III

– ¡Vas ha tener un espléndido desayuno!

Xavier despertó sobresaltado y vio a Mirbel, en pijama, esforzándose por abrir las cortinas.

– ¡Malditas cortinas! Paciencia, rompo los cordones.

Abrió los postigos. Entró un olor a bruma. Dijo que sería un lindo día, que esa bruma era el buen tiempo. Se sentó al pie de la cama, con aire feliz.

– ¡Ah, este Xavier! No necesitaste mucho tiempo: están todas alrededor de la bandeja de tu desayuno. La vieja Pian no quería darte dulce. ¡ Si hubieras oído protestar a Michéle y a la secretaria! Transigieron: no tendrás jalea de grosella, sino de ciruela, que hace dos años se está enmoheciendo. La secretaria se ofreció para traerte la bandeja, pero a la vieja Pian le pareció que no era correcto. ¿Sabes lo que dijo? Dijo: "No me preguntó a qué hora era la misa. ¡Ahí lo esperaba!" A lo que la secretaria contestó que sólo los jueves había misa. Pero la vieja replicó que no podías saberlo, y que no te habías inquietado, y no te otorgó circunstancias atenuantes. En fin, todo eso prueba que se interesan por ti, que te ha bastado aparecer. Yo estaba seguro, pero no creía sin embargo que las tendrías en un puño tan pronto.

Michéle, que anoche se desató mientras dábamos la vuelta al parque -no te repetiré todo lo que insinuó contra nosotros dos…- bueno, ya está aplacada. Puedes mucho, ¿sabes?

Su hermosa mirada se había velado de nuevo. Con un movimiento de cabeza de colegial apartó el mechón rojizo; estaba tranquilo y hablaba sin fiebre.

– Sí, ella también te necesita… ¿En qué piensas?

– Pensaba en ese chico -dijo Xavier-, en Roland..

– ¡Ah, no!, ¡no te preocupe ese chiquilín atroz!

Mirbel agregó, tratando de dominarse:

– Si no te lo mencioné es porque no creí encontrarlo aquí. Michéle es muy novelera: hace seis meses necesitaba, costare lo que costare, un chico en la casa; si yo la hubiera dejado, habríamos adoptado éste sin esperar más. Hoy está muy contenta de que me haya resistido… Volveremos a llevarlo al sitio de donde lo sacamos.

– Es imposible -dijo Xavier.

– ¿Por qué te interesas por él? Hay millares de chicos como éste y ni siquiera piensas en ellos.

– Es éste el que se encuentra en mi camino, éste y no otro.

Jean tomó a Xavier por el pelo y le sacudió la cabeza, tratando de reír:

– Por mí viniste a Larjuzon, Xavier, no lo olvides. Sólo por mí. Tu presencia aquí es un asunto que nos pertenece a nosotros dos exclusivamente.

Aguardó. Xavier permanecía con la cabeza como muerta echada sobre la almohada. Mirbel insistió:

– Por supuesto, tendrás que fingir con las mujeres, con las tres mujeres. Habrás podido darte cuenta anoche de que la vieja adora a Dominique. Es hasta increíble si se piensa en su naturaleza de hierro, en la dureza de toda su vida. Y tiene casi ochenta años.

– Aquí está el desayuno -dijo Xavier. Octavie sólo contestó con un gruñido. Mirbel dijo:

– Es una muchacha de aquí, no tiene estilo, pero la vieja Pian te dirá que trabaja como un caballo. ¿Tomas el desayuno en la cama?

No, Xavier prefería tomarlo levantado. Le dijo a Mirbel que se reuniría con ellos fuera.

– Por lo que comprendo, me echas.

En cuanto Xavier estuvo listo salió del cuarto, empezó a bajar la escalera, creyó oír un suspiro, se inclinó y vio sentado en el último escalón a Mirbel, que lo esperaba. Su corazón no hubiera latido con más violencia ante un hombre armado de una cachiporra. Volvió a su cuarto, fue a la ventana. Había todavía un poco de bruma entre las ramas. La enredadera del muro, que llegaba hasta las persianas, estaba tan mojada como si hubiera llovido. El sol, nublado, no podía nada contra el rocío de la noche. Traqueteos, cantos de gallo, el martillo sobre el yunque de la herrería, ladridos, un largo silbido del aserradero, ¡oh rumor de la vida bien amada! No había rezado las oraciones de la mañana, pero no por olvido. No había querido rezar. Había tenido miedo de rezar. Había retardado ese instante. Y helo aquí traído a la fuerza ante ese cielo, ante esos pinos cuyos miembros negros estaban crucificados en el vacío. Ni siquiera tuvo necesidad de decir: "Dios mío…" Se arrodilló y su frente tocó el marco de la ventana. Sus ojos, abiertos, no veían el cielo, sino el zócalo podrido a lo largo del piso.

