VIII

Jean entro al cuarto de Michéle, que tejía junto a un fuego pobre y con un chal sobre los hombros, semejando a la anciana que sería un día.

– Casi no se ve. ¿No enciendes la luz? No, ella veía bastante para tejer.

– Ya está -dijo él-. Cierran sus maletas. El auto llega.

Ella no había alzado la cabeza. Preguntó:

– ¿Y él?

Jean hizo un gesto de ignorancia o de duda, y declaró:

– Para mí, se queda.

Michéle posó la labor sobre las rodillas, los ojos fijos sobre el fuego, y murmuró:

– Déjalo ir. Te trajo aquí. Es todo cuanto podía hacer.

– Si se queda -dijo sombríamente Mirbel- no será por nosotros. Si se queda…

– ¿Será por Roland? ¿Tú crees?

– ¿Por qué me lo preguntas, puesto que lo sabes?

Ella no contestó, volvió al tejido. Se quedaron así, sin hablar.

– Si se tratara -dijo ella de golpe- de un chico como hay tantos que uno tiene ganas de besar todo el tiempo…

Mirbel se encogió de hombros:

– Hasta ésos siempre terminan por mostrar lo que son: monos llorones.

– Sí, quizá -murmuró Michéle-; los chicos ajenos…

Él se irguió tan bruscamente que hizo tambalearse la silla, y se acercó a la ventana tenebrosa. Dijo:

– Ya está el auto.

El motor roncaba. Oyeron a Dominique, que desde la ventana le pedía al chófer que fuera a buscar el equipaje.

– ¿Bajamos?

Michéle se había levantado. Jean pareció vacilar:

– Después de lo que nos hemos dicho… Entonces subieron desde el vestíbulo gritos de animal degollado:

– Es Roland. ¡ Ah, ése…!

Mirbel bajó, se detuvo en el rellano de la escalera, se inclinó sobre el pasamano. El chico rodeaba con sus brazos las piernas de Dominique:

– ¡ Quiero irme con usted! ¡ Quiero que me lleve!

Le daba puntapiés a Xavier, que se esforzaba por separarlo. Brigitte Pian, ya instalada en el auto, permanecía extraña a lo que la rodeaba. Como Xavier repetía: "Yo me quedo", el chico gritó de pronto, con acento de odio:

– ¿Usted? ¿Qué me importa usted? -Se desprendió de Dominique, y volviendo hacia Xavier su carita, crispada por el furor-: ¡Qué me importa usted!

– Te escribiré -dijo Dominique-, no te perderé de vista. Desde lejos velaré por ti.

– Desde lejos, desde lejos -gimió él.

Y de nuevo se colgaba del vestido de la joven. Entonces apareció en el último peldaño Jean de Mirbel. Se dirigió lentamente hacia el chico, que, al verlo, soltó a Dominique y permaneció inmóvil. Erizado, sin un grito, era un pájaro fascinado. Mirbel dijo a Dominique:

– Suba pronto, lo vigilo.

Le sonrió. Ella se inclinó sobre Roland para un beso rápido, subió al taxi. Cuando arrancaba, el chico, despertado de su estupor, se precipitó hacia el umbral, lanzando gritos. Mirbel lo asió por el cuello, se puso bajo el brazo aquel paquete aullante, atravesó el comedor y lo arrojó en la biblioteca, cuya puerta cerró con llave, que guardó en el bolsillo:

– Vas a tener toda la noche para adoptar buenas resoluciones. Mañana por la mañana habrás vuelto a ser razonable y podremos conversar.

En el vestíbulo miró a Michéle y a Xavier, que hablaban en voz baja y que se interrumpieron al verlo entrar.

– Prohibo a quienquiera ocuparse de él y hasta dirigirle la palabra.

– Cuando eras chico te trataban así y sufriste toda tu vida -dijo Michéle-. Además, tiene que comer y beber -agregó-, y dormir.

– Hay un sofá -replicó fríamente Mirbel-. Le llevaré un pedazo de pan y una manta… y también una bacinilla, como se pone el cajón con serrín para el gato -agregó riendo.

– Morirá de miedo -dijo Xavier. Pero Mirbel nunca había conocido a nadie que hubiera muerto de miedo.

– Van a servir -dijo Michéle.

No, Xavier no estaba enfermo; aseguró que le ocurría a menudo no sentarse a la mesa por la noche. Le rogaba a Michéle que lo disculpara. Mirbel murmuró:

– Lo que sufre es la moral.

