Rido quia absurdum est

El ala británica del teatro del absurdo

Harold Pinter

Ann Jellicoe

N. F. Simpson


Por F. M. Lorda Alaiz

Del libro "La joven dramaturgia británica (desde 1956)"

(Artículo publicado en 1962 en la revista PRIMER ACTO)


De entre la veintena de dramaturgos ingleses que se han dado a conocer en el curso de los últimos cinco años hay algunos que forman no sólo un grupo aparte, sino un fenómeno dramatúrgico nuevo, que no es privativo, por supuesto, de la Gran Bretaña, ni siquiera ha sido este país su cuna, a pesar de que uno de sus precursores -Joyce- y uno de sus exponentes máximos -Samuel Beckett- sean anglófonos. Nos referimos, en efecto, al tipo de teatro cuyo germen se halle acaso en Joyce y Kafka y que fragua como tal en Beckett y Eugenio Ionesco. Aunque las obras respectivas de estos jóvenes ingleses difieren notablemente entre sí y ostentan unas marcadas características propias, tienen algo de común que les confiere singularidad entre la producción dramatúrgica británica actual. Tal vez lo que tienen de común se exprese, a mi juicio, con mayor ceñimiento mediante la designación de realismo exasperado.


Si nos ponemos a alambicar, la palabra realismo, de puro omnímoda, no significa nada. ¿Qué tipo de realidad designa? Pero ¿por qué damos por sentado que hay varios tipos de realidad? Será porque hemos oído hablar de ellos: realidad perceptible, sensorial, fenomenológica; realidad física y metafísica; realidad de creencia; realidad poética, de la que nos habla Novalis; realidad objetiva y subjetiva; la tautológica realidad ontológica… Se nos habla incluso de surrealismo, la super-realidad. Lo cual es ya la carabina de Ambrosio, porque, si bien se mira, la realidad es algo irreductible a grados. Tan realidad es un protón como el universo entero. No es cuestión de grados, sino, en este caso, de amplitud. Por otra parte, tan realidad es la superficie de la mesa donde trabajo como el sueño más dislocado, la más descabellada fantasía de un niño o la más absurda ocurrencia de un demente o un beodo. No es cuestión de estimativa, sino de existencia. Son cosas que existen, ergo son reales. Lo que pasa es que ciertos aspectos de la realidad nos son más familiares, más fijos y constantes, más normalizantes, que otros. El aspecto de la realidad que nos es más familiar y normal es el que percibimos con los sentidos y experimentamos en la vida cotidiana. Luego, el que penetramos y deducimos con el intelecto. Hasta aquí nos movemos como Pedro por su casa. A partir de ahí empezamos a andar a tientas.


El intento frenético de moverse en esa zona de penumbra en la que los atisbos resultan desconcertantes, cuando no pavorosos, es lo que pretende expresar el realismo exasperado. La exasperación ante la impenetrabilidad de un mundo que solamente se intuye o presiente y que, por lo tanto, no puede reconstruirse más que de una manera problemática e inarticulada, produce una especie de paroxismo en el que rigen leyes propias apenas comunicables, al borde, consiguientemente, del absurdo, al menos en apariencia. El resultado es una realidad que puede ser no sólo familiar, sino incluso ordinaria, casi sórdida; pero, al mismo tiempo, túrgida de misterio. Una especie de prodigio. En rigor, una paradoja sólo a sobre haz, porque, como escribe Martin Esslin en "The Theatre of Absurd", «no hay verdadera contradicción entre una reproducción meticulosa de la realidad y la literatura del absurdo, antes lo contrario: la mayor parte de las conversaciones reales son, si bien se mira, incoherentes, ilógicas, atentatorias contra la Gramática y elípticas. Transcribiendo la realidad con una precisión despiadada, el dramaturgo llega al desintegrado lenguaje del absurdo. Es el diálogo estrictamente lógico del drama racionalmente construido lo que es irreal y altamente estilizado. En un mundo caído en el absurdo es suficiente transcribir la realidad con minuciosa solicitud para crear la impresión de una extravagante irrealidad». Y se obtiene, a fin de cuentas, la ilusión teatral de una realidad única, clara y distinta, directa, avasallante e insustituible. Una presencia per se, inmanente. Dicho en un nombre: Samuel Beckett. Huelga decir, claro, que estos jóvenes dramaturgos ingleses que adscribimos al realismo exasperado -Harold Pinter y Ann Jellicoe son los más significativos e importantes, aparte de N. F. Simpson, que también se mueve en esta zona, aunque de un modo distinto y merece una atención especial- deben mucho a Samuel Beckett. Y a Kafka, el de las realidades alucinantes y obsesivas.


