LOS REQUISITOS DEL INTENTO

XI. ROMPER LA IMAGEN DE SÍ

Pasamos la noche en el sitio donde yo me había acordado de lo que sucedió en Guaymas. Durante esa noche, aprovechando que mi punto de encaje estaba maleable, don Juan me ayudó a alcanzar nuevas posiciones; percibí cosas increíbles, pero inmediatamente se convirtió todo en algo borroso, que realmente no existía.

Al día siguiente yo no podía recordar nada de lo que había acontecido o lo que había percibido; tenía, no obstante, la aguda sensación de haber pasado por extrañas experiencias. Don Juan admitió que mi punto de encaje se había movido más de lo que él esperaba, pero se rehusó a darme siquiera una leve indicación de lo que yo había hecho. Su único comentario fue que algún día me acordaría de todo.

Alrededor del mediodía, continuamos subiendo las montañas. Caminamos en silencio y sin detenernos hasta bien avanzada la tarde. Mientras subíamos lentamente por una cuesta algo empinada, don Juan habló súbitamente. No comprendí nada y él lo repitió hasta que entendí que deseaba que nos detuviéramos en una cornisa ancha, visible desde donde nos hallábamos. Me estaba diciendo que en aquella cornisa, protegida por peñascos y espesos matorrales, nosotros estaríamos al resguardo del viento y la intemperie.

– Dime ¿qué parte de la cornisa sería la mejor para pasar toda la noche? -preguntó.

Algo antes, mientras escalábamos, yo había localizado aquella cornisa casi inadvertible. Parecía como un parche de oscuridad en la faz de la montaña. La identifiqué con una ojeada muy rápida. Y ahora que don Juan solicitaba mi opinión, noté un punto de oscuridad aún más profundo, un punto casi negro, en el lado sur de la cornisa. La cornisa oscura y su punto casi negro no me producían ningún sentimiento de temor o angustia, por el contrario, sentí un extraño placer al mirar a aquel lugar. Y mirar al punto negro me causó aún más goce.

– Ese punto ahí es muy oscuro, pero me gusta -dije, cuando llegamos a la cornisa.

El estuvo de acuerdo que aquél era el mejor sitio para pasar la noche. Dijo que en ese lugar había un nivel de energía especial y que a él también le gustaba su agradable oscuridad. Nos encaminamos hacia las rocas salientes. Don Juan despejó un sector junto a los peñascos y nos sentamos, apoyando la espalda en ellos.

Le dije que, por un lado, me parecía haber elegido ese sitio por pura suerte, pero que por el otro, no podía pasar por alto el hecho de haberlo percibido con los ojos.

– Yo no diría que lo percibiste exclusivamente con los ojos -dijo-. Fue un poco más complejo que eso.

– ¿A qué se refiere usted, don Juan? -pregunté.

– Me refiero a que tienes posibilidades de las que aún no estás consciente -replicó-. Como eres bastante descuidado, piensas que todo cuanto percibes es, simplemente, una percepción sensorial común.

Dijo que, si yo no le creía, me urgía a bajar otra vez a la base de la montaña para corroborar lo que me estaba diciendo. Predijo que me sería imposible ver la cornisa oscura simplemente con la mirada.

Afirmé, con vehemencia, que yo no tenía ningún motivo para poner en duda lo que él me decía. No pensaba bajar al pie de la montaña por nada del mundo.

Insistió en que bajáramos. Creí que lo decía sólo para molestarme, pero cuando se me ocurrió que podía decirlo en serio me puse nervioso. El rió con tantas ganas que le costaba respirar.

Comentó luego el hecho de que todos los animales eran capaces de encontrar en su alrededor los sitios que tenían niveles especiales de energía. Afirmó que casi todos los animales les tenían pavor y los evitaban. Las excepciones eran los pumas y los coyotes, que hasta dormían en ellos cuando los encontraban. Pero sólo los brujos los buscaban expresamente por sus efectos.

Le pregunté qué efectos eran esos. Dijo que daban imperceptibles descargas de energía vigorizante, y comentó que los hombres comunes y corrientes que vivían en ambientes naturales podían encontrarlos, aunque no supieran que los habían hallado ni estuvieran conscientes de sus efectos.

– ¿Cómo saben que los han encontrado? -pregunté.

– No lo saben nunca -replicó-. Los brujos, al observar a los hombres que viajan a pie, notan en seguida que estos se fatigan y descansan justo en los sitios donde hay un nivel positivo de energía.

"Por el contrario, si pasan por una zona que tiene un flujo de energía perjudicial, se ponen nerviosos y aprietan el paso. Si los interrogas, te dirán que apretaron el paso en esa zona porque se sentían con mayor energía. Pero es lo opuesto: el único lugar que les da energía es aquel en donde se sienten cansados.

Dijo que los brujos podían localizar esos lugares, porque perciben con todo el cuerpo ínfimas emanaciones de energía en los alrededores. La energía de los brujos, derivada de la reducción de su imagen de sí, les permite un mayor alcance a sus sentidos.

– Desde el primer momento que te conocí -prosiguió él- he estado tratando de demostrarte que el único camino digno, tanto para los brujos como para los hombres comunes y corrientes, es restringir nuestro apego a la imagen de si. Lo que el nagual trata de hacer con sus aprendices es romper el espejo de la imagen de si.

Agregó que romper el espejo de cada aprendiz era un caso individual y que el nagual dejaba los detalles en manos del espíritu.

– Cada uno de nosotros tiene un diferente grado de apego a su imagen de sí -continuó-. Y ese apego se hace sentir como una necesidad. Por ejemplo, antes de que yo iniciara el camino del conocimiento, mi vida era una necesidad incesante. Años después de que el nagual Julián me tomara bajo su tutela yo seguía igualmente lleno de necesidad, quizá hasta más que antes.

“Pero hay ejemplos de personas, brujos o personas corrientes, que no necesitan de nadie. Obtienen paz, armonía, risa, conocimiento, directamente del espíritu. No necesitan intermediarios. Tu caso y el mío son diferentes. Yo soy tu intermediario, como el nagual Julián fue el mío. Los intermediarios, además de proporcionar una mínima oportunidad, que es el darse cuenta del intento, ayudan a romper el espejo de la imagen de sí.

"La única ayuda concreta que has obtenido de mí es que yo ataco tu imagen de sí. Si no fuera por eso estarías perdiendo el tiempo conmigo. Esa es la única ayuda real que has obtenido de mi.

– Usted, don Juan, me ha enseñado más que nadie en mi vida -protesté.

– Te he enseñado muchas cosas a fin de fijar tu atención -dijo-. Pero tú jurarías que esa enseñanza ha sido la parte importante. Y no es así.

"Hay muy poco valor en la instrucción. Los brujos sostienen que el descenso del espíritu es lo único que importa, porque el espíritu mueve el punto de encaje. Y ese movimiento, como bien lo sabes, depende del aumento de energía y no de la instrucción.

Hizo luego una afirmación incongruente. Dijo que si cualquier ser humano llevara a cabo una serie de acciones específicas y sencillas, podría aprender a llamar al espíritu a que mueva su punto de encaje.

Señale que se estaba contradiciendo a si mismo. A mi modo de ver, una serie de acciones implicaba instrucciones y significaba procedimientos.

– En el mundo de los brujos sólo hay contradicciones de términos -replicó-. En la práctica no hay contradicciones. La serie de acciones que tengo en mente surge del estar consciente de ser. Para estar consciente de esa serie, por cierto, se necesita un nagual, porque el nagual es quien proporciona una oportunidad mínima, pero esa oportunidad mínima no es instrucción, como las instrucciones que se necesitan para aprender a manejar una máquina. La oportunidad mínima consiste en que lo hagan a uno consciente del espíritu.

Explicó que la serie de acciones a las que se refería requerían primeramente estar consciente de que la importancia personal es la fuerza que mantiene fijo al punto de encaje. Luego, que si se restringe la importancia personal, la energía que naturalmente requiere y emplea queda libre. Y finalmente, que esa energía libre y no malgastada es la que llama al espíritu y sirve entonces como un trampolín automático que lanza al punto de encaje, instantáneamente y sin premeditación, a un viaje inconcebible.

Dijo también que una vez que se ha movido el punto de encaje, puesto que el movimiento en sí representa un alejamiento de la imagen de sí, se desarrolla un claro y fuerte vínculo de conexión con el espíritu. Comentó que, después de todo, era la imagen de sí lo que había desconectado al hombre del espíritu.

– Como ya te lo he dicho -prosiguió don Juan-, la brujería es un viaje de retorno. Retornamos al espíritu, victoriosos, después de haber descendido al infierno. Y desde el infierno traemos trofeos. El puro entendimiento es uno de esos trofeos.

Le dije que la dicha serie de acciones parecía muy fácil y simple, en palabras, pero que, cuando se trataba de llevarla a cabo, uno se encontraba que era la antítesis de la facilidad y la simpleza.

– La dificultad en llevar a cabo esta simple serie -dijo- es que casi nadie está dispuesto a aceptar que necesitamos muy poco para ejecutarla. Se nos ha preparado para esperar instrucciones, enseñanzas, guías, maestros. Y cuando se nos dice que no necesitamos de nadie, no lo creemos. Nos ponemos nerviosos, luego desconfiados y finalmente enojados y desilusionados. Si necesitamos ayuda no es en cuestión de métodos, sino en cuestión de énfasis. Si alguien nos pone énfasis en que necesitamos reducir nuestra importancia personal, esa ayuda es real.

"Los brujos dicen que no deberíamos necesitar que nadie nos convenza de que el mundo es infinitamente más complejo que nuestras más increíbles fantasías. Entonces ¿por qué somos tan pinches que siempre pedimos que alguien nos guíe, si podemos hacerlo nosotros mismos? Qué pregunta, ¿eh?

Don Juan no dijo nada más. Por lo visto, quería que yo meditara sobre esa cuestión. Pero yo tenía otras cosas en la mente. El hecho de acordarme de lo que pasó en Guaymas había socavado ciertos cimientos y necesitaba desesperadamente reafirmarlos. Rompí el prolongado silencio para expresar mi preocupación. Le dije que había llegado a aceptar la posibilidad de que yo olvidara incidentes completos, de principio al fin, si habían ocurrido en la conciencia acrecentada. Hasta aquel día yo había sido capaz de recordar todo cuanto había hecho bajo su guía en mi estado de conciencia normal. Sin embargo ese desayuno con él en Nogales no estaba en mi memoria antes de que yo me acordase de él, como si hubiera acontecido en la conciencia acrecentada y, sin embargo, debió tener lugar en la conciencia del mundo cotidiano.

