VII

Jean habia dejado entreabierta la puerta del saloncito, como Michéle se lo había pedido. En cuanto entró la anciana dejó sobre una mesita el rosario de gruesas cuentas, jalonado de medallas. Le bastó una mirada para comprender que Mirbel venía a atacarla y que quería andar ligero. Las primeras palabras del muchacho fueron para alegrarse de encontrarla sola "teniendo que pedirle un favor", y adelantó una silla.

– Si sólo depende de mí… -dijo Brigitte.

– Se trata del chico Dartigelongue.

– Ah, ¿de veras? ¿Del chico Dartigelongue? -repitió la señora. Ya estaba enterada. El terreno elegido por Mirbel le resultaba conocido. Repitió en voz baja-: Ah, ese pobre muchacho, sí, sí… -y de pronto, con aire decidido-: Y bien, ¿quieres saber lo que pienso? Estoy de vuelta de mis prevenciones. Es un chico que habría que volver a llevar de la mano.

– Ahí la esperaba -dijo Mirbel-, respecto a eso quería ponerla en guardia. Ella rió con sorna:

– ¿ Ponerme en guardia? ¿ A mí?

– No, madre, de ninguna manera debe tratar de tomarlo entre manos como acaba de decir, ni intervenir en lo que concierne a su vocación, su vida interior. Sé hasta qué punto él sufriría.

Ella no se inmutaba, un reflejo bailaba sobre sus cristales negros. Lo veía venir. Él insistió:

– Es nuestro huésped, ¿no es cierto? Debemos protegerlo contra ciertos avances inspirados por las mejores intenciones. Créame que nunca lo he dudado.

Se asombraba de que Brigitte Pian no reaccionara ante el ataque. Era él quien, a pesar suyo y a medida que hablaba, alzaba el tono:

– Su buena voluntad la ciega y la arrastra. Sólo usted no tuvo conciencia de lo que tenía de intolerable, ante nosotros, su alusión a la carta de la idiota de su madre, totalmente incapaz de comprender un espíritu de esa raza. No permitiré que bajo mi techo pueda encontrar cómplices en la persecución que prepara contra Xavier. En una palabra, le ruego, madre, que no hable más con mi amigo y no haga la menor alusión a la lucha que en este momento lo desgarra. Brigitte Pian continuaba de piedra. Cuando él calló, se quitó las gafas, descubriendo unos ojos oscuros que expresaban profunda calma. Esperó un poco antes de contestar, balanceando el busto, sonriendo a lo que iba a decir.

– ¡Mi pobre Jean! Sin duda voy a asombrarte mucho, pero pienso como tú que hay que intervenir lo menos posible en esta historia, a menos de estar obligado a ello como lo estuve yo por la carta de la señora Dartigelongue; pero aun en ese caso me guardaré de insistir, habiendo ya dicho lo que tenía que decir.

– ¡Vamos! Como si no lo hubiera amenazado…

– ¡De ninguna manera! Le advertí que deseaba hablarle, pero a menos que me lo pida expresamente estoy bien resuelta a callarme en lo que le concierne y a respetar sus secretos, como lo he hecho siempre en mis relaciones con las almas. Es de otro de quien tengo el deber de hablarle…

– ¿De otro?

– Sí, de ti, hijo querido, si quieres saberlo. Oh, por inocente que sea no dudo que su religión se haya iluminado. Pero piense lo que piense de tu caso, tiene que estar muy alejado de la realidad. Me concederás que un espíritu de esa raza, como lo llamas, no podría penetrar hasta el fondo de la criatura que tú eres…

Apoyó las manos en el bastón y se irguió, majestuosa, ante el débil enemigo que se reía con sorna, y lo cubrió con una mirada que expresaba piedad:

– Me harás el honor de creerme si te afirmo que sólo le revelaré de ti lo que me parece urgente que ese muchacho sepa. No se trata, puedes creerme, de denigrarte por placer ni de hablar mal de ti. Ya no caigo voluntariamente en esa clase de faltas. No debes temer nada de mí, puesto que me conservo en el terreno de la caridad. La mayor caridad hacia el hombre que eres es volverlo inofensivo.

Él cogió de encima de la mesa un pisapapeles. Ella no se movía y, siempre de pie, lo miraba sonriendo. Volvió a dejar el pisapapeles, dio algunos pasos que lo alejaban de ella. Fue a apoyar la frente en la ventana, esperando que se aplacaran los latidos de su corazón. Hizo en un minuto un esfuerzo enorme para dominarse. Cuando se volvió hacia ella, estaba tranquilo.