Hay una clara concomitancia entre esta manera de concebir un drama y el mal llamado arte abstracto. Mal llamado porque nada hay más concreto ni de más nítidos contornos objetivos que un cuadro de Mondrian, por ejemplo. Esa concomitancia estriba en la inmanencia del objeto artístico, en su presencia escueta.


Naturalmente, al pronto, el público, que es receloso, cuando no tosco, y el crítico, que opera a base de puntos de referencia, ante un mundo artístico que no ofrece sino lo que se ve y al paso que se ve y que, al crearse, ha ido creando sus propias leyes -aunque en modo alguno es gratuito, como se verá, sino más lógico y hondo y revelador que el aparentemente lógico y racional-, se quedan perplejos, si es que no montan en cólera. El crítico, tras su estupefacción inicial, en la que no puede permanecer porque profesionalmente le está vedado, hace un esfuerzo y aventura interpretaciones e inventa nuevas etiquetas. En puridad, lo único que debería hacer sería levantar acta, que es lo único que cabe hacer ante los hechos. En cuanto al público, si fuera capaz de advertir que lo que le pasa no es que no entiende, sino que no ve, algo habría entendido ya.


Para los críticos, la dramaturgia de Pinter, Simpson y Jellicoe es, pues -si prescindimos de su denominación más amplia y, por tanto, más superficial y casi frívola de «teatro del absurdo»-, «comedia de amenaza» o «teatro non sequitur», locución latina ésta que viene a querer decir, casi literalmente, «el disloque». Claro, todo lo desconocido entraña una amenaza, y todo lo que no se ve en su estructuración global, sino de un modo fragmentario, es un fenómeno dislocado. Más acertados están, a mi modo de ver, quienes la califican de «realismo trascendental» y advierten en la obra de estos jóvenes un esfuerzo por ahondar en el entresijo de la condición humana en una época como la nuestra, en que el hombre, como individuo, se ve amenazado por todas partes y, en tanto que colectividad, anda metido en un laberinto inextricable. En Pinter, Simpson y Jellicoe no interesa la trama, apenas existente, sino los personajes. Y son éstos los que, debatiéndose contra su mundo interior -dolores, frustraciones, ensueños, anhelos-, permanecen luego en nuestro recuerdo. No en su interrelación con los demás, pues apenas son capaces de comunicarse -sus palabras, más que puentes, son barreras que se levantan mutuamente-, sino solos, aislados, abandonados a su soledad, a su angustia, o, mejor aún, replegados en su soledad, en su angustia.

HAROLD PINTER

De entre estos jóvenes dramaturgos británicos, el que ha causado más amplio y hondo impacto en el público y la crítica ha sido Harold Pinter.


Pinter se dio a conocer con la obra en un acto The room, estrenada en la Universidad de Bristol en mayo de 1957. Esta pieza es ya como el embrión de todo el teatro de este autor; contiene, en potencia, casi todo el programa que ha de desarrollar en los años sucesivos, tanto en lo que se refiere a la temática -el hombre solitario y a la defensiva, asediado por el terror, o al menos ensimismado (el hombre de la mirada hostil sartriano)- como en lo que atañe a la exposición-: un estilo e idioma peculiares, pero basados en ese parloteo más que coloquial vulgar, incongruente, elíptico, rutinario, monologante, que en un mundo absurdo produce la impresión de una extravagante irracionalidad.


El título de la obra -The room («El cuarto» o «La habitación»)- es ya toda una declaración de principios. «Dos personas en una habitación -ha dicho el propio Pinter-. La mayor parte del tiempo no hago sino darle vueltas a esta imagen de dos personas en una habitación. Se levanta el telón y yo veo la escena como formulándome una pregunta sumamente imperiosa: ¿Qué va a sucederles a estas dos personas que están en la habitación? ¿Va a abrirse la puerta y va a entrar alguien?» El punto de partida de este teatro es, por consiguiente, un retorno a los elementos verdaderamente básicos del drama, la expectación creada por los ingredientes elementales de un teatro puro, anterior a toda literatura: una escena, dos personas, una puerta, una imagen poética que suscita en nuestro ánimo un temor y un «suspense» indefinidos. Al preguntarle un crítico qué era lo que temían esas dos personas, Pinter explicó: «Evidentemente, sienten miedo por lo que haya en el exterior de la habitación. En el exterior de la habitación hay un mundo que les acecha, un mundo aterrador. Estoy seguro que a usted también le aterra, no menos que a mí…»