Xavier, sin contestar, esperó que la pareja hubiera entrado en el escritorio. Ya no oía gritar al chico, y ese silencio era peor que un grito. Fue hasta la escalinata, empezó a bajarla lentamente. Una luna velada derramaba su resplandor sobre los espacios vacíos que la muerte de los viejos pinos multiplicaba en el parque de Larjuzon. ¿Qué hacía en aquel minuto el chico desesperado en la biblioteca oscura? ¿Y Dominique, por los caminos, prisionera de una vieja hada sin entrañas? ¿Y la pareja que iba a comer frente a frente en el triste comedor? ¿Y él? ¿Qué hacía allí? ¿Por qué sufría a causa de tantos extraños? Pues su tormento eran ellos y no Dominique. Podía ir a buscarla al día siguiente, dependía de él encontrarla. ¡En cambio los otros! Una rama le tocó el rostro como una garra mojada. Distraídamente había salido del sendero. Un animal se movió casi a sus pies entre las hojas secas. Dos lechuzas se contestaban, y el grito iba disminuyendo. Dio algunos pasos, su pie tropezó con el tronco de un pino caído, se sentó sobre él y se dejó penetrar por el frío húmedo. ¡ Qué enemiga es la naturaleza! Pero estaba mal desear la muerte. Como con el adulterio, no está permitido cometer el suicidio ni aun dentro de su corazón. Avanzó nuevamente, guiado por la lámpara del vestíbulo, y vio a través de la puerta vidriera a Michéle que salía del comedor. Jean la seguía. Reñían a propósito de Roland. Xavier permaneció en la terraza. Las voces habían callado. Imaginó en el escritorio a Michéle, ya inclinada sobre la labor, y a Jean, con las piernas estiradas y las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón de pana. De pronto lo vio atravesar el vestíbulo. Tuvo apenas tiempo de apartarse de la zona de luz que el reflejo de la lámpara proyectaba sobre la terraza.

– ¿Estás ahí, Xavier? Mirbel dio algunos pasos. Avanzó una mano que tanteaba:

– Ah, estás aquí…

– Déjelo salir, Jean, es demasiado cruel… Estaban muy cerca el uno del otro.

– Es tu culpa -dijo Mirbel, en voz baja-. Tú me vuelves malo. Xavier preguntó:

– ¿Qué le he hecho?

Jean repitió la pregunta riendo:

– ¿Qué me has hecho? ¿Me preguntas qué me has hecho?

– Cualquiera que sea mi culpa, el chico es inocente.

Mirbel no dejaba de reír:

– ¡ Pero vamos! Son los inocentes los que pagan: eso forma parte de tu sistema… Y sabes, es capaz de todo ese chico cuando está fuera de sí. Si le ocurriera algo podrías golpearte el pecho…

Xavier atropello a Mirbel, atravesó el vestíbulo y el comedor. Ningún ruido llegaba de la biblioteca. Llamó:

– Roland. -Y como no había respuesta, agregó en tono de súplica-: Dime una palabra, una sola palabra… -Oyó a Mirbel detrás de él:

– Se hace el muerto.

Xavier golpeó la puerta con sus puños.

Entonces se alzó una voz rabiosa desconocida:

– Usted, déjeme.

Xavier respiró profundamente. El chico estaba allí, vivía.

– Bien hecho -dijo Mirbel, siempre riendo.

Xavier, sin contestar, tomó el candelero de la mesa del vestíbulo.

– Hay que salir de esta noche mal empezada -dijo-. Mañana por la mañana comprenderá mejor, tendrá piedad.

– ¿Piedad de qué? ¿De ese insecto que uno ni siquiera tiene derecho a aplastar?

– No, no -interrumpió Xavier-, usted no quiere su mal, no le haría verdaderamente daño: es uno de esos chicos a los que usted y yo terminaremos por parecemos…

Mirbel volvió a repetir:

– ¡Imbécil! Ya son hombres. Observa a éste: quiere a Dominique y te odia…, ¡a los diez años! Me imagino que los niños a quienes llamaba Cristo no debían de tener más de cuatro o cinco años, ¿no lo crees?

