25

Aquella noche Kaminski durmió con Hella y no porque él se lo hubiera propuesto -se encontraba demasiado confuso- sino porque ella se lo pidió. Lo necesitaba, según dijo. No es que eso resultara desagradable para Arthur, que no lo fue, pero la conducta de Hella en el hospital, el susto con la aparición de la momia del soldado inglés y las observaciones de Rogalla lo habían desmoralizado. La consecuencia fue que sus pensamientos estuvieron en otra parte y no en la cama de la doctora.

Con los miembros pesados a causa del cansancio, Arthur se quedó dormido en los brazos de Hella. A eso de la medianoche, sin embargo, se despertó al oír un sonoro resuello. Hella respiraba con dificultad, parecía sumida en un profundo sueño, pero de su nariz salían fuertes sonidos realmente raros. Arthur encendió la luz.

La frente de Hella estaba perlada de sudor y las comisuras de sus labios se contraían convulsivamente con frecuencia irregular, aunque mantenía los ojos cerrados. Su respiración y los extraños ruidos que dejaba escapar se hacían cada vez más rápidos y su intensidad cambiaba continuamente. Violentos ataques de sofocación, en los que parecía faltarle el aire, precedían a momentos en los que el ritmo de su pecho era casi normal y reposado.

Arthur pensó en despertarla y liberarla de su pesadilla pero cuando iba a hacerlo oyó, mezcladas con el sonido irregular de su respiración, palabras que semejaban no guardar relación unas con otras y que sólo podía entender con un gran esfuerzo.

Varias veces seguidas la oyó repetir:

– Ramsés, Ram-sés -con una entonación que hacía que la e sonara parecida a una 1 larga. Y al mismo tiempo su cuerpo delicado se retorcía de dolor como un gusano partido en dos.

Todo eso despertaba en Kaminski una mezcla de sentimientos; naturalmente quería salvar a Hella de sus malos sueños pero, por otra parte, escuchaba ansioso confiando en la posibilidad de descifrar algo del enigma que parecía rodear a aquella mujer.

– ¡Hella! -Arthur pronunció su nombre precavidamente y se sintió sorprendido cuando ella le respondió con un «¿sí?» profundo y prolongado.

– Pensaba que estabas soñando -continuó el ingeniero en voz baja-. ¿Tienes fiebre?

– Fiebre, fiebre, fiebre -repitió Hella con los ojos cerrados y comenzó a moverse de un lado para otro agitando los brazos como si todo un hormiguero corriera por su cuerpo.

– ¡Kemal! -gritó en voz alta repentinamente y al nombre le siguió un insulto que el ingeniero no entendió. El cuerpo de Hella se curvó como un arco tensado e, igual que éste se rompe por el exceso de fuerza, seguidamente se quedó inmóvil sobre el lecho.

Su respiración era agitada y entrecortada y Kaminski empezó a tener miedo. La golpeó suavemente en las mejillas y le gritó:

– ¡Despierta, Hella, despierta!

Pero la joven continuó sumida en una profunda inconsciencia.

Desesperado, Arthur miró a su alrededor y pensó qué podía hacer. Heckmann fue lo primero que le vino a la cabeza. ¡Tenía que ir a buscar al doctor! Kaminski saltó de la cama, se puso los pantalones y la camisa apresuradamente y corrió a la puerta.

El doctor Heckmann vivía en la casa de al lado y Arthur llamó con fuerza.

– ¡Doctor, doctor, soy yo, Kaminski!

El médico apareció en la puerta, todavía medio dormido, pero después de que Kaminski le informara del estado de Hella, se despertó por completo. Volvió a entrar en la casa, de la que salió al cabo de unos minutos vestido a toda prisa y con un pequeño maletín.

– ¡Tiene una fiebre muy alta! -le informó el doctor Heckmann después de poner su mano sobre la frente de Hella-. ¡Búsqueme una toalla mojada! -Con el pulgar le levantó el párpado izquierdo para ver el blanco del ojo-. No tiene reflejos -dijo Heckmann, que movió la cabeza preocupado-. Usted estuvo toda la noche con Hella -sus palabras sonaron como un reproche-, ¿bebió mucho alcohol o tomó algún medicamento fuerte?

– No, no, eso es imposible, o al menos no lo hizo en mi presencia.

Ambos escucharon la respiración breve y entrecortada a joven. El doctor pareció no darse por satisfecho con la respuesta de Arthur. Miro a su alrededor por la habitación, olió dos vasos que había en alguna parte, después observó una ampolla de inyección que llevaba la inscripción KUP y controló las cajitas de pastillas que estaban en una pequeña estantería, pero no pudo descubrir nada que le pareciera sospechoso.

– Tiene toda la apariencia de una intoxicación -opinó por fin el médico.

Kaminski le tendió la toalla mojada que le había pedido y el doctor Heckmann la colocó sobre la frente de la enferma.