El telón se levanta. La habitación. Un recinto cerrado. Una puerta. Es la morada de Rosa, una anciana sencilla y maternal, cuyo marido, Bert, no le dirige nunca la palabra, a pesar de que aquélla le trata con abrumadora solicitud. El aposento pertenece a una casa muy grande. En el exterior, el invierno y la noche. Rosa ve el cuarto como su único refugio, el único lugar seguro en un mundo hostil. Este cuarto, se dice a sí misma, es exactamente lo que desea. Habla del aposento con una mezcla de afecto y ansiedad. Dice que sentiría mucho tener que mudarse. Y por nada del mundo se trasladaría al sótano, que es oscuro y húmedo. La habitación se convierte, pues, en una imagen de la reducida área de luz y calidez que nuestra consciencia, el hecho de existir, abre en el inmenso océano de la nada, del que emergemos gradualmente después de nuestro nacimiento y en el que nos hundimos de nuevo al morir. Las tinieblas del exterior están erizadas de amenazas. Rosa no está segura del lugar que ocupa la habitación en la estructura de las cosas, cuál es su engarce en el plano del edificio. Lo pregunta a Mr. Kidd, al que toma por el propietario, pero que acaso no sea más que un apoderado. Las contestaciones de éste, un viejo ya decrépito y titubeante, no pueden ser más imprecisas. El marido de Rosa y Mr. Kidd se marchan. Aquel es conductor de camión y realiza un servicio nocturno. Rosa se queda sola. La puerta. Tras ella, silenciosamente ávida, se oprime con furia la amenaza. Y cuando Rosa la abre, por fin, para sacar la basura, hay allí dos personas en pie, recortándose sus siluetas sobre el fondo oscuro del exterior. Experimentamos un sobresalto, un espeluzno de terror nos recorre el cuerpo. Como a Rosa. Sin embargo, se trata simplemente de una joven pareja que busca aposento y se les ha dicho que hay uno vacante en la casa. ¿Qué habitación? La número siete. «Pero si el número siete es nuestra habitación y no queremos mudarnos», explica Rosa. La pareja se marcha. Entra Mr. Kidd. Abajo, en el portal, hay un hombre que desea ver a Rosa. Ha estado allí días enteros, esperando que se fuera el marido de Rosa. Mr. Kidd sale. De nuevo se convierte la puerta en la frágil barrera que retiene precariamente la constante e insaciable amenaza del exterior. Al fin se abre y entra un negro de gran corpulencia, ciego, que se llama Riley. Dice que trae un mensaje a la anciana del padre de ésta. El marido regresa y ataca brutalmente al negro. Rosa se queda ciega.


Esto es todo lo que cabe decir acerca de la trama de esta pieza. Cierto, desde el punto de vista realista, aunque el diálogo, los tipos y las acotaciones de tiempo y espacio son acendradamente reales, todo esto no significa gran cosa de una manera inmediata. Pero desde un principio se adivina repleto de contenido y suscita un cúmulo de preguntas. ¿Es el oscuro sótano la muerte? ¿Es el aposento, como hemos apuntado anteriormente, un símbolo de nuestra breve e incierta permanencia en este mundo? ¿Es el negro ciego el mensajero de un mundo distinto, que viene a conducir a la anciana a la casa de su padre? ¿Representa el marido silencioso la imposibilidad de comunicación incluso con los seres más queridos y próximos? Todas estas preguntas y otras muchas brotan constantemente, pero no se nos da ninguna contestación. Nos hallamos ante una mera situación, ante una atmósfera y, en último término, ante unos hechos que de un modo extraño nos afectan profundamente.