– Olvidas algo esencial -dijo-. Basta la presencia del nagual para mover el punto de encaje. Siempre te he llevado la cuerda con eso del golpe del nagual. El golpe entre los omóplatos que siempre te doy para que entres en la conciencia acrecentada es el chupón de brujo. Sólo sirve para tranquilizar, para borrar las dudas. Como ya te lo he dicho, los brujos utilizan ese golpe físico para sacudir el punto de encaje por primera vez; después lo único que hace es dar confianza al aprendiz.

– Entonces ¿cómo se mueve el punto de encaje, don Juan? -pregunté, haciendo gala de una estupidez descomunal.

– ¡Qué pregunta! -respondió, con el tono de quien está a punto de perder la paciencia.

Pareció dominarse y sonrió, sacudiendo la cabeza en un gesto de resignación.

– Mi mente está regida por el principio de causa y efecto -dije.

Tuvo uno de sus habituales ataques de inexplicable risa; inexplicable desde mi punto de vista, por supuesto. Le debió parecer que yo tenía cara de enojado, pues me puso la mano en el hombro.

– Me río así, periódicamente, cada vez que me recuerdas que eres un demente -dijo-. Tienes ante tus propios ojos la respuesta a todo lo que me preguntas y no la ves. Creo que la demencia es tu maldición.

Tenía los ojos tan brillantes, tan increíblemente llenos de picardía, que yo también acabé riendo.

– He insistido hasta el cansancio en que no hay procedimientos en la brujería -prosiguió-. No hay métodos ni pasos. Lo único que importa es el descenso del espíritu y el movimiento del punto de encaje y no hay procedimiento que pueda causarlo. Es un efecto que sucede por sí sólo.

Me empujó como para enderezarme los hombros; luego me escudriñó, mirándome a los ojos. Mi atención quedó fija en sus palabras.

– Veamos cómo te figuras esto -dijo-. Acabo de decirte que el movimiento del punto de encaje sucede por sí mismo. Pero también te he dicho que la presencia del nagual mueve el punto de encaje, y que el modo en que el nagual enmascara el no tener compasión ayuda o dificulta ese movimiento. ¿Cómo resolverías esa contradicción?

Confesé que había estado a punto de preguntarle acerca de esa contradicción. Y también le dije que ni se me ocurría cómo resolverla. Yo no era brujo practicante.

– ¿Qué eres, entonces? -preguntó.

– Soy un estudiante de antropología que trata de comprender qué hacen los brujos.

Mi aseveración no era del todo cierta, pero tampoco era una mentira.

Don Juan rió hasta que le corrían lágrimas.

– Es demasiado tarde para eso -dijo, secándose los ojos-. Tu punto de encaje ya se ha movido. Y es precisamente ese movimiento lo que convierte a uno en brujo.

Según dijo, lo que parecía ser una contradicción era, en realidad, las dos caras de la misma moneda. El nagual, al ayudar a destruir el espejo de la imagen de sí, insta al punto de encaje a moverse. Pero quien lo mueve, en verdad, es el espíritu, lo abstracto; algo que no se ve ni se siente; algo que no parece existir, pero existe. Por este motivo, los brujos dicen que el punto de encaje se mueve de por si sólo. O dicen que quien lo mueve, es el nagual, porque el nagual, siendo el conducto de lo abstracto, puede expresarlo mediante sus actos.

Miré a don Juan con una pregunta en los ojos.

– El nagual mueve el punto de encaje, y sin embargo, no es él quien efectúa el movimiento -aclaró don Juan-. O tal vez sería más apropiado decir que el espíritu se expresa de acuerdo a la impecabilidad del nagual; es decir, el espíritu puede mover el punto de encaje con la mera presencia de un nagual impecable.

Recalcó que este punto es de sumo valor para los brujos y que si no lo entendían bien, especialmente un nagual, volvían a la importancia personal y, por lo tanto, a la destrucción.

Don Juan cambió de tema y observó que, en lo tocante a la manera especifica en que se puede romper el espejo de la imagen de sí, era muy importante entender el valor práctico de las diferentes maneras en que los naguales enmascaran el no tener compasión. Dijo que por ejemplo, mi máscara de generosidad era adecuada para tratar con la gente en un nivel superficial pero inútil para mover su punto de encaje y romper así su imagen de sí.

Tal vez porque yo deseaba desesperadamente creerme generoso, sus comentarios renovaron mi sentido de culpabilidad. Me aseguró que no tenía nada de que avergonzarme y que el único efecto indeseable era que mi supuesta generosidad no se prestaba para crear artificios positivos. Mi máscara de generosidad era demasiado tosca, demasiado obvia para serme útil como maestro. En cambio, una máscara de razonabilidad, como la suya, era muy efectiva para crear una atmósfera propicia a fin de mover el punto de encaje. Sus discípulos creían por completo en su supuesta razonabilidad, y los inspiraba tanto que le era muy fácil a él lograr engatusarlos a que se esforzaran hasta el máximo.

– Lo que te sucedió aquel día, en Guaymas, fue un ejemplo de cómo el no tener compasión enmascarado de razonabilidad hace pedazos a la imagen de sí -continuó-. Mi máscara fue tu perdición. Tú, como todos los que me rodean, crees en mi razonabilidad. Y naturalmente, ese día, esperabas, por sobre todas las cosas, que esa razonabilidad continuara.

"Cuando te enfrenté, no sólo con la conducta senil de un viejo endeble, sino con el viejo mismo, tu mente llegó a extremos impensados para reparar mi continuidad y tu imagen de si. Fue entonces cuando te dijiste que yo debía de haber sufrido un ataque. Pero aún así tu conocimiento silencioso te decía que yo era el nagual.

"Finalmente, cuando se te hizo imposible creer en la continuidad de mi razonabilidad, a pesar de tu conocimiento silencioso, el espejo de tu imagen de sí comenzó a romperse. Desde allí en adelante, el movimiento de tu punto de encaje era sólo cuestión de tiempo. La única incógnita era si llegaría o no al sitio donde no hay compasión.

Debía parecerle escéptico, pues explicó que el mundo de nuestra imagen de sí, que es el mundo de nuestra mente, es muy frágil; y se mantiene estructurado gracias a unas cuantas ideas clave que le sirven de orden básico, ideas aceptadas por el conocimiento silencioso así como por la razón. Cuando esas ideas fracasan, el orden básico deja de funcionar.

– ¿Cuáles son esas ideas clave, don Juan? -pregunté.

– En tu caso, ese día en Guaymas, y en el caso de los espectadores de la curandera de la que hablamos, la idea clave es la continuidad.

– ¿Qué es la continuidad? -pregunté.

– La idea de que somos un bloque sólido -dijo-. En nuestra mente, lo que sostiene nuestro mundo es la certeza de que somos inmutables. Podemos aceptar que nuestra conducta se puede modificar, que nuestras reacciones y opiniones se pueden modificar; pero la idea de que somos maleables al punto de cambiar de aspecto, al punto de ser otra persona, no forma parte del orden básico de nuestra imagen de sí. Cada vez que el brujo interrumpe ese orden básico, el mundo de la razón se viene abajo.

Quise preguntarle si bastaba romper la continuidad de un individuo para que se moviera el punto de encaje. El se adelantó a mi pregunta. Dijo que la ruptura es sólo un precursor. Lo que ayuda al punto de encaje a moverse es el hecho de que el nagual sin tener compasión apela directamente al conocimiento silencioso.

Luego comparó las acciones que él había llevado a cabo aquella tarde, en Guaymas, con las acciones de la curandera. Dijo que la curandera había destruido las imágenes de sí de sus espectadores con una serie de actos que no tenían equivalentes en la existencia cotidiana de esos espectadores: la dramática posesión del espíritu, los cambios de voces, el abrir con un cuchillo el cuerpo del paciente. En cuanto se rompió la idea de la continuidad de sí mismos, sus puntos de encaje quedaron listos para moverse.

Me recordó que en el pasado me había hablado muchísimo del concepto de detener el mundo. Había dicho que detener el mundo consiste en introducir un elemento disonante en la trama de la conducta cotidiana, con el propósito de detener lo que habitualmente es un fluir ininterrumpido de acontecimientos comunes; acontecimientos que están catalogados en nuestra mente, por la razón Había dicho que detener el mundo es tan necesario para los brujos como leer y escribir lo es para mí.

Me había dicho también que el elemento disonante se llama "no-hacer", o lo opuesto de hacer. "Hacer" es cualquier cosa que forma parte de un todo del cual podemos dar cuenta cognoscitivamente. No-hacer es el elemento que no forma parte de ese todo conocido.

– Los brujos, debido a que son acechadores, comprenden a la perfección la conducta humana -dijo-. Comprenden, por ejemplo, que los seres humanos son criaturas de inventario. Conocer los pormenores de cualquier inventario es lo que convierte a un hombre en erudito o experto en su terreno.

"Los brujos saben que, cuando una persona común y corriente encuentra una falta en su inventario, esa persona o bien extiende su inventario o el mundo de su imagen de sí se derrumba. La persona común y corriente está dispuesta a incorporar nuevos artículos, siempre y cuando no contradigan el orden básico de su imagen de sí, porque si lo contradicen, la mente se deteriora. El inventario es la mente. Los brujos cuentan con eso cuando tratan de romper el espejo de la imagen de sí.

Explicó que aquel día en Guaymas él había elegido con sumo cuidado los elementos con qué romper mi continuidad. Lentamente se fue transformando hasta que llegó a ser verdaderamente un anciano senil. Y después, a fin de reforzar la ruptura de mi continuidad, me llevó a un restaurante donde lo conocían como un viejo enfermizo.

Lo interrumpí. Había una contradicción que hasta entonces me pasara desapercibida. En Guaymas me dijo que, como la ocasión nunca se volvería a repetir, el deseo de saber exactamente cómo se sentiría si fuera un viejo endeble había sido la razón de su transformación. Yo lo entendí en el sentido de que, esa fue la primera y única vez que él logró ser un viejo senil. Sin embargo en el restaurante lo conocían como el viejecito enfermo que sufría de ataques.

