I

Xavier hubiera podido no reservar su asiento: había uno solo reservado frente al suyo. El viajero que lo ocuparía había colocado ya un sombrero castaño de fieltro, un impermeable usado, un par de guantes. Su maleta, en la red, era vieja. Xavier esperaba que su compañero de viaje fuera el muchacho de pie en el andén, en cabeza, que le daba la espalda. Hablaba con una mujer joven. ¿Quizá lo habría acompañado solamente hasta el tren? Sí, por la mirada con que abrazaba al muchacho, Xavier comprendió que ella no partía. Lo quería, aprovechaba los últimos minutos para fijar dentro de sí los rasgos del rostro que dentro de un instante estaría lejos. "Pero yo -pensó Xavier- podré descifrarlo a mi antojo. Durante las siete horas que se necesitan para llegar a París estará a mi merced."

Se avergonzó de esa delectación a la cual cedía, por inocente que fuera. No hay delectación inocente. Se arrinconó, ocupado en cortar las páginas de La vida espiritual, revista que leía por deber, aunque no sacaba ningún provecho de ella salvo el que atribuía a cada acto cumplido sin placer y gracias a un esfuerzo de voluntad.

Pero a pesar suyo su mirada volvió hacia la pareja, cuyo silencio resultaba más significativo que cualquier palabra. Para los ojos de Xavier era claro que se llevaban mal. Esto escapaba sin duda a los dos señores de edad madura y a la señora de pie en el pasillo que observaban también a la pareja a punto de separarse. Xavier sabía que la joven esperaría para llorar, después de la partida del tren, hasta estar nuevamente dentro de su coche. (Recordaba haberlos visto un rato antes en un auto cerrado. Ella guiaba.)

Un poco pesada, más bien robusta, llena de salud y de fuerza, la joven fijaba vagamente en el tren una pupila oscura como para impedirse a sí misma mirar por última vez el rostro del muchacho -¿amigo?, ¿amante?, ¿novio?, ¿marido?- que iba a perderse, a convertirse en una imagen inasible. Xavier se permitía concentrar sobre la mujer una atención ávida, puesto que nunca más la vería, puesto que debía separarse de ella como si fuera a morir, con la certidumbre de que toda posibilidad de algo entre ella y él terminaría al arrancar el tren. Su traje sastre de hilo, de cuadritos blancos y negros, era demasiado liviano para aquel último día de septiembre, todavía tibio; ¿no tendría frío al regresar, de noche, por el campo, donde estaba seguro de que ella vivía? Nada en la vestimenta revelaba a alguien del campo, salvo el calzado, un poco grueso. Pero el tostado del cuello demasiado fuerte no era el que se adquiere en unos días al borde del mar. Y además, Xavier no necesitaba indicios: sabía que vivía en el campo, que debía ocuparse activamente de la explotación de la propiedad: así lo había decidido.

Ya se cerraban las portezuelas, los últimos viajeros se habían instalado en sus compartimientos, sólo quedaba esa pareja. La joven, de pronto, se había vuelto locuaz. Él apartó la cara, los anchos hombros se empinaron un poco. Fue ella quien posó los labios brevemente sobre la mejilla que él no le tendía. Él no le devolvió el beso y subió al vagón; y aunque el tren estaba todavía inmóvil, y la joven permanecía en el andén, la cabeza alta, no le concedió esa mirada que ella mendigaba.

Xavier la oía gritar, esa boca muda, que ahora veía de muy cerca a través del cristal, porque ella se había acercado. Un collar de cuentas de oro brillaba sobre la carne morena del pecho un poco jadeante. Xavier hubiera querido suplicarle al viajero: "¡Pero háblele!, ¡háblele, hombre!" Había desplegado un diario: era un periódico de extrema derecha. Xavier no dudaba de que fingía leer. ¿Cómo podía leer, por implacable que fuera? Un corto tiempo le había sido concedido contra toda esperanza, puesto que el tren que ya habría debido partir estaba todavía allí: para salvar todo en el último segundo hubiera bastado una sonrisa, un ademán, un movimiento de los labios.

"Si bajara el cristal…", pensó Xavier. Era todo cuanto podía hacer. Se levantó, hizo girar la manija, procurando no mirar el rostro contraído de la mujer. Ella debió de sentirse adivinada, pues se apartó bruscamente y se dirigió con prisa hacia el pasaje subterráneo. Entonces el hombre se levantó a su vez y, asomado a la ventanilla, la siguió con los ojos; la joven no se volvió. El tren se desplazaba suavemente. El desconocido salió al corredor y encendió un cigarrillo.

Xavier se sintió como un niño que despierta. Sí, como un niño que hubiera tenido un sueño perturbado, y que estuviera desesperado por haber perdido el estado de gracia, y que tras la angustia descubriera con alegría que no era culpable. ¡Decididamente estaba loco! Por otra parte, todo el mundo decía que estaba loco. ¿Qué le importaba aquella mujer que nunca volvería a ver? Y de pronto supo que volvería a verla. Estaba tan seguro como de la existencia del muchacho de pie en el pasillo, envuelto en humo, los codos sobre la barra de metal, los hombros anchos un poco erguidos. Xavier desechó esa idea absurda, abrió La vida espiritual, comenzó a leer articulando en voz baja cada palabra: "El tratado delos ángeles es un tratado teológico en el que Santo Tomás se apoya sobre luces reveladas. Pero contiene virtualmente un tratado de pura metafísica que concierne a la estructura ontológica de las sustancias inmateriales y la vida natural del espíritu llevado al estado puro. El conocimiento que así podemos adquirir de los espíritus puros creados se desprende en primer grado de la intelección ananoética o de la analogía. El sujeto transobjetivo domina el conocimiento que tenemos de él y sólo se convierte en objeto para nosotros en la objetivación de otros sujetos sometidos a nuestro imperio y trascendentalmente considerados: pero, sin embargo, el analogado superior…"

La revista se le cayó de las manos, echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos. No creía en el azar. No era un azar si apenas comenzado el viaje en el que se decidía toda su vida Dios lo había dejado sucumbir a esa tentación, siempre la misma, a su tentación, que él llamaba "la tentación de los demás", ese interés invencible que despertaban en él. Y tampoco era un azar si él se cruzaba por la historia de ellos, si estaba mezclado: los veía, los sentía; los desconocidos lo absorbían. Nadie, salvo él, en el tren o en el andén, había reparado en esa pareja. Nadie había notado nada insólito en el muchacho y en la joven que no se hablaban. Desde la infancia oía repetir a su padre y a su madre: "¿En qué te metes? Deja que los demás se arreglen…" Pero siempre tenía que meterse en donde no debía.

