Después de terminar el almuerzo, mientras aún estábamos sentados a la mesa, don Juan anunció que los dos pasaríamos la noche en la cueva de los brujos y que debíamos ponernos en camino. Dijo que era imperativo que yo volviera a sentarme allí, en total oscuridad, para permitir que la formación rocosa y el intento de los antiguos brujos movieran mi punto de encaje.
Yo iba a levantarme de la silla, pero él me detuvo y dijo que primero deseaba explicarme algo. Se desperezó y puso los pies en el asiento de una silla, luego se reclinó en una posición más cómoda.
– A medida que te veo más detalladamente -dijo-, me doy cuenta de lo parecido que eres a mi benefactor.
Sus palabras no me cayeron nada bien. No le permití continuar. Le dije que no podía imaginar cuál era el parecido, pero si existía, lo cual era una posibilidad que no me resultaba nada tranquilizadora, le agradecería que me lo indicara, para así, darme la oportunidad de corregirme.
Don Juan rió hasta que le corrieron las lágrimas por las mejillas.
– Uno de los parecidos es que, cuando actúas, actúas muy bien -indicó-, pero cuando piensas siempre te trabas. Así era mi benefactor. No pensaba muy bien.
Estaba a punto de defenderme, de decirle que yo sí pensaba muy bien, cuando noté un destello en sus ojos. Me interrumpí en seco. Don Juan, al notar mi cambio de actitud, rió con una nota de sorpresa. Parecía haber estado esperando la reacción opuesta.
– Lo que quiero decir es que, por ejemplo, a ti sólo te cuesta comprender el espíritu cuando piensas -prosiguió, con una sonrisa burlona-. Cuando actúas, en cambio, el espíritu se te revela con facilidad. Así era mi benefactor.
"Antes de que salgamos para la cueva voy a contarte la historia de mi benefactor y el cuarto centro abstracto: el descenso del espíritu.
Los brujos creen que, hasta el momento mismo en que desciende el espíritu, cualquier brujo puede dejar la brujería, puede alejarse del espíritu, pero ya no después.
Don Juan me instó, con un movimiento de cejas, a reflexionar sobre lo que me estaba diciendo.
– El cuarto centro abstracto es el golpe brutal del descenso del espíritu -prosiguió-. El cuarto centro abstracto es un acto de revelación. El espíritu se nos revela. Los brujos dicen que el espíritu nos espera emboscado y luego desciende sobre nosotros, su presa. Dicen los brujos que ese descenso casi siempre viene velado. Sucede, pero parece no haber sucedido en absoluto.
Me puse muy nervioso. El tono de voz de don Juan me daba la sensación de que se estaba preparando para soltarme algo inusitado en cualquier momento.
Me preguntó si recordaba el momento en que el espíritu había descendido sobre mí, sellando mi alianza permanente con lo abstracto.
Yo no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo.
– Existe un umbral que, una vez franqueado, no permite retiradas -dijo-. Normalmente, desde el momento en que el espíritu toca la puerta, pasan años antes de que el aprendiz llegue a ese umbral. Sin embargo, en algunas ocasiones se logra llegar a él casi de inmediato. El caso de mi benefactor es un buen ejemplo.
Don Juan dijo que todos los brujos tenían la obligación de recordar muy claramente cuándo y cómo habían cruzado ese umbral, a fin de fijar en sus mentes el nuevo estado de su potencial perceptivo. Explicó que cruzar ese umbral significa entrar a un nuevo mundo, y que no es esencial el ser aprendiz de brujo para llegar a ese umbral; la única diferencia entre el hombre común y corriente y el brujo, en esos casos, es lo que cada uno pone en relieve. El brujo recalca el cruce del umbral y usa ese recuerdo como punto de referencia. El hombre común y corriente recalca el hecho de que se refrena de cruzarlo y de que hace lo posible por olvidarse de haber llegado a él.
Le comenté que yo no estaba totalmente de acuerdo, pues no podía aceptar que hubiera un solo umbral que cruzar para entrar en un nuevo mundo de la percepción.
Don Juan elevó los ojos al cielo, y sacudió la cabeza en un fingido gesto de resignación. Yo continué con mi discusión, no tanto para contradecirle, sino para entender mejor las cosas, pero rápidamente perdí el ímpetu. De pronto tuve la sensación de estar deslizándome por un túnel.
– Dicen los brujos que el cuarto centro abstracto nos acontece cuando el espíritu corta las cadenas que nos atan a nuestro reflejo -continuó-. Cortar nuestras cadenas es algo maravilloso, pero también algo muy fastidioso porque nadie quiere ser libre.
La sensación de deslizarme por un túnel se prolongó un momento más y luego todo quedó en claro. Me eché a reír. Extrañas intuiciones acumuladas dentro de mí estaban estallando en carcajadas,
Don Juan parecía leerme la mente como si fuera un libro abierto.
– Qué sensación más extraña, ¿no?: el darse cuenta de que todo cuanto pensamos, todo cuanto decimos, depende de la posición del punto de encaje -comentó.
Y eso era, exactamente, lo que yo había estado pensando y lo que provocaba mi risa.
– Sé que en este, momento tu punto de encaje se ha movido -prosiguió- y que has comprendido el secreto de nuestras cadenas. Has comprendido que nos aprisionan; que nos mantienen amarrados a ese reflejo nuestro a fin de defendernos de los ataques de lo desconocido.
Yo estaba en uno de esos extraordinarios momentos en los cuales todo lo relativo al mundo de los brujos me era claro como el cristal. Lo comprendía todo.
– Una vez que nuestras cadenas están rotas -continuó don Juan-, ya no estamos atados a las preocupaciones del mundo cotidiano. Aún estamos en el mundo diario, pero ya no pertenecemos a él. Para pertenecer a él debemos compartir las preocupaciones y los intereses de la gente, y sin cadenas no podemos.
Don Juan dijo que el nagual Elías le había explicado que la característica de la gente normal es que compartimos una daga metafórica: la preocupación con nuestro reflejo. Con esa daga nos cortamos y sangramos. La tarea de las cadenas de nuestro reflejo es darnos la idea de que todos sangramos juntos, de que compartimos algo maravilloso: nuestra humanidad. Pero si examináramos lo que nos pasa, descubriríamos que estamos sangrando a solas, que no compartimos nada, y que todo lo que hacemos es jugar con una obra del hombre: nuestro predecible reflejo.
– Los brujos ya no son parte del mundo diario -siguió don Juan- simplemente porque ya no son presa de su reflejo.
Don Juan comenzó luego a contarme la historia de su benefactor y el descenso del espíritu. Dijo que el descenso aconteció justo después de que el espíritu tocó la puerta del joven actor.
Lo interrumpí para preguntarle por que utilizaba los términos "el joven" o "el actor" para referirse al nagual Julián.
– Porque en aquel entonces él no era nagual -respondió-. Era un actor joven. En mi historia no puedo llamarlo Julián, porque para mí él fue siempre el nagual Julián. Como señal de respeto, por toda una vida de impecabilidad, siempre añadimos el título de nagual al nombre del nagual.
Don Juan prosiguió con su historia. Dijo que después que el nagual Elías había detenido la muerte del joven actor haciéndolo pasar a un estado de conciencia acrecentada, tras horas de lucha, el joven recobró el sentido. El nagual Elías se presentó entonces a él, sin mencionar su nombre, simplemente como un curandero profesional. Le dijo que ese día él había tropezado, sin esperarlo, con una tragedia en la cual dos personas habían estado a punto de morir. Señaló a la chica tendida en el suelo. El joven quedó atónito al verla inconsciente junto a él. Recordaba haberla visto en el momento en que ella salía, corriendo. Le sorprendió mucho oír la explicación del viejo curandero: que sin duda alguna, Dios la había castigado por sus pecados fulminándola con un rayo y haciéndole perder la razón.
– Pero ¿cómo pudo haber rayos si ni llovía? -preguntó el joven actor, en voz apenas audible.
La respuesta del viejo, que uno no puede dudar las obras de Dios, lo dejó visiblemente afectado.
Una vez más interrumpí a don Juan. Quería saber si en verdad la muchacha había perdido la razón. El me recordó que el nagual Elías le había dado un tremendo golpe en el punto de encaje. Dijo que no había perdido la razón, pero que, como resultado del golpe, entraba y salía de la conciencia acrecentada, creando así una seria amenaza a su salud. Después de un gigantesco esfuerzo, empero, el nagual Elías la ayudó a estabilizar su punto de encaje en una posición completamente nueva y así ella entró permanentemente en la conciencia acrecentada.
Don Juan comentó que las mujeres son capaces de semejante proeza: pueden sostener indefinidamente una nueva posición del punto de encaje. Y Talía era inigualable en ello. En cuanto se rompieron sus cadenas, comprendió todo, y de inmediato cumplió con los designios del nagual.
Don Juan, volviendo a su historia, dijo que el nagual Elías, que no sólo era estupendo como ensoñador, sino también como acechador, había visto que el joven actor, quien demostraba una insensibilidad única, y aparentaba ser un engreído y un vanidoso de primera, era en realidad lo opuesto. El nagual concluyó que, si lo aguijoneaba con la idea de Dios y el pecado mortal y el castigo eterno, sus creencias religiosas derribarían esa actitud cínica.
Ciertamente, al oír decir al nagual cómo Dios había castigado a Talía, la fachada del actor comenzó a derrumbarse. Iba a expresar su remordimiento, pero el nagual lo detuvo en seco y, enérgicamente, le recalcó que cuando la muerte estaba tan cerca, los remordimientos tenían muy poca importancia.
El joven actor escuchó con atención. Sin embargo, aunque se sentía muy enfermo, no creía estar en peligro de muerte. Consideraba que su debilidad y su fatiga se debían a la pérdida de sangre.
Cómo si le leyera la mente, el nagual le aseguró que esos pensamientos optimistas estaban fuera de lugar, que la hemorragia podría haberle sido fatal de no ser por el tapón que él, como curandero, le había creado.
– Cuando te golpeé en la espalda te puse un tapón para evitar que se vaciara tu fuerza vital -le dijo al escéptico joven-. Sin ese freno, el inevitable proceso de tu muerte continuaría sin parar. Si no me crees, te lo demostraré quitando el tapón con otro golpe.
Diciendo esto, el nagual Elías golpeó al joven actor en el costado derecho, junto a las costillas. Un momento después el muchacho se contorsionaba con una tos incontrolable. La sangre le brotaba a bocanadas de la garganta. Otro golpe en la espalda alivió el insoportable dolor que el joven sentía, pero no alivió su miedo. El joven se desmayó.
– Por el momento puedo controlar tu muerte -el nagual le explicó cuando el actor hubo recobrado el sentido-. Por cuanto tiempo puedo controlarla es algo que depende de ti, de la fidelidad con que hagas cuanto yo te ordene.
El nagual dijo que el primer requisito era guardar un absoluto silencio e inmovilidad. Si no quería que se le saliera el tapón, tendría que comportarse como si hubiera perdido completamente la facultad del movimiento y la del habla. Una sola torsión, o un solo suspiro bastarían para reanimar su muerte.
El joven actor, que no estaba habituado a consentir que nadie le sugiriera o le exigiera nada, sintió un arrebato de furia. Al instante en que iba a expresar su enojo, el dolor y las convulsiones se renovaron.
– Si te controlas yo te curaré -prometió el nagual-. Si actúas como el imbécil que eres, podrido por dentro, morirás.
El orgulloso jovenzuelo se quedó pasmado por ese insulto. Nadie lo había tratado nunca de imbécil o de podrido. Quiso expresar su indignación, pero su dolor era tan fuerte que no pudo reaccionar.
– Si quieres que alivie tu dolor tendrás que obedecerme ciegamente -dijo el nagual, con espantosa frialdad-. Respóndeme con una señal de cabeza. Pero sábelo, de una vez por todas, si cambias de idea y actúas como el desvergonzado, retardado mental que eres, te quitaré inmediatamente el tapón y te dejaré morir.
Con sus últimas fuerzas, el actor asintió con un movimiento de cabeza. El nagual le dio una palmada en la espalda y el dolor desapareció. Pero, junto con el quemante dolor, desapareció otra cosa: la niebla que le llenaba la mente. Entonces el joven supo sin entender nada, El nagual volvió a presentarse. Le dijo que se llamaba Elías y que era el nagual. Y el actor supo lo que todo aquello significaba.
El nagual Elías volvió su atención a la semiconsciente Talía. Le acercó la boca al oído izquierdo y le susurró una serie de órdenes para que detuviera el errático movimiento de su punto de encaje. Apaciguó sus temores contándole, en susurros, historias de brujos que habían pasado por la misma situación. Cuando la tuvo bastante tranquila se presentó a ella como lo que en realidad era: un brujo y un nagual. Y le advirtió que iba a tratar de hacer con ella la tarea más difícil de la brujería: moverle el punto de encaje más allá de la esfera del mundo que conocemos.
Don Juan dijo que los brujos con mucha experiencia son capaces de mover su punto de encaje a una posición más allá de aquella que nos permite percibir el mundo que conocemos, pero que sería una tragedia para las personas inexpertas el probar hacerlo. El nagual Elías siempre sostuvo que, de ordinario, no se le habría ocurrido ni soñar con semejante hazaña, pero ese día algo que no era su conocimiento o su voluntad lo obligaba a actuar. La maniobra dio resultado: Talía movió su punto de encaje más allá del mundo que conocemos y regresó a salvo.
El nagual Elías tuvo luego otra intuición. Se sentó entre las dos personas tendidas en el suelo, el actor estaba desnudo, cubierto sólo por la chaqueta del nagual, y revisó la situación con ellos. Les dijo que ambos, por la fuerza de las circunstancias, habían caído en una trampa tendida por el espíritu mismo. Él, el nagual, era la parte activa de esa trampa, porque al encontrarlos en esas condiciones se había visto obligado a convertirse momentáneamente en su protector y a emplear sus conocimientos de brujería para ayudarlos. Como su protector, su deber era advertirles que estaban a punto de llegar a un umbral único, y que a ellos les correspondía, juntos e individualmente, llegar a ese umbral y pasarlo. Para llegar a él tenían que mantener una actitud de abandono pero sin osadía, una actitud de preocupación pero sin obsesiones. No quiso decir más por miedo a confundirlos, o influir en su decisión. Creía que, si ellos iban a cruzar ese umbral, lo tenían que hacer con un mínimo de ayuda suya.
El nagual los dejó solos en ese lugar y se fue a la ciudad a conseguir hierbas medicinales, petates y frazadas. Su idea era que, en la soledad, los dos jóvenes alcanzarían y franquearían ese umbral.
Por largo tiempo los dos permanecieron tendidos, el uno junto al otro, inmersos en sus propios pensamientos. El hecho de que sus puntos de encaje se hubieran movido, significaba que podían pensar con más profundidad que de costumbre, pero también significaba que podían preocuparse, reflexionar y tener miedo de un modo igualmente más profundo.
Puesto que Talía podía hablar y estaba algo más fuerte rompió el silencio, preguntando al joven actor si tenía miedo. El hizo un gesto afirmativo y la muchacha sintió tal compasión por él que le apretó la mano entre las suyas y le cubrió los hombros con el chal que llevaba puesto.
El joven no se atrevía a expresar una palabra. Temía, sin medida, a que le volviera el dolor y la hemorragia si hablaba. Hubiera querido disculparse, decirle que su gran arrepentimiento era haberle hecho daño, que no le importaba morir y que estaba seguro de que ese era su último día.
Los pensamientos de Talía rotaban alrededor del mismo tema. Le dijo al joven que ella tenía un solo pesar: el de haber forcejeado al punto de provocar su muerte. Ahora la inundaba una sensación de paz que le era totalmente desconocida, puesto que había siempre vivido agitada e impulsada por su tremenda energía. Le dijo que para ella estaba muy cercana la muerte y que se alegraba de que todo iba a terminar ese mismo día.