En el mismo año -1957-, Harold Pinter escribió otras dos piezas: The Dumb Waiter y The birthday party. La primera no se estrenó hasta el 21 de enero de 1960, en el Hampstead Theatre Club, de Londres. Nuevamente, una habitación con dos personas dentro. Y la puerta. Tras ésta, lo desconocido. La habitación, destartalada y sucia, está situada en los bajos de una casa, y las dos personas que la ocupan son dos asesinos a sueldo que se hallan al servicio de una organización misteriosa. Se les da unas señas, una llave, y se les dice que esperen nuevas instrucciones. Tarde o temprano llega la víctima, la matan y se van. De lo que pasa luego no tienen la más ligera idea. Ben y Gus, los dos pistoleros, están muy nerviosos. Quieren hacerse té, pero no tienen la moneda para introducir en el fogón automático de gas. En la pared posterior de la estancia se abre una especie de torno con un pequeño ascensor que comunica con el piso superior -«el camarero mudo»-, pues, a lo que parece, la pieza debió ser un día la cocina de un restaurante. De pronto, el ascensor empieza a moverse. Desciende. Ben y Gus se aproximan, ven que hay allí un papelito escrito, lo toman y leen: «Dos bistecs con patatas fritas. Dos pudins de sagú. Dos tés sin azúcar». Los dos pistoleros, despavoridos ante la posibilidad de que se les descubra, se entregan afanosamente a la tarea de cumplir, como sea, el misterioso encargo procedente de arriba. Buscan febrilmente en todos sus bolsillos y al fin envían arriba un paquete de té, una barrita de chocolate, una torta, un cucurucho de patatas fritas. Pero el «camarero mudo» desciende de nuevo, pidiendo más cosas, platos más y más complicados, especialidades chinas y griegas. Los dos hombres descubren un megáfono junto al torno. Ben establece contacto con los poderes de arriba, quienes le echan una severa reprimenda. Gus sale del aposento para ir a buscar un vaso de agua. En su ausencia, Ben recibe, a través del megáfono, las instrucciones definitivas. Tienen que matar a la primera persona que entre en la estancia. Es Gus. Despojado de la chaqueta, el chaleco, la corbata y la pistola, Gus se convierte en la nueva víctima…


The birthday party se estrenó, el mismo año en que fue compuesta la obra, en el Lyric, de Hammersmith, haciéndola saltar la crítica de la cartelera como un dinamitero hace saltar un puente, tal fue la carga de indignación que generó en el ánimo de los críticos londinenses. No obstante, aunque zozobrante de momento por efecto de los torpedos que habían lanzado contra ella las firmas pontificantes de la crítica teatral, no naufragó, sino que reemprendió su curso por derroteros menos expuestos al tiro de los grandes «destructores», dejando una estela de sorpresa y aplauso entre los públicos minoritarios. Luego se hizo de nuevo a la mar abierta, bastante bien acorazada de respetable prestigio, se adaptó a la televisión y acabó por obtener la atención de un amplio sector del público y la beligerancia y grave consideración de la crítica.


Personalmente presencié la excelente interpretación que dieron a esta obra los «Tavistock Players» en el Tower Theatre, este de Londres, en la primavera de 1959. La acción se desarrolla en una pensión familiar de una población marítima. La dueña, Meg, mujer de edad avanzada, maternal, recuerda a la Rosa de The room; el marido de Meg, Petey, es casi tan silencioso como el marido de Rosa, Bert, pero sin la brutalidad de éste. Los dos pistoleros de The dumb waiter reaparecen bajo la forma de dos siniestros visitantes: un irlandés taciturno y brutal y un judío lleno de falsa campechanía y de sospechoso savoir faire mundano. Pero el protagonista del drama es Stanley, hombre de unos treinta y pico de años, atrabiliario e indolente. Meg siente por él una debilidad, hecha de sentimiento maternal y sexualidad, lo cual le permite a Stanley prolongar abusivamente su estancia en la pensión. Poco se sabe del pasado de éste, aparte de que en cierta ocasión -según él mismo cuenta, y todo induce a creer que no es verdad- dio un recital de piano en Lower Edmond. Obtuvo un gran éxito. Pero luego, en ocasión de su segundo concierto, fue víctima de una conspiración anónima que le hundió en el descrédito. Aunque Stanley sueña en hacer una gira mundial, lo que realmente desea es seguir guarecido en la pensión y acogido a los cuidados, por muy irritantes que le resulten a veces, que le prodiga Meg. Es evidente que se guarda de un mundo hostil. La puerta se abre. Dos siniestros visitantes, Goldberg y McCann, preguntan si hay habitaciones libres, pero muy pronto se echa de ver que van en busca de Stanley. ¿Por qué? ¿Para qué? Organizan una fiesta de cumpleaños en honor de Stanley, quien insiste en que él no cumple años aquel día. Es inútil: los preparativos se prosiguen y la fiesta se celebra. En el curso de la misma, Meg, ajena a lo que está ocurriendo, coquetea grotescamente; Goldberg, que por lo visto tiene, además de éste, una multitud de nombres, seduce a la muchacha rubia y medio tonta que vive en la casa vecina; McCann bebe y vigila a Stanley, cuyas gafas le ha arrancado de la cara y ha hecho añicos y el jolgorio culmina en un alucinante juego a la gallina ciega. Todo esto va produciendo un vértigo creciente en Stanley, quien al fin, presa de una crisis de histeria, intenta estrangular a Meg; Goldberg y McCann se apoderan de él y lo conducen al piso superior. Al iniciarse el tercer acto vemos que Goldberg y McCann descienden por las mismas escaleras, llevando en medio, como preso, a Stanley; éste viste ahora chaqué negro, pantalón a rayas, lleva un cuello limpio con la correspondiente corbata, cubre su cabeza con sombrero hongo y en una de sus manos sostiene las gafas rotas; está pálido y se mantiene silencioso y se deja hacer como si fuera un guiñapo. Los dos hombres se lo llevan en un automóvil grande y negro. Meg sigue soñando en la espléndida fiesta de la noche anterior y ni por asomo cae en la cuenta de lo que ha sucedido.


