a uno de los pilares de concreto que sostenían el pesado techo del pórtico trasero.
Don Juan meneó la cabeza de lado a lado en un gesto de resignación o de incredulidad, y volvió al interior de la casa, mientras yo le gritaba que me desatara. La cuerda estaba tan apretada a mi cuello que me impedía gritar fuerte, como me hubiera gustado hacerlo.
No podía creer lo que me estaba sucediendo. Conteniendo mi furia, traté de desatar el nudo de mi cuello. Estaba tan compacto que las hebras de cuero parecían pegadas con cola. Me rompí las uñas al tratar de desatarlas.
Tuve un ataque de ira incontrolable y gruñí como animal impotente. Agarré la cuerda, la enredé en mis antebrazos y jalé con toda mis fuerzas, apoyando, los pies en el pilar de concreto. Pero la cuerda era demasiado dura para la fuerza de mis músculos. Me sentí humillado y con miedo. El temor me produjo un momento de sobriedad. Me di cuenta entonces de que la falsa aura de razonabilidad de don Juan me había engañado.
Estudié mi situación con toda la objetividad posible y vi que no había otra salida más que cortar la cuerda. Empecé a restregarla frenéticamente contra la afilada esquina del pilar de concreto. Pensé que si la podía romper antes de que cualquiera de los tres hombres saliera de la casa y viniera a la parte de atrás, tendría la oportunidad de correr a mi carro y escapar a toda velocidad.
Resoplé y sudé restregando la cuerda hasta casi cortarla. Luego apoyé un pie contra el pilar, envolví la cuerda en los brazos y la jalé con desesperación hasta que se rompió. El impacto me aventó al interior de la casa, arrojándome de espaldas a través de la puerta abierta.
Don Juan, Vicente y Silvio Manuel estaban parados en medio del cuarto aplaudiendo.
– Qué manera más dramática de entrar en una casa -dijo Vicente y me ayudó a levantarme-. Me has sorprendido. No pensé que fueras capaz de tales explosiones.
Don Juan se acercó y deshizo el nudo, de un tirón, liberando mi cuello del pedazo de lazo que lo rodeaba.
Yo estaba temblando de miedo, cansancio y furia. Con voz vacilante le pregunté a don Juan por qué me estaba atormentando así. Los tres rompieron a reír. En ese momento no parecían figuras amenazantes.
– Queríamos ponerte a prueba, para ver qué tipo de hombre eres en realidad -me dijo don Juan y me condujo a uno de los sofás y, con toda cortesía, me invitó a sentarme.
Vicente y Silvio Manuel se sentaron en los sillones, don Juan se sentó frente a mí en el otro sofá.
Me reí nerviosamente, pero ya sin temor. Don Juan y sus amigos me miraban con franca curiosidad tratando con desesperación de parecer serio. Silvio Manuel movía la cabeza rítmicamente, sin dejar de mirarme. Sus ojos estaban fuera de foco, pero fijos en mí.
– Te amarramos -don Juan continuó- porque queríamos saber si eras simpático o paciente o despiadado o astuto. Descubrimos que no eres ni lo uno ni lo otro. Eres más bien colérico, arrogante y pervertido, tal como yo había dicho que eras.
– Si no te hubieras entregado a tu violencia, por ejemplo, hubieras notado que el formidable nudo de la cuerda que tenías alrededor del cuello es falso. Se deshace, con un simple tirón. Vicente diseñó ese nudo como truco para engañar a sus amigos.
– Rompiste la cuerda. No tienes nada de simpático -dijo Silvio Manuel.
Guardaron silencio por un momento; luego se echaron a reír.
– No eres astuto -continuó don Juan-. De lo contrario habrías abierto con facilidad el nudo y huido con una valiosa soga de cuero. Tampoco eres paciente. De serlo, habrías gemido y llorado hasta darte cuenta de que había un par de tijeras colgadas en la pared. Hubieras cortado la cuerda con ellas en dos segundos y te hubieras ahorrado tanto esfuerzo y tanta angustia.