El joven actor, al oír sus propios pensamientos expresados por Talía, sintió un escalofrío. Una onda de energía lo cubrió entonces y lo hizo incorporarse. No sufrió dolor alguno ni le dio tos. Aspiró grandes bocanadas de aire, cosa que no recordaba haber hecho nunca, tomó a Talía de la mano y ambos comenzaron a conversar sin decir palabra.
Don Juan dijo que fue en ese instante cuando se les presentó el espíritu. Y vieron. Dado que eran profundamente católicos, lo que vieron fue una visión del cielo donde todo tenía vida y estaba bañado en luz. Vieron un mundo de aspectos milagrosos.
Cuando el nagual regresó, los jóvenes estaban agotados. Talía estaba inconsciente; el joven, haciendo un supremo esfuerzo, había logrado mantenerse alerta. Insistió en susurrar algo al oído del nagual.
– Vimos el cielo -susurró, con la cara bañada en lágrimas.
– Vieron más que eso -replicó el nagual Elías-. Vieron al espíritu.
Don Juan dijo que, como el descenso del espíritu está siempre velado, Talía y el joven actor no pudieron retener su visión. Muy pronto la olvidaron. Lo inigualable de su experiencia fue que, sin adiestramiento alguno y sin saber que lo estaban haciendo, habían ensoñado juntos y habían visto al espíritu. Que lo hubieran logrado con tanta facilidad era algo muy fuera de lo común.
– Esos dos eran, realmente, los seres más extraordinarios que conocí toda mi vida -agregó don Juan.
Naturalmente, yo quise saber más de ellos, pero don Juan no me dio el gusto. Dijo que eso era todo lo que había acerca de su benefactor y el cuarto centro abstracto.
Obviamente don Juan recordó algo que no me estaba diciendo porque de repente comenzó a reír a carcajadas. Antes de que pudiera preguntarle que era aquello que lo divertía tanto, me dio una palmada en la espalda, diciendo que era hora de partir hacia la cueva.
No hablamos ni una palabra durante el camino. Parecía que don Juan quería dejarme a solas con mis pensamientos.
Cuando llegamos a la saliente rocosa, ya había oscurecido casi por completo. Don Juan se sentó apresuradamente, en el mismo lugar y en la misma posición en que se había sentado la primera vez. Estaba a mi derecha, tocándome con su hombro. De inmediato, entró en un estado de profunda quietud, el cual pareció extenderse hasta cubrirme a mí mismo en un silencio y una inmovilidad totales. Ni siquiera podía oír su respiración o notar la mía. Cerré los ojos y el me propinó un ligero codazo para advertirme que los mantuviera abiertos.
Cuando hubo oscurecido del todo, una inmensa fatiga hizo que mis ojos empezaran a irritarse y a arderme. Finalmente me dejé llevar por el sueño, el sueño más profundo y negro que jamás he tenido. Sin embargo, no estaba totalmente dormido, podía sentir la espesa oscuridad a mi alrededor. Tenía la sensación enteramente física de estar vadeando en la negrura. Súbitamente, ésta se tornó rojiza, luego anaranjada y, después, de una blancura cegadora, como si fuera una luz de neón terriblemente intensa. Gradualmente enfoqué mi visión y me encontré que estaba yo sentado con don Juan, pero ya no adentro de la cueva. Estábamos en la cima de una montaña contemplando una exquisita planicie, con cerros en la distancia. Esta bella pradera estaba bañada en un resplandor, en unos rayos de luz que emanaban de la tierra misma. A dondequiera que mirase, veía detalles familiares: rocas, colinas, ríos, bosques, barrancos, todas ellos realzados y transformados por su resplandor interno. Este resplandor, que cosquilleaba dentro de todo, también emanaba de mi mismo ser.
– Tu punto de encaje se ha movido -parecía estar diciéndome don Juan.
Sus palabras no tenían sonido, pero aún así supe lo que acababa de decirme. Mi reacción racional fue tratar de explicarme a mí mismo que, porque mis oídos estaban momentáneamente afectados por lo que ocurría, yo había oído a don Juan como si él hubiera estado hablando dentro de un tubo.
– Tus oídos están perfectamente bien. Estamos en otro reino de la percepción -don Juan nuevamente pareció decirme.
Pero yo no podía contestarle. Por un lado, sentía que él letargo de un sueño profundo me impedía decir una sola palabra y, por el otro, me sentía más alerta, más despierto que nunca.
– ¿Qué me está pasando? -pensé.
– La cueva hizo que tu punto de encaje se moviera -pensó don Juan y yo oí sus pensamientos como si fueran mis propias palabras pronunciadas para mis adentros.
Sentí una orden, un comando que no tenía nada que ver con mis pensamientos. Algo me ordenó mirar nuevamente la maravillosa pradera.
Al observar fijamente esa prodigiosa visión, filamentos de luz empezaron a irradiar, a salir de todo lo que existía en la pradera. Al principio fue como una explosión de un número infinito de cortas fibras de luz; después, las fibras se transformaron en largas hebras de luminosidad arracimadas en vibrantes rayos de luz que llegaba hasta el infinito. En realidad no había manera alguna de hallar sentido a cuanto veía, ni había modo de describirlo como no sea mediante la imagen de vibrantes hebras de luz. Las hebras de luz no estaban entremezcladas o entretejidas. A pesar de que irradiaron y continuaban irradiando de todas partes y en todas direcciones, cada hebra estaba separada de las otras y al mismo tiempo todas estaban agrupadas de un modo inextricable.
– Estás viendo las emanaciones del Aguila y la fuerza que las agrupa y las mantiene separadas. -pensó don Juan-.
En el momento que capté sus pensamientos, los filamentos de luz parecieron consumir toda mi energía. La fatiga me abrumó. Borró mi visión y me hundió en la oscuridad.
Al abrir los ojos de nuevo, sentí algo muy familiar a mi alrededor. A pesar de no saber dónde me encontraba, pensé haber regresado a mi estado de conciencia normal. Don Juan dormía a mi lado, su hombro recargado contra el mío.
Me di cuenta de que la oscuridad que nos rodeaba era tan intensa que yo no podía ver mis propias manos. Deduje que la niebla debía haber cubierto la saliente rocosa, entrando a la cueva. O tal vez estábamos cubiertos por las nubes bajas que descendían en las noches nubladas desde las altas montañas como silenciosa avalancha. Pero aún en esa total negrura, vi como don Juan abrió los ojos tan pronto como yo abrí los míos, aunque no me miraba. En ese instante, comprendí que el verlo no era el resultado de la luz que afectaba mi retina, sino una sensación corporal.
Me quedé tan absorto observando a don Juan, sin la ayuda de mis ojos, que no presté atención a cuanto me estaba diciendo. Al fin dejó de hablar y volteó la cara hacia mí, como si quisiera mirarme a los ojos.
Tosió un par de veces para aclararse la garganta y comenzó a hablar en voz muy baja. Dijo que su benefactor acostumbraba ir a la cueva con él y con sus otros discípulos muy a menudo, pero más a menudo aún iba solo. En esa cueva fue donde su benefactor vio la misma pradera que acabábamos de ver. Esa visión le dio la idea de describir al espíritu como el flujo de las cosas.
Don Juan reiteró que su benefactor no pensaba muy bien, de otro modo, se hubiera dado cuenta en un instante que lo que él había visto y creía ser el flujo de las cosas, era el intento, la fuerza que impregna todo. Don Juan agregó que si su benefactor llegó a entender la naturaleza de su visión, nunca lo reveló. Personalmente, don Juan creía que su benefactor nunca lo supo. Creyó simplemente haber visto el flujo de las cosas, lo cual era la absoluta verdad, pero no en el sentido que él le daba.
Don Juan puso tanto énfasis en esto que quise preguntarle la razón de ello, pero no pude hablar. Mi garganta parecía estar congelada. Don Juan no dijo nada más. Nos sentamos en silencio e inmovilidad completos durante horas. Con todo y eso, no experimenté ninguna incomodidad. Mis músculos no se cansaron, mis piernas no se adormecieron, la espalda no me dolió.
Cuando don Juan volvió a hablar, ni siquiera noté la transición y me abandoné rápidamente al sonido de su voz. Era un sonido melodioso y rítmico que provenía de la negrura que me rodeaba.
Dijo que en ese momento yo no me encontraba ni en mi estado normal de conciencia, ni en la conciencia acrecentada, sino suspendido en un intervalo, suspendido en la negrura de la no percepción. Mi punto de encaje se había alejado del sitio donde ocurre la percepción del mundo cotidiana, pero no había alcanzado el sitio que lo haría iluminar un haz nuevo de campos de energía. Dicho con propiedad, mi punto de encaje estaba atrapado entre dos mundos, entre dos posibilidades perceptuales. Ese estado intermedio, ese intervalo de la percepción había sido alcanzado gracias a la influencia de la misma cueva; una influencia guiada por el intento de los brujos que la esculpieron.
Don Juan me pidió prestar mucha atención a lo que iba a decir. Dijo que hacía miles de años, por medio de su capacidad de ver, los brujos descubrieron que la tierra es un ser vivo y consciente, cuya conciencia puede afectar la conciencia de los seres humanos. Al buscar los medios adecuados para utilizar la influencia de la tierra sobre la conciencia humana, encontraron que ciertas cuevas eran bastante efectivas. Don Juan dijo que la búsqueda de cuevas se transformó, para esos brujos, en una tarea que requería la totalidad de sus esfuerzos y que a través de ellos fueron capaces de descubrir una variedad de usos para los diferentes tipos de cuevas que encontraron. Añadió que, de todo aquel trabajo, lo único que interesaba a los brujos modernos era esa cueva en particular y su capacidad de mover el punto de encaje hasta hacerlo llegar a un intervalo de la percepción
Mientras don Juan hablaba, sentí la inquietante sensación de que mi mente se aclaraba. Era como si algo estuviera dirigiendo mi conciencia de ser a convergir en un largo y estrecho túnel, donde se expulsaba todos los pensamientos y sentimientos incompletos de mi conciencia normal.
Don Juan parecía saber perfectamente lo que me estaba sucediendo. Escuché su entrecortada risa de satisfacción. Anunció súbitamente que ahora podíamos hablar con más soltura y que nuestra conversación sería más profunda.
En ese momento recordé una multitud de cosas que don Juan ya me había explicado antes. Supe, por ejemplo, que yo estaba ensoñando. En realidad estaba profundamente dormido, pero perfectamente consciente de mí mismo gracias a mi segunda atención, la contraparte de mi atención normal. Estaba seguro de estar dormido, primeramente porque tenía la sensación corporal de estarlo y, luego, por una deducción racional basada en las afirmaciones que don Juan había hecho en el pasado. Don Juan había dicho que es imposible para los brujos tener una visión continua de las emanaciones del Aguila, a no ser a través del ensueño; y yo acababa de ver las emanaciones del Aguila, las hebras luminosas que irradiaban por doquier, por lo tanto yo debía estar profundamente dormido y ensoñando.
Don Juan me había explicado varias veces que el universo está formado por campos de energía que desafían las descripciones o el escrutinio, y que por ello los brujos las llaman las emanaciones del Aguila. Había dicho que parecen filamentos de luz ordinaria, pero que la luz ordinaria carece de vida comparada con las emanaciones del Aguila, las cuales exudan conciencia de ser. Hasta esa noche, nunca fui capaz de verlas de manera continua; don Juan siempre sostuvo que mi conocimiento y control del intento no eran adecuados para resistir el impacto de esa visión y, en verdad, tenía razón, era una visión inaudita de luz que irradiaba vida.
Otra explicación de don Juan que recordé fue que la percepción normal ocurre cuando el intento, el cual es energía pura, enciende una porción conocida de los filamentos luminosos dentro de nuestro capullo y, al mismo tiempo, enciende una extensión de los mismos filamentos luminosos que se extienden hasta el infinito fuera de nuestro capullo. La percepción extraordinaria, el ver, ocurre cuando se enciende un grupo no conocido de campos de energía. Todo esto me lo había explicado en términos del brillo del punto de encaje. Solamente después de ver esos filamentos de luz con vida, creí yo comprender las explicaciones de don Juan acerca de la percepción. Comprendí que ese brillo no es otra cosa que la fuerza del intento y al punto de encaje se debía llamar el punto del intento.
En otra ocasión, don Juan me había hablado del desarrollo del pensamiento racional de los antiguos brujos. Me dijo que primeramente los brujos creyeron haber descubierto que el alineamiento era la fuente misma de la conciencia de ser. Mediante el ver, los brujos encontraron que el estar consciente de ser aparece cuando un grupo de los campos de energía encerrados dentro de nuestro capullo luminoso se alinea, por así decirlo, con los mismos campos de energía fuera de él.
No obstante, al examinar todo eso con más cuidado, se les hizo evidente que lo que ellos llamaban el alineamiento de las emanaciones del Aguila no era suficiente para explicar lo que estaban viendo. Veían que sólo una porción muy pequeña del número total de filamentos luminosos dentro del capullo estaba encendida, el resto no lo estaba. El ver encendido a ese pequeño grupo de filamentos había creado un falso sentido de descubrimiento. Los filamentos no necesitaban estar alineados, porque los que estaban encerrados dentro del capullo eran los mismos que los que estaban fuera. Lo que necesitaban era estar encendidos. El capullo luminoso es simplemente una cápsula transparente que encierra una minúscula porción de unas hebras luminosas de infinita extensión. Lo que las iluminaba debía ser, en definitiva, una fuerza independiente. Consideraron entonces que lo importante era el acto de encender los filamentos luminosos. Como no podían llamarlo alineamiento, lo llamaron voluntad o la fuerza encendedora.
Al volverse su ver todavía más sofisticado y eficaz, los brujos se dieron cuenta de que lo que llamaban la voluntad no es solamente la fuerza que es responsable de nuestra conciencia de ser, sino también de todo cuando existe en el universo. Vieron que es una fuerza que posee conciencia total y que surge de los propios campos de energía que componen el universo. Decidieron entonces que era preferible llamarla intento, en vez de voluntad. Pero a la larga el nombre probó ser inadecuado, porque no hace destacar la inconcebible importancia de esa fuerza ni su activa conexión con todo lo existente.
Don Juan me había asegurado que nuestra gran falla colectiva, es el vivir nuestras vidas sin tomar en cuenta para nada esa conexión. Para nosotros, lo precipitado de nuestra existencia, nuestros inflexibles intereses, preocupaciones, esperanzas, frustraciones y miedos, tienen prioridad. En el plano de nuestros asuntos prácticos, no tenemos ni la más vaga idea de que estamos unidos con todo lo demás.
Don Juan me había también expresado su creencia de que uno de los conceptos del cristianismo, el de haber sido expulsados del paraíso, le sonaba a él como la alegoría de la pérdida de nuestro conocimiento silencioso, nuestro conocimiento del intento. La brujería era entonces un retroceso al comienzo, un retorno al paraíso.
Permanecieron en la cueva, sentados en silencio total, quizás horas enteras o tal vez sólo unos cuantos instantes. De pronto don Juan empezó a hablar y el inesperado sonido de su voz me sacudió. No capté lo que me dijo. Antes de empezar a hablar para pedirle que me lo repitiera, aclaré mi garganta, y ese acto me sacó de mi estado de reflexión. De inmediato sentí que había regresado a mi estado normal de conciencia. Noté que la oscuridad a mi alrededor había dejado de ser negra impenetrable, y que ya podía hablar.