La interpretación más superficial que se ha querido dar al simbolismo de esta pieza es que subraya, una vez más, la lucha entre la sociedad -el mundo exterior- y el individuo. Acaso haya algo de eso, pero a buen seguro no es todo, ni siquiera lo principal. En todo caso, está en los antípodas de la alegoría obvia y casi tosca del «Rinoceronte», de Ionesco. El simbolismo, si es que realmente de simbolismo se trata, cala mucho más hondo en la condición del hombre actual, aunque de una manera imprecisa, pero decididamente inquietante. Ocurren cosas, los personajes se agitan, entran y salen: algunas veces, arrastrados mecánicamente por el hábito y la rutina; otras, de una manera aparentemente arbitraria, mas sembrando siempre en nosotros el germen de la cavilación de hondura. Algo muy recóndito se remueve en nosotros. Y es que, en definitiva, son tipos y actos de nuestro mundo, rigurosamente reconstruidos y hábilmente quintaesenciados en el crisol de la poesía dramática. En efecto, todo ello se nos sirve con un admirable sentido del teatro y a través de un diálogo nada literario, al ras del suelo, quebrado, realzado con frecuencia su relieve expresivo mediante silencios henchidos del discurrir interior de los personajes, lleno de sorpresas clamorosamente hilarantes, a pesar del fondo trágico del drama. No acaba de ser un diálogo entre sordos, porque en ocasiones, a destiempo, por supuesto, en el momento más inesperado, surge la réplica o una alusión a lo que ha dicho hace ya rato el interlocutor. En realidad, se trata de un soliloquio que alguna que otra vez halla un eco fugaz, contingente, en el soliloquio del otro, como una corriente subterránea que muy de cuando en cuando aflora a la superficie y, si se da la causalidad de que la otra corriente ha abandonado también por un momento su cauce interior, establece un ligero contacto con ella y, por lo menos, registra distraídamente su rumor y luego vuelve a soterrarse.


The Birthday Party no es todavía Harold Pinter en su mejor forma. Como en sus piezas anteriores, aunque en ésta en una medida ya mucho menor, algunos pasajes en que se roza el melodrama, el simbolismo crudo y el misterio fácil nos hacen torcer el gesto, pero nos hallamos ya, de todas maneras, ante «ese momento vivo, algo que ocurre en aquellos instantes y que en lo que dice la escena y dicen los personajes se halla toda explicación y todo significado».


Tras «La fiesta de cumpleaños», Harold Pinter escribió la letra de algunos fragmentos de revista musical y dos piezas de radio-teatro; una de ellas, A Slight Ache -«Un dolorcillo»-, muy celebrada cuando la transmitió la BBC. En realidad, Pinter, que nació en Londres en 1931, lleva escribiendo desde su adolescencia -empezó publicando poemas sueltos en diversas revistas literarias y sigue siendo fundamentalmente un poeta trasplantado al teatro-. A los veinte años inició una carrera de actor. En todo ello halló Pinter un gran apoyo en sus padres, judíos que viven en el East End de Londres, donde tienen una sastrería. Estudió en la Escuela Central de Drama y Declamación. Eludió el servicio militar, aduciendo que su conciencia no le permitía prestarlo -conscientious objector-, lo cual le obligó a debatirse una temporada con los tribunales.


Como actor se ha presentado siempre ante el público bajo el seudónimo de «David Baron». Con este nombre recorrió Irlanda, incorporado a una compañía dedicada al teatro de Shakespeare. Ha actuado también en teatros de provincias, en uno de los cuales conoció a la que hoy es su mujer: la actriz Viven Merchant. A Pinter le gustan los «papeles tenebrosos». Siente una verdadera pasión por Samuel Beckett.