"Por lo que hemos visto de ti, no se te puede enseñar a ser violento ni obtuso. Ya lo eres, pero puedes aprender a ser despiadado, astuto, paciente y simpático.
Don Juan me explicó que ser despiadado, astuto, paciente y simpático es la quintaesencia del acecho. Son los cuatro fundamentos básicos que, con todas sus ramificaciones, son inculcados a los brujos de un modo muy meticuloso y cauto.
En realidad se estaba dirigiendo a mí, pero hablaba mirando a Vicente y a Silvio Manuel, quienes lo escuchaban con la mayor atención y, de vez en cuando, asentían con la cabeza, concordando con él.
Afirmó repetidas veces que la enseñanza del acecho es una de las cosas más difíciles de llevar a cabo en el mundo de la brujería. Insistió en que me estaban enseñando a acechar y que, hicieran lo que hiciesen, aún cuando pudiera yo creer lo contrario, era la impecabilidad la que dictaba sus actos.
– Estate tranquilo. Sabemos lo que hacemos. Nuestro benefactor el nagual Julián se encargó de que así fuera -dijo don Juan y los tres prorrumpieron en carcajadas tan estruendosas que me sentí molesto; no sabía qué pensar.
Don Juan reiteró que un punto muy importante que debía tomarse en consideración era el hecho de que para un espectador, ajeno a la situación, la conducta de los brujos podría parecer maliciosa, cuando en realidad no era nada menos que impecable.
– ¿Cómo puede uno entablar la diferencia, especialmente si uno es el que recibe? -pregunté.
– Los actos maliciosos son llevados a cabo por aquellos que buscan el provecho propio -dijo-. Los brujos, por otra parte, actúan con un propósito ulterior que no tiene nada que ver con el provecho personal. El hecho de que disfruten con sus actos no se cuenta cómo provecho, sino más bien como una característica de su temperamento. El hombre común y corriente actúa sólo si hay alguna oportunidad de beneficiarse. Los guerreros, por otro lado, actúan, no por el beneficio propio, sino por el espíritu.
Pensé acerca de eso. El actuar sin pensar en el provecho personal era en verdad un concepto extraño para mi. Se me había criado para invertir, para esperar algún tipo de recompensa por cuanto hiciera.
Don Juan debió de tomar mi silencio como signo de escepticismo. Rió y miró a sus compañeros.
– Si nosotros cuatro nos tomamos como ejemplo -prosiguió-. Yo diría que tú crees que estás invirtiendo en esta situación y que a fin de cuentas saldrás beneficiado con ella. Por ello, si te enojas con nosotros o si te desilusionamos, puedes recurrir a actos maliciosos para desquitarte. Nosotros por el contrario, no pensamos en el provecho personal. Como nuestros actos son guiados por la impecabilidad, no podemos enojarnos contigo o desilusionarnos de ti.
Don Juan me sonrió y dijo que tenía la certeza de que yo estaba enojadísimo con él, por todo lo que me había hecho ese día. Pero que quería explicarme la razón de sus acciones. Indicó que desde el momento en que nos encontramos en la estación de autobuses, sus actos conmigo, aunque no pareciera, habían sido dictados por la impecabilidad. Explicó que, por ejemplo, me había dicho que llevaba la bragueta abierta, porque necesitaba ponerme en una situación bochornosa, para así, desprevenidamente, ayudarme a entrar en la conciencia acrecentada.
– Fue una manera de sacudirte -dijo, esbozando una sonrisa-. Como somos indios brutos, nuestras sacudidas son primitivas y vulgares. Cuanto más sofisticado es un guerrero, más finas y elaboradas son las sacudidas. Sin embargo a nosotros nuestra vulgaridad nos hace reír mucho. Hoy día por poco nos mata de risa cuando nos hizo amarrarte el pescuezo como a un perro.
Los tres sonrieron y luego rieron calladamente, como si hubiera alguien más dentro de la casa, alguien a quien no querían perturbar.