Con voz serena, don Juan me dijo que, por primera vez en mi vida, había visto al espíritu, la fuerza que sustenta al universo. Afirmó que el espíritu no es algo que uno podría usar o comandar o hacer que se moviera de ninguna forma, no obstante uno puede usarlo, comandarlo, moverlo como se dé a uno la gana. Esta contradicción, según dijo, es la esencia de la brujería. Y por no entenderla, generaciones enteras de brujos habían sufrido dolores y pesares inimaginables. Los brujos de hoy en día, en un esfuerzo por evitar pagar este exorbitante precio de dolor, habían desarrollado un código de conducta llamado "el camino del guerrero", o la acción impecable. Un código de conducta que los preparaba realzando su cordura y su prudencia.
Don Juan explicó que en otros tiempos, en el pasado remoto, los brujos estuvieron profundamente interesados en el vínculo de conexión general que el intento posee con todas las cosas. Al concentrar su segunda atención en ese vínculo, adquirieron no sólo el conocimiento directo, sino también la capacidad de manejar ese conocimiento y ejecutar asombrosas hazañas. Sin embargo, no adquirieron el buen juicio necesario para manejar todo ese poder.
Los brujos, mostrando más cordura, decidieron entonces concentrar su segunda atención solamente en el vínculo de criaturas que poseen conciencia de ser. Estas incluyeron la gama entera de los seres orgánicos existentes, así como la gama total de los que los brujos llaman seres inorgánicos o aliados, a los que describen como entes que poseen conciencia de ser pero no vida, por lo menos, de la manera en que nosotros entendemos la vida. Esta solución tampoco tuvo éxito, porque una vez más, no les trajo ni sabiduría ni buen juicio.
En su siguiente reducción, los brujos concentraron su segunda atención sólo en el vínculo que conecta a los seres humanos con el intento. El resultado final fue muy parecido a los anteriores.
Los brujos sensatos buscaron una reducción final: cada brujo debía preocuparse solamente por su conexión individual. Pero esto resultó ser igualmente inútil.
Don Juan dijo que a pesar de existir una gran diferencia entre estas cuatro áreas de interés, todas ellas eran igual de peligrosas. Así pues, al final los brujos acabaron por enfocar sólo la capacidad que posee cada vínculo de conexión con el intento para moverse más allá de todo lo concebible y permitir, así, la percepción de mundos inimaginables. Todo lo demás, pertinente al movimiento del punto de encaje lo echaron a lado.
Aseguro que todos los brujos modernos debían luchar con ferocidad inigualada para lograr el buen juicio. Hizo hincapié en que la lucha de un nagual es especialmente feroz, porque un nagual es más fuerte, controla mejor los campos de energía que determinan la percepción y tiene más entrenamiento y más familiaridad con el conocimiento silencioso, el cual no es más que el contacto directo con el intento.
Don Juan finalizó su explicación diciendo que la meta de la brujería es restablecer el conocimiento silencioso, reviviendo el vínculo con el intento; particularmente, llegar a controlarlo pero sin sucumbir a él. Los centros abstractos de las historias de brujería son, por lo tanto, diferentes matices del conocimiento silencioso, diferentes grados de nuestra capacidad de estar conscientes del intento.
Comprendí la explicación de don Juan con tremenda claridad. Pero mientras mejor la entendía y mientras más claras se me hacían sus palabras, mayor era mi desconsuelo y mi desesperación. En cierto momento, consideré con sinceridad poner fin a mi vida ahí mismo. Sentía que mi existencia era una maldición. Casi al borde de las lágrimas le dije a don Juan que no tenía caso seguir con sus explicaciones, porque en cualquier momento yo perdería mi claridad mental y al regresar a mi estado normal de conciencia, no tendría ninguna noción de haber visto o escuchado nada. Mi conciencia mundana impondría sus hábitos repetitivos de toda la vida y, sobre todo, impondría la razonable previsibilidad de su lógica. Para mí eso era una maldición. Le dije que me daba asco mi destino.
Don Juan se empezó a reír. Entre carcajadas comentó que aún en el estado de conciencia acrecentada yo era un baboso a quien le encantaba la repetición, y que periódicamente yo insistía en aburrirlo con mis estallidos de importancia personal. Dijo que si tenía que sucumbir, debía hacerlo luchando, no pidiendo perdón y sintiéndome inútil, y que no importaba un comino lo que fuera nuestro destino siempre que lo enfrentáramos con un abandono total.
Sus palabras me hicieron sentir dichoso y feliz. Le repetí una y otra vez que yo estaba profundamente de acuerdo con él. Sentía yo tal felicidad, que sospeché que mis nervios empezaban a fallarme. Las lágrimas me corrían por las mejillas. Apelé a todas mis fuerzas para detener esa sensación y sentí el tranquilizador efecto de mis frenos mentales. Pero al ocurrir esto, mi claridad de mente comenzó a opacarse. Luché en silencio, tratando de estar menos controlado y menos nervioso. Don Juan no hizo ningún ruido. Me dejó en paz por completo.
Para cuando hube recuperado mi equilibrio, era casi el amanecer. Don Juan se levantó, estiró los brazos por encima de su cabeza y tensó los músculos haciendo crujir sus articulaciones. Me ayudó a incorporarme y comentó que yo había pasado una noche de grandes logros: había experimentado lo que era el espíritu y había sido capaz de convocar fuerzas insospechadas para realizar algo que, en apariencia, equivalía a calmar mi nerviosidad, pero que a un nivel más profundo era, en realidad, un movimiento volitivo muy eficiente de mi punto de encaje.
Luego me hizo señas de que era hora de emprender el regreso.
Al despuntar el día salimos de la cueva y empezamos el descenso hacia el valle. Don Juan, en lugar de seguir la ruta más directa, dio un rodeo muy grande que nos llevó por la orilla del río. Explicó que debíamos recobrar el juicio antes de llegar a casa.
Le dije que era muy amable de su parte el decir que "debíamos recobrar el juicio" cuando en realidad yo era el único que debía hacerlo. Replicó que la suya no era amabilidad sino simplemente comportamiento de guerrero, puesto que ser un guerrero implicaba, en este caso, estar siempre en guardia contra la natural brusquedad de la conducta humana. Dijo que un guerrero es, en esencia, un ser implacable, de recursos muy fluidos y de gustos y conducta muy refinados; un ser cuya tarea en este mundo es el afilar sus aristas cortantes, una de las cuales es la conducta, para que así nadie sospeche su inexorabilidad.
Entramos a su casa alrededor del mediodía, a tiempo para almorzar. Yo tenía un hambre feroz, pero no me sentía cansado. Después del almuerzo pensé que sería dable ir a dormir, pero don Juan, mientras me escudriñaba de pies a cabeza me increpó diciendo que no tenía tiempo que perder. Me dijo que muy pronto perdería la poca claridad que aún me restaba y que si me acostaba la perdería por completo.
– No se necesita ser un genio para darse cuenta de que casi no hay ninguna manera de hablar acerca del intento -dijo de pronto cambiando la conversación-. Pero decir eso no significa nada en particular, y ésta es la razón por la que los brujos mejor se fían de las historias de brujería, con la esperanza de que algún día quien las escuche entienda sus centros abstractos.
Comprendí lo que decía, aunque seguía sin concebir lo que era un centro abstracto o lo que supuestamente debería significar para mí. Traté de reflexionar sobre eso y me invadieron toda clase de pensamientos. Imágenes cruzaban por mi mente con suma velocidad, sin darme tiempo a recapacitar. Ni siquiera las podía detener lo suficiente como para poder reconocerlas. Finalmente la furia se apoderó de mí y di un puñetazo a la mesa.
Don Juan se sacudió de pies a cabeza, ahogado de risa.
– Haz lo que hiciste anoche -me exhortó guiñándome un ojo-. Apacíguate.
Mi frustración me tornó muy agresivo. De inmediato le saqué en cara un argumento disparatado: que no hacía nada por ayudarme. Me di cuenta de mi error y le pedí disculpas por mi falta de control.
– No te disculpes. -dijo-. Debo decirte que entender como quieres hacerlo no es posible en este momento. Quiero decir que los centros abstractos de las historias de la brujería no te pueden decir nada por ahora. Más tarde, esto es, años más tarde, las comprenderás a la perfección.
Le supliqué a don Juan que no me dejara a oscuras, que me explicara más sobre los centros abstractos, porque no estaba claro en absoluto lo que él quería que yo hiciera con ellos. Le aseguré que mi estado de conciencia acrecentada del momento me podría ayudar inmensamente a entender su exposición. Lo exhorté a apresurarse, ya que no podía garantizar cuánto tiempo permanecería en dicho estado. Agregue que en breve entraba a la conciencia normal y eso significaba todavía más idiotez de la que ya existía en ese instante. Lo dije un poco en broma. Su carcajada me indicó que él lo había tomado como tal, pero yo en cambio me tomé muy en serio. En cuestión de un instante se apoderó de mí una tremenda melancolía.
Don Juan me tomó del brazo y con mucha consideración me condujo hasta un cómodo sillón y se sentó frente a mí. Fijó su vista en mis ojos y, por un momento, fui incapaz de sustraerme a la fuerza de su mirada.
– Los brujos constantemente se acechan a sí mismos -aseveró en un tono alentador, como si quisiera calmarme con el sonido de su voz.
Quise decirle que mi nerviosidad había pasado y que tal vez había sido causada por mi falta de sueño, pero él no me dejó decir nada. Me aseguró que ya me había enseñado cuanto cabía saber sobre el acecho, pero que yo aún no había rescatado ese conocimiento del fondo de mi conciencia acrecentada, donde lo tenía almacenado. Yo admití tener la fastidiosa sensación de estar embotado. Sentía que había algo encerrado dentro de mí, algo que me hacía dar portazos y patear las mesas, algo que me frustraba y me ponía irascible.
– Esa sensación de estar enfrascado es algo que todos los seres humanos experimentamos -dijo-. Eso es lo que nos hace acordar de que tenemos un vínculo con el intento. Para los brujos esa sensación es tan aguda que crea una presión inaguantable, justamente porque su meta es sensibilizar ese vínculo de conexión hasta hacerlo funcionar a voluntad.
"Cuando la presión es demasiado grande, los brujos la alivian acechándose a sí mismos.
– Creo que todavía no comprendo qué significa acechar -dije-. Pero en cierto nivel creo saber exactamente lo que es.
– Pues entonces, vamos a aclarar lo que sabes -manifestó-. El acecho es un procedimiento simplísimo. Es un modo de conducta especial que se ajusta a ciertos principios; una conducta secreta, furtiva y engañosa, que esta diseñada para darle a uno algo así como una sacudida mental. Por ejemplo, acecharse a uno mismo significa darse un sacudón usando nuestra propia conducta en una forma astuta y sin compasión.
Explicó que cuando la conciencia de ser de los brujos se atasca debido a la enormidad de lo que perciben, lo cual era mi caso en ese momento, lo mejor o tal vez lo único que se podía hacer era usar la idea de la muerte para provocar ese sacudón mental que era el acecho.
– La noción de la muerte es de monumental importancia en la vida de los brujos -continuó don Juan-. Te he hablado innumerables veces de la muerte a fin de convencerte de que lo que nos da cordura y fortaleza es saber que nuestro fin es inevitable. Nuestro error más costoso es permitirnos no pensar en la muerte. Es como si creyéramos que, al no pensar en ella, nos vamos a proteger de sus efectos.
– Tendrá usted que admitir, don Juan, que dejar de pensar en la muerte ciertamente nos protege de preocuparnos acerca de morir.
– Sí, sirve para ese propósito -concedió-. Pero es un propósito indigno, para cualquiera. Para los brujos, es una farsa grotesca. Sin una visión clara de la muerte, no hay orden para ellos, no hay sobriedad, no hay belleza. Los brujos se esfuerzan sin medida por tener su muerte en cuenta, con el fin de saber, al nivel más profundo, que no tienen ninguna otra certeza sino la de morir. Saber esto da a los brujos el valor de tener paciencia sin dejar de actuar, les da el valor de acceder, el valor de aceptar todo sin llegar a ser estúpidos, les da valor para ser astutos sin ser presumidos y, sobre todo, les da valor para no tener compasión sin entregarse a la importancia personal,
Don Juan fijó su mirada en mí. Sonrió y meneó la cabeza.
– Sí -continuó-. La idea de la muerte es lo único que da valor a los brujos. ¿Es extraño, no?, la muerte dándonos valor.
Sonrió de nuevo y me dio un ligero codazo. Yo le dije que me sentía absolutamente aterrado con la idea de mi muerte, que pensaba en ella constantemente, pero que no me daba valor ni me alentaba a actuar. Tan sólo me volvía cínico o me hacía caer en estados de profunda melancolía.
– Tu problema es muy simple -dijo-. Te obsesionas con facilidad. Te he dicho muchísimas veces que los brujos se acechan a sí mismos para romper el poder de sus obsesiones. Hay muchas formas de acecharse a uno mismo. Si no quieres usar la idea de tu muerte, usa los poemas que me lees y acéchate con ellos.
– ¿Qué me aceche con ellos? ¿Qué quiere usted decir?
– Te he dicho que hay muchas razones por las que me gustan los poemas -dijo-. Una de ellas es que me permiten acecharme a mí mismo. Me doy una sacudida con ellos. Mientras tú me los lees y yo los escucho, apago mi diálogo interno y dejo que mi silencio cobre impulso. Así, la combinación del poema y el silencio se transforman en el procedimiento que descarga el sacudón.
Explicó que los poetas, sin saberlo, anhelan el mundo de los brujos. Como no son brujos, ni están en el camino del conocimiento, lo único que les queda es el anhelo.
– Veamos si puedes sentir lo que te estoy diciendo -dijo entregándome un libro de poemas de José Corostiza.
Lo abrí adonde estaba marcado y él me señaló el poema que le gustaba.
…este morir incesante,
tenaz, esta muerte viva,
¡oh Dios! que te está matando
en tus hechuras estrictas,
en las rosas y en las piedras,
en las estrellas ariscas
y en la carne que se gasta
como una hoguera encendida,
por el canto, por el sueño,
por el color de la vista.
…que acaso te han muerto allá
siglos de edades arriba,
sin advertirlo nosotros,
migajas, borra, cenizas
de ti, que sigues presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
que llega al mundo escondiendo
su catástrofe infinita.
– Al oír el poema -dijo don Juan una vez que hube terminado de leer-, siento que ese hombre está viendo la esencia de las cosas y yo veo con él. No me interesa de qué trata el poema. Sólo me interesan los sentimientos que el anhelo del poeta me brinda. Siento su anhelo y lo tomo prestado y torno prestada la belleza. Y me maravillo ante el hecho de que el poeta, como un verdadero guerrero, la derroche en los que la reciben, en los que la aprecian, reteniendo para si tan sólo su anhelo. Esa sacudida, ese impacto de la belleza, es el acecho.
Su explicación tocó una cuerda extraña en mí y me conmovió muchísimo.
– ¿Diría usted, don Juan, que la muerte es el único enemigo real que tenemos? -le pregunté, un momento después.
– No -dijo con convicción-. La muerte no es un enemigo, aunque así lo parezca. La muerte no es nuestra destructora, aunque así lo pensemos.
– ¿Qué es, entonces? -pregunté.
– Los brujos dicen que la muerte es nuestro único adversario que vale la pena -respondió-. La muerte es quien nos reta y nosotros nacemos para aceptar ese reto, seamos hombres comunes y corrientes o brujos. Los brujos lo saben; los hombres comunes y corrientes no.
– Si alguien me lo preguntara, yo diría que la vida es un reto, don Juan, no la muerte -dije.
– Como nadie te lo va a preguntar sería mejor que ni lo dijeras -replicó y soltó una carcajada-. La vida es el proceso mediante el cual la muerte nos desafía -agrego en un tono más serio-. La muerte es la fuerza activa. La vida es sólo el medio, el ruedo, y en ese ruedo hay únicamente dos contrincantes a la vez: la muerte y uno mismo.