– Aunque había estado muchas veces antes en ese restaurante, como un viejecito enfermo -dijo-, mi vejez era sólo un ejercicio del acecho. Estuve simplemente jugando, fingiendo ser viejo. Nunca hasta ese día había movido mi punto de encaje al sitio exacto de la vejez y la senilidad. Nunca hasta ese día tuve que usar el no tener compasión de un modo tan específico.

"Para el nagual, el no tener compasión consta de muchos aspectos -continuó él-. Es como una herramienta que se adapta a muchos usos. El no tener compasión es un estado de ser, un nivel de intento.

"El nagual lo utiliza para provocar el descenso del espíritu y el movimiento de su propio punto de encaje o el de sus aprendices. O lo usa para acechar. Aquel día comencé como acechador, fingiendo ser viejo, y terminé siendo auténticamente un viejo enfermo. El no tener compasión, controlado por mis ojos, hizo que se moviera mi propio punto de encaje con precisión.

Dijo que, en el momento que intentó ser viejo, sus ojos perdieron el brillo y yo lo noté de inmediato. Mi susto y alarma fueron muy obvios. La pérdida del brillo en sus ojos se debía a que los estaba usando para intentar la posición de un viejo. Al llegar su punto de encaje a esa posición, pudo envejecer en aspecto, conducta y sensaciones.

Le pedí que me aclarase la idea de intentar con los ojos. Tenía una vaga impresión de comprenderla, pero no podía formular lo que sabía.

– El único modo de hablar de eso es decir que el intento se intenta con los ojos -dijo-. Sé que es así. Sin embargo, al igual que tú, no puedo precisar qué es lo que sé. Los brujos resuelven esta dificultad aceptando algo sumamente obvio: los seres humanos son infinitamente más complejos y misteriosos que nuestras más locas fantasías.

Yo insistí que al menos tratara de explicármelo en más detalle.

– Todo lo que te puedo decir es que los ojos lo hacen -dijo en tono cortante-. No sé cómo, pero lo hacen. Invocan al intento con algo indefinible que poseen, algo que está en su brillo. Los brujos dicen que el intento se experimenta con los ojos, no con la razón.

Se negó a agregar nada más acerca del asunto y continuó explicando el evento de Guaymas. Dijo que tan pronto como su punto de encaje hubo alcanzado la posición específica que lo convertía en un auténtico viejo, las dudas deberían haberse borrado de mi mente por completo. Pero como yo me enorgullecía de ser superracional, inmediatamente hice lo posible para explicar su transformación.

– Te lo he dicho y repetido mil veces que ser demasiado racional es una desventaja -dijo-. Los seres humanos tienen un sentido muy profundo de la magia. Somos parte de lo misterioso. La racionalidad es sólo un barniz, un baño de oro en nosotros. Si rascamos esa superficie encontramos que debajo hay un brujo. Algunos de nosotros, sin embargo, tenemos una gran dificultad para llegar a ese nivel bajo la superficie; otros, en cambio, lo hacen con absoluta facilidad. Tú y yo somos muy parecidos en este respecto: los dos tenemos que sudar tinta antes de soltarnos de nuestra imagen de sí.

Le expliqué que, para mí, aferrarme a la racionalidad había sido siempre una cuestión de vida o muerte. Más aún al tratarse de mis experiencias en el mundo de los brujos.

Comentó que aquel día, en Guaymas, mi racionalidad le había resultado especialmente fastidiosa. Desde el comienzo, tuvo que hacer uso de todo tipo de recursos a su alcance para socavarla. A fin de lograrlo, comenzó por ponerme las manos en los hombros, con toda su fuerza, casi derribándome con su peso. Esa brusca maniobra física fue la primera sacudida a mi cuerpo. Y eso, junto con el miedo que me causaba su falta de continuidad, perforó mi racionalidad.

– Pero perforar tu racionalidad no bastaba -prosiguió don Juan-. Yo sabía que, para forzarte a que llamaras tú mismo al espíritu a que moviera tu punto de encaje al sitio donde no hay compasión, yo tendría que romper hasta el último vestigio de mi continuidad. Fue entonces cuando me volví realmente senil y te hice recorrer la ciudad y, al fin, me enojé contigo y te di de bofetadas.

"Te quedaste helado, pero ya ibas camino hacia una instantánea recuperación cuando le di al espejo de tu imagen de sí lo que debería haber sido el golpe final. Grité a todo pulmón que querías matarme. No esperé que echarías a correr. Me había olvidado de tu violencia. Dijo que, pese a mis apuradas y mal pensadas tácticas de recuperación, mi punto de encaje llegó al sitio donde no hay compasión cuando me enfurecí con su conducta senil. O tal vez fue lo contrario: me enfurecí porque mi punto de encaje había llegado al sitio donde no hay compasión. Realmente no importaba. Lo que contaba era que mi punto de encaje había llegado a ese sitio, y yo había aceptado los requisitos del intento: un abandono y una frialdad totales.

Una vez allí, mi conducta cambió radicalmente. Me volví frío, calculador, indiferente con respecto a mi seguridad personal.

Le pregunté a don Juan si él había visto todo eso. No recordaba habérselo contado. Respondió que, para saber lo que yo sentía, le había bastado la introspección y el acordarse que su propia experiencia pasó bajo condiciones similares.

Señaló que mi punto de encaje quedó fijo en su nueva posición en el momento cuando él volvió a su ser natural. Para entonces, mi convicción de que su continuidad era inmutable había sufrido una conmoción tan profunda que la continuidad normal ya no funcionaba como fuerza cohesiva. Y fue en ese momento, desde su nueva posición, que mi punto de encaje me permitió construir otro tipo de continuidad, que expresé con una dureza extraña, indiferente, desapegada; un abandono y una frialdad que, de allí en adelante, se convirtió en mi modo normal de conducta.

– La continuidad es tan importante en nuestra vida que, si se rompe, siempre se repara instantáneamente -prosiguió-. En el caso de los brujos, en cambio, una vez que sus puntos de encaje llegan al sitio donde no hay compasión, la continuidad ya no vuelve a ser la misma.

"Puesto que tú eres lento por naturaleza, no has notado todavía que, desde aquel día en Guaymas, entre otras cosas, has adquirido la capacidad de aceptar cualquier tipo de discontinuidad después de una breve lucha con tu razón, naturalmente.

Le brillaban los ojos de risa.

– Fue también ese día cuando aprendiste a enmascarar el no tener compasión -prosiguió-. Tu máscara no estaba tan bien desarrollada como está ahora, por supuesto, pero lo que adquiriste entonces fueron los rudimentos de lo que se convertiría en tu máscara de generosidad.

Traté de protestar. No me gustaba la idea de no tener compasión y menos aún la idea de que la tenía enmascarada.

– No uses tu máscara conmigo -dijo, riendo-. Guárdala para alguien mejor, para alguien que no te conozca.

Me instó a acordarme exactamente el momento en que la máscara vino a mí, pero yo no pude.

– Vino al instante en que sentiste que esa furia fría se apoderaba de ti -me dijo-, y tuviste que enmascararla. No bromeaste al respecto, como hubiera hecho mi benefactor. No trataste de parecer razonable como lo hubiera hecho yo. No fingiste que te intrigaba, como hubiera hecho el nagual Elías. Esas son las tres máscaras de nagual que conozco. ¿Qué hiciste, entonces? Caminaste tranquilamente hasta tu auto y regalaste la mitad de los paquetes al muchacho que te ayudaba a llevarlos.

Hasta ese momento yo no me acordaba de que ciertamente le pedí al primer muchacho que pasó junto a mí que me ayudara a llevar los paquetes. Le conté a don Juan que también me había acordado de haber visto luces bailando delante de mis ojos. Yo pensé que las veía, porque estaba a punto de desmayarme a causa de la furia que sentía.

– No, no estabas a punto de desmayarte -corrigió don Juan-. Estabas a punto de entrar en un estado de ensueño y de ver al espíritu por tu propia cuenta, como Talía y mi benefactor, pero no lo hiciste porque eres un idiota. En vez de esto, regalaste tus paquetes.

Le dije a don Juan que no era generosidad lo que me había impulsado a regalar los paquetes, sino esa furia fría que me consumía.

Tenía que hacer algo para tranquilizarme y eso fue lo primero que se me ocurrió.

– Pero eso es exactamente lo que vengo diciéndote: tu generosidad no es auténtica -replicó.

Y, para fastidio mío, se echó a reír.

XII. EL TERCER PUNTO

Frecuentemente, don Juan nos llevaba a mí y al resto de sus aprendices, en breves viajes de un día, a la cordillera occidental. En una ocasión partimos al amanecer y en la tarde emprendimos el viaje de regreso. Decidí caminar junto a don Juan. Estar cerca de él siempre me tranquilizaba, mientras que estar entre sus volátiles aprendices me producía el efecto opuesto.

Todavía en las montañas, antes de llegar al llano, tuve que detenerme. Me dio un ataque de profunda melancolía, tan inesperado y tan fuerte que no pude hacer otra cosa que sentarme. Don Juan se sentó conmigo. Siguiendo su sugerencia, me tendí boca abajo sobre un gran peñasco redondo.

El resto de los aprendices, después de mofarse de mí, continuaron caminando. Sus risas y sus chillidos se fueron perdiendo en la distancia. Don Juan me instó a quedarme tranquilo y dejar que mi punto de encaje, que se había movido con súbita rapidez, según dijo, se acomodara en su nueva posición.

– No te pongas agitado -me aconsejó-. Dentro de un rato sentirás una especie de tirón, una palmada en la espalda, como si alguien te hubiera tocado. Y luego estarás bien.

El hecho de yacer inmóvil sobre la roca, esperando una palmada en la espalda, me hizo acordar espontáneamente de un evento pasado. La visión fue tan intensa y clara que no llegué a notar la esperada palmada. Supe que la recibí, porque mi melancolía desapareció instantáneamente.

Me apresuré a describir a don Juan el evento del que me estaba acordando. El sugirió que permaneciera en la piedra y moviera mi punto de encaje hasta el sitio exacto en donde estaba cuando sucedió lo que le describía.