En voz muy baja, don Juan dijo que, gracias a que yo estaba en un profundo estado de conciencia acrecentada, podía entender con mucha facilidad lo que él iba a decirme acerca de las dos maestrías: el acecho y el intento. Las llamó el orgullo o lo mejor del pensamiento y el interés de los brujos de hoy en día o de los brujos de otras épocas. Aseveró que en la brujería, el acecho, es el principio de todo. Primeramente, los brujos deben aprender a acechar; después deben aprender a intentar y sólo entonces pueden mover su punto de encaje a voluntad.
Sin saber cómo, yo comprendía exactamente lo que me estaba diciendo. También comprendí, sin saber cómo, lo que el movimiento del punto de encaje puede lograr. Pero no tenía las palabras para explicar lo que sabía. Traté repetidas veces de expresarles mi conocimiento. Ellos, riéndose de mis fracasos, me instaban a tratar otra vez.
– ¿Qué tal si yo lo digo por ti? -me preguntó don Juan-. A lo mejor puedo hallar las palabras que quieres usar pero que no te salen.
Por su expresión deduje que me estaba pidiendo permiso. Encontré la situación tan absurda que empecé a reír.
Don Juan, haciendo gala de gran paciencia, volvió a preguntarme si yo le permitía hablar por mí. Su pregunta me provocó otro ataque de risa. Su mirada llena de sorpresa y preocupación me reveló que mi reacción le resultaba incomprensible. Don Juan se levantó y anunció que yo estaba muy cansado y que era hora de regresarme al mundo de los asuntos cotidianos.
Dijo que los brujos poseen una regla práctica: cuanto más profundo es el movimiento del punto de encaje, mayor es la sensación de que uno sabe todo, así como la sensación de no poder encontrar palabras para explicarlo. Añadió que hasta en el mundo cotidiano sucede, que algunas veces, el punto de encaje de una persona normal se mueve de por sí sólo, causando que esa persona se torne evasiva, se confunda y se le enrede la lengua.
– Espérese un momento -supliqué-. Estoy bien. Sólo que encuentro chistoso que me pida usted permiso para proseguir.
– Tengo que pedirte permiso -dijo don Juan-, porque las palabras tienen un tremendo poder e importancia y son la propiedad mágica de quien las piensa. Y tú eres el único que puede dejar salir las palabras que tienes embotelladas dentro de ti, para que yo las diga. Creo que cometí un error al suponer que entiendes más de lo que en realidad entiendes.
Vicente intercedió, sugiriendo que me quedara un rato más. Don Juan estuvo de acuerdo.
– El primerísimo principio del acecho es que un guerrero se acecha a sí mismo dijo mirándome a la cara-. Se acecha a sí mismo sin tener compasión, con astucia, paciencia y simpáticamente.
Se me hizo chistoso y quise reír, pero no me dio tiempo. En pocas palabras definió al acecho como el arte de usar la conducta de un modo original, con propósitos específicos. Dijo que la conducta normal, en el mundo cotidiano, es rutinaria. Cualquier conducta que rompe con la rutina causa un efecto desacostumbrado en nuestro ser total. Ese efecto desacostumbrado es el que buscan los brujos, porque es acumulativo. Y su acumulación es lo que hace de un brujo, un acechador.
Explicó que los brujos videntes de la antigüedad vieron que la conducta desacostumbrada producía un temblor en el punto de encaje. Encontraron luego que, si se practica la conducta desacostumbrada de manera sistemática e inteligente, a la larga, esta práctica fuerza al punto de encaje a moverse.
– El verdadero desafío para esos brujos videntes -continuó don Juan- fue encontrar un sistema de conducta que no fuera trivial o caprichoso, y que fuera capaz de combinar la moralidad y el sentido de la belleza que distinguen a los brujos videntes de los simples hechiceros. Y ese sistema se llama el arte del acecho.
Dejó de hablar y todos me miraron como si estuvieran buscando signos de fatiga en mis ojos o en mi cara.