A slight ache lo transmitió por primera vez el Tercer Programa de la BBC el 29 de julio de 1959. De los tres personajes que tiene la pieza sólo dos hablan. El tercero, al que no se oye en absoluto, está investido, por lo tanto, con el terror de lo desconocido. Un matrimonio ya viejo, Edward y Flora, se sienten desazonados ante la misteriosa presencia de un vendedor de cerillas callejero, apostado junto a la entrada de la verja posterior de su casa. Allí está desde hace días, sosteniendo su bandeja de madera, sin vender nunca nada. El viejo vendedor ejerce sobre ellos tal fascinación que, al fin, deciden hacerle entrar en casa. Pero todo lo que hacen y dicen para que hable resulta inútil. Como si esta obstinada ausencia de toda reacción fuera una especie de desafío, Edward empieza a contar al extraño vendedor de cerillas la historia de su vida. Insiste en que no está asustado, pero en realidad lo está, y sale al jardín para respirar un poco de aire fresco. Ahora le toca la vez a Flora, la cual inunda al silencioso visitante de recuerdos y confesiones. Le habla incluso de cuestiones sexuales, sintiéndose evidentemente atraída y, al mismo tiempo, repelida por el viejo vagabundo. «Te voy a retener -le dice en un momento determinado-, te voy a retener, espantoso individuo, y te voy a llamar Bernabé.» Edward se siente terriblemente celoso. Nuevamente aborda a Bernabé, pero como tampoco consigue suscitar en éste la más mínima reacción, experimenta un desplome de su personalidad. El drama termina instalando Flora en la casa a Bernabé y despachando a Edward: «¡Edward! ¡Aquí tienes la bandeja!» El vagabundo sustituye al marido.


En su segunda pieza de radio-teatro, A night out -«Una noche de francachela»-, transmitida por primera vez el 1 de marzo de 1960 por el Tercer Programa de la BBC y en abril del mismo año, en versión televisada, por la Televisión ABC, y en la escrita especialmente para la televisión, Night School - «Escuela nocturna»-, transmitida por primera vez el 21 de julio de 1960 por la Associated Rediffusion TV, Harold Pinter hace alarde de su maestría en el uso del idioma de la vida real para poner de relieve lo absurdo y fútil de la condición humana.


La primera narra las aventuras de un empleado, Albert Stokes, un refoulé, al que su madre ha retenido pegado a sus faldas con un afán de posesión semejante al de Meg para con Stanley y al de Flora para con el enigmático vendedor de cerillas. Albert ha sido invitado a una fiesta organizada por sus compañeros de oficina. Se desprende de su madre y va a la fiesta, donde su rival en la oficina le pone en situaciones embarazosas, haciendo que las muchachas le ataquen los puntos flacos de sus represiones. Se le acusa de haber abusado de una de las chicas, regresa a casa, su madre le regaña, pierde los estribos, arroja contra ésta un objeto y, creyendo que la ha matado, se precipita a la calle. Una prostituta le lleva a su cuarto, pero le regaña también porque ha dejado caer un poco de ceniza de su cigarrillo en la alfombra; Albert experimenta un nuevo estallido de cólera y se va. Al regresar a su casa por la mañana se encuentra a su madre viva, aunque algo maltrecha. ¿Ha logrado Albert Stokes escapar de sí mismo?


La pieza para la televisión Night School, al paso que retorna al tema típico de Pinter, de considerar la habitación como símbolo del lugar que ocupamos en el mundo, aborda el problema de la verificación y de la identidad. Walter, al regresar de la cárcel, donde ha cumplido condena por falsificar unos cheques, se encuentra con que sus dos ancianas tías han alquilado a otro su habitación. Siente un verdadero terror al enterarse de que quien ocupa ahora la habitación es una muchacha, Sally, maestra, según ella, y que sale mucho de noche porque sigue un curso de idiomas extranjeros en una escuela nocturna. Al ir a buscar algunas de sus cosas a la habitación, Walter echa de ver en seguida que en realidad la chica trabaja en un club nocturno. Aunque existen muchas probabilidades de que logre trabar amistad con ella y, seduciéndola o incluso tomándola en matrimonio, pueda recobrar su cama, Walter pide a un negociante de dudosa moral, amigo de sus tías, que averigüe cuál es el establecimiento donde trabaja Sally. Solto, el negociante, encuentra a la muchacha, le gusta, concibe la esperanza de seducirla y, sin darse cuenta, revela que ha sido Walter quien le ha enviado a espiarla. Pero Sally, que sabe ahora que Walter quería desenmascararla, se marcha, desaparece. De esta manera, Walter, al poner por encima de todo su deseo de recobrar su habitáculo, pierde la oportunidad de ganar a la muchacha, que podía haberle proporcionado un verdadero lugar en el mundo.