– No le deseo ningún mal a Xavier -dijo al fin-. Pero quizás usted tenga razón. Puedo perjudicarlo sin querer.

– Estás muy razonable -dijo Brigitte, sin quitarle los ojos de encima.

– ¡Oh! La conozco a usted desde hace mucho tiempo y sé cuándo debo abandonar la partida -suspiró.

– En todo caso, soy lo suficientemente perspicaz como para prepararme para lo peor cuando te pones suave.

Rió, buscando la mirada que huía de la suya.

– Se equivoca totalmente, madre -dijo Jean. Volvió a sentarse, acercó la silla al sillón. La mesita los separaba-. Como si desde el tiempo que nos conocemos no me hubiera ocurrido jamás el confesarme a usted.

– Sí, es verdad, cuando tenías dieciséis años…

Él se encogió levemente de hombros.

– Siempre tengo dieciséis años -dijo por fin-. Y bueno, sí, tengo ganas de que se vaya porque estoy celoso… Es raro que la amistad sea celosa, ¿verdad?

Brigitte Pian sacudió la cabeza como un viejo caballo.

Preguntó a media voz:

– ¿Soy tan temible?

Él tenía los codos apoyados en las rodillas, la mirada vaga y un aire de desprendimiento y de confianza.

– Pensaba en Dominique -dijo-. No puedo hacerme a esa idea. Nunca me había sentido burlado hasta ese punto.

No miraba a Brigitte; ella podía creer que había olvidado su presencia. Se estremeció un poco cuando lo interpeló:

– ¿Qué tiene que hacer Dominique en esta historia?

Él sonrió, repitió en un tono de indulgencia divertida:

¡Vamos, madre, vamos! -Y de pronto-: ¿Ignora que están juntos en este momento?

No, ella no lo creía. Dominique le había pedido permiso para ir a merendar al borde del arroyo con el chico.

Jean fue de nuevo a la ventana, luego volvió con las manos en los bolsillos, el aire apacible y ausente:

– No pretenderá de todas maneras convertir a su Dominique en una monja. Convendrá conmigo en que no se puede tener menos vocación.

Ella tomó el rosario de la mesita y lo apretó fuertemente en la mano derecha.

– ¿No está enojada al menos? -preguntó él-. No hay nada en esto que no sea halagador para Dominique, después de todo. Usted debería alegrarse de la suerte que le cae encima, pues, diga lo que diga, hay mucho camino andado; Xavier me habló, ¿sabe? Cree que Dios se preocupa de su personita; no pone en duda que el Ser infinito organizó nuestro encuentro en el tren de París para que lo traiga a Larjuzon y él seduzca a la secretaria de la señora de Pian; así son esos cristianos.

Reía. Los labios de la anciana se movieron: rezaba, pero su irritación se manifestaba a pesar suyo por ese meneo senil de la cabeza, de la cual no era dueña. Mirbel, siempre riendo, insistía:

– Quisiera ver la cara de la vieja Dartigelongue cuando se entere de que su Benjamín decidió no entrar en el Seminario, sedujo a la secretaria de Brigitte Pian y piensa ahora casarse con esa joven, ¡hija natural, por añadidura! Pero en esa clase de casamientos la ausencia total de familia constituye una suerte que no hay que subestimar.

– Los Dartigelongue pueden dormir tranquilos.

Aunque la anciana había lanzado esa frase sin elevar el tono, él comprendió que estaba a punto de estallar.

– Olvida -dijo- que Xavier y Dominique no necesitan la bendición de nadie.

– En todo caso, ella necesita la mía. Eso fue dicho con los dientes apretados.

– Sí, es verdad -concedió él- que ella depende totalmente de usted. Pero caritativa como es usted y queriéndola como la quiere, no la veo quitándole el pan de la boca. Entonces, madre, imíteme: resígnese a verlos felices.

Al oír esa palabra ella se irguió, apoyada en el bastón. Balbucía:

– Te prohibo… Como si entre tú y yo pudiera haber la menor relación…, como si pudiéramos tener el mismo sentimiento sobre nada…

Estaba sofocada.

– No puede privarse de su presencia, confiéselo, pues -insistió él, duramente-. Es un baño de sangre joven que se da, ¡en el sentido espiritual, por supuesto! Cuando a los viejos les gusta rodearse de juventud es porque hay vampirismo. Siempre lo he creído…

Ella gritó:

– ¡Vampirismo!