Una mano le tocó el hombro. No se movió. Se sintió izado por las axilas, abrió los ojos sobre el rostro inclinado de Mirbel. Balbució:

– Rezaba mis oraciones y, como siempre, me dejé arrastrar por la imaginación. Pensaba en no sé qué.

Mirbel lo observaba sin contestar, sacudiendo levemente la cabeza. Después de un silencio dijo:

– Hemos perdido demasiado tiempo: Michele ya está en la terraza acechándote. Es mejor terminar cuanto antes. Después ven a buscarme aquí.

– No -dijo Xavier-, en mi cuarto no. Lo esperaré abajo.

Pasó ante Mirbel, bajó los peldaños de la escalera de dos en dos, casi corriendo atravesó el vestíbulo y vio a Michéle en la escalinata.

– ¡Ah!, por fin… Déjanos -dijo dirigiéndose a su marido-. Daremos una vuelta por el parque y te lo devuelvo.

– Tienen todo el tiempo que quieran.

Mirbel los siguió con la mirada. Xavier no sentía ninguna angustia ante la espera de lo que ella iba a decir, más bien un vago aburrimiento: que nos expliquemos pronto…, que no haya que volver sobre esto.

– ¿Qué quería saber de usted? La razón de su presencia aquí, la que Jean me dio, ¿es la verdadera?

Él preguntó:

– ¿Qué razón? -con aire displicente. Observaba de lejos a Roland, de cuclillas e inmóvil al borde de la zanja que cortaba la pradera.

– Que usted habría cedido a una extorsión: el mismo Jean empleó esta palabra. Habría retardado su entrada en el Seminario porque Jean no quería volver aquí si usted no lo traía…

– Oh -dijo Xavier-, si no hubiera tenido realmente ganas de volver… Quizá sea un pretexto que se dio a sí mismo -agregó a la ligera-. Me imagino que se trataba de una salida falsa…

– Sin embargo, usted a su vez tomó una decisión grave: se le esperaba en el Seminario. Su ausencia, aunque sea momentánea, puede tener consecuencias…, al menos me parece.

Xavier se detuvo, cortó un tallo de menta y lo aplastó entre los dedos, luego se lo llevó a la nariz. Y observaba a Roland, siempre inmóvil al borde de la zanja.

– ¿Qué estará mirando? -preguntó.

– ¿Sí o no? -dijo ella, con impaciencia-. ¿La decisión que usted ha tomado es grave?

Él sonrió, se encogió de hombros.

– Quién sabe si no me he sentido feliz yo mismo encontrando un pretexto…

– ¿Para no entrar en el Seminario? Ella lo examinaba con aire concentrado.

– Es una idea que se me ocurre de pronto -agregó-, en ese momento no tuve conciencia.

– ¿Está contento de haber escapado?

– preguntó ella, en un tono un poco vulgar-. Oh, es que a su edad…, sí, entreveo lo que ocurrió: el encuentro con Jean le sirvió de excusa… ¿Es eso?

Apenas la escuchaba. La conversación había tenido lugar. Poco le importaba que hubiera o no una parte de verdad en lo que ella acababa de decir.

– Creo ser una buena católica -insistía-. Sin embargo, confieso que siempre me ha asombrado…

Él sacudió la cabeza como para espantar una mosca.

– Discúlpeme, pero quisiera saber qué es lo que el chico está mirando. Vuelvo en seguida.

Michéle se quedó pasmada en medio del sendero, siguiendo con la mirada al muchacho que corría por la pradera. No había soltado el tallo de menta. Bajo sus pasos surgían langostas que volvían a posarse un poco más lejos. El olor a pasto mojado le gustaba desde la infancia. Roland no se movía, aunque lo había oído llegar, y continuaba en cuclillas.

– ¿Qué está mirando?

– Los renacuajos.

Ni siquiera había alzado la cabeza. Xavier se sentó en cuclillas junto a él.

– Los estoy observando desde anteayer. Todavía no son ranas. Me gustaría ver cuándo cambian.

¡ Qué delgada era su nuca! ¿Cómo podía aquel cuello soportar la cabeza? Ya tenía grandes rodillas. Xavier le preguntó si los animales le interesaban. El chico no contestó. Quizá considerara que era evidente o acaso cedía a una pereza mental: no tenía ganas de hablar con aquel desconocido.