Su director espiritual le había enseñado que lo que consideraba impulsos caritativos encerraba una secreta y peligrosa delectación, que llegaría un día, si era la voluntad de Dios, en que saldría del noviciado, fuerte, armado contra todas las trampas, y ese don por fin sobrenaturalizado podría servir para conquistas de la Gracia. Pero ¡qué lejos estaba de ello! Y cómo podía dudarlo en ese mismo minuto en que sentía el corazón derretírsele de ternura por dos desconocidos, por ella sobre todo, que en ese mismo momento debía de rodar sola por algún camino, del lado de las praderas o a orillas del río abrasado, hacia una casa de campo… Encontraría los zapatos que el muchacho se había quitado pocas horas antes, la chaqueta de caza tirada sobre la cama, y, sobre la mesa, la ceniza de su último cigarrillo.

Xavier, en un esfuerzo de toda su voluntad, se arrancó de esa visión. Nunca terminaría de remontar esa pendiente, volvería a caer sin cesar sobre los seres, los que no le eran nada, a los que no estaba unido por ningún lazo de sangre y de los cuales ignoraba todo, salvo lo que presentía, "lo que husmeaba", como solía decir. En cambio, dentro de su familia debía luchar sin tregua contra impulsos de ira o de desprecio. Ni su padre, ni su madre, ni su hermano se beneficiaban de ese amor que lo inundaba ante el primer rostro entrevisto. Volvió a tomar el fascículo abierto sobre las rodillas: "Pero, sin embargo, el analogado superior así alcanzado no trasciende el concepto análogo que lo posee, la amplitud trascendental del concepto de espíritu basta para envolver el espíritu puro creado".

Ninguna de esas palabras tenía sentido para él. ¿Cómo se las arreglaría en el seminario? ¿Cómo saldría del paso? En cuanto un libro hablaba de Dios no reconocía nada del Ser a quien él mismo hablaba. Apoyó la frente contra el cristal. El tren aminoraba la marcha, pues estaban arreglando las vías. Los obreros aprovechaban ese corto descanso. Xavier se fijó en aquel que reía mirando a los viajeros y en el viejo con las manos apoyadas sobre el mango del pico, más separado de él que por los espacios interestelares, ínfimos privilegios de ese orden: un billete de segunda cuando existen terceras nos separa para siempre de los pobres, cava un abismo. Xavier lo experimentaba hasta el dolor. Ser sacerdote sería eso: que ya no existiera ninguna criatura hacia quien él no pudiera ir, con la cual no se encontrara de igual a igual. ¿Por qué estaba en segunda? Había buscado pretextos. Le habían dicho que no había tercera en ese tren o que estaría llena. ¡Mentiroso! Era una licencia que se había otorgado, una última licencia de lujo; ese lujo de estar aparte, al abrigo, defendido contra esos hombres a quienes pretendía amar y a quien soñaba darse sin compartirse.

El sentimiento de su miseria lo abrumó. El tren recuperaba velocidad. La niebla se desgarraba, y de ella emergían vendimiadores en medio de una viña ya enrojecida. Miró al pasar la sugestión de un sendero de jardín bajo los castaños talados, donde se detuvieron un hombre y una mujer ancianos, vestidos de negro. Quizás estuvieran de luto por el único hijo. 27 de septiembre de 1921. Xavier cumplía veintidós años. La guerra había terminado cuando su clase acababa de ser sacrificada. Y además una pleuresía lo había hecho eximir. No, no aceptaba excepciones. Había sido dado de lado en vista de otro sacrificio, estaba seguro de ello, lo sabía, siempre lo había sabido. Cerró los ojos. ¡Oh presencia, oh certidumbre! Esa mano que lo sujetaba, cuyo escozor sentía, lo oprimía a veces hasta el punto de hacerle perder la respiración. Sin duda lo empujaría adonde no imaginaba poder llegar. Ese Dios sin rostro, sin otro rostro que los que había querido desde que estaba en el mundo, "esos millones de Cristos de ojos dulces y sombríos…" ¿Dónde había leído eso? Ah, palabra ardiente en él: "Lo que habéis hecho a uno de esos pequeños, a mí me lo habéis hecho…" Significaba que cada uno de ellos era Cristo, se confundía con Cristo. Presencia sensible de la gracia en los seres, sensible para él solo, Xavier, que tenía veintidós años y entraría el día siguiente, a las seis y media de la tarde, en el seminario de la calle Vaugirard, "para estudiar su vocación". En verdad, el estudio consistiría en dejarse llevar, según creía, en abandonarse. Todo su ser se replegaba en ese momento sobre una impresión de felicidad contra la cual su director no había cesado de ponerlo en guardia. "En una naturaleza tan sensible -repetía-, todo lo que es delectación viene de usted mismo, y su origen es sospechoso. Amárrese a la fe, a la virtud de fe que no requiere ninguna respuesta en el tiempo, que, para ejercerse, hasta exige que no haya respuesta. La carne se aprovecha de todo, saca provecho de todo, hasta del estado de gracia. Los mismos santos no son santos a causa de su éxtasis, sino a pesar de su éxtasis." Xavier buscó la revista, no la encontró.

– Discúlpeme… Se había caído al suelo. El muchacho desconocido le tendía el fascículo.

– Guárdelo, por favor -dijo Xavier.

– No, lo hojeaba simplemente…, no son temas para mí -agregó el muchacho riendo.

Tenía dientes muy blancos, separados; las arrugas apenas marcadas de la frente podían hacer creer que era mayor de lo que parecía a primera vista. Más cerca de los treinta que de los veinte, sin duda alguna. Un hermoso rostro, pero ya marcado. ¿Excesos? ¿La guerra quizá? Había estado en ella, como lo probaba la cinta en el ojal. La chaqueta castaña de sport, la corbata anudada con negligencia, los zapatos de suela gruesa daban la misma impresión que el rostro: todo era hermoso, pero circulaba desde hacía tiempo como si el muchacho hubiera atravesado el fuego. La nicotina había chamuscado el pulgar y la uña del índice.

– ¿Verdaderamente le interesa? -preguntó a Xavier con un movimiento de cabeza, que debía de realizar desde la infancia, para echar hacia atrás un mechón rojizo. Xavier contestó que no con una energía que hizo reír al desconocido.

– Entonces, ¿por qué lo lee?

– Porque es necesario -dijo Xavier-, porque debo hacerlo…

Se interrumpió no sabiendo qué razón dar, pero sobre todo inquieto, preocupado por no ceder al impulso que lo precipitaba en una pendiente por la cual tenía demasiada tendencia a deslizarse.

¡Era tan inesperado que gracias a la revista hubieran alcanzado unánimemente el problema esencial! Al mismo tiempo luchaba contra el placer de interesar a ese gran tipo que lo miraba con sus ojos azules, sin descaro, pero con un aire de curiosidad fría y tranquila.

– Son maniáticos, locos -declaró. Y como Xavier lo interrogaba con la mirada:

– Sí, los que escriben estas cosas… ¿No lo cree?

