24

A la mañana siguiente muy temprano, con el alcohol que paralizaba sus miembros aún metido en los huesos, Arthur Kaminski fue a visitar a Hella al hospital.

Ya a esas horas, apenas poco más de las siete, el pegajoso calor caía sobre el edificio. Arthur estaba decidido a enfrentar a la doctora Hornstein con lo que le contó Rogalla la noche anterior. Cuando ella se diera cuenta de que también estaba enterado de la importancia del descubrimiento quizá decidieran dar a conocer el hallazgo.

Al cruzar el largo pasillo que conducía a la sala de consultas se tropezó con dos enfermeros que salían de allí llevando una camilla en la que yacía un obrero egipcio. Estaba muerto.

Hella apareció en la puerta. Daba la sensación de estar conmovida.

– ¿Qué ha pasado? -se interesó Kaminski sin saludarla siquiera.

Agitada, Hella sacudió la cabeza.

– ¡Otro fallecido! Envenenamiento por plomo.

– ¿Envenenamiento por plomo?

La doctora tomó una mano del muerto, le dio la vuelta y dejó la palma hacia arriba. Estaba blanca como la nieve y contrastaba notablemente con la oscura piel del egipcio.

– Alí es mecánico -le explicó- y se pasa el día manejando gasolina. Con este calor, el combustible que pasa por su mano se evapora tan rápidamente que se la deja helada. De este modo, el plomo penetra a través de la piel en el torrente sanguíneo y provoca una muerte rápida. Éste es ya mi segundo caso. Pero a ver cómo se le puede hacer entender a esa gente que con este calor la gasolina sobre la piel se convierte en veneno. Incluso hay muchos que la utilizan para refrescarse…

– ¡Dios mío! -exclamó Arthur, conmovido-. Tendrás que hablar con los capataces…

– ¿Y qué? -Hella realizó un gesto de indiferencia-. Hace ya mucho tiempo que lo hice y no ha servido de nada. Los egipcios sólo creen lo que ven… o lo que les ordena el Corán. Confían más en un ignorante como Kemal que en un doctor en medicina, sobre todo si ese doctor es una mujer.

– ¿Cómo está Margret? -preguntó más que nada para cambiar de conversación, sin darse cuenta de que eso era agrandar la herida.

Hella se encogió de hombros.

– Ha perdido mucha sangre y su circulación permanece inestable. Será una suerte si sale de ésta.

Volvió a entrar en la sala de consultas, cerró la puerta tras ella y después se acercó a Arthur y le pasó los brazos por el cuello.

– Bien, buenos días antes de todo.

– Y lo besó con la pasión acostumbrada.

Kaminski no se sentía a gusto en el ambiente de un hospital. Hella se dio cuenta de inmediato y le reprochó:

– ¡No me quieres, Arthur!

– ¡Qué tontería! -replicó mientras se libraba de su abrazo-. Es este lugar. Tú ya estás acostumbrada pero a mí me producen terror el mobiliario blanco, las vitrinas de cristal y el instrumental. Pero no he venido para hablar de esto.

– ¿Si no de…?

– He charlado con Rogalla. Anoche casi nos emborrachamos juntos y he podido saber de quién es la momia-

– ¡Lo has contado todo! -lo interrumpió gritando desenañáda, mientras lo empujaba para alejarlo.

– ¡Oh, no! -replicó Arthur-. No he dicho nada. Dibujé de memoria los anillos y las marcas que habían quedado grabadas en nuestras manos y le pregunté si sabía cuál era su significado.

– ¡Eso es imposible!

– Nada es imposible. Rogalla lo reconoció enseguida, se trataba de los nombres de Ramsés y de su hija y esposa Bent-Anat.

Hella observó fijamente a Kaminski, podía ver en su interior como a través de un cristal transparente. De improviso Hella, con la mirada indefinida en él, comenzó a hablar con ese tono, totalmente distinto, que producía terror en Kaminski. Su voz agradable, apasionada, que muchas veces tenía un timbre casi infantil, sonaba de repente seca, dura, profunda y vieja:

– Hubiera sido mejor que lo dejaras todo como estaba hasta que las cosas se tranquilizaran, tal y como te había aconsejado. ¿Por qué no me has hecho caso? La ignorancia es a veces la mayor felicidad del ser humano.

Kaminski se estremeció al oír esas palabras, menos por el contenido que por el tono siniestro. Le parecía como si desde el cuerpo de la joven estuviera hablando una segunda persona. Ésa no era la Hella Hornstein que lo había encantado con sus seductores movimientos hasta hacerle olvidar todos sus buenos propósitos. Era una mujer extraña, desconocida, que le hacía sentir miedo y con la que hubiera preferido no encontrarse nunca.

Hella continuaba mirando a través de él. Sus ojos brillaban vidriosos como los de una vieja muñeca. Eso y su inmovilidad le conferían un aspecto fantasmagórico y al mismo tiempo maravilloso que a Arthur se le atragantaba como un nudo en la garganta. No se atrevió a preguntarle qué quería decir cuando afirmó que la ignorancia era a veces la mayor felicidad para los seres humanos. ¿Por qué deseaba mantener en secreto, por todos los medios la identidad de la momia?