En medio de su desamparo, sin saber qué hacer, Arthur empezó a ordenar la habitación. Quitó de en medio vasos y botellas y comenzó a doblar y a colocar en su sitio, en el armario, las ropas que habían quedado sobre el respaldo de una silla. En el momento en que retiraba una blusa le llamó la atención un pequeño objeto extraño que pendía por la parte de atrás. Parecía un amuleto, pero pronto vio que se trataba de una araña epeira, una especie venenosa, que estaba atravesada por lo que semejaba un anzuelo de pescador. El gancho se había clavado de tal manera en el tejido que a Kaminski no le fue posible sacarlo sin abrir un agujero.

Mientras tanto, el doctor Heckmann preparaba una inyección de penicilina.

– Trate de recordar -le indicó al ingeniero mientras llenaba la jeringuilla y dejaba saltar un fino chorro por la aguja- si en los últimos días Hella ha estado en contacto con alguna sustancia tóxica. Sería muy importante saberlo.

Kaminski se llevó las manos a la cabeza.

– ¡Dios mío, está claro! -exclamó-. Ahora me viene a la cabeza. Esta mañana en la enfermería tiré al suelo, sin querer, una botella de fenol. ¡Tiene que ser eso!

– ¿Fenol?

– Sí. Su olor me produjo alucinaciones, tuve una aparición espantosa.

– ¿A causa del fenol?

– Sí, Hella me lo explicó después.

Fl doctor Heckmann tomó el brazo de la joven y clavó la aguja.…

– Mi querido amigo -le explico con una sonrisa irónica-, el fenol es un excelente desinfectante, pero no sirve en absoluto para producir alucinaciones.

– Y sacó la aguja de la vena de Hella.

– Pero en medio de aquel olor, vi una cara espantosa -trató de explicarse Kaminski-, estoy completamente seguro.

– Si está seguro de que vio ese semblante, es que ese rostro estaba allí. Los seres humanos tendemos gustosamente a tomar por alucinaciones las cosas que nos repugnan o nos desagradan.

Kaminski se asustó. En su mano se hallaba la araña con el peligroso anzuelo. Heckmann la observó con interés.

– ¿Qué es eso?

– Yo tampoco lo sé. -Puso el extraño objeto delante del rostro del médico-. Colgaba de la blusa de Hella.

– ¡Qué extraño! -opinó el médico y miró la araña atravesada-. Los hombres medicina africanos utilizan estos insectos… ¿pero Hella?

A Kaminski se le ocurrió de repente.

– ¡Kemal el herrero!

Heckmann se quedó mirando al ingeniero como si quisiera preguntarle: «¿qué tiene que ver Kemal en todo esto?».

– Hella tuvo una fuerte discusión con Kemal a causa de Margret Bakker.

La respiración de la muchacha se iba haciendo más lenta y regular. El doctor Heckmann se sentó a su lado en silencio y le tomó el pulso.

– ¿Cree usted posible que Kemal tratara de vengarse de modo tan vil? ¿Sabe que hay venenos tan fuertes que basa con mojar un gancho parecido a éste para provocar la muerte?

El ingeniero, que aún sostenía en la mano el amuleto con la araña, se estremeció y lo dejó sobre la mesa. Después contempló a Hella y de nuevo su mirada se posó en el insecto. Finalmente preguntó:

– ¿Habría dejado huellas un envenenamiento causado por un anzuelo semejante?

– Normalmente, sí -respondió el médico y se acercó a Hella.

En su espalda, debajo del omoplato, podía verse una mancha ligeramente enrojecida.

– ¿Qué opina de esto? -le preguntó impaciente Arthur.

La tranquilidad del doctor Heckmann en una situación como ésa lo irritaba.

El doctor pasó suavemente la mano sobre la marca de la espalda. Su respuesta fue poco convincente.

– He de reconocer que nunca he tenido en mis manos un caso como éste. No puedo ver ninguna herida. Esta mancha podría ser simplemente una pequeña irritación de la piel.

El médico se encogió de hombros, ni él mismo se quedó satisfecho con su observación. Y Kaminski se sintió confirmado en su opinión de que el doctor Heckmann no era precisamente una lumbrera, ni como médico ni como hombre.

Así fue pasando el tiempo que ambos velaron junto a la cama de la joven, en silencio la mayor parte. De pronto, cuando ya estaba a punto de amanecer el doctor Heckmann se dirigió al ingeniero, como si llevara mucho tiempo reflexionando sobre la cuestión, para preguntarle:

– ¿Sigue amando todavía a Hella?

Kaminski no había contado con una pregunta como esa. Apretó los labios y entre sus cejas se produjo una profunda arruga vertical.

– Oiga usted -respondió el ingeniero en voz baja y un tanto temblorosa-, ¿es que aún no ha sabido digerir su derrota? Por lo visto pretende usar de un modo u otro sus conocimientos médicos según tenga una oportunidad con Hella o no. Le diré una cosa -Arthur se acercó más al méj-co_ si me entero de que usted no ha hecho todo lo humanamente posible por salvar a esta mujer, yo me ocuparé de que…

– ¡No puedo tolerar una cosa así! ¡Y menos de usted, Kaminski! -protestó Heckmann-. Desde que llegó a Abu Simbel no ha hecho más que crear problemas.