– Yo diría, don Juan, que nosotros los seres humanos somos los retadores -argüí.
– De ningún modo -replicó-. Nosotros somos seres pasivos. Piénsalo. Si nos movemos es debido a la presión de la muerte. La muerte marca el paso a nuestras acciones y sentimientos y nos empuja sin misericordia hasta que nos derrota y gana la contienda. O hasta que nosotros superamos todas las imposibilidades y derrotamos a la muerte.
"Los brujos hacen eso; derrotan a la muerte y ésta reconoce su derrota dejándolos en libertad, para nunca retarlos más.
– ¿Significa esto que los brujos se vuelven inmortales? -pregunté.
– No. No significa eso -respondió-. La muerte deja de retarlos, eso es todo.
– Pero, ¿qué quiere decir eso, don Juan? -pregunté.
– Quiere decir que el pensamiento ha dado un salto mortal a lo inconcebible -dijo.
– ¿Qué es un salto mortal del pensamiento a lo inconcebible? -pregunté, tratando de no parecer belicoso-. El problema entre nosotros dos don Juan, es que no compartimos los mismos significados.
– No, eso no es verdad -protestó don Juan-. Tú entiendes bien lo que quiero decir. El que tú exijas una explicación racional de un salto mortal del pensamiento a lo inconcebible es una grosería. Tú sabes exactamente de qué se trata.
– No, le aseguro que no lo sé -dije.
Y en ese momento me di cuenta de que sí lo sabía, o más bien intuí que sabía lo que significaba. Una parte de mí podía trascender mi racionalidad y, sin entrar en un nivel puramente metafórico, entender y explicar lo que era un salto mortal del pensamiento a lo inconcebible. El problema era que esa parte de mí no era lo suficientemente fuerte como para emerger a voluntad.
Cuando le expliqué esto a don Juan, él comentó que mi conciencia de ser era como un yoyo. Algunas veces se elevaba, como en ese momento, hasta un punto alto y eso me daba un extraño dominio sobre mí mismo, mientras que otras veces descendía, convirtiéndome en un idiota racional, o simplemente se quedaba estacionada en un miserable punto medio donde yo no era ni chicha ni limonada.
– Un salto mortal del pensamiento a lo inconcebible -explicó, con aire de resignación- es el descenso del espíritu, el acto de romper nuestras barreras perceptuales. Es el momento en el que la percepción del hombre alcanza sus límites. Los brujos practican el arte de enviar precursores, exploradores de vanguardia a que sondeen nuestros límites perceptuales. Esta es otra razón por la que me gustan los poemas. Los considero exploradores. Pero como ya te dije, los poetas no saben con tanta exactitud como los brujos lo que estos exploradores de vanguardia pueden lograr.
Don Juan dijo que teníamos muchas cosas que discutir y me preguntó si quería ir al centro, a la plaza, a dar un paseo. Yo me encontraba en un estado de ánimo muy peculiar. Algo más temprano había notado un retraimiento en mí que iba y venía. Al principio, pensé que era el cansancio físico que nublaba mis pensamientos. Pero mis pensamientos eran claros como el agua. Esto me convenció de que lo que sentía era un resultado de mi cambio a la conciencia acrecentada.
Al caer la tarde, salimos de la casa y fuimos a la plaza del pueblo. Allí, me apresuré a preguntarle a don Juan, antes de que él tuviera la oportunidad de decir cualquier otra cosa, a qué se debía mi estado de ánimo. Lo atribuyó a un desplazamiento de energía. Me explicó que al limpiarse, al aclararse el vínculo de conexión con el intento, la energía que de ordinario era utilizada para enturbiarlo y mantener fija su posición en el sitio habitual se liberaba y se concentraba de manera automática en el vínculo mismo. Me aseguró que no había técnicas preconcebidas o maniobras que un brujo pudiera aprender con anticipación para mover esa energía. Más bien, era cuestión de un desplazamiento automático e instantáneo que sucedía una vez que se había alcanzado un determinado grado de pericia.
Le pregunté cuál era ese grado de pericia. Me dijo que los brujos lo llamaban "el puro entendimiento". La comprensión proporcionaba el impulso. Para lograr ese desplazamiento instantáneo de energía se requería una conexión clara y límpida con el intento y, para obtener una conexión clara y límpida, todo lo que se necesitaba era intentarla mediante el puro entendimiento.
Naturalmente, quise que me explicara "el puro entendimiento". Él río y se sentó en una banca.
– Voy a decirte algo fundamental acerca de los brujos y sus actos de brujería -continuó-. Algo acerca del salto mortal del pensamiento a lo inconcebible. Quizás esto te dé la clave para comprender el puro entendimiento.
Dijo que algunos brujos se dedicaban a relatar historias. El narrar historias era para ellos no sólo el explorador de vanguardia que sondeaba sus límites perceptuales, sino también su camino a la perfección, al poder, al espíritu, al puro entendimiento. Guardó silencio por un momento; era obvio que buscaba un ejemplo apropiado. Me recordó que los indios yaquis poseían una colección oral de eventos históricos que ellos llamaban "fechas memorables". Yo sabía que las fechas memorables eran una compilación de relatos orales de su historia como nación en pie de guerra contra los invasores de su tierra: los españoles primero, los mexicanos después. Don Juan dijo de manera enfática, siendo él mismo un indio yaqui, que las fechas memorables constituían un acopio de sus derrotas y de su desintegración.
– ¿Que dirías tú -preguntó- tú que eres un hombre educado, si un brujo que relata historias tomara un relato de las fechas memorables, digamos por ejemplo, la historia de Calixto Muni y le cambiara el final? En vez de decir que Calixto Muni fue descuartizado por sus ejecutores españoles, como realmente ocurrió, él narrara la historia de Calixto Muni como el rebelde victorioso que logró liberar a su pueblo.
Yo conocía la historia de Calixto Muni, un indio yaqui quien, según las fechas memorables, sirvió durante muchos años en un barco bucanero en el Caribe, con objeto de aprender estrategias de guerra. A su regreso a Sonora, se las arregló para levantarse en armas contra los españoles y declarar la guerra de independencia, tan sólo para ser traicionado, capturado y ejecutado.
Don Juan me instó a hacer algún comentario. Le dije que yo me veía obligado a creer que, el cambiar un relato objetivo, basado en hechos reales, conforme él lo describía, era un recurso psicológico del brujo narrador para expresar sus anhelos ocultos. O quizás una forma personal e idiosincrática de aminorar la frustración. Agregué que inclusive hasta llamaría a ese brujo narrador un patriota, porque era obviamente incapaz de aceptar la amarga derrota.
Don Juan se ahogó de risa.
– Pero no se trata sólo de un específico brujo que relata historias -arguyó-. Todos los brujos que relatan historias hacen lo mismo.
– En ese caso, es una estratagema socialmente aprobada que expresa los anhelos ocultos de toda una sociedad -respondí-. Una forma socialmente aceptada de desahogar colectivamente la tensión psicológica.
– Tu argumento es locuaz, convincente y muy razonable -comentó-. Pero debido a que te falta el puro entendimiento no puedes ver tu falla.
Me miró como si me estuviera persuadiendo a comprender lo que me decía. Yo no hice ningún comentario; cualquier cosa que hubiera dicho me habría hecho parecer resentido.
– El brujo que relata historias y que cambia el final de un relato real y socialmente aceptado -dijo- lo hace bajo la dirección y los auspicios del espíritu. Como puede y sabe manejar su conexión con el intento, puede también manejar el puro entendimiento y cambiar las cosas. El brujo narrador hace señas de que ha intentado cambiar el relato, quitándose el sombrero, poniéndolo sobre el suelo y dándole una vuelta completa de derecha a izquierda. Bajo los auspicios del espíritu, ese simple acto lo precipita dentro del espíritu mismo. Ha dejado que su pensamiento dé un salto mortal a lo inconcebible.
Don Juan levantó el brazo por encima de la cabeza y, por un instante, apuntó hacia el cielo, sobre la línea del horizonte.
– Debido a que su puro entendimiento es un explorador de vanguardia que sondea aquella inmensidad -prosiguió don Juan- el brujo narrador sabe, sin lugar a dudas, que, en algún lugar, de alguna manera, ahí en ese infinito, en este mismo momento, ha descendido el espíritu. El pensamiento ha dado un salto mortal a lo inconcebible y Calixto Muni es el victorioso. Ha liberado a su pueblo. Su lucha ha trascendido lo personal.
– ¡Quién eres tú y tu pinche racionalidad para poner cadenas al pensamiento!
Un par de días más tarde, don Juan y yo emprendimos un viaje a las montañas. Explicó que había decidido ir a un lugar especial, que creara un ambiente apropiado en donde explicarme algunos aspectos complejos de la maestría del estar consciente de ser. Habitualmente don Juan prefería ir a la cordillera del oeste, que además estaba más cerca, pero esa vez eligió las cumbres del este. Esa cordillera era mucho más alta y estaba más lejos. A mí me parecía más siniestra, oscura e imponente. No podía sin embargo determinar si esa impresión era mía o si, de algún modo, había absorbido los sentimientos de don Juan acerca de esas montañas.
Al llegar a las colinas bajas, antes de comenzar el ascenso a las empinadas cumbres, nos sentamos a descansar. Abrí la mochila que las mujeres videntes del grupo de don Juan me habían preparado y encontré un enorme pedazo de queso. Al verlo experimenté un momento de fastidio, como me sucede de costumbre, ya que el queso me ha encantado toda la vida, pero nunca me ha sentado bien. Y siempre he sido incapaz de rechazarlo.
Don Juan, desde el momento que se dio cuenta de mi debilidad, hizo lo imposible por aguijonearme con ella. Al principio me sentí muy avergonzado, pero mi vergüenza disminuyó al descubrir que cuando no había queso a mi alrededor no lo echaba de menos. El problema era que los bromistas del grupo de don Juan siempre me ponían un gran trozo de queso al alcance de la mano. Y yo, por supuesto, siempre terminaba por comerlo.
– Termínalo en una sola sentada -me aconsejo don Juan, con un destello de malicia en los ojos-. Así no tendrás que preocuparte más por el asunto.
Probablemente bajo la influencia de tal consejo, tuve el enorme deseo de devorar todo el trozo. Don Juan rió tanto que, una vez más, sospeché que se había puesto de acuerdo con su grupo para tenderme una trampa.
Ya más en serio, sugirió que pasáramos la noche allí, en las colinas y que tomáramos uno o dos días para llegar a las cumbres más altas. Yo estuve de acuerdo.
De una manera muy casual, don Juan me preguntó si me había acordado de algo sobre las cuatro disposiciones del acecho. Admití que había tratado, pero que me falló la memoria.
– ¿No recuerdas que te enseñé lo que significa no tener compasión? -preguntó-. No tener compasión, lo opuesto a tenerse lástima a sí mismo.
Yo no me acordaba de nada. Don Juan pareció quedarse pensando qué decir. De pronto las comisuras de su boca se dejaron caer en un gesto de fingida impotencia. Se encogió de hombros y, levantándose, caminó apresuradamente una corta distancia hasta la cima plana de una pequeña colina.
– Los brujos no tienen compasión -dijo, mientras nos sentábamos en el suelo rocoso-. Pero ya tú sabes todo eso. Lo hemos conversado tantas veces.
Después de un largo silencio dijo que continuaríamos discutiendo los centros abstractos de las historias de la brujería, pero que tenía la intención de hablar cada vez menos sobre ellos, pues se acercaba el momento en que me sería dado descubrirlos yo mismo y permitir que me revelaran su significado.
– Como ya te he dicho -continué-, el cuarto centro abstracto se llama "el descenso del espíritu" o "ser movido por el intento". La historia cuenta que, a fin de revelar los misterios de la brujería al hombre del que hemos estado hablando, fue necesario que el espíritu descendiera. El espíritu eligió un momento en que el hombre estaba distraído, con la guardia baja y, sin mostrar piedad alguna, dejó que su presencia moviera, por sí misma, el punto de encaje de ese hombre a una determinada posición. Una posición que los brujos describen como el sitio donde uno pierde la compasión o el sitio donde no hay piedad. Puesto que el hombre de nuestra historia perdió allí la compasión, el no tener compasión se convirtió en el primer principio de la brujería.
"El primer principio nunca debe confundirse con el primer efecto del aprendizaje de brujería, que es el moverse desde la conciencia normal a la conciencia acrecentada.
– No comprendo lo que trata usted de decirme -me quejé.
– Lo que quiero decir es que, según todas las apariencias, el moverse de un estado de conciencia al otro es lo primero que le ocurre a un aprendiz de brujo -replicó-. Por consiguiente es natural para un aprendiz asumir que el movimiento del punto de encaje es el primer principio de la brujería. Pero no es así. El primer principio de la brujería es el no tener compasión. Pero ya hemos hablado anteriormente de esto. Sólo estoy tratando de hacerte acordar.
En ese momento pude sinceramente haber dicho que no tenía ni la menor idea de lo que don Juan decía, pero también pude haber dicho que tenía la extraña sensación de que lo sabía muy bien.
– Acuérdate de la primera vez que te hablé de no tener compasión -me instó-. Acordarse tiene que ver con el movimiento del punto de encaje.
Esperó un momento para ver si yo seguía o no su sugerencia. Como era obvio que yo no podía hacerlo, continuo con su explicación. Dijo que por misterioso que fuera el moverse a la conciencia acrecentada sólo hacía falta la presencia del espíritu para lograrlo.
Comenté que ese día o bien sus enseñanzas eran extremadamente oscuras o yo estaba terriblemente denso, pues no podía seguir sus pensamientos en absoluto. Respondió, con mucha firmeza, que mi confusión no tenía la menor importancia y que lo único significativo era el que yo comprendiera que un mero contacto con el espíritu bastaba para facilitar el movimiento del punto de encaje.
– Ya te he dicho que el nagual es el conducto del espíritu -prosiguió-. Hay dos razones por las que el nagual puede dejar que el espíritu se exprese a través de él. Una es porque pasa toda su vida redefiniendo impecablemente su vínculo de conexión con el intento, y la otra es porque tiene más energía que el hombre común y corriente. Por ello, lo primero que experimenta un aprendiz de brujo es un cambio en su nivel de conciencia, un cambio provocado simplemente por la presencia del nagual. En realidad, no hay, ni se necesita ningún procedimiento para mover el punto de encaje. El espíritu toca al aprendiz a través del nagual y su punto de encaje se mueve. Así es de simple.
Le dije que sus aseveraciones me eran muy inquietantes, porque contradecían lo que yo difícilmente había aprendido a través de mi experiencia personal: que la conciencia acrecentada era posible gracias a una maniobra sofisticada, aunque inexplicable, que don Juan llevaba a cabo para guiar mi percepción. A lo largo de mis años de relación con él, una y otra vez me había hecho entrar en la conciencia acrecentada golpeándome la espalda. Le hice notar su contradicción.
Alegó que lo de golpear la espalda es una genuina maniobra para manejar la percepción la primera vez que se pone en practica. De allí en adelante es solo una treta para atrapar la atención y borrar las dudas. El hecho de que el insistiera en darme palmadas lo llamó un pequeño ardid, producto de su personalidad moderada. Comentó, no del todo en broma, que yo debía estar agradecido de que él fuera un hombre tan simple y tan poco dado a lo bizarro. De lo contrario, para que se pudiera borrar cualquier duda de mi mente y el espíritu pudiera mover mi punto de encaje, yo habría tenido que vérmelas con ritos macabros.
– Lo que se necesita para que la magia pueda apoderarse de nosotros es borrar nuestras dudas -dijo-. Una vez que las dudas desaparecen, todo es posible.