– Cualquiera que logre mover su punto de encaje a una nueva posición es un brujo -continuó explicando don Juan-. Partiendo de esa nueva posición, un brujo puede hacer toda clase de cosas buenas o malas a sus semejantes. Por lo tanto ser brujo, es como ser zapatero o panadero. La meta de los brujos videntes es sobrepasar esa condición. Ser más que brujo. Y para eso necesitan belleza y moralidad.
Dijo que, para los brujos, el acecho es la base sobre la cual se construye todo lo demás.
– Hay brujos a quienes no les gusta el término acecho -continuó-. Se les hace muy pesado. Pero ese nombre se le aplicó porque consiste en comportarse de manera clandestina y furtiva. También se le llama el arte del sigilo, pero el término es igualmente pesado. Tú lo puedes llamar como mejor te parezca. A nosotros, a causa de nuestro temperamento no militante, nos gustaría llamarlo el arte del desatino controlado. Sin embargo, continuaremos usando el término acecho porque es muy fácil decir acechador y, como decía mi benefactor, muy inconveniente y difícil decir el hacedor del desatino controlado.
Mencionar a su benefactor los hizo reír como niños.
Todo lo que me decía don Juan lo comprendí a la perfección. No tuve dudas ni preguntas que formular. Si acaso tuve algo fue la sensación de que necesitaba asirme a cada palabra que don Juan decía, como si fueran un ancla. De otra forma, mis pensamientos se habrían adelantado a él.
Noté que yo tenía los ojos fijos en sus labios del mismo modo que mis oídos estaban atentos al sonido de sus palabras, pero al reparar en esto se rompió mi concentración. Don Juan continuó hablando, sin embargo yo ya no lo escuchaba. Pensaba en las inconcebibles posibilidades de vivir en forma permanente en la conciencia acrecentada. Me pregunté qué valor tendría ese estado para nuestra supervivencia biológica; ¿nos volvería acaso más inteligentes, o más sensitivos que el hombre común y corriente?
Don Juan dejó de hablar de pronto y me preguntó en qué pensaba.
– Ah, eres tan práctico -comentó después que le hube contado mis meditaciones-. Pensé que en la conciencia acrecentada tu temperamento sería más artístico, más místico.
Don Juan se volvió hacia Vicente y le pidió responder a mis preguntas.
Vicente carraspeó y se secó las manos, frotándolas contra sus muslos. Me dio la clara impresión de sufrir un ataque de pánico. Sentí lástima por él. Mi mente se inundó de pensamientos y cuando lo escuché tartamudeando, una imagen irrumpió por encima de todo; la imagen que siempre tuve de la timidez de mi padre, de su miedo a la gente. Pero antes de que tuviera tiempo de rendirme a la tristeza, los ojos de Vicente se encendieron con una extraña luminosidad. Me puso una cara cómicamente seria y luego habló con la autoridad de un profesor.
– En respuesta a tu pregunta -dijo- yo diría que, la conciencia acrecentada no tiene valor alguno para la supervivencia biológica, de otro modo, toda la raza humana estaría en la conciencia acrecentada. La cual es un estado peligrosísimo, pero el riesgo de entrar en él es mínimo. No obstante, siempre existe una remota posibilidad de que cualquier persona entre en ese estado. Al hacerlo, lo habitual es que se desconchinfle, la mayoría de las veces de forma irreparable.
Los tres empezaron a reír.
– Los brujos dicen que el estado de conciencia acrecentada es la puerta de entrada al intento -dijo don Juan- y lo utilizan como tal. Piénsalo.
Yo tomaba turnos para mirar a cada uno de ellos. Además yo tenía la boca abierta y sentía que si la mantenía abierta entendería el enigma de la brujería, de inmediato. Cerré los ojos y la respuesta me vino. No la pensé, la sentí, aunque no la podía expresar en palabras, por mucho que traté.
– Qué bien, qué bien -dijo don Juan- has obtenido otra respuesta de brujo por tu propia cuenta, pero aún no tienes energía suficiente para delinearla y transformarla en palabras.