– Tengo un libro sobre animales, lo mandaré cuando haya vuelto a casa.

– ¿Hay figuras? Sí, había figuras.

– Pero no hay que mandarlo aquí. No me quedaré mucho tiempo.

Dijo eso en tono indiferente. Xavier le preguntó si no se encontraba a gusto en Larjuzon: él no pareció comprender la pregunta. Sobre la rama de un saúco, al alcance de la mano, se había posado una libélula azul y roja. Acercó la mano, cerró bruscamente el pulgar y el índice, tomó las dos alas estremecidas. Dijo:

– La tengo.

Después, con una brizna de pasto recorrió el corselete de la libélula.

– Tiene pinzas en la punta de la cola. Pero no me puedes agarrar, chiquita.

– Adonde va a ir, ¿también habrá animales?

Contestó que no sabía, sin apartar ni un segundo los ojos del insecto, que movía las patas y retorcía su largo cuerpo anillado.

– ¿Por qué no se queda en Larjuzon? Abrió los dedos. La libélula no voló en seguida. Dijo:

– Tiene un calambre.

Xavier insistió. Por primera vez lo llamó por su nombre.

– ¿Por qué no se queda aquí, Roland? Se encogió de hombros:

– Están hartos de mí.

Su acento no delataba ni tristeza, ni rencor, ni nostalgias. Comprobaba que en Larjuzon estaban hartos de él.

– Sin embargo, la señorita lo quiere mucho.

El niño agregó:

– Si no fuera por eso… -Se interrumpió.

Xavier insistió en vano:

– Si no fuera por eso… ¿ qué?

Pero el chico no volvió a reaccionar. Se había acuclillado de nuevo, dándole la espalda a Xavier, que insistió:

– ¿Es buena la señorita Dominique?

– Debería volver el dos de octubre -dijo-, pero tiene licencia a causa de su pleuresía…

– ¿Tuvo una pleuresía?

En ese momento Michéle, cansada de esperar en el sendero, vino hacia ellos. Preguntó riendo:

– ¿Me planta por este mocoso? Parece que le gustan los niños, pero temo que de éste no se pueda sacar nada, se lo prevengo. He hecho lo que he podido…

Xavier dijo en voz baja y en tono irritado que hacía mal en decirlo delante de él. Michele no se enojó.

– No comprende nada, se lo aseguro. Peor para ti si te mojas los pies -agregó volviéndose hacia el niño-. No tienes otros zapatos.

El chico había tomado un aire hosco, cerrado. Imposible no pensar en el insecto que se hace el muerto. Volvió al arroyo y se sentó.

– Adoro los chicos -dijo Michéle-, pero éste no es interesante.

Volvieron al camino. Después de un silencio Xavier dijo:

– ;A mí me interesa.

– Sin embargo, no es para hablarme de él por lo que hemos salido esta mañana. ¿ Se va o se queda?

Ella se había detenido en medio de la avenida y lo examinaba de cerca, como si hubiera querido sacarle del ojo un grano de polvo. Él vio que tenía un punto negro sobre la aleta de la nariz, una arruguita en la comisura de los labios, el rastro rojo de un grano en el ancho cuello.

– La que tiene que decidir es usted, señora. Estoy en su casa, después de todo. Me iré hoy mismo si usted lo desea.

– Oh -protestó-, no sería la tradición de Larjuzon. Somos más hospitalarios.

La mujer se echó a reír, y él vio un diente oscuro, casi azul.

Xavier callaba. Caminaba junto a ella y era peor que si hubiera estado ausente. Ella exclamó de pronto:

– Oh, estuve mal, estuve mal… -Xavier pareció despertar y la miró-. No debí hacer esa reflexión delante del chico. Perdóneme, señor. Nunca he sabido hablar con los chicos. Eso se aprende con los suyos, me imagino, pero yo…

"¡ Con tal que no llore!", pensaba Xavier. No, no lloraba.

– Ahora estoy segura de que si usted se quedara sería para ayudarnos. Pero primero tiene que conocer nuestra historia desde el principio. Éramos casi dos chicos cuando nos quisimos. Lo que era Jean a los quince años. Qué maravilla era…

– Fui al mismo colegio que él, con diez años de intervalo -dijo Xavier-. Todavía en mi época existía una leyenda Mirbel: sus rebeldías, los castigos que le infligía su tutor…

– El verdadero drama fue entre su madre y él, que la idolatraba. Ella estuvo horrible… Y sobre todo le reveló… Pero no, no tengo derecho a hablarle de estas cosas. ¿Cree -preguntó bruscamente- que se curará alguna vez?