Él la vio estremecerse. Los movimientos de la cabeza eran cada vez más intensos y frecuentes. Su voz se cascaba:

– Mi única culpa es haber expuesto a esta joven al peligro de una cohabitación abominable.

Salió con una prisa peligrosa para sus viejas piernas. En el vestíbulo vieron a Michele, que interrogaba a Roland.

– ¿De dónde vienes para haberte ensuciado de esa manera?

Contestó que venía a buscar sus herramientas porque su isla era casi una península y que el señor iba a comenzar los trabajos. Estaba sin aliento y tropezaba con las palabras. Cuando iba a salir, Brigitte Pian lo retuvo del brazo:

– ¿Te espera allí el señor? ¿Lo dejaste solo?

– Oh, la señorita lo acompaña.

El niño quedó absorto: el señor y la señora de Mirbel reían a carcajadas, y no estaba acostumbrado a hacerlos reír. Observaba con inquietud, boquiabierto, esas grandes criaturas sombrías y temibles, presas de la risa.

– Sé bueno -dijo Mirbel-, no te apresures a volver. Tienes tiempo.

Fue en ese momento cuando se desencadenó entre las personas mayores una escena confusa de la cual no comprendió nada, salvo lo que llamaba "palabrotas". Cambiaban palabrotas: he ahí todo lo que pudo contarles a Xavier y a Dominique. La señora de Pian lo retuvo del brazo:

– Ve a decirle a la señorita que la espero para hacer nuestras maletas y telefonear al garaje. Nos vamos en auto. Cueste lo que cueste, no dormiremos aquí esta noche.

Era la frase que recordaba Roland, y que mientras los tres volvían hacia la casa a través de la pradera mojada, Dominique le hacía repetir:

– Sí, dijo que usted debía telefonear para pedir un auto, costara lo que costara…

Xavier caminaba tras ellos. La pradera era cenagosa, sus zapatos se hundían y cuando los retiraba hacían un ruido como de ventosa. Con los ojos fijos en los hombros de la joven, la seguía.

A veces ella se volvía a medias hacia él, pero permanecía atenta a las palabras del chico, que resoplaba. Dijo sin mirar a Xavier:

– No se quede aquí ni un día más. Usted es libre. La ciudad es grande, y nadie tiene derecho a fiscalizar mis salidas.

Él no contestó y la dejó subir la escalinata con el niño. Permaneció junto a los primeros peldaños mientras ella penetraba en el vestíbulo. No, no existía ningún obstáculo entre ellos, salvo ese rechazo dentro de él, esa huida estúpida, como si todo amor le fuera vedado, a él, que sólo sabía amar. Estaba de pie frente a la triste casa cuyo frente se descascarillaba de trecho en trecho, ante los peldaños tambaleantes, mientras el viento de otoño atormentaba las cimas negras de los árboles. La bruma del crepúsculo subía de la pradera, llegaba al bosque. Él no se atrevía a entrar, aunque ningún grito llegara de la casa. Aun cuando fuera verdad esa historia sin prueba y sin razón sobre la cual jugaba su vida, ¿qué necesidad tenía de separarse del rebaño? Él era un muchacho como todos los muchachos… Pero mientras ese pensamiento habitual remolineaba dentro de él, semejante a esas hojas secas que un soplo levantaba y hacía caer a sus pies, pronunció claramente las palabras latinas: "

…vita, dulcedo et spes nostra salve. Ad te clamamus, exules filii Evae. Ad te suspiramus gementes et flentes…"

Gimiendo y llorando… Él amaba, era amado, ¿por qué llorar?, ¿por qué gemir? Subió apresuradamente la escalinata, entró en el vestíbulo. Roland estaba sentado sobre el cajón de la leña, bañado en lágrimas y mocos. Xavier le preguntó dónde estaba Dominique: estaba en la biblioteca hablando por teléfono. Agregó, sin mirarlo:

– Me encargó que se lo dijera…

– ¿Por qué no lo hiciste?

El chico se volvió contra la pared. Xavier le puso la mano sobre la cabeza, pero aquél la apartó bruscamente. Los celos, ya, Dios mío. Atravesó el comedor y entró en el cuartito que en Larjuzon se llamaba la biblioteca, aunque sólo contenía algunos años encuadernados del Mundo Ilustrado. Dominique no colgó el teléfono al ver a Xavier. Le hizo seña de que se quedara.