Me hizo recordar un acontecimiento que yo había presenciado algunos meses antes, en la ciudad de México, el cual me había resultado incomprensible hasta que él me lo explicó, utilizando el paradigma de los brujos.
Lo que yo había presenciado fue una operación quirúrgica llevada a cabo por una famosa curandera psíquica. Su paciente fue un amigo mío y, para operarlo, la curandera entró en un trance muy dramático.
Pude observar que, utilizando un cuchillo de cocina, abrió la cavidad abdominal del paciente en la región umbilical, separó el hígado enfermo, lo lavó en un balde de alcohol, volvió a ponerlo en su sitio y cerró la abertura, que no tenía ni gota de sangre, con la mera presión de sus manos.
Varias personas, que estuvieron presentes en la habitación en penumbra, presenciaron la operación. Algunos parecían haber sido invitados como yo, los otros, parecían ser los ayudantes de la curandera.
Después de la operación hablé brevemente con tres de los invitados. Todos estaban de acuerdo en que habían presenciado lo mismo que yo. Cuando hablé con mi amigo, el paciente, me contó que él sólo había sentido un dolor constante, pero no fuerte, en el estómago y una sensación de ardor en el lado derecho.
Le había relatado todo esto a don Juan y hasta me atreví a dar una explicación cínica. Dije que, en mi opinión, la penumbra del cuarto se prestaba perfectamente para la prestidigitación, y que eso podría explicar el hecho de que vi los órganos internos fuera de la cavidad abdominal, enjuagados en el balde de alcohol. Por otro lado, el impacto emocional causado por el dramático trance de la curandera, que también me pareció un truco, ayudó a crear entre los presentes una atmósfera de fe casi religiosa.
De inmediato don Juan señaló que esto era una opinión cínica en vez de una explicación cínica, pues no explicaba el hecho de que mi amigo se hubiera recuperado de su enfermedad. Don Juan propuso entonces una explicación basada en el conocimiento de los brujos. Dijo que todo el acontecimiento se basaba en el hecho, incomprensible para la razón, de que la curandera fuese capaz de mover el punto de encaje del exacto número de personas en el cuarto. El único truco, si así se le podía llamar, era que el número de personas no excediera el que ella podía manejar.
Su dramático trance y el histrionismo consiguiente eran, según don Juan, o bien artificios conscientemente usados para atrapar la atención de los presentes o maniobras dictadas por el espíritu mismo, para ser usadas conscientemente. Como fuese, constituían el medio más apropiado para que la curandera pudiera fomentar la unidad de pensamiento necesaria para borrar dudas en los presentes, y así forzarlos a entrar en la conciencia acrecentada.
Abrir el cuerpo con un cuchillo de cocina y extraer los órganos internos no fue prestidigitación, afirmó don Juan. Fue algo auténtico y real. Pero, en vista de que ocurrió en la conciencia acrecentada, estaba fuera del criterio cotidiano.
Yo le había preguntado a don Juan cómo era posible que la curandera moviera los puntos de encaje de esas personas sin tocarlas. Su respuesta fue que el poder de la curandera, ya fuera un don o un estupendo logro, era servir de conducto al espíritu. Era el espíritu y no la curandera, dijo, el que había movido esos puntos de encaje.
– Cuando tú me contaste la historia de la curandera, -dijo don Juan-, te expliqué, aunque tú no comprendiste ni una sola palabra, que el arte y el poder de esa mujer consistían en borrar las dudas de los presentes. Al hacer eso, ella podía permitir que el espíritu moviera sus puntos de encaje. Una vez que esos puntos estaban en una nueva posición, todo era posible. Habían entrado en el reino donde los milagros son cosas de todos los días.
Aseguró que la curandera debía de ser también bruja. Dijo que si yo hacía un esfuerzo por recordar la operación, vería que ella había mostrado no tener compasión con los presentes, especialmente con el enfermo.
Le repetí lo que me acordaba de la sesión. Tanto el timbre como el tono de la voz, seca y femenina de la curandera, cambiaron dramáticamente cuando entró en trance. Su voz se volvió ronca y profunda, como la de un hombre. Fue esa voz la que anunció que el espíritu de un guerrero de la antigüedad precolombina se había posesionado del cuerpo de la curandera. Una vez que el anuncio fue hecho, la actitud de la mujer cambió dramáticamente. Estaba poseída. Absolutamente segura de sí misma procedió a operar con total certidumbre y firmeza.
– En vez de decir que tenía certidumbre y firmeza -comentó don Juan-, yo preferiría decir que esa curandera, a fin de crear un ambiente adecuado para la intervención del espíritu, no tuvo compasión.
Aseveró que sucesos difíciles de explicar, como esa operación, eran en realidad muy simples. Lo que los tornaba difíciles era nuestra insistencia en analizarlos con pensamientos cotidianos. Si no pensábamos, todo resultaba claro.
– ¿Si no pensamos? Pero eso, es absurdo, don Juan -dije, con toda sinceridad.
Le recordé que él mismo exigía que todos sus aprendices pensaran en serio; hasta criticaba a su propio maestro por su flaqueza de pensamiento.
– Por supuesto que insisto en que todos cuantos me rodean piensen con claridad -dijo-. Pero también explico, a quien me quiera escuchar, que el único modo de pensar con claridad es no pensar en absoluto. Yo creía que tú comprendías esa contradicción de la brujería.
Casi a gritos lo acusé de hablar en acertijos. Riendo a carcajadas, se burló de lo que él llamó "mi compulsiva necesidad de defenderme." Luego explicó que, para los brujos, había dos maneras de pensar. Una era la manera normal y cotidiana, regida por la posición usual del punto de encaje; una manera que dejaba todo en una gran oscuridad y producía pensamientos poco claros que no servían para mucho. La otra era una manera de pensamientos precisos, funcional y económica que dejaba muy pocas cosas sin explicar. Don Juan comentó que para que cesara la manera normal de pensar era indispensable mover el punto de encaje. O era indispensable hacer cesar la manera normal de pensar para así permitir que el punto de encaje se moviera. Aseguró que si uno encaraba sin pensamientos esta aparente contradicción, no era contradicción en absoluto.
– Quiero que te acuerdes de algo que hiciste en el pasado -dijo-. Debes acordarte de un movimiento especial de tu punto de encaje. Para acordarte, como yo quiero que lo hagas, tienes que dejar de pensar pensamientos normales. Entonces predominará la otra manera de pensar, la que produce pensamientos claros y ellos harán que te acuerdes.
– ¿Y cómo dejo de pensar? -pregunté, aunque bien sabía lo que me iba a responder.
– Intentando el movimiento de tu punto de encaje -dijo-. Al intento se lo llama con los ojos.
Le dije a don Juan que mi mente estaba en un vaivén, fluctuando entre momentos de extremada lucidez, en que todo parecía cristalino, y lapsos de profunda fatiga mental en los que yo no llegaba a entender lo que él decía. Trató de tranquilizarme, explicando que mi inestabilidad se debía a una ligera fluctuación de mi punto de encaje, el cual aún no se hallaba fijo en su nueva posición, alcanzada algunos años antes. La fluctuación era resultado del residuo de compasión por mí mismo que todavía existía en mí.
– ¿Qué nueva posición es ésa, don Juan? -pregunté.
– Hace años, y esto es lo que quiero hacerte recordar, tu punto de encaje llegó al sitio donde no hay compasión -respondió.
– ¿El sitio donde no hay compasión? ¿Qué cosa es eso? -pregunté.
– Es el mero centro del no tener compasión. Pero tú ya sabes todo esto. Por el momento, hasta que te acuerdes, digamos solamente que el no tener compasión, siendo una posición específica del punto de encaje, se manifiesta en los ojos de los brujos. Es como una nube brillante y trémula que cubre el ojo. Los ojos de los brujos son brillantes. Cuanto mayor es el brillo, más intenso es su sentido de no tener compasión. Por ejemplo, en este momento tus ojos están opacos.
Explicó que, cuando el punto de encaje se mueve al sitio donde no existe la compasión, los ojos comienzan a brillar. Mientras mas firme es la fijeza del punto de encaje en su nueva posición, mas brillan los ojos.
– Trata de acordarte de todo lo que ya sabes al respecto -me insistió.
Guardó silencio por un momento. Después habló sin mirarme.
– Para los brujos, acordarse no es lo mismo que recordar -continuó-. Recordar es cuestión del pensamiento cotidiano, cuestión de la posición habitual del punto de encaje. Acordarse, en cambio, depende del movimiento del punto de encaje. La recapitulación de sus vidas, que hacen todos los brujos, es la clave para mover el punto de encaje. Los brujos inician la recapitulación pensando, recordando los actos más importantes de sus vidas. De simplemente pensar en ellos pasan a verdaderamente estar en los eventos mismos, pasan a revivirlos. Cuando logran eso, revivir los eventos mismos, han movido, en efecto, el punto de encaje al sitio preciso en el que estaba cuando ocurrió el evento que están reviviendo. Revivir totalmente un acontecimiento pasado, mediante el movimiento del punto de encaje, es lo que los brujos llaman acordarse.
Me miró fijamente por un momento, como tratando de asegurarse de que yo lo escuchara.
– Nuestros puntos de encaje están en constante movimiento -explicó-. Son movimientos imperceptibles. Ahora, si queremos un movimiento considerable debemos poner en juego el intento. Como no hay modo de saber qué es el intento, los brujos dejan que sus ojos lo llamen.
– Esto si que es realmente incomprensible -protesté.
Don Juan puso las manos en la nuca y se acostó en el suelo. Yo hice lo mismo. Permanecimos quietos por largo tiempo, mientras el viento impulsaba rápidamente las nubes. Ese movimiento de nubes al deslizarse en el cielo estuvo a punto de marearme. El mareo de repente se convirtió en una sensación de angustia muy familiar para mí.
Siempre que estaba con don Juan, sentía, sobre todo en momentos de quietud y silencio, una abrumadora sensación de desconsuelo, unas ansias de algo que no hubiera podido describir porque no sabía lo que era. Cuando estaba solo, o con otras personas, nunca fui víctima de esa sensación. Don Juan me había explicado que lo que yo sentía e interpretaba como ansias era un movimiento súbito de mi punto de encaje.
Cuando don Juan comenzó a hablar, el sonido de su voz me sobresaltó y me hizo incorporar.
– Debes acordarte de la primera vez que te brillaron los ojos -dijo-, porque esa fue la primera vez que tu punto de encaje llegó al sitio donde no hay compasión. Te poseyó entonces el no tener compasión, lo cual es, como ya te dije, lo que hace brillar los ojos de los brujos, y ese brillo es lo que llama al intento. Cada sitio al que se mueve el punto de encaje esta representado por un brillo específico en los ojos. Puesto que los ojos tienen memoria propia, pueden acordarse de cualquier sitio a donde se movió el punto de encaje acordándose del brillo específico asociado con ese sitio.
Explicó que la razón por la que los brujos dan tanta importancia al brillo de sus ojos y a su mirada es porque los ojos están directamente vinculados al intento. Agregó que por contradictorio que parezca, la verdad es que los ojos sólo están superficialmente conectados con el mundo cotidiano. Su conexión más profunda es con lo abstracto.
Le dije a don Juan que yo no concebía que mis ojos pudieran almacenar ese tipo de memoria. Don Juan contestó que las posibilidades del hombre son tan vastas y misteriosas que los brujos, en vez de pensar en ellas, prefieren explorarlas, sin esperanzas de entenderlas jamás.
Pregunte si los ojos de un hombre común y corriente también están afectados por el intento.
– ¡Por supuesto! -exclamó-. Tú sabes todo esto. Pero lo sabes en un nivel tan profundo que es conocimiento silencioso. No tienes suficiente energía para explicarlo, ni siquiera a ti mismo.
"El hombre común y corriente sabe lo mismo acerca de sus ojos, pero tiene aún menos energía que tú. La única ventaja que quizá tengan los brujos sobre los hombres comunes y corrientes es que han ahorrado su energía, y eso significa un vínculo de conexión con el intento más claro y preciso. Naturalmente, eso también significa el poder acordarse a voluntad, usando el brillo de los ojos para mover el punto de encaje.
Don Juan dejó de hablar y me clavó la mirada. Sentí con claridad que sus ojos guiaban, empujaban y tiraban de algo indefinido dentro de mí. No podía zafarme de su mirada. Su concentración era tan intensa que hasta me provocó una sensación física; me sentí como si estuviera dentro de un horno. Y muy repentinamente me encontré mirando hacia dentro de mí. Era una sensación muy parecida a la de dejarse llevar por una distraída fantasía mental, pero con una diferencia muy extraña: yo tenía una intensa conciencia de mí mismo y una falta total de pensamientos. Supremamente consciente de mí mismo, yo miraba hacia la nada que existía dentro de mí.
Con un esfuerzo gigantesco, me arranqué de esa nada y me puse de pie.
– ¿Qué me está usted haciendo, don Juan? -pregunté alarmado.
– A veces eres absolutamente insoportable -respondió-. Me enfurece el modo cómo desperdicias tu energía. Tu punto de encaje estaba justo en el sitio más ventajoso para hacerte acordar de lo que quisieras ¿y qué es lo que haces? Lo desperdicias para preguntarme qué te estoy haciendo.
Me senté. Estaba realmente avergonzado. Don Juan sonrió.
– Pero el ser cargoso y a veces inaguantable es tu mayor ventaja -agregó-. ¿Porqué habría yo de quejarme?
Los dos estallamos en una fuerte carcajada. Era un chiste entre él y yo.
Años atrás, yo me había sentido profundamente conmovido y al mismo tiempo muy confuso por la tremenda dedicación que don Juan ponía en ayudarme. No lograba imaginar por qué me demostraba tanta bondad, Era evidente que yo no le hacía falta en absoluto; por lo tanto, no lo hacía por interés. Pero yo había aprendido, a través de las duras experiencias de la vida, que nada es gratis y, al no poder imaginar qué recompensa esperaba don Juan, me sentía muy intranquilo.
Un día le pregunté, sin más ni más y en tono, muy cínico, qué sacaba él de nuestra asociación. Dije que no había podido adivinarlo.
– Nada que tú puedas comprender -respondió.
Su respuesta me enojó. Le dije, belicoso, que yo no era estúpido y que por lo menos él podía hacer el esfuerzo de explicármelo.
– Bueno, déjame decirte tan sólo que, aunque podrías comprenderlo, lo seguro es que no te va a gustar -replicó, con esa sonrisa que siempre tenía cuando me estaba tendiendo una trampa-. Verás, la verdad es que quiero ahorrarte eso.
Mordí el anzuelo. Insistí en que me lo dijera.
– ¿Estás seguro de que quieres saber la verdad? -me preguntó, a sabiendas que yo jamás diría que no.
– Por supuesto que quiero saber qué es lo que usted se trae -contesté, en tono cortante.
Se echó a reír como si se tratara de un chiste; cuanto más reía, mayor era mi enfado.
– No le veo nada de divertido a todo esto -dije.
– A veces, es mejor no entrometerse con la verdad -dijo-. La verdad, en este caso, es como un bloque de piedra al pie de un gran montón de cosas; digamos una piedra angular. Si la sacamos, tal vez no nos gusten los resultados. A lo mejor, el gran montón de cosas se viene abajo. Yo prefiero evitar eso.
Volvió a reír. Sus ojos, brillando de picardía, parecían invitarme a seguir con el tema. Y yo insistí en saber. Traté de mostrarme sereno, pero persistente.