Lo que sentía no era sólo la sensación de no ser capaz de expresar mis pensamientos, más bien era como estar reviviendo un momento original olvidado años atrás: no saber lo que sentía, porque todavía no había aprendido a hablar y, por lo tanto, me faltaban los recursos para transformar en pensamientos todo lo que sentía.
– Para pensar y decir con exactitud lo que uno quiere decir, se requiere cantidades indecibles de energía -dijo don Juan irrumpiendo en mis sensaciones.
La fuerza de mi contemplación había sido tan intensa que me había hecho olvidar por completo lo que la había propiciado. Miré a don Juan aturdido, y confesé que no tenía idea de lo que ellos o yo habíamos dicho o hecho justo antes de ese momento. Recordé el incidente de la cuerda y lo que don Juan me había dicho inmediatamente después, pero no podía recordar la sensación que me había abrumado tan sólo unos minutos antes.
– Vas por camino equivocado -dijo don Juan-. Tratas de recordar, como lo haces normalmente, pero ésta es una situación diferente. Hace un segundo tuviste el sentimiento abrumador de saber algo muy específico. Los sentimientos así no pueden ser recordados por la memoria, los tienes que revivir mediante el intento de acordarte de ellos.
Se volvió hacia Silvio Manuel quien se hallaba estirado en el sillón, con los pies debajo de la mesa del centro. Silvio Manuel me miró fijamente. Sus ojos, negros como dos pedazos de obsidiana, relucían. Sin mover un músculo soltó un agudo grito parecido al de un ave.
– ¡Intento! -gritó-. ¡Intento! ¡Intento!
Con cada grito su voz se tornaba más inhumana y más aguda. Se me erizaron los cabellos de la nuca y sentí que se me ponía la piel de gallina. Sin embargo, mi mente en lugar de concentrarse en el terror que estaba experimentando, fue directamente a revivir el sentimiento que había olvidado. Antes de que pudiera saborearlo por completo, se expandió hasta explotar, convirtiéndose en algo más. Entonces comprendí no sólo la razón por la cual la conciencia acrecentada es la puerta de entrada al intento, sino también supe lo que es el intento. Y sobre todo, comprendí que ese conocimiento no se puede traducir en palabras. Ese conocimiento está ahí a disposición de todos. Esta ahí para ser sentido, para ser usado, pero no para ser explicado. Uno puede entrar a él cambiando niveles de conciencia, por lo cual, la conciencia acrecentada es una puerta de entrada. Pero ni aun siquiera la puerta de entrada puede ser explicada. Sólo puede utilizársela.
Todavía hubo otro fragmento de conocimiento que capté sin ninguna instrucción: él conocimiento natural del intento está a disposición de cualquiera, pero el dominarlo le corresponde sólo a quienes lo sondean.
Para entonces estaba terriblemente cansado, y fue sin duda por esa razón que mi crianza católica empezó a afectar profundamente mis reacciones. Por un momento creí que el intento era Dios.
Les dije eso y los tres al unísono se rieron a carcajadas. Vicente, todavía usando su tono de profesor, dijo que no es posible que fuera Dios, porque el intento es una fuerza que no puede describirse y mucho menos representarse:
– No seas presumido -me dijo don Juan en tono severo-. No estás aquí para especular basándote en tu primero y único esfuerzo. Espera hasta dominar tu conocimiento. Entonces decide qué es qué.
Recordar las cuatro disposiciones del acecho me dejó exhausto. El resultado más dramático fue un despliegue de extraordinaria indiferencia. No me hubiera importado un comino caer muerto en ese instante, o si don Juan lo hubiera hecho. Me daba lo mismo si nos quedábamos a pasar la noche ahí o si emprendíamos nuestro camino de regreso en esa oscuridad total.
Don Juan se mostró muy comprensivo. Me guió, tomándome de la mano como si yo estuviera ciego, hasta una enorme roca y me ayudó a sentarme apoyando la espalda contra ella. Me recomendó que me dejara llevar por el sueño natural de regreso a mi estado normal de conciencia.