– ¡ Entendido! Pagaremos la respuesta… Sí, tarifa nocturna…

Su mano izquierda continuaba tendida hacia Xavier, que se resistió unos instantes antes de tomarla. Ella colgó el receptor. Xavier la tomó entre sus brazos, pero con la mano libre le mantenía la cabeza contra el hombro, de manera que sus bocas no se unieron. Un moscardón zumbaba contra el vidrio. Sobre la mesa en que antaño los chicos Pian hacían los deberes de vacaciones, lagos de un negro pálido, animales grabados con un cortaplumas componían los jeroglíficos indescifrables de una infancia desaparecida. Ella se desprendió de él y murmuró:

– Hay que portarse bien… ¿Quién es más libre que usted? A los veintidós años tiene derecho a vivir con sus padres. Seguirá algunos cursos. Después de todo es un estudiante. Yo no puedo pelearme con la vieja. Le debo el puesto que ocupo en la Escuela Libre y tengo un hermano a mi cargo. Sería inútil querer engañarla… Gracias a Dios ya no sale sola. Está el día entero en su sillón… Pero diga algo -agregó en un tono de tierna impaciencia. Él murmuró:

– La escucho…

– El error -agregó ella- es haber aceptado un cuarto en casa de la señora de Pian, por economía.

Xavier dijo que "era mejor así".

– Y en caso de necesidad tengo una amiga que nos prestaría su cuarto…

Palabra nefasta, lo advirtió demasiado tarde. Él se alejó sin que ella intentara retenerlo. Se corrigió:

– Pero no, nos veremos fuera. Yo, sabe, no quiero perderlo…

La ventana era angosta, y, como atardecía, él sólo veía su pelo, el ángulo demasiado marcado del maxilar y la claridad de los antebrazos sobre el vestido oscuro. Oía la mosca que se golpeaba, prestaba atención al olor de tinta vieja y de libros enmohecidos: el olor de ese minuto para toda su vida. Había entornado los ojos y no osaba hacer un gesto. Ella suspiró:

– Está como si lo hubieran embrujado… Como él no contestaba, agregó:

– A lo mejor es una especie de locura…

– Sí -dijo él en voz baja-, una locura.

– Curará. Yo lo curaré. Ella se acercó, pero sin tocarlo, y preguntó únicamente:

– ¿Me quiere?

– Más que a nadie en este mundo.

– Entonces… -imploró ella. Pero él no agregó una palabra ni hizo un gesto hacia ella. Permanecía en la oscuridad, y no se movieron ni aun cuando oyeron en el comedor el bastón de Brigitte Pian. La señora empujó la puerta y vio de una sola mirada, en la sombra, aquellos dos cuerpos jóvenes atraídos el uno por el otro y, no obstante, separados.

– Pues sí que necesita tiempo para telefonear, hijita.

– Conversábamos -dijo Dominique.

– Todavía tiene que hacer sus maletas. No quiero que durmamos aquí. Comeremos en el camino, si tiene mucha hambre.

No parecía irritada en absoluto y se hizo a un lado para dejar pasar a Dominique. Esperó a que la joven hubiera atravesado el corredor y se volvió hacia Xavier:

– No sé lo que tendré que decirle a su pobre madre, porque algo me preguntará.

Él discernía aquella masa, aquel cuerpo pesado, cargado de telas oscuras y la mancha lívida de la frente y de las mejillas. Oía resoplar a la vieja yegua asmática; pero a través de esas apariencias lo que sobre todo percibía era el frío de un enorme odio congelado.

– Cuando pienso que esa querida amiga se imagina que todavía puedo hacer algo por usted, al punto en que ha llegado…

Él no contestaba, de pie, como fuera del tiempo, ante una criatura sin sexo y sin edad. Se esforzaba por desechar las tres palabras del relato de la Pasión que lo obsesionaban: Jesús autem tacebat… Callaba, sin embargo, él también, mientras enfrente la Parca profería palabras meditadas:

– Supongo, mi pobre criatura, que no es un azar que haya encontrado a alguien de su raza y que lo haya seguido. Dudo que pueda hacerle mucho mal. ¡Pensar que no hace una hora me inquietaba a ese respecto! Pero ahora mi opinión formal y que no confiaré a su querida madre, tranquilícese, es que ya no se le puede hacer daño. Jean y usted sólo pueden sumar sus venenos.

Esperaba a que él hablara, pero él permanecía semejante a un joven pino en la noche.