Xavier sacudió la cabeza: -Si lo creyera…

Se interrumpió en el momento en que iba a decir: "No entraría donde voy a entrar mañana a la noche…" Retuvo la confidencia por temor a que ese muchacho, de golpe, se desinteresara de él. No callaba por respeto humano: no quería romper ese lazo, esa frágil liana invisible como arrojada de un árbol a otro que los unía desde hacía unos instantes. Siempre ese sentimiento de Robinsón en su isla, delante de quien se yergue de pronto un hombre, no por algún naufragio imprevisible, sino por una voluntad particular de ese Dios que conoce el secreto de cada corazón. Temía decir la palabra que pondría fin a la historia antes que estuviese empezada. El otro insistía:

– Usted reconoce que no le interesa.

– Me aconsejaron que leyera esa revista…

– ¿Quién se lo aconsejó?

Una parte de sí mismo, la que estaba sometida a un director espiritual, le soplaba a Xavier: "Es justamente lo que se impone: que pronuncies la palabra que alejará a este hombre. Te engañas con motivos sublimes. En verdad, hasta en el umbral del seminario cedes a la curiosidad que despierta en ti el primer llegado, cuando es ese sacrificio el que se te ha pedido antes que cualquier otro. No habrás dado nada si no das eso…" Xavier contestaba: "Quizá…, pero no se trata únicamente de mí". ¿Dónde estaba la joven en ese momento? Imaginaba el salón de una casa de campo, una ventana abierta sobre una pradera semejante a la que él veía encuadrada por la ventanilla del vagón, con regueros de niebla y una hilera de álamos estremecidos. Era de ella de quien quería hablar, a causa de ella; estaba seguro de que por nada del mundo la conversación debía quedar interrumpida. Sin embargo, el muchacho decía:

– Es verdad que soy indiscreto. Tengo la manía de hacer preguntas.

Desplegó el diario y era como si hubiera vuelto a embarcarse, como si se alejara para siempre. Con la misma prisa con que se hubiera arrojado al agua para salvar a alguien, Xavier dijo precipitadamente:

– Es un artículo de mi director. Me pidió que lo Ieyera.

– ¿Su director? -preguntó el joven-. ¿Trabaja en una oficina?

– ¡ No! Mi director espiritual.

Xavier no dudaba de que el desconocido iba a lanzar una carcajada o a encontrar una fórmula cortés para excusarse y poner fin a la conversación. Pero, por el contrario, su atención aumentó y fijó sobre Xavier una mirada en la que había curiosidad, quizás irritación, piedad y en todo caso un interés poderoso. Sí, en ese minuto le interesaba. Los sentimientos que había despertado en él esa confidencia pasaban por el hermoso rostro amargo, como las nubes por el cielo. Xavier se sintió dichoso. Y al mismo tiempo se preguntaba si ya no estaba traicionando: "Toda criatura, si lo que nos importa de ella no es solamente su alma, aun fuera de todo pensamiento culpable, nos aparta de Dios. Usted ya no tiene derecho a disponer de ese corazón que va a entregar para siempre, ni tampoco de esa facultad de atención que ejerce sobre usted cualquier encuentro humano". Xavier había copiado entre sus notas ese párrafo de una carta del director. Había que dar el golpe de gracia, arriesgar la última confidencia, la que volvería a arrojar al mar a ese desconocido y reintegraría a Xavier a su isla, a su desierto.

– Mañana entro en el Seminario del Carmen -dijo.

El muchacho parecía confundido.

– ¿Se hace carmelita?

– No, en el Seminario del Instituto Católico, en la calle Vaugirard… Agregó en seguida:

– Todavía no he resuelto nada, es para estudiar mi vocación. No tengo ningún compromiso.

El desconocido se incorporó bruscamente, luego volvió a sentarse, una pierna replegada, inclinado hacia delante como para observar a Xavier de más cerca. Una brusca oleada de sangre le avivaba las mejillas, le confería de pronto un aire de extrema juventud. Dijo:

– ¡ No es posible! ¡ No hará eso!

En seguida agregó en tono imperioso:

– Está todavía a tiempo: usted es un inocente caído entre las manos de esos estranguladores: ¡vaya si los conozco! Lo ayudaré a escapar, lo arrancaré de sus garras, ya verá.

Xavier recordó entonces comó sus padres habían acogido su decisión, esa manera de encogerse de hombros, esa afectación de no tomarlo en serio, la certidumbre de que no aguantaría tres meses en el Seminario. "Sobre todo no vayas a decírselo a nadie… Al salir quedarías en ridículo. ¡Como si alguna vez hubieras perseverado en algo! Empezaste a estudiar Derecho, luego quisiste ser Licenciado en Letras. Ahora es otro cantar… ¿La carrera eclesiástica? -había agregado su padre-, ¿por qué no? Dígase lo que se diga, ser obispo todavía cuenta, o aunque sólo fuera cura de una gran parroquia. Y después de todo hoy es la carrera con menos competencia. Pero te conozco bien, nunca persistirás, lo que quiere decir que nunca llegarás a nada." Y su hermano Jacques: "¡Estás chiflado! ¡Qué infeliz!…, lo serás toda la vida…" Su padre, su madre, su hermano, que "practicaban", "comulgaban en las fiestas de guardar", y también ese muchacho que seguramente lo censuraba y hasta sentía horror por ese camino en donde él se internaba. Al menos éste sentía que era grave, que se jugaba la vida. Y de pronto Xavier oyó la pregunta: "¿Cómo se llama?", casi en el mismo tono que adoptan los chicos el primer día de clase en el patio del recreo cuando le preguntan a un recién llegado: "¿Cómo te llamas?" Sí, a Xavier no le hubiera sorprendido que el muchachote lo tuteara. Pronunció su nombre con la misma timidez que habría tenido a esa edad: "Xavier Dartigelongue".

– ¿El hijo del abogado? Conozco a su hermano Jacques.

Xavier se sintió inmediatamente colocado con su parentesco, sus alianzas, en el lugar exacto que ocupaba en la jerarquía de la ciudad.

– Soy Jean de Mirbel -dijo de pronto el muchacho. No dijo: "Me llamo Jean de Mirbel". Sabía que con sólo decir su nombre brillaría en su clase, en el cénit, ante aquel pequeño burgués.

– ¡ Ah, lo conozco muy bien!

Xavier observaba con respeto esa famosa bala perdida que había hecho una guerra valiente. "Son éstos los que luchan mejor como decían sus padres, mientras tantos muchachos serios quedan en el campo de batalla." Corría la voz de que Jean de Mirbel se divorciaba.

– ¿El apellido de su mujer es Pian? -dijo Xavier, con aire entendido-. Mi madre es muy amiga de la señora Pian.

– Sí, esa vieja arpía.

A Xavier le asombró no sentirse extrañado ni herido. Respiró el olor polvoriento del vagón; miró, como si lo viera por primera vez, el tapizado azul; descifró las iniciales de la Compañía a lo largo de la franja colgada bajo unas fotografías, una de las cuales representaba el puente de Cahors. Mirbel preguntó:

– ¿Cómo ha podido resolverse? Que se le haya cruzado la idea, lo comprendo. A su edad uno se siente tentado por cualquier cosa absurda. Pero de ahí a dar el paso… Ya sé que no hay nada definitivo. Pero el hecho de haber pasado por el Seminario es grave, es algo que marca.

