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En el campamento no había muchas cosas de las que hablar. De hecho, siempre salían a relucir los mismos temas y por esa razón la hazaña de Kaminski circuló pronto por todas partes. Se le felicitó como si en vez de haber dado muerte a una serpiente hubiese acabado con un peligroso dragón y la víctima hubiera sido la propia doctora y no u gato. La única que no reaccionó fue la propia Hella Hornstein. Kaminski no pudo menos que preguntarse qué era lo que había hecho mal.

Aun cuando estuviera conmovida por la pérdida de su gato, la decencia exigía de ella una palabra de agradecimiento por su conducta. Pero el silencio de Hella se unió a toda la serie de peculiaridades que rodeaban a aquella mujer. Durante un tiempo, Kaminski reflexionó sobre si debía enfrentarse con ella y preguntarle si había hecho algo de lo que tuviera que disculparse. Pero descartó ese pensamiento o, al menos, lo aplazó de momento.

El proyecto del templo había entrado en la fase decisiva. Lundholm había logrado bombear toda el agua infiltrada y el muro de contención resistía. Podía, pues, comenzar el verdadero trabajo.

Los arqueólogos y los ingenieros habían llegado a un acuerdo: se harían diez cortes verticales sobre la fachada principal del gran templo y los cuatro colosos se serrarían en doce o quince bloques de un peso, calculado previamente según su estado de resistencia, comprendido entre diez y treinta toneladas. Eso significaba un aumento del andamiaje, aunque tenía grandes ventajas, en primer lugar, que el trabajo podía ser realizado con mayor rapidez y por otra parte, satisfacía a los arqueólogos que veían con agrado que los trozos fueran tan grandes como resultara posible.

Los mayores problemas se les plantearon a Sergio Alinardo y a Arthur Kaminski. Alinardo necesitaba hojas de sierra más largas y más duras. Por otra parte, el mayor factor de inseguridad lo veía en la resina artificial que debía utilizarse para afianzar en los bloques de piedra caliza las anclas de acero con las que éstos se enganchaban a las grúas; ¿resistiría las treinta toneladas? Kaminski reforzó los cimientos sobre los que debía sustentarse la grúa Derrick. Se estableció el límite de carga máxima en treinta toneladas para cada bloque y Kaminski hizo asfaltar el camino del desierto hasta la elevada zona de almacenamiento, para evitar al máximo el traqueteo de las piezas durante el transporte.

En la carretera cercana a la obra, Mösslang, el antecesor de Kaminski, había hecho construir una barraca sobre la que caía un sol sin piedad. Las paredes y el suelo del recinto que medía tres metros por cuatro, eran de madera sin barnizar, lo mismo que el techo. Allí, a una temperatura que llegaba a alcanzar los cincuenta grados, se pasaba Kaminski una gran parte de su jornada habitual de diez horas. Cada proyecto tenía que ser bien estudiado, un trabajo que exigía una elevada concentración. Jacobi no hacía más que darle prisa.

El 10 de octubre de 1965 reinaba en la obra una gran tensión. Se veían muchas más personas de lo ordinario; incluso los obreros del turno que había finalizado a las seis de la mañana se negaron a regresar a sus residencias en el campamento. La noche anterior, Alinardo con seis de sus mejores operarios había realizado los primeros tres cortes y a la mañana siguiente se clavaron las correspondientes anclas de sujeción afianzadas con resina artificial. El tiempo de endurecimiento o fraguado de ésta era de veinticuatro horas, que acababan de transcurrir. Sobre el primer coloso, sujeto a los garfios de dos grúas, oscilaba un raíl de acero al que debían ser fijados los ganchos.

Los motores de la Derrick funcionaban ruidosamente al ralentí. Kaminski daba las instrucciones al conductor de la grúa por medio de un sistema de radio. Sobre la cabeza del primero de los colosos había dos obreros egipcios que parecían realizar un arriesgado ejercicio circense mientras atornillaban las gruesas anclas de acero al raíl. La distancia entre éstos y Kaminski, que estaba a los pies del coloso, era de treinta metros en línea recta.

Muchas eran las personas que lo rodeaban. A su lado estaba Jacobi, el director general de la obra, el ingeniero Hein Lundholm así como los arqueólogos Hasan Moukhtar, Istvan Rogalla y Margret Bakker. Desde El Cairo habían llegado el ministro de Obras Públicas Kamal Maher y Ahmed Abd el, Kadr, director del Museo Egipcio. Jacques Balouet, en su calidad de director de la oficina de prensa tenía dificultades para mantener tranquilos y agrupados a una buena docena de periodistas y fotógrafos.

La mayoría de los obreros había abandonado sus lugares de trabajo para poder observar el espectáculo más de cerca. En la carretera del templo esperaba el transporte pesado provisto de un armazón de maderos sobre el que, si todo salía bien, se colocaría el bloque que había sido serrado y separado de la montaña.

Kaminski daba sus órdenes con la tranquilidad de quien está acostumbrado a dirigir el transporte de pesadas cargas:

– ¡Más abajo, más abajo! ¡Oscile a la izquierda! ¡Pare!

El pesado raíl descendió despacio sobre los garfios de acero del gigantesco bloque, que seguidamente fueron atornillados. Los obreros encargados de hacerlo usaban llaves de tuercas gruesas como un brazo.

– ¡Confío en usted! -Jacobi le dio ánimos a Kaminski.

– ¡Muy bien! -se rió el ingeniero-. Y yo pongo mi entera confianza en Alinardo.

– ¿Por qué en mí? -le gritó el italiano desde atrás.