Pero Xavier no la escuchaba. Miraba a Dominique que venía hacia ellos, arrastrando al chico, que lloriqueaba y estaba cubierto de barro.

– Me pregunto -suspiró Dominique-, cómo se las arregló para caerse en una zanja tan pequeña y ensuciarse de esta manera.

Él explicó con voz entrecortada que había querido atravesar el vado.

– ¿Sabe, señorita?, el vado que hicimos ayer. La piedra grande se movió.

– Y bueno -dijo Michéle, con aire excedido-, vaya a cambiarlo. La joven se resistió:

– No soy su niñera. Además, ¿tiene acaso ropa para cambiarse?

– El barro se secará sobre él, no hace frío. Siéntate al sol y déjanos.

– No -dijo Xavier-, no hay que dejar a este chico en este estado. Lo lavaré yo -agregó tomándolo de la mano-. Estoy acostumbrado. En el patronato he tenido hasta cincuenta a mi cargo. Llévame a tu cuarto, chiquito.

– Voy con usted -dijo Dominique. Insistió para que no se molestara. No tenía necesidad de nadie.

– ¡Puede creer que no voy a ayudarlo!

– Yo también voy -dijo Michéle.

Se dirigieron los cuatro hacia la casa. Xavier llevaba a Roland de la mano. Las dos mujeres seguían. En la escalinata, sentada en un sillón de mimbre, enmascarada tras sus vidrios negros, Brigitte Pian estaba envuelta en un gran chal. Una manta protegía sus rodillas; Jean de Mirbel estaba de pie junto a ella.

– ¿Cuántas veces, Dominique -exclamó-, tendré que repetirle que no la he traído a Larjuzon para ocuparse de ese chico? La señora de Mirbel ha tomado la responsabilidad. No tiene por qué descargarla sobre los demás.

– Por esta vez me encargo yo, señora. Xavier reía. Dominique le dijo:

– Voy adelante.

Dejaron abierta la puerta del vestíbulo.

Mirbel había alzado la cabeza.

– ¿Adonde van? -preguntó la anciana.

– Al cuarto de Dominique -dijo Michéle-, oigo sus voces.

– Espero -gruñó Brigitte Pian- que no habrá tenido el atrevimiento de seguirla hasta su cuarto… ¡ Sería demasiado!

– Tranquilícese -dijo Mirbel-, Roland está con ellos.

Brigitte Pian volvió a caer pesadamente en su sillón protestando que "no quería insinuar nada": eran incapaces el uno y el otro.

– Ella, en todo caso, sólo piensa en eso, si quiere saberlo. Los ojos de Michéle brillaban de rabia.

– ¿Dominique? Estás loca, hijita -dijo la anciana.

– Puede estar segura de que ya ha echado los ojos sobre ese muchacho. Y no me asombraría nada que anoche mismo haya intentado acercarse. Pero pondré orden.

– No, no subas -dijo Mirbel-, se armaría un escándalo. Es mejor que sea yo. Ella vaciló, luego volvió a sentarse.

– Me dirás cómo los encontraste al abrir la puerta. Obsérvalos.

Brigitte Pian se encogió de hombros.

– ¿Cómo quieres que los encuentre, hijita, sino ocupados en lavar las rodillas de Roland y en ponerle zapatos secos?

– Oh, por mí, sabe -exclamó Michéle-, después de todo, por lo que me importa.

Pero permaneció al acecho, con la cabeza erguida.


Mirbel se detuvo ante la puerta de Dominique. Xavier hablaba solo, con voz ahogada, en medio de un gran silencio. Mirbel miró por el ojo de la cerradura y no vio nada, pero llegaban hasta él jirones de frases:

– Entonces los hermanos se dijeron los unos a los otros: "Aquí llega nuestro soñador con su hermoso vestido de todos colores, parece un monito vestido. Librémonos de él…"

– ¿Y lo mataron? -preguntó Roland, con angustia.

– No, ya verás, no interrumpas -dijo Dominique.

– Primeramente decidieron arrojarlo a un pozo, pues había un pozo donde se hubiera muerto de hambre…

– ¿No lo arrojaron?