– Es verdad que le quito su distracción y que quizá se aburra sin ella y no permanecerá aquí más tiempo. Pero vuelvo a mi pregunta: ¿qué debo decirle a su pobre madre?

– La verdad, señora, si sabe cuál es. No esperaba esta respuesta. Dio algunos pasos hacia la puerta, se detuvo:

– Pese a lo que le he dicho, no hay que perder nunca las esperanzas. Usted todavía es joven. Nada está perdido. Rogaré por usted.

Ahora su silencio la inquietaba; insistió: -Después de todo, puedo equivocarme respecto a usted.

Él le daba la espalda. Brigitte Pian abandonó la habitación, cruzó el comedor a tientas como una ciega, luego volvió sobre sus pasos. La puerta de la biblioteca había quedado abierta. No vio a Xavier y creyó que había desaparecido. Pero no, era él, en el suelo. Estaba hincado, la frente apoyada sobre ambos brazos en el borde de la mesa, los hombros caídos.


– Lo peor, Michéle, lo peor de lo que he hecho es que planeé -fríamente lo que empecé a ejecutar…

– No me lo digas.

– Aun cuando lo quisiera no encontraría palabras. Cuando me confesé me resultaba imposible hacerme entender… ¿Roland, sabes? Siempre lo aborrecí. Tú hubieras querido adoptarlo porque ya no esperabas ser madre. Era a la vez un reproche vivo y una irrisión viva. Y he aquí que Xavier, después de haber posado los ojos sobre cada uno de nosotros, en adelante iba a detenerse en él. No por preferencia de corazón, al menos los primeros días, sino porque creía al chico amenazado como los gatitos que hice ahogar al día siguiente de nuestra llegada. Por esa criatura endeble y sin nombre he creído siempre que Xavier había ofrecido su parte de felicidad terrena, renunciaba a Dominique, le daba a Dominique… ¿Y yo? ¿Qué era para él sino uno de los instrumentos de su suplicio? Yo formaba parte de su pasión. Compréndeme: no se trataba de celos de amistad o de amor. Era algo de otro orden. Entonces imaginé…

Vacilaba. Ella esperó que no iría más adelante. Pero él agregó:

– No siempre estoy igualmente seguro de mis intenciones: casi nada es completamente deliberado… Pero esto lo fue. Xavier veía en Roland a uno de aquellos cuyo Ángel contempla la faz del Padre. Y bien, fingí creer que esa ternura… No me atrevo a decirte… Le hice creer que tenía mis sospechas… Suscité en su espíritu el inmundo equívoco. Primeramente recuerdo sobre su pobre cara ese horror, y en seguida esa angustia. Aléjate de mí.

Ella permaneció un instante con los labios pegados contra su cuello.

– ¿Y yo? -decía-. ¿Y yo? Tenía unos celos mortales de Dominique. Desde que vi a Xavier resolví turbarlo. Cada una de mis miradas fue culpable… Además, tú lo sabías, tú eras mi cómplice. Yo te había servido de anzuelo para atraerlo, para retenerlo.

Él le tapó la boca con la mano. No hablaron más.

Jean dijo, de golpe:

– Nunca había pensado: la peor prueba para él debió de ser descubrir lo que su sola presencia había desencadenado en Larjuzon y que había venido a consumar la pérdida de los que había pretendido salvar.

– A menos que haya sabido, él que sabía todo con anticipación, que cada uno de nosotros debía seguir ese camino para alcanzar la paz que hemos logrado, ese camino y no otro.

Jean extendió el brazo, encendió la lámpara.

– Mírame, Michéle -dijo-, mirémonos el uno al otro. ¿Cómo te atreves a hablar de la paz en que estamos? Piensa en lo que es cada instante de nuestra vida desde que él ya no está.

Ella se sentó en la cama. Suspiró:

– Sufrimos…, pero en paz. Tú mismo lo has reconocido, te ha dado su paz. ¿No es acaso verdad?

Jean vaciló antes de contestar en voz baja:

– Sí, es verdad. Sí, sufro más de lo que he sufrido jamás, y sin embargo estoy en paz, yo que nunca lo estuve, yo que fui un chico apaleado por un bruto y que a los dieciséis años sorprendí a mi madre, a quien adoraba…

Esta vez le tocó a Michéle apoyar la palma de la mano derecha sobre los labios de Jean. Dijo:

– Lo que Xavier creyó, ¿lo crees tú también?

Él no lo negó.

– Sí, Michéle. Ahora sé que el amor existe en este mundo; pero está crucificado, y nosotros con él.

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