– ¡Ah! -Kaminski fingió una calma que en realidad no era más que rabia contenida y que podía explotar en cualquier momento-. Por lo visto usted cree que yo tengo la culpa de todo.

No faltó mucho para que los dos hombres se liaran a puñetazos. Pero Arthur se dijo que no valía la pena dejarse arrastrar a una pelea, así que se limitó a hacer un ademán despectivo con la mano y abandonó la habitación.

Se sentó en los escalones de entrada de la casa con la mirada fija en el campamento de trabajo todavía envuelto en la tranquilidad del sueño. En la lejanía, la cadena de montañas empezaba a perder su gris apagado y a iluminarse con las primeras luces del alba, que transformaron al paisaje y le dieron un tono naranja oscuro que rápidamente pasó a ser un amarillo brillante.

«No puedes confiar el destino de Hella en las manos de ese Heckmann -pensó Arthur-. ¿Pero que podía hacer él? ¿Cómo podía saber si Kemal había perseguido a Hella con un arma envenenada? Tratar de hablar con él sería un desatino; naturalmente, lo negaría todo, hasta el azul del cielo.»

¡Moukhtar! Él conocía al herrero mejor que nadie. Ambos procedían del Alto Egipto y si había alguien que pudiera penetrar en los misterios del alma de Kemal era él, Moukhtar.

Kaminski tomó el anzuelo con la araña epeira, lo envolvió en un pañuelo y se dirigió a visitar al arqueólogo, que vivía al otro lado de la calle junto al depósito del agua.

Al principio Moukhtar se negó a creer que el amuleto n el insecto hubiera sido encontrado en las ropas de Hella Hornstein, pues significaba una maligna maldición y la epeira simbolizaba la muerte. ¿Qué razones podía haber para que Kemal deseara el fin de la doctora?

Kaminski le informó de la violenta discusión entre los dos y del punto de vista de Kemal de que una mujer, de acuerdo con la voluntad de Alá, no debía curar a los enfermos. Todo eso, además, era cosa secundaria, lo importante era saber si Kemal había utilizado algún veneno y en caso de que hubiera sido así, cuál.

Moukhtar, con el semblante serio, dijo que tras las maldiciones de los nativos no sólo se ocultaba el deseo de hacer mal, sino una firme decisión de que se realizara y la única posibilidad que Kemal tenía de matar a la doctora Hornstein consistía en usar un veneno y el más accesible era el de serpiente.

¿Un veneno de serpiente? Arthur había oído decir que en muchas ocasiones bastaba una dosis mínima para provocar la muerte de un elefante.

Sin dar más explicaciones, Hasan Moukhtar tomó el pañuelo con el fetiche de las manos de Kaminski y con un movimiento de cabeza le indicó que lo siguiera.

El sencillo cuarto de baño, con las paredes de cemento pintadas de verde, consistía principalmente en un lavabo y la boca de una ducha que parecía colgada del techo. En una caja de madera descansaban dos perezosos cocodrilos pequeños que ya habían crecido demasiado para ser considerados simplemente animales de compañía. En el campamento eran muchas las personas que tenían esos reptiles, de corta edad en su casa como animales domésticos. Era algo bastante fácil, no había más que ir a recoger los huevos a uno de los bancos de arena del embalse, pero no se debía olvidar el volver a dejarlos en libertad una vez que pasaban de los treinta centímetros, pues a partir de ese tamaño solían morder y resultaban peligrosos.

Con unas pinzas, Moukhtar cogió el anzuelo y lo clavó en las fauces de uno de los cocodrilos. El reptil tembló al recibir el pinchazo, pero de momento no se alteró ni dio muestras de que le hubiera ocurrido nada. Sin embargo, al cabo de dos o tres minutos comenzó a golpear furiosamente con la cola, se enroscó como una serpiente y al poco tiempo de luchar contra la muerte, quedó boca arriba, inmóvil en el suelo y sin vida. La parte baja de su vientre brillaba de un modo que no era natural.

– Veneno -murmuró Moukhtar.

Kaminski, asustado, fijó la vista en el pobre animal muerto. Le costaba trabajo pensar con claridad. Abandonó la casa del arqueólogo y le dijo al doctor Heckmann que el anzuelo estaba envenenado. Seguidamente el médico respondió que, ciertamente, cabía la posibilidad de inyectar a Hella un antiespasmódico pero, como no sabía de qué tipo de veneno se trataba, el medicamento podía complicar aún más las cosas. Se produjo una nueva discusión entre los dos. Kaminski logró contenerse y casi le suplicó al doctor que le inyectara el antídoto e insistió tanto que logró convencerlo de que ésa era la única posibilidad que tenía Hella de sobrevivir. Finalmente, el médico acabó cediendo.

Cuatro horas más tarde, cuando la muchacha se despertó y salió de su estado febril, Kaminski tuvo la sospecha de que el doctor se llevaba una decepción. Al abandonar la casa dejó tras de sí una impresión de desconcierto. Mientras Arthur limpiaba el sudor de la frente de Hella se preguntaba qué clase de hombre era realmente el doctor Heckmann.

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