– Tienes que acordarte de todos los detalles -me advirtió.


Había ocurrido hacía ya muchos años; una tarde en que don Juan y yo estuvimos en los altos del estado de Chihuahua, una zona plana y desierta, en el norte de México. Yo solía ir allí con él, porque la zona era rica en las hierbas medicinales que él recogía. Desde un punto de vista antropológico, aquella región era de un gran interés para mí. Los arqueólogos habían descubierto allí restos de lo que creían que había sido un gran puesto de intercambio comercial prehistórico, estratégicamente situado en una ruta natural que unía el sudeste norteamericano con el sur de México y América Central.

Cuantas veces había yo estado en ese desierto de Chihuahua sentía reforzada mi convicción de que los arqueólogos estaban acertados en su conclusión de que se trataba de una ruta natural. Yo, por supuesto, había explicado mis teorías a don Juan sobre la influencia de esa ruta en la diseminación de las culturas prehistóricas en el continente norteamericano. En aquel entonces yo estaba profundamente interesado en explicar la brujería entre los indios del sudeste norteamericano, México y América Central como un sistema de creencias transmitido a lo largo de las rutas comerciales, que había servido para crear, en cierto nivel abstracto, una especie de panindianismo precolombino.

Don Juan, naturalmente, reía estruendosamente cada vez que yo exponía mis teorías.

Al promediar la tarde, después que don Juan y yo hubimos llenados dos bolsas con hierbas medicinales sumamente raras, nos sentamos en la cima de un enorme peñasco a tomarnos un descanso antes de regresar hasta donde yo había dejado mi auto. Don Juan insistió en hablar allí sobre el arte del acecho. Dijo que el lugar y el momento eran de lo más adecuados para explicar sus complejidades, pero que a fin de comprenderlas yo debía primeramente entrar en la conciencia acrecentada.

Le exigí que, antes que nada, me explicara qué era la conciencia acrecentada. Don Juan, haciendo gala de una gran paciencia, la explicó en términos del movimiento del punto de encaje. Yo sabía todo cuanto me estaba diciendo. Le confesé que, en realidad, no necesitaba esas explicaciones. El respondió que las explicaciones nunca estaban de más, ya que se acumulan en nosotros y podían servir para uso inmediato o posterior o para ayudarnos a alcanzar el conocimiento silencioso.

Cuando le pedí que me explicara más detalladamente lo del conocimiento silencioso, se apresuró a responderme que el conocimiento silencioso es una posición general del punto de encaje, que milenios antes había sido la posición normal, del género humano, pero que por motivos imposibles de determinar, el punto de encaje del hombre se había alejado de esa posición específica para adoptar una nueva, llamada la "razón".

Don Juan observó que la mayoría de los seres humanos no son representativos de esa nueva posición, porque sus puntos de encaje no están situados exactamente en la posición de la razón en sí, sino en su vecindad inmediata. Lo mismo había sucedido en el caso del conocimiento silencioso: tampoco los puntos de encaje de todos los seres humanos estaban situados directamente en esa posición.

También dijo que otra posición del punto de encaje, el "sitio donde no hay compasión", es la vanguardia del conocimiento silencioso; y que existe aún otra posición clave llamada el "sitio de la preocupación", la antesala de la razón.

No vi nada oscuro en esa explicación tan crítica. Para mí todo era más que obvio. Comprendí cuanto él decía, en tanto esperaba el habitual golpe entre los omóplatos para hacerme entrar en la conciencia acrecentada. Pero el golpe nunca llegó, y yo seguí comprendiendo todo lo que él decía sin darme cuenta de que comprendía. Perduraba en mí la sensación de tranquilidad, de dar las cosas por hechas, propia de mi conciencia normal, así que no puse en tela de juicio mi extraña capacidad de comprender.

Don Juan me miró fijamente y me recomendó que me tendiera boca abajo en un peñasco redondo, con los brazos y las piernas abiertas como una rana.

Así permanecí por unos diez minutos, completamente tranquilo, casi dormido, hasta que me sacó de mi sopor el suave gruñido de un animal. Levanté la cabeza y, al mirar hacia arriba, se me erizaron los cabellos. Un gigantesco jaguar oscuro estaba sentado en otro peñasco, a escasos tres metros de mí, justo por encima de donde estaba don Juan sentado en el suelo. El jaguar, con la vista fija en mí, mostraba los colmillos, como si estuviera listo para saltar sobre mí.

– ¡No te muevas! -ordenó don Juan, en voz muy baja-. Y no lo mires a los ojos. Míralo fijamente al hocico y no parpadees. Tu vida depende de tu mirada.

Hice lo que me decía. El jaguar y yo nos miramos fijamente por un instante, hasta que don Juan quebró la tensión arrojándole su sombrero a la cabeza. Cuando el animal saltó hacia atrás para evitar el golpe, don Juan emitió un largo y penetrante silbido. Después gritó a todo pulmón y dio tres o cuatro palmadas con las dos manos juntas, que sonaron como disparos apagados.

Don Juan me hizo señas a que me bajara de la piedra y me reuniera con él. Los dos dimos gritos y palmeamos las manos hasta que él decidió que habíamos ahuyentado a la fiera.

Mi cuerpo temblaba; sin embargo, no me había asustado. Le dije a don Juan que lo que más me había atemorizado no era el súbito gruñido del felino ni su mirada fija, sino la certeza de que ya había llevado mucho tiempo mirándome, antes de que yo levantara la cabeza.

Don Juan no dijo una sola palabra sobre la experiencia. Estaba sumido en profundos pensamientos. Cuando comencé a preguntarle si había visto al animal antes que yo, hizo un enérgico gesto para acallarme. Me dio la impresión de que hasta se hallaba intranquilo, confuso.

Al cabo de un momento me hizo señas de que echáramos a andar y abrió la marcha. Nos alejamos de las rocas, serpenteando a paso rápido por entre la maleza.

Media hora después llegamos a un claro del chaparral, donde descansamos por unos momentos. No habíamos dicho una palabra y yo ansiaba saber qué estaba pensando él.

– ¿Por qué caminamos serpenteando? -pregunté- ¿No sería mejor salir volando de aquí, en línea recta, como una flecha?

– ¡No! -dijo con firmeza-. No nos valdría de nada. Ese es un jaguar macho. Está hambriento y va a seguirnos.

– Mayor razón para salir de aquí como flechas -insistí.

– No es tan fácil -dijo-. Ese jaguar no se halla estorbado por la razón. Sabrá exactamente lo que tiene qué hacer para cazarnos. De verdad que verá nuestros pensamientos.

¿Qué es eso de que el jaguar ve los pensamientos? -pregunté, francamente incrédulo.

– No se trata de una metáfora -aseguró-. Lo digo en serio. Los animales grandes, como ése, tienen la capacidad de ver el pensamiento. Y no me refiero a acertar; lo que quiero decir es que lo saben todo directamente.

– Entonces ¿qué debemos hacer? -pregunté, esta vez realmente alarmado.

– Debemos volvernos menos racionales y tratar de ganar la batalla haciéndole imposible ver lo que tenemos en mente -respondió.

– ¿Y cómo puede ayudarnos el ser menos racionales? -pregunté.

– La razón nos hace escoger lo que le parece sensato a la mente. Por ejemplo, tu razón ya te indicó correr velozmente en línea recta. Lo que tu razón no tuvo en cuenta es que si corremos tenemos que cubrir como diez kilómetros antes de llegar a tu coche. Y el jaguar es más veloz que nosotros. Nos sacaría ventaja y nos cortaría el camino, esperándonos en el sitio más apropiado para saltarnos encima.

"Una alternativa mejor, pero menos racional, es correr serpenteando.

– ¿Cómo sabe usted qué es mejor, don Juan? -pregunté.

– Lo sé porque mi vínculo de conexión con el espíritu es muy claro -replicó-. Es decir, mi punto de encaje está en el sitio del conocimiento silencioso. Desde allí, puedo ver que es un jaguar hambriento, pero no cebado en hombres. Y está desconcertado por nuestros actos. Ahora, si corremos serpenteando, tendrá que hacer un esfuerzo para anticiparnos.

– ¿Hay otras alternativas, además de correr en zigzag? -pregunté.

– Sólo se me ocurren alternativas racionales -dijo-. Y no tenemos el equipo necesario para respaldarlas. Por ejemplo, podríamos subir a la cima de un montículo, pero se precisa un arma para defendernos. Y lo que necesitamos es estar a la par con las decisiones del jaguar, dictadas por el conocimiento silencioso. Debemos hacer lo que nos dicte el conocimiento silencioso, por más irrazonable que parezca.

Comenzó a trotar en zigzag. Yo lo seguía desde muy cerca, pero sin ninguna confianza de que correr así pudiera salvarnos. Estaba yo sufriendo una reacción de pánico tardío. Me obsesionaba la imagen del enorme gato oscuro, mirándome, listo para saltar sobre mí.

El chaparral del desierto consistía en arbustos desgarbados, separados entre sí por un metro y medio o poco menos. Las lluvias limitadas del desierto no permitían la existencia de plantas de follaje denso ni de malezas espesas. Sin embargo, el efecto visual del chaparral era de espesura impenetrable.

Don Juan se movía con extraordinaria agilidad; yo lo seguía como podía. Sugirió que pusiera más cuidado al pisar y que tratara de hacer menos ruido, pues el crujir de las ramas secas bajo mis pies estaba delatando nuestra presencia.

Traté deliberadamente de pisar en las huellas de don Juan para no quebrar más ramas secas. Serpenteamos a lo largo de unos cien metros, y de repente, la enorme masa oscura del jaguar, apareció a unos nueve o diez metros detrás de nosotros.

Grité a viva voz. Don Juan, sin detenerse, se volvió con prontitud, a tiempo de ver que el enorme animal desaparecía entre los arbustos hacia nuestra izquierda. Comenzó entonces a dar penetrantes silbidos y a palmotear fuertemente las manos.

En voz muy baja, dijo que a los felinos no les gustaba bajar ni subir cuestas, y que por ello íbamos a cruzar, a toda velocidad, el ancho y profundo barranco que se abría a unos cuantos metros a nuestra derecha.