Xavier, sin contestarle, subió la escalera, cerró casi con violencia la puerta de su cuarto. No podía soportar oír a Mirbel hablar de Cristo, aun cuando ninguna blasfemia se mezclara a sus palabras. Se sentó en una silla "para pensar", como decía cuando era colegial. "¿Qué haces sólito en vez de jugar?" "Pienso en cosas…" Hubiera querido ser libre de pensar solamente en Dominique. Pero no iría en busca de Dominique antes de haber situado a Roland…, a menos que se lo llevara con él. Roland aceptaría seguirlo para juntarse con Dominique… Pero la casa Dartigelongue no era acogedora. Nada podía hacer por la criatura, salvo no perderla de vista. Xavier continuaría de guardia junto a él. No buscar más allá de lo que se le pedía: no abandonarlo un solo día, una sola hora, un solo segundo. Antes morir que abandonarlo. "Y aunque todos los otros se pusieran de acuerdo para echarlo a la calle, yo montaría mi guardia fiel." Un gallo cantó, engañado por la luna. El bosque rodeaba a Larjuzon de un gemido ininterrumpido que no entrañaba tiempo ni fuerte ni débil. Era una queja unida y apacible, como de una muchedumbre humana innumerable donde ningún corazón se quejara con más fuerza que los otros. Imposible orar: estaba el chico, y detrás de él Dominique; su pensamiento no alcanzaba a nadie más allá de los dos rostros. Entonces tomó del bolsillo y la oprimió, la cadena, los granos negros, el último medio, el más humilde, el más criticado, que le era concedido para orar en las horas en que se sentía menos capaz. El cuerpo, por una vez, sustituía al espíritu rebelde. El ritmo monótono de la oración angélica se juntaba con la súplica del parque, presa del viento del Oeste. Oyó puertas que se cerraban, ruidos de grifos. Una persiana golpeaba, y alguien la aseguró. Reconoció en la escalera el paso de Michéle: sin duda iba a cerciorarse de que nada grave ocurría en la biblioteca. Volvió a subir en seguida y cerró la puerta con pasador.

Cuando la casa estuvo dormida, Xavier, con una caja de fósforos, salió de su cuarto después de haberse quitado los zapatos; como no calzaba sino calcetines de lana, llegó sin que un solo tablón del piso hubiera crujido hasta la puerta de la biblioteca y prestó atención. Hubiera podido creer el cuarto vacío, pero terminó por sorprender un suspiro, una palabra confusa. No deseaba nada más que esa seguridad: el niño estaba allí, vivo, y parecía tranquilo. Xavier volvió al vestíbulo, pareció vacilar, hizo girar sin ruido la llave de la puerta de entrada. Recibió en plena cara un soplo tan amargo y húmedo como si hubiera estado cargado de brumas.

La piedra del porche era fría para los pies sin zapatos. Bajó los peldaños. La grava, delante de la casa, le hacía daño. Dio toda la vuelta y vio que la estrecha ventana de la biblioteca estaba abierta. Las piedras formaban un saliente, y había un caño de gotera: un muchacho más hábil y más ágil hubiera podido intentar escalarlo, ¡pero él! Entonces recordó haber visto contra la espaldera de la huerta una escalera de mano. La huerta se encontraba alejada de la casa, sobre un antiguo terreno húmedo a orillas del parque. No era nada llegar hasta ahí, aun no teniendo en los pies sino calcetines de lana: lo difícil sería llevar la escalera en la oscuridad. Pero ¡qué! Apenas medio kilómetro. Xavier tomó el sendero, cuya arena le pareció al principio deliciosa, aunque a veces una aguja de pino, un pedazo de corteza, le arrancaran un grito. Avanzaba con precaución, mirando hacia arriba, porque las copas de los árboles lo ayudaban a no salirse del camino. No pensaba ni en Dominique ni en Roland, sino en la escalera que quizás el peón hubiera quitado de allí. Cuando se acercaba al bajo donde estaba la huerta, los pies sintieron a través de la lana el frío de la hierba mojada. Los ojos, habituados a la semitiniebla, no tardaron en reconocer la escalera contra el muro. Le pareció más larga de lo que había creído, más pesada de lo que había imaginado. La tomó primeramente bajo un solo brazo hasta llegar al sendero, entonces la cargó sobre el hombro y no tardó en arrastrarla, no pudiendo llevarla a cuestas.

Ya no miraba las copas de los árboles, sino la tierra. Avanzaba, y cada paso agudizaba las heridas de sus pies. A menudo se detenía. Durante un rato bastante largo anduvo perdido fuera del sendero, y las espinas, las jaugues, como decían en Larjuzon, las piñas roídas por las ardillas lo ponían en carne viva. Cuando hubo encontrado su camino, el pensamiento de lo que todavía tenía que recorrer hasta la casa, en la oscuridad, cargado con la escalera, lo abrumó. Ah, como para pensar en Dominique, en el amor de ambos, en su vocación, en los escrúpulos que generalmente lo desgarraban. Era su carne la que estaba desgarrada. Esa cruz de la cual hablaba sin cesar, con la cual creía hasta ese día haber alimentado su meditación… Pero que descubría de golpe en lo más secreto de una noche húmeda y fría, que nunca la había conocido ni realmente cargado; la cruz no era, como él estaba persuadido, un amor rechazado, una inclinación dolorosa, una humillación, un fracaso, sino realmente un madero que aplastaba un hombro herido, y esa piedra y esa tierra, en ese momento, le destrozaban la piel de los pies. Avanzaba en una tensión atroz y creía ver moverse ante él una espalda esquelética; discernía las vértebras, las costillas levantadas por un jadeo precipitado y el surco violeta de viejas flagelaciones: el esclavo de todos los tiempos, el esclavo eterno.