Jean de Mirbel se quedó todavía un rato: él también escuchaba la historia. Luego se alejó pensando en el viejo Jacob, cuando sus hijos le entregaron la túnica ensangrentada de José. Se asombraba de recordar después de tantos años aquella túnica de niño manchada con sangre de cabrito. Encontró a Brigitte Pian sentada en la terraza; Michéle de pie junto a ella.

– ¿No lo creerían? Les cuenta una historia, la historia de José vendido por sus hermanos.

– ¿De veras? -preguntó Michéle-. ¿Y Dominique también escuchaba? No es lo que esperaba. ¡ La cara que va a poner! Voy a ver por mí misma -agregó bruscamente.

Su marido la siguió, suplicándole que ahogara sus pasos. Por más que contuvieron la respiración durante largos minutos sólo oyeron a través de la puerta un murmullo indefinido, hasta el momento en que se alzó la voz de Xavier:

– Eran sus hermanos, los reconocía; pero ellos, en aquel joven príncipe omnipotente, ¿cómo podían reconocer al muchachito aborrecido antaño? Reteniendo las lágrimas los interrogaba sobre el anciano padre que siempre vivía. Estaba trastornado de ternura…

– iSin embargo habían querido matarlo, lo habían vendido como esclavo!

– Es verdad, Roland, y, sin embargo, ve cómo a pesar de eso los quería. Desbordaba de amor por ellos, sus asesinos, semejante a Jesús, al que anunciaba diecisiete siglos antes: y no obstante, recuerda, allí estaba Benjamín. Era un chiquito de tu edad, todavía más moreno que tú, con ojos del mismo color que los tuyos. Pero era más dichoso que tú porque tenía papá y hermanos…

– Pero ¿sus hermanos eran malos?

– Nadie es completamente malo: querían a su padre, querían a Benjamín… y también a José, ya verás…

Jean y Michéle oyeron de pronto con espanto el pesado paso de Brigitte Pian en la escalera. Se sujetaba al pasamanos, se detenía en cada peldaño para recobrar el aliento. Se acercó a ellos en el momento en que en el cuarto la historia había sido interrumpida por las preguntas de Roland. Dominique se enojaba. Luego se reanudó la historia, y el grupo sombrío detrás de la puerta permaneció al acecho.

– ¡ Era una maldad haber puesto esa copa en la mochila de Benjamín!

– No, vas a ver… -dijo Dominique.

Xavier hablaba con voz sorda. No era posible desde el corredor captar el sentido de las palabras. Y de pronto fue un grito:

– "Soy José, vuestro hermano, el que habéis vendido. Ahora no os aflijáis. Para salvaros la vida Dios me ha enviado ante vosotros." Se arrojó al cuello de Benjamín y lloró, y Benjamín lloró sobre su cuello y también besó todos los rostros de sus hermanos y lloró abrazándolos…

– Oh, usted también llora con lágrimas de veras -dijo Roland.

Estaba sentado sobre las rodillas de Xavier y adelantó uno de los deditos:

– Sus mejillas están mojadas -agregó estupefacto de que un muchacho grande pudiera llorar así. Xavier las enjugó sin vergüenza con el dorso de la mano.

– Sí, es tonto: cuando tenía tu edad, en ese lugar de la historia yo siempre lloraba: "Soy José, vuestro hermano…"

– No recordaba que fuera una historia tan hermosa -dijo Dominique.

– ¿Y entonces? -insistió Roland.

La voz se hizo nuevamente más sorda, y los que estaban escuchando no oyeron nada más hasta la fórmula consagrada que Xavier lanzó alegremente: "¡ Y colorín, colorado…!"

– ¡ Otro! -suplicó Roland.

– Vamos, no seas indiscreto.

– No. Debes de tener ganas de correr. Yo también, por otra parte. Estoy seguro de que hay lugares del parque que sólo tú conoces…

– Deberías mostrarle tu isla -dijo Dominique-. Seremos tres personas en el mundo para saber que existe.

Roland dio un salto, corrió a la puerta, la abrió, lanzó un leve grito. El grupo sombrío se debatía en retirada hacia la escalera. Luego Michéle y Jean se recobraron.

– Nos preguntábamos qué estarían haciendo.

– Le contaba un cuento…

– La historia de José y de los malos de sus hermanos -dijo Roland, cuyos ojos brillaban.

– Hay una señora Putifar en esa historia, si recuerdo bien -dijo Mirbel.

– No -protestó el niño-, hay un Putifar, pero no una señora.

– ¡Vamos! Veo que pasó por alto lo mejor -agregó Mirbel-. Sin embargo, es el pasaje de la historia que debería conocer mejor.