Me dio la señal y ambos corrimos a toda prisa rompiendo matorrales. Nos deslizamos velozmente adentro del barranco por uno de sus empinados lados hasta llegar al fondo y ascendimos por el otro costado. Desde allí veíamos claramente los dos costados, el fondo del barranco y la planicie por donde habíamos venido corriendo. Don Juan susurró que como el jaguar iba siguiéndonos el rastro, con un poco de suerte lo veríamos descender al fondo del barranco.

Sin apartar la vista del lugar por donde veníamos, esperé, ansiosamente para ver al animal. Pero no vi nada. Empezaba a pensar que el jaguar había seguido de largo en la dirección opuesta, cuando oí el pavoroso rugido de la enorme bestia en el chaparral, justo detrás de nosotros. Tuve entonces la escalofriante seguridad de que don Juan estaba en lo cierto: para estar justo detrás de nosotros, el jaguar tenía que haber adivinado exactamente nuestras intenciones y cruzado el barranco antes que nosotros.

Sin pronunciar una sola palabra, don Juan echó a correr a una formidable velocidad. Lo seguí. Ambos serpenteamos por un largo rato. Yo estaba a punto de explotar sin aliento, cuando nos detuvimos.

El miedo de ser perseguido por el jaguar no me había impedido, sin embargo, admirar la prodigiosa hazaña física de don Juan. Corría como un hombre de veinte años. Empecé a contarle que verlo correr así me había recordado a alguien que en mi infancia me había impresionado profundamente con su velocidad, pero él me hizo señas de callar. Escuchaba con mucha atención y yo hice lo mismo.

Oí un leve crujido de hojas secas en el chaparral, justo delante de nosotros. Y un momento después la silueta negra del jaguar se hizo visible por un instante a unos cincuenta metros de nosotros.

Don Juan se encogió de hombros y señaló en la dirección donde estaba el animal.

– Parece que no podremos sacárnoslo de encima -dijo, con aire de resignación-. Caminemos tranquilamente, como si estuviéramos paseando por el parque. Ahora puedes contarme esa historia.

Rió estruendosamente cuando le dije que yo había perdido todo interés en contar la historia.

– Eso es castigo por no querer escucharte antes, ¿verdad? -preguntó, sonriendo.

Y yo, por supuesto, comencé a defenderme. Le dije que su acusación era decididamente absurda, y que lo que en realidad había sucedido es que perdí el hilo de la historia.

– Si un brujo no tiene importancia personal, le importa un comino perder o no el hilo de una historia -dijo, con un brillo malicioso en los ojos-. Puesto que ya no te queda ni un ápice de importancia personal, deberías contar tu historia ahora mismo. Este es el momento justo y el lugar más apropiado para ello. Un jaguar nos persigue con un hambre de todos los diablos y tú estás rememorando tu pasado: el perfecto no-hacer para cuando a uno lo persigue un jaguar.

"Cuenta la historia al espíritu, al jaguar; cuéntamela a mí, como si no hubieras perdido el hilo en absoluto.

Quise decirle que no me sentía con ganas de satisfacer sus deseos, porque la historia era demasiado estúpida y el momento, abrumador. Quería escoger un ambiente más adecuado, en algún otro momento, como lo hacía él con sus relatos. Pero, antes de que yo expresara mis opiniones, me contestó:

– Tanto el jaguar como yo sabemos leer la mente -dijo-. Si yo escojo el ambiente y el momento adecuado para mis historias de brujería, es porque son para enseñar y quiero sacar de ellas el máximo efecto.

Me indicó por señas que echara a andar. Caminamos serpenteando, pero con gran tranquilidad. Le dije que había admirado la manera como corrió; había admirado su velocidad y su resistencia, y que en el fondo de mi admiración había un poco de importancia personal: yo me consideraba buen corredor. Luego le conté lo que había recordado al verlo correr.

Le dije que de niño había jugado al fútbol y que corría extremadamente bien; era tan ágil y veloz que creía poder cometer cualquier travesura con impunidad, en la seguridad de sacar ventaja a quienquiera me persiguiese, sobre todo a los viejos policías que patrullaban las calles de mi ciudad. Si rompía una luz del alumbrado público o algo por el estilo, con sólo echar a correr estaba a salvo.

Pero un día, sin yo saberlo, los viejos agentes fueron reemplazados por un nuevo cuerpo policial, con adiestramiento militar. El momento fatal llegó cuando rompí una vidriera y eché a correr, confiado en mi velocidad. Un policía corrió detrás de mí. Volé como nunca, pero de nada me sirvió. El oficial, que era el delantero centro del equipo de fútbol de la policía, tenía más velocidad y resistencia que mi cuerpo de diez años podía mantener. Me atrapó y me llevó a puntapiés hasta el negocio de la vidriera rota. Con mucho ingenio, fue dando los nombres de todas sus patadas, como si estuviera entrenándose en la cancha y yo fuera la pelota. No me hizo daño, pero me asustó lo indecible; sin embargo, mi intensa humillación fue amortiguada más tarde por la admiración que me despertaban su agilidad y su destreza como futbolista.

Le dije a don Juan que había sentido lo mismo con él. Había podido superarme, pese a la diferencia de edades y mi vieja preferencia por escapar a la carrera.

También le dije que, durante muchos años, había tenido un sueño periódico en el que yo corría tanto que el joven policía ya no lograba alcanzarme.

– Tu historia es más importante de lo que pensé -comentó don Juan-. Al principio, creí que me iba a contar que tu mamá te echaba látigo y que eso te traumatizó para toda la vida.

El modo en que acentuó sus palabras dio a sus frases un tono muy divertido y burlón. Agregó que en ocasiones era el espíritu y no nuestra razón quien decidía nuestras historias. Y éste era uno de esos casos. El espíritu había despertado esa específica historia en mi mente, sin duda porque tenía que ver con mi indestructible importancia personal. Dijo que el fuego del enojo y la humillación habían ardido en mí por años enteros, y que mi sensación de fracaso y desolación aún estaban intactos.

– Cualquier psicólogo se daría un banquete con tu historia y su contexto social -prosiguió-. En tu mente, yo estoy identificado con el policía, que hizo añicos de tu noción de ser invencible.

Tuve que admitir, ahora que él lo mencionaba, que eso era lo que yo sentía, aunque no lo hubiera pensado, de modo consciente.

Caminamos en silencio. Su analogía me había conmovido tanto que olvidé completamente al jaguar que nos acechaba, hasta que un rugido salvaje me recordó la situación.

Don Juan me indicó que me pisara con gran fuerza sobre las ramas bajas y largas de unos arbustos hasta romper un par de ellas, para hacer una especie de escoba larga. El hizo otro tanto. A medida que corríamos, me enseñó a usar las ramas para levantar una nube de polvo, agitando y pateando la tierra seca y arenosa.

– Eso hará preocupar al jaguar -dijo, cuando nos detuvimos otra vez para recobrar el aliento-. Sólo nos quedan unas pocas horas de luz. En la noche el jaguar es invencible. Será mejor que echemos a correr derecho hacia esas rocas.

Señaló unas colinas no muy distantes, quizá un par de kilómetros hacia el sur.

– Tenemos que ir hacia el este -dije-. Esas colinas están demasiado al sur. Si vamos hacia allá, jamás llegaremos a mi coche.

– De todas maneras, no llegaremos a tu coche hoy día -dijo calmadamente- y quizá tampoco mañana. Quién puede decir si volveremos o no.

Sentí una punzada de terror. Luego, una extraña paz se apoderó de mí. Le dije a don Juan que, si la muerte me iba a agarrar en ese chaparral, al menos esperaba que no fuera dolorosa.

– No te preocupes -dijo-. La muerte es dolorosa sólo cuando se le viene a uno en la cama, enfermo. En una lucha a vida o muerte, no se siente dolor; si acaso sientes algo, es exaltación.

Dijo que una de las diferencias más dramáticas entre los hombres civilizados y los brujos es el modo en que les sobreviene la muerte. Sólo con los brujos es la muerte dulce y bondadosa. Podrían estar mortalmente heridos y, sin embargo, no sentir ningún dolor. Y aún lo más extraordinario es que la muerte deja que los brujos la manejen.

– La mayor diferencia entre el hombre común y corriente y el brujo es que el brujo domina a su muerte con su velocidad -prosiguió don Juan-. Si se presentase el caso, el jaguar no me comería a mí, te comería a ti, porque tú no tienes la velocidad necesaria para contener a tu muerte.

Empezó entonces a explicar las complejidades de la velocidad y de la muerte. Dijo que, en el mundo de la vida cotidiana, nuestra palabra o nuestras decisiones se pueden cancelar con mucha facilidad. Lo único irrevocable en nuestro mundo es la muerte. En el mundo de los brujos, por el contrario, la muerte normal puede recibir una contraorden, pero no la palabra ni las decisiones de un brujo, las cuales no se pueden cambiar ni revisar. Una vez tomadas, valen para siempre.

Le dije que sus afirmaciones, por impresionantes que fueran, no podían convencerme de que la muerte se pudiera revocar. Y él explicó, una vez más, lo que ya me había explicado antes. Dijo que, para un vidente, los seres humanos son masas luminosas, oblongas o esféricas, compuestas de incontables campos de energía, estáticos, pero vibrantes, y que sólo los brujos pueden inyectar movimiento a esas masas de luminosidad estática. En una milésima de segundo, pueden mover sus puntos de encaje a cualquier lugar de la masa luminosa. Ese movimiento y la velocidad con la cual lo realizan, entrañan una instantánea percepción de otro universo y consecuentemente un vuelo a dicho universo. O bien los brujos, al mover sus puntos de encaje, de un solo tirón, a través de toda su luminosidad, pueden crear una fuerza tan intensa que los consume instantáneamente.

Dijo que, si se nos venía encima el jaguar, en ese preciso momento, él podría anular el efecto normal de una muerte violenta. Utilizando la velocidad con que se movía su punto de encaje, él podría o bien cambiar de universo o quemarse desde adentro en una fracción de segundo. Yo, por el contrario, moriría bajo las garras del jaguar, porque mi punto de encaje no tenía la velocidad necesaria para salvarme.

Yo le dije que, a mi modo de ver, los brujos habían hallado un modo alternativo de morir, lo que no es lo mismo que anular la muerte. Y él contestó que sólo había dicho que los brujos tienen dominio sobre su propia muerte. Morían solamente cuando debían hacerlo.