Como un autómata, Kaminski retrocedió unos pasos y al hacerlo su espalda tropezó con una bandeja llena de instrumentos y botellas. Una de éstas cayó al suelo, se rompió y el penetrante olor del fenol se extendió por la estancia.

– ¡Lo siento! -se excusó y se agachó para recoger los trozos de vidrio con cuidado de no cortarse los dedos.

Al levantar la vista, Arthur sintió un terror mortal que lo hizo estremecer. Sobre él, muy cerca de su cabeza se hallaba un rostro de facciones descompuestas; no era la cara de Hella, sino la de la momia. Su único pensamiento en ese momento fue: «¡te has vuelto completamente loco!».

Rechazó a Hella con un violento movimiento de manos y la dejó atrás, abrió la puerta y como un hombre perseguido por las furias corrió por el pasillo hasta encontrarse fuera, al aire libre. Se sentó en los escalones de entrada al hospital con la frente apoyada en las muñecas. No lograba pensar con claridad; todo lo que le había ocurrido parecía estar más allá de toda lógica y en contra de lo razonable.

«Son los nervios», pensó Kaminski. Por lo visto aquella historia lo excitaba más de lo que quería reconocer y, ciertamente, hubiera sido mejor guardar el secreto para él solo o haberlo dado a conocer públicamente en vez de compartirlo sólo con Hella. Pero las cosas ya no tenían remedio y acabaría por saber cómo encarar la situación una vez que se hubiera enfrentado lo suficiente con la joven. En realidad, ¿qué era lo que había pasado? Había descubierto la tumba de una reina egipcia. Un hallazgo excitante, ciertamente, pero no un motivo para complicarse la vida.

Seguía sentado al calor de la mañana pensando en ese asunto, cuando de repente sintió que una mano se apoyaba en su brazo. Al mismo tiempo oyó la voz de Hella, esa inflexión a la que estaba acostumbrado, clara y acariciadora y levantó los ojos.

– ¿Va todo bien? -preguntó como si no hubiera ocurrido ada Arthur se asustó, pero la causa era ahora que la voz de Hella sonaba tan normal que pensó que hacía un momento sus sentidos le habían jugado una mala pasada-. ¿Te encuentras mejor? -repitió la médica.

Kaminski hizo un gesto afirmativo.

– Perdona por lo de la botella.

– No vale la pena hablar de eso -replicó Hella Hornstein-. El fenol es algo diabólico, produce ansias y en algunas personas incluso alucinaciones.

– ¿Alucinaciones?

– Sí, se ven cosas que no existen, pero el efecto pasa tan rápido como llega.

La explicación le aclaró muchas cosas y lo tranquilizó en cierto modo.

– La verdad es que me sentí muy mal -dijo para explicar su fuga aterrorizado.

Hella se echó a reír.

– No tienes que excusarte, Arthur, de veras; al menos no por eso.

– ¿Qué quieres decir?

– No debiste revelarle nada de nuestro secreto a Rogalla…

– Rogalla no sabe nada -la interrumpió-. No le he contado nada en absoluto y me he limitado a preguntarle el significado de unos signos. ¡Puedes creerme!

Hella afirmó con la cabeza, pero Arthur dudó de que verdaderamente le creyera.

– Además -añadió-, Rogalla estaba tan borracho que estoy seguro de que hoy no recuerda nada en absoluto de lo que hablamos anoche. El asunto de Margret Bakker lo tiene muy preocupado.

Hella se puso de pie.

– Tengo tu palabra, Arthur, de que guardarás silencio.

Le tendió la mano; Kaminski la tomó sonriente y la besó en la palma.

– El deber me llama -dijo el ingeniero y se despidió de ella.

Balboush, su criado, le salió al encuentro cuando se dirigía al coche. Movía los brazos excitado como si tuviera que comunicarle una noticia importante.

– ¡Míster, míster! -le gritó desde muy lejos-. Noticia de míster Lundholm: se ha encontrado una tumba en el templo.

Kaminski se quedó de piedra. Dudó si lo primero que debía hacer era informar a Hella, pero decidió que era mejor que antes de nada se enterara de lo que había ocurrido. Saltó al automóvil y voló por la Governments Road en dirección a la obra. ¿Qué demonios habría sucedido?

En el lugar donde la carretera describe una amplia curva a la derecha en dirección al embalse, reconoció su oficina. El calor caía sobre el terreno y desdibujaba los contornos que parecían fundirse como si fueran de cera. Le extrañó que su barraca estuviera tan sola y abandonada como siempre. ¿Habrían descubierto otra entrada a la tumba?

Al dejar atrás su despacho, Kaminski tomó el camino hacia la presa y giró a la derecha para llegar al pie de obra en el templo, que se abría como la entrada de un gigantesco túnel: fachada, techo y la mayor parte del lado izquierdo ya habían sido cortados y extraídos de la montaña. Las sierras mecánicas de Alinardo habían dejado sus huellas, algunas verdaderamente arriesgadas. A los pies del triángulo de la grúa, de cuyo largo brazo pendía un bloque de piedra, estaban Lundholm e Istvan Rogalla. Al verlo llegar le hicieron señas para que se aproximara.

