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En París, Mike Mahkorn tuvo noticias de que en el Museo Egipcio de Berlín Charlottenburg existía una nueva prueba sobre la existencia de una sin nombre. El profesor Ledoux le mencionó al doctor Stosch. Tras establecer contacto telefónico con éste, se trasladó a Berlín. Creía conocer a Arthur y tenía la impresión de que, pese a sus manifestaciones en sentido contrario, aún seguía interesado por la doctora Hella Hornstein.

– ¿ Ha intentado contactar con usted un hombre llamado Kaminski? -fue su primera pregunta.

– No, que yo sepa. -El doctor Stosch, un caballero de pelo blanco, que vestía con excesiva corrección un traje cruzado, se mostró cortés, pero al mismo tiempo reservado-: De todos modos, he estado de viaje durante varios días. Es posible que viniera mientras tanto. ¿Qué pasa con ese Kaminski?

Mahkorn le contó la historia y no pudo dejar de darse cuenta de que el doctor acompañaba de vez en cuando su narración con una sonrisa burlona.

– ¿Y cómo puedo ayudarle? -quiso saber el egiptólogo después de que Mike terminara su relato.

– Es muy sencillo -respondió éste-, me interesa conocer literalmente el texto que figura en la piedra de Hori o, por lo menos, un resumen de su contenido.

El doctor Stosch sacudió la cabeza.

– Deseo que sus investigaciones lleguen a buen puerto señor Mahkorn, pero lo que me pide no es posible. Tiene que comprenderlo; la piedra de Hori es un documento histórico de gran importancia cuyo análisis científico aún está en curso. En el ámbito profesional no se vería con agrado que la traducción del texto ocupara toda una página de una revista ilustrada. Una publicación de ese tipo debería estar reservada para nuestro boletín.

Sacó una fina hoja de su libreta y la colocó encima de la mesa de escritorio donde había un ejemplar del Zeitschrift für ägytische Sprache und Altertumskunde.

– Lo entiendo -respondió Mike, pero su voz no sonaba como la de alguien que se ha resignado. Por el contrario, sabía como vérselas con los científicos más tozudos. Por lo tanto, comenzó a hablar con precaución:

– Naturalmente, comprendo su actitud. Todo experto debería obrar del mismo modo, pero me gustaría que reflexionara sobre dos cosas. La primera, que no tengo el menor interés en publicar literalmente el texto de la lápida de Hori, lo que me interesa es su contenido. Además me permito indicarle que la publicación de su nombre y de su trabajo en una gran revista favorecerá el prestigio del que ya goza. Hay bastantes ejemplos de investigadores -continuó Mahkorn- que consiguieron fama mundial gracias a una conferencia de prensa. Creo que debe meditar sobre ello, doctor Stosch.

El egiptólogo se rascó la nariz minuciosamente. Necesitaba tiempo para pensar. Aquel periodista tenía razón. Con mucha frecuencia había deseado una mayor publicidad para sus investigaciones, mayor reconocimiento y, ¿por qué no?, también más popularidad. Su nombre no era conocido; tan sólo, tal vez, por unos pocos colegas.

– ¿Qué desea saber? -preguntó huraño.

– Me interesa lo que Hori dice sobre la sin nombre. Todo, ¿lo entiende?

– ¿Me citará en su reportaje?

– Naturalmente. Eso es una exigencia profesional y del juego limpio. También será mencionado el profesor Ledoux.

La idea de que su nombre apareciera en el mismo artículo junto al de Ledoux, del Louvre, pareció halagarlo.

Stosch se levantó, se dirigió a un archivador de persiana y sacó un expediente amarillo.

– Quiero que sepa -comenzó como si tratara de excusarse- que lo que voy a enseñarle todavía no ha sido publicado. El contenido de la piedra de Hori sólo se conoce a grandes rasgos, muy por encima. Todavía falta el comentario científico, una tarea que me está reservada.

Pronunció las últimas palabras con meditada lentitud, casi con devoción. Después sacó cuatro hojas separadas del expediente y las puso juntas sobre la mesa. La mitad izquierda de cada folio se encontraba llena de jeroglíficos y en la derecha había signos gráficos que representaban las consonantes, totalmente incomprensibles para el periodista, junto con algunos trazos y dibujos; debajo, entre paréntesis, estaba la traducción al alemán.

– Hori era un oficial de la guardia de Ramsés II -explicó el doctor Stosch-. Placas conmemorativas como ésta hay muchas. Todo hombre de rango se hacía levantar una para que su nombre se conservara en la posteridad. En ella se mencionan los acontecimientos más importantes de su vida; en este caso, su participación en las campañas militares contra los hititas.