– Bueno, si eso es lo que quieres -dijo, con el aire de quien se ha dejado persuadir-. Primeramente, me gustaría decir que todo cuanto hago por ti es gratis. No tienes que pagar nada. Como tú bien lo sabes, he sido impecable contigo. Y mi impecabilidad contigo no es una inversión. No lo hago por interés. No te estoy preparando para que me cuides cuando esté demasiado viejo para cuidarme solo. Pero sí saco de nuestra relación algo de incalculable valor: una especie de recompensa por tratar impecablemente con esa piedra angular que he mencionado. Y lo que saco es justamente lo que quizá tú no vas a comprender o no te va a gustar.
Paró de hablar y me miró con fijeza, jugando con el malévolo destello de sus ojos.
– ¡Dígamelo de una vez, don Juan! -exclamé, irritado por sus tácticas dilatorias.
– Quiero que tengas bien en cuenta que te lo digo debido a tu insistencia -dijo sonriendo.
Volvió a hacer otra larga pausa. Para entonces yo estaba echando humo.
– Si me juzgas por mi modo de ser contigo -continuó-, tendrás que admitir que he sido un dechado de paciencia y consistencia. Pero lo que tú no sabes es que, para lograr eso, he tenido que luchar como nunca he luchado en mi vida. A fin de estar contigo, he tenido que transformarme diariamente, conteniéndome a base de penosísimos esfuerzos.
Don Juan tuvo razón. No me gustó lo que decía. No quise quedar mal y traté de bromear.
– ¿A poco va a usted a decir que soy inaguantable? -dije y mi voz me sonó asombrosamente forzada.
– Claro que eres inaguantable -dijo él, con expresión seria-. Eres mezquino, caprichoso, porfiado, dominante y vanidoso. Eres malgeniado, tedioso y desagradecido; tienes una inagotable capacidad para los vicios. Y lo peor: tienes una idea muy exaltada de ti mismo, sin nada con qué respaldarla. Podría decir, con toda sinceridad, que tu sola presencia me da ganas de vomitar.
Quise enojarme. Quise protestar, quejarme de que él no tenía derecho a hablarme de ese modo. Pero no pude pronunciar una sola palabra. Estaba destrozado. Me sentí aturdido.
Mi expresión debió ser muy notable, pues don Juan estalló en tal carcajada que pareció estar a punto de ahogarse.
– Te advertí que ni te iba a gustar ni lo ibas a entender -dijo-. Las razones del guerrero son muy simples, pero de extremada finura. Rara vez tiene el guerrero la oportunidad de ser genuinamente impecable pese a sus sentimientos básicos. Tú me has dado tal inigualable oportunidad. El acto de dar, libre e impecablemente, me rejuvenece, renueva en mí la idea de lo maravilloso. Lo que obtengo de nuestra relación es en verdad algo de tan incalculable valor para mí que estoy irremediablemente endeudado contigo.
Sus ojos brillaban sin picardía.
Don Juan empezó a explicar lo que había hecho.
– Soy el nagual; moví tu punto de encaje con el brillo de mis ojos -dijo, como si no tuviera importancia-. Los ojos de todos los seres vivientes pueden mover el punto de encaje, sobre todo si están enfocados en el intento. Bajo condiciones normales la gente enfoca los ojos en el mundo, en busca de comida, de refugio, de protección.
Me tocó el hombro.
– O en busca de amor -agregó, prorrumpiendo en una fuerte carcajada.
Don Juan se burlaba constantemente de mi "búsqueda de amor". Nunca olvidó una respuesta ingenua que le di cierta vez al preguntarme él qué buscaba yo en la vida. Un momento antes, me había estado guiando hacia la admisión de que yo no tenía metas claras en mi vida. Bramó de risa al oírme decir que yo buscaba amor.
– Un buen cazador hipnotiza a su presa con los ojos -prosiguió-. Es una extraña paradoja, la del cazador. El cazador mueve con la mirada el punto de encaje de su presa, y sin embargo, sus ojos están enfocados en el mundo, en busca de comida.
Le pregunté si los brujos podían hipnotizar a la gente con la mirada. Riendo entre dientes, dijo que en realidad lo que yo quería saber era otra cosa: si podía hipnotizar a las mujeres con mi mirada, pese a que mis ojos no estaban enfocados en el intento, sino en el mundo, en busca de amor.
– Lo que te interesa es la paradoja del cazador -dijo entre carcajadas.
Pero luego agregó, en serio, que la válvula de seguridad de los brujos consistía en que, cuando llegaban a enfocar sus ojos en el intento, ya no les interesaba hipnotizar a nadie.
– Pero, para mover con el brillo de sus ojos el punto de encaje propio o uno ajeno -continuó- los brujos tienen que ser despiadados. Es decir, deben estar familiarizados con el sitio donde no hay compasión. Esto es en especial cierto para los naguales.
Dijo que cada nagual desarrolla una forma específica de no tener compasión. Tomó mi caso como ejemplo y dijo que, debido a mi configuración natural, los videntes me veían como una esfera de luminosidad, no compuesta de cuatro bolas comprimidas en una sola, la estructura habitual de los naguales, sino como una esfera compuesta de sólo tres bolas comprimidas. Esa configuración me hacía ocultar automáticamente mi falta de compasión tras la máscara de un hombre que se entrega fácilmente a todo.
– Los naguales son muy engañosos -continuó-. Siempre dan la impresión de ser lo que no son, y lo hacen tan bien que todo el mundo les cree, hasta los que mejor los conocen.
– Realmente no comprendo por qué dice usted que soy engañoso, don Juan -protesté.
– Te presentas como un hombre que se da a todo -dijo-. Das la impresión de ser generoso, de tener gran compasión. Y todo el mundo está convencido de tu autenticidad. Hasta jurarían que eres así.
– ¡Pero así es como soy! -exclamé con absoluta sinceridad.
Don Juan se dobló en dos de risa.
El rumbo que estaba tomando la conversación era desastroso y quise poner las cosas en claro. Aseguré, con vehemencia que yo era sincero en todo cuanto hacía. Lo desafié a que me diera un ejemplo de lo contrario y él me dio uno. Dijo que yo, compulsivamente, trataba a la gente con una generosidad injustificada, dando una falsa imagen de mi desenvoltura y franqueza. Yo argumenté que esa franqueza era mi modo de ser, pero él me replico con una pregunta: ¿por qué exigía yo siempre a la gente con quien trataba, sin decirlo abiertamente, que se dieran cuenta de que yo los engañaba? Le respondí que él estaba errado y el, riéndose como lo hacía cada vez que me acorralaba, señaló el hecho de que, cuando no captaban mi juego y daban por auténtica mi supuesta franqueza me volvía contra ellos con la misma fría falta de compasión que trataba de ocultar.
Sus comentarios me causaron una gran inquietud, pues no podía refutarlos. Guardé silencio. No quería mostrarme ofendido, pero mientras me preguntaba a mi mismo que podía decir, él se levantó y echó a andar, alejándose. Lo detuve, sujetándolo por la manga. Fue por mi parte un movimiento espontáneo, que me sorprendió. Don Juan volvió a sentarse con expresión asombrada.
– No quiero ser grosero -dije-, pero necesito saber más de esto. Me molesta inmensamente lo que usted me acaba de decir.
– Haz que tu punto de encaje se mueva -me instó-. Muchísimas veces hemos hablado de las máscaras de los naguales y del no tener compasión. ¡Acuérdate! Y todo te será claro.
Me miraba con franca expectativa. Debió de haber notado que yo no podía acordarme de nada, pues continuó hablando sobre las diferentes maneras en que los naguales escondían su falta de compasión. Dijo que su propio método consistía en someter a la gente a una ráfaga de coerción oculta bajo una supuesta capa de comprensión y razonabilidad.
– ¿Y las explicaciones que usted me da? -observé- ¿No son acaso resultado de una auténtica razonabilidad y del deseo de ayudarme a comprender?
– No -respondió-. Son el resultado de no tener compasión.
Argüí, apasionadamente, que mi propio deseo de comprender era auténtico. El me dio unas palmaditas en el hombro, y afirmó que mi deseo de comprender era auténtico, pero no mi generosidad. Dijo que los naguales ocultan automáticamente el no tener compasión, aun contra su voluntad.
En tanto que escuchaba su explicación, tuve la peculiar sensación, en lo recóndito de mi mente, que en algún momento habíamos discutido en todo detalle el concepto de no tener compasión.
– Yo no soy hombre racional -prosiguió, mirándome a los ojos-. Sólo aparento serlo debido a que mi máscara es así de efectiva. Lo que a ti te parece razonabilidad es simplemente mi indiferencia a mi propia persona. El no tener compasión no es otra cosa que la total falta de compasión por uno mismo.
"En tu caso, como disimulas con falsa generosidad el no tener compasión, pareces tranquilo y franco. Pero en realidad, eres tan generoso como yo soy razonable. Ambos somos un fraude. Hemos perfeccionado el arte de ocultar el hecho de que no sintamos compasión.
Dijo que su benefactor lo ocultaba tras la fachada de un bromista despreocupado, cuya irreprensible necesidad era jugarle pasadas a cuantos se le acercaban.
– La mascara de mi benefactor era la de un hombre feliz y apacible, a quien nada en el mundo lo afligía o lo preocupaba -continuó don Juan-. Pero bajo esa máscara él era, como cualquier otro nagual, más frió que el viento del ártico.
Usted no es frío, don Juan -dije, con sinceridad.
– Claro que sí -insistió-. Es lo efectivo de mi máscara lo que te da la impresión de que no lo soy.
Pasó a explicar que la máscara del nagual Elías consistía en una desquiciante minuciosidad y exactitud, en lo referente a los detalles, con lo que creaba una falsa impresión de atención y meticulosidad.
Sin dejar de mirarme mientras me hablaba, empezó a describir la conducta del nagual Elías. Y tal vez porque me observaba con tanta atención, no pude concentrarme en absoluto en lo que me estaba diciendo. Hice un esfuerzo supremo por ordenar mis pensamientos.
Me estudio por un instante; luego siguió explicando lo qué era el no tener compasión, pero yo le dije que su explicación ya no me hacía falta. Me había acordado. No mucho después de haber iniciado mi aprendizaje logré, por mis propios medios, un cambio en mi nivel de conciencia. Mi punto de encaje llegó entonces a la posición llamada el sitio donde no hay compasión.
Don Juan me dijo que era mejor no hablar más. Las palabras, en ese caso, eran útiles sólo para guiarlo a uno a acordarse. Una vez que se movía el punto de encaje, se revivía la experiencia completa. También me indicó que el mejor modo de asegurar que uno pudiera acordarse era caminar.
Los dos nos pusimos de pie. Caminamos despacio y en silencio por un sendero en esas montañas, hasta que me hube acordado de todo lo que aconteció en esa ocasión.
Justo al mediodía estábamos en las afueras de Guaymas, en el norte de México, en viaje desde Nogales, Arizona, cuando noté que a don Juan le pasaba algo. Desde hacía más o menos una hora estaba desacostumbradamente silencioso y sombrío. No quise darle mucha importancia, pero, de pronto, su cuerpo se contorsionó descontroladamente y la barbilla le golpeó el pecho, como si los músculos del cuello ya no pudieran sostener el peso de su cabeza
– ¿Lo marea el movimiento del carro, don Juan? -pregunté, súbitamente alarmado.
No me respondió. Respiraba por la boca, con mucha dificultad.
Durante la primera parte de nuestro viaje, que duraba ya varias horas, don Juan había estado muy bien. Hablamos largo y tendido sobre mil cosas. En la ciudad de Santa Ana, donde paramos a llenar el tanque de gasolina, hasta había hecho unos ejercicios chistosísimos contra el techo del auto para desentumecer los músculos de sus hombros.
– ¿Qué le pasa, don Juan? -pregunté.
Sentía punzadas de angustia en el estómago. El, aún con la barbilla sobre el pecho, murmuró que deseaba ir a un determinado restaurante y, con voz lenta y vacilante, me dio indicaciones exactas para llegar allí.
Estacioné el coche en una calle adyacente, a una cuadra del restaurante. Cuando abrí la puerta del coche para salir, don Juan se aferró de mi brazo con puño de hierro. Penosamente y con mi ayuda se arrastró por el asiento y salió por mi puerta. Ya en la acera se sujetó de mis hombros con ambas manos para mantener la espalda derecha. En un silencio nefasto, caminamos hacia el desmantelado edificio donde estaba el restaurante, yo sosteniéndolo a duras penas y él arrastrando los pies.
Don Juan iba colgado de mi brazo con todo su peso. Su respiración era tan acelerada y el temblor de su cuerpo llegó a ser tan alarmante, que caí en el pánico. Tropecé y tuve que apoyarme contra la pared para evitar que los dos cayéramos a la acera. Mi angustia era tal que no podía pensar. Lo miré a los ojos. Estaban opacos, sin su brillo habitual.
Entramos a paso torpe en el restaurante; un amable camarero se precipitó, como de sobreaviso, a ayudar a don Juan.
– ¿Cómo andan los males hoy viejito? -le gritó a don Juan en el oído.
Luego lo llevó, prácticamente en vilo, desde la puerta hasta una mesa; lo hizo sentar y desapareció.
– ¿Lo conoce a usted, don Juan? -le pregunté cuando estuvimos sentados.
El, sin mirarme, murmuró algo ininteligible. Me levanté y fui a la cocina del restaurante, en busca del ocupado camarero.
– ¿Conoce usted al anciano que ha venido conmigo? -le pregunté, cuando pude arrinconarlo.
– Por supuesto que lo conozco -respondió, con la actitud de quien apenas tiene paciencia para responder a una sola pregunta-. Es el viejo a quien le dan los ataques cerebrales.
Su contestación puso las cosas en claro. Comprendí entonces que don Juan había sufrido un leve derrame cerebral mientras viajábamos. No había nada que yo pudiera haber hecho para evitarle ese ataque, pero me sentía inerme y angustiado. El presentimiento de que lo peor aún no había sucedido me causó pánico.
Volví a la mesa y me senté en silencio. Al cabo de un rato, llegó el mismo camarero, con dos platos de camarones frescos y dos grandes tazones de sopa de tortuga. Se me ocurrió que, o bien en ese restaurante sólo se servían esos platos, o don Juan comía lo mismo cada vez que iba allí.
El camarero le habló a don Juan en voz tan alta que se lo oía por sobre el estrépito del resto de la clientela.
– Le va a caer muy bien su comida -gritó-. Se va a chupar los dedos. Si me necesita, levante el brazo y vendré enseguida.
Don Juan asintió con la cabeza y el camarero se retiró, no sin antes darle una palmadita afectuosa en la espalda.
Don Juan comió vorazmente, sonriendo para sí de vez en cuando. Yo estaba tan angustiado que sólo el hecho de pensar en comer me daba náuseas. Pero al fin, alcancé una especie de umbral de la ansiedad muy conocido para mí en mi tensa vida diaria; una vez que lo hube alcanzado mientras más me preocupaba más hambre sentía. Probé la comida y la encontré asombrosamente buena.
Terminando de comer, me sentí algo mejor, pero la situación no había cambiado y mi aflicción no disminuía. De repente, don Juan levantó el brazo por sobre la cabeza. En un momento se presentó el camarero para entregarme la cuenta. Le pagué y él ayudó a don Juan a ponerse de pie. Lo condujo del brazo hasta la calle y lo despidió efusivamente.
Volvimos al coche con el mismo trabajo; don Juan se apoyaba pesadamente en mi brazo, jadeaba y se detenía a recobrar el aliento cada pocos pasos. El camarero se había quedado en la puerta, como para asegurarse de que yo no iba a dejar caer al anciano.
Don Juan tardó dos o tres interminables minutos en subir al auto.
– Dígame, don Juan, ¿qué puedo hacer por usted? -supliqué.