– Lundholm ha hecho un descubrimiento -se rió Rogalla.

– ¿Dónde? -quiso saber Kaminski.

– Ya lo verás -respondió-. ¡Vamos!

Lundholm se rió también. Mientras seguían andando continuó Rogalla:

– Ya lo ves, tenías razón, siempre puede haber un descubrimiento inesperado. ¿Cómo te va después de lo de anoche?

– Gracias por tu interés -se apresuró a responder Kaminski, cuyos pensamientos estaban en otra parte. Al parecer, Rogalla recordaba perfectamente lo que hablarán la noche anterior.

En el interior del templo al descubierto, la fina arena arcillo a formaba una capa de varios centímetros. Sólo muy pocos de los obreros se atenían a las severas disposiciones legales y llevaban caretas protectoras que, por lo general, se negaban a usar porque se pegaban a la piel y dejaban heridas supurantes. A juicio de la mayoría, eso era peor que respirar un poco de arena arcillosa, que pasaba bien con un buen trago de cerveza.

Lundholm iba delante seguido de Rogalla y Kaminski. A sólo un par de metros de las cuatro figuras de los dioses a los que estaba consagrado el templo, el sueco se detuvo y señaló una pequeña nave lateral. Una desnuda bombilla en un soporte negro de latón iluminaba la estancia.

Rogalla pareció notar el desconcierto de Kaminski y lo dejó pasar primero.

– ¿ Ya has avisado a Moukhtar? -preguntó Kaminski.

– ¿Moukhtar? -replicó Rogalla-. Esto no forma parte de su trabajo.

Kaminski no entendía nada.

Detrás de una de las monumentales columnas cuadradas el suel° estaba removido. Kaminski distinguió una caja de mad£ra mal conservada.

Lundholm se acercó y levantó la tapa que ya estaba rota por varios sitios. Dentro había un muerto vestido con uniforme de oficial del ejército y el pecho lleno de condecoraciones. El cadáver estaba bien conservado.

Kaminski, que no esperaba una cosa así, no supo bien lo que ocurría, pero al cabo de unos instantes de asombro, rompió a reir ruidosamente. Los otros lo observaron divertidos, no sabían la razón de esa explosión de risa, pero la situación era ya demasiado extraordinaria como para andarse con nuevas preguntas.

– Es un inglés -explicó Lundholm-. Bedeau, que sabe mucho de uniformes, opina que debe tratarse de un oficial de la expedición de lord Kitchener. Estaba enterrado aquí sin que nadie lo supiera. Fue descubierto por un electricista cuando tendía una instalación. ¿Qué debemos hacer ahora?

– El profesor Jacobi es quien tiene que decidir -dijo Lundholm-, pero yo propongo que informemos a la embajada británica, ellos sabrán qué hacer con los soldados de Su Majestad.

Kaminski sintió que le quitaban un gran peso de encima al ver que el «descubrimiento de una tumba» no era ni mucho menos lo que él había temido. De modo espontáneo invitó a Rogalla y a Lundholm a tomar con él una cerveza en su local de trabajo para, como él mismo dijo, hacer pasar el polvo que tenían en la garganta. Ambos aceptaron gustosamente su ofrecimiento.

– Debiste de pensar que habíamos descubierto la turnba de la reina -se rió Rogalla mientras se bebía la cerveza caliente. Se volvió hacia el sueco y continuó-: ¿No lo sabes, Lundholm? ¡Arthur cree todavía en el gran descubrimiento!

Kaminski sintió que su rostro enrojecía y automáticamente su mirada se posó en el suelo de la barraca, como si temiera que sus compañeros pudieran encontrar algún indicio que despertara sus sospechas.

– No tienes por qué avergonzarte -lo consoló Rogalla, que interpretó equivocadamente el que Arthur hubiera bajado la vista.

En ese mismo instante, los dos amigos vieron un trozo de papel arrugado que estaba en el suelo, al lado de la mesa de trabajo. Rogalla, que se sentaba más cerca, lo cogió y al ir a dejarlo sobre la mesa descubrió los jeroglíficos calcados.

– Empiezo a tener la impresión de que quieres ocupar mi puesto -bromeó de pasada.

– ¡Qué va! -Kaminski trató de superar la situación-. Me gusta dibujar y a veces cuando estoy en el depósito de los bloques copio alguna que otra inscripción, aunque sin saber lo que significa.

Rogalla dio la vuelta al trozo de papel por las dos caras. Después miró a Kaminski y dijo con seriedad:

– Lo extraordinario es que en todo Abu Simbel no hay ningún jeroglífico con este nombre. -Y agitó la hoja en el aire.

– ¿Qué pone ahí?

– Bent-Anat -respondió Rogalla.

Kaminski esperaba que el arqueólogo le preguntara algo más, pero no lo hizo y precisamente eso fue lo que lo inquietó aún más. Muchas veces tenía la sensación de que en Abu Simbel todo el mundo sabía más de lo que admitía.

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