Xavier vaciló en contestar. Preguntó:

– ¿Recuerda esa frase de Rimbaud…? ¡Porque a usted ha de gustarle Rimbaud!

– Usted sabe…, para mí…, la literatura… Tengo una madre que escribe novelas, las novelas edificantes de la condesa de Mirbel son muy conocidas, tienen grandes tiradas… Novelas para usted -agregó en un tono de burla afectuosa.

– He oído hablar -dijo Xavier.

– Bueno, conténtese con eso y no meta la nariz. ¿Qué me decía de Rimbaud?

– Sí, cuando habla de uno de sus antiguos amigos que ve en sueños en esa sala, en el campo, donde hay velas y paredes tapizadas de madera antigua: "Ese amigo sacerdote y vestido de sacerdote…, era para ser más libre", agregó Rimbaud. Para ser más libre, ¿me comprende?

– No -dijo Mirbel-, no comprendo. ¿Cómo una persona va a entrar voluntariamente en la cárcel para ser más libre?

– Más libre de amar.

Xavier se ruborizó levemente y agregó:

– No pertenecer a nadie para pertenecer a todos. Poder darse entero a cada ser sin traicionar a nadie. En el casamiento…

Xavier se interrumpió recordando de pronto que hablaba con un joven marido que acababa de abandonar a la mujer en el andén de una estación sin siquiera devolverle su beso.

– Pero, gracias a Dios -contestó Mirbel-, del matrimonio uno se evade. Es más fácil decirlo que hacerlo; si alguien puede saberlo, soy yo. Pero asimismo se consigue. Yo, por ejemplo…

No agregó nada. Después de unos minutos de silencio, Xavier dijo en voz baja:

– Es muy bonita.

Y como Mirbel fingía no comprender, insistió:

– Sí, la joven que estaba con usted en la estación; es ella, ¿no es cierto?

Mirbel apartó un rostro de pronto endurecido.

– ¿Todavía mira a las mujeres?

Xavier veía moverse un músculo bajo la oreja, en la articulación de la mandíbula. Fue Mirbel, sin embargo, quien al cabo de unos minutos habló nuevamente:

– Y después de todo, ¡qué! Total, usted no cree seriamente en todos esos cuentos. Nadie se juega la vida por un disparate. Usted debe de saber muy bien que no es verdad -insistió con exasperación mal contenida-. En el fondo nadie lo cree.

Y como Xavier guardaba silencio, insistió:

– Pero, en fin, ¿cree, sí o no?

Se había inclinado, los codos apoyados sobre las rodillas, y Xavier veía de cerca aquella cara tan ávida, tan triste, aquellos ojos que parecían un poco perdidos a causa de un leve estrabismo. Xavier no sabía qué oscuro obstáculo le impedía contestar: "Sí, creo". Por nada del mundo hubiera dicho una sola palabra que pudiera engañar a aquel hijo de la ira sentado frente a él.

Salió del paso con una derrota:

– Si no creyera, ¿piensa que entraría en el Seminario?

– Contesta a una pregunta con otra pregunta. Sin embargo, sería excesivo cometer esa locura para defender y propagar lo que usted considera un mito.

Xavier no protestó. Dijo solamente, como si hablara consigo mismo:

– Dios existe puesto que lo amo. Que Cristo no ha muerto, que vive, nadie lo sabe mejor que yo. Es un hecho que Él está en mi vida y que cada una de sus palabras se dirige a mí en particular y que siempre termino por preferirlo a los seres que más quiero.

Se asombró de lo que osaba decir ante aquel muchacho, una bala perdida, como decían sus padres, un libertino.

– Hasta el día en que usted prefiera a un ser viviente… -dijo Mirbel-. Pero entonces será demasiado tarde; será el prisionero de ese horrible hábito, de esa mortaja negra. Y ya no será joven; estará arrinconado entre los riesgos de un escándalo y el asco que causará. O si no será el ahogo, la muerte por la sed.

Tomó la mano de Xavier y le habló muy cerca:

– Qué suerte que me haya encontrado ahora que está todavía a tiempo. ¿Sabe a lo que renuncia, pobre inocente? Siquiera alguna vez ha…

Apenas había soltado la palabra innoble, Mirbel sintió que la mano de Xavier se le escurría. No era un muchacho de veintidós años el que estaba bajo su mirada, sino un ser todavía bañado de infancia y que se alejaba vertiginosamente de él. Mirbel se retractó y dijo en seguida que comprendía ese asco, que no le era ajeno, que él también lo había sentido.

– No necesitar mujeres, hacer que los hombres sean capaces de vivir sin ellas, sobre ese punto lo comprendo -dijo Mirbel-. El celibato de los clérigos es un pensamiento profundo de la Iglesia Católica.

Xavier no aprovechó esa concesión, no rectificó su propósito. Continuaba menos extrañado por lo que había oído que por el tono vulgar, cínico del muchacho que había sido delegado hacia él, en el umbral del Seminario, que no estaba allí por casualidad, cuya sola presencia destruía en él esa paz en la que había vivido desde que había tomado su decisión. Era como si de golpe todo volviera a plantearse. Pero no, no era posible: iban a separarse en el andén de la estación, y todo acabaría entre ellos. No, no acabaría. Estaba decidido a no dejar salir de su vida a ningún ser una vez que hubiera entrado en ella. Era un pacto a la medida de su corazón insaciable. Si Mirbel lo hubiera interrogado habría contestado que no sabía si creía en la Comunión de los Santos, pero que la practicaba con tanta pasión que ya era para él una evidencia, una realidad viviente. Aun cuando nunca volviera a ver a Jean de Mirbel (¿y qué posibilidad había de que sus caminos se cruzaran otra vez?), Xavier lo había introducido en su memento de los vivos, nunca demasiado recargado para él, y hasta la muerte seguiría siendo uno de ellos. Pues también eso formaba parte de su credo particular: creía en un pequeño número de elegidos, pero cada elegido tenía el poder de arrastrar tras sí a todas las almas, en apariencia condenadas, que le eran dirigidas; esta astucia de la Gracia no podía revelarse a los hombres porque en seguida abusarían.

Así soñaba cuando nuevamente Jean de Mirbel lo interrogó:

– ¿Siempre pensó… entrar en el Seminario?

– Siempre.

– Pero ¿vaciló mucho tiempo?

– Sí, hasta el invierno pasado.

– ¿Y tomó su decisión un día cualquiera?

– Sí, un día cualquiera.

– ¿ Podría decirme la fecha?

– Podría.

– Entonces, ¿ocurrió algún acontecimiento que puso fin a su vacilación?