Aunque yo no ponía en duda lo que él me decía, había continuado haciéndole preguntas, y mientras él hablaba, memorias de otros universos perceptibles se iban formando en mi mente, como en una pantalla.

Le dije a don Juan que se me venían a la mente extraños pensamientos. El se echó a reír y me recomendó que me limitara al jaguar, pues era tan real que sólo podía ser una verdadera manifestación del espíritu.

La idea de lo real que era la bestia me produjo un escalofrío.

– ¿No sería mejor que cambiáramos de dirección en vez de ir directamente hacia esas colinas? -pregunté, pensando que al cambiar inesperadamente de rumbo podríamos provocar cierta confusión en el animal.

– Es demasiado tarde para cambiar de dirección -dijo don Juan-. El jaguar ya sabe que no tenemos adónde ir, como no sea a esas colinas.

– ¡Eso no puede ser cierto, don Juan! -exclamé.

– ¿Por qué no?

Le dije que, si bien yo podía dar fe de la capacidad del animal para mantenerse un paso por delante de nosotros, me era imposible aceptar que el jaguar tuviera la capacidad de prever lo que deseábamos hacer.

– Tu error es pensar que el poder del jaguar es una capacidad de razonar las cosas -dijo-. El jaguar no puede pensar; él simplemente sabe.

Explicó que nuestra maniobra de levantar polvo era para confundir al jaguar, dándole una información sensorial de algo que no tenía ninguna utilidad intrínseca para nosotros. Aunque nuestra vida dependiera de ello, el hecho de levantar polvo no nos despertaba ningún sentimiento genuino.

– En verdad, no comprendo lo que está usted diciendo -me quejé.

La tensión hacía estragos en mí. Me costaba mucho concentrarme.

Don Juan explicó que los sentimientos humanos eran como corrientes de aire frías o calientes que podían ser fácilmente percibidas por las bestias. Nosotros éramos los emisores; el jaguar era el receptor. Cualquier sensación o sentimiento que tuviésemos, se abriría paso hasta el jaguar. O mejor dicho: el jaguar podía capturar cualquier sensación o sentimiento que para nosotros fuera usual. En el caso de levantar una nube de polvo, nuestro sentimiento al respecto era tan fuera de lo común que sólo podrían crear un vacío en el receptor.

– Otra maniobra que podría dictar el conocimiento silencioso sería levantar polvo a puntapiés -dijo don Juan.

Me miró por un instante, como si esperara mi reacción.

– Vamos a caminar con mucha calma, ahora -dijo-. Y tú vas a levantar polvo a puntapiés como si fueras un gigante de tres metros.

Debí de poner una expresión bastante estúpida, don Juan se estremeció de risa.

– Levanta una nube de polvo con los pies -me ordenó-. Siéntete enorme y pesado.

Lo traté de hacer y, de inmediato, tuve una sensación de corpulencia. En tono de broma, comenté que su poder de sugestión era increíble. Me sentía realmente gigantesco y feroz.

El me aseguró que mi sensación de tamaño no era, de modo alguno, producto de su sugestión, sino que era producto de un movimiento de mi punto de encaje. Dijo que los mitos de hombres legendarios de la antigüedad eran para él historias de brujería acerca de hombres reales que sabían, gracias al conocimiento silencioso, el poder que se obtiene moviendo el punto de encaje.

Reconoció que en una escala reducida, los brujos modernos habían recapturado ese antiguo poder. Con un movimiento de sus puntos de encaje podían alterar lo que percibían y así cambiar las cosas. Me aseguró que en ese momento, yo estaba cambiando las cosas al sentirme grande y feroz. Los sentimientos, procesados de ese modo, se llamaban intento.

Dijo que tal vez todo ser humano en condiciones de vida normales había tenido, en algún momento, la oportunidad de salirse de los límites convencionales. Hizo hincapié en que no se refería a los convencionalismos sociales, sino a las convenciones que limitan nuestra percepción. Un momento de regocijo es suficiente para mover nuestro punto de encaje y romper con esas convenciones. Así también un momento de miedo, de dolor, de cólera o de pesadumbre. Pero comúnmente, cuando tenemos la posibilidad de mover nuestro punto de encaje nos asustamos. Nuestros principios religiosos, académicos o sociales se ponen en juego, garantizando nuestra urgencia de mover nuestros puntos de encaje a la posición que prescribe la vida normal; nuestra urgencia de regresar al rebaño.

Me dijo que todos los místicos y los maestros espirituales que se conocían habían hecho exactamente eso: mover sus puntos de encaje, ya fuera a través de disciplina o por casualidad, y sacarlos del sitio habitual y luego volver a la normalidad portando consigo un recuerdo que les duraría por toda la vida.

– En estos momentos tu punto de encaje ya se ha movido bastante -prosiguió-. Y ahora estás en la posición de o bien perder lo ganado o hacer que tu punto de encaje se mueva más. Puedes sentirte ahora que eres muy bueno y muy civilizado y olvidar el movimiento inicial de tu punto de encaje. O puedes sentirte que eres un hombre audaz y que puedes empujarte a ti mismo más allá de tus limites razonables.

Yo sabía exactamente a qué se refería, pero en mí había una extraña duda que me hacía vacilar.

Don Juan insistió un poco más en el mismo punto. Dijo que el hombre común y corriente incapaz de hallar energías para percibir más allá de sus límites diarios, llama al reino de la percepción extraordinaria brujería, hechicería u obra del demonio; y se aleja horrorizado sin atreverse a examinarlo.

– Pero tú ya no puedes seguir haciendo eso -prosiguió-. No eres una persona religiosa y eres recontra curioso. No vas a poder descartar esto. Lo único que podría detenerte ahora es la cobardía.

"Convierte todo en lo que realmente es: lo abstracto, el espíritu, el nagual. No hay brujería, no hay el mal, ni el demonio. Solo existe la percepción.

Yo le entendí perfectamente, pero no llegaba a determinar exactamente qué deseaba él que yo hiciera.

Miré a don Juan, tratando de hallar las palabras más adecuadas para preguntárselo. Había yo entrado en un estado de ánimo extremadamente funcional y no quería malgastar una sola palabra.

– ¡Sé gigantesco! -me ordenó, sonriendo- ¡Acaba con la razón!

Comprendí entonces qué quería decir. Más aún; supe que podía aumentar la intensidad de mis sensaciones de tamaño y ferocidad hasta ser verdaderamente un gigante, alzándose por encima de los arbustos, capaz de ver todo a nuestro alrededor.

Traté de expresar mis pensamientos, sin poder hacerlo. Luego me di cuenta de que don Juan sabía lo que yo pensaba y, obviamente, muchas, muchas cosas más.

Y en ese momento me ocurrió algo extraordinario. Mis facultades de raciocinio cesaron de funcionar. Literalmente, sentí como si me hubiera cubierto una frazada negra que oscurecía mis pensamientos. Y dejé ir a mi razón con el abandono de quien no tiene nada de qué preocuparse. Estaba convencido de que si hubiera querido deshacerme de esa frazada oscura, todo lo que tenía que hacer era sentir que me abría paso a través de ella.

En ese estado me sentí impulsado, puesto en movimiento. Algo me hacía moverme físicamente de un sitio a otro. No experimenté fatiga alguna. La velocidad y la soltura con que me movía me llenaron de júbilo.

No tenía la sensación de estar caminando, ni tampoco estaba volando. Más bien, era transportado con suma facilidad. Mis movimientos se volvían espasmódicos y torpes sólo cuando trataba de pensar en ellos. Cuando los disfrutaba sin que mediase el pensamiento, entraba en un estado de júbilo físico sin precedente en mi existencia. De haberse dado algún caso de ese tipo de felicidad física en mi vida, debe haber sido tan breve que no había dejado recuerdos. Sin embargo, al experimentar ese éxtasis me parecía reconocerlo vagamente, como si en otro tiempo lo hubiera conocido, pero lo hubiese olvidado.

El goce de ser transportado a través del chaparral era tan intenso que todo lo demás cesó. Lo único que existía para mí eran ese estado de júbilo y felicidad física y los momentos en que dejaba de ser transportado, el goce cesaba y entonces me encontraba de cara al chaparral.

Pero aún más inexplicable era la sensación, totalmente corporal, de que me erguía capaz dos metros por encima de los arbustos.

En cierto instante vi con toda claridad la silueta del jaguar no muy lejos por delante de mí. Huía a toda velocidad. Sentí cómo trataba de evitar las espinas de los cactos. Pisaba con muchísimo cuidado.

Sentí la incontrolable urgencia de correr detrás del animal para asustarlo hasta hacerle perder la cautela. Sabía que de ese modo se pincharía con las espinas. Una idea literalmente irrumpió en mi mente silenciosa: pensé que el jaguar resultaría mucho más peligroso si se lastimaba con las espinas. Esa idea me produjo el mismo efecto que si alguien me hubiera despertado de un sueño.

Cuando me di cuenta de que mis procesos intelectuales volvían a funcionar, me encontré en la base de una pequeña cadena de colinas rocosas. Miré a mi alrededor. Don Juan estaba a un par de metros de distancia. Estaba visiblemente exhausto, pálido y respirando agitadamente.

– ¿Qué pasó, don Juan? -pregunté, después de carraspear para aclararme la garganta irritada.

– Dime tú qué pasó -balbuceó acezando.

Le conté lo que había sentido. Y luego noté que apenas podía distinguir la cumbre de las colinas. Quedaba muy poca luz diurna. Lo cual significaba que yo había perdido la noción del tiempo, y había corrido o caminado por lo menos dos horas.

Le pedí a don Juan que me explicara esta discrepancia. Dijo que mi punto de encaje se había movido más allá del sitio donde no hay compasión, hasta entrar en el sitio del conocimiento silencioso, pero que aún me faltaba suficiente energía para controlar ese movimiento por mi cuenta. Para controlarlo yo necesitaba energía para moverme a voluntad entre la razón y el conocimiento silencioso. Agregó que, cuando el brujo tenía la energía necesaria podía fluctuar entre la razón y el conocimiento silencioso, y que también podía, aún si no tenía energía, pero mover su punto de encaje era cuestión de vida o muerte.