El drama que ha consagrado a Harold Pinter como una de las más grandes y fundadas promesas de la dramaturgia británica actual es The Caretaker, estrenado el 27 de abril de 1960 en el Arts Theatre y trasladado el 30 de mayo del mismo año al Duchess Theatre. The Caretaker -«El portero, conserje o encargado», que cualquiera de las tres cosas puede significar la palabra inglesa- representa un gran paso hacia adelante en la evolución artística de Pinter. Como en sus anteriores, aún se advierten en esta pieza síntomas de paranoia-uno de los personajes es un tipo medio tarumba, cuya individualidad ha sido difuminada mediante una operación de cerebro-, pero la intensidad de tales síntomas es mucho menor. Los símbolos se han retirado, por lo demás, a un fondo más recóndito; el melodrama no asoma por ninguna parte, ni tampoco la truculencia. Lo que queda es un drama que versa sobre personas de carne y hueso.

Harold Pinter La comedia de la alusión

De "Teatro de protesta y paradoja", de George E. Wellwarth (1964)


Nada podría demostrar con más claridad el hecho de que el movimiento de vanguardia en teatro es esencialmente un movimiento francés que un estudio de la obra de Harold Pinter. Pinter es el único exponente importante, en Inglaterra, de la técnica vanguardista en la producción dramática. Las obras de Pinter dan siempre la impresión de una ciencia ecléctica, más que la de un impulso creativo. Es como si hubiera leído todas las fuentes secundarias -Beckett, Ionesco y Genet, especialmente- pero no la fuente primaria y principal: Antonin Artaud.


Pinter posee un sentido particularmente agudo de las situaciones escénicas, una percepción notable de lo que "quedará bien" en escena. En todos sus dramas, por muy estáticos e incomprensibles que parezcan, Pinter hace gala de un oído realmente extraordinario para captar las pautas de lenguaje de la gente ordinaria, así como de una gran habilidad para la creación de "suspense" mediante una serie de conflictos sostenidos sólo momentáneamente. El diálogo de Pinter fascina por su misma monotonía y reiteración, precisamente porque el público lo reconoce: ya ha oído antes este tipo de conversación. Ionesco hace lo mismo con un lenguaje corriente en La cantante calva; pero si Ionesco prolonga el efecto hasta convertirlo en caricatura, Pinter sabe siempre dónde debe parar: precisamente en el punto en que se detiene el lenguaje ordinario. Pinter utiliza el diálogo humano como un combate de entrenamiento en que ambos boxeadores se limitan a fintar y parar, evitando trabar la lucha. Sus personajes no están encerrados en cáscaras cerradas y separadas, como los de Ionesco y Adamov: viven convencidos -igual que la gente corriente- de que pueden alcanzarse mutuamente con sus golpes verbales, pero temen dar en el blanco.

El propio Pinter ha indicado que su objetivo es observar lo que le ocurre a la gente. Para conseguirlo suele elegir como imagen central una habitación -una habitación ordinaria- y la hace servir de microcosmos representativo del mundo. Dentro de la habitación los personajes se sienten a salvo. Fuera están las fuerzas extrañas; en el interior todo es calor y luz. Es una especie de matriz en que uno puede considerarse seguro. El conflicto sobreviene cuando alguna fuerza exterior irrumpe en la habitación y pulveriza la artificial seguridad de sus ocupantes. El papel de Pinter es el de un observador desapasionado, y gran parte de la aparente dificultad de sus obras deriva del hecho de que escribe como si estuviera auscultando mentalmente a sus personajes y transcribiendo hasta sus pensamientos más incoherentes. Él mismo ha explicado que tres de sus dramas más importantes nacieron como un simple experimento. Pinter quiso observar qué podía suceder con dos personas en una habitación. The Room (La habitación) surgió después de entrar en una habitación donde había una persona de pie y una sentada. The Birthday Party (La fiesta de cumpleaños), después de entrar en una habitación donde había dos personas sentadas. The Caretaker (El portero), después de mirar al interior de una habitación donde había dos personas de pie.