– Quizá… No lo sé… No puedo decírselo.

– Por supuesto, soy indiscreto, pero no es curiosidad. Se lo juro. No es mi manera de ser; los demás no me interesan salvo cuando los quiero.

Xavier se apartó un poco. Sentía bajo los dedos de la mano derecha la tela rugosa del asiento. El cielo estaba casi blanco con algunas nubes dispersas. Era la hora en que había oído esa palabra, y estaba, dicha para siempre. Como en aquella caja vieja donde de chico guardaba su tesoro, daba de lado esa palabra. Un día, quizá dentro de muchos años, volvería a encontrarla intacta, demasiado frágil para que el tiempo pudiera tocarla.

– No es que usted sea indiscreto -dijo-. Pero hay cosas que cuando uno trata de contarlas parecen tan increíbles, tan ridiculas…

– No, yo comprenderé.

– Se burlará de mí y sobre todo lo usará como arma para probarme que mi decisión es una locura.

– Bueno, demuéstreme que no tiene miedo, que su vocación es bastante fuerte como para someterse a una prueba.

– Evidentemente, mi partido estaba tomado a pesar mío desde hacía tiempo, de manera que para decidirme bastó un empu-joncito. Usted va a reírse. Mis padres me obligaban, justamente para luchar contra mi vocación, a ir a fiestas y reuniones.

Mirbel se echó a reír.

– ¡Ah, eso tiene gracia! ¡Qué idea brillante tuvieron sus padres! He conocido esas reuniones "que dan los burgueses para casar a sus hijas". Si hay un lugar desde donde he podido desear entrar en la Trapa…

– ¿Ah, sí? -dijo Xavier.

– ¡ Ah, la, la! Toda esa juventud con granos, y la pobre chica que golpea un piano, y el calor, y el champaña demasiado dulce, y el olor de las axilas… Si a uno le gustan las fiestas, para eso está la sociedad, ¿no es cierto? En fin, la verdadera. Yo, naturalmente, vomito encima.

Vomitaba, pero formaba parte, pertenecía a ella.

– Seguramente yo era el más ridículo de todos -dijo Xavier-. Bailo mal, no sé comportarme. Ignoro lo que hay que decirle a una muchacha. En un baile, por supuesto. Porque tenía amigas, sí. Hasta puedo confesarle que tenía una amiga.

– ¿Por qué no? -interrumpió Mirbel.

– Pero en esos bailes… Había encontrado como solución estar siempre con la misma muchacha, a la que sacaban poco a bailar, aunque fuera muy simpática…, pero un poquito débil. Era la menor de una familia numerosa donde había un solo varón y una cantidad de mujeres. Ésta se contentaba con tenerme a mí, a falta de algo mejor.

– ¿Le gustaba?

– ¡Por supuesto que no! En fin, no como usted lo entiende…, ni de ninguna otra manera, por otra parte. Era para no estar solo, para no quedarme siempre contra los marcos de las puertas.

– Pero usted, que es escrupuloso, debió de temer que se enamorara.

– No, un muchacho no se equivoca en ese punto. Ni siquiera un muchacho como yo. Yo sabía que no le gustaba, que sólo le impedía hacer un mal papel en el baile. Pero había un inconveniente en el que no había pensado: un día, Jacques…, es mi hermano mayor…

– Sí, lo conozco. ¿Le gusta su hermano? ¿Lo quiere?

– ¡ Por supuesto! Uno siempre quiere a su hermano.

– Entre nosotros es convencional, pretencioso, snob y aburrido… Siempre parece como si llevara traje nuevo.

Xavier hubiera querido enojarse, sentirse ofendido.

– No, no es justo. Me lastima. Usted lo juzga por las apariencias. Vale mucho, se lo juro. Es muy apreciado. Desde que trabaja con nuestro padre ha levantado el estudio. Soy yo el insignificante de la familia.

– i Ah!, así son las familias. Su hermano es el gran hombre, ¿eh? Y toda esa luz que viene de usted ni siquiera la ven.

Xavier se debatía, protestaba:

– Usted se burla de mí; es verdad que no soy sino un pobre tipo. Éste es, a menudo, la parte de Dios en las familias, la que no puede servir para ninguna otra cosa.

– ¿Qué tiene que ver en esta historia el idiota de su hermano?

– Él me advirtió (¡usted se va a reír!) que la familia de la muchacha se había fijado en mí. Después de todo tengo veintidós años. Jacques hasta había oído decir que el hermano quería obligarme, declarar que me consideraba como comprometido… Creí que se burlaba de mí, que no era en serio. Sin embargo, en la primera reunión que siguió me mantuve apartado. Fue lo que los inquietó, lo que debió de darles la idea de intentar el golpe sin más demora. Como me había decidido a invitar a la joven una vez, para no ser descortés, y cuando íbamos a sentarnos en un saloncito, veo al hermano que surge de pronto…

– ¿No se trata por casualidad de los Globert? Esto se les parece tanto…

Xavier juró que no se trataba de ellos.

– Por lo tanto, el hermano vino a sentarse entre nosotros con aire enternecido. Tomó nuestras manos y quiso unirlas pronunciando palabras confusas, pero cuyo sentido no se me escapó. Me desprendí bruscamente, protesté que había un error y advertí con terror que el hermano parecía querer llevarlo a mayores. "Ah, permítame -decía él-, a quien no comprendo es a usted. Sería demasiado sencillo comprometer a una chica…" Naturalmente, la joven en cuestión se había apartado un poco.

Mirbel estalló:

– ¡Oh, ahora estoy seguro de que es Jules Globert! Supongo que no lo asustó a usted…

Xavier confesó que había tenido miedo, no del muchacho, sino de la trampa tendida, aunque estuviera seguro de no dejarse atrapar.

– En todo caso, no es el miedo el que me hizo decirle de pronto estas palabras increíbles, que a mí mismo me dejaron estupefacto: "Estaría encantado, nada podría gustarme más…, pero en octubre ingreso en el Seminario".

– ¿Les dijo eso? ¡Es maravilloso! Mirbel recalcaba la primera sílaba de maravilloso. Reía juvenilmente, a carcajadas.

– ¿ Y volvió al baile?

– No, aproveché el estupor que les había causado para precipitarme a la escalera, tomar mi abrigo…

Mirbel ya no reía. Había acercado su rostro, mantenía a Xavier bajo su mirada como para hipnotizarlo.

– ¡ Mi pobre criatura! ¡ Vea sobre lo que está jugando su vida!

Xavier contestó con tono tranquilo:

– ¿No lo cree seriamente? Lo más extraño de la historia es que en el mismo momento en que pronuncié esas palabras cómicas descubrí que ellas me informaban a mí mismo de lo que hasta entonces había fingido ignorar. Era verdad que iba a ingresar en el Seminario y que no había para mí otro camino en este mundo. Esa muchacha se había cruzado por mi ruta para obligarme a decir en voz alta ante testigos: "Voy en octubre al Seminario".