Sus conclusiones acerca de mi experiencia fueron que, debido a lo grave de la situación, yo había dejado que el espíritu moviera mi punto de encaje. El resultado había sido mi entrada en el conocimiento silencioso, lo cual naturalmente, aumentó el alcance de mi percepción, al punto de permitirme la sensación de corpulencia, de ser un gigante erguido por sobre los arbustos.

En ese entonces, debido a mis estudios académicos, yo estaba apasionadamente interesado en la validación por medio del consenso. Le formulé mi pregunta habitual de aquella época.

– Si alguien del departamento de antropología de la universidad me hubiese estado observando, ¿me habría visto como un gigante moviéndose por el chaparral?

– En verdad, no sé -respondió don Juan-. La forma de descubrirlo sería moviendo tu punto de encaje en el departamento de antropología.

– Lo he tratado -contesté-, pero nunca pasa nada. Sin duda necesito tenerlo a usted cerca para que ocurra algo.

– No habrá sido cuestión de vida o muerte, eso es todo -explicó-. Si lo hubiera sido, habrías movido tu punto de encaje por cuenta propia.

– Pero ¿vería la gente lo que yo veo cuando se mueve mi punto de encaje? -pregunté con insistencia.

– No, a menos que tengas tanta energía que puedas mover el punto de encaje de la gente al mismo sitio donde está el tuyo -contestó.

– Entonces, don Juan, ¿el jaguar fue un sueño mío?.-pregunté-. ¿Todo eso ocurrió sólo en mi mente?

– De ninguna manera -dijo-. Ese jaguar es real. Has caminado kilómetros enteros y ni siquiera estás cansado, eso también es real. Si tienes alguna duda, mírate los zapatos. Estás llenos de espinas. Así que caminaste. Caminaste, sí, alzándote por sobre los arbustos. Y al mismo tiempo no fue así. Todo depende de si el punto de encaje de uno esté en el sitio de la razón o en el sitio del conocimiento silencioso.

Mientras él hablaba, yo entendía todo lo que decía, pero no hubiera podido repetir a voluntad ninguna de sus frases. Tampoco podía determinar qué era lo que yo sabía ni por qué le encontraba tanto sentido a sus palabras.

El rugido del jaguar me devolvió a la realidad del peligro inmediato. Vi la masa oscura del animal, que pasaba velozmente colina arriba, a una distancia de treinta metros a nuestra derecha.

– ¿Qué vamos a hacer, don Juan? -pregunté, sabiendo que él también había visto al jaguar.

– Seguir subiendo hasta la cumbre y buscar refugio allá -respondió él, tranquilamente.

Luego agregó, como si no tuviera nada de que preocuparse, que yo había perdido un tiempo valioso gozando del placer de mirar por encima de los arbustos. En vez de encaminarme hacia las colinas que él me había indicado, me encaminé hacia unos cerros más altos del lado este.

– Debemos llegar a esa escarpa antes que el jaguar, o no tendremos escapatoria -dijo, señalando la faz casi vertical, en la cumbre misma del cerro.

Miré hacia la derecha y vi que el jaguar saltaba de roca en roca. Definitivamente avanzaba así para cortarnos el paso.

– ¡Vamos, don Juan! -grité, de puros nervios.

Don Juan sonrió. Parecía que mi miedo y mi impaciencia lo hacían disfrutar. Nos movimos tan rápido como pudimos y no paramos de subir. Yo trataba de no prestar atención a la masa oscura del jaguar, que aparecía de vez en cuando algo hacia adelante, siempre a nuestra derecha.

Los tres llegamos a la base de la escarpa al mismo tiempo. El jaguar estaba a unos veinte metros más a la derecha de nosotros. Saltó y trató de trepar por la escarpada faz del cerro, pero falló: la pared de roca era demasiado empinada.

Don Juan me gritó que no perdiera tiempo observando al animal, porque se nos echaría encima al no poder escalar. No había terminado de hablar cuando el animal corrió hacia nosotros.

No había un segundo que perder. Trepé por la faz rocosa, seguido por don Juan. El agudo bramido de la frustrada bestia sonó justo junto a mi talón derecho. La fuerza propulsora del miedo me hizo trepar por esa escarpa resbalosa como si yo hubiera sido una mosca.

Llegué a la cumbre antes que don Juan, que se había detenido a reírse.

Ya a salvo, tuve más tiempo para pensar en lo ocurrido. Don Juan no quería discutir nada. Arguyó que, en esa etapa de mi desarrollo, cualquier movimiento de mi punto de encaje seguiría siendo un misterio. Mi desafío al principio del aprendizaje era, según dijo, el conservar mis logros, en vez de explicarlos, pero que en un momento dado todo cobraría sentido para mí.

Le aseguré que, en el presente, todo tenía total sentido para mí. Pero él se mostró inflexible en que antes de poder yo asegurar que encontraba sentido a lo que él decía, yo tenía que explicarme el conocimiento a mí mismo. Insistió que, para que un movimiento de mi punto de encaje tuviera total sentido, me hacía falta tener energía para fluctuar, a voluntad, entre el sitio de la razón y el del conocimiento silencioso.

Guardó silencio por un rato, barriéndome todo el cuerpo con la mirada. Después pareció decidirse. Sonrió y volvió a hablar.

– Hoy te moviste más allá del sitio donde no hay compasión -dijo, con aire de finalidad-. Hoy llegaste al sitio del conocimiento silencioso.

Explicó que esa tarde mi punto de encaje se había movido por sí sólo, sin intervención suya. Yo había intentado el movimiento, y al modelar y enriquecer mi sensación de ser gigantesco, mi punto de encaje había alcanzado la posición del conocimiento silencioso.

Dijo que un modo de describir la percepción que se logra desde el sitio del conocimiento silencioso es llamarla "aquí y aquí". Explicó que, al decirle yo que había sentido que miraba por sobre los arbustos, debería haber agregado que estaba viendo el suelo del desierto al mismo tiempo que la copa de los matorrales. O que había estado en el sitio en donde estaba parado y, a la vez, en el sitio donde estaba el jaguar. De ese modo había podido notar el cuidado que ponía el animal en evitar las espinas. En otras palabras, en vez de percibir el aquí y allá normales, había percibido el "aquí y el aquí".

Sus comentarios me asustaron. Tenía razón. Yo no le había mencionado eso; ni siquiera había admitido para mis adentros que estuve en dos lugares al mismo tiempo. No me habría atrevido a pensar en esos términos, de no ser por sus comentarios.

Repitió que yo era demasiado nuevo en esas lides y que necesitaba más tiempo y más energía para controlar por mí mismo esa percepción dividida. Por el momento, yo aún requería mucha supervisión; por ejemplo, mientras me alzaba por sobre la copa de los arbustos, él había tenido que hacer fluctuar rápidamente su propio punto de encaje entre los sitios de la razón y el conocimiento silencioso para cuidar de mí.

– Dígame una cosa -le dije, poniendo a prueba su razonabilidad-. Ese jaguar era más extraño de lo que usted quiere admitir, ¿verdad? Los jaguares no son parte de la fauna de esta zona. Los pumas sí, pero los jaguares no. ¿Cómo me explica eso?

Antes de responder arrugó la boca. De pronto se había puesto muy serio.

– Creo que este jaguar, en particular, confirma tus teorías antropológicas -dijo, con voz solemne-. Evidentemente, ese era un jaguar antropológico que seguía esa famosa ruta comercial que conecta Chihuahua con América Central.

Don Juan rió tanto que el sonido de su risa despertó ecos en las montañas. Ese eco me perturbó tanto como el mismo jaguar. Pero no era el eco en sí lo que me perturbaba, sino el hecho de que yo nunca había oído un eco por la noche. Los ecos, en mi mente, sólo se asociaban con el día.


Me había llevado varias horas acordarme de todos los detalles de mi experiencia con el jaguar. Durante ese tiempo, don Juan no me habló. Se limitó a apoyarse contra una roca y se durmió sentado. Al cabo de un rato, dejé de notar su presencia y, por fin, yo también me dormí.

Me despertó un dolor en la mandíbula; me había dormido con la cara apoyada contra una roca. En cuanto abrí los ojos traté de deslizarme del pedrón en donde estaba tendido, pero perdí el equilibrio y caí sentado, ruidosamente. Don Juan surgió de entre unos arbustos justo a tiempo para reírse.

Estaba oscureciendo. Comenté en voz alta que no tendríamos tiempo de llegar al valle antes de que cayera la noche. Don Juan se encogió de hombros. Sin aparentar preocupación alguna, tomó asiento a mi lado.

Le pregunte si quería que le contara lo que me había acordado. Indico que le parecía muy bien, pero no me hizo preguntas. Supuse que dejaba el relato por mi cuenta y le dije que había dos puntos de gran importancia para mí. Uno era que él había hablado del conocimiento silencioso; y el otro era que yo había movido mi punto de encaje utilizando el intento.

– No -dijo don Juan-. Eso no fue lo más importante. Tu logro de ese día ni siquiera fue el entrar en el conocimiento silencioso. Tu logro fue que llenaste otro de los requisitos del intento: la audacia. Para enfrentarnos con el intento, necesitamos abandono y frialdad y, sobre todo, audacia.

"Por supuesto que intentar el movimiento de tu punto de encaje fue un gran triunfo, porque te dejó cierto residuo que los brujos buscan con ansias.

Me pareció saber a que se refería. Le dije que el residuo que quedaba en mi estado de conciencia normal, era el recuerdo de que un puma, ya que lógicamente no podía aceptar la idea de que fuera un jaguar, nos había perseguido por una montaña. Agregué que siempre recordé que él me había preguntado cuando estábamos a salvo en la cima, si me sentía ofendido por el ataque del felino. Yo le había asegurado que era absurdo que me sintiera ofendido, y él me había contestado que debía hacer lo mismo con la gente. Si me atacaban debía protegerme o quitarme de en medio, pero sin sentirme moralmente ofendido o perjudicado.

– No es ése el residuo del que estoy hablando -dijo-. La idea de lo abstracto, del espíritu, es el único residuo importante. La idea del yo personal no tiene el menor valor. Todavía pones a tu persona y a tus sentimientos en primera plana. Cada vez que se ha prestado la oportunidad te he hecho notar la necesidad de abstraer. Tú siempre has creído que me refería a la necesidad de pensar de manera abstracta. No. Abstraer significa ponerse a disposición del espíritu por medio del puro entendimiento.