– ¿Y qué información da sobre la sin nombre? -presionó impaciente Mahkorn.

– Despacio -trató de apaciguarlo-. En primer lugar quiero aclararle en qué se basa mi teoría de que esa persona condenada al anonimato es la reina Bent-Anat. He mantenido correspondencia con el profesor Ledoux y se muestra conforme con mi tesis.

– Sí, Ledoux me lo ha explicado todo. -Mike interrumpió al investigador temeroso de que éste se fuera a extender en una interminable lección magistral-. Partamos de la base de que la sin nombre, es Bent-Anat.

Stosch le dirigió una mirada de disgusto. El estilo directo del periodista le hacía desconfiar. Finalmente, tomó la tercera de las hojas que había sobre la mesa y continuó:

– La parte que a usted parece interesarle exclusivamente la encontramos aquí. -Se puso a leer-: «En el año 42 del reinado del gran User-maat-Ra-Setepen, el gran Toro, amado de Anión, la gran esposa real que llevaba la corona de Hator perdió su nombre. Ése fue el salario que hubo de pagar por su infidelidad cuando User-maat-Ra-Setepen-Ra tomó de ella el hálito de Atón sobre el ápice de su templo más meridional».

Mahkorn se quedó mirando al egiptólogo con aire interrogante.

– ¿Y todo eso qué significa?

El profesor Stosch torció el gesto y se rió como atormentado por la ignorancia del periodista; seguidamente respondió:

– Los antiguos egipcios solían expresarse en un lenguaje lleno de fiorituras, estaban acostumbrados a describir los hechos con complicadas metáforas. Por eso, a veces, resulta tan difícil descifrar los textos. Ledoux afirma que Bent-Anat fue una espía de los hititas, lo que confirmaría, a mi entender, el uso de la expresión infidelidad.

– ¿Y qué significa que User-maat-Ra, es decir Ramsés, «tomó de ella el hálito de Atón»?

– Eso tiene una sencilla explicación. Anión es la personificación del dios creador en el caos previo al tiempo. Su hálito es el dios del aire Shu, que junto con Tefnut, su hermana y esposa, forman la base de toda vida. Podríamos decir con una expresión adecuada a nuestros tiempos que Atón es el oxígeno.

– Entonces el párrafo quiere decir que Ramsés, como castigo, le quitó a Bent-Anat el oxígeno, o sea que la privó del aire para respirar. ¡La estranguló, doctor! ¡Ramsés mató a Bent-Anat!

Mahkorn se quedó mirando al científico mientras esperaba ansioso una respuesta.

– Ésa podría ser, de hecho -contestó Stosch-, la consecuencia lógica. Yo también he llegado a la misma interpretación.

– ¿Y el templo más meridional es…?

– Abu Simbel.

– Ramsés mató a Bent-Anat -repitió Mahkorn- en Abu Simbel.

Luego trató de concordar esas ideas con la vida de Hella Hornstein. ¿Éste era el secreto buscado por la doctora? Y una vez que lo conociera, ¿qué consecuencias podría tener para ella?

– Dígame, doctor -comenzó pensativo-, ¿qué significado simbólico le corresponde realmente al escarabajo? Lo pregunto porque la mujer de la que le he hablado lleva siempre consigo uno que sacó de la tumba de Bent-Anat. ¿Puede tener eso algún significado especial?

El profesor hizo un gesto confuso con la mano, como si quisiera decir «¿qué puedo saber yo de los motivos de esa persona?». Pero seguidamente respondió:

– Ese animal es nuestro escarabajo común. Entre los antiguos egipcios tenía una gran importancia. En los jeroglíficos significa origen, génesis, pues creían que se engendraba a sí mismo de la nada. No sabían que el escarabajo hembra para proteger sus huevos los envuelve en una pelota de escrementos y porquería; lo único que ellos veían era que aquella bola aparecía de repente llena de larvas. Por esa razón lo adoraban como chepre, que quiere decir originado en la tierra. Consecuentemente situaban al escarabajo al mismo nivel que el dios Atón y más adelante en la misma jerarquía que el propio dios del sol, Ra, el dador de vida. Los egipcios ponían la figurilla de este animal a sus muertos como amuleto y símbolo para una nueva existencia.

Mahkorn comprendió. Se dio cuenta de que todo lo que Hella Hornstein había hecho hasta entonces se correspondía con un plan concreto, ninguno de sus actos había sido casual. Hella quería justificar dar una razón de ser a su segunda vida. ¿Significaba eso que también conocía su final?

«Por suerte -se dijo a sí mismo-, Hella Hornstein y Arthur Kaminski se encontraban, ambos, muy lejos de Abu Simbel.»

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