– Sí -interrumpió Mirbel (pero ya su risa no tenía el mismo sonido)-, la chica de Globert no tenía otra razón de estar en el mundo que la de suscitar una réplica en el drama cuyo héroe era Xavier. Xavier, cuyo destino interesa a la tierra, al cielo y a los infiernos. Después de eso no le queda más que reventar a la infeliz.

– Usted no me comprende -protestó débilmente Xavier.

Pero Mirbel, con voz sorda y casi furiosa, atacaba de pronto:

– Ustedes los cristianos me horrorizan, o más bien me horrorizarían si no me pareciera sobre todo grotesca la obsesión que tienen de contarse entre el pequeño número de los que no están condenados a la desesperación eterna. Me pregunto si hay algo más innoble en el mundo que el estado de ánimo de Pascal, que se embriaga con esa gota de sangre derramada para él sólito.

– Justamente por eso quiero ser sacerdote -dijo Xavier-, para estar del lado de los pecadores, para consagrarme a ellos, entregado, salvado con ellos, perdido con ellos…

Pero Mirbel no cejaba y hasta elevó el tono.

– No, usted es igual a los demás, ve todo en función suya. Y a mí -preguntó bruscamente-, ¿por qué me encontró? ¿De qué va a servirle nuestro encuentro?

– A mí, no sé…, pero a usted quizás, a ustedes dos…

– ¿A nosotros dos? ¿Qué quiere decir? De pronto hablaba con sequedad y cobraba distancia. Xavier balbució:

– Ustedes son dos. Los he visto hace un rato en la estación. Comprendí…

– ¡No!, pero ¿en qué se mete? Si se imagina que le voy a permitir que meta la nariz entre mi mujer y yo…

– Oh, por supuesto puede prohibírmelo. En ese momento un camarero del vagón restaurante pasaba por el pasillo, anunciando el primer servicio. Jean de Mirbel se alejó sin despedirse; Xavier, con un gesto habitual, juntó las manos sobre el rostro, atento a la carrera brutal y ruidosa del tren; luego miró el crepúsculo sobre los campos desnudos donde ardía la hojarasca; el aledaño de los bosques se llenaba de noche. Sobre el camino angosto que corría a lo largo de la vía, un hombre empujaba su bicicleta con la mano y caminaba junto a una muchacha. Xavier recordó que no tenía reserva para el vagón restaurante. Sin embargo, a lo mejor todavía encontraba un lugar en la misma mesa que Mirbel… No, el único lugar que quedaba libre sólo le permitía entreverlo al otro extremo del vagón. Una pareja sentada frente a él, y ya ocupada en alimentarse, cerraba su horizonte: un hombre muy fuerte, de esa especie que parece creada por el comercio con la hacienda: moreno, con vello negro y brillante sobre el dorso de las manos y hasta sobre las anchas falanges. La compañera mostraba sin vergüenza, en una sonrisa que no terminaba nunca, las encías arrasadas. Xavier descubrió que la pareja no estaba tranquilizada por la costumbre: aquellos monstruos parecían pegados el uno al otro, la atmósfera de su dormitorio los envolvía aún. De golpe pensó que los dos seres también tenían alma que él debía amar. Y mirando a Mirbel se burló de sí mismo, de ese equívoco que creaba entre las almas y los rostros, de esa vocación que se atribuía, pero que sólo se despertaba ante los seres jóvenes. Se esforzó por considerar a esa pareja instalada frente a él y se dijo que después de todo no le costaría ningún trabajo llegar a quererlos, sobre todo a la mujer, cuyas manos mal cuidadas revelaban trabajos serviles. Se tranquilizó: también se daría a éstos cuando le fueran enviados. A éstos, sobre todo, al hombre bovino y a su Eva desdentada, cuyo aliento hubiera podido adivinar. Con los demás sería prudente no tener más lazo que la oración y el sacrificio. La media botella de Listrac que Xavier acababa de beber lo mantenía en esa leve excitación en que todo pensamiento se convierte en imagen.

Se decía que por esa señal reconocería que una criatura era peligrosa para él y debía evitarse: Cada vez que tuviera la certidumbre de que alguien había desembarcado en su isla, penetrado en su desierto, debía huir, pues el desierto era su parte en este mundo, era su cruz no sentirse ya solo, eso sería para él bajar de la cruz. Mañana a la noche estaría en su celda. Se habría acabado para siempre. Tenía veintidós años. Toda su vida estaba ante él, y en ella no habría nadie hasta su último suspiro: ni una mujer, ni un amigo, sino únicamente almas. ¿Era posible? ¿Tendría la fuerza necesaria? Si ese tren que atravesaba las estaciones en una especie de algazara y de locura se saliera de los rieles, si Xavier surgiera de pronto en la luz de la paz… Tuvo miedo de desear tanto la muerte. Qué extraño resultaba ser la presa de esa tentación en el vagón restaurante, en medio de aquella hacienda humana que bebía y fumaba. Todos iban hacia sus vidas, sus negocios, sus amores. Él también iba hacia su amor, un amor que no se ve ni se toca ni se posee. Y era un joven macho de veintidós años; y sólo se diferenciaba de aquellos a quienes le había sido dado acercarse y conocerlos por su corazón insaciable y por esa hambre de querer, de sufrir y de morir que no había encontrado en ninguna otra criatura. En el fondo, eso era su soledad. No era él quien existía, sino los seres hacia los cuales se sentía perpetuamente como impulsado, para darles su vida. Lo que acababa de ocurrir entre aquel extraño y él se renovaría indefinidamente hasta cuando estuviera marcado por el signo sacerdotal. Hasta la agonía, hasta esa última soledad. Le dieron la vuelta. La pareja de enfrente había desaparecido. Mirbel ya no estaba. Al salir debió de rozar la mesa de Xavier, que se sorprendió de no haberse dado cuenta. Durante su ausencia el compartimiento había sido invadido por dos hombres, uno de los cuales, muy anciano, dormía con la mandíbula inferior caída. Mirbel había buscado refugio en el pasillo. Estaba apoyado en la barra de cobre, y su frente casi tocaba el vidrio. Xavier se apoyó también, pero ante otra ventanilla, decidido a no hacer un ademán, a no decir una palabra que pudiera restablecer el contacto entre ellos. Fue Mirbel quien se acercó y le ofreció un cigarrillo. Encendió el suyo, y esta vez sus codos se tocaron.

– No me guarde rencor -dijo.

– ¿Por qué voy a guardarle rencor?

– Era natural que me hablara de mi mujer… No puedo soportar que me hablen de ella.

– No volveré a hacerlo -se disculpó Xavier.

– Usted no es lo mismo, tiene derecho.

Xavier se sintió dichoso. ¿Qué es un sacerdote sino aquel que tiene el derecho, el deber de poder leer en las almas, de escuchar sus confidencias, pero sobre todo de adivinar lo que ellas ignoran de sí mismas?