– Da la vuelta al auto -ordenó, con voz vacilante y apenas audible-. Quiero ir al otro lado de la ciudad, a una tienda que me gusta mucho. Allí también me conocen. Son amigos míos.
Le dije que yo no sabía donde quedaba esa tienda. Masculló incoherencias y estalló en un berrinche: golpeó el piso del coche con los pies, hizo pucheros y hasta se babeó la camisa. Luego pareció tener un instante de lucidez. Me puse muy nervioso al presenciar cómo luchaba por ordenar sus pensamientos. Finalmente, logró indicarme cómo llegar hasta la dicha tienda.
Mi nerviosidad había llegado al colmo. Temía que el derrame cerebral de don Juan fuera más grave de lo que yo imaginaba. Quería deshacerme de él, dejarlo en manos de su familia o de sus amigos. Desgraciadamente, yo no sabía quiénes eran. Pensé que debería volver al restaurante para preguntar al camarero si por casualidad conocía a la familia de don Juan. Decidí esperar. Di una vuelta en redondo y me dirigí al otro extremo de la ciudad, en busca de la tienda. Después de todo, allí lo conocían; por seguro alguien me daría razón de su familia.
Cuanto más analizaba mi aprieto, más mal me sentía. Me vino una terrible sensación de tristeza. Todo se venía abajo. Don Juan ya no contaba. Lo echaría de menos, sí, pero la pena de perderlo no era tan grande como mi fastidio por tener que cargar con él.
Manejé casi una hora dando vueltas en busca de la famosa tienda. No di con ella. Don Juan admitió que podía haberse equivocado, que quizás el local estaba en otra ciudad. Para entonces, yo ya estaba completamente exhausto y no tenía ni idea de como salirme del aprieto.
En mi estado normal de conciencia, siempre había tenido la extraña sensación de conocer a don Juan mejor de lo que mi razón me indicaba. En ese momento, bajo la presión de su deterioro mental, tuve la certeza, sin saber por qué, de que sus amigos lo esperaban en algún lugar de México, aunque yo no sabía dónde.
Mi agotamiento era más que físico; era una mezcla de preocupación y remordimientos. Me preocupaba tener que cargar con un viejo que quizá estuviera mortalmente enfermo. Y me remordía la conciencia el serle tan desleal.
Me estacioné en una calle cerca al mar. Le llevó casi diez minutos bajar del coche. Caminamos despacio por la calle rumbo al malecón, pero a medida que nos aproximábamos, don Juan se empacó como una mula y se negó a seguir, murmurando que el agua de la bahía de Guaymas lo asustaba.
Dio la vuelta y se encaminó a la plaza principal. Y yo tuve que seguirlo. Era una plaza polvorienta en donde ni siquiera había bancas. Don Juan se sentó en el cordón de la acera. Pasó un camión de limpieza, haciendo rotar sus cepillos de acero, pero sin expulsión de agua. La nube de polvo me hizo toser.
La situación era tan intolerable que hasta me pasó por la mente la idea de abandonarlo allí mismo. Me sentí avergonzado por semejante pensamiento y lo tomé por el hombro en un gesto de afecto.
– Debe usted hacer un esfuerzo y decirme adónde puedo llevarlo -le dije en voz baja-. ¿Adónde quiere usted que vaya?
– A la mierda -replicó, en voz resquebrajada y ronca.
Don Juan jamás me había hablado así. Me acosó la terrible sospecha de que no era un pequeño derrame cerebral el que él había tenido, sino que sufría algún otro tipo de afección cerebral que le hacía perder la cabeza y volverse violento.
De pronto, don Juan se levantó y caminó hacia la otra acera. Noté entonces lo frágil que parecía. Había envejecido en cuestión de horas. Su vigor natural había desaparecido y lo que tenía ante mí era un hombre horriblemente viejo y débil.
Corrí a ayudarlo. Me envolvió una ola de inmensa compasión, no tanto por don Juan como por mí mismo. Me vi viejo y débil, casi incapaz de caminar. Estaba a punto de llorar. Sostuve su brazo y le hice la muda promesa de cuidarlo, a como diera lugar.
Estaba absorto en ese sentimiento de compasión por mí mismo, cuando sentí la entumecedora fuerza de una cachetada en plena cara. Antes de que pudiera yo recobrarme de la sorpresa, don Juan volvió a darme otra bofetada en la cara. Estaba de pie ante mí, sacudiéndose de ira. La boca entreabierta le temblaba incontrolablemente.
– ¿Quién eres tú? -gritó, con voz tensa.
Se volvió hacia un grupo de curiosos, que se habían reunido inmediatamente.
– No sé quién es este hombre -les dijo-. Ayúdenme. Soy un pobre viejo y estoy solo. Este es un forastero y quiere matarme. Les hacen eso a los viejos indefensos: los matan para divertirse.
Hubo un murmullo de desaprobación. Varios jóvenes musculosos y ceñudos me miraron con aire amenazador.
– Pero ¿qué hace usted don Juan? -le pregunté, en voz alta. Quería asegurar a los demás que el viejo y yo estábamos juntos.
– Yo no me llamo así -gritó don Juan-. Me llamo Belisario Cruz; tengo cédula de identidad.
Se volvió a un grupo bastante grande de gente que me miraban con belicosa curiosidad. Les pidió que le ayudaran. Quería que me sujetaran hasta que viniera la policía.
Tuve la visión de una cárcel mexicana. La idea de que pasarían meses antes de que alguien notara mi desaparición me hizo reaccionar con velocidad y violencia. Pateé al primer hombre que quiso agarrarme. Y eché a correr como loco. Sabía que era cuestión de vida o muerte. Varias personas corrieron detrás de mi.
Mientras corría hacia la calle principal, me di cuenta de que en cualquier ciudad pequeña como Guaymas había policías por todas partes, patrullando a pie. No había ninguno a la vista y, antes de toparme con uno, entré a la primera tienda que se me presentó, fingiendo buscar objetos de arte popular.
Los hombres que corrían tras de mí prosiguieron en tropel. Urdí un rápido plan: comprar cuantas cosas pudiera. Contaba con que los del negocio me tornaran por un turista. Después pediría a alguien que me ayudara a llevar los paquetes al coche.
Me llevó un buen rato seleccionar lo que deseaba. Luego contraté a un joven que trabajaba en la tienda para que me ayudara a llevar los paquetes; pero al acercarme a mi coche, vi a don Juan de pie junto a él, aún rodeado de gente. Estaba hablando con un policía, que tomaba notas. Era inútil. Mi plan había fracasado. Indiqué al joven que dejara mis paquetes en la acera, diciéndole que un amigo mío pasarla por allí con su auto a recogerme, para luego llevarme al hotel. Se fue y yo me mantuve oculto en la puerta de un negocio, fuera de la vista de don Juan y de la gente que lo rodeaban.
Vi que el policía examinó las placas de mi matrícula de California, y eso me convenció definitivamente de que no había salida para mí. La acusación del viejo loco era demasiado grave. Y el hecho de que yo saliera corriendo no habría sino confirmado mi culpabilidad ante los ojos de cualquier policía. Además, no me habría extrañado en lo mínimo que el policía pasara por alto la verdad, sólo para poder arrestar a un extranjero.
Cautelosamente me retiré a otro portal más alejado. Allí permanecí tal vez una hora de pie. El policía se fue, pero don Juan, gritando y moviendo agitadamente los brazos, quedó rodeado por una verdadera multitud. Yo estaba demasiado lejos para oír lo que decía, pero no me era difícil imaginar el tenor de esos gritos y esos movimientos apresurados y nerviosos.
Necesitaba yo desesperadamente otro plan. Consideré la idea de ir a un hotel y esperar un par de días antes de aventurarme a salir en busca de mi coche; para ello tenía que volver a la tienda y desde allí llamar un taxi. Nunca había necesitado un taxi en Guaymas e ignoraba si existían. Pero mi plan se disolvió instantáneamente, al darme cuenta de que si el policía era medianamente competente, y había tomado en serio a don Juan, comenzaría a buscar en los hoteles. Capaz si el policía se había marchado justamente para hacer eso.
Otra alternativa que me pasó por la mente era que podía ir a la estación de autobuses y tornar uno que fuera a cualquier ciudad a lo largo de la frontera internacional o abordar el primer autobús que saliera de Guaymas, en cualquier dirección. Abandoné también la idea de inmediato. Estaba seguro que don Juan había dado mi nombre y una descripción de mi persona al policía y le había dicho de donde venía, y éste ya había puesto a otros policías en alerta.
Mi mente se hundió en un pánico ciego. Respiré con lentitud para calmar los nervios.
Noté entonces que los curiosos comenzaban a dispersarse. El policía volvió con otro colega, pero no se detuvieron a hablar con don Juan, sino que se alejaron, caminando lentamente hacia el final de la calle. Fue en ese momento que sentí un impulso súbito e incontrolable. Era como si mi cuerpo se hubiera desconectado de mi cerebro. Caminé hasta mi coche, cargando con todos los paquetes. Sin el menor rastro de miedo o preocupación, abrí la maletera, puse los paquetes, adentro y abrí ruidosamente la puerta del coche.
Don Juan se hallaba en la acera, junto al coche, mirándome con aire distraído. Le clavé los ojos con una frialdad totalmente ajena a mí. Nunca en mi vida había experimentado tal sensación. No era odio lo que yo sentía, ni siquiera enojo. No estaba ni aún fastidiado con don Juan. Lo que yo sentía no era resignación ni tampoco paciencia y mucho menos bondad. Más bien era una fría indiferencia, una pavorosa falta de compasión. En ese instante me daba igual lo que pasase con don Juan o conmigo.
Don Juan sacudió el torso tal como se sacuden los perros después de nadar, y luego, como si todo aquello hubiera sido sólo una pesadilla, volvió a ser el hombre que yo conocía. Velozmente se sacó su chaqueta, la volteó al revés y se la volvió a poner. Era una prenda reversible, de color beige por un lado, negra por el otro. Ahora vestía una chaqueta negra. Arrojó su sombrero de paja al interior del coche y se peinó el cabello con mucho esmero. Sacó el cuello de la camisa por encima del de la chaqueta, cosa que lo rejuveneció inmediatamente. Sin decir una palabra, me ayudó a poner el resto de los paquetes en la maletera.
Cuando los dos policías, atraídos por el ruido de abrir y cerrar las puertas, corrieron hacia nosotros, haciendo sonar sus silbatos, don Juan les salió ágilmente al encuentro. Los escuchó con atención y les aseguró que no tenían nada de qué preocuparse. Les explicó que seguramente habían estado hablando con su padre, un viejito que sufría de cierta afección cerebral. Mientras hablaba con ellos, abría y cerraba las puertas del coche, como verificando el estado de las cerraduras. Después movió los paquetes, de la maletera al asiento trasero. Su agilidad y su energía eran el polo opuesto a los movimientos del anciano de hacía unos minutos. Comprendí que estaba desempeñando un papel, como en el teatro, para el policía con quien había hablado antes. Si yo hubiera sido ese hombre, no hubiera tenido la menor duda de que estaba viendo al hijo del viejo.
Don Juan les dio el nombre del restaurante en donde conocían a su padre y luego los sobornó con todo descaro.
Yo no me molesté en decir palabra. Algo me hacía sentir duro, frío, eficiente y silencioso.
Subimos al auto sin decir nada. Los policías no se atrevieron a hacerme ninguna pregunta. Parecían estar demasiado cansados incluso para hablar. Nos apresuramos a salir del centro y entrar en la carretera.
– ¿Qué es lo que se traía usted, don Juan? -pregunté, sorprendido yo mismo por la frialdad de mi tono.
– Eso fue la primera lección en no tener compasión -respondió.
Comentó que, en el trayecto hacia Guaymas, me había advertido sobre la inminente lección en no tener compasión.
Admití que no le había prestado atención, convencido de que conversábamos sólo para romper la monotonía del viaje.
– Nunca hablo por hablar -dijo con severidad-. A estas alturas, ya deberías saberlo. Lo que hice esta tarde fue crear la situación adecuada para que descendiera el espíritu y moviera tu punto de encaje a un lugar exacto, un lugar que los brujos llaman "el sitio donde no hay compasión".
"El problema que los brujos deben resolver -continuó él- es que el sitio donde no hay compasión debe ser alcanzado con un mínimo de ayuda. El nagual prepara la escena, pero es el aprendiz quien llama al espíritu a que mueva su punto de encaje.
"Hoy día, tú hiciste eso. Yo te ayudé, quizá con un tantito de melodrama, moviendo mi punto de encaje a una posición específica que me convirtió en un viejo débil y caprichoso. Yo no estaba jugando a ser un viejo. Yo era un viejo senil.
El destello travieso de sus ojos me indicó que estaba disfrutando de ese momento.
– No era absolutamente necesario que yo hiciera eso -prosiguió-. Podría haberte dirigido a llamar al espíritu sin esas tácticas tan ajenas, pero no pude reprimirme. Ya que ese suceso no se repetirá jamás, quería comprobar si me era o no posible mover el punto de encaje como mi propio benefactor. Créemelo, para mí fue una sorpresa tan grande como debe de haberlo sido para ti.
Me sentía increíblemente tranquilo y a gusto. No tenía problema alguno en aceptar lo que me estaba diciendo y no hice preguntas, pues lo comprendía todo sin necesidad de explicaciones.
Don Juan dijo entonces algo que yo ya sabía, pero no podía verbalizar, ya que no habría podido hallar palabras adecuadas para expresarlo. Dijo que todo cuanto los brujos hacen es una consecuencia del movimiento de sus puntos de encaje, y que esos movimientos están regidos por la cantidad de energía que los brujos tienen a su disposición.
Le mencioné a don Juan que yo sabía todo eso y mucho más. Y él comentó que dentro de todo ser humano hay un gigantesco y oscuro lago de conocimiento silencioso que cada uno de nosotros podía intuir. Me dijo que yo podía intuirlo, quizá con un poco más de claridad que el hombre común y corriente, debido a mi participación en el camino del guerrero. Dijo luego que los brujos son los únicos seres en el mundo que, haciendo deliberadamente dos cosas trascendentales, llegan más allá del nivel intuitivo: primero, conciben la existencia del punto de encaje y segundo, logran que el punto de encaje se mueva.
Acentuó una y otra vez que lo más sofisticado de los brujos es el estar consciente de nuestro potencial como seres perceptivos, y el saber que el contenido de la percepción depende de la posición del punto de encaje.
Al llegar a ese momento comencé a experimentar una singular dificultad para concentrarme en lo que él decía, no porque estuviera distraído o fatigado, sino porque mi mente, por cuenta propia, jugaba a anticiparse a las palabras que él iba a usar. Era como si una parte desconocida de mi ser estuviera tratando infructuosamente de hallar términos adecuados para expresar sus pensamientos silenciosos. Mientras don Juan hablaba, yo tenía la sensación de que él iba a expresar mis propios pensamientos silenciosos. Me fascinaba comprobar que su elección de palabras era siempre mejor de lo que habría sido la mía. Pero al anticiparme a lo que iba a decir también disminuía mi concentración.
Detuve abruptamente el coche y me estacioné al costado de la carretera. Y allí tuve, por primera vez en mi vida, una clara noción de mi dualismo. Dos partes obviamente separadas, existían dentro de mi ser. Una era muy vieja, tranquila, indiferente; era pesada, oscura y estaba conectada con todo lo demás. Era la parte de mí a la que nada le importaba, pues era igual a toda cosa; era la parte que gozaba sin esperar nada. La otra parte era ligera, nueva, esponjosa, agitada; era nerviosa y rápida. Se importaba a sí misma porque se sentía insegura y no gozaba de nada, simplemente porque carecía de la capacidad de conectarse. Estaba sola, en la superficie, y era vulnerable. Era la parte con la que yo observaba al mundo.