Dijo que una de las cosas más dramáticas de la condición humana es la macabra conexión entre la estupidez y la imagen de sí. Es la estupidez la que nos obliga a descartar cualquier cosa que no se ajuste a las expectativas de nuestra imagen de sí. Por ejemplo, como hombre comunes y corrientes, pasamos por alto el conocimiento más crucial para nosotros: la existencia del punto de encaje y el hecho de que puede moverse.

– Para el hombre racional es inconcebible que exista un punto invisible en donde se encaja la percepción -prosiguió-. Y más inconcebible aún, que ese punto no esté en el cerebro, como capaz podría suponerlo si llegara a aceptar la idea de su existencia.

Agregó que el hombre racional, al aferrarse tercamente a la imagen de sí, garantiza su abismal ignorancia. Ignora, por ejemplo, el hecho de que la brujería no es una cuestión de encantamientos y abracadabras, sino la libertad de percibir no sólo el mundo que se da por sentado, sino también todo lo que es humanamente posible.

– Aquí es donde la estupidez del hombre es más peligrosa -continuó-. El hombre le tiene terror a la brujería. Tiembla de miedo ante la posibilidad de ser libre. Y la libertad está ahí a un centímetro de distancia. Los brujos llaman a la libertad el tercer punto, y dicen que alcanzarlo es tan fácil como mover el punto de encaje.

– Pero usted mismo me ha dicho que mover el punto de encaje es lo mas difícil que existe -protesté.

– Lo es -me aseguró-. Y esto es otra de las contradicciones de los brujos: moverlo es muy difícil, pero también es lo más fácil del mundo. Ya te he dicho que una fiebre alta puede mover el punto de encaje. El hambre o el miedo o el amor o el odio también pueden hacerlo. Lo mismo el misticismo y el intento inflexible, el método preferido de los brujos.

Le pedí que me explicara otra vez qué era el intento inflexible. Dijo que es una especie de determinación; una firmeza; un propósito muy bien definido que no puede ser anulado por deseos o intereses en conflicto. El intento inflexible es también la fuerza engendrada cuando se mantiene el punto de encaje fijo en una posición que no es la habitual. Dijo que los brujos consideran al intento inflexible como el catalizador que propulsa sus puntos de encaje a nuevas posiciones, posiciones que, a su vez, generan más intento inflexible.

Don Juan hizo luego una distinción muy significativa, que me había eludido todos esos años entre un movimiento y un desplazamiento del punto de encaje. Dijo que un movimiento es un profundo cambio de posición, tan acentuado que el punto de encaje podía incluso alcanzar otras bandas de energía. Cada banda de energía representa un universo completamente distinto a percibir. Un desplazamiento, en cambio, es un pequeño movimiento dentro de la banda de campos energéticos que percibimos como el mundo de la vida cotidiana.

Don Juan no quiso hablar más, pero yo lo insté a seguir hablando, a decirme lo que quisiera. Le dije que, por ejemplo, daría cualquier cosa por oír más acerca del tercer punto, pues si bien yo sabía todo lo referente al tercer punto, aún me resultaba muy confuso.

– El mundo de la vida diaria consiste de una serie de dos puntos de referencia -dijo-. Tenemos, por ejemplo, aquí y allá, afuera y adentro, arriba y abajo, el bien y el mal, y así sucesivamente. De modo que debidamente hablando, nuestra percepción de la vida es bidimensional. Nada de lo que hacemos tiene profundidad.

Le saqué en cara que él estaba mezclando niveles. Le dije que hasta podía aceptar su definición de la percepción como la capacidad de los seres vivientes de percibir, con sus sentidos, campos de energía seleccionados por sus puntos de encaje; una definición traída de los cabellos según mis criterios académicos, pero que de momento, parecía coherente. Sin embargo, no lograba imaginar qué podía ser la profundidad de lo que hacemos. Argüí que quizás él estaba hablando de interpretaciones, elaboraciones de nuestras percepciones básicas.

– El brujo percibe sus acciones con profundidad -dijo-. Sus acciones son tridimensionales. Los brujos tienen un tercer punto de referencia.

– ¿Cómo puede existir un tercer punto de referencia? -pregunté, con cierto fastidio.

– Nuestros puntos de referencia son obtenidos primariamente de nuestra percepción sensorial -explicó él-. Nuestros sentidos perciben y diferencian lo que es inmediato para nosotros y lo que no lo es. Usando esta distinción básica derivamos el resto.

Me observó detenidamente durante unos momentos de silencio, mientras yo trataba de comprender lo que decía.

– A fin de alcanzar el tercer punto de referencia uno debe percibir dos lugares al mismo tiempo -me explicó.

Acordarme de mi experiencia con el jaguar me había puesto de un humor extraño; era como si hubiera vivido aquella experiencia apenas unos minutos antes. De pronto me di cuenta de algo que hasta entonces se me había pasado desapercibido: que mi experiencia sensorial era más compleja de lo que había pensado en un principio. Mientras me alzaba por encima de la copa de los arbustos, había estado consciente, sin palabras ni pensamientos, de que estar en dos lugares, o como decían don Juan estar "aquí y aquí", ponía mi percepción inmediata completamente en ambos sitios. Pero también había estado consciente de que a mi percepción doble le faltaba la claridad total de la percepción normal.

Don Juan explicó que la percepción normal tiene un eje. "Aquí y allá" son los extremos de ese eje y el único de los dos que tiene claridad es "aquí". Dijo que, en la percepción normal, solo se percibe el "aquí" por completo, instantánea y directamente. Su referente gemelo, "allá" carece de inmediatez. Se lo infiere, se lo deduce, se lo espera y hasta se lo supone, pero nunca se lo percibe directamente, con todos los sentidos. Cuando percibimos dos lugares a la vez se pierde la claridad total, pero se gana la percepción inmediata del "allá".

– Pero, entonces, don Juan, yo tenía razón al describir mi percepción como la parte importante de mi experiencia -dije.

– No, no tenías razón -dijo-. Lo que experimentaste fue vital para ti, porque te abrió el camino al conocimiento silencioso, pero, como ya te lo dije, lo importante fue tu audacia y también la contraparte de tu audacia: el jaguar.

"Ese animal apareció de la nada, sin que nos diéramos cuenta. Y que podría haber acabado con nosotros, es tan cierto como que te estoy hablando. Ese jaguar fue una expresión de la magia. Sin él no habrías llenado los requisitos del intento, ni habrías tenido regocijo ni lección ni te habrías dado cuenta de nada.

– Pero, ¿era un jaguar de verdad? -pregunté-.

– Yo apostaría la vida a que lo era -contestó-.

Don Juan observó que, para el hombre común y corriente, ese animal habría sido una rareza pavorosa. Le hubiera costado mucho explicar, en términos razonables, qué hacía ese jaguar en Chihuahua, tan lejos de la selva tropical. Pero el brujo, porque tiene un vínculo de conexión con el intento, puede ver que ese jaguar es un medio para engrandecer su percepción. Y no es una rareza para él sino una fuente de asombro.

Había mil preguntas que yo deseaba formular, pero yo mismo me di las respuestas antes de poder articular los interrogantes. Seguí el curso de mis propias preguntas y respuestas por un rato, hasta comprender que no importaba saber silenciosamente las respuestas; había que verbalizarlas para que tuvieran algún valor.

Expresé la primera pregunta que me vino a la mente. Pedí a don Juan que me explicara qué eran los requisitos del intento.

– Los brujos dicen -don Juan explicó- que los más increíbles logros de la percepción son puras idioteces si no están acompañados de ciertos estados de ánimo claves, que les dan valor y seriedad. El abandono, la frialdad y la audacia son esos estados de ánimo. Y solamente los brujos pueden intentarlos.

"La parte engañosa de todo esto -prosiguió- es que estoy diciendo que sólo los brujos conocen al espíritu, que el intento es dominio exclusivo de los brujos. Eso no es cierto en absoluto, pero es la situación en el reino de lo práctico. La condición real es que los brujos están más conscientes de su vínculo de conexión con el espíritu que el hombre común y corriente, y se esfuerzan por manejarlo. Eso es todo. Ya te he dicho que el vínculo de conexión con el intento es la característica universal compartida por todo lo que existe.

Dos o tres veces, me pareció que don Juan estaba a punto de agregar algo más. Vaciló, al parecer tratando de elegir sus palabras. Por fin dijo que el estar en dos lugares al mismo tiempo era la marca que los brujos usaban para señalar el momento en que el punto de encaje llegaba al sitio del conocimiento silencioso. La percepción dividida, si se alcanzaba por medios propios, recibía el nombre de "libre movimiento dei punto del encaje".

Me aseguró que todos los naguales hacían siempre cuanto estaba en su poder para favorecer el libre movimiento del punto de encaje en sus aprendices. Este empecinado esfuerzo recibía la críptica denominación de "extenderse al tercer punto".

– El aspecto más difícil del conocimiento del nagual -prosiguió don Juan- y ciertamente la parte más crucial de su tarea como maestro es la de extenderse al tercer punto. El nagual intenta el libre movimiento del punto de encaje del aprendiz, y el espíritu canaliza hacia el nagual los medios para lograrlo. Yo nunca había intentado nada por el estilo hasta que llegaste tú. Por lo tanto, nunca había apreciado plenamente el gigantesco esfuerzo que hizo mi benefactor al intentarlo para mí.

"Por difícil que le resulte al nagual intentar ese libre movimiento para sus discípulos -prosiguió don Juan-, eso no es nada comparado con la dificultad que tienen sus discípulos para comprender lo que el nagual está haciendo. ¡Mira lo que te pasa a ti! A mí me pasó lo mismo. Casi siempre terminaba convencido de que los trucos del espíritu eran, simplemente, los trucos del nagual Julián.

"Más adelante, comprendí que él debía al nagual Julián la vida y mi bienestar -continuó don Juan-. Ahora sé que le debo infinitamente más. Como no me es posible describir lo que realmente le debo, prefiero decir que él me engatusó hasta hacerme llenar los requisitos del intento y llevarme al tercer punto de referencia.

"El tercer punto de referencia es la libertad de la percepción; es el salto mortal del pensamiento a lo milagroso; es el acto de extendernos más allá de nuestros límites para tocar lo inconcebible.

Загрузка...