– Lo que ella significó para mí cuando yo era todavía un niño es inimaginable…

– Lo que es todavía, siempre…

– Sí, por supuesto, nada puede impedir…

Los árboles confusos en el cielo frío, las casas con una sola lámpara, el espacio de un segundo entregaba a los viajeros la vida oculta; todo un universo semidevorado por las tinieblas huía detrás del cristal.

– Tendría que hablarle de ella. Pero no esta noche, o por lo menos no en seguida… ¿Qué piensa hacer esta noche?

Xavier declaró firmemente:

– Nos diremos adiós en la estación.

– ¿ Qué va a hacer tan solo?

– No sé. Caminar por las calles…

– No, no lo abandonaré.

Xavier no contestaba. Se ablandaba ante esa vida extenuante de rechazo. Toda su juventud ante él, durante la cual tendría que sacudir la cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Decir que no, siempre no, no a todo lo que no seáis vos, Dios mío.

– No, lo agradezco, pero tengo que estar solo.

Mirbel se acercó aún más.

– Es una lástima -dijo en voz baja-. Quizás usted hubiera podido arreglar las cosas.

Xavier protestó violentamente:

– ¿Con su mujer? ¿Por qué yo? No la conozco. Tampoco lo conozco a usted.

Agregó casi en voz baja: "Déjeme tranquilo". Pero el otro insistía:

– Ha olvidado lo que me decía hace un rato sobre lo que significa para usted un solo encuentro.

– No todos son buscados por Dios.

Xavier se había alejado un poco y hablaba, la frente contra el cristal. Jean de Mirbel reía:

– ¿Está empezando a creer que le he sido enviado por otro? Confiéselo, ¡me cree el diablo! -y como Xavier se encogiera de hombros-. ¡ Vamos! -agregó-. Otro cristiano más que ríe cuando le hablan del diablo.

– No digo que no exista. Solamente…

– ¿Solamente qué? Si el diablo es un invento, también lo es todo lo demás, confiéselo.

– Pero si existe, todo lo demás existe.

– Bien sabe que no existe.

– Lo que sé -dijo Xavier después de un silencio- es que a menudo nos sirve de pretexto para apartar a algunas personas de nuestro camino, a las malas compañías que nuestros directores consideran como un deber evitar.

– ¿Yo, por ejemplo?

Mirbel se había acercado. Xavier, más bajo, tuvo que alzar un poco la cabeza.

– ¿ Cree que es el demonio quien me pone en su camino?

Xavier contestó apartándose:

– Usted está aquí, es todo lo que sé. No sé lo que Dios espera de mí respecto a usted. Lo importante es ver con claridad. ¡ Ah!, no es fácil. Casi siempre el verdadero camino está del lado que más nos cuesta seguir.

– Casi siempre…, ¿pero no siempre? Usted puede equivocarse tomando el partido que más lo mortifica. Por ejemplo, esta noche tiene ganas de seguirme, pero ¡quién sabe si su Dios no quiere que me siga!

– No lo seguiré -dijo Xavier.

– Entonces es porque va a quitarle a Michele su última oportunidad.

– ¿Michéle?

– Sí, se llama Michéle.

Xavier alzó los ojos hacia el rostro inclinado sobre él, luego lo apartó de nuevo como abrumado por una fatiga desesperada, la que sentimos en una excursión al alba en la montaña; entonces un terror se apodera de nosotros ante la idea de todo lo que tenemos por delante: todavía no hay nada hecho de lo que hemos resuelto llevar a cabo, y ya estamos cansados. Creía tener su máscara bien puesta aquel Mirbel. Pero Xavier descifraba sobre su faz inclinada la astucia de la criatura que se sabe capaz de apartar en su provecho cualquier vocación, aun la más alta. Y sin embargo Xavier no pudo dejar de repetir el nombre: Michéle.

– ¿Por qué la abandonó? ¿Dónde está esta noche? ¿Por qué ha dejado de quererla?

– A usted se lo diré, sí, se lo diré… Pero hace falta un poco de tiempo.

Sin disminuir la marcha, el tren atravesaba una estación del gran suburbio.

– Ha de ser Juvisy -dijo Xavier-. Ya es demasiado tarde para que me lo diga -agregó a media voz.

– ¿Por qué demasiado tarde? Tenemos toda la noche. Es como decir toda una vida…

– ¡No!

Xavier repitió con fuerza: "¡No!"

– Rogaré por usted -agregó-. Será lo mismo, será mejor.

– Estoy tranquilo. Sé que no va a abandonarme.

El pasillo estaba mal alumbrado, pero las lámparas de las estaciones atravesadas iluminaban brevemente a Jean de Mirbel.

¡ Qué alto parecía!

Xavier entró en el compartimiento, se sentó junto al hombre que dormía con la boca abierta, se esforzó por pensar en lo que debía comprar al día siguiente: un par de zapatos, calcetines de lana. Y los libros de Dom Marmion que no había encontrado en Burdeos. Y también La vida espiritual y la oración de la abadesa de Solesmes. El gran cuerpo de Mirbel obstruyó la puerta del compartimiento.

– Austerlitz. Llegamos dentro de diez minutos.

Tomó la maleta de Xavier, la llevó con la suya al pasillo y fijó sobre él una mirada en la que ya no había ni astucia ni burla. Era como si Xavier, sentado a orillas del mar, hubiera oído sirenas aullar en la noche, la llamada de un desamparo, cuyo nombre no conocía.

– ¿Ha reservado habitación? -preguntó Mirbel.

Xavier sacudió la cabeza. Durante las breves estancias en París se había alojado siempre, como muchas personas de Burdeos, en el hotel del Palais d'Orsay. Agregó riendo el comentario habitual de su padre: "Así se economizan dos taxis, el de la llegada y el de la partida". Mirbel protestó que la atmósfera del Palais d'Orsay era horrible: ¡esos kilómetros de pasillos! Conocía un hotelito un poco antiguo, pero bastante confortable, cerca de la Biblioteca Nacional.

– Lo llevo allí -dijo con autoridad.

Xavier no buscó pretexto para su negativa. El tren avanzaba lentamente hacia la estación de Orsay. Estaban de pie en el pasillo abarrotado de maletas, apretados por la gente, muy cerca el uno del otro.

– Yo había creído… -dijo Mirbel-, pero no, va a burlarse de mí. Va a parecerle que esto no se asemeja en nada a mis burlas de hace un rato…

– ¿Qué había creído?

– Que nuestro encuentro no es un azar, usted finge admitirlo; son cosas que los cristianos de su raza repiten por costumbre. Pero yo, figúrese que lo creí de veras, porque eso correspondía a una certidumbre interior, a una evidencia… Imagínese a un hombre a punto de ahogarse, que, de pronto, ve flotar al alcance de la mano un madero…, o aún mejor, una barca con alguien que rema… Creí que iba a izarme a bordo…

Xavier protestó como si tuviera miedo:

– ¡No! ¡No!, pero volveremos a vernos -agregó-, se lo prometo.