Kaminski se dio la vuelta. Hubiera querido decirle «Porque tú y tu trabajo sois el único factor de inseguridad; todo lo demás es puro cálculo. Si las anclas de acero no aguantan en el bloque, éste caerá y se romperá en mil pedazos». Pero Kaminski no dijo nada, pues casi enseguida descubrió entre el público a Hella Hornstein. Su presencia no le extrañó tanto como el hecho de que le mostrara los puños cerrados con los pulgares alzados, con lo que le daba a entender que estaba a su lado y compartía sus sentimientos.

Por la radio llegó el parte desde la cabeza del coloso:

– ¡Listos!

– ¡Okay! -respondió Kaminski-, desapareced de ahí!

Los dos obreros, como equilibristas por la cuerda floja, se trasladaron por un grueso tablón desde la cabeza del primer coloso a la del segundo. Desde allí, saludaron agitando las manos igual que dos héroes que acaban de ganar una batalla. Sin embargo, la verdad era que la aventura sólo acababa de comenzar.

Kaminski mantenía los labios muy cerca de su aparato transmisor.

– ¡Alcen, alcen, alcen! -ordenó con voz suave. El cable de tracción se tensó y comenzó a temblar. Se elevó el largo brazo de la grúa. Los motores aullaban como camellos maltratados y Kaminski, que empezaba a perder el control de sus nervios, gritó por el transmisor-: ¡Arriba, arriba, arriba! ¡Arriba, maldito sea!

De repente, la cabeza del faraón comenzó a soltarse del tronco, temblorosa. Se alzó poco a poco, suavemente, para ir ganando distancia hasta quedar pendiente en el aire, como un pez enganchado a un gigantesco anzuelo. Kaminski sintió una especial emoción.

Los trabajadores que estaban abajo, a los pies del templo, comenzaron a gritar entre ellos porque sabían que se avecinaba la parte más peligrosa del proceso. Kaminski dio la orden y el largo brazo de la Derrick se inclinó ligeramente hacia la izquierda y, con él, el bloque de veinte toneladas se puso en movimiento de modo que su propio peso se hizo aún mayor a causa de la fuerza centrífuga. La base de la grúa estaba bastante cerca del templo, así que su brazo tenía que recorrer un ángulo de 270 grados hacia la izquierda para poder dejar su carga sobre el vehículo de transporte pesado.

El movimiento del cable de la Derrick y el cambio de luces y sombras que produjo hizo que la sonrisa del faraón pareciera más llena de vida que en su anterior posición estática, lo que impresionó aún más a los espectadores. Na^ SK atrevía a nablar. Únicamente se oían las órdenes que volaban por encima de la obra. La cabeza del faraón alcanzó su situación sobre el transporte pesado.

– ¡Bajadlo! -gritó Kaminski por su aparato.

Esta vez dirigió la maniobra de la grúa para que el brazo fuera a derecha e izquierda y después hizo que la carga de varias toneladas se posara suavemente sobre el armazón de madera del vehículo de transporte.

Durante un instante todo quedó en silencio. Parecía que todos los que habían presenciado el espectáculo tuvieran que acostumbrarse a la idea de que no habían vivido un sueño, sino que aquello era una auténtica realidad. Y de inmediato se produjo una explosión de júbilo. Unos se abrazaron, otros cogieron puñados de arena y los lanzaron al aire formando nubes de polvo amarillo. Ahora, una cosa parecía segura: la empresa Abu Simbel iba a ser un éxito.

A un lado, a la sombra del decapitado coloso estaba Hella Hornstein observando el alegre tumulto que se había formado en torno a Kaminski. Pese a todo, no parecía especialmente emocionada. Cuando el ingeniero notó su presencia, se libró de la excitada multitud que lo rodeaba para felicitarle y se dirigió hacia ella.

– Hacía tiempo que no nos veíamos -le dijo turbado.

Hella le tendió la mano y con el mismo aire inaccesible de siempre le dio la enhorabuena:

– Le felicito, Kaminski, lo ha hecho estupendamente. ¡Un trabajo, de precisión!

Kaminski tomó su mano pero encontró el contacto más bien frío e incómodo. Desde aquel encuentro nocturno con la serpiente, que no le valió ni una sola palabra de gratitud, había intentado muchas veces quitarse de la cabeza a aquella mujer. Muchas veces, sí, porque la extraña fascinación que emanaba de Hella le había restado muchas horas de sueño en las noches siguientes.

Por esa razón, Kaminski soltó su mano rápidamente, le respondió unas palabras corteses de agradecimiento y trató de convencer a la doctora Hornstein de que era mejor que abandonara el lugar para presenciar la continuación del trabajo desde la barraca situada bastante más atrás.

Mientras tanto, el transporte pesado se había puesto en movimiento, primero casi centímetro a centímetro, desnués a una velocidad de cinco kilómetros por hora. Ese fue el tiempo que hubo de pasar hasta que el pesado vehículo llegó al nuevo lugar de almacenamiento de los bloques.

Esa zona estaba cruzada por un sistema de raíles sobre los que circulaba una grúa móvil que funcionaba como un pulpo cuyos tentáculos podían caer sobre la carga que acababa de llegar y levantarla del transporte pesado. Una vez allí, la cabeza del faraón recibió el número clave GA1-A01.

Cada bloque que, en el transcurso de los dos años siguientes, fue transportado por delante de la barraca del ingeniero recibió uno de esos números. La piedra decimoséptima, GA1-A17, iba a cambiar la vida de Kaminski de manera inesperada.

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