Cuando Xavier reconoció la masa confusa de la casa, hizo alto por última vez, apoyado contra un tronco. Recibía ese sufrimiento de su carne con tanto amor como cuando comulgaba. Lo saboreaba, se entregaba para no perder nada de él, se dejaba penetrar por el vacío de sus dolores habituales; entreveía ese lujo entre los lujos que caben en el desarrollo y el libre empleo de una conciencia delicada. Sintió el peso de una lágrima, de una gota de sudor o de sangre entre todas las que no sólo la ferocidad humana hace correr, pues nuestra vida, nuestra vida virtuosa, no se desarrolla sino llevada, sostenida por ese río inagotable.

Se levantó, dio los pocos pasos que lo separaban de la fachada donde la ventana de la biblioteca había quedado abierta. La cortina flotaba hacia fuera, levantada por el viento. Ningún cuarto habitado daba a ese lado, sólo los cuartos de baño. Se deslizó dentro de la pieza sin hacer ruido y al principio sintió un golpe en el corazón. Sobre el viejo sofá de cuero no vio a nadie. Por lo que podía juzgar su vista, acostumbrada a la oscuridad, la biblioteca estaba vacía. Encendió un fósforo y vio que Mirbel había dispuesto, junto al pedazo de pan, intacto, un candelero. Encendió la vela. La manta había quedado doblada sobre el diván. Un suspiro, una vaga queja le llegaron desde la esquina de la habitación opuesta a la puerta. Entre la pared y la vieja caja de hierro, que nadie desde hacía años había logrado abrir, y cuya clave se ignoraba, estaba la masa de un cuerpo replegado, unas rodillas desnudas y lastimadas se juntaban casi con la cara, cuyo perfil perdido Xavier no podía distinguir. Se estremeció como ante el cadáver del niño. Fue sólo la impresión de un segundo. Roland se había quedado dormido, vencido, como ocurre a esa edad, por un sueño más poderoso que todo el dolor del mundo. Xavier se inclinó hacia él y aunque estaba extenuado logró alzarlo, y a fuerza de voluntad consiguió depositarlo suavemente sobre el sofá. Bajo la cabeza de pelo revuelto dispuso un almohadón, extendió la manta sobre las delgadas piernas, de grandes rodillas desproporcionadas, desató las sandalias rotas, calentó entre sus manos los pies helados. El chico lanzó un leve grito, se irguió con una mirada de espanto.

– Soy yo, velo por ti; duerme.

Los ojos de Roland estaban abiertos, pero sobre el sueño que vivía, no sobre la vida. Dejó caer nuevamente la cabeza sobre el almohadón. La sombra de sus pestañas le prolongaba extrañamente los pesados párpados aceitunados. Tenia sobre sus rasgos delicados esa máscara de desesperación de los chicos, hecha de llantos que no han sido secados, de mocos, de tierra. Sería hermoso, sería amado, cometería el mal. Arrojado en la pobreza y en el trabajo servil, recordaría el mundo donde había penetrado siendo niño. ¿Ante qué retrocedería por conocerlo de nuevo? Todo un destino estaba escrito y ya era descifrable en aquella carita sombría. Xavier estaba allí, sin embargo, sentado sobre el borde del sofá de cuero, y la sangre adhería a sus pies los calcetines rotos. No era sino dolor y pertenecía a ese pequeño ser ligado a él para la vida y más allá de la vida. ¿Qué prueba hubiera podido dar de lo que era para él una certidumbre? ¡Locura la de creer eso! De todas las locuras, la más loca… Si Dominique viera sus pies ensangrentados, sus hombros maltrechos, se arrodillaría y lavaría sus llagas con amor, atraería contra sus senos aquella cabeza dolorosa.

El sueño del niño era tan profundo, tan tranquilo, que parecía embarcado en él para la eternidad. El inmenso lamento vegetal bajo las estrellas se había dulcificado hasta convertirse en una voz de mujer que acuna y duerme en su regazo a una criatura amada. Xavier apagó la vela, se asomó a la ventana, atrajo el postigo hacia sí. Al salir no trató de disimular la escalera; la acostó solamente contra la pared. Entró en la casa por la puerta principal y no advirtió que dejaba en cada peldaño, sobre la alfombra de la escalera, rastros de sangre.

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