Mirbel sacudió la cabeza y contestó en voz baja:

– Esta noche o nunca.

Los pasajeros, apresurados por bajar, los empujaban en el pasillo. Mirbel quiso tomar la maleta de Xavier, quien no se lo permitió. Le hablaba casi al oído:

– Michéle y yo acabamos de jugarnos con usted nuestra última oportunidad. Pero es cierto: cómo podía usted adivinar que me encontró en una frontera que voy a cruzar solo…

Xavier preguntó: "¿Qué frontera?", pero no esperó la respuesta y, con irritación:

– ¡ Es demasiado cómodo! Si fuera verdad no lo diría…

– ¿Cree que le he hablado a otros como le hablé a usted? Michéle no me hubiera dejado ir. De haberlo sospechado, me habría hecho seguir por alguien… Por otra parte, no se trata de lo que usted cree: conozco más de una puerta de salida.

Subían lentamente la escalera metálica. Las maletas chocaban con sus piernas. Xavier no se volvía, pero sentía la respiración de Mirbel sobre la nuca.


– Nunca te pregunté: ¿Qué hicisteis esa noche?

– Puedo contártela hora por hora: Fuimos al depósito a dejar nuestro equipaje. Pasamos el puente, atravesamos la Plaza de la Concordia. Nos sentamos a una mesa en Weber. Allí empecé mi extorsión.

– ¿Una extorsión? ¿Qué extorsión? ¿El suicidio?

– ¿El suicidio? Sí, al principio…, pero no creyó, entonces le tendí esta trampa: "Haré cualquier cosa que usted me mande". Y él contestó en seguida lo que yo esperaba: "Vuelva junto a su muier". No protesté. Le aseguré que podía contar con mi palabra, con esta sola condición: él mismo me llevaría a Larjuzon y se quedaría hasta que me sintiera curado. Se indignó de que pudiera creerlo capaz de retardar su entrada en el Seminario por una causa tan fútil. Yo me indigné a mi vez de que se atreviera a decidir mi destino con tanta ligereza. Se turbó, pues se trataba de ti, en ese momento, Michéle. Tú sola lo interesabas entonces…

– No por mucho tiempo.

Ella reía. Él estuvo a punto de gritar: "No rías", y se apartó de ella. Pero la mujer volvió a acurrucarse. Jean insistió:

– Te había visto en el andén. Había comprendido que sufrías. Yo le interesaba sólo por ti. ¿No lo sabías?

– Me habló dos o tres veces del traje sastre de brin negro y blanco que llevaba puesto aquel día. Recuerdo haberle dicho riendo que tendría que esperar al mes de mayo para ponérmelo de nuevo y correr el albur de que le gustara otra vez. No recuerdo lo que contestó… Nada, sin duda. No escuchaba, ni siquiera oía ciertas cosas.

– Es que en ese momento habías entrado a tu vez en la zona de sombra. Un solo ser existía para él, por entero, en cuerpo y alma, y después pasaba a otro, como si hubiera buscado a aquel por quien debía morir.

Se interrumpió y suspiró:

– Michéle, me doy cuenta de pronto, era eso lo que me volvía celoso hasta la locura: necesitaba esa víctima para mí solo, ¿comprendes? No quería compartirla con nadie. No era demasiado esa joven vida para rescatar la mía.

– ¡Pero no, qué locura! ¡Qué buscas!

Escucharon un instante una lluvia débil y suave que quizá no hubieran oído si el olor de la noche no la hubiera revelado.

– Ese Xavier, ¡ qué imagen -falsificada de Dios amaba! Ser todo entero de todos y de cada uno: tú, al principio, luego yo, después todas las demás personas que encontramos en Larjuzon al llegar, ¡y hasta ese mocoso! Me sentía capaz de ahogarlo como a un gatito. ¡ Ah, Dios mío!

Ella le tomó la cabeza con las manos, repitiendo: "Se acabó, ya no lo odias, estás curado, se acabó", y con el pañuelo enjugaba el rostro que no podía ver.

– No pienses más en Roland. Contéstame, mejor: ¿adonde fuisteis al salir del Weber? ¿Al hotel?

– No, no nos acostamos. Fuimos a Montmartre a pie, yo llevándolo sin cesar hacia ti, a tu destino que dependía de él, que pendía de su decisión. Él se irritaba, se debatía. Yo sabía que lo tenía atrapado.

– ¿Durante la noche no os separasteis en ningún momento?

– Claro que sí, por supuesto. Él entró en el Sagrado Corazón por una puerta lateral. Había una noche de adoración por no sé qué cosa. Lo cité en la estación de Orsay media hora antes de la partida del primer tren para Burdeos. Me juró que no lo encontraría, pero yo estaba tranquilo.

– ¿Por dónde te arrastraste hasta el alba?

No contestó, se alejó un poco de ella, volvió la cabeza hacia la pared. La mujer murmuró: "He comprendido". Él dijo con la cabeza siempre vuelta hacia el otro lado: -Escucha: yo quería probarme a mí mismo que con otra todo volvía a ser posible. ¿Ahora ya no te hiere? Ya no existe ninguna razón para que te sientas ofendida…

La atrajo hacia sí. Era el olor de la lluvia en el cuarto, o el olor de sus rostros mofados. Eran sus suspiros y sus quejas o el estremecimiento de las ramas. Unos gatos furiosos maullaron al lado de los cuartos de la servidumbre.

Ella dijo en voz baja: "Pienso en su pobre cuerpo en este momento". Él no contesto. La mujer preguntó:

– Cuando lo encontraste por la mañana en la estación, ¿qué hicisteis?

– Fui a telefonear a Larjuzon. No contestaste tú, sino Dominique. Así me enteré de que no estabas sola aquí, que nos esperaba un montón de gente. ¡Qué idea haber invitado a Brigitte Pian!

– Por primera vez prefería cualquier presencia, aun odiosa.

– Oculté esa presencia a Xavier por temor a que le sirviera de pretexto para no venir.

– ¿No se oponía?

– No, acababa de escribir sobre la mesa de un café dos cartas, al superior del Seminario y a su director espiritual, para advertirles que a último momento se echaba atrás. Creo que no les daba ninguna razón, salvo el deseo de reflexionar un poco más. Sabía que todo había terminado. Me lo dijo en el tren como si se tratara de la cosa más sencilla.

– ¿Qué te dijo? Recuerda las palabras que empleó.

– Esto, sencillamente: "Que todo iba a terminar para él". Ella preguntó:

– ¿Crees que sabía de antemano…? -Callaron un instante. Michéle agregó-: Recuerdo la noche en que llegasteis, después de haber dado una vuelta por el parque, cuando entramos en el salón, él estaba de pie frente a Brigitte inmóvil, vieja parca tallada en piedra, como sueles decir. Y él semejante a un cordero, con las patas atadas.

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