(…)


En (…) The Caretaker (El portero, 1960), su primer gran éxito, Pinter abandona el humor macabro y brutal que caracterizara sus anteriores dramas y nos ofrece una obra casi beckettiana en la que tres hombres esperan algo que nunca llega. Una vez más los personajes se encuentran en una habitación que representa la seguridad. La habitación es grande y desordenada y está en el último piso de un edificio, por lo demás deshabitado. La casa pertenece a Mick, y se encarga de ella Aston, su hermano mayor, que vive en la habitación. Aston trae consigo a Davies, un viejo vagabundo a quien ha salvado de una paliza. Davies resulta ser una de esas personas dominantes y agresivas que creen tener derecho a todo. Apenas Aston le ha ofrecido su habitación para que se quede en ella durante algún tiempo -el que necesite para resolver su apurada situación-, Davies empieza a comportarse como si fuera el dueño. Poco a poco parece convencerse de que está haciéndole un favor a Aston, y de que la insistencia de Aston en conservar la habitación tal como está es una afrenta personal. A pesar de la insolencia de Davies, Aston continúa tratándole benévolamente y le ofrece el cargo de celador por una temporada. Incluso le confiesa que una vez recibió tratamiento de electro-shock en una institución mental. Davies no puede resistir la tentación de enemistar a los dos hermanos; primero intenta convencer a Mick de que Aston es aún un desequilibrado y de que debiera ser internado de nuevo, y luego, cuando Mick le descubre, trata de reintegrarse a la estima de Aston. Lo único que consigue con sus intrigas es acercar aún más el uno al otro a los dos hermanos. Al final, Davies suplica en vano a Aston "otra oportunidad".


Como todos los dramas de vanguardia, El portero admite diversas interpretaciones. Superficialmente es la historia de dos hermanos que han enfriado sus relaciones y que se unen de nuevo gracias a la intervención de un vagabundo que ha conocido uno de ellos. Pero es también, como todos los dramas vistos hasta ahora, la historia de la habitación donde se desarrollan los acontecimientos. La habitación es sucia, desordenada e inhospitalaria. Tiene goteras, el gas no funciona y las condiciones sanitarias son mínimas; pero para los tres hombres representa un asilo donde se ocultan del mundo. Para Davies, el vagabundo sin hogar, viene a ser un lugar donde puede, al fin, establecerse; y en cuanto la obra es una tragedia, es la tragedia de su incapacidad para ganarse un sitio en este paraíso a causa de su invencible maldad innata. Para Aston la habitación es un refugio, ya que no ha sido capaz de abrirse camino en el mundo exterior. Mientras permanezca en la habitación, ocupado tan sólo en las necesidades de la casa, que está decorando, se encuentra a salvo del sanatorio mental y de los tratamientos de electro-shock. Su existencia es un intento deliberado y meticuloso de olvidar todo lo que no sea el cumplimiento preciso de las acciones rutinarias. Para tranquilizarse juega con una clavija de la instalación eléctrica que está reparando: algo parecido al hábito de Nick en "Big Two-Hearted River", de Hemingway, Nick pesca para apartar de su mente las ideas desagradables. Para Mick, el hermano menor, la habitación es un refugio de emergencia. No vive en ella, pero quiere conservarla para un caso de necesidad. La cama donde duerme Davies es la suya, y su antagonismo hacia el vagabundo -en una ocasión lo persigue blandiendo el aspirador- se debe a su temor de verse desposeído. Los tres hombres -Aston, Mick y Davies- están esperando algo que el espectador comprende que no ocurrirá nunca. Como los dos protagonistas de Esperando a Godot, su vida es un compás de espera; se sostienen con la esperanza de un ideal imposible de realizar. El sueño de Davies es volver a Sidcup y recuperar los documentos que prueban su identidad. La obsesión de Aston es llegar a construir el cobertizo en el jardín: el símbolo de su cordura recobrada. Y Mick piensa convertir la vieja mansión en una suntuosa residencia. Nada de eso se llevará a cabo, pero ellos

seguirán soñando, y esto les proporcionará la ilusión de que sus vidas tienen una finalidad y un significado.


The Caretaker ha sido interpretado de muchas maneras, aunque todas adolecen de un defecto: son demasiado específicas. Bernard Dukore ve a Aston como el ex-rebelde social reducido a la impotencia por la simbólica operación de cerebro. Ruby Cohn sugiere que Mick y Aston representan al Sistema que aplasta a Davies. Le brindan una débil esperanza para poder aniquilarlo más completamente al final. J. R. Taylor ve toda la acción como un plan deliberado de Mick, con el consentimiento tácito de Aston, para librarse de Davies y poder seguir así rehabilitando a su hermano, la expulsión de Davies toma proporciones similares a las cósmicas de "la expulsión de Adán del Paraíso Terrenal".

Загрузка...