Intencionalmente, miré a mi alrededor con esa parte. Por doquier vi grandes cultivos. Y esa parte de mí, insegura, esponjosa y preocupada quedó atrapada entre el orgullo que le inspiraba la laboriosidad del hombre y la tristeza de ver el magnífico y viejo desierto de Sonora convertido en un panorama de surcos simétricos y plantas domesticadas.
A la parte vieja, oscura y pesada de mí eso no le importó nada. Y las dos partes entraron en un debate. La parte esponjosa quería que la parte pesada se preocupara; la parte pesada quería que la otra dejara de fastidiarse y gozara de las cosas.
– ¿Por qué paraste? -preguntó don Juan.
Su voz me provocó una reacción, pero no sería exacto decir que fui yo quien reaccionó. El sonido de su voz pareció solidificar a la parte esponjosa y, de pronto, volví a ser reconociblemente yo mismo.
Describí a don Juan la comprensión que acababa de tener sobre mi dualismo. Dijo que, cuando el punto de encaje se mueve y llega al sitio donde no hay compasión, la posición de la racionalidad y el sentido común se debilita. Mi sensación de tener un lado más viejo, oscuro, y silencioso era una visión de los antecedentes de la razón.
– Sé exactamente lo que usted me dice -manifesté-. Sé muchísimas cosas, pero no puedo hablar de lo que sé. No se me ocurre cómo comenzar.
– Ya te he mencionado esto -dijo él-. Lo que estás experimentando y llamas dualismo es una visión del mundo desde otra posición de tu punto de encaje. Desde esa posición puedes sentir el mundo de una manera diferente y a eso lo llamas el lado más antiguo del hombre. Y lo que ese lado más antiguo sabe se llama el conocimiento silencioso. Es un conocimiento que tú aún no puedes expresar.
– ¿Por qué? -pregunté.
– Porque para expresarlo necesitas tener y usar una extraordinaria cantidad de energía -respondió-. En este momento no puedes gastar esa clase de energía, porque no la tienes.
El conocimiento silencioso es algo que todos poseemos -prosiguió-. Algo que tiene total dominio, total conocimiento de todo. Pero no puede pensar; por lo tanto, no puede expresar lo que sabe.
"Los brujos creen que en una época, al comienzo, cuando el hombre comprendió que sabía y quiso estar consciente de lo que sabía, perdió de vista lo que sabía.
"El error del hombre fue querer conocer directamente lo que sabía, tal como conocía las cosas de la vida diaria. Cuanto más deseaba ese conocimiento, más efímero, más silencioso se volvían
"Ese conocimiento silencioso, que nadie puede describir, es, por supuesto, el intento, el espíritu, lo abstracto.
– Pero ¿qué significa eso de que el hombre perdió de vista lo que sabía? -pregunté.
– Significa que el hombre renunció al conocimiento silencioso por el mundo de la razón -respondió-. Cuanto más se aferra al mundo de la razón, más efímero se vuelve el conocimiento silencioso.
Puse el coche en marcha y seguimos el viaje en silencio. Don Juan no trató de darme indicaciones sobre dónde ir ni cómo manejar, como solía hacer para exacerbar mi importancia personal. Yo no tenía una idea clara del rumbo que llevaba, pero algo en mí sí lo sabía. Dejé que esa parte se hiciera cargo de todo.
Muy avanzada ya la noche, y sin que yo conscientemente supiera por que, llegamos a una enorme casa en una zona rural del estado de Sinaloa, en el norte de México. El viaje pareció terminar en un abrir y cerrar de ojos. Yo no podía recordar los detalles del trayecto. Sólo sabía que no habíamos conversado.
La casa parecía estar vacía. No había señales de que allí viviera nadie. Sin embargo, de algún modo yo sabía que los amigos de don Juan vivían en esa casa. Sentía su presencia sin necesidad de verlos.
Don Juan encendió unas lámparas de queroseno y nos sentamos a una maciza mesa. Al parecer, él se disponía a comer. Pero, ¿a comer qué? Yo me preguntaba qué decir al respecto, cuando en ese momento entró silenciosamente una mujer y puso un gran plato de comida en la mesa. Yo no estaba preparado para verla entrar. Cuando pasó de la oscuridad a la luz, tal como si se hubiera materializado de la nada, lancé una involuntaria exclamación.
– No te asustes. Soy yo, Carmela -dijo y desapareció, tragada otra vez por las sombras.
Me quedé boquiabierto y a medio gritar. Don Juan rió tanto, dando palmadas a la mesa que yo casi esperaba que los de la casa acudieran, pero no se presentó nadie.
Traté de comer; no tenía hambre. Empecé a pensar en la mujer. No la conocía. Es decir, casi la conocía; casi podía identificarla, pero no lograba sacar a mi memoria de la bruma que oscurecía mis pensamientos. Luché por despejar mi mente, pero requería demasiada energía y abandoné ese propósito.
Tan pronto como dejé de pensar en la mujer comencé a experimentar una angustia entumecedora. Era como si me estuviera invadiendo un miedo a esa casa oscura y enorme, y al silencio que la rodeaba por dentro y por fuera. Un momento más tarde mi angustia alcanzó proporciones increíbles, justo después que oí el vago ladrido de unos perros, en la distancia. Por un momento sentí el cuerpo a punto de estallar. Don Juan intervino apresuradamente; saltó detrás de mí y me empujó la espalda hasta hacerla crujir. Esa presión me provocó un alivio inmediato.
Cuando me hube calmado noté que había perdido, junto con la anonadada ansiedad, la clara sensación de saberlo todo. Ya no podía adivinar cómo iba don Juan a expresar lo que yo mismo sabía y no podía decir.
Don Juan inició entonces una explicación muy peculiar. Primero dijo que el origen de la angustia que se había apoderado de mí con la velocidad de un rayo era el descenso del espíritu; era el súbito movimiento de mi punto de encaje, causado por la inesperada aparición de Carmela y por mi inevitable esfuerzo de mover mi punto de encaje al sitio que me permitiera identificarla completamente.
Me aconsejó que me acostumbrara a la idea de nuevos y repetidos ataques del mismo tipo de angustia, puesto que el espíritu no dejaría de descender y mi punto de encaje no dejaría de moverse.
– Cualquier descenso del espíritu es como morir -dijo-. Todo en nosotros se desconecta, y después vuelve a conectarse a una fuente de mucho mayor potencia. La amplificación de energía se siente como una angustia mortífera.
– ¿Y qué debo hacer cuando ocurra esto? -pregunté.
– Nada -dijo-. Esperar. Ese estallido de energía pasa. Lo peligroso es no saber lo que te está sucediendo. Una vez que lo sabes no hay peligro.
Después habló otra vez del hombre antiguo. Dijo que el hombre antiguo sabía, del modo más directo, qué hacer y cómo hacerlo bien. Pero como hacía tan bien lo que hacía, comenzó a desarrollar cierto sentido de ser, con lo cual adquirió la sensación de que podía predecir y planear los actos que estaba habituado a hacer tan bien. Así surgió la idea de un "yo" individual; un yo individual que comenzó a dictar la naturaleza y el alcance de las acciones humanas.
A medida que el sentimiento de tener un yo individual se tornaba más fuerte, el hombre fue perdiendo su conexión natural con el conocimiento silencioso. El hombre moderno, siendo el heredero de tal desarrollo, se encuentra tan irremediablemente alejado del conocimiento silencioso, la fuente de todo, que sólo puede expresar su desesperación en cínicos y violentos actos de autodestrucción. Don Juan aseveró que la causa del cinismo y la desesperación del hombre es el fragmento de conocimiento silencioso que aún queda en él; un ápice que hace dos cosas: una, permite al hombre vislumbrar su antigua conexión con la fuente de todo, y dos, le hace sentir que, sin esa conexión, no tiene esperanzas de satisfacción, de logro o de paz.
Creí haber sorprendido a don Juan en una contradicción. Le recordé que una vez me había dicho que la guerra era el estado natural de todo brujo, que la paz era una anomalía.
– Es cierto -admitió-. Pero la guerra, para un brujo, no significa actos de estupidez individual o colectiva ni una violencia absurda. La guerra para el brujo es la lucha total contra ese yo individual que ha privado al hombre de su poder.
Don Juan cambió de conversación y dijo que era hora de hablar más extensamente sobre el no tener compasión: una de las premisas básicas de la brujería. Explicó que los brujos habían descubierto que cualquier movimiento del punto de encaje significa alejarse de la excesiva preocupación con el yo individual: la característica del hombre moderno. Los brujos están convencidos de que la posición del punto de encaje es lo que hace del hombre moderno un egocéntrico homicida, un ser totalmente atrapado en su propia imagen. Habiendo perdido toda esperanza de volver al conocimiento silencioso, el hombre busca consuelo en su yo individual. Y al hacerlo consigue fijar su punto de encaje en el lugar más conveniente para perpetuar su imagen de si. Por lo tanto, los brujos pueden afirmar con toda seguridad que cualquier movimiento que alejara el punto de encaje de su posición habitual equivale a alejarse de la imagen de sí y, por consiguiente, de la importancia personal.
Don Juan definió la importancia personal como la fuerza generada por la imagen de sí. Reiteró que es esa fuerza la que mantiene el punto de encaje fijo en donde está el presente. Por este motivo, la meta de todo cuanto hacen los brujos es el destronar la importancia personal.
Explicó que los brujos habían desenmascarado a la importancia personal, encontrando que es, en realidad, la compasión por sí mismo disfrazada.
– No parece posible, pero así es -me aseguró-. El verdadero enemigo y la fuente de la miseria del hombre es la compasión por sí mismo. Sin cierto grado de compasión por sí mismo, el hombre no podría existir. Sin embargo, una vez que esa compasión se emplea, desarrolla su propio impulso y se transforma en importancia personal.
Esa explicación, que me habría parecido una idiotez en condiciones normales, me resulto por completo convincente. Debido a mi dualidad, la cual aún me daba gran agudeza mental, se me antojó que tenía algo de condescendencia. Don Juan parecía haber apuntado sus pensamientos y sus palabras a un blanco específico. Yo, en mi estado normal de conciencia, era ese blanco.
Prosiguió con su explicación, diciendo que los brujos están absolutamente convencidos de que, el espíritu, al mover nuestro punto de encaje, alejándolo de su posición habitual, nos hacía alcanzar un estado de ser que sólo podríamos llamar "el no tener compasión".
Dijo que los brujos saben, gracias a su experiencia práctica, que en cuanto se mueve el punto de encaje se derrumba la importancia personal, porque sin la posición habitual del punto de encaje, la imagen de sí pierde su enfoque. Sin ese intenso enfoque se extingue la compasión por sí mismo y con ella la importancia personal, ya que la importancia personal es sólo la compasión por sí mismo disfrazada.
A continuación, don Juan afirmó que todo nagual, en su papel de guía o de maestro, debe comportarse eficiente e impecablemente. Puesto que no le es posible planear racionalmente el curso de sus actos, siempre deja que el espíritu decida su curso. Dijo que, por ejemplo, él no tenía planeado hacer lo que hizo hasta que el espíritu le dio un indicio, esa mañana, al despuntar el alba, mientras desayunábamos en Nogales. Me instó a recordar el acontecimiento.
Me acordé que, durante el desayuno, me había sentido muy incómodo porque don Juan se burlaba de mi,
– Piensa en la camarera -me instó él.
– Todo lo que recuerdo es que era grosera -le dije.
– Pero ¿qué es lo que hizo? -insistió él-. ¿Qué hizo mientras esperaba a que decidiéramos qué comer?
Al cabo de un momento me acordé que la camarera era una muchacha de aspecto duro que me tiró el menú y se plantó allí, casi tocándome, exigiéndome en silencio que me diera prisa en pedir.
Mientras ella esperaba, taconeando impacientemente el suelo con un pie enorme, se recogió su larga cabellera negra en la coronilla. El cambio fue notable: así parecía más madura y atractiva. Quedé francamente asombrado y hasta olvidé sus malos modales.
– Ese fue el augurio -dijo don Juan-. La dureza y la transformación fueron el indicio del espíritu.
Dijo que su primer acto del día, como nagual, fue darme a conocer sus intenciones. A tal fin, me dijo, en lenguaje muy directo, aunque de un modo sutil y oculto, que iba a darme una lección acerca del no tener compasión.
– ¿Te acuerdas ahora? -preguntó-. Hablé con la camarera y con una señora ya mayor de la mesa vecina.
Guiado por el de esa manera conseguí acordarme que don Juan había estado flirteando, prácticamente, con la señora, así como con la maleducada camarera. Conversó con ellas por largo rato mientras yo comía. Les contó historias muy graciosas sobre el soborno y la corrupción en el gobierno; contó chistes sobre los campesinos que iban a la ciudad por primera vez. Después, preguntó a la camarera si era norteamericana. Ella dijo que no y la pregunta la hizo reír. Don Juan le dijo que eso era muy propicio, puesto que yo era un mexicano-americano en busca de amor, y que bien podía comenzar allí mismo, después de haber comido tan estupendo desayuno.
Las mujeres no paraban de reír. Me pareció que se reían de mi azoramiento. Don Juan les dijo que, hablando en serio, yo había ido a México a encontrar esposa. Les preguntó si conocían a alguna mujer honrada, modesta y casta, que quisiera casarse y no fuera demasiado exigente en cuestiones de belleza masculina. Se presentó como mi representante.
Las mujeres reían a más no poder. Yo estaba realmente mortificado. Don Juan se volvió hacia la camarera y le preguntó si quería casarse conmigo. Ella dijo que estaba comprometida. A mí me pareció que tomaba a don Juan muy en serio.
– ¿Por qué no lo deja usted que él mismo lo diga? -preguntó la señora-.
– Porque tiene la lengua mocha -respondió él-. Así nació. Tartamudea de un modo espantoso.
La camarera observó que, al pedir mi desayuno, yo lo había hecho de un modo perfectamente normal.
– ¡Ay, pero qué observadora es usted! -dijo don Juan-. El sólo habla correctamente cuando pide comida. Yo ya le he dicho mil veces que, si quiere aprender a hablar como todo el mundo, debe ser despiadado. Lo traje para darle algunas lecciones acerca del no tener compasión.
– Pobre hombre -dijo la señora.
– Bueno, será mejor que nos marchemos si queremos hallar una mujer para él antes de que se haga muy tarde -dijo don Juan, levantándose-.
– Pero ¿usted habla en serio sobre lo del casamiento? -preguntó la muchacha a don Juan.
– Por supuesto -respondió él-. Le voy a ayudar a conseguir lo que necesita para que pueda cruzar la frontera y llegar al sitio donde no hay compasión.
Pensé que, al hablar del sitio donde no hay compasión don Juan se refería al matrimonio o a los Estados Unidos. La metáfora me hizo reír y, por un momento, tartamudeé espantosamente. Eso casi mata a las mujeres del susto, pero hizo que don Juan riera como loco.
– Era imperativo que te declarara mi propósito -dijo don Juan, siguiendo con su explicación-. Lo hice, pero se te pasó por alto, como era de esperar.
Dijo que, desde el momento en que el espíritu se le manifestó, cada paso fue llevado a cabo con absoluta facilidad. Y yo llegué al sitio donde no hay compasión cuando, bajo la presión de su transformación en un vejete senil, mi punto de encaje abandonó su posición habitual.
– La posición habitual y la imagen de sí -continuó don Juan- obligan al punto de encaje a armar un mundo de falsa compasión, pero de crueldad y egoísmo muy reales. En ese mundo, los únicos sentimientos verdaderos son los que convienen a quien los tiene.
"Para el brujo, el no tener compasión no es el ser cruel. El no tener compasión es la cordura, lo opuesto a la compasión por sí mismo y la importancia personal.