– Pierde su tiempo -dijo Xavier-. No tiene ningún poder sobre él. Su ángel lo guarda.

Mirbel tomó a Roland del brazo, lo empujó hacia el corredor, cerró la puerta tras él, luego volvió hacia Xavier y le preguntó si por fin iba a consentir en concederle una audiencia.

– Supongo que es mi turno…

Xavier percibía el furor que asomaba entre las palabras, pero no lo alcanzaba: estaba tranquilo, desbordaba de felicidad. Miraba a Dominique, que apartaba los ojos a propósito para que él pudiera posar los suyos sobre su rostro, sobre su cuello, sobre aquel brazo desnudo un poco flaco que todavía no era el brazo de una mujer. Iban a separarse. Por el momento no deseaban estar juntos, cada uno tenía ganas de estar solo para pensar en el otro. Sólo lo miró en el momento en que él iba a salir del cuarto detrás de Mirbel y le sopló al oído:

– Entonces, a las cuatro, frente a la casa…

Al salir Xavier creyó ver por primera vez unos pinos que se erguían y formaban un círculo oscuro alrededor de la dicha que desbordaba de él. Qué suerte, después de todo, que Jean estuviera junto a él y poder hablar con alguien de lo que acababa de surgir de pronto en su vida. Oía la voz monótona y rezongona de Jean. Había que contestar cualquier cosa. Preguntó:

– ¿Por qué se atormenta? ¿Por qué quiere ser desdichado? ¿Por qué se hace daño adrede?

– Eres tú quien me hace daño -dijo Mirbel-. Yo no te busqué. Yo no te provoqué. Si en el tren uno de los dos se echó sobre el otro fuiste tú el primero. Te desafío a negarlo.

No pudo continuar. Entonces dijo Xavier:

– Usted es mi amigo. Nunca he deseado tanto como hoy tener un amigo.

– ¿Ya no me tienes miedo?

Xavier sacudió la cabeza. El viento lanzaba el humo de una fogata sobre un campo cosechado que limitaba el parque hacia el Oeste. Se sentaron en un cantero, bajo el sol de mediodía.

– Le debo demasiada felicidad -agregó Xavier, con pasión-. Si no fuera por usted…

Iba a decir: "No hubiera venido a Larjuzon, no hubiera conocido a Dominique".

– Está bien -agregó Mirbel-, no agregues nada.

Se había erguido sobre sus flacas piernas y se alejó algunos pasos. Xavier, ensimismado, no recobró su alegría. Mirbel volvió a sentarse junto a él sin una palabra. Lo miraba. De pronto dijo:

– No debiste contarle a Roland la historia de José, sino la de Isaac.

Y como Xavier lo interrogara con la mirada:

– A tu Dios le gustan los sacrificios humanos, pobrecito mío.

Xavier jugaba con la arena del cantero, la dejaba deslizarse entre los dedos. Dijo:

– Isaac no fue inmolado.

– Te veo venir -dijo Mirbel riendo- Vas a recordarme que se casó con Rebeca. Cambió bruscamente de tono:

– Mi amiguito, tienes que resignarte; no te casarás con Rebeca.

– Usted no tiene más poder sobre mí que la señora de Pian sobre Dominique -protestó Xavier, con voz temblorosa.

– ¡Como si se tratara de mí o de la vieja Pian!

Mirbel se había levantado de nuevo. Xavier vio, de abajo arriba, como un árbol, gran cuerpo de hombre erguido contra el cielo.

– ¡ Ganimedes, eso eres! ¿Conoces la historia de Ganimedes?

– Déjeme -gritó Xavier;

Corrió hacia la talanquera del parque y la cruzó de un salto. Pero ya el otro caminaba junto a él.

– Es verdaderamente extraño que yo tenga que recordarte cuáles son las garras que te sujetan.

Xavier alargaba el paso, esforzándose en vano por alejarse de Mirbel. Repetía a media voz, obstinado:

– ¡ No! No a través del hombre que es usted, no. No es por su voz por la que Dios me hablará.

Roland apareció a la vuelta del sendero; corría y gritaba:

– ¡Está servido! ¡Está servido! Se arrojó sobre Xavier, que lo tomó en sus brazos, diciendo:

– Eres más pesado que un burrito.

Lo apretaba contra sí, hasta hacerle daño.

– Ni siquiera se imagina que mi isla está muy cerca de aquí -dijo Roland-. Pasó al lado sin verla.

Xavier lo dejó en el suelo y lo tomó de la mano. Mirbel los seguía de lejos.

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